Los
misterios de Madrid, de Antonio Muñoz
Molina:
Retrato callejero y
urbano de la
capital española
a finales de la
transición a la democracia
Aunque la primera edición completa de Los misterios de Madrid apareció publicada en noviembre de 1992 por Seix Barral, la novela ya había visto la luz pública de manera episódica, en capítulos aparecidos en el diario El País entre el 11 de agosto y el 7 de septiembre del mismo año (Muñoz Molina 6). La obra narra las aventuras y desventuras que Lorencito Quesada atraviesa en Madrid cuando busca recuperar la imagen del Santo Cristo de la Greña, robada de la Iglesia del Salvador en Mágina a tres semanas de Semana Santa, celebración en torno a la cual gira la vida de la pequeña ciudad andaluza, cuna de Quesada. Lorencito, virginal y pueblerino empleado de los almacenes El Sistema Métrico, corresponsal del periódico provincial Singladura, miembro de la Adoración Nocturna, quien vive solo con su madre aun cuando cuenta con más de cuarenta años, se encuentra de pronto en una gran metrópoli. Aunque Quesada permanece en Madrid solamente tres días, Antonio Muñoz Molina se las ingenia para pasear al personaje por las más diversas zonas de la capital, trazando un mapa de la geografía humana y urbana del Madrid de los años noventa.
La crítica especializada ha estudiado esta obra como una manifestación de las poéticas regionales que, enmarcadas en una actitud postmoderna, buscan desasirse de la noción de centro y realzar lo marginal, lo cual conduciría a reforzar la perspectiva regionalista (Molina-Gavilán 106). María Lourdes Cobo Navajas analiza la novela como parte de lo que denomina “ciclo narrativo de Mágina”, la ciudad imaginada por Antonio Muñoz Molina y presentada a los lectores en su primera novela, Beatus Ille (1986); a pesar de que, como Cobo Navajas advierte, casi toda la acción de Los misterios de Madrid toma lugar en la capital, la obra se abre y se cierra en Mágina, y es la mirada provinciana del protagonista la que ofrece al lector sus percepciones de la gran ciudad. Por otra parte, Carmen Servén y Encarnación García de León se han centrado en los aspectos genéricos de la obra, tales como su inscripción dentro de la novela de folletín, sus relaciones con el género policíaco y con la novela negra americana. García de León, además, se ha detenido a examinar “la intertextualidad cervantina” (93) de la novela, dado que, al igual que Don Quijote, Lorencito contempla la capital española a través de una percepción marcada por los libros que ha leído y, muy especialmente, por las películas hollywoodenses que ha visto (109) y que son cruciales a la hora de intentar comprender lo que le sucede en cada una de sus salidas e incursiones en la gran urbe. De allí que tanto Servén como García León presten mucha atención a los elementos relacionados con el suspenso y a la seguidilla de engaños de la cual Lorencito Quesada es objeto, siendo la más radical su descubrimiento de que él mismo, junto con su paisano Matías Antequera, ha sido víctima de un complot por parte de don Sebastián Guadalimar, “respetado prócer” local. Éste desea vender la imagen del Cristo de la Greña a un millonario coleccionista de reliquias, haciendo aparecer la transacción como un robo perpetrado por Quesada y Antequera. El plan fraguado por Guadalimar implica ni más ni menos que el asesinato de sus dos coterráneos, muertes que habrían de ser presentadas a la opinión pública como el producto de un altercado entre ambos que habría llevado a Lorencito a ejecutar a Antequera y, posteriormente, a suicidarse no sin antes dejar una carta confesando sus supuestas fechorías.
A pesar de que todos los estudios sobre la obra advierten la importancia de Madrid en la novela, no se detienen a analizar el papel que la ciudad juega no ya como un obstáculo para Lorencito Quesada en su misión de recuperar la imagen del Cristo de la Greña, sino como vehículo que le permite al autor expresar su visión personal sobre la capital española a fines de la transición a la democracia (1). En la presente lectura de Los misterios de Madrid quisiera proponer que el Madrid delineado por Muñoz Molina en su novela es una ciudad laberíntica representada como un flujo de fragmentos híbridos, los cuales no se dejan sistematizar en una estructura homogeneizante que ofrezca una apariencia organizada a quien la observe. Por el contrario, la ciudad se nos ofrece como una yuxtaposición de elementos diversos, sin orden y sin jerarquía, donde los extremos coexisten sin necesariamente entrar en contacto unos con otros. De este modo, Madrid no sólo es extraña para Lorencito Quesada, sino que Muñoz Molina nos adentra en una ciudad que es una desconocida para sí misma; una ciudad donde los habitantes de las chabolas no saben de los que viven en el distrito financiero y viceversa. Una ciudad que fue planificadamente metamorfoseada en pocos años para que adquiriera una nueva faz, una apariencia que la hiciera similar a las ciudades más cosmopolitas del mundo y, de ese modo, ser aceptada como europea, y, por extensión, todo el país con ella. Madrid parece ser un espacio donde la posmodernidad se ha afincado: Muñoz Molina despliega ante el lector descripciones de los modernos edificios construidos durante la era socialista a fin de producir un perfil del país que permitiera a España ser admitida en la Unión Europea, lo cual choca con los múltiples problemas sociales que ensombrecían a la nación en esos años. Entre esos problemas, Muñoz Molina enfatiza la pobreza, la drogadicción y la fuerte presencia de inmigrantes y desamparados para oponerlas al Madrid de la opulencia y el consumo. El autor hace que el lector se pierda en este Madrid, de la mano de Lorencito Quesada, para así contemplarlo junto con él no sólo con la mirada del provinciano conservador que piensa que en la gran ciudad todo es perdición y pecado, sino también con los ojos de quien es expuesto a las contradicciones de una sociedad que se deleita en la imagen europea que ha creado de sí a la vez que se muestra inhábil para resolver los serios problemas económicos y sociales que la atraviesan. De esta manera, Los misterios de Madrid y su cándido protagonista se proyectan más allá de las anécdotas que refiere para alzarse como un comentario social.
En los tres días que el protagonista pasa en la capital recorre los sitios más dispares que el lector pueda imaginar (2). Lo importante es que en cada uno de ellos Lorencito experimenta un sentimiento de extrañeza, no sólo porque se trata de un pueblerino ingenuo que se adentra en la capital, sino porque Madrid se ha vuelto extraña a sí misma. Apenas llegado a la estación de Atocha, Quesada da muestras de vacilación, tanto que piensa haberse equivocado de ciudad (26). La estación de Atocha que Lorencito guarda en su memoria se caracterizaba por “una gran bóveda con pilares y arcos de hierro, un inmenso reloj y una lápida de mármol con la lista de los Caídos por Dios y por España” (26). El dato de la lápida por los caídos no deja de ser importante, puesto que Lorencito había visitado la ciudad más de veinte años atrás a fin de cubrir periodísticamente el Segundo Festival de la Canción Salesiana y, como miembro de Acción Católica, animar al conjunto que representaba a Mágina. Los recuerdos que guarda de la capital, entonces, son los de una ciudad aún bajo el régimen franquista, ciudad que Lorencito añora. Los madrileños, en cambio, conocen de primera mano las ampliaciones y remodelaciones de las que la estación de Atocha fue objeto entre los años 1985 y 1992, cuando la antigua estación quedó fuera de servicio. Lorencito Quesada, en cambio, parece haberse quedado estancado en el pasado, en un tiempo anterior a la era socialista y a las modernizaciones que ella trajo a las grandes ciudades de España, con especial énfasis en Madrid.
Después del impacto
que significa creerse perdido, Lorencito busca la casa de
huéspedes del
señor Rojo, en la cual se alojase en su mentada visita a la
capital. Sin
embargo, en el lugar no reconoce nada: le abre la puerta un hombre con
rasgos
orientales (32), haciéndolo entrar a la pensión que,
según
Quesada, olía a “frituras paganas” (36). El interior parece
más bien un bazar, donde podían encontrarse elefantes de
madera,
máscaras, tambores y artesanías africanas a la misma vez
que
radiocassettes, linternas, alfombras musulmanas y cajas de herramientas
(38),
mientras dos negros vestidos con túnicas cocinaban al son de
tambores
tribales. Esta especie de superposición o collage que nuestro
protagonista encuentra en la posada es un anticipo de lo que
hallará en
la ciudad, es decir una superposición de elementos que, sin
guardar
relación los unos con los otros, coexisten.
El
viaje a Madrid de Lorencito Quesada se lleva a cabo en
marzo de 1992,
año que se inscribe dentro de lo que Teresa Vilarós
considera la
segunda parte de la transición española a la democracia.
De
acuerdo con Vilarós, la primera etapa de la transición se
extiende desde 1973 --año del asesinato de Luis Carrero Blanco--
o 1975
--año del deceso de Francisco Franco-- hasta 1981 --año
de la
intentona golpista de Antonio Tejero, episodio que trajo como
consecuencia la
defensa del sistema democrático por parte del rey Juan Carlos,
sistema
que hasta aquel momento no estaba completamente asimilado por la
ciudadanía. La segunda parte de la transición se
extendería
desde el triunfo del PSOE en las elecciones de 1982 hasta la firma del
tratado
de Maastricht en 1993, cuando España opta por integrarse a
Europa bajo
la política de internacionalización emprendida por la
administración de Felipe González. Con anterioridad, se
habían realizado importantes eventos culturales que promovieron
la
imagen de España como país plenamente europeo y moderno.
Entre
ellos cabe destacar la Exposición Universal de Sevilla, los
Juegos
Olímpicos de Barcelona y la elección de Madrid como la
Capital
Cultural de Europa (Vilarós 1-3), eventos que, como Antonio
Fernández Alba subraya, implicaron un excesivo gasto
considerando las
condiciones económicas del país en plena
transición hacia
el neoliberalismo (132). Los tres eventos culturales son traídos
a
colación en Los misterios de
Madrid por Pepín Godino, un maginense que se ha rendido a
los
encantos de Madrid y que intenta persuadir al timorato Lorencito de las
ventajas de la capital, único lugar donde es posible triunfar:
Pero tampoco me negarás que, como yo
digo, Madrid es mucho
Madrid. ¡Mira qué rascacielos, qué
circulación
automovilística, qué Palacio Real! De aquí a la
torre de
Madrid cabe Mágina entera… ¿Y qué me dices del
mujerío, y del tema cultural, que al fin y al cabo es a lo que
tú
y yo nos dedicamos? . . . ¡Dinamismo, Quesada, evolución!
. . .
¡Hoy en día el tema palpitante es la cultura, y Madrid es,
como yo
digo, la capital cultural de Europa! ¡Por no hablarte de la Expo
’92 y de las Olimpíadas de Barcelona...! (53)
Pepín dice todo
esto mientras le extiende a Lorencito su tarjeta de visita a
través de
la cual sabemos que tiene una oficina de asesoría técnica
cultural y de infraestructura de espectáculos. Desde su oficina
ubicada
en la Gran Vía, Godino se dedica a promover espectáculos
que son
“el último grito en los municipios periféricos” a
cambio de las subvenciones otorgadas por los ayuntamientos.
Pepín Godino
es, sin duda, un personaje que representa una noción de la
cultura como
parte del neoliberalismo, el cual la transforma en posibilidad de hacer
buenos
negocios y en espectáculo, lo que conduce, como asevera Eduardo
Subirats, al “delirio de una ininterrumpida fiesta, de
certámenes,
exposiciones, grandes proyectos edílicos y remodelaciones
urbanísticas, manifestaciones vanguardistas y discotecas y un
masivo
fervor audiovisual . . . ” (ctdo. en Fernández Alba 135). Como
Bernard Bessière sostiene, a la muerte de Franco, uno de los
cambios
más relevantes relacionados con la cultura en España fue
“la creación de un Ministerio de Cultura, que pretendía
equiparar la administración española con el resto de los
países europeos” (52). La sede de dicho ministerio sería
Madrid, con lo cual se le daba a la capital el rol protagónico
de las
transformaciones que se habrían de implementar. Bessière
apunta
que, aunque la población madrileña les lleva una abierta
delantera a las otras ciudades y regiones de España en lo que a
prácticas culturales se refiere (57), esto no obsta para que el
público que suele asistir a eventos y espectáculos
culturales
continúe siendo una minoría. A las élites,
intelectuales,
estudiantes y público culto, que son los más constantes
en sus
prácticas culturales, les sigue una gran masa que prefiere la
televisión como su pasatiempo principal y, finalmente, “los
desterrados de la cultura,” es decir, los millones de personas que
pueden
ser catalogados como analfabetas, marginados sociales e inmigrantes,
que
simplemente no tienen contacto con la cultura (71). Estos
últimos --las
masas y los desterrados-- conforman la mayoría de los habitantes
de la ciudad.
Es así como, por dar un ejemplo, Bessière menciona que en
1989,
el sesentiséis por ciento de los madrileños ignoraba que
su
ciudad sería la capital cultural de Europa en 1992 (70). A pesar
de que
el gobierno destinó esfuerzos y recursos económicos y
humanos a
fin de hacer de Madrid un importante foco cultural y de la enorme
creación artística que tuvo lugar en los años
ochenta, la
mayoría de los madrileños permaneció al margen de
ese
desarrollo. Los centros culturales en los diversos barrios
--cuarentiséis
centros a cargo de los municipios al momento de postular la ciudad para
ser
considerada como la capital europea de la cultura en 1992--
(Bessière
66), centros a los que alude Pepín Godino, no parecieron ser
suficientes
para sumar a la gente común y corriente y, sobretodo, a los
jóvenes, quienes, de acuerdo con Bessière, “se han
quedado
en la cuneta del progreso cultural” (72). Los jóvenes, dominados
por la apatía fruto de la pérdida de confianza en el
poder y
gestión políticos, se han rendido a las drogas en un
nivel
alarmante, así como a la búsqueda de pasatiempos
fáciles,
los cuales no implican un desafío intelectual para ellos, tales
como ver
la televisión o simplemente reunirse con sus amigos para
conversar o
escuchar música.
Muñoz Molina
presta especial atención al tema de los excluidos sociales en su
novela,
haciendo que su protagonista vaya a dar a las chabolas y que luego
regrese al
centro de Madrid en un bus ocupado por una pandilla de muchachos.
Hallándose en la furgoneta que lleva el cadáver de
Matías
Antequera y en la cual Lorencito Quesada es conducido --maniatado y
amordazado-- hacia la muerte, logra salvar su vida fortuitamente al
soltársele sus ataduras y al ser expulsado del vehículo
en
movimiento en plena autopista. De pronto, Quesada se encuentra en “un
paraje de vertederos y desmontes” (118) que no parece tener fin. Al
apartarse de la autopista y caminar un trecho, ve en la cima de la
ladera un
cartel que reza “Bienvenidos a
Madrid, capital europea de la cultura” (118). El narrador se apura
en
comentar acerca del letrero:
El viento silbaba entre las armazones
metálicas que lo
sostenían, como en los pueblos fantasmas que aparecen con tanta
frecuencia en las películas hispanoitalianas del Oeste. Desde lo
alto
del cerro vio muy lejos el perfil azulado de los edificios de Madrid,
borroso
por las columnas de humo pestilente que venían de un muladar tan
vasto
como una cordillera. Demasiado tarde advirtió Lorencito que
aquél
no era un desierto inhabitado: a sus pies se extendía una
miserable
población de chabolas, y sin que él se hubiera dado
cuenta unas
figuras tan lentas y pálidas como muertos en vida lo estaban
rodeando.
(118-9)
La manera en que el
narrador contextualiza el anuncio publicitario socava la imagen de
Madrid como
capital europea de la cultura, lo cual se ve amplificado en el
capítulo
que sigue inmediatamente, titulado “El arrabal de los muertos
vivientes”,
haciendo alusión a los jóvenes drogadictos que pasan
junto a
Quesada sin siquiera notar su presencia. La miseria descrita no dista
de la que
Luis Martín-Santos presentara en Tiempo
de silencio, publicada justo treinta años antes que Los misterios de Madrid. Así como
en la novela de Martín-Santos, Muñoz Molina
también
recurre a un personaje que deviene el hilo conductor que atraviesa la
ciudad,
haciéndonos recorrer con él los más
disímiles
lugares y ambientes y, por lo mismo, permitiéndonos ser testigos
de las
profundas desigualdades que cruzan y horadan la sociedad
madrileña. Las
chabolas de Muñoz Molina nos ponen en contacto con quienes deben
buscar
desperdicios en el vertedero para así tener algo que llevarse a
la boca,
gentes cubiertas con harapos, drogadictos, seres humanos que viven en
medio del
humo producido por la basura al ser quemada, pues es en el muladar
donde se levantan
sus chozas construidas de cartón. No obstante, y a pesar de sus
paupérrimas condiciones de vida, exhiben aparatosos artefactos
electrodomésticos, antenas parabólicas o coches de lujo,
como
queriendo subirse a porfía al carro de la victoria de la
modernización.
El narrador se detiene especialmente en la descripción de los
niños, quienes corretean alrededor de Lorencito, exhibiendo en
sus
cuerpos desnudos muestras de la mugre en la que se zambullen a diario y
la
desnutrición que los mantiene al borde de la inanición,
niños “. . . de piel oscura y barriga hinchada, como en los
documentales misioneros sobre el África negra” (121). Esta
comparación lleva a Quesada a proponer que, en vez de hacer
obras de
caridad en beneficio “de las tribus paganas de África” o
“para remediar el hambre crónica en la India”,
deberían de llevarse a cabo “con la imperiosa finalidad de
darles
una vida digna a nuestros compatriotas más necesitados” (123).
Nuestro protagonista incluso anticipa el título para un
artículo
que visualiza publicado en Singladura:
“El Tercer Mundo, entre nosotros”
(123), todo lo cual cuestiona el cartel que promociona a Madrid como
capital
europea de la cultura y que hace de portada a este episodio de la
novela. Al
yuxtaponer la chabola y el cartel, se produce la ironía.
Una vez que Lorencito
Quesada logra escapar a una redada policial en la chabola, toma un bus
que lo
lleva al centro de Madrid. El viaje no hace sino prolongar la
tormentosa
incursión en un mundo donde Quesada se siente fuera de su
elemento y
permanentemente amenazado. Al subir al vehículo, en lo que
primero
repara es un pequeño rótulo que advierte “¡Atención!
¡El conductor
no tiene llave de la caja! ”, lo cual, junto con la mampara
blindada
que mantiene al chofer a resguardo, no hace más que dar cuenta
de la
inseguridad ciudadana como uno de los problemas acuciantes de la gran
capital.
Lorencito no tarda en comprender por experiencia propia por qué
los
cuidados previstos para el conductor se justifican plenamente. Al ver a
los otros
pasajeros, Quesada piensa que cualquiera de ellos “podía ser un
atracador en potencia, si no un taimado carterista, o un vándalo
incendiario” (127). Aún cuando a estas alturas de la
narración el lector sabe que Lorencito es un tímido y
conservador
maginense que tiende a mirar aprensivamente todo lo que le parezca
extraño, no por ello deja de percibir el malestar y el miedo que
brotan
en el protagonista ante el comportamiento de los jóvenes que
viajan en
el mismo bus. Los muchachos, de cabelleras largas y desaseadas, visten
camisetas adornadas con imágenes truculentas, portan
radiocassetes con
las que escuchan música estridente a todo volumen y buscan
molestar
intencionalmente al resto de los pasajeros. Estos últimos son
objeto de las
flatulencias y salivazos lanzados por los muchachos, quienes incluso no
tienen
reparo en tener relaciones sexuales a vista y paciencia de los
demás
usuarios del autobús. Este espectáculo, catalogado por
Lorencito
de ribetes apocalípticos, le hace recordar a sus
compañeros de la
Adoración Nocturna, quienes añoraban “la paz de
Franco” (129). Más allá de las impresiones de Quesada, es
claro que la novela plantea que un gran número de
madrileños se
ha quedado al margen de los progresos implementados en la ciudad. Las
transformaciones impulsadas por el gobierno sólo significaron el
mejoramiento de las condiciones de vida y de acceso a la cultura para
una
minoría.
Los contrastes entre el
Madrid de la miseria y aquel de la prosperidad y el consumismo se hacen
patentes una vez que Lorencito se baja del autobús en plena Gran
Vía, la cual es descrita en términos que bien
podrían
referirse a Times Square en la ciudad de Nueva York:
Recién llegada la noche del
sábado, Madrid
resplandecía como un ascua luminosa en la oscuridad: brillaban
los escaparates
de las tiendas y de las modernas cafeterías con terrazas, los
anuncios
azules y rojos sobre los edificios, las marquesinas de los cines con
vestíbulos de espejos y carteles de películas que
alcanzaban una
altura de varios pisos. Alrededor de la fachada de una sala de fiestas
se
encendían y se apagaban como bengalas hileras de bombillas, y la
imponente silueta de cartón de una mulata vestida con sucintos
atavíos tropicales se erguía soberbiamente contra el
cielo azul
oscuro y liso.
Las carrocerías de los coches reflejaban
como espejos curvos los
destellos de los semáforos y de los anuncios luminosos. Una
multitud
endomingada y jovial hormigueaba por las aceras espesándose
junto a las
taquillas de los cines e inundando las terrazas y los grandes salones
de las
cafeterías. (130-1)
Para entender los cambios operados en la sociedad española --y que Lorencito advierte al comparar el Madrid anterior a 1972 con el del presente de la novela--, es menester considerar las transformaciones que el gobierno propugnó, cambios que implicaron una neoliberalización de la economía, con sus consecuentes cambios sociales, políticos y culturales. Como Santos Juliá señala, Felipe González logró que el PSOE dejara atrás su ideario socialista y que se presentara al país “como partido ‘vertebrador’ de España sobre cuyas espaldas recaería la tarea de ‘racionalizar’ la economía y ‘modernizar’ la sociedad” (412), objetivos fácilmente identificables con un discurso neoliberal. Por otra parte, poco a poco la gente fue perdiendo interés en la política, ya que la población no vio en las autoridades la resolución de enfrentar los urgentes problemas sociales que la apremiaban. Es así como, por dar un ejemplo, frente al incremento de la cesantía, los políticos mostraron una actitud más bien indiferente. Según Salustiano del Campo, los políticos “hicieron promesas en la campaña de 1982, que no sólo fueron incapaces de cumplir sino que intentaron que se olvidaran” (120). Encuestas realizadas en 1991, 1992 y 1993 por el INCIPE (Instituto de Cuestiones Internacionales y Política Exterior) y la Fundación Independiente muestran que la opinión mayoritaria es que los gobernantes no fueron capaces de resolver los problemas creados por la crisis general de la economía, acentuada por el incremento del costo de la vida. Esto mismo fomentó que la gente se preocupara más por los asuntos relativos a la economía que por los relacionados con los problemas políticos, institucionales y sociales. Una de las consecuencias más graves de esto, según Salustiano del Campo, es “la ausencia de solidaridad social en todos los ámbitos y la falta de un pacto social de futuro y de concertación económica, así como la carencia de un proyecto que permita definir para el futuro, de una manera clara y solidaria, unos objetivos nacionales comunes” (121). Es importante añadir que a fines de la transición, los españoles percibían que desde 1985 era más ostensible la mala distribución de la riqueza, lo cual no hizo sino acentuar las grandes desigualdades económico-sociales (134-5).
En la opinión
pública se advirtió una celebración de la
modernización española que no estuvo exenta de
crítica. Al
auge vivido entre 1987 y 1991, le sigue un empeoramiento de la
situación
económica doméstica, comenzando en 1993 (del Campo 124).
Según encuestas realizadas por el CIS (Centro de Investigaciones
Sociológicas) al cumplirse veinticinco años de la muerte
de
Franco, los españoles se auto perciben como más
respetuosos hacia
los demás, más exigentes de sus derechos y más
libres
(Moral 32). A la par, se consideran mucho más individualistas y
un alto
porcentaje piensa que el racismo ha aumentado (Moral 32). A pesar de
que se
caracteriza a los jóvenes como solidarios y trabajadores, se
advierte
unánimemente que su rasgo más relevante es el consumismo.
Ellos
son las primeras generaciones socializadas en un medio más
desarrollado
y con un mejor nivel de vida, es decir, son un producto de la
transición
(Moral 40). En la población predomina la impresión de los
jóvenes como violentos e indiferentes (Moral 41), a lo que debe
agregarse su apoliticidad (Moral 42). El informe también anota
que la
población considera que la inseguridad ciudadana, la
delincuencia, el
deterioro del medio ambiente, el problema de la droga y el terrorismo
han
empeorado dramáticamente desde 1975 al año 2000 (Moral
26). A lo dicho deben agregarse otras
dificultades, las que se mantienen
invisibles, en estado no manifiesto, y afloran en momentos de crisis:
la
segregación de los marginados sociales y el recelo con que se
mira a los
inmigrantes, actitudes que se hacen presentes en no pocos comentarios
de
Lorencito Quesada, quien tiende a clasificar racialmente a los
individuos con
los que se cruza a medida que lleva a cabo su investigación.
En
efecto, nuestro protagonista encarna todas las
preocupaciones y miedos de los que dan cuenta los reportes mencionados.
Teme
hacer uso del Metro puesto que, entre otras cosas, le aterroriza ser
asaltado
en los corredores o equivocarse de línea e ir a parar a un
barrio
periférico lleno de delincuentes y drogadictos (57-58). Cuando
se halla
en la Puerta del Sol y en el kilómetro cero, “en el
corazón
mismo de España, . . . sólo veía a su alrededor
mendigos,
tullidos, negros, marroquíes, indios de América del Sur
que
tocaban bombos y flautas, gente patibularia que trapicheaba en las
esquinas,
asesinos y salteadores en potencia” (58). Al ser tomado como un
asaltante
por otro delincuente que le exige, bajo amenaza de ser
apuñalado,
alejarse de la zona dado que ése es el sector donde sólo
él “trabaja”, Lorencito no pudo entender lo que el hombre le
decía dado su “acento incomprensible” (60). Quesada ve
turistas japoneses por doquier, siempre bien equipados con
cámaras de
vídeo. Una vez que se aleja del centro de la ciudad, pasa por la
Plaza
de Benavente, en cuyas calles ve prostitutas con marcas de jeringuillas
en los
brazos, y en cuyos jardines encuentra gente bebiendo en exceso,
personas que a
Lorencito le parecen “desechos humanos” (62). Más tarde, en
la calle de la Montera, ve las “aceras pobladas de mujeres
escuálidas y de africanos al acecho” (77).
El protagonista conservador y palurdo de Los misterios de Madrid presenta un retrato del Madrid de la década de los noventa como una ciudad llena de peligros. Lorencito no duda en responsabilizar a los inmigrantes --cuya presencia en las calles de la ciudad es enfatizada en la novela-- como agentes de riesgo y, por lo mismo, los acusa de ser una amenaza. Su primer recorrido en taxi por la capital le hace aventurar una explicación acerca de la inseguridad ciudadana: “¿Cómo no iba a estar llena de peligros una ciudad poblada de moros, negros y chinos? Al menos el taxista pertenecía a la minoritaria raza blanca” (39). Permanentemente advierte atascamientos de tráfico o vehículos que circulan a altas velocidades, todo lo cual hace que Quesada se sienta perdido y que decida “que Madrid era una ciudad incomprensible” (47). Le da miedo el Viaducto, lugar preferido de los suicidas en Madrid. No se atreve a cruzar las calles cuando el semáforo está en verde por temor a que la luz cambie cuando él está atravesando. La violencia de la ciudad le hace añorar su propio pueblo así como “el viejo Madrid”, los cuales son borrados simbólicamente cuando el ruido del tráfico se sobrepone a las campanadas de la torre de una iglesia, haciéndolas prácticamente inaudibles.
El Madrid que vemos a través de la mirada de Lorencito es una ciudad en la que no hay orden ni coherencia, sino una vida fragmentada y caótica, en donde a cada paso nos cuestionamos acerca de cuál de todos esos fragmentos de ciudad puede ser denominada, en propiedad, Madrid. La presentación que la novela nos ofrece de Madrid es una en la que la capital, como centro, es representada “descentradamente” o, en otras palabras, como carente de centro, pareciendo más bien una sucesión de discontinuidades. Linda Hutcheon postula que, desde una perspectiva descentrada, si un mundo existe, entonces todos los mundos posibles existen, con lo cual una pluralidad histórica pasa a reemplazar una esencia atemporal y eterna. Hutcheon agrega que el pensamiento que se aleja de una noción de centralización se aparta también de las preocupaciones relativas al origen, unicidad y monumentalidad que han funcionado como enlace del concepto de centro con lo eterno y universal. De este modo, el centro pasa a ser considerado una ficción, la cual puede ser necesaria y deseada, pero ficción al fin y al cabo (Hutcheon 58). La pérdida de un centro totalizante parece imposibilitar la generación de sistemas que permitan ordenar la experiencia. De hecho, Quesada no logra explicarse lo que le pasa en Madrid. El personaje tiene unas expectativas sobre la ciudad que se anclan indudablemente en una idea monolítica del centro que colisiona con la presentación descentrada ofrecida por el autor de la novela. El que la ciudad sea retratada como asistémica implica que Lorencito Quesada no puede ordenar sus experiencias en ella. Lo que se revela en este tipo de narración es, de acuerdo con Linda Hutcheon, las fisuras que atraviesan la supuesta cultura hegemónica debido a la afirmación de un flujo de identidades contextualizadas que implican la afirmación de la identidad a través de la diferencia y especificidad. El efecto logrado, entonces, es la imagen del laberinto sin centro o periferia (59). Lo dicho se verifica en que nuestro protagonista parece no salir de su desconcierto al enfrentarse a un Madrid del todo transformado en comparación a la ciudad que guarda en sus memorias anteriores a la muerte del Caudillo.
En su último día en Madrid, Lorencito Quesada se desplaza a sitios tan dispares como el Rastro y el distrito financiero. El narrador precisa que la Ribera de Curtidores es la calle principal del Rastro, así como también especifica que éste “tiene principio en la castiza plazuela de Cascorro y desciende con anchuras y turbiones de gran río tropical hasta su desembocadura en la Ronda de Toledo” (155), pasando luego a inventariar la gran diversidad de productos que es posible comprar o intercambiar en el Rastro, así como la disparidad de gente, sonidos y colores que allí confluyen sin necesariamente armonizar entre sí. Estas enumeraciones caóticas parecen reproducir la imagen del “laberinto sin centro o periferia” al que se refiere Hutcheon, imagen que durante todo el relato se desprende de la descripción de Madrid. La interminable lista de artículos mencionados sin ningún orden ni coherencia representa ese collage al que Lorencito Quesada se ha visto expuesto desde su llegada a la ciudad, tanto que el narrador asevera que aunque Lorencito quisiera recordar íntegramente lo que vio en el Rastro, “jamás agotaría la formidable enumeración de aquella babel de razas, de desperdicios y tesoros. . . ” (156).
No obstante, Quesada aún no lo ha visto todo. Contra su voluntad, será llevado a conocer al hombre que está detrás del fingido hurto de la imagen del Cristo de la Greña, un multimillonario que, además de ser ambicioso, es también “un ferviente y desatado católico” (168), coleccionista de las más inverosímiles reliquias --detalladas por el narrador no sin un dejo de burla-- y quien funda sus éxitos económicos en la acumulación y posesión de aquellos objetos de su devoción. Camino a la forzada cita, el coche que conduce a Quesada sube por el Paseo de la Castellana, pasando por el estadio Santiago Bernabeu, hasta llegar a la zona de los rascacielos, cuya impresionante altura no pasa desapercibida para Lorencito, quien inmediatamente nota su superioridad en tamaño en relación a los edificios de la Gran Vía y la Plaza de España. Cuando finalmente el automóvil llega a su destino, Lorencito es introducido en un edificio lleno de muros de cristal:
Madrid parecía ahora una ciudad del futuro abandonada tras la explosión de una de esas bombas nucleares de las que dicen que sólo matan a la gente y dejan intactos los edificios. Salieron a una explanada tan desierta y tan amplia como una rampa de lanzamiento de cohetes. . . . no había nadie más, ni en las plazas de granito y cemento, ni en ninguna de las miles de ventanas iguales que se levantaban hacia el cielo. Abajo, en la explanada, al final de la escalinata por la que ahora descendían, estaba la puerta en forma de arco de un rascacielos tan blanco como una nave espacial, el más alto de todos, con anchas estrías como de columna sobrehumana, cúbico, más inabarcable para la mirada a medida que iban acercándose a él. . . . Las puertas, tan grandes como las de una catedral, eran de vidrio, y se abrieron automáticamente. En el vestíbulo, todo de mármoles blancos, había guardias de uniforme. También el ascensor estaba forrado de mármol. (162-3)
La descripción de la Torre Picasso coloca al lector, así como a Lorencito, en un escenario completamente diferente. Diseñada por el arquitecto estadounidense de ascendencia japonesa Minoru Yamasaki --famoso por haber proyectado el World Trade Center de Nueva York, entre muchas otras obras--, la Torre Picasso se alza con sus más de cuarenta pisos a una altura que sobrepasa los ciento cincuenta metros. Fue inaugurada en 1988, es decir cuatro años antes del viaje de Quesada a Madrid, momento en que no sólo era el rascacielos más alto de la capital, sino de toda España, particularidad que no había perdido para 1992. Una vez que logra escapar de la torre, Lorencito recorre el Paseo de la Castellana en dirección opuesta, pudiendo apreciar “[l]os modernos edificios de acero y de vidrio [que] se alternaban con señoriales palacetes estucados en blanco” (176).
De acuerdo con Antonio Fernández Alba, con el inicio de la España democrática en 1975, se dio comienzo a una arquitectura que se inscribe en lo que él denomina “estética de la aniquilación del significado”, es decir, que la forma de los edificios diseñados es imaginada “como una secuencia de formas intercambiables con la única condición que garantice la imagen de modernidad” (130). Para Fernández Alba, lo que se llevó a cabo en Madrid no es sino una rendición ante la simulación, entendida como ilusión, es decir, una arquitectura que en vez de “aspirar a configurarse como un espacio real de una colectividad” (140) se sumó a la búsqueda del espectáculo como meta primordial, justo en un momento en que la ciudad estaba recién comenzando a desarrollarse culturalmente. Madrid quiso pasar del atraso cultural a una pretendida modernización lograda a punta de forjar una imagen de sí misma como moderna. Las autoridades quisieron obtener en breve tiempo “una arquitectura que fuera representativa de la ‘transición a la democracia’” (131). De este modo, se produjo un desajuste entre las construcciones que implicaban tecnología importada --casi siempre extremadamente cara-- y la infraestructura que posibilitaría dichas construcciones dado que la ciudad no se hallaba preparada para albergar semejante tipo de edificios (131).
En cuanto al caso específico de la Torre Picasso, el lector puede apreciar lo que Fernández Alba denuncia como el traslado de “‘modelos hegemónicos de la arquitectura’, fundamentalmente norteamericanos a las edificaciones de la administración pública e instituciones privadas” (136). El arquitecto fustiga los edificios de altura o torres urbanas, a los que llama “bestia[s] negra[s] . . . [del] desarrollo tecnocrático”, que, sin embargo, acaparan las alabanzas en las revistas especializadas (137). Esto fomentó que los edificios de la ciudad se convirtieran en “objetos de ilusión, mientras permanecían aletargadas sus infraestructuras urbanas más urgentes” (141), lo cual es denunciado por Muñoz Molina en su novela. Lo que primó fue la adopción de la imagen propugnada por el neoliberalismo, imagen de éxito que no toma en consideración la calidad de vida, ni el medio cultural, ni los que quedan al margen de semejante modelo de éxito y de la búsqueda de la novedad por la novedad misma. De esta manera, el neoliberalismo coloniza simbólicamente --a través de las artes y la cultura-- el espacio donde planea imponerse a fin de lograr una identificación entre el espacio colonizado y el modelo económico colonizador (142-3). La consecuencia que de ello se deriva es que el modelo económico deja de lado las relaciones sociales que debieran ser promovidas por una planificación que tuviera como foco la cultura de lo urbano. Al contrario, se muestra incapaz de crear “una trama urbana coherente, sino [que produce] desequilibrio ecológico . . . la ciudad actual de España presenta una cadencia semejante a los países y lugares donde se asientan los preludios de una civilización tecno-mercantil, monotonía espacial, degradación progresiva de servicios públicos, esterilidad cultural, y en definitiva, agotamiento político del proyecto de la arquitectura en la ciudad” (142-4).
A modo de conclusión, puede decirse que Los misterios de Madrid plasma una imagen de la capital española que acierta en representar lo que la ciudad es. Se trata de una plasmación, entendida como creación, porque el lector es consciente todo el tiempo de la naturaleza ficticia de lo que lee. Como Servén y García de León sostienen, los lazos de esta obra con la novela de folletín, el género detectivesco y la novela negra americana no quedan inadvertidos. Por otra parte, el tono con que el autor delinea al personaje de Lorencito Quesada hace evidente para el lector el ánimo burlesco con que Muñoz Molina busca presentar a su protagonista, mostrándolo extremadamente temeroso, conservador, religioso, lleno de escrúpulos y añorante de los tiempos de Franco, sin dejar de lado la descripción física de Lorencito, que lo caricaturiza volviéndolo la antítesis de lo que visualizamos como un héroe. Nos reímos de buena gana imaginando a este cuarentón con tendencia al sobrepeso enfrentándose a la seguidilla de peripecias que le salen al encuentro sin él proponérselo. Muñoz Molina ha declarado que “. . . lo que quería hacer era una parodia feroz del lenguaje periodístico, del periodismo de provincias, de la sensibilidad de pueblo. Quería ser irreverente, quería revisar ciertas cosas que están volviendo muy fuertemente en Andalucía, como la fascinación absoluta por la Semana Santa, por la religión. Quería hacer un ejercicio de ironía en plan Eça de Queiroz, de ironía ilustrada. . . ” (Escudero 285-6). Sin embargo, como Carmen Servén aclara, aún cuando todo lo que Lorencito nos permite apreciar de Madrid está traspasado por su simplismo provinciano, eso no implica que su percepción sea “completamente mentirosa” (175); por el contrario, el lector se reconoce hasta cierto punto en los miedos y aflicciones del personaje, como cuando Lorencito va a dar a la chabola o le toca viajar en autobús y sufrir la actitud agresiva de los jóvenes que en él se encuentran o es amenazado con una cuchilla por un asaltante en pleno centro de Madrid.
Otro
modo en el cual
la plasmación y la representación de la ciudad se hacen
visibles
para el lector descansa en el carácter inverosímil de la
vorágine de incidentes por los que atraviesa Lorencito en su
periplo de
escasos tres días, así como el sinnúmero y
disparidad de
lugares a los que va a parar cada vez que anda detrás de alguna
pista
para su investigación o cada vez que accidentalmente logra
salvar su
vida de manera inconcebible, sobretodo si se toman en
consideración sus
características físicas y psicológicas. La
exageración advierte al lector de la índole ficticia de
lo que
lee. Con todo, el torbellino caótico que atrapa a Quesada le
permite a
Muñoz Molina proponer una imagen de Madrid como una ciudad en
continuo
movimiento, una corriente que arrastra fragmentos del más dispar
talante, partículas de una sociedad que parece incapaz de poner
todos
esos trozos de sí en una composición que los haga entrar
en
relación. Por el contrario, cada porción existe
simultáneamente con las otras siendo, las más de las
veces,
desconocidas las unas para las otras, desconocimiento del que brota el
recelo,
la desconfianza y la aprensión. La diversidad de fragmentos
plantea
también las profundas desigualdades que carcomen la sociedad
madrileña.
Parece que Lorencito pasa por diferentes mundos, en vez de estar en una
sola
ciudad. En este sentido, el autor ha bosquejado un plano de Madrid en
el cual
ha dejado impresa su crítica a la transición a la
democracia, una
crítica que encuentra su máximo exponente en una ciudad
que se ha
metamorfoseado para ser aceptada como plenamente europea, una sociedad
autocomplaciente que pretende internacionalizarse y globalizarse
cuando, al
mismo tiempo, se muestra incapaz de resolver los serios problemas
económicos y sociales que la laceran. Como el mismo Antonio
Muñoz
Molina afirma acerca de Los misterios de
Madrid, “Me propuse hacer un retrato exacto, dentro de lo que cabe,
y
por primera vez en mi vida, de una ciudad en un momento dado, un
retrato
callejero y urbano de Madrid” (Escudero 285). Y lo consigue.
Notas
(1). Si bien es cierto Carmen Servén alude brevemente a los elementos de crítica social presentes en la novela, incluyendo una referencia a la transición a la democracia, el desarrollo de su ensayo se enmarca en un análisis de género literario y del uso del lenguaje.
(2). Para el presente estudio se han seleccionado algunos de los lugares que aparecen retratados en la novela, aquellos que, al ser contrastados, hacen máximamente visible las contradicciones sociales que generan en el lector la impresión de estar ante mundos diferentes, más que en una sola ciudad. Los misterios de Madrid pasea al lector por un sinnúmero de calles, avenidas y plazas, nos lleva a la basílica de Jesús de Medinaceli y sus mendigos, a locales nocturnos, tales como el Corral de la Fandanga y el Café Central; acompañamos a Lorencito Quesada a un sex shop donde está a punto de ser asesinado; lo vemos mirar los escaparates de las tiendas, incluidas las de artículos religiosos, para terminar su travesía en el Hotel Palace, cuyo lujo, elegancia y sofisticación no escapan a la mirada de Quesada.
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