Dos
novelas de Sara Gallardo
Escritor
Los galgos, los galgos (1)
“Porque lo bello pasa, porque lo
perfecto muere”
Friedrich Schiller. Nänie
“Una garza levanta vuelo como un ángel que acompaña a su pupilo. Demasiado bella. No mirarla. La belleza excesiva parte el alma.”
La irrupción de la belleza deja sin aliento al narrador. La intensidad de este acontecimiento, su frecuencia, tienen en la novela un carácter determinante. Las consecuencias de tal irrupción se advierten nítidas en la frescura, en la respiración de esta prosa y, sobre todo, en la aptitud del narrador para encantar el mundo, para convertir la experiencia de la belleza en horizonte del relato.
Publicada en 1968, Los galgos, los galgos señala la madurez narrativa de Sara Gallardo. Su destreza para crear personajes y situaciones se hace más compleja y el estilo pone de manifiesto un humor y un lirismo que sólo tímidamente habían aparecido en sus novelas anteriores. Un humor no ajeno al afecto, pero vuelto hacia los usos y los modos que proscriben la espontaneidad. El humor como una forma del buen sentido, de la veracidad, de la modestia.
El amor, la pérdida del amor, es el tema de Los galgos, los galgos. Escrita en primera persona, Julián, su protagonista, nos cuenta algo que ya ha sucedido, que sólo permanece en su memoria. Recuerdos y evocaciones. Vale decir, por un lado, hechos, informaciones del pasado, que nos son referidos puntualmente; por otro, la evocación de ese pasado, un tiempo enaltecido por la memoria.
La tercera parte de la novela es en buena medida una serie de peripecias y episodios muy bien urdidos, no siempre rescatados por el poder de la evocación. Todo el libro, menos ese interludio europeo, tiene el sabor y la intensidad de lo recuperado. La tercera parte introduce un tiempo distinto, un tiempo de aventuras que se suceden sin otro propósito que el de acallar la verdadera memoria.
Tironeado por Lisa –por el amor- y al, mismo tiempo, por su apego a un mundo que considera propio y en el cual Lisa no tiene cabida, Julián queda a mitad de camino.
Acá
está el pecado, Juan Ramos. El gusano se niega a morir como era
su
deber. En ceremonia bendecida por lacrimosos parabienes familiares, y
también por parabienes de la ninfa vieja de Cañada
Grande, primer
espejismo que deformó la imagen de Lisa, y por parabienes del
mitómano calvo, defensor de la hipocresía y de la maldad
oficial
y privada, en esa ceremonia digo, el gusano recibió el bautismo
infernal
para retornar al vientre de la crisálida.
Julián cree descubrir el punto de partida de la desdicha en esta negativa a abandonar el mundo familiar, el mundo de la infancia y de la adolescencia. El deslumbramiento y las consecuencias del deslumbramiento -su propósito de convertirse en un próspero hacendado- reconocen su origen en la visita a Cañada Grande. Durante ese episodio, que él vive como una traición, se hace notorio su regreso a un mundo sin Lisa. La traición, sin embargo, se refiere a sí mismo.
Julián es un espíritu contemplativo, un melancólico: “…me bañaba la melancolía, lo pasaba muy bien.” Ejerce su profesión de abogado en el estudio de su familia de un modo distraído, apartado. Hay una distancia entre él y los otros, entre él y sus actividades, que es una exigencia de su naturaleza y que sólo parece disiparse con respecto de Lisa. A partir de esa distancia, de su desinterés por lo que se conoce como hacer una carrera, de su “sabia pasividad”, le ha sido concedida la posibilidad de amar y de percibir la belleza. Pero Julián se extravía y su extravío, su olvido de sí mismo, lleva ruina y desolación al mundo que lo rodea. La novela describe esa desventura.
El relato de Cañada Grande tiene toda la apariencia de una fábula. Julián, sin embargo, no advierte ni la ambigüedad ni el peligro de esas imágenes numinosas y se deja fascinar por un relato urdido con los sueños y las fantasías de su niñez. Vuelve de la visita convertido en otro hombre, uno que se ignora a sí mismo.
Sus proyectos -las reformas, los extraños, los desvelos del mundo- irrumpen en el campo y no tardan en dar cuenta de ese paraíso. Las Zanjas deja de ser el paisaje encantado de los galgos, el reino del milagroso bañado y de los árboles del monte. Ya nada es propicio, ni los dibujos de Lisa, ni la observación de las aves. Tampoco el amor. Son otros los dioses que gobiernan estas horas y lo hacen con mano de hierro. Las peleas se suceden y la separación toma la forma de un viaje a Europa.
La vida en París es una serie de peripecias de las que Julián es apenas espectador. La trama de su vida se adelgaza, se afina, hasta convertirse en una película llena de movimiento y futilidad. Pocos personajes llegan a conmoverlo: Diego, el pequeño hijo del embajador, Julie, Ramos. Sus amores –desde Elena, adúltera y atormentada, hasta Tamara, su contrafigura- son agradables y letales. Salvo Julie, por quien Julián es capaz de sentir afecto, el resto forma parte de la distracción, del pasatiempo.
Y, cada tanto, el sabor de otros días, el color de otros cielos, la verdadera memoria, la desolada experiencia de sí mismo:
Con desgarrón
que me haría aullar (si no fuera argentino) la flor portentosa
aparece
en mi alma.
La flor azul, la llama del gas en la negrura de la vieja casa de San Telmo, Lisa dormida, su olor en verano, la cabellera trenzada para mayor frescura, el cielo denso y claro, la escalerilla y el tanque de agua hechas de tinta china, el edificio teñido de rosa. Allí se estaba pronunciando una Palabra. Eterna veneración por Ella, muda a mis oídos.
La misma se cernió en silencio fuera de las ventanas, en Morón, cuando todos elegimos la charla para no soportar su sonido inexplicable. El zorzal agregó un punto de oro, llegó el tren, ni las abejas del cerco tenían sentido sin su amor, ella estaba en su casa.
Por último, el regreso a Buenos Aires y la comprobación – siempre sorprendente- de que la vida no se detiene. La búsqueda de Lisa, las revelaciones, el ridículo, la humillación de la memoria.
La vida de Julián ha sabido de la dicha y del amor. Ha sabido también de la fugacidad de esos dones. Los galgos, los hermosos galgos de Las Zanjas, son la imagen misma de esa dicha y de esa fugacidad.
Eisejuaz (2)
“¿Amaste/como/el agua/con
tenacidad?...
Sólo/se llega/a
través/de lo
otro.”
H. A. Murena. El
águila que desaparece
“Tenía dieciséis años, recién casado estaba con mi mujer. El agua salió por el desagüe con su remolino. Y el Señor de pronto, en ese remolino. ‘Lisandro, Eisejuaz, tus manos son mías, dámelas.’ Yo dejé las copas. ‘Señor, ¿qué puedo hacer?’ ‘Antes del último tramo te las pediré.’ ‘Ya te las doy, Señor. Son tuyas. Te las doy ya.’ El Señor se fue.”
Eisejuaz es la vida de un santo.
Es la historia de Lisandro Vega, un indio mataco, llamado por el
Todopoderoso,
visitado por sueños, por la palabra de Dios y por los mensajeros
de
Dios.
La vida de Lisandro, como la de todos los santos, está regida por los dictados del Señor. Este acontecimiento lo aparta del resto de los hombres, que nada saben de esa experiencia. Semianalfabeto, semisalvaje, Eisejuaz, ocupa un lugar marginal en el mundo y vive en la más extrema pobreza. Pero estos apartamientos nada son comparados con la violenta separación que la palabra de Dios impone a su vida. La santidad es algo impropio, algo de otra naturaleza, que irrumpe en el mundo para permanecer en él. Esta irrupción instaura dos órdenes divergentes, un orden santo y otro profano. El mundo trata de protegerse de ese poder que lo llena de estupor.
La misión que se le impone –salvar al Paqui, un desdichado, una carroña- está más allá de su comprensión. Lisandro quiere luchar por la suerte de sus hermanos de sangre, los indios matacos, pero Dios no le pide eso. Dios sólo le pide lo incomprensible.
La
santidad es una
experiencia que pone a prueba la naturaleza humana más
allá de
toda medida. Eisejuaz vive entre
El Paqui, es un vendedor de jabones, un pícaro, casi un arquetipo de lo profano. Eisejuaz deberá servirlo, deberá disolver el desprecio que siente por él. Deberá aprender a amarlo porque sólo el amor puede tender un puente entre lo sagrado y lo profano.
La
vida de Eisejuaz cumple un itinerario conocido por la leyenda y por
los libros sagrados. Es sometido a trabajos y tentaciones y, tal como
quiere la
tradición, a la experiencia del desierto. Hay un solo aspecto en
el que
su historia parece apartarse de los relatos habituales. Eisejuaz no
predica. Su
santidad es, en apariencia, un caso privado. Esta circunstancia vuelve
más desconcertante su conducta y agrava el malentendido que lo
separa
del mundo.
En
cuanto al Paqui, nada cree, nada sabe. Todo lo malentiende. En los
milagros de Eisejuaz sólo ve engaños y simulacros y
también la posibilidad de hacerlo trabajar en un circo, ganar
mucho
dinero y vivir rodeado de mujeres. Sus palabras consiguen, sin embargo,
el
milagro de hacer reír a Eisejuaz. “Esa palabra te fue puesta en
la
boca. Me reí, y el espíritu que llevo se sintió
bien. Me
reí y vi mejor la cara del Señor en el mundo. Aquello que
es
verde, todo lo que es bueno.”
De
la vida en el desierto, de los milagros, el Paqui aprende su propia
lección. Decide presentarse en el pueblo como un hombre santo,
como un
curalotodo, pero la aventura termina con el Paqui abandonado, enfermo,
casi
moribundo. Y otra vez Eisejuaz correrá a rescatarlo, porque
tiene que
cumplir, porque nadie elige y hay que cumplir.
Los
santos como Eisejuaz luchan como toros, caen, se arrepienten, claman
al Señor, vuelven a empezar, pero el Paqui (“pobre Paqui, viejo
querido”) apenas si sabe hacer otra cosa que escuchar la pobre
música que Dios ha puesto en su corazón y correr tras sus
errores, sus desdichas y, sin saberlo, tras su salvación.
Muerto
el Paqui, Eisejuaz se apresta a enfrentar su propia muerte. La
parábola se cierra: “La piedra que fui se ablandó;
dejó libre el hueco. Aquel barro que él fue se
lavó. Ya
cumplimos. Queda el camino limpio.”
La
historia de santidad que refiere la novela ocurre en un ámbito
y en un individuo muy alejado de los modelos tradicionales. La
religión
de Eisejuaz comparte su sacralidad con restos de antiguas creencias
aborígenes. Se trata de un cristianismo muy próximo a la
naturaleza, donde no son imposibles prácticas de chamanismo como
las de
Ayó Vicente Aparicio.
La
presencia de lo sagrado modifica la percepción del tiempo en el
individuo. La vida deja de ser una sucesión lineal y
desconcertante de
minutos, horas y días para convertirse en un camino. Eisejuaz
habla de
“tramos”, espera con ansiedad la confirmación de que ha
cumplido y tiene plena conciencia del sentido de sus pasos.
La novela ha sido concebida a partir de un estilo. Sara Gallardo, apoyada en ciertas modalidades lingüísticas del Norte argentino, crea un habla absolutamente literaria y novedosa. Esta lengua, esta sintaxis, además de su admirable cualidad lírica, tiene la virtud de expresar por sí misma, de un modo implícito, la presencia de un paisaje y de un sentido de la temporalidad. Es un habla que sin necesidad de describir la psicología de los personajes ni el ámbito en el cual ocurre la historia, no permite que los perdamos de vista ni un solo instante. Es a través de la prosa de Eisejuaz que nos instalamos y permanecemos en el mundo de Eisejuaz.
La obra de Sara Gallardo refiere la experiencia de la plenitud, del amor, de la gracia. También del olvido, del dolor, de la pérdida. Historias iluminadas por una aguda percepción de la belleza y de la inexorable fugacidad de las cosas humanas. El narrador narra para salvar el mundo –es la marca del verdadero arte- y la belleza redime, porque “lo bello -como sabía el poeta- es bienaventurado en sí mismo”.
Notas
(1). Todas las citas corresponden a
Gallardo, Sara. Los galgos, los galgos.
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1969.
(2). Todas las
citas corresponden a Gallardo, Sara Eisejuaz.
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1971.