Asunto detectivesco:

 libros prohibidos y formación del canon en el  México colonial

 

 

Gladys Ilarregui

University of Delaware

 

 

Pocos asuntos tan intrigantes y cuidadosamente controlados como la llegada del libro a Nueva España, en medio del clima político y religioso de la nueva colonia (siglo XVI).  Allí tomó lugar una red de ideologías dominantes, regímenes morales y discursos atravesados por lo mundano y lo sacro dentro de esa confluencia experimental entre lo amerindio y lo europeo y en pleno desarrollo de los nuevos imaginarios sociales en Mesoamérica. El control a nivel simbólico e interpretativo transformó a la página impresa y a las imprentas en el blanco para que las regulaciones inquisitoriales ejercieran estricta vigilancia sobre los materiales legibles, que pasaban del plano público al plano privado de la lectura y la interpretación. Por lo mismo, los treinta y cuatro libros prohibidos desde sus cajuelas transparentes en la exhibición de la Biblioteca Palafoxiana (México), nos remontan a una historia compleja de los saberes, las ciencias, las filosofías en su trayecto burocrático y caótico hasta el lector novohispano. La tensión de esas páginas como modelos referenciales de un mundo pugnando por otro enfoque fuera de lo eclesiástico, se hace evidente antes las amputaciones físicas que esos libros sufrieron, en el centro mismo de sus mejores reflexiones o en sus conjuntos gráficos acompañando la palabra escrita. Museólogos, diseñadores gráficos, gente de la alta tecnología para el acondicionamiento climático, becarios y expertos paleográficos intervinieron para originar esta exhibición del acervo palafoxiano, que conmueve por lo que dice de los controles de esa época. El repaso de esos ejemplares damnificados, la voz de sus autores, el trabajo amputado de esos imaginarios resurgió como un rescate único en la instalación: “Libros prohibidos, censura y expurgo” (Puebla, 2004) (1). 


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Desde las transparencias de esas vitrinas varios siglos después, cualquier estudioso de lo colonial reflexiona ante la autoridad de los censores que rayaron esos textos, cruzando las palabras o los cuerpos para evitar el contacto con conocimientos nuevos, con astronomías y teologías o manuales que pudieran sobrepasar el nivel de información autorizado por la iglesia. Sin embargo, ese discurso oficial no llegó a ocultar la pasión del hombre renacentista por cuestionar el universo y representarlo con un inmenso registro de posibilidades desde los clásicos antiguos hasta la frescura de los trabajos de ficción, transparentando una realidad cada día más complicada con la llegada de la imprenta, cuya tecnología dinamizó el comercio exterior libresco y “democratizó” la producción y distribución literaria. Este artículo pues, se localiza cronológicamente en el escenario del México colonial del siglo XVI -siglo dominado por las metáforas de la luz- examinando particularmente la formación canónica a partir de la omnipotencia religiosa y cultural ejercida por el escolasticismo ibérico, cuya “intelligentsia” controló dos públicos: el de los europeos emigrados y el de los indígenas (sujetos en devenir, en perpetuo debate) y sobre todo el contenido de dos literaturas: la transatlántica renacentista y la local indígena.

En ese espacio se desplegó como en pocos momentos históricos el problema de la construcción de una autoridad discursiva de posguerra (post-Tenochtitlán) en una geografía y una pluralidad tribal que fueron un desborde extraordinario para cualquier estratega de la unificación política y religiosa colonial. Mesoamérica bautizada y convertida necesitó un microtiempo diferente para diferentes etapas de evangelización y apoderamiento cultural, de hecho hubo una nahuatlización de los indígenas antes que pudieran acceder al español y al latín de los frailes (de ahí lo importante de retener el conjunto de tiempos paralelos que se desarrollaban en la primera fase de integración cultural) mientras Europa extendía sus nociones más íntimas, el origen de sus problemáticas, en esos libros transatlánticos.

A partir del siglo XIV se reconoce el nacimiento tímido del escritor en lengua vernácula, fundando en ese acto personal su diferencia con el copista. En el siglo XVI con las bibliotecas marítimas, acaso anárquicas,  ingresa la fascinación de un juego de lecturas que pueden transgredir esa autoridad monolítica adjudicada al texto bíblico. Pero hay que recordar que es la religión la primera causa de la llegada de una literatura transatlántica, que con el impulso incansable de una generación ibérica evangelizadora pondría todo su deseo en rescatar de la idolatría y por vías de los libros a esa otra generación de indígenas que necesitaban ser cristianizados (¿desculturalizados?). Fernando Ainsa considera en “Los signos imaginarios del encuentro y la invención de la utopía” que las órdenes religiosas llegaron al territorio americano con el deseo de recrear un paraíso perdido, bajo la implantación de un efectivo programa cristiano, programa que dependió sobre todo de libros catequísticos:

 

el sueño de reforma social, de mejor situación personal y colectiva (en el  sentido de la eliminación idolátrica) se articula una estructura racional de proyectos e investigaciones que permitan implementar el cristianismo y sus efectos positivos (10).

 

Dado que la nostalgia religiosa debía ser estructurada dentro de un modelo histórico vigente, el punto más importante para los frailes misioneros fue evitar las contradicciones a nivel ideológico, de ahí que los libros cristianos presentaban un repertorio de reglas morales y una memoria de rituales que debía prevalecer aún a costa de la drástica desaparición de las literaturas mesoamericanas y de las obras europeas que pudieran despertar algún tipo de desviación espiritual. Estas políticas, se vieron respaldadas cuando el Concilio de Trento (1564) promulgó el Index Librorum Prohibitorum, a partir del cual España elaboraría sus propios índices de libros prohibidos, regularizando la censura ya aplicada por la iglesia, que para entonces había enviado a la hoguera de Paris por orden de la Inquisición las páginas de la Divina Comedia (1318), Moriae Encomiun de Erasmo se prohibió en las Universidades de Paris, Lovaina, Oxford y Cambridge (1512), y las obras de Lutero pasaron por el fuego en la Roma de 1521 por orden del Papa León X. Estos índices (o la burocracia de lo censurado y lo prohibido) se dividían en tres secciones: 1) la que registraba las obras de herejes, 2) se controlaban las obras de autores católicos, 3) las de los autores anónimos. La circulación de libros y el escenario de su prohibición respondía a la misma obsesión de identidad que se planteó con la unidad religiosa de España expulsando a los musulmanes y a los judíos, verificando con el secuestro de ejemplares que se mantendría una misma visión mesiánica del cristianismo y por lo tanto haciendo del lector novohispano, un lector controlado a través de la hoguera y/o el acceso parcial a los textos prohibidos.


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La labor de expurgación en la segunda mitad del siglo estuvo a cargo de Benito Arias Montano ( 1570). Montano controló los contenidos textuales considerados peligrosos mutilando párrafos, capítulos e imágenes que pudieran considerarse contra la moral. Esta acción física sobre los libros, efectivamente fracturó los contenidos totales o parciales de páginas o capítulos enteros, al mismo tiempo produjo un efecto positivo impidiendo la excesiva destrucción de obras, y preservando esos textos a pesar del castigo textual que les fuera infligido. Si casi toda la antigüedad se nos presenta en fragmentos, la vida intelectual de Nueva España resiste la misma característica, sus bibliotecas son incompletas, aciertan a dejarnos entrever que algunos autores piensan, viven y sienten de una manera diferente. Perforan lo monolítico de un saber sacro con otras preguntas, que obviamente no pueden ser abiertas al público que recoge esos libros cuidadosamente leídos y manchados. La iglesia adoptó una serie de criterios para determinar que una obra se expurgase, por ejemplo: la aparición en el texto de oraciones heréticas, las palabras profanas, las palabras de significado u origen dudoso, los párrafos o cláusulas que tuvieran idea de superstición, hechicería o adivinación, las imágenes del cuerpo humano que mostraran partes descubiertas, los escritos o capítulos que ofendieran los ritos eclesiásticos, las oraciones o ritos que hablaran de ceremonias contrarias a los sacramentos. Hechas estas correcciones la portada del libro llevaba la leyenda: auctor damnatus (autor condenado) y junto al título del libro la leyenda: prohibita cum expurgatorio permissa (obra prohibida con el permiso del expurgatorio), es decir, ya corregida. Dentro de este clima de prohibición, la canonización de la literatura colonial sacra presentó problemas únicos. ¿Cómo controlar la lectura privada, su rica imaginería, por oposición a una lectura cuyos referentes estuvieran controlados dentro del catolicismo dominante? ¿De qué manera operar con estos textos con los indígenas cristianos a los que se había sustituido ya la experiencia subjetiva por el léxico cristiano? En el plano desbordante de la administración jurídica e ideológica: ¿cómo lograr que la temporalidad del colonizador se mantuviera fija, perfectamente imitada por el nativo sin los desvíos de una lectura secularizada? La inspección de las naves que llegaban de Sevilla (en esa conjunción nave/libro que marcó la dinámica literaria en el XVI) evidencia que los viajeros europeos habían encontrado su gran pasatiempo: las novelas de caballería. Y que, como Irving Leonard lo recuerda en su libro: Los libros del conquistador, Nueva España se vio sumergida en la más rigurosa y cautelosa agenda libresca religiosa, al mismo tiempo que el humor, la fantasía, lo imposible y lo deseable, llegaba por vías de la literatura popular (2).

La confrontación a nivel de ideologías fue inevitable, porque fuera del discurso religioso se abría la porosidad de un discurso alternativo más próximo a los viajeros que podían recrear esa larga travesía hasta las colonias americanas, matando el tiempo con historias que los representaban. De este modo, una vez que el “caballo de madera”, “el pájaro sucio” o el “rocín” (como se apodaba al cabeceo del barco en el mar) comenzaba a hacer estragos con la población embarcada, entre cajas, barricas y cofres, muchos emigrantes preferían distraerse con la lectura de un libro “de aventuras”. Entre las arrobas de vino, las fanegas de frijoles y garbanzos, las arrobas de pescado seco y cebollas, con una población compuesta de comerciantes ambiciosos, empleados y funcionarios oficiales, la lectura funcionó como un pasatiempo a contrapartida del mar mismo y de las rutinas de navegación soportadas durante varios meses. Los barcos comenzaron a ser el alojamiento predilecto del gusto popular como lo apunta la Inquisición cuando en una visita a la flota de Diego Maldonado encuentra entre los ejemplares prohibidos a: “Amadís, El caballero del Febo, Oliveros de Castilla, Orlando Furioso, etc”. Las autoridades religiosas informan a la Corona de este problema, y de allí se desprende el famoso decreto real, con un pliego de instrucciones de la reina, entregado a la Casa de Contratación de Sevilla el 4 de abril de 1531:

 

Yo he seydo ynformada que se pasan a las yndias muchos libros de Romance de ystorias vanas y de profanidad como son el amadis y otros desta calidad y por que este es mal exercicio para los yndios e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean, por ende yo vos mando que de aquí adelante no consyntays ni deys lugar a persona alguna pasar a las yndias libros ningunos de ystorias y cosas profanas salvo tocante a la Religion xpiana e de virtud en que se exerciten y ocupen los dhos yndios e los otros pobladores de las dichas yndias por que a otra cosa no se ha de dar lugar. Fecha en ocaña a quatro dias del mes de abril de mill e quinientos y trynta y un años, yo la Reyna. (81)

 

Nicolás Rosa en su artículo: “Lecturas impropias”, hace algunas incursiones únicas dentro de la posicionalidad del sujeto lector frente al mundo, desde una mirada que sostiene la página pero también atraviesa los contenidos:

 

¿Cuál es el ojo que sostiene la mirada de la lectura? ¿Cuál es el recorrido del ojo en las páginas que leemos? ¿Cómo nos miran las páginas de los libros que leemos? El camino del ojo por la página es incierto: leemos por razones de tradición alfabética de izquierda a derecha, pero sabemos que la escritura jeroglífica, la escritura del protogriego, la del hebreo, nos obligan a desviar el ojo, y por ende la mirada, de derecha a izquierda, y pasearnos por la página, hacer un barrido, para intentar descifrar los signos allí escritos. (84)

 

Por primera vez la mirada del ojo se extiende a textos que no están organizados bajo una moral monolítica, cuya geografía invita al riesgo no a la pasividad, conjugando el espíritu de desplazamiento que ya se origina en los mismos lectores embarcados y en busca de esos paraísos y esas novedades descriptos en esa ficción. Son los textos que – como hemos visto repetidas veces - alientan la moral de las primeras excursiones al Nuevo Mundo, repiten el sueño de transformación social a través del discurso de narraciones  que abren un mundo caracterizado por lo desconocido y desbordante. Con certeza podemos decir que dos canones coexistieron en Nueva España paralelamente: el de los religiosos emigrados, canon sacro/culto, que llevaba la marca de la modernidad renacentista con las traducciones de los clásicos y la literatura de prestigio (cincuenta autores clásicos de la Antigüedad fueron editados en España en el siglo XVI) y el de los españoles emigrados (canon popular) con su prolífico circuito de lectores y escritores entre los que se encontraba Cervantes Saavedra, que llegaría a México el mismo año de su publicación en 1605. Ambos moviéndose en espirales activas de circulación de materiales y elaborando un corpus sustancial reactivado por vías marítimas. Esa fricción canónica hizo que ni el uno ni el otro pudieran hallar un centro o zona de co-existencia, con  la particularidad de que ambos grupos de producción literaria, habían marginalizado el repertorio gestual y jeroglífico de la memoria indígena mesoamericana, encontrándose el uno como el otro en pleno auge, despachando desde Sevilla las cajas con las obras del infinito decoro o de la imaginación desopilante y expansionista. Los grupos reproductores de esas escrituras en uno u otro ángulo del espectro: los imprenteros europeos, contribuyeron a replegar a la literatura nativa por el desconocimiento que de ella tenían o por considerarla como los frailes una cuestión demoníaca que podía significarles problemas comerciales, poniendo en peligro la carga que de por sí presentaba problemas fuera de la cultura ideológicamente preservada por el clero.

Sobre la literatura nativa hemos estudiado a través de León Portilla, Mignolo, Johansson (3), la variedad riquísima de la expresión mesoamericana, su carácter mimético, celebratorio y los diferentes aspectos de la oralidad narrativa. Noe Jitrik comenta al respecto:
 

Si los europeos creían que las palabras eran instrumentales e indispensables para dar cuenta de la discursividad llamada literaria, en estas tierras las imágenes podían hacerlo puesto que, la noción misma de grafema no existía o difería de la europea: hay un universo de códices – ahorraré la exaltación de esos documentos- que no sólo narran o explican o ponderan sino que indican que existía una plena conciencia de literaturidad, para usar una palabra que parece exponer claramente un rico campo semántico.

Pero no se trata de profetizar “en retro”, ni de volver a lamentar lo que históricamente no pasó, establecer este juicio de existencia sirve, tan sólo, para entender que la lectura que hicieron los europeos de esas extrañas manifestaciones fue de “texto arrasado”, lo que llevo a imaginar que se trataba literariamente de “tierra de nadie” en la que, como en otros aspectos, se trataba de iniciar implantaciones”. (Canónica, regulatoria y transgresiva, 37) 

 

Por lo tanto el escenario no estaría completo al señalar únicamente los dos polos europeos de discursividad literaria, sino también puntualizando que el amplio corpus del saber indígena que se mutiló, quemó, prohibió pasando lentamente después de la Conquista a un estado de transmutación todavía más peligroso (como desestabilizador de su epistemología original), cuando los religiosos toman la oralidad indígena y sus formas épicas del teatro o la poesía nahua para reconvertirlas al aprendizaje cristiano y sus símbolos claves. La oficialidad novohispana copió y adulteró esa matriz indígena para llevar al mesoamericano a la oficialidad de su literatura sacra: el catecismo, los himnos a la virgen, la Biblia. Esas “implantaciones” a las que se refiere Jitrik, tomaron además espacios institucionales: iglesias, conventos, colegios y sirvieron para reforzar un conjunto de normas vinculadas con un programa religioso y para dejar íntegro el canon oficial. Serge Gruzinski en su trabajo: La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492-2019), invita a analizar la colonización del ojo, en una sociedad colonial cuya urbanización y mestizaje requirió una política agresiva a través de la teología icónica para lograr la devoción ferviente de los indios novohispanos, impactados por milagros, apariciones, y otros signos de lo divino que se traducen en tapices, esculturas, crucifijos, y rememoración pictográfica en los libros religiosos ilustrados. Tan intenso resultó este programa, que la impresión de la Biblia y de la literatura religiosa en las colonias formaron parte del “boom editorial” de la Europa católica, superando la  demanda de textos litúrgicos a la capacidad de impresión de libros en la Península, a tal punto que Felipe II en 1564 recurre a la imprenta flamenca de Plantin-Moretus (llamado en España, Cristóbal Plantino) de Amberes, para la edición de nuevos misales y catecismos conforme a los cánones tridentinos de 1564.

Nuevamente conviene recordar que las ideologías que acompañaron la gestación colonial fueron en un mismo sujeto conflictivas. Tal es el caso de Fray Juan Zumárraga que se debatía entre las funciones de inquisidor desde su llegada a Nueva España, al mismo tiempo que defendía a los indígenas. Simultáneamente quemaba sus manuscritos a pesar de las solicitudes de Fray Bernardino de Sahagún y otros misioneros que deseaban estudiar los libros y las pinturas realizadas por los nativos. En 1533-34 Zumárraga el inquisidor – que apoyó tenazmente a Bartolomé de las Casas denunciando los abusos y crímenes de los conquistadores-  fundó la primera imprenta americana en 1538. A través del virrey Antonio de Mendoza y con un impresor en Sevilla, el alemán Juan Croemberg, Zumárraga logra que éste enviase una imprenta a México y a uno de sus oficiales para operarla. Así comienza a surgir un cuerpo editorial dentro del continente sin los inconvenientes y las demoras del transporte en navíos, no pocas veces afectado por la piratería marítima. Esto acelera la reproducción de los volúmenes sacros en páginas en papel grueso, con filigranas o marcas de agua con tipo gótico o semigótico, páginas adornadas con viñetas y grabados en madera. La catequización fue lo que dominó a esa nueva tecnología, con impresionante persistencia pues el mismo Zumárraga, gestor de este proyecto, era un hombre intolerante ante las cuestiones ideológicas indianas y termina quemando vivo en la Plaza Mayor el 30 de noviembre de 1539 a don Carlos Ometochtzin, señor de Texcoco acusado de rendir culto a Tláloc. Este repudio a lo nativo una vez más centra el discurso inquisidor como base de esa experiencia de relación entre las dos culturas porque si bien es cierto que los misioneros acceden a las fórmulas celebratorias prehispánicas y las utilizan para su beneficio evangélico. No deja de ser menos cierto que el indígena reconvierte muchas de estas nociones y se reafirma a través de ellas en lo que era el antiguo mundo religioso con iniciaciones chamánicas y experiencias alucinatorias, desplegando otra vez el plano de una divinidad circular. La quema de Ometochtzin, por idolátrico, se corresponde con el caso del segundo impresor mexicano Pedro Ocharte quien en 1574 fue encarcelado y torturado por otra acusación inquisitorial. Como señala Irving Leonard hay que recordar el poder inmenso de la iglesia operando en muchas ocasiones en conflicto directo con el estado: el arzobispo y el virrey no necesariamente convergían en la manera de llevar los asuntos de la colonia, aunque casi siempre la iglesia triunfara en estas gestiones:

 

El poder y la riqueza de la Iglesia habían ido en aumento desde la conquista, y sus jefes, que por lo general duraban en sus cargos más tiempo que los virreyes, resistían invariablemente y con éxito la intervención de las autoridades seglares en sus negocios. La iglesia estaba haciéndose de vastas propiedades, a tal extremo que Felipe II ordenó a Enríquez en 1576 que le rindiera una detallada información sobre las fincas controladas por el clero, y que prohibiera a éste toda nueva adquisición. No podía esperarse que semejante comisión sirviera para mejorar las relaciones entre el ala seglar y el ala eclesiástica del gobierno.  (166).

 

Al tener en cuenta estos factores podemos comprender mejor las contradicciones dentro de una misma personalidad misionera. Una intersección de poderes jugaba un papel primordial para asegurar en el territorio conquistado la incuestionabilidad católica, regulando a través de la maquinaria inquisitorial los potenciales peligros de libros que proyectaran un lado más secular y acaso más renacentista del que la iglesia de ese momento (bajo el modelo medieval) pudiera admitir. Y aún todo esto no cierra otra arista, desde donde se podría medir las contradicciones y conflictos de la época, porque debe pensarse que las órdenes religiosas sufrían entre ellas rivalidades que condujeron a no pocos juicios y debates dentro del marco cultural que se buscaba construir en Nueva España. El brillante programa religioso no pudo impedir la competencia humana entre las órdenes que difundían el uso de la escritura y la lectura alfabética, y sin embargo sus propios intereses se veían confrontados en el plano de lo local colonial, y en respuesta directa con sus superiores en España.

Por ello los libros y las escrituras (sagradas y seculares) fueron el centro de un drama humano profundo, en la medida que diferentes poderes necesitaban diferentes contactos con el indígena subyugado, y con las familias de colonizadores que debían recapturar la España que se dejaba atrás. Un trabajo fundamental cubriendo el drama libresco de ese momento, es el emitido por el Archivo General de La Nación en México: Libros y libreros del siglo XVI, cuyo director Luis González Obregón muestra en sus seiscientas páginas, las tribulaciones que debían pasar los que llevaban a cabo el comercio de libros en Nueva España. No se trató nunca de un simple trámite de comercio exterior a las colonias, sino que todo lo que implicaba palabra impresa llevaba consigo el signo de una ideología y por lo tanto los cargamentos estaban sujetos a la sospecha. Los testimonios, las traducciones, las audiencias, los juicios inquisitoriales formaron parte del gran despliegue burocrático para ejercer ese control. La documentación inquisitorial mantuvo su fidelidad al dato, creando listas de cajas de libros o  memorias de cajas “caxas”, como en el caso del registro del cargamento de Benito Boyer, de donde aquí reproduzco el listado parcial de una de las cajas, aparecido en el estudio de Obregón:

 

CAXA No. 4

 

2   Biblias de Vatablo de las grandes. Becerro.

1.      Opa. Bernardi, 4o Venecia. Becerro.

1        Refranes del Comendador Griego. 12o badana

2        Obras de Garcilazo y Mena. 12o badana

1        Oraciones espirituales de Fray Luis. 12o badana

2        Content Mondi. 12o badana

1        Cuestión y Cárcel de Amor. 12o badana

2        Agricultura. Fo.badana

1        Conclusiones de Santo Thomás. 8o badana

(p. 265)

 

 

En forma transatlántica, resulta muy interesante observar la complejidad de estos tráficos de libros y las intersecciones de lectura que se dieron sin un circuito “puro” de transferencia entre libros y lectores, las mujeres españolas fueron las primeras transgresoras de esa censura creada por la Iglesia. Hay un registro, el de Santa Teresa de Jesús (1515-1582) que en el segundo capítulo de sus datos biográficos confiesa su pasión por las novelas de caballería según nos comenta Irving Leonard, Teresa de Jesús confiesa:

 

Yo comencé a quedarme en la costumbre de leerlos [los libros de caballería] …y parecíame no era malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque escondida de mi padre. Era tan en estremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento (33).

 

Leonard señala además que Don Cristalían de España una novela de caballería fue escrita por una mujer, Beatriz Bernal publicada por primera vez en 1545. Esta escritora del Valladolid del siglo XVI, resulta ser realmente “osada” si comprendemos la poca importancia que se le daba el enseñar a leer y escribir a las doncellas, las únicas por otra parte que podían esperar este privilegio ya que las mujeres pobres estaban condenadas al analfabetismo al igual que los hombres. Esta escritora se conoce en parte por el reclamo que hace su hija, Juana de Gatos, para reimprimir la obra de la madre, unos cuarenta años después de ser escrita. Por inferencia, no sería extraño pensar que algunas emigradas españolas en el México colonial transgredieran las prohibiciones de sus padres y maridos, secuestrando y leyendo a escondidas una literatura popular desbordante para la sencilla vida de colonia novohispana. Georges Baudot recuerda en: La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II. Siglo XVI que el flujo de mujeres españolas haciendo el viaje americano fue alentado desde la Corona:

 

 

La proporción de mujeres españolas que partían hacia América no dejó de aumentar a lo largo de todo el siglo XVI. De alrededor del 5,6% de los viajeros en el período 1493-1519, pasan a ser el 6,3 % de los viajeros en 1520-1539 y el 16,4% entre 1540 y 1559 (20)

 

Si la sensibilidad femenina pudo tener contacto con esas narrativas populares no lo tenemos registrado, pero cabe la posibilidad de que esto fuera algo posible. Por otra parte, el auge de las ficciones aventureras fue tan rotundo en el siglo XVI en México que la casa de Cromberger en Sevilla, produjo muchas ediciones de obras pequeñas (¿libros de bolsillo?) siempre intentando cubrir las demandas del mercado americano en materia de libros de caballería y comenzando a ofrecer traducciones de obras originalmente escritas en francés. No solamente las novelas de aventuras sino también de carácter sentimental atrajeron a los colonos como la obra  Selva de aventuras reeditada una cantidad de veces durante ese período. Jacques Lafaye (4), a propósito del auge de la narrativa de caballerías y la analfabetización del siglo XVI, comenta:

 

Se sabe que los analfabetos formaban coro en torno de un lector que leía de pie y en alta voz un capítulo tras otros, día tras día. Los conquistadores de América llevaron estos libros, que todavía no se decían “de evasión”, en sus barcos y sus mochilas. El boom editorial (a escala del tiempo) de la literatura de fantasía: novela, teatro y en menor grado poesía, no se explicaría si no fuera por la extensión del “público lector” más allá del  mundo restringido de reverendos, maestros y letrados. (61)

 

La literatura popular encontró un espacio que estaba fuera de la religión e instaló en América las primeras bases para una formación de futuros escritores novohispanos, trayendo en los barcos una parte de la sed del siglo europeo por romper con lo local, con un lenguaje que no tenía que ver con la teología, la filosofía o la ciencia, y cuyas ediciones podían comprender aquellos que no eran “ latinos”, es decir, los que comprendían el latín, que movía la mayor parte de la diplomacia pontificia, y cuya jerga litúrgica era manejada por una audiencia privilegiada y reducida. 

 He propuesto que existían dos cánones paralelos: un canon culto y un canon popular con una marginalidad sustentada por la literatura indígena destruida o prohibida (5) hasta que el siglo XVII produjo una formulación que podríamos llamar contra canónica por vías de los escritores criollos, rememorando el pasado de la nobleza indígena. Es muy importante, sin embargo, dentro del canon culto abrir una inclusión, y se trata de los libros cuya influencia del Renacimiento italiano fue muy visible en la Península y que formaron parte de la valiosa exportación a México. Así los clásicos profanos de la antigüedad grecolatina viajaron en los barcos como parte del caudal prestigioso de la audiencia culta: Homero, Plutarco, Virgilio, Cicerón, Ovidio, Marco Aurelio, Terencio y el popularísimo Ariosto todos entraron a la nueva colonia. Y otro tanto lo hicieron poetas, dramaturgos y místicos, algunos de los cuales formaron parte de la mejor herencia española circulando a pesar del Santo Oficio, en pleno diálogo con la sensibilidad de los lectores emigrados y aculturados, quienes veían en el modelo clásico un conjunto ideal de saberes y de curiosidades.

Las literaturas indígenas oralizadas en México a diferencia de los códices quemados o exportados para la venta a coleccionistas europeos, sufrieron a su vez dos procesos alternativos: la cancelación drástica o la adulteración al Occidente, pero en una segunda fase el rescate etnográfico (Sahagún) y la producción letrada de la memoria indígena esta vez en castellano, reinstalaron parcialmente el esplendor de ese cuerpo de conocimientos y prácticas simbólicas. Las estrategias de producción literaria criolla fueron muy diferentes a las del conjunto literario pre-contacto y el orden de esa memoria respondía a otras cancelaciones (por ejemplo, la vida fuera de los grupos de poder en Mesomérica quedó editorializada desde un montaje de la clase guerrera y poderosa con la traducción de nahuatlatos cultos). Jitrik piensa que cuando se produce una formulación contra canónica respaldada o no por un poder, se produce una domesticación de sus efectos y un reforzamiento del orden, en forma renovada. Lo que los mexicanos hoy sostienen de la polución de sus publicaciones: “ publicar para controlar”, el libro puede responder a otro enmascaramiento, a un simulacro de la marginalidad, intentando recuperar vestigios de una vida prehispánica, encubriéndola, sin embargo, en los mecanismos reguladores de ese texto (hasta cierto punto Sahagún y su maravilloso Códice Florentino, responden a estas características).

En medio de un mundo oceánico transportador de imaginarios, de una vida de la lectura regulada por el Santo Oficio, en el tráfico y la intersección de esos materiales expurgados o confrontados con la iglesia, en pleno territorio novohispano se estaba produciendo una escritura, por parte del grupo secular emigrado. Dice Jitrik al respecto:

 

En los primeros textos que se escriben, ya sea en lo que se ha convenido en llamar el descubrimiento y la conquista, ya sea inmediatamente después, tienen el carácter impresionista del testimonio epistolar- sólo indirectamente canónico o por lo menos de una convencionalidad laxa que tolera cierta espontaneidad- o de la crónica del acontecimiento recién ocurrido. Esto quiere decir ante todo que la retórica, como gramática del canon, como ordenadora en géneros de la producción de escritura, no sólo no operaba sino que carecía, sobre todo, de sentido.

Se presenta de este modo un paralelismo entre la confusión de las primeras miradas y el modo turbulento de la escritura, como si en su espacio propio, liberada a sus propias fuerzas, la escritura hubiera debido responder a lo que estaba sucediendo.” (34)

 

Pasada esa primera etapa y en plena regulación colonial, Jitrik piensa que comienza un estadio de “relaciones ambiguas” con la literatura peninsular culta, que es lo que se refleja posteriormente en los autores criollos. Con lo cual, volviendo a las metáforas de la luz de la teología implantada, en esa transparencia que quiso presentar el canon, ocurrieron procesos de repliegue, de mestizaje, de convulsión a nivel de la lectura y de la escritura colonial, sosteniendo dos geografías y tal vez una tercera – desde el plano religioso- ese locus imaginario, ideal para el cual se crea un programa de implantaciones simbólicas religiosas. El hecho más importante – a mi parecer- al observar la representación de la hoguera de la instalación de la Biblioteca Palafoxiana, no fue enfrentar lo inevitable, sino comprender que históricamente las prohibiciones abren paso a otros caminos paralelos para la producción imaginaria y que, las ideas tachadas, borradas, agredidas culturalmente encuentran nuevas páginas y nuevos libros, en el mismo estado de lo colonial y su capacidad de multiplicar fantasías y obsesiones, desde el principio de las cartas marítimas al rey hasta una producción elaborada con fines estéticos propios y en otra fase de desarrollo y asentamiento colonial.

 

 

Notas

 

(1). La exposición temporal de “Libros prohibidos: censura y expurgo en la Biblioteca Palafoxiana” se llevó a cabo entre Julio 2003-Enero 2004 en Puebla, México. Alejandro Eliseo Montiel Bonilla, Subsecretario de Cultura, fue el coordinador del proyecto. En el acervo palafoxiano se encuentran autores de renombre que fueran censurados durante el siglo XVI, tales como Erasmo Desiderio de Rótterdam, Nicolás Maquiavelo, Miguel de Cervantes censurado por la inquisición portuguesa y  Michel de Nostradamus cuya Centuria astrológica, fue censurada por considerarse supersticiosa.  Las imágenes que acompañan este texto pertenecen al catálogo que la Biblioteca preparó, en el marco de excelencia que caracterizó ese trabajo de equipo para exhibir las amputaciones  textuales de esas obras coloniales.

 

(2). Un referente clásico hoy es la obra : Los libros del conquistador de Irving Leonard, a fin de poder comprender el complejo intercambio de la redacción real con las colonias en el tráfico de libros populares y cómo éstos fueron instrumentales en los relatos de testigos de primera vista en la colonia, al mismo tiempo que constituyeron un espejo donde el lector podía identificarse con el héroe narrado.  Leonard analiza paso a paso el espacio simbólico del conquistador español y sus referentes en las obras de ficción favoritas que lo acompañaron en la exploración del Nuevo Mundo, desde ese punto central para el comercio libresco que fue Sevilla.

 

(3). León Portilla y Walter Mignolo han creado insuperables estudios para acercarse a la complejidad de las literaturas indígenas colonizadas. Johansson como discípulo de Portilla ha desarrollado también estos temas recientemente. Mignolo en su libro The Darker Side of the Renaissance presenta un maravilloso despliegue de la materialidad de la escritura en las culturas indígenas. El repaso del legado de los materiales de códices de permite a través de las iconografías retomar el contexto social, religioso y educativo de esas poblaciones amerindias.

 

(4). En  Albores de la Imprenta. El libro en España y Portugal y sus posesiones de ultramar (siglos XVI y XVI), Jacques Lafaye  ha recogido un maravilloso historial de la imprenta europea, las condiciones financieras de esos establecimientos, la relación entre el impresor- el autor- el librero. Desde el origen de esos textos caligrafiados que a veces se tardaba hasta dos años en copiar, Lafaye investiga el negocio editorial surgiente en torno a los receptores de esos trabajos y nos introduce a las dificultades por falta o mala calidad del papel, de los copistas, y la importancia que representó para la Iglesia la creación de la imprenta, que se correspondió con un programa cristiano pragmático en las colonias. Por ese control libresco sabemos que, poco antes de morir el siglo XVI en  1573 se hizo un inventario de los libros en la biblioteca del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco,  bajo la ordenanza del papa Gregorio XIII con un decreto de expurgación de los libros sospechosos de heterodoxia. Gracias a esa ordenanza, se sabe que la biblioteca tenía 227 títulos, 225 en latín (privilegiando la lectura de las elites aculturadas) y 20 en español. De Santiago de Tlatelolco sale impreso en 1579 la Retórica cristiana de Diego Valdés, primera obra de autor criollo que fuera exportada de América a Europa. 

 

(5). La formulación de este trabajo surgió a propósito de un encuentro organizado por Sara Castro-Klarén en John Hopkins University en Junio 2004 investigando las formaciones canónicas desde la colonia hasta nuestros días en la literatura latinoamericana. Ese valioso foro sirvió para investigar algunas cuestiones que no había originalmente surgido en mi trabajo. La tesis aquí expuesta en cuanto a las formulaciones canónicas de la colonia mexicana se nutre sin duda de las conversaciones con mis colegas de la Benemérita Universidad de Puebla y con los mismos bibliotecarios palafoxianos, que fueron siempre diligentes, profundos e interesantes en sus comentarios a partir de este capítulo de las prohibiciones que hicieron de los libros objetos detectivescos e inquietantes. En un contracanon personal, he incluido críticos latinoamericanos contemporáneos necesarios para rever algunas cuestiones canónicas, o los pliegues de la escritura y la lectura en cualquier época después de la implantación alfabética del siglo XVI. 

 

 

 

Obras consultadas

 

Ainsa, Fernando. Del canon a la periferia: encuentros y transgresiones en la

literatura uruguaya. Montevideo: Ediciones Trilce, 2002.

 

___________ .  “Los signos imaginarios del encuentro y la invención de la

utopía”. Utopias of the New World. Anna Housková and Martin Procházca, editors. Praga: Institute for Czech and World Literature, 1992.

 

Baudot, Georges. La vida cotidiana en la América española en tiempos de

Felipe II. Siglo XVI. México: Fondo de Cultura Económica, 1995.

 

______México y los albores del discurso colonial. México: Ed. Patria, 1996.

 

González Obregón, Luis. Libros y libreros en el siglo XVI. México: Archivo

General de la Nación, 1914.

 

Gorak, Jan, ed. Canon vs.Culture. New York: Garland, 2001. 

 

Gruzinski, Serge. La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade

Runner” ( 1492-2019). México: Fondo de Cultura Económica, 2001.

 

Jitrik, Noé. “Canónica. Regulatoria y Transgresiva”. Dominios de la

literatura. Acerca del canon. Susana Cella, editora. Buenos Aires:

Losada, 1998. 19-41.

 

_______The Noé Jitrik reader: selected essays on Latin America

Literature. Durham: Duke University Press, 2005.

 

Lafaye, Jacques.  Albores de la imprenta. El libro de España y Portugal y sus

posesiones de ultramar ( siglos XV y XVI). México: Fondo de Cultura Económica, 2002.

 

Leonard, Irving A.  Los libros del  conquistador. México: Fondo de Cultura

Económica, 1996.

 

Mignolo, Walter.  The Darker Side of the Renaissance. Literacy,

Territoriality & Colonization. Ann Arbor: The University of Michigan P., 1995.

 

Rosa, Nicolás. La lengua del ausente. Buenos Aires: Editorial Biblos, 1997.