Nombrar la enfermedad. Médicos y artistas alrededor del cuerpo masculino en De sobremesa, de José Asunción Silva

 

Gabriel Giorgi
New York University

 

El fin del siglo XIX parece haber conjugado al discurso médico y al discurso estético alrededor de un debate sobre la normalidad y el sujeto normal. El enfermo y el raro -el bohemio, el decadente, el poseur- juegan una coreografía en la que ambos personajes se superponen y se distancian según las fusiones y los quiebres entre saber médico y saber estético. Tanto el juicio a Oscar Wilde como los excesos retóricos del tratado de Max Nordau, Degeneración, apuntan a la supresión, por medio del diagnóstico médico, de la diferencia del artista como instancia de autorización cultural: ni artistas ni visionarios, se trata de enfermos sin poder cultural legítimo. El discurso médico debate con el discurso artístico las condiciones de apropiación del poder o la autoridad cultural alrededor de las relaciones entre diferencia y normalidad, enfermedad y salud, síntoma e invención estética.

Este debate atraviesa y estructura De sobremesa, de José Asunción Silva. Las relaciones entre discurso estético y médico no sólo despliegan y complejizan los sentidos de la 'enfermedad' sino que parecen conjugarse en el origen mismo de la escritura, otorgando elementos que estructuran la forma misma del texto. La tensión y la articulación entre arte y medicina no debate meramente los significados de la enfermedad sino las condiciones de percepción de los cuerpos; funciona no sólo como 'contenido' sino como código. En ese espacio se alinean cuestiones alrededor de la elaboración de nuevos lugares de sujeto, el poder cultural de los discursos y las narrativas de la sexualidad que permean la hegemonía burguesa de fines de siglo. En ese terreno, De sobremesa dispone una serie de estrategias alrededor de los juegos libidinales entre cuerpo, mirada y códigos de representación.

 

Dos comienzos con cuerpos enfermos

De sobremesa tiene dos aperturas textuales: una es la de la situación enunciativa de la hacienda, la sobremesa que da título a la novela, en la que el protagonista lee su diario íntimo; la segunda es la del diario mismo, donde Fernández cuenta su peregrinaje erótico y medicinal por Europa -diario que, por lo demás, puede pensarse como un diario de la enfermedad, si tal género es el del registro de las alternativas de un cuerpo entre la alteración de la percepción del sujeto por la 'enfermedad' y las minucias de la recuperación. Estas dos aperturas textuales se constituyen alrededor de la enfermedad. La primer apertura, la diegética, para decirlo con Genette, describe el ambiente saturado de la sobremesa opípara en la hacienda, donde el catálogo de los objetos modernistas se despliega profusamente para configurar una atmósfera a la vez estimulante y narcótica:

El humo de dos cigarrillos, cuyas puntas de fuego ardían en la penumbra, ondeaba en sutiles espirales azulosas en el círculo de luz de la lámpara y el olor enervante y dulce del tabaco opiado de Oriente, se fundía con el del cuero de Rusia en que estaba forrado el mobiliario. (Silva, 229)

El escenario cargado de aromas exóticos e iluminado por una penumbra "enervante" se continúa en la conversación entre los tres amigos, que inmediatamente instala el eje narrativo del texto: la enfermedad de José Fernández, el protagonista. Esa conversación marca el primer diálogo del protagonista con la medicina: uno de los amigos es un médico que lo reprende por el despilfarro de energía y el desperdicio de la riqueza (corporal, y económica). "Te dispersarás inútilmente", dictamina el médico, que recomienda insistentemente la concentración en el oficio poético.

El texto de Silva se abre, así, con un debate con la voz médica: ese debate dispone el marco discursivo de la novela, que se va a desarrollar en gran medida alrededor del límite en que discurso médico y discurso estético se encuentran y confrontan, trazando distintas estrategias de representación. Mi hipótesis es que en la novela de Silva, y quizá en otros modernistas, el relato (o el texto) del enfermo es el espacio en el que discurso médico y discurso estético entran en debate por las condiciones de representación del cuerpo -las estrategias de su visibilidad, las técnicas de la interpretación del síntoma, la etiología del mal, etc.- para extraer de esa representación energías políticas alrededor del sujeto, energías que elaboran las narrativas de su diferencia, la legitimidad de su insatisfacción y la rareza de su deseo.

La situación enunciativa de la novela es, pues, la de esta sobremesa en la que un grupo de amigos piden a Fernandez que lea su diario íntimo. Esta audiencia anhelante y fraterna es, probablemente, el público deseado por Silva -una sociabiliadad que gira alrededor del artista/escritor, al que percibe como su contacto con un 'más allá' de lo real establecido (en efecto, la discusión inaugural alrededor de la enfermedad se enlaza con la discusión acerca de "la vida real" como achatamiento de la experiencia vital en la sociedad burguesa, donde la tarea del artista es sobrepasar ese límite, "dar de soñar"). Ese público deseante y deseado pide texto, y el escritor accede de mala gana a esa demanda. Interesa subrayar que alrededor de este performer del lenguaje, la representación de la audiencia deja leer un círculo discretamente homoerótico, donde todos desean (admiran, celebran, protegen) al escritor, todos quieren compartir esa intimidad -no es un relato de viaje lo que quieren oír, es ese texto diverso de la enfermedad, la búsqueda amorosa cifrada en el enigma del nombre, la oferta de una visión de lo irreal. Deseo de ver, deseo de escuchar al escritor: la voz de Fernández distribuirá propiciatoriamente los dones de su intimidad a esa anhelante audiencia masculina.

Esta centralidad escénica es también significativa: el cuerpo del protagonista es un cuerpo permanentemente mirado por otros hombres, ya se trate de la mirada de esta audiencia fraterna, ya sea la mirada de los sucesivos médicos que Fernández consulta. Su cuerpo es un cuerpo muy visto en el texto. Si en el 'enunciado' (es decir, en el diario) es la imagen fantasmagórica de la amada -el retrato de Helena- lo que constantemente se observa, en el nivel de la enunciación, en el que el texto se escribe y se lee, es el cuerpo de Fernández el objeto de la mirada. Esta entrega de un cuerpo masculino a la mirada de otros hombres es uno de los desplazamientos más notables del texto, puesto que funciona en el marco de una tradición en la que el objeto de observación fundamental de la mirada estética es el cuerpo femenino (como el mismo texto de Fernández lo ejemplifica: se trata de la persecución de una imagen femenina, que se repite indefinidamente). Lo que habilita este circuito diferente de cuerpo y mirada es, de nuevo, la enfermedad: el cuerpo debilitado de Fernández permite inspecciones y miradas de otro modo interdictas. Como el mismo Luis, uno de los amigos que quiere escuchar el diario, le dice al protagonista, "dirigiéndole una mirada en que se adivinaba su amor casi fraternal y su entusiasmo fanático por el poeta": "Si tú supieras que he pasado hoy un mal día pensando en tí, con la idea fija de que estabas enfermo...Pero estás bien, ¿verdad?" (238). El cuerpo bello y débil del protagonista (una debilidad, como veremos, problemática, puesto que su enfermedad es más bien capciosa, invisible, táctica) aglutina un circuito homosocial y fraternal de miradas y deseos; ese cuerpo propone su gesto, su pose y su languidez, como pretexto, siempre presente, de las palabras que dice y que escribe.

Si en la primer apertura del texto tenemos esta escena de debate con la palabra médica y esta primera ubicación del protagonista como cuerpo mirado/deseado, la segunda apertura, que comienza el diario de Fernández, nuevamente dispone un debate médico y un cuerpo enfermo. La escena de escritura del diario está enmarcada en el juego de lecturas confrontadas del diario de María Bashkirtseff y del tratado médico de Max Nordau, Degeneración. En esa confrontación se juegan las identificaciones, en primer lugar en cuanto al género discursivo: el texto de la rusa es un diario íntimo, 'el alma escrita', al igual que el texto que Fernández está escribiendo. El diario de Fernández se refleja en el de la Bashkirtseff, contra Nordau, a nivel de los saberes y las experiencias del cuerpo -la enferma tiene una percepción de la tisis radicalmente opuesta, a nivel del género discursivo y del 'contenido', al esfuerzo catalogador y normalizador del médico. Si la voz del protagonista se fusiona, casi, con la de la Bashkirtseff, la relación con el discurso de Nordau se postula como contraposición. Fernández describe el tratado de Nordau como la visita salvaje de un sujeto con problemas de visión ("ciego", "miope") al museo de arte, donde la misión del saber médico -poner nombre a la enfermedad- es vista como un cuerpo a cuerpo entre el médico 'ciego', o miope, y una serie de estatuas prestigiosas:

"Detiénese [Nordau] al pie de la obra maestra, compara las líneas de ésta con las de su propio ideal de belleza, la encuentra deforme, escoge un nombre que dar a la supuesta enfermedad del artista que la produjo y pega el tiquete clasificativo sobre el mármol augusto y albo" (240).

Esta escena interesa no sólo por el carácter siniestro de ese paseo vigilante del médico, sino porque los escritores modernos (Verlaine, Tolstoy, etc.) son convertidos en estatuas, en cuerpos inmóviles- e incluso el mismo científico es visto en términos de cuerpo -anteojos negros, manos 'rudas' 'tudescas', ceguera o miopía, etc. La escena de lectura es narrada como una observación del cuerpo, en la que la escritura señala hacia el cuerpo del escritor; como si la escritura no fuese sino un escenario de visibilidad del cuerpo -escribir es mostrarse, literalmente. Pero esa exhibición tiene algo de cadavérico: un cuerpo estatuario sobre el que recae la violencia de un nombre -el de la enfermedad y el del tipo de 'degeneración'. Si de alguna manera esta escena de Nordau en el museo de arte es una escena originaria de la escritura de Fernández, es porque despliega las condiciones de una ruptura: Fernández escribe para impedir que el cuerpo exhibido sea objetivizado en un nombre científico, para evitar o contrarrestar el nombre médico. Eso es lo que hizo la Bashkirtseff ("Tus rudas manos tudescas no alcanzaron a coger en su vuelo la mariposa de luz que fue el alma de la Bashkirtseff , ni a profanar analizándola, una sola de las páginas del diario") (240), y es lo que el mismo Fernández cumplirá. El diario íntimo se disputa con el tratado médico las condiciones de representación y de nominación del cuerpo -y con ello, las tácticas de su normalización.

En esta escena originaria parecen jugarse una multitud de equívocos estéticos. En primer lugar, los escritores modernos, precisamente aquellos que ponen en entredicho el problema de la forma, son representados, en este museo aurático profanado por la medicina, como "mármoles griegos", Apolos y Venus, "mármoles augustos y albos". Si bien el énfasis está puesto en lo marmóreo, en lo estatuario como materia uncanny de lo corporal, entre lo vivo y lo muerto, por cierto la idea de la belleza clásica como representación de lo estético en general, de la 'belleza inmortal', sirve para denunciar la profanación médica -como si la belleza moderna no pudiese justificarse a sí misma y debiese refugiarse en el canon indiscutible del cuerpo helénico. Hay una deshistorización del 'Arte' para representar y defender aquellas estéticas que ya definían el estatuto y los riesgos de lo contemporáneo y lo moderno; como si la tradición del 'Arte' no tuviese historia y lo estético en general quedase integrado al canon de la belleza clásica.

Hay, sin embargo, otra lectura posible de esta encarnación helénica de los escritores modernos, que tiene que ver con la imagen del cuerpo masculino. La tradición helénica funciona, dentro de las culturas modernas occidentales, como el lugar donde se verifican las coordenadas de representación del cuerpo masculino. Los griegos fundaron, al menos para el occidente patriarcal y heterosexista, esa cultura homoerótica en la que el cuerpo masculino tuvo dignidad de objeto estético y erótico. Si bien esas coordenadas culturales no rigen en el texto de Silva, la aparición de Baudelaire o Ibsen como un busto griego no deja de tener resonancias alrededor del problema de la representación y la visibilidad del cuerpo masculino. Esos griegos in drag no hacen sino reponer el problema de la postulación del cuerpo viril como objeto (y sujeto) de la mirada estética -precisamente uno de los problemas claves del decadentismo y las retóricas homoeróticas que elabora. En consecuencia, ese paseo de Nordau por el museo griego puede leerse no sólo como escenario de equívocos histórico-estéticos, sino también como el ejercicio de una violencia científica (y heterosexista) sobre una sensibilidad que es capaz de ver estéticamente y eróticamente el cuerpo masculino.

Aún en la complejidad de este paseo siniestro de Nordau al museo, hay algo que parece plantearse claramente: la visibilidad del cuerpo del artista está esencialmente ligada a la enfermedad y su discurso, en un contexto en el que la voz médica parece funcionar como un código interpretativo social y cultural más o menos generalizado. De allí que esta recurrencia del cuerpo visto, o del cuerpo observado, esté en una relación tan estrecha a la lectura y al texto. En el borde del texto, y en su mismo origen, el lector 've' un cuerpo que, bajo una luz médica, muestra su síntoma, o que, bajo una luz estética, posa su síntoma. La inestabilidad entre cuerpo, exhibición y pose, en una tradición en la que, como señala Molloy, "las culturas se leen como cuerpos" y , sobre todo, en un contexto en el que "los cuerpos se leen (y se prestan para ser leídos) como declaraciones culturales" (Molloy, 129), resulta en las tensiones y apropiaciones entre discurso médico y discurso estético. La semiosis política de la pose, siguiendo a Molloy, implica una oscilación permanente acerca de lo que el sujeto 'es' o 'simula ser', es decir, acerca de la identidad del sujeto y sus zonas de reelaboración e incertidumbre (134). El cuerpo funciona así como la materia y la finalidad de esa política que trabaja la visibilidad corporal como un terreno en el que se debaten lugares alternativos y posiciones experimentales para la identidad subjetiva. Entre la pose y el síntoma, los cuerpos que el modernismo da a ver funcionan como ejemplo y origen, a la vez, del despliegue textual: la escritura acompaña, comenta, significa aquello que el cuerpo declara.

En cierto sentido, Nordau en su propio texto, no hace otra cosa sino mostrar una zona de intercambiabilidad entre cuerpo y texto; tal espacio en el que la escritura y el cuerpo se tornan continuos es la degeneración. "Degeneracy -escribe Nordau- betrays itself" (Nordau, 17) puesto que se evidencia a sí misma a través del estigma, esos stigmata que permiten el reconocimiento y la identificación de los degenerados. El estigma es una marca visible en el cuerpo: el cráneo mal formado, crecimientos asimétricos, orejas mal hechas. Pero, sigue Nordau, hay una casta de degenerados más esquiva, aquellos cuya degeneración es de orden 'mental': esos degenerados mentales han producido el arte moderno. Claro que se podría buscar el stigmata físico, o el desviado 'pedigree' genealógico, del artista degenerado, pero no es necesario: la misma obra de arte lo comprueba. La obra funciona así como extensión del cuerpo, como el despliegue del estigma físico: exhibe aquello que declara el status médico del productor. Más allá de lo que 'muestre', la obra de arte moderna exhibe y remite al cuerpo de su autor, da a ver ese cuerpo erróneo que funciona como clave explicativa de la supuesta 'falla' formal. De nuevo, la escena de lectura o de recepción estética en general deja ver, en el límite del 'texto', la aparición del cuerpo del artista: es allí adonde el trabajo formal del arte se dirije y refiere.

Nombrar la enfermedad y el enfermo

Fernández puebla el diario íntimo con su periplo de excesos eróticos y delirios dictatoriales hasta que tiene la visión de Helena. Esa visión lo trastorna, al punto de llevarlo al consultorio del médico. La consulta con el doctor "Sir John Rivington" pone en escena, antes que nada, un juego de miradas sobre el cuerpo masculino. Por un lado, el médico, luego de ser presentadas sus credenciales científicas, aparece como un ejemplar de salud:

La primera impresión que produce mi médico con la frescura casi infantil de sus mejillas sonrosadas y llenas que contrastan con la barba rizosa y gris y la singular vitalidad que revelan sus miradas y los ágiles movimientos de su cuerpo recio y membrudo no debilitado por los sesenta y cinco años que lleva gallardamente, es la de una perfecta salud corporal y mental (283).

Garante de su propia técnica, el cuerpo del médico encarna el ideal del higienismo, combinando la guía espiritual y la dieta corporal que parecen encarnarse en la imagen de Rivington. Ese rostro pleno del médico parece combinar el rol del sacerdote, del padre y del moralista cientificista ante el cual el paciente 'confiesa los pecados contra la higiene'. Fernández, por su lado, se presenta como un "enfermo curioso que en perfecta salud corporal viene a buscar en usted los auxilios que la ciencia puede ofrecerle para mejorar su espíritu" (283). El enfermo 'del alma' es el protagonista de un equívoco: acude al saber científico sabiendo que su salud física es perfecta. Pero en realidad lo que se debate en ese equívoco es el uso del cuerpo, y la relación entre cuerpo y 'espíritu', en un contexto diferente al de la hegemonía del saber positivista (y en el que la religión no funciona ya como un saber autorizado sino más bien como un material estético). El discurso del doctor Rivington apuntará, previsiblemente, hacia la regulación de la sexualidad como técnica fundamental de la salud, física y espiritual. Es el discurso sexual el que establece la conexión, que el discurso religioso ya no puede trazar, entre el cuerpo y el alma -funciona como el terreno en el que se elaboran las relaciones del sujeto con su cuerpo en la era moderna que De sobremesa tan ansiosamente registra. El consultorio del médico es el escenario para que ese discurso tenga lugar.

Si el médico es un ejemplo de su propia práctica, el cuerpo de Fernández aparece como "casi un modelo fisiológico". Tanto el cuerpo del médico como el del paciente rebosan salud, y las miradas registran la admiración recíproca ante el cuerpo muscular, saludable, y (al menos virtualmente) vital del otro. Hay una especie de erotismo de la salud, donde los cuerpos masculinos se observan y se admiran en su vigor, como si la mirada médica se tornara, en cierto momento, regocijo estético y discretamente erótico ante el espectáculo del organismo saludable. La segunda consulta, ahora con el "profesor Charvet" es más explícita: "Ha realizado usted el consejo de Spencer, me dijo, 'seamos buenos animales', es usted un hermoso animal, agregó sonriéndose" (300).

Entre 'bueno' y 'hermoso' hay un salto (no registrado, aparentemente, por el narrador) que ensancha el campo de la observación médica hacia el de una visibilidad estética del cuerpo masculino. El mismo Fernández se describe a sí mismo como un "Hércules, y parece que ese exceso de vigor es la causa del extraño estado en el que me encuentro" (300), como si el escenario alrededor de la observación médica fuese el lugar privilegiado de aparición del cuerpo masculino en su tonicidad viril y en su belleza 'animal'. Ante la mirada de los médicos, el cuerpo masculino parece desplegar, como percepción, la energía viril que lo 'define'. El problema, desde luego, es el uso de esa energía: nuevamente, esta vez con Charvet, Fernández termina hablando de sexo, enunciando una confesión que ya se torna recurrente en su diálogo con la ciencia.

Si el consultorio se convierte, durante estas dos visitas a los prestigiosos doctores, en un territorio discretamente homoerótico donde la visibilidad del cuerpo masculino se conecta a una 'confesión' sexual, y donde estos psicoanalistas avant-la-lettre miran cuidadosamente el cuerpo en lugar de adivinar el inconciente, una tercera visita médica directamente sexualiza la observación. En lugar de esos padres llenos de salud, es un afeminado el que viene a revisar a Fernández. Este 'personaje afeminado' "me auscultaba frenéticamente, dándome golpecitos con los dedos llenos de anillos" (303). El pasaje del homoerotismo a esta otra escena que deja ver un indicio de sexualidad parece requerir la 'feminización' del médico; la tensión erótica que siempre aparece ante la exhibición del cuerpo aquí se realiza bajo la forma del pánico homosexual arrojado a ese médico a la vez dandy y payasesco (y su colega irónico, quien se divierte con la perorata de su "querido colega"). En lugar de la confesión sexual, que aquí se tornaría intolerable, hay un diálogo alrededor de lo fecal: no se habla de sexo sino de purga: "Hay que purgarlo, soltó el esculapio de la cabeza calva, disparando aquella frase como un pistoletazo, y como si se tratara de un caballo" (305).

La representación del cuerpo se trastoca ante la mirada (cuyo estatuto médico se torna desconfiable) del afeminado: el 'hermoso animal' (que, por lo demás, parece literalizarse en el 'caballo') se torna un tubo digestivo con funciones alteradas. El afeminado 'da vuelta' el cuerpo, lo ve desde atrás, y esa mirada justifica el pánico; ese médico no sólo es ridículo, sino que queda absolutamente desautorizado como autoridad científica; su lugar, o su código de representación, es la parodia. Incapaz de determinar un diagnóstico, el médico despliega un largo ejercicio de name-dropping de nuevos nombres de enfermedades, fascinado con el brillo de su jerga: "kenofobia, claustrofobia, misofobia, zoofobia..." Tamaña proliferación, desde luego, deja innominada la enfermedad del protagonista: su cuerpo sigue sin nombre científico.

¿Cuál es la necesidad de esta escena y este médico? El recurso a la parodia permite registrar y expulsar al mismo tiempo una tensión que recorre todo el texto -es, digamos, la 'purga' textual. El escenario homoerótico, que aquí tiene lugar en el discurso y la práctica médica, necesita cumplir con el ritual del pánico homosexual, para que la visibilidad del cuerpo masculino quede libre de zonas ambiguas y de roces y palabras riesgosas. Si el cuerpo masculino deviene, bajo la mirada médica, un 'hermoso animal', la pura corporalidad masculina debe permanecer, cautamente, a distancia metafórica. Ese es precisamente el 'error' del médico afeminado y su compañero: confunden el cuerpo, hablan de él como de 'un caballo', y le recetan "una dosis de sal de Inglaterra, calculada para purgar a un toro de Durham". Caballo, toro: la mirada homosexual desfasa la visibilidad del cuerpo masculino y ve efectivamente un 'hermoso animal' que, bajo la mirada de los otros médicos-Padres, sólo es 'hermoso' en la medida en que conduce al matrimonio, la única posibilidad "capaz de canalizar el instinto sexual" (310).

El pánico homosexual obliga, pues, a un repudio de este médico afeminado que no sólo es ridiculizado sino también desautorizado en su saber: falla el diagnóstico y juega con los nombres siniestros de las enfermedades del fin de siglo. Pero aún en estas condiciones codificadas por el pánico, este médico registra el componente sexual que el texto dispone alrededor de la mirada y la palabra médica; justamente porque parodia, el texto inscribe y expulsa el deseo homosexual, pero no lo borra. El médico afeminado, que aparece fuera del consultorio, encarna aquello que en el consultorio se deja en silencio.(1)

Es significativo que esta desautorización del saber médico, a partir de la falla del diagnóstico, sea similar a la de Nordau, al comienzo. Esos rótulos que Nordau va colocando a las estatuas de los escritores, y que lleva en una caja, tienen el mismo carácter lúdico que el name-dropping del afeminado, y parecen apuntar en el mismo sentido: la distancia y el quiebre entre el cuerpo y el nombre, entre lo que se ve y lo que se enuncia, entre la visibilidad y la representación médica. Los dos representantes del saber médico que el diario de Fernández explícitamente repudia, por la polémica o la parodia, son los que nombran y describen en falso los cuerpos masculinos: los que no ven el cuerpo. Recordemos que en aquel paseo vigilante, Nordau era un "miope" o llevaba gafas negras: el médico es incapaz de ver la belleza de los cuerpos -y cuando la belleza se sexualiza, lo que se ve es un organismo animalizado.

A distancia tanto de la mirada sexual del afeminado y la ceguera de Nordau, el texto de Silva intenta demarcar un espacio en el que el cuerpo masculino permanezca como objeto de contemplación y materia de intercambio homosocial. Ese espacio es el que logra con Charvet, a partir de dos condiciones: por un lado, Charvet confiesa ser "un artista" y no "un hombre de ciencia" ("por eso -agrega- me entiendo bien con usted") (310); por otro lado, y seguramente como consecuencia de lo anterior, Charvet reacciona con asco ante la idea de nombrar, y de dar su nombre, a una enfermedad. "¿Le parece a usted muy entretenido eso de que le den el nombre de uno a una cosa innoble?" (311). Este terreno en el que el nombre propio se reúne con lo innoble, lo enfermo del cuerpo, como si eso 'innoble' no tuviese el derecho a ser nombrado, describe el hacer de la ciencia; el arte es lo opuesto. (2)

Es en el espacio del arte donde la relación paciente/médico adopta un matiz paternal y protector. A medida en que Charvet adopta el tono de un guía personalmente interesado en su salud, Fernández se va convirtiendo en un niño huérfano ("Usted me interesa de veras...Su familia no vive ahora en París, ¿cierto? ... ¿Conque vive usted solo, completamente solo?... Un grado menos de la temperatura normal, dijo mirando el termómetro; el pulso de un niño moribundo") (306). Luego, escribe Fernández: "Parece que el viejo [Charvet] me hubiese cogido cariño" (310). Este encuentro entre 'padre' e 'hijo' se da alrededor del cuerpo insidiosamente enfermo de Fernández, y en un escenario más artístico que médico. Charvet, quien, como vimos, repudia el acto de dar el nombre a la enfermedad, se niega a diagnosticar a Fernández: "Si fuera un charlatán, le diría un nombre rotundamente; inventaría una entidad patológica a que referir los fenómenos que estoy observando, y lo llenaría de drogas..." (307)

Los 'charlatanes' son los otros -el afeminado y Nordau. Ante el espectáculo del cuerpo, Charvet, en cambio, se inclina por el silencio de la palabra médica, deja sin nombre a la enfermedad, y pone en ese espacio una sensibilidad de 'artista' alrededor de la cual médico y paciente se identifican. Y se miran: "[Charvet] Es sensual hasta la punta de las uñas; tiene la pasión de la obra de arte, un gusto exquisito..." (310); más tarde, Fernandez habla de su "voz acariciadora" (348).

Sin duda, la esfera estética está centralizada y organizada por el cuerpo femenino, cuya representación no deja de perseguirse en De sobremesa, y cuyo estatuto es el de una forma íntegramente codificada -el cuerpo de Helena es una reproducción de un cuadro visto en la infancia por Fernández, que a su vez retrataba a la madre de Helena. Y, al parecer, esa referencia al arte funciona como requisito para que ese cuerpo se torne deseable (como en Proust: el cuerpo de mujer amado es únicamente aquel que refiere el cuadro amado). El cuerpo femenino, el objeto 'por definición' de la mirada estética, no es aquí sino una cita que se repite idéntica a sí misma, como una raza de cyborgs capaz de reproducir sus propias réplicas; más que un cuerpo, es un código de representación estética lo que se despliega en esa multiplicación de la 'misma' Helena. Pero, al mismo tiempo que De sobremesa despliega insistentemente esta cualidad puramente representacional del cuerpo femenino como objeto de deseo y mirada, hay una operación menos ruidosa, aunque igualmente insistente, por la cual se sientan las condiciones para mirar estética/eróticamente el cuerpo masculino, no a partir de un código estético previo, sino a partir de una apropiación 'táctica' del discurso de la medicina. La mirada del 'artista' interviene en la hegemonía ciega del discurso higienista de Nordau para encontrar allí un espacio legítimo de exhibición del cuerpo masculino, donde la belleza se funde con la salud, y erotiza el espacio normalizador del saber médico.

Si bien todos los cuerpos aquí se hacen visibles en relación a la enfermedad, hay un rasgo que parece sostenerse alrededor de los cuerpos masculinos: todos exhiben una salud rebosante, y, si están 'enfermos', su enfermedad no tiene nombre -los diagnósticos fallan. Como si el cuerpo masculino expusiera un límite del saber médico, algo que no está al alcance de su representación; en todo caso, se trata de un cuerpo que emerge desde fuera del código estético disponible, y que parece encontrar en el terreno médico un escenario de experimentación y de apropiación. En este sentido, el texto de Silva, que ha sido frecuentemente leído como un texto estéril, parece, sin embargo, estar generando, con más audacia que nuchos otros textos modernistas, nuevas condiciones de visibilidad y de experiencia del cuerpo, y, consecuentemente, nuevas relaciones e identificaciones entre lector y texto, ese espacio moderno en el que el problema de la forma se articula con la invención y reelaboración de lugares de sujeto.

 

Notas

  1. En este sentido, estas escenas entre discurso médico y cuerpo masculino permiten interrogar las tensiones entre literatura y ciencia en el fin de siglo, y que se continúan a lo largo del siglo XX. Si por un lado es innegable que cierta literatura encontró en el discurso científico materiales y figuraciones decisivos para la elaboración de nuevas representaciones, también es cierto que otras búsquedas literarias se constituyeron como contradiscurso del saber médico y del tipo de identidades, actos y culturas que poblaron la identificación científica. El protagonista del discurso de la sexología fue, en gran medida, el invertido, el hermafrodita, el afeminado, lo que quedó magnetizado por la imagen de Oscar Wilde y el decadentismo estético. Ese personaje es, en alguna medida, el que aparece en De sobremesa como parodia del médico y el discurso de la medicina; pero el texto de Silva pone en juego otros modos del homoerotismo que no son aquellos del desplazamiento o la disidencia genérica. Allí, quizás, haya que ubicar esas imágenes helenizantes (que Silva despliega en la visita de Nordau al museo) y las celebraciones del cuerpo masculino, que sin dejar de postular un vínculo homoerótico, lo constituyen dentro de un lazo y un deseo puramente masculino. En este sentido, el espacio artístico estaría permitiendo un tipo de deseo homoerótico constituido alrededor de la masculinidad y que se opone al personaje construido por la ciencia -paradigmáticamente, el 'invertido'. Es, creo, ese espacio el que se deja ver en los consultorios médicos del texto de Silva, en donde se intenta elaborar un nuevo terreno para percibir el cuerpo masculino, y que permite pensar en una tradición de homoerotismo 'masculinista' que resultará más o menos marginal dentro del siglo XX.
  2. Este momento en que se traza la oposición entre el nombre y lo innoble es el que parece estar más cerca del problema retórico alrededor de la homosexualidad, tal como se estaba formulando en los años contemporáneos al texto. 'El amor que no se atreve a decir su nombre' fue la fórmula del silencio y el secreto explícito sobre la homosexualidad; pero además añade la dimensión del nombre propio (que es lo que explícitamente Charvet discute) en el caso de Oscar Wilde, cuyo nombre funcionaba como significante común para referirse a la homosexualidad. Alrededor del nombre propio parece haber un pánico a que quede capturado por la fuerza simbólica de lo 'innoble' y las enfermedades, y por lo tanto, borrado, perdido como tal -exactamente lo que pasó con 'Oscar Wilde', en los años siguientes al juicio, y antes de su legitimación literaria.



Obras Citadas

  • Cohen, Ed, Talk on the Wilde Side. Towards a Genealogy of a Discourse on Male Sexuality, New York- London, Routledge, 1993
  • Molloy, Sylvia, La política de la pose, en Ludmer, J (comp), Culturas del fin de siglo en A.Latina, Rosario, B. Viterbo, 1994
  • Nordau, Max, Degeneration, Lincoln and London, University of Nebraska Press, 1993
  • Rosario, Vernon (ed.), Science and Homosexualities, London-NY, Routledge, 1997
  • Sedgwick, Eve Between Men. Male Homosocial Desire and English Literature, New York, Columbia University Press, 1985
  • Silva, José Asunción, De sobremesa, en Obras completas, Colección Archivos, Madrid, 1990, edición crítica de Héctor Orjuela
  • Villanueva-Collado, Alfredo, "Gender Ideology and Spanish American Critical Practices: José Asunción Silva's case", Translations Perspectives, New York, 1991, nº6, pp.113-125.