El viaje modernista: la iniciación narcótica

de la literatura hispanoamericana en el fin de siglo.
 
 

Hugo M. Viera
Smith College


[A] thousand accidents may, and will interpose a veil between our present consciousness and the secret inscriptions on the mind; accidents of the same sort will also rend away this veil [. . .]
De Quincey, Confessions of an English opium-eater  
El debate en la crítica literaria sobre los procesos de adopción, asimilación, apropiación y adaptación de la cultura hegemónica (particularmente la cultura francesa) por parte de los escritores modernistas de fines del siglo diecinueve y principios del veinte todavía persiste. ¿Es este aspecto del llamado "modernismo" un caso de colonialismo, de aseveración de la otredad y secundariedad hispanoamericana, o un franqueo del portal de la cultura hegemónica para participar activamente en la producción literaria mundial de la época? Como modo de franquear la organización binaria de colonialismo y los procesos de transmisión cultural en que la discusión del modernismo se ha visto imbuida durante la mayor parte del siglo veinte, propongo un análisis de la dialéctica de la experiencia de la droga en la literatura modernista. Particularmente discutiré los conceptos de traducción y reproducción como lugares de enunciación de un subgénero literario poco estudiado en la crítica literaria del modernismo: la literatura de la droga.

Dentro de un marco orientalista europeo, la droga constituye un lugar de producción que inicialmente aspira a permanecer fuera de los límites narratológicos de la cultura hegemónica. Sus inauguradores en el canon europeo, Thomas De Quincey y Charles Baudelaire, fundamentan su constitución dentro de la lógica de la "confesión" (o en términos actuales: el testimonio) y la lírica, la cual constantemente apuntala la precariedad de las bases de la narrativa: el colapso de los marcos organizadores de la subjetividad y el lenguaje. Sin embargo, la droga inevitablemente se inscribe dentro del contexto hegemónico ya que literal y no metafóricamente su entidad radica en el consumo y participa en el sistema de intercambio de significaciones constituidos por el estado. En esta oscilación entre el colapso y la recuperación (de subjetividades, significaciones, límites, etc.) se erige la experiencia de la droga como un prisma que refracta el curso de la literatura hispanoamericana fuera de los parámetros de la integridad nacional hacia una escena global, y a su vez fragmentada, de escritura.

Por otra parte, el carácter fragmentario, e iconoclástico, de la droga radica en su resistencia a ser fijada como eslabón dentro de la concatenación de significados elaborada por el discurso hegemónico, en este caso el discurso orientalista decimonónico. Dicha resistencia no sólo se aducirá en la textualidad modernista sino que adquiere rigor académico en la concepción de la imposibilidad de la clausura de definición significativa que los estudios posestructuralistas han enarbolado desde la segunda mitad del siglo veinte, y la cual irradia consecutivamente del estudio seminal de Jacques Derrida sobre el pharmakon en "La farmacia de Platón." En resumen, la droga, o el pharmakon, según su antigua significación griega de tanto veneno como remedio, introduce una dosis de lo "indecidible" al espacio literario. Tras su análisis filológico, Derrida concluye que la naturaleza del pharmakon es volátil e irreducible, conclusión que análogamente confiere luego a la crítica pos-estructuralista. Por ejemplo, el pharmakon, en su encarnación de la cicuta, mata a Sócrates, y este acto a su vez representa la muerte de la figura del padre, de la memoria y de la oralidad. No obstante, esta ausencia entonces permite la aparición de la escritura de Platón, la cual funciona como remedio ante el olvido.

Por lo tanto, el pharmakon anula al Logos, mas simultáneamente abre un espacio donde se multiplican los canales de producción e interpretación. Abre los límites antes circunscritos al lugar de la enunciación original, diseminando así los procesos de significación. Aquí reside la ambigüedad del pharmakon: éste consiste de cierta inconsistencia, cierta impropiedad, de una no-identidad-consigo-mismo que siempre le permite volverse contra sí mismo (Derrida 119). Para Derrida el pharmakon representa movimiento, juego (proceso lúdico), locus de la producción de diferencia (127). Es un medio donde concepciones diametralmente opuestas se yuxtaponen y coexisten en fértil tensión. Por consiguiente, la experiencia de la droga abre un espacio en la literatura del modernismo por donde penetran otras subjetividades, espacios y temporalidades, y su análisis permite vislumbrar una ruptura en el proyecto literario de las naciones hispanoamericanas a fines del siglo diecinueve y principios del veinte.

Rito de iniciación: los escritores modernistas y la droga

París, 1845. Es una lluviosa noche de invierno y los caballos de los carruajes chapotean enfangados a través de las laberínticas calles de la metrópolis. Toques de puerta en clave, invitaciones misteriosas: todos, envueltos por el viento y la oscuridad, llegan por separado al Hotel Pimodan en la Ile Saint-Louis. Es una noche del sábado y el club se reúne hoy como todos los meses. Primero la contraseña y la pupila cautelosa que inspecciona a través de la ranura en la maciza puerta de madera; luego, tras pasar por este velo de misterio, se entra a un santuario de luz, de lujo, de arte. En el vestíbulo del hotel uno se encuentra frente a los ojos centinelas de la esfinge que resguarda fieramente la escalera que asciende majestuosamente al salón donde se haya reunida la bohemia parisina: se encuentran el doctor Moreau de Tours, Theòphile Gautier, Honoré de Balzac y Charles Baudelaire (sentado en una esquina, ansiosamente esperando la oportunidad para apoderarse de una porción y escaparse para gozarla en soledad), entre otros escritores, pintores y bohemios que se preparan para comulgar de la sagrada hostia del "Club de los Asesinos": el hashish.

Alrededor de cuarenta años más tarde, hacia mil ochocientos ochenta, los jóvenes escritores de Hispanoamérica comulgan de esa misma hostia en un rito de iniciación en el campo de la cultura y las letras. La experiencia de las drogas representa un viaje de iniciación de la literatura hispanoamericana que la saca de su posición homogénea como instrumento que colabora en la consolidación del Estado, y la sumerge en ese multifacético, y a su vez ilusorio y transitorio, eje espacial y temporal donde se yuxtaponen diversas tradiciones literarias y culturales: "la modernidad."

Doris Sommer indica en Foundational Fictions que entre 1850 y 1880 las naciones hispanoamericanas se consolidan a través de novelas que proyectan sociedades civiles. La ficción representa un movimiento centrípeto en el cual héroes y heroínas nacionales se unen en íntimos lazos familiares, representando así actos sublimes de fundación de un Estado nacional (15-16). No obstante, a partir de los ochenta, ya consolidados, o fracasados, los proyectos nacionales a través de la novela, los escritores jóvenes adoptan un modo lírico de representación que descentra la ficción, y el lenguaje, y la disemina en fragmentos. Es decir, el poeta en un movimiento centrífugo saca la literatura nacional de su cauce mediante un "viaje" iniciático. La literatura se inicia no en un orden familiar—en el sentido de algo conocido y filial—sino en uno individual y de desfamiliarización. El sujeto literario no se ve reflejado en la visión clara e ideal de la nación íntegra sino que su percepción se altera y se disemina en la fragmentación de la experiencia narcótica.

Por su parte, este acto de iniciación implica un proceso de eliminación o exclusión establecido por una estructura de poder vedada a los ojos del público. También la iniciación como rito o acto teatral pone en escena el colapso del sujeto para ser reconstituido en una nueva subjetividad tras un proceso de aprendizaje de los valores re-codificados. Análogamente los escritores modernistas recobran la literatura del sector público en el sentido de que dejan a un lado el proyecto de inclusión valorado por las narrativas de orden nacional. Este acto a su vez revalora la exclusión como principio estético y transporta la literatura al sector privado donde las narrativas ya no están al servicio del orden dominante de la nación sino a una multiplicidad de órdenes registrados por el albedrío individual. Sin embargo, esta acción provocó una ola de resentimiento que todavía no ha alcanzado su orilla en la crítica literaria.

"Los artistas del fin agitado de este siglo," indica el escritor colombiano José Asunción Silva en un ensayo periodístico de 1894 ("La torre de marfil"), "son una especie de mandarines. Sus obras de arte no son hechas para ser entendidas por la multitud y apreciadas por ella, sino para un círculo cada día más restringido de iniciados, de sacerdotes, de oficiantes" (117). Los escritores modernistas crearon un círculo intelectual centrado en sus prácticas de lectura de escritores europeos y norteamericanos, escritores situados fuera de los límites língüísticos y nacionales. Gwen Kirkpatrick en su estudio The Dissonant Legacy of Modernismo indica que estos escritores y artistas, crearon su propio club y cerraron las puertas de su jardín de las delicias al público en general, invitando sólo aquéllos que fuesen iniciados, aquéllos que conociesen los códigos secretos para descifrar los ritos misteriosos del proceso poético (15). Este elitismo, este gesto de exclusión del dominio de la escritura, es la causa por la cual el modernismo ha sido tildado de aberrante facción de escritores escapistas que no aceptan ni reflejan la realidad en su poesía (Kirkpatrick 23).

El modernismo como instante de ruptura en la periodización de la literatura hispanoamericana es un punto de intersección donde se conjugan una serie de fuerzas contradictorias que generan un sistema de diferencias: el hermetismo/el conocimiento colectivo, la introspección/la expansión, el escape/la permanencia, los límites/el centro, la ficción/la realidad, el interior/el exterior, la ebriedad/la sobriedad, el iniciado/el lego. La penetración de la diferencia en la escritura vacía las antiguas categorías, los binarismos anquilosados, para darle nuevas significaciones a la textualidad mediante un proceso de cuestionamiento. A su vez, dicho cuestionamiento requiere de alteraciones en los modos de percibir la realidad y sus relaciones a la ficción. La interrogación de estos modos de representación consecuentemente conllevan un desplazamiento del eje tradicional de la literatura; la saca de sus especificidades espacio-temporales para inscribirla dentro de flujos socioculturales alternos.

Entonces, ¿qué correlación existe entre este cuestionamiento, o ruptura, y la experiencia de las drogas? Por un lado, el "género literario" de la experiencia de la droga, cuyos actos fundacionales residen en las Confesiones de un opiómano inglés (1821-22) de Thomas De Quincey y Los paraísos artificiales (1860) de Charles Baudelaire, ha creado una cultura de la droga. Es decir, estos textos fueron rotundos éxitos de venta que llegaron a definir la concepción popular de la experiencia narcótica, e hicieron —o, muchos críticos así lo temieron— que sus lectores experimentaran con el opio y el hashish. La experiencia se vio así definida a priori por la literatura en un giro cervantino ya que el lector buscaba experimentar lo que había leído. En otras palabras, la literatura se convierte en un rito de iniciación del lector.

En un movimiento simultáneo, y no exclusivamente anterior, la textualidad de la droga se generó en la cultura occidental gracias a la expansión colonial y mercantil de los países de Europa, quienes comenzaron a establecer nexos comerciales globales, específicamente con India y China, a principios del siglo XIX. Esta globalización económica puso en contacto al público europeo con dos nuevos agentes de transformación individual: el opio (en forma de láudano) y el hashish. El consumo de estos productos conllevó una nueva experiencia en la cultura europea que luego se tendría que traducir al espacio de las letras para, como argumenta Edward Said en su estudio del discurso y el campo del orientalismo, poder subordinar su otredad dentro del discurso oficial: "[…] the Orient needed first to be known, then invaded and possessed, then re-created by scholars […]" (92). A pesar de este proceso de subordinación, este circuito demuestra el hecho de que la experiencia de las drogas transforma de cierta manera los modos de producción y consumo literarios. La textualidad de la droga no sólo produce un contacto con una otredad sociocultural (el árabe, la fumería de opio, el drogadicto, etc.) y ontológica (visiones, disyunciones cognitivas y lingüísticas, etc.) en el lector mismo sino que, como rito de iniciación, produce una escisión ontológica en el cuerpo de lectores en Hispanoamérica. Crea una estratificación de los lectores basada en filiaciones sujetas a transgresiones de límites socioculturales.

Según indicara Asunción Silva en la última década del siglo diecinueve, la experiencia de la droga introduce un juego de diferencias dentro del público lector en general: los iniciados frente a los no iniciados. Howard Fraser estudia en Magazines and Masks: Caras y caretas as a Reflection of Buenos Aires, 1898-1908 la reacción del público frente a la producción artística de fines de siglo mediante una selección de artículos que aparecen en dicha revista porteña. (1) El concluye que el público veía despectivamente al artista y al escritor a fines de siglo; eran considerados artesanos sin disciplina, bohemios mal vestidos, inclinados a la recepción de la inspiración poética por medio de las labores de la casualidad, las drogas o la tecnología (211). Este juicio se aduce claramente en una tira cómica de un tal Giménez que apareció bajo el título "Las bellas artes del siglo presente" en el número 118 de la revista —incluida en el texto de Fraser— donde se representa al poeta sentado frente a su máquina de escribir y enmarcado por dos elementos: una pipa de opio encendida en sus labios que se proyecta hacia el frente; y, una máquina de shock eléctrico, asida a su cuello, que se proyecta hacia atrás. Por consiguiente, podemos aducir que en esta época se percibe la localización de la "nueva" poesía entre la máquina de voltaje eléctrico (posible referencia al monstruo de Frankenstein como producto de la ciencia fuera de control racional) y la droga. No es "Arte" como inspiración divina, sino como derivado de la instrumentalización teratogénica de la modernidad.

Gracias a la droga el artista ya no es un genio, un ser marcado por un don divino, sino un estrato más en la escala social que utiliza la tecnología para modificar el terreno somático del sujeto en la producción de su arte. Según este planteamiento, la estética de la modernidad conjuga tres elementos: la tecnología, la experiencia narcótica y la reproducción del arte. Esta coyuntura vislumbra el temor público ante la experiencia narcótica ya que ésta representa un "suplemento peligroso" que suplanta la inspiración poética divina pero siempre llamando atención a su cualidad secundaria; suplanta al original introduciendo la diferencia inherente del simulacro. (2) El uso de la experiencia narcótica por el artista no es sólo una violación de los preceptos higiénicos del estado sino una burla o desafío al poder de Dios, el que otorga el don divino de la inspiración poética. Según esta representación popular de fines de siglo, la escritura no se produce en el espacio que existe entre la mente universal y la imaginación individual sino en el espacio artificial de la alteración voluntaria de los sentidos. Esto resulta problemático para la concepción del lector debido a que tendría que realizar un rito de iniciación, fuera de los parámetros tradicionales de la experiencia de la lectura, para poder descifrar a fondo los nuevos códigos artísticos.

La reelaboración de los códigos artísticos en el siglo diecinueve europeo encuentra su gesto fundacional en la doctrina poética de las "correspondencias" de Baudelaire. Esta imagen de la infusión de sensaciones corporales al orden de las palabras corresponde al proceso sinestésico de la poesía, el cual tiene filiaciones a la experiencia narcótica. Dicho proceso se convirtió en un rito de iniciación para los poetas europeos de mediados del siglo XIX, según indica Alethea Hayter en Opium and the Romantic Imagination (152). Hayter expone que la confusión mental producida por el hashish es la causa del efecto poético de la sinestesia (152). Es decir, la experiencia narcótica afecta los sentidos corporales, y esta confusión sensorial se inscribe en la imaginación del poeta. Luego, el poeta traduce esta experiencia que reside en su memoria al espacio poético. Así establece Baudelaire en el poema "Correspondencias," que aparece en la colección Flores del mal (1857), su ars poetica: "Como ecos distantes en alguna tenebrosa unidad,/ Perfumes y colores están mezclados en extrañas profusiones,/ Vastos como la noche se mezclan inextricablemente/ Con mares perturbados y con las ilusiones del alba" (l. 5-8; traducción mía). Baudelaire en su poesía remueve los límites impuestos por el discurso de la medicina entre los sentidos y los yuxtapone hasta el infinito: "Teniendo la extraña expansión de cosas infinitas" (l. 12). Esta reestructuración de la realidad conlleva la creación del nuevo lenguaje poético de la modernidad. Todos los sentidos del cuerpo se entremezclan en armonías plásticas, dando así pie al simbolismo del siglo XIX. El proceso creativo deja de permanecer en el espacio de la emociones románticas, y atraviesa la materialidad del cuerpo y sus sentidos , inyectándose así con nuevos estímulos. Con este texto Baudelaire establece una tradición poética que será apropiada por los modernistas.

Esta apropiación se hace evidente en el poema largo Las pascuas del tiempo del poeta modernista uruguayo Julio Herrera y Reissig donde se conjuran la presencia del poeta francés y su innovación poética en la siguiente estrofa de la sección "Canto de los meses": "Octubre, el Rey dandy, canta de las blondas/ que en el aire dejan dulce de fragancia,/ del beso que ritman las formas redondas/ que atesoran opios y magias de Francia" (l. 105-108). En este poema se llevan a cabo tres procesos: el primero localiza un nuevo punto de enunciación poética que es el poeta-dandy; el segundo recorre el inventario de los lugares comunes que conforman el imaginario modernista —las fragancias, los opios, las magias y la conjunción de elementos concretos como el beso que riman con formas abstractas en un proceso sinestésico; y, por último, establece una filiación territorial con la capital cultural del momento, Francia. Por consiguiente, el espacio poético de la droga —"el tesoro del opio"— provee a los jóvenes modernistas de cierto capital para llevar a cabo una re-conceptualización de la tradición poética hispanoamericana anterior. No obstante, el consenso crítico ha enfatizado que dicho proceso meramente constituyó la copia de una tradición exterior al contexto hispanoamericano, acusándolo así de frívolo, decadente y escapista. El sujeto literario entonces se ha transformado de un individuo que se consolida, siguiendo las teorías de la literatura hispanoamericana decimonónica de Summer, en sus relaciones con la familia y el estado —hipóstasis de la nación— a un ser estético, un dandy, que viaja por las cavidades interiores de su imaginación.

"The aesthetic man […] ," señala Harold Bloom en su artículo crítico "Walter Pater: The Intoxication of Belatedness" para un número especial del Yale French Studies que gira en torno a la intoxicación, "accepts the truths of solipsism and isolation, of mortality and the flux of sensations, and glories in the singularity of his own peculiar kind of contemplative temperament" (173). La experiencia narcótica provoca una reconcentración psíquica tan intensa en el sujeto que el mundo a su alrededor desaparece mientras que el flujo de sus sensaciones llena la escena de la escritura. El fluir de la conciencia, la pérdida del ego en el laberinto interior generado por la narcosis, se transforma en una experiencia estética con valor intrínseco. Así lo manifiesta Baudelaire en Los paraísos artificiales: "Puesto que las proporciones del tiempo y del ser son completamente trastornadas por la variedad multiforme de los sentimientos y la intensidad de las ideas de uno. Se puede decir que muchas vidas están atestadas en el ámbito de una hora. Pues, ¿no se parece uno a una novela fantástica, que se vivificará en vez de ser escrita?" (traducción mía; 52). La interioridad del sujeto se transforma en texto, y esta transformación representa uno de los cambios introducidos al campo de las letras hispanoamericanas por el modernismo. La experiencia narcótica produce un desplazamiento de un punto de referencia en el mundo exterior a un viaje dentro del cosmos mental del sujeto.

Este acto de iniciación de la literatura hispanoamericana al viaje interior del sujeto se representa en el poema en prosa "El humo de la pipa" de Rubén Darío, publicado en 1888. El acto de fumar, el acto de inhalar la droga, funciona como una especie de sifón a través del cual el texto se adentra hacia sí mismo, llevando consigo al lector. El acto oral de chupar la pipa de opio representa una transformación de la textualidad ya que cada vez que el sujeto inhala la pipa, exhala un texto de humo diferente. La bocanada de humo representa un telón fantasmagórico en el cual se proyecta el texto alucinante: "Y todo se disolvió con la tercera bocanada, como telón de silforama" (Balladares 118). Lo que entonces vemos son las imágenes que pueblan la mente del sujeto. Se proyecta al exterior, al telón del texto, la interioridad mental del sujeto. Por consecuencia, el sujeto se desplaza instantáneamente de una territorialidad a otra en el espacio "virtual" de la mente. Esta desaparición de límites le permite yuxtaponer visiones sexuales y religiosas, remedando la tradición mística, y exponerlas a la superficie textual mediante su mirada interior.

Por otro lado, el viaje al interior de la subjetividad alterada por la droga abre la textualidad hispanoamericana al espacio de los sueños. No hay espacio más liberador para explorar la terra incognita de la psique que los sueños. No obstante, éstos no corresponden como en la antigüedad a premoniciones, alegorías o revelaciones divinas. Los sueños no constituyen una copia deformada que ilustra alegóricamente la vida del sujeto, como en el teatro barroco de Calderón de la Barca, sino una experiencia estética. Los sueños contaminan la vigilia del ser, desdibujando así los límites entre la realidad y la ficción. Esta duda ontológica entonces previene una conceptualización totalizante de la literatura. Este espacio onírico iniciado por la experiencia narcótica se aduce en el cuento "La pesadilla de Honorio" (1894) de Darío. El acto de ingerir una droga no es explícito porque entramos directamente al espacio onírico del sujeto. Aunque no lo mencione el texto claramente alude a los lugares comunes de la literatura narcótica: "¿Dónde? A lo lejos, la perspectiva abrumadora y monumental de extrañas arquitecturas, órdenes visionarios, estilos de un orientalismo portentoso y desmesurado […] ¿Cuándo? Es en una hora immemorial [sic], grano escapado quizás del reloj del tiempo […] ¿Cómo y por qué apareció en la memoria de Honorio esta frase de un soñador: la tiranía del rostro humano?" (Balladares 211). El soñador al que se refiere Darío es De Quincey, de cuyas Confesiones proviene la frase: "la tiranía del rostro humano." (3) Mediante esta incorporación de la textualidad de De Quincey Darío se inscribe dentro de la genealogía narcótica e inicia la representación del espacio onírico como experiencia estética en la literatura hispanoamericana.

Esta pérdida de la subjetividad en el interior psíquico es liberadora. Resulta en un escape de la memoria, de la tradición. Mas acarrea el potencial de revertirse contra sí misma y transformarse en una "cárcel imaginaria": la adicción. Esta imagen de la "cárcel imaginaria" proviene de un grabado de Giambattista Piranesi titulado "Carceri d’Invenzione" que impactó mucho a De Quincey, y a otros escritores románticos como Coleridge, según se manifiesta en sus Confesiones. Esta imagen de las cárceles imaginarias se asocia a la adicción en la medida en que De Quincey las describe: "the […] power of endless growth and self-reproduction" (330). La adicción representa la circunscripción de la subjetividad a un espacio que constantemente crece y se auto-reproduce a su alrededor hasta desconectarla totalmente de la realidad y de su fuerza vital, restándole cualquier valor estético y literario, dada su incapacidad de participar en un sistema social de intercambio de significaciones.

Por consiguiente, la inscripción a la cultura de la droga implica la representación de un nuevo sujeto literario en Hispanoamérica: el adicto. Como toda pose, el adicto se presta a ser imitado como cualquier otro "tipo" literario. Este fenómeno se debe a que la singularidad en la modernidad ya no reside en una diferencia ontológica sino en un juego de apariencias: "The quality of being distinctive or singular is no longer strictly a matter of class or ontological difference; it is a matter of appearance or rhetorical style: ontology as fashion. The consumptive femme fatale, the undernourished poet, the dandy, or the bohemian, all familiar types of this nineteenth-century trend, are recognizable by their appearance, which is both distinctive and eminently imitable" (Clej 167). Por consiguiente, la capacidad de reproducción de esta posición del adicto representa una resquebradura en el discurso hegemónico: la posibilidad de una crisis de la higiene pública. Esta pose representa un problema socio-cultural en la modernidad. Muestra el otro lado de los grandes proyectos modernos de urbanización, mecanización y profesionalización de los distintos segmentos de la sociedad. El adicto suplanta el sistema capitalista de consumo de bienes de larga duración por la droga, la cual provee no un sentido de propiedad sino un cambio temporero de conciencia (Lenson 28). No participa de dicho intercambio económico sino que establece un circuito alternativo: los modos de producción y consumo de la adicción se convierten en un sistema auto-referencial que "suplantan" los parámetros del orden dominante.

¿Será entonces posible la admisión del autor-adicto al canon literario? Es socialmente aceptable que el autor sea un alcohólico ya que el alcohol no tiene el estigma social de las drogas. O, que sea un visionario, un místico, porque esto conlleva una esfera oculta, divina, que apela a las emociones románticas e ideales del ser humano. Mas la adicción es un acto anti-social y solipsista donde el individuo se separa del resto del cuerpo político. Representa un exceso que se sale fuera de los límites morales establecidos por el discurso hegemónico. El régimen social se preguntará qué nos podrá iluminar un sujeto que ha perdido su fuerza de voluntad y su integridad física, psicológica y ética ante el poder de la droga. Si el autor es un adicto, la voz que llega al lector, se dirá la sociedad, no es la del sujeto, sino la voz sofística y corruptora de la droga.

Por otra parte, si triangulamos al adicto y a la escritura modernista mediante el vértice de la experiencia narcótica, salta a la vista nuevamente ese elemento de la desconexión de la realidad que ha sido tan criticado en el modernismo. Además, el riesgo de que el autor sea un adicto representa un envilecimiento del capital cultural. En esta hipóstasis del autor y del adicto hallamos la conflación de dos esferas opuestas: la alta, siendo la figura del autor representante de la alta cultura, y la baja, siendo el adicto un representante del margen. Resulta un golpe tan rotundo al status quo esta unión hipostática del autor y el adicto ya que representa un vacío en el centro: el margen, el "exterior suplementario," invade y penetra el centro, socavando su andamiaje retórico, exponiendo así las fallas, las diferencias, en su sistema de jerarquías. (4)

Esta amenaza de la adicción contra el ejercicio literario se manifiesta claramente en el poema en prosa de Baudelaire "La cámara doble," traducido en 1890 por el escritor cubano Julián del Casal para el diario La Discusión:

¡Horror!, ¡yo me acuerdo!, ¡yo me acuerdo!, sí; esa estancia, ese albergue del estío eterno, es el mío. Mirad los muebles vulgares, empolvados, rotos; las tristes ventanas en que la lluvia abrió surcos en el polvo; los manuscritos raspados o incompletos … En este mundo tan estrecho, pero tan lleno de asco, un sólo objeto conocido me sonríe; la redoma de láudano, una vieja y terrible amiga y, como todas las amigas, ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones [...]. (énfasis mío; Prosa 255) El sujeto regresa del paraíso del olvido provisto por el opio y percibe el desgaste que le rodea tras días o meses de abandono. Entonces Baudelaire se pregunta, ¿de qué le sirve al poeta la percepción de lo eterno mediante el poder de la droga, si lo que le queda tras el viaje son sólo "manuscritos raspados o incompletos"? El peligro de la droga básicamente reside en su capacidad misma de generar ficciones. La droga disloca el eje temporal y espacial del sujeto en un acto de simulación, dejando entrar así nuevos espacios y tiempos que suplantan categorías de lo "real." Así lo proclama del Casal en "La canción de la morfina" (1890) donde la voz lírica radica en la droga misma: "Yo venzo a la realidad,/ Ilumino el negro arcano/ Y hago del dolor humano/ Dulce voluptuosidad" (l. 61-64). Esta anulación de lo "real" en la re-creación de un doble cuestiona las nociones de originalidad y descendencia. Es decir, problematiza la trayectoria lineal y progresiva que fundamenta la concepción histórica del ser. Positivamente, el estado alterno de la droga transgrede los límites epistemológicos establecidos al crear un circuito hermenéutico alternativo. No obstante, la fuerza centrípeta de la narcosis puede resultar en un fenómeno de circularidad. El sujeto se mira reflejado en el proceso de desdoblamiento de la experiencia narcótica, se enamora de su reflejo y se ahoga en el río del olvido. La "traición" de la droga radica entonces en la voluptuosidad del dolor humano, el placer en el auto-análisis. El viaje al interior puede alcanzar un estado patológico donde el sujeto —obsesionado con su propia psique— pierde totalmente conexión con una referencia exterior y se envuelve en sí mismo en un acto de narcisismo.

Análogamente, podríamos decir que la literatura resulta adictiva ya que funciona como un recurso a través del cual el sujeto intenta una y otra vez satisfacer sus deseos y re-inventar su subjetividad mediante un desplazamiento constante del eje temporal. Sin embargo, dada la insuficiencia de tanto la droga como el lenguaje de fijar permanentemente una visión totalizante de nuestra condición, el sujeto continúa acudiendo a estos paliativos de su realidad hasta llegar al desgaste, ya sea del cuerpo adicto o del lenguaje. En este momento de colapso el sujeto se desintegra o se interna en un sanatorio para recuperarse exento de la droga, y la literatura se examina a sí misma para librarse del discurso gastado y adoptar otra máscara en un proceso de renovación constante. De manera similar, los modernistas presentan las primeras tentativas de experimentación lingüística y de representación en la literatura hispanoamericana, catalizadas por la droga, que luego se desarrollarían, sin la presencia concreta de la misma, en los movimientos de vanguardia a partir de la segunda década del siglo veinte.

En fin, la experiencia narcótica inicia la literatura hispanoamericana de fines de siglo XIX a una serie de distintas máscaras del sujeto literario. El poeta-dandy, el adicto, el poeta maldito, el criminal (aunque la droga aún no era ilegal tenía una fuerte estigmatización social) y el científico son máscaras conjuradas por las diversas voces de una literatura alucinada que está poniendo a prueba sus propios límites. Además, en la transgresión de estos límites se penetran nuevos espacios de escritura por donde atraviesa el sujeto errante, alterado por la droga. A su vez estas máscaras y estos espacios requieren de modos de expresión diferentes para poder representar estos estados alternos de la realidad, que luego se convertirán en palimpsestos de movimientos literarios sucesivos.

Este marco de descentración que acarrea una discusión de la experiencia de la droga en la textualidad modernista abre un intersticio en la crítica a través del cual se diseminan nuevas interpretaciones sobre este locus de producción literaria y cultural. Es decir, la narcosis descentra el eje de percepción, causando así la dislocación de límites establecidos: subjetividad/objetividad, interioridad/exterioridad, internacional/nacional, natural/artificial, entre otros. El sujeto alterado se enfrenta a la incertidumbre de categorizar lo "real." El fármaco entonces inicia tanto al sujeto como al lector al sentido indecidible de la ficción, intoxica el lenguaje de representación, inyecta una diversidad de tradiciones literarias y culturales al corpus textual hispanoamericano y reproduce espacios y procesos de escritura que transgreden los límites conocidos de representación. En fin, la droga es una matriz generativa de "las ficciones de la modernidad." Su aparición en la textualidad modernista coincide con una iniciación a nuevos espacios de representación, nuevos sujetos literarios y nuevos modos lingüísticos. No obstante, esta iniciación se consolida precariamente en una "conciencia de la droga." Los escritores jóvenes modernistas, en su búsqueda de lo "moderno," adoptan y adaptan este espacio como una novedosa fuente de capital lingüístico y cultural. Ellos rompen el velo nacionalista mediante una serie de "viajes" al territorio seductor de la narcosis. Por su parte, dichas incursiones literarias se articulan en afiliaciones a las que he demarcado como dos de los límites de la "farmacografía" (5) : traducción y reproducción.

El reverso deslustrado del espejo: traducciones y reproducciones

En su deseo de fomentar un nuevo sistema de referencias fuera del monolito organizador de la nación hispanoamericana decimonónica, con sus obvios nexos a los orígenes castellanos de la metrópolis previa, los escritores jóvenes hispanoamericanos de fines de siglo se sumergieron en el ámbito internacional mediante la lectura de escritores europeos y estadounidenses: Thomas De Quincey, Charles Baudelaire, Théophile Gautier, Edgar Allan Poe, entre otros. No obstante, este gesto no se limitó a mero ejercicio de lectura sino que se convirtió en un acto de traducción y en una estrategia de apropiación cultural. Por ejemplo, Asunción Silva tradujo el poema "Humo" de Gautier; mientras, Julián del Casal tradujo en 1890 para el periódico La Discusión unos poemas en prosa de Baudelaire: "La invitación al viaje" y "La cámara doble." Es notable que estas traducciones giren en torno a la experiencia narcótica y que constituyan puntos de partida de sus propias producciones textuales. Sin embargo, algunos críticos las han descartado como meros ejercicios juveniles de poetas adolescentes. Por ejemplo, Oscar Montero en Erotismo y representación en Julián del Casal considera el poema "La canción de la morfina" (1890) de dicho poeta una "versión bastante mecánica de la sinestesia baudelaireana" (57). No obstante, estos textos derivativos (traducciones o versiones) nos permiten interpretar la operación de la traducción como rito iniciático para los escritores hispanoamericanos en los albores del nuevo siglo y de la modernidad.

La novedad de estas voces poéticas provenientes de Europa, de la metrópolis cultural, provocan una dislocación de la tradición poética nacional. Se establece un culto de lo nuevo. Las voces nacionales —el gaucho, el indio, el criollo, el cautivo— del romanticismo se ven suplementadas o sustituidas por los "ecos" de voces extranjeras. El eco del original es el efecto intencionado de la traducción, según indica Walter Benjamin en su ensayo "La tarea del traductor": "La tarea del traductor consiste en encontrar esa Intención en el lenguaje al cual está traduciendo, que produce en él el eco del original" (énfasis original; traducción mía; 76). Podemos ver el acto de la traducción no como una mera sustitución lingüística sino como una metempsicosis de la intención de la obra literaria. Como todo culto requiere una feligresía, estas voces encontraron sus seguidores, sus imitadores, sus "copias," en el continente hispanoamericano, provocando así lo que algunos denominaron una crisis de la originalidad: "Modernismo has most often been seen as a movement of dependence, as a group of poets who looked to Europe, especially France, as a source of inspiration. Many have even seen this movement as a trend based in imitation, as mere translation from one literary culture into another" (Kirkpatrick 19).

El modernismo ha sido estigmatizado como mera copia de la cultura europea, especialmente de la francesa, sin ningún aporte original a las letras nacionales. Esta estigmatización se corrobora en la producción de textos críticos que colocan el modernismo dentro de una percepción de recepción pasiva de la cultura francesa: Le Modernisme hispano-américain et ses sources françaises (1966) de Marie-Josèphe Faurie y La influencia francesa en la obra de Rubén Darío (1966) de Erwin K. Mapes. Es decir, el modernismo ha sido percibido como mera traducción de otra cultura. Sin embargo, podemos enfrentar este estigma contra sí mismo para generar una nueva interpretación crítica. Benjamin propone que el gesto de traducción implica una renovación del lenguaje. Esto se debe a que el lenguaje tiene que ensanchar sus propios límites para poder avernirse a la "otredad" del lenguaje original (74-75). Por consiguiente, la traducción implica una desterritorialización del lenguaje y de la cultura para entrar a un nuevo espacio de escritura.

"Una traducción," indica Benjamin, "en vez de asemejarse al significado del original, debe incorporar amorosa y minuciosamente el modo de significación del original, haciendo así que ambos el original y la traducción sean reconocibles como fragmentos de un lenguaje mayor, justamente como fragmentos que conforman una vasija" (traducción mía; 78). Justamente al traducir textos europeos, especialmente franceses, las letras hispanoamericanas dan un salto modernizador ya que entran en el heterogéneo espacio lingüístico y cultural de la modernidad, rompiendo así con el monolito del lenguaje nacional. Mediante la traducción, acto de dislocación de la tradición, se abre el canon para introducir nuevas doctrinas poéticas y artísticas: "A distinguishing feature of modernista aesthetics is the inclusion of all the arts in theories of artistic creation" (Kirkpatrick 38). Esto se aduce, por ejemplo, en la traducción y la consecuente apropiación de Julián del Casal de Baudelaire, el cual establece el orden poético de la sinestesia que revolucionó la poesía europea decimonónica. Mediante este acto de ingestión literaria, la diferencia penetra el canon literario hispanoamericano y éste se abre a nuevas influencias o doctrinas que se diseminan rápidamente. En un movimiento aparentemente contradictorio, los modernistas excluyen la base democrática de los lectores en sus países de origen, mientras incluyen diversas fuentes de capital cultural provenientes del extranjero.

Esta inclusión modernista de teorías diversas sobre la creación artística se evidencia en el hecho de que Darío, siguiendo los pasos de Baudelaire y de De Quincey, explora la posible relación entre la imaginación y la experiencia de las drogas. Me refiero específicamente a dos artículos publicados en La Nación en 1913 y recopilados en El mundo de los sueños de Angel Rama: "El onirismo tóxico" y "Edgar Poe y los sueños." En la obra periodística de un autor, dado que supuestamente no es un espacio de ficción, muchos críticos insisten en ver atisbos biográficos y por lo tanto creen justificados ciertos juicios sobre la figura del mismo. Mi interés no es el uso de las drogas por Darío en su dimensión personal de por sí —prácticamente imposible de verificar— sino el hecho de que se interesara en la experiencia narcótica y sus posibles repercursiones en la función imaginativa: "The interest of the judicious reader will not attach itself chiefly to the subject of the fascinating spells, but to the fascinating power" (De Quincey 338).

En el primer artículo, Darío básicamente ofrece al lector un vistazo de la bibliografía clínica y médico-literaria sobre la experiencia narcótica producida hasta entonces, recorriendo los textos del Dr. Roger Dupouy sobre los opiómanos, Baudelaire y Charles Richet. Desde el comienzo Darío asocia la experiencia narcótica con la ficción: "Muchos son los que juzgan, por cuentos y decires, que la ingestión del opio, ya sea comido, bebido, o fumado, causa un sueño delicioso poblado por halagadoras y sensuales visiones, una especie de entrada al paraíso mahometano. Y cuántos no han buscado esa fuga al placer imaginario, huyendo de los dolores de la vida real y cotidiana" (175). La experiencia narcótica se ve, por un lado, rodeada por una ficción: "los cuentos y decires"; aduciendo así la ambigüedad inherente en la experiencia narcótica, dado su carácter y efecto tan subjetivo. Por el otro, representa una forma de desplazamiento de lo cotidiano, efecto que la literatura siempre busca. No obstante, podemos aducir un cambio en la posición de Darío frente a la droga. Mientras que en su poema en prosa "El humo de la pipa" (1888) Darío la utiliza para iniciar al lector hispanoamericano a un nuevo espacio de la ficción, ahora en 1913 establece una posición más ambivalente frente a ésta. Esta diferencia podemos localizarla en dos circunstancias: por un lado, en el eje temporal de la obra de Darío; por el otro, en el eje espacial de la misma obra. En otras palabras, en el primer caso, la droga funcionó como una categoría de iniciación no sólo del sujeto literario sino del lector en la obra juvenil del escritor; utilizó su novedad para abrirse paso en el campo de las letras hispanoamericanas. Sin embargo, hacia el final de su carrera, Darío da más peso en su escritura a los daños que la misma ocasiona. En el segundo, la diferencia radica en los distintos espacios de la escritura: ficción vs. periodismo. Mientras que en el primero el escritor se puede esconder bajo la máscara del narrador, el periodismo aboga por la autenticidad del discurso. En ese caso, un dictamen demasiado favorable a la droga estigmatizaría al escritor periodístico como adicto, restándole autoridad a su propio discurso.

Por otra parte, Darío encuentra los orígenes del acto de ingerir drogas en una marca de diferencia, en un punto de diseminación del cuerpo. Por un lado indica que el estímulo artificial no es más que un simulacro que se queda corto del verdadero extásis: "Ninguna sustancia ni licor produce en el ánimo la sana euforia de un estado sano de todos los órganos, sobre todo de los nervios" (175-76). Si el estado corporal es íntegro, si el cuerpo está en perfectas condiciones, no existe la necesidad de acudir al uso de drogas. Sin embargo, una vez que la diferencia estigma el cuerpo, se abre un intersticio por donde entra o se hace presente la experiencia narcótica: "Yo bien conozco casos en que la urgencia de un excitante ha tenido por causa la timidez nerviosa, el decaimiento cerebral, o la violencia de un dolor neurálgico, como en el caso de Quincey [sic]" (176). Es decir, la experiencia narcótica está asociada con un acto de ruptura que disyunta la integridad del cuerpo físico y textual. Por lo tanto, es un acto transgresivo que abre los límites de las prácticas discursivas al servicio de la constitución de la nación: la medicina, la legalidad, la religión, la literatura, etc. Al traer el cuerpo a la superficie del texto, o sea al traducir el terreno somático en el espacio literario, la droga revela y cuestiona los valores paradigmáticos que lo constituyen como unidad fundamental de toda nación.

Por lo tanto, el acto de incorporación de la droga, ya sea metafórica como la traducción de esta experiencia o literal, re-define los límites de las categorías de lo que se considera ficción y establece un orden diferente de significaciones. Esta re-organización se aduce en "El onirismo tóxico" de Darío, el cual sirve como una introducción a una serie de artículos dedicada a Poe y a las relaciones entre la experiencia narcótica, los sueños y la creación literaria. En "Edgar Poe y los sueños" Darío manifiesta una clave importante para entender esta re-codificación de lo ficticio mediante la experiencia de la droga: "Me parece muy justa la observación de Dupouy, de que la intoxicación no creó nada en Poe, y que sus visiones sobrenaturales no le han aparecido, sino porque estaba preparado, desde hacía tiempo, desde siempre; sin embargo, sin el influjo de los excitantes no hubiera adquirido lo anormal, lo raro, lo ultradiabólico o lo superangelical que se desborda en algunos de sus trabajos" (énfasis mío; 183). Nuevamente reitera la idea, planteada por Baudelaire y otros, de que la droga no tiene la capacidad de crear talento sino que la misma sólo intensifica características ontológicas del sujeto. No obstante, la experiencia narcótica saca al texto de sus marcos convencionales —genera nuevas dimensiones espaciales y temporales, nuevas imágenes, nuevas asociaciones lingüísticas, nuevas subjetividades— y establece una diferencia: lo anormal, lo raro, lo demente. Es decir, la droga quizás no altere radicalmente al sujeto, mas desafía los límites impuestos por el orden hegemónico que define la normalidad, concibiendo así límites alternos (ultra-, super-).

En fin, la inscripción a un orden literario "moderno" requiere de un proceso de traducción. El modernismo rompe con la tradición literaria anterior al establecer conexiones con otras lenguas, otros preceptos estéticos, otros espacios y otros patrimonios culturales. Estas nuevas conexiones se elaboran en un espacio internacional y cosmopolita. La ciudad y el sujeto urbano presentan localizaciones de conflaciones de diversas influencias. Es precisamente en la ciudad donde el escritor hispanoamericano empieza a profesionalizarse a fines del siglo XIX. El modernismo y el periodismo van cogidos de la mano en esta época de transición, en un proceso de democratización del campo letrístico hispanoamericano —según la tesis que Angel Rama arguye en Las máscaras democráticas del modernismo. El escritor pierde su estado aristocrático y tiene que ganarse la vida vendiendo su escritura. Tiene que hacerla apetecible para el consumo de las masas. Consecuentemente, para capturar la mirada de miles de lectores que recorren el espacio laberíntico de la ciudad tiene que lanzarse en busca de lo nuevo, de lo que le estimule las sensaciones del lector insaciable de noticias. Por lo tanto, el escritor modernista lee, traduce y establece nuevas genealogías literarias que residen fuera del espacio nacional para fomentar nuevas prácticas de lectura. Este proceso acelerado de información requiere entonces de una especie de sistema, una escuela o movimiento de traducción. En otras palabras, podríamos argumentar que el modernismo —concomitante a la mecanización del sistema de consumo del proyecto de la modernidad— acarrea consigo una mecanización del proceso de escritura.

La sistematización de las vías informativas de la sociedad finisecular —la incipiente proliferación de medios masivos de comunicación— requiere de cierta manera de la mecanización de la mirada: cámaras fotográficas, la prensa y el cinematógrafo. La "máscara democrática" del modernismo lleva un ojo electrónico que percibe una multiplicidad de espacios y sujetos ya que dicho proceso de democratización consiste primordialmente de la inclusión —al opuesto de un proceso imperativo de exclusión mediante categorías jerárquicas— de una diversidad de ejes espaciales, temporales y subjetivos. La experiencia de la droga a su vez está afiliada a esta instrumentalización de la mirada: el "viaje" esquizofrénico de la droga básicamente representa la espectacularidad de la interioridad del sujeto en un acto de desdoblamiento. Por su parte, este proceso democrático de inclusión de sujetos, tiempos y espacios alternos acarrea consecuentemente la ruptura de límites o fronteras no sólo estéticas sino sociales, nacionales, lingüísticas y epistemológicas. No obstante, esta serie de rupturas de los límites tradicionales no transcurren en una localidad específica sino en un espacio "virtual," en un simulacro narcótico que llama atención a sus propias técnicas de reproducción.

La técnica de reproducción, Benjamin arguye en su ensayo "La obra de arte en la era de reproducción mecánica," separa al objeto reproducido del dominio de la tradición y pone en peligro la autenticidad y la autoridad del objeto. Dicho argumento propone dos vertientes divergentes: por un lado, el acto de reproducción autonomiza al objeto estético de las cadenas de la tradición al desgastar las concepciones tradicionales de tiempo y espacio, las contigencias históricas; por el otro, la reproducción mecánica atenta contra los preceptos de originalidad y autoridad de dicho objeto ya que la localización del proceso de creación se disemina en la inmediatez de la imagen, marchitando así "el aura de la obra de arte" (Benjamin 221; traducción mía) y destruyendo cualquier concepto posible de tradición. Como ocurre con todo movimiento literario —toda producción humana— el destino de la experiencia de las drogas es inevitable: la reproducción de su imagen. Al ser traducida a la escritura, dicha experiencia pierde su aura de rebeldía, de originalidad, para convertirse en tipografía. La experiencia de las drogas se transforma en una pose estética reproducible. Por lo tanto, no es pertinente cuestionar si los escritores modernistas presentados aquí experimentaron o no con las drogas. No son más o menos auténticos por haber probado o no el cáñamo y el opio. Es un dato biográfico curioso, mas trivial en el estudio de la textualidad modernista; como bien dijera De Quincey: "Not the opium-eater, but the opium, is the hero of the tale; and the legitimate center on which the interest revolves" (338). El punto es que mediante los medios de reproducción en masa la experiencia narcótica deja de ser rito de iniciación a la "cultura universal" y su rastro, el proceso sinestésico, se convierte en lenguaje reproducible— en tropo literario. Pierde su carácter ritual, elitista y bohemio, pasando entonces a las manos de las multitudes donde será usado y abusado hasta el punto de convertirse en adicción. Y esta adicción literaria, como en su doble fisiológico, puede llegar a sufrir una sobredosis, un agotamiento de significación.

Mientras que Baudelaire traduce a la página en blanco lo que la experiencia narcótica "exagera" en su imaginación ya rica, otros reproducirán el producto de la escritura de Baudelaire (la sinestesia o el acto mismo de ingerir drogas), pero nunca podrán reproducir su imaginación. Tenemos entonces una triangulación de los siguientes elementos o espacios: la experiencia narcótica, la imaginación y el producto textual. La experiencia de las drogas funciona como un catalítico en la generación del producto, atravesando por la imaginación. Como dice Baudelaire, las drogas no aumentan o alteran el poder imaginativo del individuo sino que son más bien un método de trabajo, un modo mnemónico, para el poeta (Hayter 136). El proceso creativo en sí no se puede reproducir ya que entramos en el espacio de lo desconocido, del genio, el talento que se cultiva con disciplina y fuerza de voluntad, según los preceptos de Baudelaire.

Sin embargo, el hecho de que dos elementos de esta triangulación creativa son reproducibles representa un atentado contra la autoría o autoridad de un objeto de arte. Los límites entre autor y lector se diseminan debido a que la técnica de reproducción permite el acceso de las masas al espacio de la autoridad (Benjamin 232); se democratiza la figura del autor. Una vez que el proceso creativo aparenta ser reproducible deja de ser algo oculto, místico, y se convierte en una técnica capaz de ser transmitida y aprendida. El poeta aristocrático es rebajado a la posición de un tecnocráta más en el mundo industrial. Aparece así un nuevo sujeto en la modernidad literaria: el escritor profesional, quien participa de o contribuye a la mecanización de la escritura. crónicas de viajes, artículos periodísticos, traducciones, ensayos de crítica de arte o literaria redefinen la figura del intelectual hispanoamericano: el ser pasa a ser un instrumento de visión que incorpora o consume una diversidad de ángulos de información para poder generar más eficientemente su producto.

Además, esta capacidad de reduplicación también representa la desterritorialización de la percepción de la realidad, según mantiene Michel Foucault en The Order of Things: "[…] al duplicarse a sí mismo en un espejo el mundo anula la distancia propia de sí; de esta forma supera el lugar asignado a cada cosa" (19; traducción mía). El desdoblamiento mediante la reproducción libera al mundo de su orden para reinventarlo nuevamente mediante nuevas posiciones. Es así que la reproducción textual del Oriente, eliminando distancias geográficas y culturales, inicia irónicamente el imaginario social hispanoamericano a una "cultura universal." Ya habían aparecido a fines del siglo XIX modos de representación del Oriente en textos modernistas, pero más bien constituían elementos dispersos en la escritura: una pipa aquí, un turbante acá, un diván más allá. El cronista flaneur Ernesto Gómez Carrillo, mediante su escritura errante, inicia al lector hispanoamericano al Orientalismo que ya había penetrado la cultura francesa e inglesa en el siglo XIX. Introduce al lector a un nuevo espacio de representación, y este espacio está íntimamente ligado a la experiencia de las drogas.

En la crónica "En una fumería de opio annamita," publicada en la colección Desfile de visiones (1906), Gómez Carrillo representa un nuevo espacio del bajo mundo para la imaginación hispanoamericana: la fumería de opio. Dicho espacio ya había sido asimilado por, o había invadido, la cultura europea según se aduce en la representación de fumerías de opio en la literatura inglesa: por ejemplo, en The Picture of Dorian Gray (1891) de Oscar Wilde y en Edwin Drood, la última, e inconclusa novela que escribiera Charles Dickens antes de su muerte en 1870. En ambos textos se abre otro espacio marginal en la ciudad donde se cometen y se revelan crímenes. Mediante la presencia de la fumería de opio se dramatiza en el lenguaje europeo un lugar fijo y aparte, y por lo tanto identificable, donde elementos indeseables se congregan y cometen transgresiones de los códigos legales, médicos y morales.

Al igual que los europeos cuando comenzaron sus empresas imperialistas en el Oriente al principio del siglo XIX, Gómez Carrillo casi un siglo más tarde invade el espacio oriental con su mirada y lo reproduce a modo de discurso para los lectores en América Latina. Lo exótico ya no reside en la naturaleza americana, como en el romanticismo, sino fuera de sus límites. Este exotismo concomitante al discurso orientalista es manifestado por Edward Said en Orientalism: "Schwab's notion is that ‘Oriental’ identifies an amateur or professional enthusiasm for everything Asiatic, which was wonderfully synonymous with the exotic, the mysterious, the profound, the seminal […]" (51). Gómez Carrillo re-escribe la "otredad" hispanoamericana fuera de sus límites, en ese espacio distante y primigenio que el Oriente representa para el discurso occidental.

Gómez Carrillo, escritor errante, representa un punto de conexión entre el capital cultural de la América Hispana y el de Europa ya que mediante su escritura ambos comparten una "otredad." El "otro" latinoamericano ya no es constituido exclusivamente por el indio, el negro, el gaucho sino que se introduce el "otro" europeo: lo oriental. A su vez esta incorporación textual de una "otredad" que radica fuera de las fronteras nacionales inscribe a Hispanoamérica no en una metrópolis de por sí sino en la concepción de una cosmópolis, un espacio indefinido donde convergen una serie de heterogeneidades: sujetos, lenguas y escrituras. En las crónicas de sus viajes Gómez Carrillo expone la imaginación hispanoamericana a ese discurso creado por la globalización europea de mercados económicos y culturales entre 1815 y 1914: "The period of immense advance in the institutions and content of Orientalism coincides exactly with the period of unparalleled European expansion; from 1815 to 1914 European direct colonial dominion expanded from about 35 percent of the earth's surface to about 85 percent of it" (Said 41). Esta globalización mercantil de Europa en Oriente a su vez está íntimamente ligada al tráfico de opio ya que, según Antonio Escohotado en el segundo volumen de su Historia de las drogas, Inglaterra se convierte en el mayor proveedor de opio en el mercado chino. Luego, Holanda, los Estados Unidos y Francia se unirán a la exportación del opio al mercado ilegal chino (155-56). El tráfico de opio llegó a representar en el siglo XIX una de las mayores fuentes de ingresos para la corona inglesa: "El Presupuesto inglés de 1871-72 revela que la East India Company está obteniendo una quinta parte de los ingresos totales recaudados en Extremo Oriente, y como rentas del opio presenta una partida neta de ocho millones de libras" (Escohotado 161). Debido a la interpenetración del tráfico de drogas y el mercantilismo global de esta época, la experiencia narcótica representa un medio a través del cual lo oriental penetra el discurso europeo.

Al reconocer la fumería de opio, el narrador penetra el velo que lo separa, y ésta se transforma en una base textual sobre la cual el discurso de Gómez Carrillo acumula sucesivas capas de imágenes poéticas. Su discurso trata de asimilar el nuevo espacio al cual ha penetrado. Esto se aduce claramente en la representación de los ojos de la mujer que el narrador se encuentra en la fumería:

¡Aquellos ojos! Yo me asomé a ellos como a un pozo infinito, con espanto y beatitud. En su fondo flotaban las visiones del ensueño asiático. Y eran, en barcas de jade, entre sederías rutilantes, princesas del Yun-nán que corrían en busca de amorosas aventuras por los piélagos glaucos de sus mares; y eran piratas heroicos luchando en sus frágiles sampaus contra las naves formidables del emperador; y eran dragones tutelares, de escamas de mil colores, que aparecían a la luz de la luna para ofrecer a las vírgenes entristecidas invencibles talismanes; y eran palacios grandes como pueblos, palacios de filigranas, con techos de oro, con muros cubiertos de esteras bordadas, palacios llenos de músicas, de perfumes, de galanteos; y eran, allá, muy en el fondo, muy en el fondo, bajo las aguas del pozo, minúsculas pagodas milagrosas. (108-09) En la representación de la mujer se vislumbra este proceso en el cual se reconoce primero la marca de la diferencia para luego tratar de asimilarla mediante el discurso. El narrador se fija en la mujer debido a dos marcas de diferencia: primero, ella es la única en el lugar que está fumando, mientras los otros ya están durmiendo "el sueño divino del opio," y por lo tanto está rodeada de "una humareda blanca" que la hace sobresalir en la penumbra; y, segundo, el narrador no puede reconocer su sexo y, por lo tanto, ella está marcada por el estigma del andrógino (106), el misterio de lo irreconocible. Una vez identificada, dicha mujer representa el doblez en el tejido textual, el lugar donde se re-escribe la realidad. No obstante, la mujer asiática no cobra una identidad íntegra, capaz de enunciar un discurso que contradiga al narrador, sino que su cuerpo es fragmentado para ser leído; el detalle de los ojos llena la escena de la escritura. La descentración narcótica, los ojos opiados, conlleva la apertura del museo de chinerías y japonerías del modernismo: la acumulación abigarrada de objetos ante la mirada del sujeto.

Esta acumulación de imágenes conocidas representa el intento de domesticar aquello que es desconocido. El sujeto a través de analogías intenta definir lo que permanece oculto tras los ojos de la fumadora: el desfile de visiones narcóticas. Mediante la contemplación del cuerpo fragmentado, el sujeto pretende encontrar la significación de la experiencia narcótica sin recurrir a la experimentación propia de dicha experiencia: "¡Oh, aquellos ojos! [. . .] Contemplándolos largo tiempo, comprendí el arcano del opio tan bien por lo menos como mis amigos, que, […] saboreaban en una habitación contigua el supremo placer de la embriaguez divina" (énfasis mío; 108). El cuerpo fragmentado de la mujer representa un texto para ser leído y para experimentar en segunda mano la experiencia narcótica mediante el distanciamiento provisto por esta misma lectura. Dicha fragmentación también apunta hacia el cuerpo como fetiche, donde los ojos se transforman en proyectores de una realidad alterna. La droga desorganiza los sentidos, estableciendo nuevas conexiones sensoriales dentro de un marco mecánico: los ojos se transmutan en máquinas de visión por donde se proyectan las imágenes que constituyen el capital poético modernista en un fluir cinematográfico.

En fin, Gómez Carrillo inicia a los lectores hispanoamericanos en la percepción de "otro" espacio. Sin embargo, esta iniciación para 1906 comienza a radicar en la reproducción de un espacio, y no en la participación, o escenificación, de una experiencia. El lector viaja fuera de los límites del continente gracias al discurso de la crónica, el cual provee un distanciamiento seguro, sin riesgo a la contaminación de la adicción. Esta re-articulación de la tradición literaria hispanoamericana, radicada en la inclusión de nuevos referentes lingüísticos y culturales y la apropiación de nuevas genealogías y filiaciones literarias, no sólo se lleva a cabo en un viaje a un exterior geopolítico sino que se concibe a sí misma en el viaje al interior del sujeto.

La interiorización alucinante se representa por analogía a través del repertorio de aparatos ópticos que aparece en la escritura modernista: el kaleidoscopio, la linterna mágica, el espectroscopio, etc. La conjugación de la mirada, la experiencia narcótica y la interiorización del sujeto culmina en la poesía modernista en el extenso poema "La torre de la esfinges: Tertulia lunática (Psicologación morbo-panteísta)" (1909) de Herrera y Reissig. Este poema representa un viaje al "insonoro interior/ de mis oscuros naufragios" (l. 51-52) donde el sujeto no mantiene una tertulia con nadie salvo consigo mismo. El acto de auto-análisis se debe gracias a la experiencia narcótica: "Tortura el humo un funámbulo/ guiñol de Kaleidoscopio,/ y hacia la noche de opio/ abre los pozos de Ciencia/ el ojo de una conciencia/ profunda de espectroscopio" (l. 95-100). Los ojos se transforman en aparatos ópticos que codifican y representan esa realidad interior asociada a la experiencia narcótica. (6) Dicha experiencia introduce una alteridad que fragmenta el modo de visión del sujeto. La experiencia de la droga altera la percepción de la realidad: "Las cosas se hacen facsímiles/ de mis alucinaciones" (l. 151), introduciendo así una ambigüedad en las relaciones entre sujeto y objeto: "La realidad espectral / pasa a través de la trágica / y turbia linterna mágica / de mi razón espectral […]" (l. 171-74). Esta coyuntura entre la experiencia narcótica y la mecanización de la mirada se debe a que el opio, por ejemplo, paraliza los miembros del cuerpo, y mediante esta parálisis se abre el espacio intelectual del interior. La ausencia de la capacidad motora, la desconexión de la realidad mediante el adormecimiento de los brazos y las piernas, los cuales sólo pueden funcionar en un plano de la realidad (agarramos objetos en el exterior del cuerpo, las piernas nos mantienen en la tierra), conlleva la magnificación de la función óptica. Esto lo confirma Gómez Carrillo en su crónica "En una fumería de opio annamita": "Aquella inmovilidad extática, en la que sólo los ojos vivían…" (109). La experiencia narcótica fragmenta al sujeto y distancia los ojos del resto de su cuerpo. Este distanciamiento permite la mecanización de la óptica ya que una vez han sido desfamiliarizados los ojos pueden ser re-codificados en el lenguaje como aparatos mecánicos. La mirada que captura el flujo de sensaciones es el residuo que queda de este viaje al espacio interior del sujeto.

La conflación del organismo y la producción poética genera en el modernismo una farmacografía que reclama al cuerpo como su palimpsesto. (7) El cuerpo poético—ya sea el cuerpo del poeta o el corpus textual—se hace visible y se convierte en espectáculo. Pone de manifiesto la espectacularidad de la escritura. El "viaje" narcótico como rito de iniciación tiene una cualidad de espectacularidad. Todo acto ritual exige visibilidad y espectáculo ya que su significación radica en la mirada. La diferencia sólo existe en relación a la mirada del otro. Si no la reconocemos, todo es homogéneo. Por consiguiente, la transformación interior del sujeto y de la literatura no adquiere legitimidad hasta que ésta no sea expuesta al exterior, hasta que no se convierta en experiencia estética.

En "Los martirios de un poeta aristócrata," un artículo de Juan José Soiza Reilly que aparece en el número 433 de la popular revista Caras y caretas (Fraser 216), Herrera y Reissig ofrece su cuerpo como base de donde irradia su arte poética. No quiere representar la experiencia narcótica como una adicción —"¡Yo no soy un vicioso! ¡No soy un fanático!"— sino que quiere transformarla en un espacio artístico: "Los paraísos artificiales son para mí un oasis. Una fuente de inspiración […]." La transformación estética de un estado de intoxicación, señala Nietzsche en La gaya ciencia, es una característica de ser artista: "Los artistas continuamente glorifican —no hacen nada más— todos esos estados y cosas que putativamente le otorgan al hombre la oportunidad de sentirse bien por primera vez, o magno, o intoxicado, o alegre, o bueno y sabio […]. Los artistas siempre están al acecho para descubrir dichos objetos y atraerles a la esfera del arte" (traducción mía; 141). Mas, el poeta no se conforma con transmutar la intoxicación a un nivel artístico sino que la eleva a un plano místico mediante la representación de la mortificación del cuerpo: "Además, la morfina y el opio producen un sueño tan encantador, tan plácido, tan celestial y divino, que bien vale ese sueño un trozo de mi carne […]." Mediante el lenguaje Herrera y Reissig saca la experiencia narcótica del margen, de las fumerías de opio a las afueras de la ciudad, y la coloca en el centro, en la "Torre de los Panoramas." También la saca de su aspecto banal de recreación y la coloca en el ámbito místico; la convierte en sacramento. Ofrece su cuerpo a cambio de un conocimiento oculto en las antípodas de la mente. En este instante el poeta deja de ser un mero adicto ante los ojos de la sociedad y se convierte en un mártir —de ahí el título "Los martirios de un poeta aristócrata"— del culto de la escritura.

Según Soiza Reilly, Herrera y Reissig reproduce en 1890 en el espacio hispanoamericano "las torres de Babel, de Alejandría, de Pisa, de Babilonia, de Eiffel": la iniciación de tertulias literarias en su Torre de los Panoramas. Imita a De Quincey y Baudelaire en la búsqueda de "los placeres del nirvana." Desdeña tanto su "carne burguesa" como la normalidad de los procesos mentales de la burguesía: "¿qué pueden importarme a mí los consejos de la gente normal que […] metodiza los espasmos de la médula?" Herrera y Reissig se representa como el poeta modernista que desdeña los preceptos morales del orden general y se deja llevar por su propia experiencia. Es aquél que extiende su brazo y le enseña a todo el mundo el punto de penetración de la "inyección de morfina" en su "trozo de carne" burguesa: el punto donde se introduce la diferencia, donde se disemina la memoria y donde se reinventa la escritura hispanoamericana. Es el poeta que se convierte en fetiche para que la mirada de los otros lo puedan "leer." (8) Y, finalmente, es aquél que se marca a sí mismo con la insignia de su diferencia ontológica, que se constituye en su diferencia: "Soy un bohemio."

Al igual que transforma la memoria en un teatro de visiones, la narcosis transforma el cuerpo poético en otra escena donde se lleva a cabo la reinvención de la tradición literaria hispanoamericana. La experiencia narcótica transmuta el cuerpo en producto para ser reproducido por la cámara fotográfica del entrevistador de la revista, y para ser vendido a los lectores. El "reino interior" del escritor se convierte en producto de consumo masivo al llamar la atención a la vida de la bohemia: la espectacularidad de lo monstruoso. El autor ya no es ser divino, un espejo de la sociedad, un archivo de la memoria divina o nacional, sino un "raro" decadente de la modernidad obsesionado por su propio interior. Por consiguiente, la teatralidad del modernismo permite ver el interior del sujeto, reclamando un espacio antes prohibido para consumo del lector. El proceso poético, antes oculto en la psique, se transforma en otro espectáculo mediante la experiencia de las drogas. La imaginación una vez puesta de relieve, sacada de las profundidades de la psique, por la experiencia narcótica se transmuta en producto. La imaginación del sujeto pasa a ser la obra de arte y no el pre-texto de la obra. La escena no se llena necesariamente con el producto de la imaginación sino con la imaginación como producto. (9) Por consiguiente, liberado de su contingencia histórica, el sujeto intoxicado, vuelto hacia su interior, expresa una sensación de inmediatez, de complicidad voyeurística con el lector, mediante una vertiginosa proliferación de referentes que no están conectados a las circunstancias de una realidad específica. La abstracción del viaje de la droga radica en una concatenación de significantes que no refieren una trayectoria lineal y progresiva —la meta-narrativa de la historia— sino una proyección radial que conjuga diferentes registros: sensaciones, memorias, sueños, paisajes exóticos, objetos preciosos y preciosistas que transportan a realidades alternas. Roberto González Echevarría en su ensayo "Modernidad, modernismo y nueva narrativa: El recurso del método" identifica astutamente la correlación entre la poética modernista y la concepción de la modernidad: "El lenguaje modernista es moderno porque es un lenguaje que destaca su desconexión crítica del mundo de las cosas, e insiste en esa desconexión poniendo de manifiesto no ya los mecanismos de su propia producción, sino sobre todo el carácter de producto que el mismo tiene (de ahí la abundancia de lugares comunes en la poesía modernista)" (159). Sin embargo, al contrario de lo que arguye González Echevarría, he demostrado en este artículo que los modernistas sí manifiestan los mecanismos de su producción a través de sus afiliaciones a, o traducciones y reproducciones de, la experiencia de la droga, y la espectacularidad que ésta dramatiza en términos de la constitución de subjetividades y textualidades. A su vez, los escritores modernistas ratifican una red de complicidad con sus lectores en este intercambio de lugares comunes, el cual encuentra una matriz generativa en la droga. Como consecuencia, para que se realice este intercambio, los escritores modernistas y sus lectores participan en un ejercicio hermenéutico que "rompe el velo" creado por los estratagemas discursivos de la nación, el canon y la subjetividad, y les permite ver el reverso del espejo de la realidad.
 
 

Notas

(1). Esta revista publicó fragmentos traducidos al castellano de la obra del escritor francés Theóphile Gautier dedicada a la experiencia de la droga.

(2) Esta concepción del "suplemento peligroso" proviene de Jacques Derrida que lo discute en "La farmacia de Platón": "¿Por qué es peligroso el sustituto o el suplemento? […] Sus deslizamientos le libran de la simple alternativa presencia/ausencia. Ese es el peligro. Y eso es lo que le permite siempre al tipo pasarse por el original. Tan pronto como el afuera suplementario se abra, su estructura implica que el suplemento mismo puede ser […] reemplazado por su doble, y que un suplemento para el suplemento, un sustituto para el sustituto, es posible y necesario" (traducción mía; 109).

(3) El texto de De Quincey dice así: "Hitherto the human face had mixed often in my dreams, but not despotically, nor with any special power of tormenting. But now that which I have called the tyranny of the human face began to unfold itself" (énfasis mío; 332).

(4) El crítico Oscar Montero indica que el modernismo abre el discurso íntegro nacional a una serie de diferencias: "Modernismo es parnasianismo, es decadentismo, orientalismo, y erotismo ‘malsano.’ Se trata de lugares prohibidos al sujeto nacional saludable, que no obstante constituyen los recintos de un sujeto soterrado y clandestino, enfermo, decadente, exótico y erótico" (50).

(5) El término "farmacografía," o una escritura sobre las drogas, procede del texto de David Lenson On Drugs, uno de los estudios de más envergadura teórica que se han realizado recientemente sobre la droga y sus textualidades.

(6) Aldous Huxley en Heaven and Hell provee una disquisición sobre la relación entre las invenciones de aparatos ópticos y la experiencia visionaria, producida o no por el consumo de drogas (157-72).

(7) La mecanización de los sueños había sido una meta para los escritores románticos europeos ya que pensaban que había una conexión entre los sueños y los procesos de la creación literaria. En Alemania e Inglaterra ellos no sólo reverenciaban los sueños por su importancia psicológica y moral sino por ser una experiencia estética con valor intrínseco. Por consiguiente, si los sueños constituyen una parte esencial del repertorio del escritor, no hay que extrañar el uso de medios artificiales por parte de los artistas para estimular su producción (Hayter 67-75). Por lo tanto, desde el romanticismo europeo, la droga ha funcionado como catalizador que acelera y magnifica el rendimiento corporal para la labor artística.

(8) Roland Barthes en Sade, Fourier, Loyola arguye que la "lectura" del cuerpo sólo se realiza cuando éste se fragmenta. El cuerpo no puede ser leído en su integridad dada la calidad analítica y no sintética del lenguaje. Es decir, dada la insuficiencia del lenguaje, el cuerpo tiene que ser fragmentado para luego ser reconstituido en el lenguaje a través de un proceso metonímico (127-28).

(9) Kirkpatrick señala que el proceso imaginativo se plasma en la textualidad modernista como producto con tal de mostrar el andamiaje retórico e ideológico que subyace no sólo la producción del arte sino la percepción misma de la realidad: "The very elements of staging, theatricality, and pictorial intensity which make modernismo seem distant offer us a point of entrance into another way of viewing modernismo's creations. Unlike José Enrique Rodó's "reino interior," the richly decorated scenes of modernismo are designed with a twist. Their purpose is not to offer us a soul's rest but to intensify our consciousness of the artisan and the artist's tools, the poem's scaffolding, and the endless permutations of design. While Rodó's "reino interior" of Ariel asks us to still our thoughts, most modernista techniques ask us to notice what could be called the consumerism of this art. Its poets are collectors, connoisseurs, magicians, who invite us into their decorated and stylized scenes or interiors and ask us to suspend our sense of everyday reality." (203)

Obras citadas

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