Félix Urabayen: un vasco en Toledo


Hilario Barrero


Perteneciente a una generación con un numeroso y valioso elenco de novelistas, un poco eclipsado por la potencia creadora de Galdós –que también escribió sobre Toledo–, comparadas algunas de sus novelas con La voluntad de Azorín y La catedral de Blasco Ibáñez por su parecida línea espacial, silenciado por muchos años por el régimen franquista, residente en una provincia tan cercana y a la vez tan lejana de Madrid, escritor de temas locales, reacio al manejo de la prensa y a la auto publicidad, “extranjero” en Toledo por partida doble y sospechoso de apropiación indebida de algunos objetos del tesoro artístico toledano (él que había denunciado abiertamente el expolio de la ciudad), Félix Urabayen parecía haber reunido todas las condiciones para que su obra fuera pasada por alto por los críticos y olvidada por los lectores. Este olvido comienza después de 1939, ya que cuando sus novelas fueron publicadas tuvieron un gran éxito de crítica y público. En 1929 César Barja escribe: “Es, sin duda, uno de los grandes prosistas que hoy hace literatura”. La muerte le silencia en Madrid con un cáncer y su obra es silenciada por otro cáncer: el de la censura del régimen vencedor.

Félix Andrés Urabayen Guindo nació en Ulzurrum (Navarra), en el valle de Ollo, el 10 de junio de 1883. ¿Cómo era físicamente Félix Urabayen? Su mujer, la toledana Mercedes de Priede Hevia, escribe que “era un hombre flaco, desgarbado, más bien pequeño, con un pronunciado tipo vasco… nariz larga, nuez pronunciada, boca algo hundida y ojos grises, pequeños, penetrantes”. Dice que tenía una “espléndida cabellera negra y ondulada que peinaba hacia atrás.” Años más tarde, su sobrino Miguel recordará con melancolía cómo la figura de su tío se había encorvado y consumido.  “Sólo su cabeza con la hermosa cabellera que siempre tuvo –ahora de un gris plateado– se levantaba desafiante de un cuerpo que ya parecía vencido.” De sus ojos grises, pequeños y penetrantes, recordará que su expresión “seguía siendo tan viva como antes; y sus labios seguían plegándose en una ligera sonrisa burlona que anticipaba el agudo humorismo de su espíritu” (24).

¿Y cómo era Félix Urabayen por dentro? Su hija, María Rosa, al hablarme de su padre me dijo una frase que me pareció que le definía muy bien. “Era un hombre de detalle.” Detalle en la vida y en la muerte, detalle en la obra literaria, detalle en su manera de irritar a los demás, detalle en su superioridad, detalle en sus debilidades. Manuel Baer le describe como: una rara avis… de talante liberal y convicciones republicanas, pedagogo progresista, rico por matrimonio, bohemio a ratos y autor afamado por sus colaboraciones en la prensa diaria, fue parte de la pléyade de intelectuales de izquierda que la victoria de Franco extirpó de la faz de este país y cuya memoria sepultó en el olvido durante cuatro décadas. Su esposa le recuerda como buen narrador y charlista que “pontificaba sobre cualquier tema… le ayudaba su voz llena, algo bronca y potente, en contraste con su cuerpo flaco y desmedrado”.

Gracias a Santafé, profesor de la Escuela Normal de Toledo que efectuó una permuta de plazas con Urabayen, éste pudo trasladarse permanentemente a dicha ciudad. El día 16 de noviembre de 1911 Urabayen llega a la Ciudad Imperial. Aquí se casó con Mercedes de Priede y Hevia. “En Toledo, escribe Entrambasaguas, llevó una vida tranquila, entregada a su único vicio, el tabaco, y paseando por los alrededores de la ciudad, sin que jamás quisiera viajar, pese a su interés por conocerlo todo” (341). Aunque rico por matrimonio, Urabayen fue profesor y director de la Escuela Normal de Magisterio durante todo el tiempo que vivió en Toledo, siendo un pedagogo progresista con ideas que compartía con su esposa. Como profesor se sabe que era amable, entretenido, dicharachero e irónico que daba un aprobado general al principio de curso y que luego, si algún alumno deseaba superar el aprobado con una nota más alta, le hacía un examen.

Admirador de Azaña, fue nombrado Consejero cultural en la segunda república. La relación de Urabayen con la Iglesia, en una ciudad como Toledo, con una catedral que es la primada y con un cardenal que es (o era) el Primado de España no fue fácil. Como Pérez Galdós y Blasco Ibáñez, supo del poder espiritual y material de la Iglesia, de su exuberante riqueza, del despliegue artístico y de su abuso y despojo. Pero en contra de lo que la mayoría pudiera creer, (y algunos lo aseguraban), Urabayen no era un anticlerical, ateo o perseguidor del clero y las instituciones religiosas. Urabayen tenía amigos canónigos con los que paseaba a menudo y a los que le unía una gran amistad. No supo Urabayen calcular, como les ocurriría a otros muchos toledanos (y españoles), las consecuencias que traería consigo el Alzamiento Militar, al que la mayoría creyó algo pasajero y sin importancia. Aterrorizado al ver cómo los acontecimientos se precipitaban en una dirección peligrosa y anárquica donde la seguridad personal era precaria y el régimen del terror era la tónica diaria, siendo él mismo amenazado por los partidarios de la República a la que apoyó y observando cómo se mataba a sacerdotes, “gente de orden”, inocentes, amigos suyos, por el mero hecho de haber pertenecido a una organización religiosa u otros motivos mucho más triviales, sin un proceso judicial,  Urabayen abandonó Toledo para no volver jamás. En Madrid se refugió, como tantos otros intelectuales, en la Embajada de México, de donde salió en 1937 para dirigirse a Alicante.

El día 13 de mayo de 1939, recién acabada la guerra, Urabayen se traslada a Madrid, donde es detenido en la misma estación de Atocha por dos policías toledanos que lo llevan a las dependencias de la Dirección General de Seguridad para tomarle declaración. Es de notar que la orden de detención provenía de Toledo. Fue internado en la prisión de Conde Toreno donde se agudizó su enfermedad, por lo que se le trasladó a la enfermería. En esta prisión estuvo hasta el 19 de noviembre de 1940, fecha en que fue puesto en libertad, pero la salud de Urabayen era muy delicada. Viaja a Pamplona a casa de su hermano Leoncio, donde trabaja en su último libro Bajo los robles navarros. Regresa a Madrid el 14 de diciembre de 1942 a la casa de la calle Modesto Lafuente. El día 8 de febrero de 1943, leyendo La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell y asistido por el doctor Marañón y el toledano doctor Delgado, moría Félix Urabayen de un cáncer de pulmón.

Antes de pasar a hablar de su obra quiero destacar, brevemente, la sólida presencia de Urabayen no sólo en la América de habla hispana, algo que hubiera sido lógico, sino en la de habla inglesa donde su figura y su obra, ya en 1924, eran conocidas y estudiadas. Destacaré, entre otros trabajos, una tesis realizada en 1935 y tres artículos aparecidos en “The New York Times”. 

Félix Urabayen publica su primera novela en 1920, a los 38 años de edad. Estos veinte años del siglo XX, en los que Urabayen se forma intelectualmente, constituyeron uno de los períodos más convulsivos y cambiantes en el panorama económico, social, político y literario de España. A mediados del siglo XIX el profesor Sainz del Río introduce el Krausismo y se funda la “Institución Libre de Enseñanza” figurando al frente de ella Giner de los Ríos; a finales del siglo se pierden las últimas colonias de ultramar (1898) y aparece lo que hoy conocemos como la generación del 98. Ya en el siglo XX, la generación del 27 y la Residencia de Estudiantes (1910).

En el plano social, empiezan a producirse confrontaciones entre la burguesía y la clase trabajadora, lo que va a ocasionar constantes luchas y huelgas y la toma de una conciencia obrera. Sobrevienen la primera guerra mundial (1914-1918), la semana trágica de Barcelona (1909), el turbulento período del reinado de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera (1923) y la proclamación de la República (1931). Todo esto va a influir de manera más o menos directa en la formación ideológica de Urabayen y en su producción novelística.

Su obra será, aunque única y sin posibilidad de encuadrarla en una generación o grupo literario determinado, una consecuencia y un producto de los “años veinte”, período tan problemático y decisivo para la configuración del siglo XX.             

Para algunos críticos, la obra de Urabayen tiene rasgos típicos de la narrativa de la generación del 98 tanto por la forma como describe el paisaje castellano y el vasco, como por su escepticismo y un cierto pesimismo ante la vida. Urabayen se incluye en la del 18 ya que en Toledo, Piedad dice: “Ellos –los del 98- se comieron a los del 68, pues bien, nosotros, los del 18, nos desayunaremos con la confitería europeizante del 98.”  E insiste en su distanciamiento de la del 98 con esta otra frase: “A mí me basta con una mujer a quien amar, siempre que no sea una camarera; con un libro que hojear, siempre que no esté escrito por un literato de la generación del 98...” (Por los senderos del mundo creyente, 263). Ideas como éstas, hoy políticamente incorrectas, nos dicen mucho sobre el pensamiento, talante y carácter que hemos visto al trazar su biografía. Para otros se considera un autor “moderno”, pues tiende un puente entre la generación del 98 y las vanguardias, por su sincretismo de estilos y las referencias al mundo de Hollywood y América, especialmente a Nueva York. Sin que podamos echar en olvido su familiaridad con las fuentes latinas y griegas y su conocimiento de la literatura del Siglo de Oro.

El mismo Urabayen, refiriéndose a Blasco Ibáñez, a quien define como “un admirable colorista levantino”, se intenta clasificar a sí mismo como novelista mediano: “Es que Blasco Ibáñez era levantino, y luego, a los grandes novelistas todo les va bien. Pero yo soy vasco, y como novelista, bastante medianejo. No hay paralelo posible.” (Los folletones en “El sol”, 132).

Urabayen es uno de los muchos artistas que se sienten atraídos por la ciudad Imperial y su gente. A Toledo la defenderá y amará con la misma fuerza y ardor como vituperará y atacará a sus habitantes. Urabayen se “hizo” toledano y, aunque llegó a Toledo ya maduro (como El Greco), asimiló la historia de la ciudad y la provincia que dejó plasmada en tres novelas: Toledo, Piedad (1920), Toledo, la despojada (1924) y Don Amor volvió a Toledo (1936), y en los llamados libros de estampas: Por los senderos del mundo creyente (1928), Serenata lírica a la vieja ciudad (1928) y Estampas del camino (1934), que contienen los artículos publicados en el periódico El Sol desde 1925 a 1936. Asimismo Toledo y su provincia como también Navarra, es el tema recurrente en Vidas difícilmente ejemplares (1931) que incluye Vida ejemplar de un claro varón de Escalona publicada en (1926).

Su obra novelística se completa con otra trilogía dedicada a su país natal: La última cigüeña (1921), El barrio maldito (1924), y Centauros del Pirineo (1928) y tres novelas que no encajan en ninguno de los grupos anteriormente citados: Tras de trotera, santera (1932), Bajo los robles navarros (1965) y Como en los cuentos de hadas, obra que nunca llegó a publicarse.

De su vida, según hemos visto, podemos afirmar que fue monótona, provinciana, sin grandes aventuras y, en el mejor sentido de la palabra, gris. Una vida que transcurre, mayormente, en Toledo y provincia, con esporádicos viajes a Madrid, escribiendo, enseñando, discutiendo en las tertulias, odiando a los toledanos, viviendo un poco de las rentas y enamorado profundamente de la Ciudad Imperial. El hombre Urabayen fue un personaje forastero, andariego, y algo bohemio. Como artista y como creador, observamos algunos aspectos que afloran a lo largo de su obra, que se balancea, casi matemáticamente, entre Navarra y Castilla: un simbolismo heredado de Galdós, que a veces resulta tan obvio que pierde su valor simbólico, su obsesión por lo semítico. Su formación clásica, su conexión y simpatías hacia la República y concretamente hacia Azaña, el tema de España como preocupación y problema, no al modo de la generación del 98, sino con la mira puesta en posibles soluciones, su total independencia de escuelas, grupos o cánones, lo que lo convierte en un escritor “inclasificable”, el uso de una prosa pausada, lenta, finamente cincelada, sazonada con unos elementos poéticos que la  hermosean, fuerte presencia del humor (poco entendido en su momento), el continuo uso de una ironía que a veces llega a ser sátira, ácida, amarga, semejante a la de Quevedo, Larra, los regeneracionistas y la generación del 98, la creación de  “estampas”que, en su tiempo, tuvieron un gran éxito y que luego él recicló en sus libros, y un tinte de modernidad en sus obras que se mezcla con un sabor de la novelística del siglo XIX y de la literatura del Siglo de Oro.

Su hija, María Rosa, me dijo que su padre “era un hombre de detalle”. Urabayen fue, en efecto, un escritor detallista y metódico, un artesano de la palabra, a la que trató de domar, controlar y vigorizar. En la vida de Urabayen está la obsesión, por un lado, de la denuncia del expolio de Toledo y de la crítica negativa de los toledanos, a algunos de los cuales llega a llamar “larvas”. Por otro lado, es el amante perfecto, entregado, celoso, que cada día se levanta enamorado de su ciudad, cuya enfermiza imagen  le persigue y le obsesiona. La falta de atención que su obra ha despertado entre la crítica es algo que resulta difícil de entender una vez desaparecida la dictadura franquista. Como hemos visto, en su momento, la figura de Urabayen fue celebrada, respetada y estudiada no sólo en España, sino también en América. Es lamentable que no exista ninguna novela suya editada con rigor y estudiada con el respeto que se merece.  

Urabayen no fue un “gran” novelista. Se le ha reprochado, en efecto, el insatisfactorio diseño  de sus personajes, la falta de estructura en el ensamblaje de los argumentos y su marcada tendencia a  ser repetitivo en ideas, con una carga negativa en su protesta, más subjetivo que objetivo, con un estilo a veces helado, lento y ácido, distante, pesimista, polémico, contradictorio y amargo. Sin embargo, ese mismo novelista “mediano” fue el sagaz cronista de una sociedad y una época claves en la vida española. Fue, además, un poeta que escribió en prosa, un visionario, un “trasterrado” iluminado por la pasión a su pequeña patria adoptiva, un escritor ingenioso, honesto, brillante, encasillable e independiente.

Richard Strauss, el compositor de óperas tan celebradas como Salomé y El caballero de la rosa, dijo una vez, tratando de definirse: “Puede que yo no sea un compositor de primera clase, pero soy un compositor segundón de primera clase”. Una definición que podríamos aplicar a Urabayen: un escritor cuyas cualidades tal vez no sean las requeridas para ingresar en la primera fila del canon novelístico español del siglo XX, pero que puede hacer el deleite de una selecta minoría de lectores, pues comparten con él el amor a Toledo y a su oscura belleza.(1)

 

Notas

(1). El propio Urabayen ratifica esta idea con una similar: “La idea de ser el número uno en cualquiera de los escalafones del globo me causa una repugnancia infinita…” Don Amor volvió a Toledo (264).