Cárcel, dobles y epifanías en Escalas melografiadas, de César Vallejo

 

Jesús Gómez-de-Tejada

Universidad de Sevilla/IDESH. Universidad Autónoma de Chile

 

 De manera unánime la crítica ha establecido la ruptura insólita que la aparición de Trilce (1922), segundo poemario de César Vallejo, supuso para los esquemas literarios anteriores; hasta tal punto, que son muchos estudiosos los que han planteado la dificultad para explicar el profundo salto que separa estos poemas de Los heraldos negros, su obra lírica inaugural. (1) Menor acuerdo existe en torno a su pertenencia al movimiento de vanguardia, bien se trate del foco europeo o bien del hispanoamericano, ya que para algunos las resonancias modernistas en sus primeras obras --incluyendo su admiración explícita hacia Rubén Darío--, la ausencia de la temática citadina, el rechazo al nihilismo literario propugnado por el vanguardismo más beligerante, la reescritura de autores y elementos clásicos, la asunción de su identidad indígena a través de la expresión dispersa y ocasional de elementos atávicos, la presencia de motivos --la madre, el hogar, la aldea nativa, la orfandad, etc. --ajenos a los temas privilegiados por la renovación lírica iniciada en la segunda década del siglo XX , lo sitúan fuera de la órbita de la nueva sensibilidad en su sentido más convencionalmente admitido. (2)

Otros autores, sin embargo, han replanteado esta visión situando los poemas trílcicos dentro de la acción transgresora de la vanguardia. Preconizadora de esta opinión es Sonia Mattalía, quien tras desdoblar la vanguardia hispanoamericana en dos esferas, sitúa al autor peruano en el epicentro de una de ellas, concretamente en aquella “que busca insertar el campo de sus propuestas dentro del propio sistema hispanoamericano, haciendo uso de sus propias fuentes y recursos y que mantiene una relación más relajada con la tradición inmediata” (Mattalía 337). Para la autora la convivencia cronológica de esta facción del insurrecto espíritu artístico con los movimientos regionalistas e indigenistas, puede convertirse en la vía de explicación que dilucide el alejamiento vallejiano de “el costumbrismo urbano y el cosmopolitismo para acercarse a la temática rural en la producción narrativa de los primeros años” (338). (3)

Un año más tarde, en 1923, de la misma imprenta de la penitenciaría de Lima donde se elaboró la primera edición de los poemas trílcicos saldrían los relatos en prosa poética de Escalas melografiadas que confeccionan una colección cuyo espíritu, tema y estilo guardan íntima conexión con el libro anterior, hecho el cual ha sido extrañamente obviado por la mayor parte de la crítica estudiosa de la obra de Vallejo, quizás porque, como señala Antonio Merino, “poco o nada se ha escrito de este “otro” sueño, de esta otra “redención del hombre” que supone la obra en prosa donde Vallejo sigue descifrando su mundo y añadiendo nuevos elementos hasta componer una presencia totalizadora” (16). Para Mattalía dichos textos se erigen en bandera de ese ala de vanguardia hispanoamericana más afín a lo vernacular y atávico, cuya acción renovadora se asemeja a la que en el continente europeo produjeron los movimientos transgresores de las primeras décadas del XX (337).

Ambas obras aparecen profundamente marcadas en sus motivos, formas y lenguaje por dos acontecimientos luctuosos en la vida de Vallejo: la muerte en 1918 de su madre y la prisión injustificada sufrida durante ciento doce días por el poeta entre los años 1920 y 1921. Además, sus desengaños y pasiones amorosas alcanzan también un importante espacio en los asuntos que insistentemente resuenan en los versos y prosas de estas composiciones: su sobrina Otilia Vallejo, María Rosa Sandoval, Zoila Rosa Cuadra (a quien llama Mirtho) y Otilia Villanueva. Diferentes mujeres que, en gran medida, como afirma Américo Ferrari, aparecen fusionadas en una figura femenina única: la amante, la cual, a menudo y en especial para subrayar su pérdida, se presenta identificada con el ente materno ausente, en un conjunto de evocaciones “de marcada trascendencia y vinculadas con las obsesiones vallejianas de la existencia y de la muerte” (“Introducción” 161).

Un cierto porcentaje de los poemas de Trilce fueron compuestos durante la estancia en la cárcel de su autor y, de igual manera, algunos de los relatos que forman parte de Escalas melografiadas fueron alumbrados entre las opresivas cuatro paredes de su celda. La parcial simultaneidad de composición y las coincidencias temáticas y formales subrayadas con anterioridad hacen posible que algunas de las interpretaciones que se han realizado en torno a los poemas de dicha colección puedan aplicarse a su vez a los relatos correspondientes al libro citado; del mismo modo, el análisis y comprensión de estas narraciones podrían posibilitar una mayor profundización en la hermenéutica de su críptico lirismo (Ferrari, “Introducción” 163). (4)

Estructuralmente, Escalas melografiadas presenta una división en dos grupos de relatos, los cuales mantienen entre sí una íntima relación que contribuye a la cohesión interna del conjunto de textos y a dotar a cada relato de una significación más profunda y abarcadora. En la primera sección, titulada “Cuneiformes” se construye el espacio físico principal --los cuatro muros de la prisión que habita el narrador-- a partir del cual se van a percibir los acontecimientos y personajes de los relatos de la segunda parte, “Coro de vientos,” incluso de aquellos que se sitúan en ambientes distintos. De igual manera, en estos seis primeros relatos se introducen también la controvertida percepción de los amenazantes límites que ensombrecen el devenir humano y el asunto del doble, que en la figura del compañero de celda se ofrece como reflejo de la amarga situación vivida. Este último aspecto se contempla en “Muro Occidental” desde una doble referencia: el narrador contempla a su camarada desde la propia prisión o, ya desde el exterior, rememora su propia imagen convicta: “Aquella barba al nivel de la tercera moldura de plomo” (Vallejo, Obras completas 25).

Tanto el título general de la obra como los nombres con que se designan las dos secciones en que se divide el libro admiten una significación más o menos plurivalente. Así, la expresión “escalas melografiadas” se ha interpretado en su evidente dimensión musical, es decir, como el posible conjunto de notas o tonos en los que puede descomponerse el espectro rítmico susceptible de ser reproducido por un instrumento. En ese sentido, Merino y Mattalía afirman que las narraciones que integran la obra configuran los diversos tonos y ritmos de la experiencia vital del ser humano, de forma que los textos se convierten en instrumentos musicales que a través de su prosa poética permiten interpretar cada una de las “notas” y matices experienciales del sujeto (Merino cit. en Vallejo, Narrativa completa: 8; Mattalía 338).

Merino y Trinidad Barrera recurren a un texto de la prosa vallejiana, editado con otras notas en Contra el secreto profesional, donde el autor peruano relaciona el origen de la música y de su escala con el descubrimiento del tiempo y del reloj, con la concienciación “de la marcha de las cosas, del movimiento universal” (Vallejo, Obras completas 3: 41). Para Merino este texto nos sitúa “en las distintas secuencias tonales del tiempo (vivencial y de evocación) que acompañarán al desarrollo dramático de los relatos” (cit. en Vallejo, Narrativa completa: 9). Las doce prosas, por tanto, como las doce horas del reloj que escalan el día a día del hombre y de su realidad, van a desarrollar la doble dimensionalidad temporal del ser: por un lado, su realidad cronológica y tangible, y, por otro, una realidad no física, sino de íntima remembranza evocativa. (5)

“Escalas” pues, además, como los diversos puertos de destino de un periplo real y onírico: el de la existencia. Es un recorrido a través de todo un paisaje de dolor y sufrimiento perteneciente a una geografía inmediata, pero a la vez actualizada en el recuerdo. Se trata de un viaje emprendido desde la imposibilidad física de la reclusión del cuerpo en un presente estancado, que se hace pasado y futuro por medio de un solapamiento continuo que configura esta doble temporalidad del ser humano y que se expresa musicalmente a través del cauce de una prosa sumamente lírica.

Por su parte, la designación del primer grupo de relatos bajo el término “cuneiformes” podría aludir a un tipo de escritura primigenia y críptica, “mezcla de ideograma y fonograma” (Mattalía 338), de amplio espectro interpretativo. Por otro lado, también podría referirse a un tipo de máquina simple, un objeto en forma de cuña colocado entre dos espacios para separarlos. Esta última interpretación apunta a la intención exorcizante y compensatoria de estos textos, que escritos en un contexto hostil y opresivo son situados entre los cuatro tabiques carcelarios para hender su solidez en busca de un resquicio de libertad. En este sentido, se presenta al yo narrador sojuzgado por la ambivalencia temporal que conforma su desolador e inmediato presente, junto con los efluvios narcotizantes de un pasado recuperado y deformado por la memoria y el lenguaje poético. En “Muro este,” teniendo presente esta intención catártica, tal vez pueda intuirse al propio autor ante el desafío de transcribir líricamente la angustia penitenciaria como medio de expulsarla de su interior: “Así, a través del acto de escribir, tanto el espacio del poema [y del relato] como el espacio del yo poético se concretizan, se identifican, se subjetivizan, a la vez que transmiten una realidad inexistente” (Abel-Quintero 285).

En último lugar, el título de la segunda sección de la obra añadiría nuevas resonancias melódicas al significado general. La denominación “Coro de vientos” aporta matices de pluralidad y voces de orquestación natural que abren, en un sentido íntimo, el espacio contextual del individuo, quien abandona el ámbito penitenciario para ocupar esferas más amplias que, sin embargo, de modo inextricable le conducen a una reclusión de hondura más doliente y privativa, la de la vida sufrida como condena, como exilio y carencia.

Ya desde el primer relato, “Muro noroeste,” se plantea el concepto de límite como conflicto --uno de los principales asuntos que obseden al autor-- ampliable a distintos ámbitos de la existencia y cuya explicación para el hombre es de difícil, imposible, aprehensión:

El hombre que ignora a qué temperatura, con qué suficiencia acaba un algo y empieza otro algo; que ignora desde qué matiz el blanco ya es blanco y hasta dónde; que no sabe ni sabrá jamás qué hora empezamos a vivir, qué hora empezamos a morir, cuándo lloramos, cuándo reímos, dónde el sonido limita con la forma en los labios que dicen: yo… no alcanzará, no puede alcanzar a saber hasta qué grado de verdad un hecho calificado de criminal es criminal. El hombre que ignora a qué hora el 1 acaba de ser 1 y empieza a ser 2, que hasta dentro de la exactitud matemática carece de la inconquistable plenitud de la sabiduría. (Vallejo, Obras completas 2: 14-15)

 

Partiendo de una reflexión sobre la incapacidad del hombre y sus instituciones para establecer unos mecanismos apropiados destinados al discernimiento entre lo justo y lo ímprobo, Vallejo extiende dicha impotencia al deslinde de contrarios tales como la vida y la muerte, la unidad y la fragmentación, lo corpóreo y lo intangible. En cuanto a los límites temporales, la concepción del autor fragmenta la linealidad convencional de un tiempo sucesivo fundamentada en el triple eje pasado-presente-futuro, para instalarse en una noción basada en su percepción íntima, en la cual, los acontecimientos reales se yuxtaponen a los eventos rememorados en la conformación de un tiempo, no simultáneo, sino solapado, en que el presente se vive como pasado o futuro, y pasado y futuro se perciben como presente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esta percepción del tiempo se desarrolla en un espacio concreto, real, angustioso, asfixiante, que, precisamente por ello, la justifica y la potencia como vía de fuga ante un presente estancado.

En “Muro Antártico” y en “Alféizar” el recluso protagonista de los textos recogidos en “Cuneiformes” va a desdoblarse temporalmente desde un desolado presente hasta un pasado reconfortante y protector simbolizado en el hogar, la figura materna y la iniciación sexual, todos ellos elementos de la infancia. En la evocación y en la visión onírica de su pasado, el narrador abre una ventana más allá de las paredes de su celda en un deseo infructuoso de eclosionar la lastimera actualidad que lo enferma y a la que se añade la toma de conciencia de las huellas del tiempo y, por ende, de su propia muerte. El enfebrecido sueño sexual abortado por su condición incestuosa en “Muro Antártico” y, en última instancia, la irrupción abrupta del momento actual a través de la voz del alcaide dinamitan el edificio rememorativo y cualquier tentativa de huida. Igualmente, en “Alféizar,” el hueco abierto al paisaje hogareño de la niñez es deshabilitado por la amarga premonición emanada de las palabras de la madre que augura, desde el pasado, un futuro carencial y desprotegido, materializado en la situación carcelaria presente.

La dificultad invencible para resolver dicho conflicto temporal cristaliza en la incapacidad del yo narrador para deslindar las esferas de la vida y de la muerte o de la razón y de la locura, núcleos temáticos vertebradores de “Más allá de la vida y de la muerte” y de “Los caynas” y, aparte de los relatos contenidos en Escalas melografiadas, del conjunto de su producción. (6) En el primero de estos relatos, la indiferenciación entre ambas dimensiones es extremada hasta el punto de crear una nueva realidad, un espacio insólito donde supuestos vivos y difuntos confunden sus estados, y donde los personajes quedan incapacitados para discernir la realidad, abrumados por la quimérica pero tangible materialidad de los acontecimientos. En ese sentido, André Coyné afirma que “si ignoramos la frontera entre la inocencia y la culpabilidad, igual que entre la razón y la locura, también ignoramos qué es lo que divide la vida de la muerte o un yo de otro yo y, por otra parte, por qué eso es eso y no aquello y aquello, aquello y no eso. La obsesión de los límites, y de cuanto se opone y excluye, nos perturba y confunde, bajo las formas diversas” (cit. en Barrera 327).

Así, la madre muerta hace años y el hijo vivo que vuelve al hogar a visitar su tumba, comparten la incredulidad ante la visión del otro al que creen muerto, la fantasmagoría del aparecido se desdobla al diluir la frontera entre la vida y la muerte, recurso que se retuerce hasta la explosión del absurdo en la impotente carcajada del sujeto narrador: “Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita encanecida. Y nada. Yo no creía nada. / –Sí, te veo –respondí–, te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible. / ¡Y me reí con todas mis fuerzas!” (Vallejo, Obras completas 3: 37).

El actante que regresa al pueblo de los caynas sufre, por su parte, una situación análoga, con la salvedad de que el conflicto limítrofe se produce entre los conceptos de locura y razón. A medida que transcurre la acción, la inicial irracionalidad de uno de los personajes, Luis Urquizo –el loco del lugar–, se va haciendo extensible, en primer término, a su familia, y, de modo progresivo, a la totalidad de los habitantes del pueblo, a excepción del narrador. De nuevo, el diálogo entre los personajes, esta vez entre padre e hijo, posibilita la anulación de los lindes entre ambos espacios –el de la enajenación y el de la cordura–, y la construcción del absurdo, resuelto nuevamente en desencajada risa. De igual manera, la confusión entre los estados de uno y otro tiene como consecuencia la indeterminación de la categoría, en este caso mental, en que se insertan los sujetos de la acción. Además, la revelación final según la cual el narrador resulta ser un interno de un sanatorio mental, desencadena un torrente de nuevas preguntas destinadas a difuminar aún más la separación entre la demencia y el recto juicio (Vallejo, Obras completas 3: 69).

Aunque en “Liberación” no aparezca el motivo vinculante del viaje de regreso al hogar natal compartido por los dos relatos anteriores –en “Los caynas” este retorno al origen, a través de la obsesiva regresión simiesca que enajena a los habitantes del pueblo, cobra una dimensión mayor como regreso al origen de la especie– (Vallejo, Narrativa completa 25), este texto sí se relaciona con ellos en cuanto al proceso narrativo que implica el desvanecimiento de los límites reales entre la vida y la muerte, así como la articulación de un final abierto cercano al ilogismo o a lo fantástico.

Palomino, el obsesionado personaje del cuento, revestido de un aura fúnebre por la sentencia de muerte que pende sobre él, encuentra en su ambigua salida de presidio –ya a través del indulto, ya a causa de ser envenenado– la libertad ansiada. La enajenación causada por el miedo a ser víctima de sus enemigos conduce al protagonista a una muerte en vida –contenido primordial en la prosa y la lírica atormentada de Vallejo– de la que es liberado, finalmente, si no con su excarcelación, con su asesinato. En el clímax narrativo, una vez más, la enloquecida lucidez o la incomprensión ante lo irracional cristaliza en la “absurda alegría” del protagonista (Vallejo, Obras completas 3: 50). Ante la estremecida mirada del narrador principal, este saluda a alguien –muerto o vivo– que “avanza hacia nosotros, a través de la cerrada verja silente e inmóvil” (Vallejo, Obras completas 3: 51).

La elaboración del absurdo en los relatos de este volumen se realiza de un modo progresivo, las alusiones fantásticas y esotéricas van jalonando la narración hasta alcanzar su cenit en la concurrencia de un enigmático y oscuro suceso de tintes sobrenaturales, cuyo carácter inquietante se va a convertir en “el umbral que parte en dos la escena” (Vallejo, Narrativa completa 18). El hecho se sitúa como el pórtico a través del cual se produce la disolución de los racionales límites que establecen la separación entre el mundo terrenal y el de ultratumba, la división entre la cordura y la demencia, entre lo ilógico y lo racional. Perturbador suceso relacionado con apariciones fantasmales y epifanías de seres ultramundanos cuya presencia, en ocasiones añorada y deseada por el propio personaje perceptor del hecho paranormal, despierta en el espectador un variado abanico de sensaciones: la angustia provocada por la incomprensión y la incredulidad (“Más allá de la vida y la muerte,” “El unigénito,” “Los caynas”), la aceptación alegre o estremecida de lo insólito (“Liberación), la perplejidad ante lo inexplicable y misterioso del doble (“Mirtho”) o la interpretación del propio destino frente al aparecido –símbolo del otro– (“Cera”).

La diferencia entre la lírica y la prosa es que en sus narraciones, fundamentalmente en los seis relatos que componen “Coro de vientos,” Vallejo parece obligarse a explicar la materialización de sus obsesiones existenciales por medio de un fondo fantasmagórico y onírico que sustrae a los personajes y a los acontecimientos la plenitud de su realidad. Hay toda una serie de mecanismos literarios destinados a prevenir al lector de la naturaleza extraordinaria –aún para el mismo narrador– de los sucesos referidos a continuación, de forma que todas las escenas relatadas mantienen “el discurso narrativo en los límites de la lógica hasta que un suceso ‘perturbador’[…] rompe ese aire familiar y trastoca el mundo real” (Vallejo, Narrativa completa 18): apóstrofes donde se explicita la incredulidad del relator de los hechos, elementos atmosféricos que actúan a modo de lúgubre presagio, primeras sensaciones esotéricas, somatización inexplicable del angustiado sufrimiento de un alma luctuosa.

Destinado a tal fin, parece el recurso de presentar la mayor parte de los relatos de “Coro de vientos” narrados por una segunda voz, es decir, uno de los personajes de la historia relata a su vez sucesos de su propia experiencia, de tal modo que el narrador principal es absuelto de toda responsabilidad sobre la condición fantástica de los mismos, sin embargo, la “objetividad” del narrador –en “El unigénito,” “Mirtho,” “Liberación”– termina envuelta, a menudo, en el mismo aura de enajenación que irradiaba la entelequia relatada.

La impugnación de los deslindes establecidos convencionalmente entre conceptos contrarios como los ya vistos, se amplían en otros relatos de Escalas melografiadas a las nociones, recurrentes a lo largo de la obra vallejiana, de unidad, duplicidad y fragmentación. Según Ferrari, igual que “la del tiempo, la angustia del amor y la sexualidad se relaciona, pues, en Vallejo con la obsesión de la unidad rota” (“César Vallejo entre la angustia y la esperanza” 33). En palabras de este crítico, dentro de la simbología numérica del autor de Trilce, el dos se convierte en la representación de la unidad mítica, en cuanto “reunión de los unos separados” (29). A través de este término, tal y como señala André Coiné (cit. en Barrera 321), se representa conjuntamente la figura materna y la de la amada en el ámbito de la relación amorosa. La imagen femenina como figura de salvación engloba todas las manifestaciones del género en la literatura vallejiana, de modo que tras la mujer amada, tanto en Trilce como en Los heraldos negros, subyace, con frecuencia, la presencia de la madre. Barrera postula en este sentido que “[e]sposa, madre, hermana, amante… todo se confunde en el panteísmo erótico vallejiano como sinónimo de salvación” de forma que “la consideración de la amada como madre era habitual” desde su primer poemario (321).

En estas interpretaciones puede fundamentarse la explicación de la inquietud sufrida por el joven amante de “Mirtho” (7) que, abrumado por las numerosas acusaciones de amigos de toda confianza, reconoce el carácter doble de su enamorada, al declarar a su confesor y narrador principal del relato que su “amada es 2” (Vallejo, Obras completas 2: 72). Aunque no aparece reflejado en el texto, ni siquiera de modo implícito, la segunda mujer, a quien el entorno próximo al protagonista percibe como alguien distinto a Mirtho y, sin embargo, resulta ser un ente ajeno tanto al conocimiento de esta como al del perplejo mozo, podría ser identificada, en función del universo literario vallejiano, como la imagen de la madre.

En el pequeño epílogo final, la voz del narrador intradiegético receptor de la historia, se hace partícipe de la fantástica experiencia al creer sentir “a ambos lados del agitado mozo, dos idénticas formas fugitivas” (Vallejo, Obras completas 2: 76). Este recurso contribuye a potenciar la idea de que la anécdota relatada se basa en la pareja madre-hijo y en la irradiación de este binomio hacia otras figuras femeninas a través de su equiparación con el ser materno. Inconscientemente, el individuo proyecta en la joven la imagen de la mujer que le dio a luz, símbolo de la unidad y la salvación, sin embargo, la simbiosis entre ambas es irrealizable en el nivel de la realidad social –representada por los conocidos, que son quienes se empeñan en diferenciarlas–, de modo que para Vallejo y su personaje “[l]a realidad debe ser una, pero apenas intuida como unidad, la vida revela su dispersión, su irrefrenable heterogeneidad, erizada de lindes” (Ferrari, “César Vallejo entre la angustia y la esperanza” 16).

 El ilogismo de la situación resultante de la duplicidad de la identidad de la mujer querida, de su desdoblamiento en otra, por un lado, es reforzado por la semejanza física entre las dos féminas –circunstancia declarada a través de los amigos que denuncian la infidelidad del joven–, la falta de conciencia que los enamorados manifiestan ante el hecho que solamente disciernen los demás, y el incierto final, en el que la ambigüedad de la personalidad de la mujer se quiebra nuevamente al asombrarse ante el nombre de una supuesta rival. Además, por otro lado, la certidumbre de la quimérica dualidad es, igual que ante otros hechos contados en esta colección, matizada y relativizada por el mismo relator que hace preceder sus declaraciones de abundantes expresiones de desconfianza hacia lo afirmado. A lo que se añade, nuevamente, el recurso de la risotada del oyente para restar verosimilitud a las palabras escuchadas.

Las alucinógenas epifanías del doble cobran una dimensión aún más enfermiza y devastadora en “Cera,” peripecia de ribetes oníricos vivida por un jugador de dados profesional, quien en el ambiente depravado del barrio chino limeño descubre el signo inextricable de su fatum. El narrador y espectador de los hechos reconstruye el proceso de fabricación de los cubos modelados por Chale en un intento de crear su propia suerte, de gobernar su destino. A continuación, da fe de la fama alcanzada por el tahúr y, por último, relata la encrucijada que lo sitúa ante la fantasmagórica presencia de la muerte, evanescente duplicación de su propio yo, frente al cual nada podrán sus malhadadas artes, puesto que su victoria en la postrera apuesta supondrá el fin del personaje.

Para Xabier Abril, “la idea del ‘doble’ aparece por vez primera en la prosa de Vallejo mucho antes que en su poesía” (87), probablemente, al menos en principio, sugestionado por la lectura del relato de Edgar Allan Poe “William Wilson” (8). Las imprevistas e inexplicadas apariciones de un enigmático individuo van marcando la vida del personaje en el texto de Poe. Progresivamente, el desconocido va concretándose como un ser idéntico al protagonista. Las similitudes entre los relatos de Poe y Vallejo llegan en su aspecto anecdótico a situar a sus entes de ficción en sendas partidas de azar y a convertir a Wilson y Chale en verdaderos magos de la baraja y los dados respectivamente. La falta de certezas, la descomposición del ánimo y una inefable sensación de atonía ante la omnipotencia de un destino inexorable son efectos coincidentes en estos personajes sobrecogidos por la estampa aterradora del otro. Aunque, en “Cera” no se da la exacta equivalencia física que aparece en su precedente narrativo, si se produce la duplicación en el efecto que los jugadores causan en la sala, en la apostura de su presencia, en el aura de triunfo que emana de ellos. Su “yo espectral” absorberá, con su llegada, todo el deificante oropel de leyenda de jugador invencible ostentado por el chino y sellará el destino de este en una última tirada: “Apenas este personaje tomó una posición junto al tapete […] El señorío de Chale y todas sus posturas de sortilegio se acabaron. […] Chale parecía triturado por aquella mirada, mutilado” (Vallejo, Obras completas 2: 88-89).

La visión del doble, (9) el encuentro del yo con su idéntico antagonista, supone una revelación de la propia conciencia, del dolor inmanente al ser humano; al encontrarse cara a cara con los ojos de su contrario –que, al mismo tiempo, es su igual, “Lomismo”–. El hombre toma conciencia de su culpa, heredada a través de su nacimiento, el destino se le aparece omnímodo e incontestable, la muerte alcanza su dimensión más incontrovertible, porque “[l]a vida se descubre en su densidad cuando el sufrimiento hace mella en el cuerpo” (Vélez 846). Vallejo así lo había señalado en su poema “Los heraldos negros:” “Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como charco de culpa, en la mirada” (Vallejo, Obra poética completa 59).

El encuentro fatal e inesperado llena de sorpresa angustiada al yo; la aparición, envuelta en una atmósfera espectral y alucinada le devela la sufriente esencialidad de su ser motivada por la orfandad existencial que constriñe su vida y que es asumida en ese mismo momento. Todo ello sin que pueda comprender plenamente su significado ni su causa, es decir, el sentido de tanto dolor, el por qué el mismo Dios se manifiesta impotente ante el destino absurdo de su criatura, su ansiosa incertidumbre se expresa en un luctuoso “[¡] Yo no sé!” El doppelgänger se convierte así en un heraldo de la muerte o la desgracia, de la fragmentación y la ruptura, en el funesto augurio revelador de la imposible felicidad del ser humano sobre la tierra, de la quimérica fusión con la Unidad.

Una vez más, lo absurdo eclosiona al final del relato cuando nadie sino Chale y el narrador –que al final en una nueva grieta de los esquemas lógicos del lector, convierte su propia figura en un espectro intangible al afirmar que “cualquiera habría asegurado que yo estaba allí. Pero no. Yo no estaba allí” (Vallejo, Obras completas 2: 91)– son conscientes de la amenaza que se cierne sobre el ventajista chino. La invisibilidad de un hecho tan ostensible fractura definitivamente la realidad de la escena y termina por anular los ya mermados límites entre lo racional y lo absurdo que aún se mantenían en el relato: “Sin que nadie, absolutamente nadie, menos el chino, pudiese advertirlo, extrajo del bolsillo su revólver, acercólo sigilosamente al cerebro de Chale, y, la mano en el gatillo, erectó el cañón hacia aquel blanco. Nadie, repito, percibió esta espada de Damocles que quedó suspendida sobre la vida del asiático” (Vallejo, Obras completas 2: 91).

Una última epifanía, esta vez con ecos de la mitología cristiana, tiene lugar en “El unigénito,” donde la relación platónica y aséptica de la pareja protagonista culmina en un beso apasionado pero fatal, que causará la muerte de ambos y, al mismo tiempo, supondrá la inmaculada y romántica fecundación de un nuevo ser, en un proceso similar al que los seguidores de Cristo narran en sus Sagradas Escrituras (Vallejo, Obras completas 3: 66-69). (10) Sin explicación, sin que el lector ni el personaje puedan llegar a comprender las causas de sus sensaciones ni de lo acontecido, es introducido en las líneas finales del cuento –técnica que se ha demostrado recurrente en todos los textos de “Coro de vientos”– el hecho más perturbador de la historia. En el último párrafo, que, una vez más funciona a modo de colofón epilogal, el frustrado esposo, sin percatarse de ello, aunque obsedido por una inquietud inefable, entra en contacto con la maravillosa imagen de un niño, fruto del acendrado y espiritual amor de Nérida del Mar y Marcos Lorenz. El advenimiento del impúber “extremadamente hermoso y melancólico” prefigura, al preceder la aparición del insecto negro que revolotea en torno a Walter Wolcot, la llegada de un oscuro heraldo portador de funestos presagios, puesto que tal y como señala Carlos Villanes Cairo la mosca es “mensajera de la muerte” (760).

En definitiva, la estructura de Escalas melografiadas aparece fuertemente cohesionada a través de las íntimas relaciones que se establecen entre los cuentos pertenecientes a las dos secciones que configuran la obra. En “Cuneiformes” se crea la atmósfera y el espacio que a través de una anécdota más desarrollada se va a repetir en “Coro de vientos.” La esfera carcelaria se convierte de este modo en reproducción simbólica a “escala” de la prisión que para el hombre supone la vida en la tierra, de los opresores límites causantes del sinsentido de su existencia y del tiempo que a pesar de su fluir continuo permanece estancado en una monotonía asfixiante. En el primer grupo de relatos se introducen los motivos del sueño y la evocación retrospectiva, del doble, de la injusticia, de la enajenación, que, a continuación, serán retomados y reescritos en los otros seis cuentos restantes. Por otra parte, la vinculación también se produce entre los textos propios de cada sección, de forma que si en “Cuneiformes” los nexos estructurales son la cárcel y el presidiario, en “Coro de vientos” los lazos de vertebración de las distintas narraciones pueden encontrarse en “la escisión del ‘yo’” (Mattalía 341), en el cuestionamiento subversor de los límites entre términos contrarios, en las recurrentes epifanías de entes fantasmales –relacionados generalmente con la figura del doble o doppelgänger– y la técnica narrativa a través de la doble voz en primera persona del “testigo y el actor” (Mattalía 341).

En esta serie de relatos, a través del absurdo (11) o del recuerdo, Vallejo rompe –o desdibuja, al menos– las, a priori, nítidas y tajantes fronteras entre la vida y la muerte, entre el pasado y el presente, entre la locura y la razón. Los personajes de Vallejo perciben el sinsentido de su situación –de su existencia– para el cual no encuentran explicación. En el proceso de búsqueda de respuestas a los interrogantes que plantea el tangible sufrimiento de un dolor y de una culpa injustificados e indescifrables, manifestado en el angustiado “Yo no sé” que pronuncian de modo reiterado sus protagonistas, Vallejo sitúa a sus seres de ficción en un tiempo y un espacio irracional, en la confluencia de dos dimensiones antagónicas. El autor configura una esfera de idealismo lírico, una realidad distinta de la que nos ofrece el positivo racionalismo, a través de la cual trata de sobreponerse a la injusticia, al ilogismo y a los estrechos límites del inextricable destino del ser humano.

 

Notas

(1). Ferrari afirma que “La crítica no tenía asideros, no tenía normas ni patrones para juzgar esa escritura y medir esa libertad, ni siquiera los pocos críticos que en el Perú seguían más o menos de cerca el movimiento de las vanguardias en Europa y en América,”, puesto que “el lenguaje de Trilce expresa una emoción inédita y el poeta lo crea a medida que lo halla, como si nunca hubiera habido escritura. Ello no excluye en absoluto el conocimiento de y las afinidades con la poesía de su época, en particular a través del ultraísmo” (“Introducción” 164).

 

(2). Para Julio Ortega la relación de Trilce “con los movimientos poéticos de la vanguardia europea son complejos y coincidentes: la exploración de Vallejo está conectada a la liberación formal de esos movimientos, pero no es posible deducirla de ellos” (Ortega 101). Por su parte, Abril afirma con vehemencia que el estilo de esta obra excede de “el patrón o el modelo de la literatura vanguardista” a pesar de que la crítica o parte de ella la circunscribiera “dentro de tal tendencia,” puesto que, frente a esta modalidad literaria, Trilce manifiesta una profundidad humana, una asociación entre lo nuevo y la tradición clásica y una renovación del lenguaje sustentada en su “vivencia prístina” (Abril 17-20). Igualmente, Ferrari postula que “es erróneo asimilar Trilce a la poesía experimental de las vanguardias,” ya que “la poesía de Trilce no es ‘experimental,’ sino ‘experiencial,’ procede de una experiencia profunda, personal y señera de la libertad de la palabra, e, indisociablemente, de los límites de esta libertad” (“César Vallejo entre la angustia y la esperanza” 19-20).

 

(3). La otra “ala” de la vanguardia a que hace referencia la autora es aquella “que busca insertarse en el ámbito internacional, atenta a las transformaciones de los movimientos europeos, que mantiene una actitud iconoclasta frente a la tradición literaria precedente” (Mattalía 337-338).

 

(4). Merino (y con él otros autores) enumera los poemas trílcicos más relacionados, desde un punto de vista temático y estructural, con Escalas melografiadas: I, II, XVIII, XLII, L, LXIV, LXX, LXXV (Merino 9). En cuanto a Los heraldos negros el poema de título homónimo, “La de a mil,” “Los dados eternos,” y aquellos que componen la sección “Canciones de hogar” son los más citados por la crítica a consecuencia de su vinculación con dicho libro de relatos.

 

(5). Según afirma William Rowe para el análisis y discusión de la concepción del tiempo en la obra de Vallejo se toma como premisa la distinción entre “tiempo cósmico (o cronométrico) y el tiempo fenomenológico” (297) o entre sus variantes terminológicas “tiempo objetivo frente al subjetivo, el tiempo de reloj frente al tiempo biológico” (297) o, también, “tiempo trascendente” frente al “tiempo inmanente al ser” (297); sin embargo, para este autor “[u]na vez que el tiempo está dividido, desaparece la separación entre el tiempo fenomenológico y el tiempo externo o cronométrico, porque el tiempo siempre está fuera de sí mismo” (302).

 

(6). El tema de los límites entre la vida y la muerte ha sido tratado con profusión por Vallejo. Como ejemplo de dicho asunto en su producción en prosa puede citarse un fragmento de una de las notas que componen Contra el secreto profesional: “Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba. De aquí esa irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba. Sólo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras que la tumba se nutre de la muerte del hombre” (Vallejo, Obras completas 3: 23).

 

(7). Merino identifica el nombre de Mirtho, por un lado, con el de “Myrtocleya,” personaje de Afrodita (1908), novela de Pierre Louÿs y, por otro, con Zoila Rosa Cuadra, breve amante del autor en 1917 (23).

 

(8). Abril preconiza igualmente la influencia indudable del texto de Mallarmé titulado “Un coup de dés jamais n’abolira le hasard” y evidentes resonancias de obras como Igitur ou la folie d’Elbehnon también de Mallarmé, el anónimo oriental “Nala y Damayanti,” así como la presencia de ciertos elementos de la escritura nietzscheana (87).

 

(9). Otro texto en prosa donde Vallejo desarrolla el tema del doble es en un fragmento de Contra el secreto profesional (Vallejo, Obras completas 3: 43-44).

 

(10). En “Vocación de la muerte,” Vallejo traza una reescritura de Jesucristo, figura perteneciente a la mitología cristiana, considerado hijo de María, que lo concibe de manera milagrosa. En el relato el tratamiento otorgado a Jesús es eminentemente terrenal y, tras su súbita muerte, es suplantado por otro joven de “gran hermosura,” su doble, que de manera simultánea al óbito, recibe la revelación que lo convierte en Hijo de Dios (Vallejo, Obras completas 3: 66-69).

 

(11). James Higgins señala que “La poesía de Vallejo es un testimonio del absurdo: el hombre vallejiano vive en un mundo ilógico, desordenado y caótico, donde la vida es vacía y sin sentido […] Vallejo está convencido de que el hombre debe tomar conciencia del absurdo si quiere superarlo” (240).

 

Bibliografía

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