Los misterios de Madrid, de Antonio Muñoz Molina:

Retrato callejero y urbano de la capital española

a finales de la transición a la democracia

 

 

Vilma Navarro-Daniels

Washington State University

 

Aunque la primera edición completa de Los misterios de Madrid apareció publicada en noviembre de 1992 por Seix Barral, la novela ya había visto la luz pública de manera episódica, en capítulos aparecidos en el diario El País entre el 11 de agosto y el 7 de septiembre del mismo año (Muñoz Molina 6). La obra narra las aventuras y desventuras que Lorencito Quesada atraviesa en Madrid cuando busca recuperar la imagen del Santo Cristo de la Greña, robada de la Iglesia del Salvador en Mágina a tres semanas de Semana Santa, celebración en torno a la cual gira la vida de la pequeña ciudad andaluza, cuna de Quesada. Lorencito, virginal y pueblerino empleado de los almacenes El Sistema Métrico, corresponsal del periódico provincial Singladura, miembro de la Adoración Nocturna, quien vive solo con su madre aun cuando cuenta con más de cuarenta años, se encuentra de pronto en una gran metrópoli. Aunque Quesada permanece en Madrid solamente tres días, Antonio Muñoz Molina se las ingenia para pasear al personaje por las más diversas zonas de la capital, trazando un mapa de la geografía humana y urbana del Madrid de los años noventa.   

La crítica especializada ha estudiado esta obra como una manifestación de las poéticas regionales que, enmarcadas en una actitud postmoderna, buscan desasirse de la noción de centro y realzar lo marginal, lo cual conduciría a reforzar la perspectiva regionalista (Molina-Gavilán 106). María Lourdes Cobo Navajas analiza la novela como parte de lo que denomina “ciclo narrativo de Mágina”, la ciudad imaginada por Antonio Muñoz Molina y presentada a los lectores en su primera novela, Beatus Ille (1986); a pesar de que, como Cobo Navajas advierte, casi toda la acción de Los misterios de Madrid toma lugar en la capital, la obra se abre y se cierra en Mágina, y es la mirada provinciana del protagonista la que ofrece al lector sus percepciones de la gran ciudad. Por otra parte, Carmen Servén y Encarnación García de León se han centrado en los aspectos genéricos de la obra, tales como su inscripción dentro de la novela de folletín, sus relaciones con el género policíaco y con la novela negra americana. García de León, además, se ha detenido a examinar “la intertextualidad cervantina” (93) de la novela, dado que, al igual que Don Quijote, Lorencito contempla la capital española a través de una percepción marcada por los libros que ha leído y, muy especialmente, por las películas hollywoodenses que ha visto (109) y que son cruciales a la hora de intentar comprender lo que le sucede en cada una de sus salidas e incursiones en la gran urbe. De allí que tanto Servén como García León presten mucha atención a los elementos relacionados con el suspenso y a la seguidilla de engaños de la cual Lorencito Quesada es objeto, siendo la más radical su descubrimiento de que él mismo, junto con su paisano Matías Antequera, ha sido víctima de un complot por parte de don Sebastián Guadalimar, “respetado prócer” local. Éste desea vender la imagen del Cristo de la Greña a un millonario coleccionista de reliquias, haciendo aparecer la transacción como un robo perpetrado por Quesada y Antequera. El plan fraguado por Guadalimar implica ni más ni menos que el asesinato de sus dos coterráneos, muertes que habrían de ser presentadas a la opinión pública como el producto de un altercado entre ambos que habría llevado a Lorencito a ejecutar a Antequera y, posteriormente, a suicidarse no sin antes dejar una carta confesando sus supuestas fechorías.

A pesar de que todos los estudios sobre la obra advierten la importancia de Madrid en la novela, no se detienen a analizar el papel que la ciudad juega no ya como un obstáculo para Lorencito Quesada en su misión de recuperar la imagen del Cristo de la Greña, sino como vehículo que le permite al autor expresar su visión personal sobre la capital española a fines de la transición a la democracia (1). En la presente lectura de Los misterios de Madrid quisiera proponer que el Madrid delineado por Muñoz Molina en su novela es una ciudad laberíntica representada como un flujo de fragmentos híbridos, los cuales no se dejan sistematizar en una estructura homogeneizante que ofrezca una apariencia organizada a quien la observe. Por el contrario, la ciudad se nos ofrece como una yuxtaposición de elementos diversos, sin orden y sin jerarquía, donde los extremos coexisten sin necesariamente entrar en contacto unos con otros. De este modo, Madrid no sólo es extraña para Lorencito Quesada, sino que Muñoz Molina nos adentra en una ciudad que es una desconocida para sí misma; una ciudad donde los habitantes de las chabolas no saben de los que viven en el distrito financiero y viceversa. Una ciudad que fue planificadamente metamorfoseada en pocos años para que adquiriera una nueva faz, una apariencia que la hiciera similar a las ciudades más cosmopolitas del mundo y, de ese modo, ser aceptada como europea, y, por extensión, todo el país con ella. Madrid parece ser un espacio donde la posmodernidad se ha afincado: Muñoz Molina despliega ante el lector descripciones de los modernos edificios construidos durante la era socialista a fin de producir un perfil del país que permitiera a España ser admitida en la Unión Europea, lo cual choca con los múltiples problemas sociales que ensombrecían a la nación en esos años. Entre esos problemas, Muñoz Molina enfatiza la pobreza, la drogadicción y la fuerte presencia de inmigrantes y desamparados para oponerlas al Madrid de la opulencia y el consumo. El autor hace que el lector se pierda en este Madrid, de la mano de Lorencito Quesada, para así contemplarlo junto con él no sólo con la mirada del provinciano conservador que piensa que en la gran ciudad todo es perdición y pecado, sino también con los ojos de quien es expuesto a las contradicciones de una sociedad que se deleita en la imagen europea que ha creado de sí a la vez que se muestra inhábil para resolver los serios problemas económicos y sociales que la atraviesan. De esta manera, Los misterios de Madrid y su cándido protagonista se proyectan más allá de las anécdotas que refiere para alzarse como un comentario social.     

En los tres días que el protagonista pasa en la capital recorre los sitios más dispares que el lector pueda imaginar (2). Lo importante es que en cada uno de ellos Lorencito experimenta un sentimiento de extrañeza, no sólo porque se trata de un pueblerino ingenuo que se adentra en la capital, sino porque Madrid se ha vuelto extraña a sí misma. Apenas llegado a la estación de Atocha, Quesada da muestras de vacilación, tanto que piensa haberse equivocado de ciudad (26). La estación de Atocha que Lorencito guarda en su memoria se caracterizaba por “una gran bóveda con pilares y arcos de hierro, un inmenso reloj y una lápida de mármol con la lista de los Caídos por Dios y por España” (26). El dato de la lápida por los caídos no deja de ser importante, puesto que Lorencito había visitado la ciudad más de veinte años atrás a fin de cubrir periodísticamente el Segundo Festival de la Canción Salesiana y, como miembro de Acción Católica, animar al conjunto que representaba a Mágina. Los recuerdos que guarda de la capital, entonces, son los de una ciudad aún bajo el régimen franquista, ciudad que Lorencito añora. Los madrileños, en cambio, conocen de primera mano las ampliaciones y remodelaciones de las que la estación de Atocha fue objeto entre los años 1985 y 1992, cuando la antigua estación quedó fuera de servicio. Lorencito Quesada, en cambio, parece haberse quedado estancado en el pasado, en un tiempo anterior a la era socialista y a las modernizaciones que ella trajo a las grandes ciudades de España, con especial énfasis en Madrid.

Después del impacto que significa creerse perdido, Lorencito busca la casa de huéspedes del señor Rojo, en la cual se alojase en su mentada visita a la capital. Sin embargo, en el lugar no reconoce nada: le abre la puerta un hombre con rasgos orientales (32), haciéndolo entrar a la pensión que, según Quesada, olía a “frituras paganas” (36). El interior parece más bien un bazar, donde podían encontrarse elefantes de madera, máscaras, tambores y artesanías africanas a la misma vez que radiocassettes, linternas, alfombras musulmanas y cajas de herramientas (38), mientras dos negros vestidos con túnicas cocinaban al son de tambores tribales. Esta especie de superposición o collage que nuestro protagonista encuentra en la posada es un anticipo de lo que hallará en la ciudad, es decir una superposición de elementos que, sin guardar relación los unos con los otros, coexisten.

El viaje a Madrid de Lorencito Quesada se lleva a cabo en marzo de 1992, año que se inscribe dentro de lo que Teresa Vilarós considera la segunda parte de la transición española a la democracia. De acuerdo con Vilarós, la primera etapa de la transición se extiende desde 1973 --año del asesinato de Luis Carrero Blanco-- o 1975 --año del deceso de Francisco Franco-- hasta 1981 --año de la intentona golpista de Antonio Tejero, episodio que trajo como consecuencia la defensa del sistema democrático por parte del rey Juan Carlos, sistema que hasta aquel momento no estaba completamente asimilado por la ciudadanía. La segunda parte de la transición se extendería desde el triunfo del PSOE en las elecciones de 1982 hasta la firma del tratado de Maastricht en 1993, cuando España opta por integrarse a Europa bajo la política de internacionalización emprendida por la administración de Felipe González. Con anterioridad, se habían realizado importantes eventos culturales que promovieron la imagen de España como país plenamente europeo y moderno. Entre ellos cabe destacar la Exposición Universal de Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la elección de Madrid como la Capital Cultural de Europa (Vilarós 1-3), eventos que, como Antonio Fernández Alba subraya, implicaron un excesivo gasto considerando las condiciones económicas del país en plena transición hacia el neoliberalismo (132). Los tres eventos culturales son traídos a colación en Los misterios de Madrid por Pepín Godino, un maginense que se ha rendido a los encantos de Madrid y que intenta persuadir al timorato Lorencito de las ventajas de la capital, único lugar donde es posible triunfar:

 

Pero tampoco me negarás que, como yo digo, Madrid es mucho Madrid. ¡Mira qué rascacielos, qué circulación automovilística, qué Palacio Real! De aquí a la torre de Madrid cabe Mágina entera… ¿Y qué me dices del mujerío, y del tema cultural, que al fin y al cabo es a lo que tú y yo nos dedicamos? . . . ¡Dinamismo, Quesada, evolución! . . . ¡Hoy en día el tema palpitante es la cultura, y Madrid es, como yo digo, la capital cultural de Europa! ¡Por no hablarte de la Expo ’92 y de las Olimpíadas de Barcelona...! (53)

 

Pepín dice todo esto mientras le extiende a Lorencito su tarjeta de visita a través de la cual sabemos que tiene una oficina de asesoría técnica cultural y de infraestructura de espectáculos. Desde su oficina ubicada en la Gran Vía, Godino se dedica a promover espectáculos que son “el último grito en los municipios periféricos” a cambio de las subvenciones otorgadas por los ayuntamientos. Pepín Godino es, sin duda, un personaje que representa una noción de la cultura como parte del neoliberalismo, el cual la transforma en posibilidad de hacer buenos negocios y en espectáculo, lo que conduce, como asevera Eduardo Subirats, al “delirio de una ininterrumpida fiesta, de certámenes, exposiciones, grandes proyectos edílicos y remodelaciones urbanísticas, manifestaciones vanguardistas y discotecas y un masivo fervor audiovisual . . . ” (ctdo. en Fernández Alba 135). Como Bernard Bessière sostiene, a la muerte de Franco, uno de los cambios más relevantes relacionados con la cultura en España fue “la creación de un Ministerio de Cultura, que pretendía equiparar la administración española con el resto de los países europeos” (52). La sede de dicho ministerio sería Madrid, con lo cual se le daba a la capital el rol protagónico de las transformaciones que se habrían de implementar. Bessière apunta que, aunque la población madrileña les lleva una abierta delantera a las otras ciudades y regiones de España en lo que a prácticas culturales se refiere (57), esto no obsta para que el público que suele asistir a eventos y espectáculos culturales continúe siendo una minoría. A las élites, intelectuales, estudiantes y público culto, que son los más constantes en sus prácticas culturales, les sigue una gran masa que prefiere la televisión como su pasatiempo principal y, finalmente, “los desterrados de la cultura,” es decir, los millones de personas que pueden ser catalogados como analfabetas, marginados sociales e inmigrantes, que simplemente no tienen contacto con la cultura (71). Estos últimos --las masas y los desterrados-- conforman la mayoría de los habitantes de la ciudad. Es así como, por dar un ejemplo, Bessière menciona que en 1989, el sesentiséis por ciento de los madrileños ignoraba que su ciudad sería la capital cultural de Europa en 1992 (70). A pesar de que el gobierno destinó esfuerzos y recursos económicos y humanos a fin de hacer de Madrid un importante foco cultural y de la enorme creación artística que tuvo lugar en los años ochenta, la mayoría de los madrileños permaneció al margen de ese desarrollo. Los centros culturales en los diversos barrios --cuarentiséis centros a cargo de los municipios al momento de postular la ciudad para ser considerada como la capital europea de la cultura en 1992-- (Bessière 66), centros a los que alude Pepín Godino, no parecieron ser suficientes para sumar a la gente común y corriente y, sobretodo, a los jóvenes, quienes, de acuerdo con Bessière, “se han quedado en la cuneta del progreso cultural” (72). Los jóvenes, dominados por la apatía fruto de la pérdida de confianza en el poder y gestión políticos, se han rendido a las drogas en un nivel alarmante, así como a la búsqueda de pasatiempos fáciles, los cuales no implican un desafío intelectual para ellos, tales como ver la televisión o simplemente reunirse con sus amigos para conversar o escuchar música.

Muñoz Molina presta especial atención al tema de los excluidos sociales en su novela, haciendo que su protagonista vaya a dar a las chabolas y que luego regrese al centro de Madrid en un bus ocupado por una pandilla de muchachos. Hallándose en la furgoneta que lleva el cadáver de Matías Antequera y en la cual Lorencito Quesada es conducido --maniatado y amordazado-- hacia la muerte, logra salvar su vida fortuitamente al soltársele sus ataduras y al ser expulsado del vehículo en movimiento en plena autopista. De pronto, Quesada se encuentra en “un paraje de vertederos y desmontes” (118) que no parece tener fin. Al apartarse de la autopista y caminar un trecho, ve en la cima de la ladera un cartel que reza “Bienvenidos a Madrid, capital europea de la cultura” (118). El narrador se apura en comentar acerca del letrero:

 

El viento silbaba entre las armazones metálicas que lo sostenían, como en los pueblos fantasmas que aparecen con tanta frecuencia en las películas hispanoitalianas del Oeste. Desde lo alto del cerro vio muy lejos el perfil azulado de los edificios de Madrid, borroso por las columnas de humo pestilente que venían de un muladar tan vasto como una cordillera. Demasiado tarde advirtió Lorencito que aquél no era un desierto inhabitado: a sus pies se extendía una miserable población de chabolas, y sin que él se hubiera dado cuenta unas figuras tan lentas y pálidas como muertos en vida lo estaban rodeando. (118-9)

 

La manera en que el narrador contextualiza el anuncio publicitario socava la imagen de Madrid como capital europea de la cultura, lo cual se ve amplificado en el capítulo que sigue inmediatamente, titulado “El arrabal de los muertos vivientes”, haciendo alusión a los jóvenes drogadictos que pasan junto a Quesada sin siquiera notar su presencia. La miseria descrita no dista de la que Luis Martín-Santos presentara en Tiempo de silencio, publicada justo treinta años antes que Los misterios de Madrid. Así como en la novela de Martín-Santos, Muñoz Molina también recurre a un personaje que deviene el hilo conductor que atraviesa la ciudad, haciéndonos recorrer con él los más disímiles lugares y ambientes y, por lo mismo, permitiéndonos ser testigos de las profundas desigualdades que cruzan y horadan la sociedad madrileña. Las chabolas de Muñoz Molina nos ponen en contacto con quienes deben buscar desperdicios en el vertedero para así tener algo que llevarse a la boca, gentes cubiertas con harapos, drogadictos, seres humanos que viven en medio del humo producido por la basura al ser quemada, pues es en el muladar donde se levantan sus chozas construidas de cartón. No obstante, y a pesar de sus paupérrimas condiciones de vida, exhiben aparatosos artefactos electrodomésticos, antenas parabólicas o coches de lujo, como queriendo subirse a porfía al carro de la victoria de la modernización. El narrador se detiene especialmente en la descripción de los niños, quienes corretean alrededor de Lorencito, exhibiendo en sus cuerpos desnudos muestras de la mugre en la que se zambullen a diario y la desnutrición que los mantiene al borde de la inanición, niños “. . . de piel oscura y barriga hinchada, como en los documentales misioneros sobre el África negra” (121). Esta comparación lleva a Quesada a proponer que, en vez de hacer obras de caridad en beneficio “de las tribus paganas de África” o “para remediar el hambre crónica en la India”, deberían de llevarse a cabo “con la imperiosa finalidad de darles una vida digna a nuestros compatriotas más necesitados” (123). Nuestro protagonista incluso anticipa el título para un artículo que visualiza publicado en Singladura: “El Tercer Mundo, entre nosotros” (123), todo lo cual cuestiona el cartel que promociona a Madrid como capital europea de la cultura y que hace de portada a este episodio de la novela. Al yuxtaponer la chabola y el cartel, se produce la ironía.

Una vez que Lorencito Quesada logra escapar a una redada policial en la chabola, toma un bus que lo lleva al centro de Madrid. El viaje no hace sino prolongar la tormentosa incursión en un mundo donde Quesada se siente fuera de su elemento y permanentemente amenazado. Al subir al vehículo, en lo que primero repara es un pequeño rótulo que advierte “¡Atención! ¡El conductor no tiene llave de la caja! ”, lo cual, junto con la mampara blindada que mantiene al chofer a resguardo, no hace más que dar cuenta de la inseguridad ciudadana como uno de los problemas acuciantes de la gran capital. Lorencito no tarda en comprender por experiencia propia por qué los cuidados previstos para el conductor se justifican plenamente. Al ver a los otros pasajeros, Quesada piensa que cualquiera de ellos “podía ser un atracador en potencia, si no un taimado carterista, o un vándalo incendiario” (127). Aún cuando a estas alturas de la narración el lector sabe que Lorencito es un tímido y conservador maginense que tiende a mirar aprensivamente todo lo que le parezca extraño, no por ello deja de percibir el malestar y el miedo que brotan en el protagonista ante el comportamiento de los jóvenes que viajan en el mismo bus. Los muchachos, de cabelleras largas y desaseadas, visten camisetas adornadas con imágenes truculentas, portan radiocassetes con las que escuchan música estridente a todo volumen y buscan molestar intencionalmente al resto de los pasajeros. Estos últimos son objeto de las flatulencias y salivazos lanzados por los muchachos, quienes incluso no tienen reparo en tener relaciones sexuales a vista y paciencia de los demás usuarios del autobús. Este espectáculo, catalogado por Lorencito de ribetes apocalípticos, le hace recordar a sus compañeros de la Adoración Nocturna, quienes añoraban “la paz de Franco” (129). Más allá de las impresiones de Quesada, es claro que la novela plantea que un gran número de madrileños se ha quedado al margen de los progresos implementados en la ciudad. Las transformaciones impulsadas por el gobierno sólo significaron el mejoramiento de las condiciones de vida y de acceso a la cultura para una minoría.

Los contrastes entre el Madrid de la miseria y aquel de la prosperidad y el consumismo se hacen patentes una vez que Lorencito se baja del autobús en plena Gran Vía, la cual es descrita en términos que bien podrían referirse a Times Square en la ciudad de Nueva York:

 

Recién llegada la noche del sábado, Madrid resplandecía como un ascua luminosa en la oscuridad: brillaban los escaparates de las tiendas y de las modernas cafeterías con terrazas, los anuncios azules y rojos sobre los edificios, las marquesinas de los cines con vestíbulos de espejos y carteles de películas que alcanzaban una altura de varios pisos. Alrededor de la fachada de una sala de fiestas se encendían y se apagaban como bengalas hileras de bombillas, y la imponente silueta de cartón de una mulata vestida con sucintos atavíos tropicales se erguía soberbiamente contra el cielo azul oscuro y liso.

 

Las carrocerías de los coches reflejaban como espejos curvos los destellos de los semáforos y de los anuncios luminosos. Una multitud endomingada y jovial hormigueaba por las aceras espesándose junto a las taquillas de los cines e inundando las terrazas y los grandes salones de las cafeterías. (130-1)

 

Para entender los cambios operados en la sociedad española --y que Lorencito advierte al comparar el Madrid anterior a 1972 con el del presente de la novela--, es menester considerar las transformaciones que el gobierno propugnó, cambios que implicaron una neoliberalización de la economía, con sus consecuentes cambios sociales, políticos y culturales. Como Santos Juliá señala, Felipe González logró que el PSOE dejara atrás su ideario socialista y que se presentara al país “como partido ‘vertebrador’ de España sobre cuyas espaldas recaería la tarea de ‘racionalizar’ la economía y ‘modernizar’ la sociedad” (412), objetivos fácilmente identificables con un discurso neoliberal. Por otra parte, poco a poco la gente fue perdiendo interés en la política, ya que la población no vio en las autoridades la resolución de enfrentar los urgentes problemas sociales que la apremiaban. Es así como, por dar un ejemplo, frente al incremento de la cesantía, los políticos mostraron una actitud más bien indiferente. Según Salustiano del Campo, los políticos “hicieron promesas en la campaña de 1982, que no sólo fueron incapaces de cumplir sino que intentaron que se olvidaran” (120). Encuestas realizadas en 1991, 1992 y 1993 por el INCIPE (Instituto de Cuestiones Internacionales y Política Exterior) y la Fundación Independiente muestran que la opinión mayoritaria es que los gobernantes no fueron capaces de resolver los problemas creados por la crisis general de la economía, acentuada por el incremento del costo de la vida. Esto mismo fomentó que la gente se preocupara más por los asuntos relativos a la economía que por los relacionados con los problemas políticos, institucionales y sociales. Una de las consecuencias más graves de esto, según Salustiano del Campo, es “la ausencia de solidaridad social en todos los ámbitos y la falta de un pacto social de futuro y de concertación económica, así como la carencia de un proyecto que permita definir para el futuro, de una manera clara y solidaria, unos objetivos nacionales comunes” (121). Es importante añadir que a fines de la transición, los españoles percibían que desde 1985 era más ostensible la mala distribución de la riqueza, lo cual no hizo sino acentuar las grandes desigualdades económico-sociales (134-5).

En la opinión pública se advirtió una celebración de la modernización española que no estuvo exenta de crítica. Al auge vivido entre 1987 y 1991, le sigue un empeoramiento de la situación económica doméstica, comenzando en 1993 (del Campo 124). Según encuestas realizadas por el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) al cumplirse veinticinco años de la muerte de Franco, los españoles se auto perciben como más respetuosos hacia los demás, más exigentes de sus derechos y más libres (Moral 32). A la par, se consideran mucho más individualistas y un alto porcentaje piensa que el racismo ha aumentado (Moral 32). A pesar de que se caracteriza a los jóvenes como solidarios y trabajadores, se advierte unánimemente que su rasgo más relevante es el consumismo. Ellos son las primeras generaciones socializadas en un medio más desarrollado y con un mejor nivel de vida, es decir, son un producto de la transición (Moral 40). En la población predomina la impresión de los jóvenes como violentos e indiferentes (Moral 41), a lo que debe agregarse su apoliticidad (Moral 42). El informe también anota que la población considera que la inseguridad ciudadana, la delincuencia, el deterioro del medio ambiente, el problema de la droga y el terrorismo han empeorado dramáticamente desde 1975 al año 2000 (Moral 26). A lo dicho deben agregarse otras dificultades, las que se mantienen invisibles, en estado no manifiesto, y afloran en momentos de crisis: la segregación de los marginados sociales y el recelo con que se mira a los inmigrantes, actitudes que se hacen presentes en no pocos comentarios de Lorencito Quesada, quien tiende a clasificar racialmente a los individuos con los que se cruza a medida que lleva a cabo su investigación.

En efecto, nuestro protagonista encarna todas las preocupaciones y miedos de los que dan cuenta los reportes mencionados. Teme hacer uso del Metro puesto que, entre otras cosas, le aterroriza ser asaltado en los corredores o equivocarse de línea e ir a parar a un barrio periférico lleno de delincuentes y drogadictos (57-58). Cuando se halla en la Puerta del Sol y en el kilómetro cero, “en el corazón mismo de España, . . . sólo veía a su alrededor mendigos, tullidos, negros, marroquíes, indios de América del Sur que tocaban bombos y flautas, gente patibularia que trapicheaba en las esquinas, asesinos y salteadores en potencia” (58). Al ser tomado como un asaltante por otro delincuente que le exige, bajo amenaza de ser apuñalado, alejarse de la zona dado que ése es el sector donde sólo él “trabaja”, Lorencito no pudo entender lo que el hombre le decía dado su “acento incomprensible” (60). Quesada ve turistas japoneses por doquier, siempre bien equipados con cámaras de vídeo. Una vez que se aleja del centro de la ciudad, pasa por la Plaza de Benavente, en cuyas calles ve prostitutas con marcas de jeringuillas en los brazos, y en cuyos jardines encuentra gente bebiendo en exceso, personas que a Lorencito le parecen “desechos humanos” (62). Más tarde, en la calle de la Montera, ve las “aceras pobladas de mujeres escuálidas y de africanos al acecho” (77).

El protagonista conservador y palurdo de Los misterios de Madrid presenta un retrato del Madrid de la década de los noventa como una ciudad llena de peligros. Lorencito no duda en responsabilizar a los inmigrantes --cuya presencia en las calles de la ciudad es enfatizada en la novela-- como agentes de riesgo y, por lo mismo, los acusa de ser una amenaza. Su primer recorrido en taxi por la capital le hace aventurar una explicación acerca de la inseguridad ciudadana: “¿Cómo no iba a estar llena de peligros una ciudad poblada de moros, negros y chinos? Al menos el taxista pertenecía a la minoritaria raza blanca” (39). Permanentemente advierte atascamientos de tráfico o vehículos que circulan a altas velocidades, todo lo cual hace que Quesada se sienta perdido y que decida “que Madrid era una ciudad incomprensible” (47). Le da miedo el Viaducto, lugar preferido de los suicidas en Madrid. No se atreve a cruzar las calles cuando el semáforo está en verde por temor a que la luz cambie cuando él está atravesando. La violencia de la ciudad le hace añorar su propio pueblo así como “el viejo Madrid”, los cuales son borrados simbólicamente cuando el ruido del tráfico se sobrepone a las campanadas de la torre de una iglesia, haciéndolas prácticamente inaudibles.   

El Madrid que vemos a través de la mirada de Lorencito es una ciudad en la que no hay orden ni coherencia, sino una vida fragmentada y caótica, en donde a cada paso nos cuestionamos acerca de cuál de todos esos fragmentos de ciudad puede ser denominada, en propiedad, Madrid. La presentación que la novela nos ofrece de Madrid es una en la que la capital, como centro, es representada “descentradamente” o, en otras palabras, como carente de centro, pareciendo más bien una sucesión de discontinuidades. Linda Hutcheon postula que, desde una perspectiva descentrada, si un mundo existe, entonces todos los mundos posibles existen, con lo cual una pluralidad histórica pasa a reemplazar una esencia atemporal y eterna. Hutcheon agrega que el pensamiento que se aleja de una noción de centralización se aparta también de las preocupaciones relativas al origen, unicidad y monumentalidad que han funcionado como enlace del concepto de centro con lo eterno y universal. De este modo, el centro pasa a ser considerado una ficción, la cual puede ser necesaria y deseada, pero ficción al fin y al cabo (Hutcheon 58). La pérdida de un centro totalizante parece imposibilitar la generación de sistemas que permitan ordenar la experiencia. De hecho, Quesada no logra explicarse lo que le pasa en Madrid. El personaje tiene unas expectativas sobre la ciudad que se anclan indudablemente en una idea monolítica del centro que colisiona con la presentación descentrada ofrecida por el autor de la novela. El que la ciudad sea retratada como asistémica implica que Lorencito Quesada no puede ordenar sus experiencias en ella. Lo que se revela en este tipo de narración es, de acuerdo con Linda Hutcheon, las fisuras que atraviesan la supuesta cultura hegemónica debido a la afirmación de un flujo de identidades contextualizadas que implican la afirmación de la identidad a través de la diferencia y especificidad. El efecto logrado, entonces, es la imagen del laberinto sin centro o periferia (59). Lo dicho se verifica en que nuestro protagonista parece no salir de su desconcierto al enfrentarse a un Madrid del todo transformado en comparación a la ciudad que guarda en sus memorias anteriores a la muerte del Caudillo.

En su último día en Madrid, Lorencito Quesada se desplaza a sitios tan dispares como el Rastro y el distrito financiero. El narrador precisa que la Ribera de Curtidores es la calle principal del Rastro, así como también especifica que éste “tiene principio en la castiza plazuela de Cascorro y desciende con anchuras y turbiones de gran río tropical hasta su desembocadura en la Ronda de Toledo” (155), pasando luego a inventariar la gran diversidad de productos que es posible comprar o intercambiar en el Rastro, así como la disparidad de gente, sonidos y colores que allí confluyen sin necesariamente armonizar entre sí. Estas enumeraciones caóticas parecen reproducir la imagen del “laberinto sin centro o periferia” al que se refiere Hutcheon, imagen que durante todo el relato se desprende de la descripción de Madrid. La interminable lista de artículos mencionados sin ningún orden ni coherencia representa ese collage al que Lorencito Quesada se ha visto expuesto desde su llegada a la ciudad, tanto que el narrador asevera que aunque Lorencito quisiera recordar íntegramente lo que vio en el Rastro, “jamás agotaría la formidable enumeración de aquella babel de razas, de desperdicios y tesoros. . . ” (156).

No obstante, Quesada aún no lo ha visto todo. Contra su voluntad, será llevado a conocer al hombre que está detrás del fingido hurto de la imagen del Cristo de la Greña, un multimillonario que, además de ser ambicioso, es también “un ferviente y desatado católico” (168), coleccionista de las más inverosímiles reliquias --detalladas por el narrador no sin un dejo de burla-- y quien funda sus éxitos económicos en la acumulación y posesión de aquellos objetos de su devoción. Camino a la forzada cita, el coche que conduce a Quesada sube por el Paseo de la Castellana, pasando por el estadio Santiago Bernabeu, hasta llegar a la zona de los rascacielos, cuya impresionante altura no pasa desapercibida para Lorencito, quien inmediatamente nota su superioridad en tamaño en relación a los edificios de la Gran Vía y la Plaza de España. Cuando finalmente el automóvil llega a su destino, Lorencito es introducido en un edificio lleno de muros de cristal:

 

Madrid parecía ahora una ciudad del futuro abandonada tras la explosión de una de esas bombas nucleares de las que dicen que sólo matan a la gente y dejan intactos los edificios. Salieron a una explanada tan desierta y tan amplia como una rampa de lanzamiento de cohetes. . . . no había nadie más, ni en las plazas de granito y cemento, ni en ninguna de las miles de ventanas iguales que se levantaban hacia el cielo. Abajo, en la explanada, al final de la escalinata por la que ahora descendían, estaba la puerta en forma de arco de un rascacielos tan blanco como una nave espacial, el más alto de todos, con anchas estrías como de columna sobrehumana, cúbico, más inabarcable para la mirada a medida que iban acercándose a él. . . . Las puertas, tan grandes como las de una catedral, eran de vidrio, y se abrieron automáticamente. En el vestíbulo, todo de mármoles blancos, había guardias de uniforme. También el ascensor estaba forrado de mármol. (162-3)

 

La descripción de la Torre Picasso coloca al lector, así como a Lorencito, en un escenario completamente diferente. Diseñada por el arquitecto estadounidense de ascendencia japonesa Minoru Yamasaki --famoso por haber proyectado el World Trade Center de Nueva York, entre muchas otras obras--, la Torre Picasso se alza con sus más de cuarenta pisos a una altura que sobrepasa los ciento cincuenta metros. Fue inaugurada en 1988, es decir cuatro años antes del viaje de Quesada a Madrid, momento en que no sólo era el rascacielos más alto de la capital, sino de toda España, particularidad que no había perdido para 1992. Una vez que logra escapar de la torre, Lorencito recorre el Paseo de la Castellana en dirección opuesta, pudiendo apreciar “[l]os modernos edificios de acero y de vidrio [que] se alternaban con señoriales palacetes estucados en blanco” (176).

De acuerdo con Antonio Fernández Alba, con el inicio de la España democrática en 1975, se dio comienzo a una arquitectura que se inscribe en lo que él denomina “estética de la aniquilación del significado”, es decir, que la forma de los edificios diseñados es imaginada “como una secuencia de formas intercambiables con la única condición que garantice la imagen de modernidad” (130). Para Fernández Alba, lo que se llevó a cabo en Madrid no es sino una rendición ante la simulación, entendida como ilusión, es decir, una arquitectura que en vez de “aspirar a configurarse como un espacio real de una colectividad” (140) se sumó a la búsqueda del espectáculo como meta primordial, justo en un momento en que la ciudad estaba recién comenzando a desarrollarse culturalmente. Madrid quiso pasar del atraso cultural a una pretendida modernización lograda a punta de forjar una imagen de sí misma como moderna. Las autoridades quisieron obtener en breve tiempo “una arquitectura que fuera representativa de la ‘transición a la democracia’” (131). De este modo, se produjo un desajuste entre las construcciones que implicaban tecnología importada --casi siempre extremadamente cara-- y la infraestructura que posibilitaría dichas construcciones dado que la ciudad no se hallaba preparada para albergar semejante tipo de edificios (131).

En cuanto al caso específico de la Torre Picasso, el lector puede apreciar lo que Fernández Alba denuncia como el traslado de “‘modelos hegemónicos de la arquitectura’, fundamentalmente norteamericanos a las edificaciones de la administración pública e instituciones privadas” (136). El arquitecto fustiga los edificios de altura o torres urbanas, a los que llama “bestia[s] negra[s] . . . [del] desarrollo tecnocrático”, que, sin embargo, acaparan las alabanzas en las revistas especializadas (137). Esto fomentó que los edificios de la ciudad se convirtieran en “objetos de ilusión, mientras permanecían aletargadas sus infraestructuras urbanas más urgentes” (141), lo cual es denunciado por Muñoz Molina en su novela. Lo que primó fue la adopción de la imagen propugnada por el neoliberalismo, imagen de éxito que no toma en consideración la calidad de vida, ni el medio cultural, ni los que quedan al margen de semejante modelo de éxito y de la búsqueda de la novedad por la novedad misma. De esta manera, el neoliberalismo coloniza simbólicamente --a través de las artes y la cultura-- el espacio donde planea imponerse a fin de lograr una identificación entre el espacio colonizado y el modelo económico colonizador (142-3). La consecuencia que de ello se deriva es que el modelo económico deja de lado las relaciones sociales que debieran ser promovidas por una planificación que tuviera como foco la cultura de lo urbano. Al contrario, se muestra incapaz de crear “una trama urbana coherente, sino [que produce] desequilibrio ecológico . . . la ciudad actual de España presenta una cadencia semejante a los países y lugares donde se asientan los preludios de una civilización tecno-mercantil, monotonía espacial, degradación progresiva de servicios públicos, esterilidad cultural, y en definitiva, agotamiento político del proyecto de la arquitectura en la ciudad” (142-4).        

A modo de conclusión, puede decirse que Los misterios de Madrid plasma una imagen de la capital española que acierta en representar lo que la ciudad es. Se trata de una plasmación, entendida como creación, porque el lector es consciente todo el tiempo de la naturaleza ficticia de lo que lee. Como Servén y García de León sostienen, los lazos de esta obra con la novela de folletín, el género detectivesco y la novela negra americana no quedan inadvertidos. Por otra parte, el tono con que el autor delinea al personaje de Lorencito Quesada hace evidente para el lector el ánimo burlesco con que Muñoz Molina busca presentar a su protagonista, mostrándolo extremadamente temeroso, conservador, religioso, lleno de escrúpulos y añorante de los tiempos de Franco, sin dejar de lado la descripción física de Lorencito, que lo caricaturiza volviéndolo la antítesis de lo que visualizamos como un héroe. Nos reímos de buena gana imaginando a este cuarentón con tendencia al sobrepeso enfrentándose a la seguidilla de peripecias que le salen al encuentro sin él proponérselo. Muñoz Molina ha declarado que “. . . lo que quería hacer era una parodia feroz del lenguaje periodístico, del periodismo de provincias, de la sensibilidad de pueblo. Quería ser irreverente, quería revisar ciertas cosas que están volviendo muy fuertemente en Andalucía, como la fascinación absoluta por la Semana Santa, por la religión. Quería hacer un ejercicio de ironía en plan Eça de Queiroz, de ironía ilustrada. . . ” (Escudero 285-6). Sin embargo, como Carmen Servén aclara, aún cuando todo lo que Lorencito nos permite apreciar de Madrid está traspasado por su simplismo provinciano, eso no implica que su percepción sea “completamente mentirosa” (175); por el contrario, el lector se reconoce hasta cierto punto en los miedos y aflicciones del personaje, como cuando Lorencito va a dar a la chabola o le toca viajar en autobús y sufrir la actitud agresiva de los jóvenes que en él se encuentran o es amenazado con una cuchilla por un asaltante en pleno centro de Madrid.

Otro modo en el cual la plasmación y la representación de la ciudad se hacen visibles para el lector descansa en el carácter inverosímil de la vorágine de incidentes por los que atraviesa Lorencito en su periplo de escasos tres días, así como el sinnúmero y disparidad de lugares a los que va a parar cada vez que anda detrás de alguna pista para su investigación o cada vez que accidentalmente logra salvar su vida de manera inconcebible, sobretodo si se toman en consideración sus características físicas y psicológicas. La exageración advierte al lector de la índole ficticia de lo que lee. Con todo, el torbellino caótico que atrapa a Quesada le permite a Muñoz Molina proponer una imagen de Madrid como una ciudad en continuo movimiento, una corriente que arrastra fragmentos del más dispar talante, partículas de una sociedad que parece incapaz de poner todos esos trozos de sí en una composición que los haga entrar en relación. Por el contrario, cada porción existe simultáneamente con las otras siendo, las más de las veces, desconocidas las unas para las otras, desconocimiento del que brota el recelo, la desconfianza y la aprensión. La diversidad de fragmentos plantea también las profundas desigualdades que carcomen la sociedad madrileña. Parece que Lorencito pasa por diferentes mundos, en vez de estar en una sola ciudad. En este sentido, el autor ha bosquejado un plano de Madrid en el cual ha dejado impresa su crítica a la transición a la democracia, una crítica que encuentra su máximo exponente en una ciudad que se ha metamorfoseado para ser aceptada como plenamente europea, una sociedad autocomplaciente que pretende internacionalizarse y globalizarse cuando, al mismo tiempo, se muestra incapaz de resolver los serios problemas económicos y sociales que la laceran. Como el mismo Antonio Muñoz Molina afirma acerca de Los misterios de Madrid, “Me propuse hacer un retrato exacto, dentro de lo que cabe, y por primera vez en mi vida, de una ciudad en un momento dado, un retrato callejero y urbano de Madrid” (Escudero 285). Y lo consigue.

Notas

 

(1). Si bien es cierto Carmen Servén alude brevemente a los elementos de crítica social presentes en la novela, incluyendo una referencia a la transición a la democracia, el desarrollo de su ensayo se enmarca en un análisis de género literario y del uso del lenguaje.

 

(2). Para el presente estudio se han seleccionado algunos de los lugares que aparecen retratados en la novela, aquellos que, al ser contrastados, hacen máximamente visible las contradicciones sociales que generan en el lector la impresión de estar ante mundos diferentes, más que en una sola ciudad. Los misterios de Madrid pasea al lector por un sinnúmero de calles, avenidas y plazas, nos lleva a la basílica de Jesús de Medinaceli y sus mendigos, a locales nocturnos, tales como el Corral de la Fandanga y el Café Central; acompañamos a Lorencito Quesada a un sex shop donde está a punto de ser asesinado; lo vemos mirar los escaparates de las tiendas, incluidas las de artículos religiosos, para terminar su travesía en el Hotel Palace, cuyo lujo, elegancia y sofisticación no escapan a la mirada de Quesada.

 

Obras citadas

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