El futuro como estética. ¿Es posible la literatura en el siglo XXI?

 

Gonzalo Navajas

University of California, Irvine

 

 I. El emblema del Paul Getty

Empezaré con una imagen panorámica. El automóvil avanza por la autopista 405 que comunica, desde Tijuana y San Diego hasta más allá de Seattle, las fronteras norte y sur de la costa oeste americana a lo largo de más de dos mil kilómetros de recorrido. A la salida de la autopista en Los Angeles, bordeado a ambos lados por colinas de matorral bajo, el automóvil se dirige a la estructura de varios pisos del gigantesco aparcamiento. Luego, un monorrail automático traslada al viajero hasta la cima de una colina en donde está el complejo de edificios. El viajero debe andar todavía unos cientos de metros hasta llegar a la entrada del edificio. Desde allí, el panorama se extiende en todas direcciones a lo largo de kilómetros y kilómetros de distancia, por encima de Brentwood hasta Santa Mónica y las playas del Pacífico. El viajero ha llegado al nuevo Museo Paul Getty de Los Angeles y empezará su recorrido por los varios edificios y jardines del recinto que le llevan, en un gran periplo imaginario, desde las esculturas de la Roma imperial a la indeterminación colorista e informal del último arte popular contemporáneo.

He elegido esta referencia inicial para la introducción a mi trabajo porque el Museo Paul Getty de Los Angeles emblematiza algunos de los rasgos constitutivos de la condición cultural actual y del inmediato futuro que anuncia el nuevo siglo. Por su carácter nuevo, de ruptura e integración al mismo tiempo, el museo sirve como una ilustración paradigmática de nuestro momento. Consideraremos los rasgos ejemplares del museo.

En primer lugar nos hallamos ante un hecho, no por abiertamente patente, menos significativo: el museo Paul Getty es un conjunto arquitectónico. La arquitectura se ha convertido en las dos últimas décadas en la forma estética más definitoria del momento por su capacidad de asimilación de los elementos más diversos y contradictorios, desde las columnas dóricas, comedidas y simétricas, a la expansión vertical infinita del rascacielos, los juegos de agua y luz, la escultura y los recursos de la cultura visual y electrónica.

La arquitectura es, además, un medio artístico que, aunque practique la crítica de formas pasadas, no puede limitarse a destruir lo pre-existente. La arquitectura está destinada, por definición, a construir, erigir una morada, un emplazamiento concreto donde el individuo reside, se establece de manera física y tangible. Ese lugar de habitación puede no ser individual sino colectivo e incluso masivo, como las Twin Towers de Manhattan o los uniformes edificios de apartamentos que proliferan en todas las grandes urbes.

Finalmente, la arquitectura sirve como un ícono definidor y aglutinante de una comunidad, aquello que la identifica y diferencia de las demás, confiriéndole una personalidad distintiva. Las torres Petronas de Kuala Lumpur o la torre del Banco de China en Hong Kong proyectan una imagen de una Asia futurista, la Casa Milà y el Parc Güell de Gaudí configuran la proyección de la Barcelona modernista, las torres Sears en Chicago señalan la determinación de esa ciudad de competir en términos de igualdad con Nueva York.

El museo Paul Getty formaliza la motivación de la ciudad de Los Angeles de hallar una fijación identificatoria, unas raíces para ese magma siempre móvil e informe que ha constituido esa ciudad desde su explosión demográfica de los años veinte a la sombra de Hollywood. El museo es una reflexión en torno a la temporalidad en un medio urbano orientado hacia el futuro, hacia lo que todavía no es, más que a las conexiones con el pasado que nos condiciona y concreta de manera ineludible. A partir de la yuxtaposición de las superficies lisas, metálicas y brillantes de sus edificios de cristal con exóticos jardines de inspiración florentina, fuentes orientales y aladas figuras de bronce clásicas, el museo es una incitación a repensar los parámetros temporales de la condición actual, a poner en relación de contigüidad contrastiva la contemporaneidad más absoluta con el pasado antiguo.

Un museo es un oxímoron intrínseco para el presente/futuro de Los Angeles ya que trata de definir y fijar para siempre hechos y datos. Delinea un contínuum temporal lógico en lo que, de otro modo, sería una serie de fragmentos inconexos y desconjuntados. El museo organiza y estructura el tiempo y le da una cohesión definitiva, lo encamina hacia la posteridad. Es precisamente en esa contradicción entre indeterminación y precisión intrínseca en la figura cultural del museo donde se halla la clave de la reflexión en torno a la temporalidad hoy, cuando estamos accediendo a las puertas de un nuevo gran segmento temporal, como es un siglo. A partir del estudio de las relaciones entre tiempo, arquitectura y museo, es posible entender, por vía analógica, la nueva configuración de la cultura de la letra y, a través de ella, de la literatura.

II. El nuevo futuro

The Great Chain of Being, la búsqueda de la cadena unificante del sentido de los hechos humanos, ha sido el agente más determinante del discurso humanístico convencional. Hacer sobresalir la continuidad de los hechos humanos a partir de la concentración en algunos hitos centrales y definitorios que sitúen esos hechos en un campo de saber asequible y universalmente consensuado. En lugar de una amalgama de datos inconexos se produce así una evolución progresiva y orientada hacia un fin último y universal. Desde ese punto de vista, el tiempo cobra un significado unificante y es posible discernir en él un sentido. La visión humanística del tiempo hace la historia transparente y orientada hacia un fin. En esa totalidad emergen figuras monumentales (Aristóteles, Julio César, Dante, Galileo, Napoleón) que señalan puntos de identificación para el sistema general. El proyecto hegeliano de la historia es la realización máxima de esa integración de los segmentos temporales en una totalidad comprensiva.

Esa versión unificante del tiempo no es uniforme y única sino que, periódicamente, sufre modificaciones y cuestionamientos. En el siglo XX, los más significativos se producen en los años veinte con los ataques de los movimientos vanguardistas, pero ese cuestionamiento alcanza su punto más elevado y amplio, sobre todo, en la actualidad.

Para la vanguardia, el tiempo se reduce al futuro y, bajo el impulso de Walter Benjamin, la máquina y la técnica deben producir la implantación de un tiempo libre del lastre del pasado humanista. Las artes de masas, el cine, el teatro del music hall y el cabaret, la literatura popular y antiintelectual son las formas que deben producir y transmitir ese nuevo concepto del tiempo. El término "revolución" se transforma en un concepto crucial ya que hace tabula rasa de todo lo que precede al presente y, por tanto, puede frenar el desarrollo y avance hacia el porvenir. La cultura de la letra, que fundamenta y apoya el viejo humanismo clásico, sufre en este momento los primeros ataques cuando se cuestiona su primacía y posición privilegiada en el repertorio cultural. Este es el momento en que las artes plásticas - la pintura en particular - generan los conceptos primordiales del nuevo discurso.

Las dos últimas décadas vuelven a plantear los temas de los años veinte pero desde una perspectiva singular. El fin de siglo magnifica y desarrolla en una multiplicidad de ramificaciones accesorias el carácter destructor del vanguardismo. Lo hace, empero, de modo distintivo. La cultura convencional centrada en la escritura se ve cuestionada ahora no por la máquina sino por la revolución digital de la comunicación electrónica e instantánea que ha universalizado y homogeneizado la información y ha permitido la combinación interactiva de medios y formas juzgados antes como incompatibles entre sí. La movilidad y el dinamismo de la cultura de los años veinte se han hecho absolutos y se han convertido en una realidad genuina y no sólo un desiderátum incipiente e incompleto. Las nuevas formas artísticas, desde el diseño a la publicidad, la televisión y el vídeo, han logrado la fusión de los nuevos modos de comunicación con el arte consiguiendo formas nuevas de realización artística. Lo que para Lissitzky, Benjamin y Breton era una promesa distante y utópica se ha llevado a la práctica hoy de manera efectiva.

En la época vanguardista, la cultura de la letra se siente atacada y cuestionada pero todavía se percibe a sí misma como superior, seguramente instalada aún en el pináculo jerárquico de la cultura y, a través de las figuras prevalecientes del modernismo europeo - desde James Joyce y Bertrand Russell a Ortega y Gasset y Pérez de Ayala -, se sabe todavía como el vehículo privilegiado del conocimiento y la estética. Esa posición no es ya tan firme como en el punto máximo de exaltación de la escritura y el autor/escritor que coincide con el programa triunfalista del realismo y convierte al escritor en la vox nationis que transmite los impulsos más profundos de la sociedad en la que ese escritor ocupa una posición preeminente. Zola es un ejemplo destacado. Galdós, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez son una versión nacional de este hecho. A la firmeza inequívoca del auteur le sustituye en el modernismo europeo la incomodidad, un Unbehagen o desazón ante la irresolución y restricciones de la cultura, como observa agudamente Freud en 1930, al comienzo de uno de los períodos más turbulentos de la historia moderna. Incomodidad, desasosiego, es cierto, pero todavía preeminencia de la letra.

De manera contrastiva, la devaluación de la escritura y el escritor son ahora una realidad fehaciente. Esta situación no equivale a decir que la escritura esté destinada a la marginalización, ser un hecho secundario frente a otras formas tal vez más consustanciales con el discurso epistémico actual. En absoluto, se sigue y seguirá produciendo literatura. Lo que ha ocurrido es que la palabra escrita se ha transformado en un procedimiento paralelo a otros, que co-existe con ellos, en lugar de ser el vehículo primordial y preferente de la comunicación cultural. La escritura debe competir con otros modos múltiples de comunicación, entre ellos, con formas sucedáneas del concepto primario de literatura -- la subliteratura -- que han incorporado procedimientos y códigos de la comunicación de masas cambiando así de manera esencial el carácter privilegiado e incluso elitista que con frecuencia ha ido adherido a la exaltación de la literatura a una categoría exclusiva.

La ubicación de la escritura en la temporalidad ha experimentado igualmente un proceso de resquebrajamiento y degradación. La debilitación de los nexos con el continuum histórico ha proseguido hasta incidir en la parodia de la cita clásica, la caricatura de la labor humanística vinculada al respeto a la autoridad y el ensalzamiento de las figuras monumentales percibidas como un patrimonio común que se ha de preservar y venerar como una posesión inestimable.

El vanguardismo es iconoclasta con relación a los grandes hitos del pasado, pero al mismo tiempo genera un movimiento compensatorio que promueve el futuro como una noción suprema -- emblema de las esperanzas de redención. El futuro en sus modulaciones utópicas y revolucionarias debe descomponer la estratificación y parálisis que el vanguardismo adscribe a la cultura humanística clásica.

La versión actual del futuro diverge de esta acepción. La crítica del método científico, la evidencia de los excesos de la tecnología, la equiparación, a través de la crítica posmoderna de Lyotard y Foucault, de sistematización racional con actos antihumanitarios masivos como Auschwitz o Vietnam, han producido la ruptura del proceso ontológico que conduce ininterrumpidamente al avance y autoperpetuación de la cadena del ser de Lovejoy. Althusser es la figura que de manera más decisiva señala la coupure ontológica, haciendo del desenmascaramiento de las formas aparenciales el instrumento preferido de la crítica. Para el fin de siglo, el futuro deja de ser una promesa inviolable y la literatura, por su mayor flexibilidad retórica que la filosofía y el pensamiento elucubrativo, se convierte en el instrumento idóneo para desvirtuar las construcciones sistemáticas.

Se ha producido además la emergencia de un hecho que era todavía incipiente y lejano en los años veinte. La implantación del modelo cultural norteamericano, impelido precisamente por los mismos medios técnicos de difusión instántanea y universal que nuestro momento ha producido. La vanguardia y el alto modernismo son todavía movimientos de origen europeo que alcanzan ramificaciones en otros lugares. De modo diferente, el fin de siglo está señalado por un hecho insólito en la historia intelectual moderna: el discurso cultural deja de ser originario en Europa y se traslada a un ámbito distante: Norteamérica. Las razones son numerosas y se extienden, entre otros, a factores políticos y económicos que quedan fuera de los objetivos de este trabajo. Yo me concentraré en dos causas de este hecho.

El discurso cultural americano es especialmente compatible con la ruptura del continuum temporal. Ese discurso puede ser así en primer lugar porque la historia americana requiere la separación de las raíces originarias y se consolida en un proceso de expansión y absorción de lo otro tanto geográfica como ideológicamente. El país se constituye precisamente por su capacidad de novedad, de valoración de lo que todavía no es - el lenguaje de los inventos - por encima de la celebración de lo que fue y nos da identidad.

Además de esta razón geopolítica general, existe otra más reciente y parcial pero altamente influyente: la reconsideración y apertura del canon estético. Este es un hecho restringido en un principio al medio académico pero que se ha extendido posteriormente hasta convertirse en parte del discurso general hasta llegar incluso a su popularización. A través de esa revisión del canon, los grandes puntos de referencia cultural son sometidos a un proceso de desencubrimiento y parodización irónica con el objetivo de provocar la subversión de una jerarquía cultural.

En ese proceso, el canon de clasificación de la literatura queda centrado en torno al criterio llamado con siglas sarcásticas DWOE -- Dead, White, Old, European: Muerto, Blanco, Viejo, Europeo --. La fórmula encapsula el resultado de las llamadas guerras de la cultura de los años ochenta y noventa en Estados Unidos. Es, no obstante, algo más que el mero resultado de un acontecimiento pasajero. Responde a la necesidad de romper una normatividad y jerarquía percibidas como herméticas y restringidas y de dar entrada a la textualidad de las voces marginales que habían quedado silenciadas en ese orden exclusivista.

Puede concluirse afirmando que el desafío a la escritura del fin de siglo se materializa en torno a la revisión de la continuidad cultural que ha sido un fundamento de la literatura y a la reversión de lo que es estimable como ejemplarmente literario y debe ocupar, por tanto, un puesto preferente en la jerarquía cultural. Un primer acercamiento al tema en torno a la ubicación de la literatura ante el nuevo siglo es, por tanto, destacar que la literatura ha modificado radicalmente sus relaciones con el pasado y, en segundo lugar, que ha experimentado un descentramiento de sus parámetros de comprensión que han explosionado lo que es literario y la percepción crítica de ello.

III. La crisis de la letra

No obstante, a pesar de esta ampliación de sus fronteras definitorias, sigue siendo cierto que la literatura es todavía el repositorio de la cultura clásica, sobre todo en el medio académico que se ha convertido en el último bastión defensivo de un modo cultural que se percibe amenazado. No quiero concentrarme en el concepto "asesinato de lo real" que Baudrillard ha convertido en un tópico, un byte digerible y cautivadoramente trivial. No es tanto que la realidad haya sido asesinada o extinguida como que ha adquirido múltiples configuraciones deslizantes y huidizas que impiden su fijación y requieren de un discernimiento crítico del observador que no era tan imperativo antes para aproximarse al mundo.

Hay un hecho claro: el discurso de la imagen prevalece e imprime su carácter a la moda, las relaciones sociales y el lenguaje de manera más directa que la vieja cultura escrita. Gutenberg ha tenido que ir cediendo un territorio considerable a la Metro, Warner Brothers y un conjunto de siglas herméticas que rigen la nueva orientación de la comunicación: CNN, ABC, CBS, etc.

La cuestión de la técnica que Ortega y Gasset y Heidegger plantean como un desafío arriesgado para el humanismo se parafrasea hoy en el tema del poder de usurpación de la tecnología que invade áreas hasta ahora vetadas para ella. La cultura se hace inclusiva, rompe las barreras jerárquicas, se hace propiedad común, pero al mismo tiempo se simplifica y banaliza porque rehúye la complejidad y la abstracción que no son fácilmente transmisibles en su versión mediática.

La trivialización del discurso cultural ha originado un desplazamiento de la autoridad de la cultura de la letra, a la que se otorga todavía una capacidad de ordenar y analizar los componentes del repertorio clásico pero a la que se cuestiona su legitimidad para establecer normas con una validez universal. La equiparación y desestabilización jerárquica de todas las formas culturales, la intercambiabilidad aparente de los productos de las culturas elevada y baja, producen no sólo la ruptura de la expectativa convencional en torno a la naturaleza y principios de la red de relaciones culturales sino también el cuestionamiento de la pertinencia de esas relaciones. La precedencia de cualquier forma estética sobre otra es juzgada como debatible. Desde esa reversibilidad del escalafón jerárquico, La Odisea, Macbeth o La vida es sueño siguen siendo referencias mandatorias, pero su funcionalidad en el discurso activo no está garantizada en absoluto.

El discurso estético finisecular ha roto fronteras y demarcaciones rígidas entre formas, géneros y períodos. El Partenón, las columnas y estructuras faraónicas, las formas neoclásicas se han reconstruido dentro del discurso de la estética de lo híbrido y lo heterogéneo. La arquitectura de Las Vegas o de las construcciones de Robert Venturi, Ricard Bofill y Veldon Simpson son ilustraciones.

Desde una perspectiva apocalíptica y pesimista, la disgregación y la confusión de principios establecidos podrían concebirse como un final aciago de la trayectoria de la modernidad inaugurada por Kant con su pregunta: Was ist Aufklärung? Su respuesta halagüeña a esa pregunta augurando la emergencia de una paz perpetua y colectiva para la humanidad una vez se hayan implantado los principios del pensamiento racional se vería desconfirmada tres siglos después con la emergencia del caos evaluativo y la reversión de principios directivos. El proyecto moderno, no obstante, ha incluido siempre una faz menos optimista de sí mismo. Es la faz que Goya recoge en sus pinturas oníricas e irracionales, en las que la superstición y el horror sustituyen a la placidez de sus escenas campestres. Apolo lleva contenido en sí a Dyonisos y lo requiere para existir de manera más genuina. El uno sin el otro no son más que una parte incompleta y no cumplida de sí mismo.

A pesar de la alarma y la posición defensiva de los propugnadores del antiguo sistema cultural, como Harold Bloom, que siguen preconizando la absoluta preeminencia de las grandes figuras clásicas, la hegemonía de la cultura escrita ha sufrido un cuestionamiento difícilmente reversible. Desde una posición más inclusiva que la de los defensores del statu quo ante, este hecho no debe enjuiciarse como inevitablemente negativo. Puede señalar, por el contrario, que, por primera vez desde la repotenciación del modelo greco-latino en el siglo XV, se ha hecho posible la convivencia genuina de formas y modos diversos. De ese modo, la escritura deja de ser un vehículo preferente al mismo tiempo que reafirma su posición de proveedora de arquetipos fundamentales del discurso estético que luego se reconfiguran y readaptan en múltiples manifestaciones derivativas. El concepto de Coleridge según el cual el debate cultural no es más que una reformulación de los temas planteados por Aristóteles y Platón se reescribe y amplía. Todo texto es últimamente la cita de una cita de una cita en una trayectoria ininterrumpida que conduciría a un texto original: la Ilíada, la Biblia, etc. Al mismo tiempo, la ubicación de esa cita dentro de un contexto cultural nuevo - sus referencias circunstanciales - transforma el contenido original de lo citado y lo convierte en un objeto nuevo. Reelaborando a Heidegger, el referente canónico me habla con un lenguaje en cuya creación yo no he tomado parte alguna y es, por tanto, una herencia externa a mí. Kanon spricht mir, sin duda. No obstante, al utilizarlo y proferirlo de un modo individual, le agrego atributos nuevos que lo transforman. Un criterio para dirimir la calidad de un texto consiste precisamente en su capacidad de superar la mera reiteración de lo citado y recomponerlo por medio de procedimientos renovadores o de desfamiliarizarlo por medio de la parodia y el kitsch.

IV. Teoría y jerarquía

Además del impacto de otros medios y vehículos de comunicación, un factor ha tenido una influencia destacada en la definición y la reubicación epistemológica de la escritura: la propia visión que el discurso de la letra ha tenido de sí mismo. La cultura escrita ha alcanzado su proyección institucional en la universidad y los centros académicos. Es allí donde ha encontrado su justificación y su significado últimos, amparada en un corpus de principios sustentadores de su status intelectual y social. Es, sin embargo, la propia institución académica la que, en las dos últimas décadas, ha generado, a través de la explosión de la teoría literaria, el cuestionamiento mayor de las prerrogativas y naturaleza establecida de la cultura escrita. Al cabo de más de veinte años de efervescencia teórica, puede afirmarse hoy que la teoría literaria ha entrado en una fase de madurez e incluso de esclerotización previsible en todos los movimientos renovadores después de que han superado su período de euforia inicial. No obstante, los diversos movimientos teóricos han sido los que han forzado un replanteamiento del orden canónico historicista que concibe la literatura como rígidos compartimentos cronológicos ordenados según inviolables criterios de periodización y denominación.

No es sorprendente que sea en el medio anglosajón donde la teoría ha alcanzado su realización más consumada porque es ese medio el que, a través del New Criticism, había convertido el análisis de textos en la provincia del crítico/experto, provisto de una sensibilidad y percepción singulares para desvelar los secretos de los tesoros literarios. Esa es la razón de la recuperación de Bajtín y Benjamin - reducidos antes a la marginalidad durante largo tiempo -: ambos permitieron la potenciación de procedimientos y figuras emblemáticas que rompían la normativa y el comedimiento críticos. La subversión jerárquica carnavalesca y la potenciación de los elementos técnicos y popularizantes del arte facilitan el resquebrajamiento de un status quo cognitivo y permiten la apertura a discursos y procedimientos desdeñados antes o relegados a los estadios inferiores del repertorio académico.

La revolución teórica ha surtido efectos sobresalientes: ha redefinido lo que es literario, lo ha abierto a lo otro, lo que se juzgaba como estéticamente inválido o inestimable. Entre otras cosas, ha permitido que el estudio de la literatura contemporánea sea equiparable con el de la clásica. Podemos estudiar en la universidad la última novela del premio Pulitzer o Nadal tanto como el Lazarillo o El libro del buen amor. Ahora este hecho aparece como una realidad incontrovertible, casi natural, pero, hasta no hace mucho tiempo, no ha sido así.

Además, el movimiento teórico ha desvirtuado la visión ontológica de la historia de la literatura que clasificaba autores y textos en categorías permanentes y absolutas. Ha permitido la relectura, el acercamiento al clásico desde criterios críticos actuales. Es esta reposesión de los grandes monumentos del pasado la que puede reactualizarlos de manera efectiva en un discurso cultural que potencia lo no dicho u ocurrido todavía y que está proyectado al futuro casi de manera exclusiva. De nuevo el modelo arquitectónico es instructivo. De la uniformidad y rechazo de todas las formas clásicas propias del Estilo Internacional (de la Bauhaus a Le Corbusier) se ha evolucionado hacia la reasimiliación y reconstitución de la simetría greco-romana. No para imitarlas torpe o servilmente - y de ese modo esterilizarlas - sino para otorgarles una renovada vitalidad que las haga legítimas en un edificio actual.

La teoría ha contribuido, además, a desacreditar la hegemonía de la alta cultura inequívocamente vinculada con el modelo clásico y europeo de la civilización. No es sorprendente, por tanto, que los ataques más virulentos contra ese modelo hayan procedido del extrarradio, el continente americano, aunque, de manera paradójica, sus referentes originales - desde Bajtín a Lyotard y Derrida - estén íntimamente insertos en el repertorio más centralmente europeo por sus conexiones con Hegel, Husserl y Heidegger, entre otros. Como ocurrió previamente con Marx, un movimiento emergido del código de principios europeos se revuelve, desde el exterior, contra sus orígenes en un parricidio cultural de proporciones edípicamente magnas. El posestructuralismo, el poscolonialismo, la posmodernidad contienen en su prefijo el impulso de superación de un concepto de la historia concebida como el repositorio de los valores de una civilización adscrita al enmascaramiento de la dominación bajo la máscara de una estética transtemporal. La aserción de la diferencia, lo no-común, lo múltiple e inconcluso -- quedan incluidos dentro de esta orientación nueva del hecho literario.

Como es propio de los movimientos de transformación radical, a pesar de sus efectos sobresalientes, el movimiento teórico ha evolucionado hacia la convencionalización de sus fines y procedimientos. Al principio, en los años setenta, ese movimiento teórico se benefició de la resistencia del sistema predominante que le permitió visualizarse a sí mismo como el propugnador de un cambio imperativo. Posteriormente, el movimiento gozó de la satisfacción de haber visto sus tesis convertidas en prevalecientes y sustentadoras del paradigma predominante. Hemos iniciado ya una fase de repetición y reiteración de los principios fundacionales que los hace permeables a su reconstitución futura. El nuevo siglo deparará no el ocaso de la reflexión teórica sino su reconsideración y nueva orientación.

V. La nueva cultura escrita

Urge la pregunta. Arriesgada, hipotética, pero necesaria. ¿Cómo será la nueva cultura escrita del nuevo siglo? La pregunta abarca más que la literatura y se extiende al destino de la escritura en un contexto epistémico que ha dejado de serle propicio, como le fue altamente favorable a partir de la revolución de Gutenberg y del proyecto de la modernidad intrínsecamente ligado a la letra.

En primer lugar, esa nueva cultura escrita se sabe más consciente de la relativización de su posición dentro de los parámetros de un discurso cultural multívoco e incluso cacofónico frente a la homogeneidad -- general, no absoluta y total -- de cinco siglos de modernidad. No es tanto que el proyecto moderno haya fracasado, como han pretendido sus críticos más agudos (Paul de Man, Lyotard, Baudrillard, Jameson), como que se han revelado los excesos e insuficiencias de sus ambiciosos fines. La consecuencia más inmediata ha sido la ruptura de la condición privilegiada de la alta cultura adscrita al medio de la letra y la jerarquía canónica. La literatura se orienta progresivamente hacia una integración de medios y discursos diversos que guardan escasa o ninguna relación con el acervo cultural occidental fundado en la exaltación de hitos fundamentales. Una literatura más integrada, asimiladora y descentrada parece ser un rasgo constitutivo del nuevo modo de la letra escrita.

Este hecho puede tener derivaciones incluso en el modo en que concebimos el libro que se ha mantenido fundamentalmente inalterable en su formato durante siglos. La comunicación de la palabra escrita por Internet, inmediata y económica, empieza a ofrecerse ya hoy como una alternativa viable al libro convencional. Hay un hecho cierto: la transmisión de ideas ha experimentado un cambio decisivo con la emergencia de los modos de comunicación actual.

La conexión temporal con el pasado sigue siendo un aspecto determinante de la cultura escrita. El texto se orienta hacia el presente y futuro pero, al mismo tiempo, aparece ubicado en un paradigma compuesto por otros textos que lo precedieron y con relación a los cuales está escrito. El texto asume de manera explícita o latente el pasado cultural que le precede incluso cuando está concebido contra ese mismo pasado. De modo diferente, el pensamiento científico y tecnológico está destinado a superar el pasado y a hacer propuestas nuevas. Newton supera a Ptolomeo y Einstein a Newton de modo que sus visiones son mutuamente exclusivas. No es posible decir lo mismo de Joyce con relación a Flaubert o Unamuno respecto a Fray Luis de León. Todos ellos, en sus diferencias considerables, forman parte del corpus general de la literariedad en el que se necesitan para existir el uno a partir del otro.

La cultura científica vive de espaldas a la historia o, en el mejor de los casos, tiene una visión arqueológica de los descubrimientos del pasado. La historia de la ciencia no es una materia común o central en los departamentos de biología o cibernética porque el pasado científico no genera discursividad viva en el presente. Por el contrario, el estudio de la historia de la cultura escrita es consustancial con ella y sirve para generar discursividad. El romanticismo, iconoclasta por excelencia, está enraizado en un pasado mitificado; El Lazarillo y el Buscón reviven en el Bildungsroman desde Baroja a C.J. Cela y el teatro de la existencia de Ionesco a Arrabal utiliza conocidos procedimientos dramáticos procedentes de la parodia y la farsa de la tradición dramática clásica. Por tanto, aunque proyectada hacia los nuevos procedimientos, la cultura escrita continuará activamente vinculada al continuum histórico, incrementándolo y reconfigurándolo con nuevos componentes que, a su vez, revierten sobre el pasado transformándolo.

El archivo literario ha contribuido a formar la identidad nacional. Ello es cierto, sobre todo, a partir del movimiento romántico que retrocede a los orígenes primordiales de una nación para afirmar unos rasgos diferenciales y una especificidad frente a otras naciones. Con frecuencia a su pesar, la literatura ha sido un instrumento de los nacionalismos y sigue siendo todavía en los programas educativos de muchos países el modo de producir un consenso colectivo a partir de la lengua y el arte por encima de otras múltiples diferencias de esa colectividad. La referencia nacional persiste pero la palabra escrita aparece crecientemente filtrada por una ubicación internacional de la cultura en la que la adhesión emotiva al medio personal próximo no es exclusivizante sino que se concibe como un modo de hallar una aserción personal en la impersonalidad general. La literatura parece orientarse así hacia lo individualizante y propio frente al anonimato y despersonalización de la civilización de la comunicación virtual y universal pero no directa y personal.

Desacralización parcial de la palabra escrita, equiparada ahora a otros medios; relativización del libro en favor de una textualidad múltiple e integrativa; apertura a procedimientos y métodos procedentes de campos diversos y alejados con frecuencia del acervo literario clásico y convencional. Una literatura que, como su homólogo arquitectónico, cree un habitáculo - en este caso intelectual y afectivo -- que incorpore los referentes formales y conceptuales del pasado al mismo tiempo que sea receptiva y responda dinámicamente a las necesidades específicas de habitabilidad cognitiva y estética de la actualidad. El pasado deja de ser así un lastre que arresta el movimiento y aparece como una fuerza viva que activa la textualidad. No es difícil predecir que el futuro -- más que el pasado -- seguirá determinando la próxima estética de la misma manera que ha configurado la de las dos últimas décadas. La ruptura, por tanto, y no la continuidad es la figura dominante de ese porvenir. No obstante, sigue siendo una función de la cultura escrita mantener la memoria de un pasado y reconstruir y relegitimizar -- ab origine, si es preciso -- nuestra conexión con él.

 

Referencias

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