Perversiones espectaculares y espectadores perversos en

Viridiana y Belle de Jour de Luis Buñuel y Magical Girl de Carlos Vermut

 

Salvador Gómez Barranco

The Graduate Center, CUNY

 

 

No han sido pocos los críticos de cine que han señalado a Magical Girl como la mejor película española de 2014. Su largo camino de reconocimientos internacionales se inició con su éxito indiscutible en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde se alzó con la Concha de Oro a la mejor película y con la Concha de Plata al mejor director para Carlos Vermut. La interpretación de Bárbara Lennie, pese a no ser distinguida en dicho festival (probablemente por la política interna de no premiar a la misma película en más de dos categorías), fue destacada enseguida como uno de los grandes valores de Magical Girl, en donde interpreta a Bárbara, una mujer de clase acomodada que mantiene una relación sadomasoquista con un psiquiatra y que se ve envuelta en una oscura trama de chantaje. Para Lennie, que ya posee una experiencia dilatada como actriz de cine y de teatro, Magical Girl supone el salto definitivo a la primera línea de la interpretación en España, dada la relevancia adquirida por la película, aclamada casi unánimemente, además de por la crítica, por el público e incluso por otros cineastas: Pedro Almodóvar se refirió a ella como “la gran revelación del cine español en lo que va de siglo” (El Deseo), comparando a Vermut con Erice y Zulueta, en tanto que éstos también habían impactado al director manchego con sus segundas películas (el primer largometraje de Vermut, Diamond Flash, de 2011, pasó comercialmente desapercibido aunque algunos grupos cinéfilos ya vieron en él una pieza de culto) (1).

Carlos Vermut forma parte de esa generación de cineastas jóvenes a la que Carlos Losilla retrató en su artículo “Un impulso colectivo”, y a la que creía ver como un nutrido y conectado grupo de creadores que apuesta por la experimentación formal, con intereses y estilos muy diversos y cuyas propuestas fuerzan a menudo las fronteras del relato tradicional (Losilla 2013). En dicho artículo, previo al estreno de Magical Girl, Losilla situaba a Vermut en un “terreno intermedio” entre los cineastas que buscan presencia en la industria y los que experimentan sin atender demasiado a su target. Vermut, dibujante profesional, ha señalado entre sus influencias el cine asiático (especialmente el surcoreano y el japonés), el cine de autor europeo (con directores actuales como Michael Haneke, Pedro Almodóvar, Giorios Lanthimos; y otros anteriores como Jean-Luc Godard o Ingmar Bergman), así como el mundo de los comics y el manga, proponiendo una combinación de referentes muy variados e intergeneracionales.

Algunos críticos han identificado en Magical Girl guiños a Luis Buñuel (2) y, aunque el propósito de este trabajo no sea rastrear la influencia buñueliana en la cinta de Vermut (llena, por otra parte, de “citas” intertextuales no sólo cinematográficas sino también musicales o literarias, más o menos explícitas), sí se propondrá el análisis comparativo con Viridiana (1961) y Belle de Jour (1967) desde un aspecto concreto que las une significativamente: la manera en que las tres cintas deciden tratar ciertos comportamientos tales como el masoquismo femenino, el fetichismo y el voyerismo o escopofilia, tradicionalmente considerados desviaciones, patologías o perversiones sexuales. La hipótesis de este trabajo es que en las mencionadas películas se establecen pactos espectatoriales muy similares: lo perverso no se expone sólo como cualidad de los personajes sino también del espectador, que es incorporado como pieza clave para la reconstrucción de las tramas —por momentos ambiguas, abiertas a diversas interpretaciones— en función de sus propios deseos y percepciones. Este juego de “colaboración necesaria” que se plantea al espectador tiene que ver, sobre todo, con aquello que se muestra en pantalla y lo que no, con lo explícito y con lo sugerido, así como a través de una compleja construcción psicológica de unos personajes que sabotean continuamente las expectativas del espectador, obligado a reevaluar constantemente la empatía emocional que desarrolla con respecto a ellos. Las tres narraciones, como se tratará de argumentar, exigen (y se construyen) una audiencia implicada, activa, cómplice. Una audiencia (auto)declarada culpable. Una audiencia perversa.

En Magical Girl, Alicia (Lucía Pollán) es una niña de doce años que padece un cáncer terminal y que vive con su padre, Luis (Luis Bermejo), un profesor de literatura en el paro. Éste descubre un día el “Libro de Deseos” de su hija, donde ha escrito tres: el primero, poder transformarse en cualquier persona; el segundo, el exclusivo vestido de Magical Girl Yukiko; el tercero, llegar a los trece años. Ante la imposibilidad de cumplir el primero y el último, el padre opta por tratar de satisfacer el segundo deseo, incluso tras darse cuenta de que el vestido de diseño es una carísima pieza de colección, valorada en algo más de 6.000 euros, un precio desorbitado para un hombre desempleado que está vendiendo su biblioteca personal a una tienda de “libros al peso” para conseguir algún dinero extra. Al comienzo de Magical Girl, por tanto, el espectador empatiza rápidamente con un padre en apuros que sólo busca cumplir a tiempo el deseo de Alicia, aparentemente su única hija.

Esta inicial empatía con el personaje se verá, no obstante, dificultada pronto. El azar hace que Luis, cuando está a punto de atracar una joyería para reunir tal suma de dinero, conozca a Bárbara (Bárbara Lennie), una “ama de casa” de clase acomodada que mantiene una relación sadomasoquista con su marido psiquiatra, a cuyos controles y órdenes se entrega de forma más o menos sumisa. Bárbara, que acaba de fracasar en un intento de suicidio (después de que el marido la sedase y se marchara de la casa), tiene una relación sexual con Luis que éste graba secretamente con el teléfono: una grabación que le permitirá chantajear a Bárbara a cambio de una gran suma de dinero, obligando a ésta a recurrir, a espaldas de su marido, a una particular forma de prostitución de lujo, con la que había estado vinculada en el pasado. El “Libro de Deseos” de Alicia desencadena, por tanto, una serie de acontecimientos trágicos que se vuelve cada vez más peligrosa para todos los personajes. Cuando Luis es finalmente capaz de adquirir el vestido en cuestión, la niña no puede ocultar su decepción, pues falta el complemento indispensable del avatar de Yukiko: un cetro en forma de corazón, aún más caro que el propio vestido, y que propicia un nuevo chantaje de Luis hacia Bárbara.

El deseo inocente de Alicia, por tanto, se convierte en la obsesión sin límites (y en el nuevo trabajo full-time) de su padre (“padre soltero” o viudo): verla con el vestido puesto. El vestido —un elemento clásico del fetichismo cinematográfico y de la objetualización de los personajes femeninos— cumple también una función principal en Viridiana, ya que Don Jaime (Fernando Rey) —cuya esposa había muerto entre sus brazos en la noche de bodas— pide a su sobrina monja (Silvia Pinal) que se ponga el traje, como si éste funcionase a modo de “avatar” capaz de convertir a una persona en la otra, del mismo modo que para la Alicia de Magical Girl —que tiene entre sus amigas el nick de Yukiko— el vestido es capaz de hacer realidad su primer deseo: “convertirme en quien yo quiera”. El propio Don Jaime, en una escena anterior, trata de calzarse el zapato de tacón de su difunta esposa, pero su pie es demasiado grande como para que éste le entre: la “reencarnación” requiere de otra persona, y el parecido físico que guarda Viridiana con la muerta la convierte en candidata idónea. Así, cuando su sobrina accede a ponerse el vestido de novia, Don Jaime decide sedarla para “retomar” la truncada noche de bodas.

En dicha secuencia, el punto de vista permite al espectador ser testigo de lo que en el dormitorio sucede en primera instancia: aprovechando que Viridiana está inconsciente, el tío la besa en la boca y en los pechos mientras la niña Rita (Teresa Rabal), hija de su sirvienta Ramona (Margarita Lozano), los espía desde la ventana sin ser vista. Rita, por tanto, encarna la figura del Rita, por tanto, encarna la figura del voyeur intradiegético mientras que el espectador podría considerarse un voyeur extradiegético (algo que refuerza el hecho de que los planos no sean subjetivos desde el punto de vista de Rita). Sin embargo, la actividad de ambos voyeurs (Rita y el espectador) queda truncada al mismo tiempo: la niña se aparta de la ventana para irse con su madre, Don Jaime sale de la habitación y el plano siguiente implica una elipsis temporal (ha pasado la noche y Viridiana despierta) que introduce en el espectador la incertidumbre acerca de qué ocurrió exactamente durante la noche, si Don Jaime volvió a la habitación con Viridiana y si prosiguieron o no los abusos (Ramona busca sangre en las sábanas para comprobar si Don Jaime la penetró). En un lectura simbólica de esa indeterminación narrativa, podría decirse que el espectador —al poder interpretar libremente esa elipsis temporal— es finalmente el responsable de desvirgar o no a Viridiana, de consumar o no esa noche de bodas. En cualquier caso, en ambas películas el traje, además de ser objeto de deseo o fetiche, también se construye como signo de fatalidad, de maldición: Don Jaime se suicida ahorcándose a raíz de lo acontecido esa noche (un suicidio del que se sentirá responsable Viridiana, que optará por “colgar los hábitos”), y Alicia —al igual que su padre— acaba siendo asesinada justo cuando, en el último tramo de la película, aparece con el vestido de Yukiko puesto y con el cetro en la mano: un vestido “manchado de sangre” que ha de propiciar su propia muerte (la venganza acaba adelantándose a la enfermedad).

Otras de las escenas clave de Magical Girl son aquellas dos en que Bárbara se dirige, para conseguir el dinero exigido por Luis, hasta la mansión de Oliver Zoco (Miquel Insua), un misterioso proxeneta en silla de ruedas que parece organizar sesiones privadas de sadismo. El ambiente misterioso y ritual —que recuerda al de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999)— es evidenciado por las instrucciones que Zoco da a Bárbara: la primera vez, Bárbara recibe un sobre con una tarjeta que lleva escrita una palabra: “hojalata”. La contraseña —el guiño a El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) es reforzado por el hecho de que Bárbara luzca brillantes zapatos rojos, como el personaje de Dorothy deberá ser pronunciada en voz alta cuando la protagonista decida poner fin a la ceremonia: y cuanto más tiempo pase hasta pronunciarla, más dinero. Sin embargo, el espectador no puede saber exactamente lo que ocurre allí, pues cuando Bárbara entra la perdemos de vista, lo que acontece allí dentro queda fuera de plano y, por tanto, la idea de espectador como testigo se anula momentáneamente. La curiosidad del voyeur se interrumpe en el momento más álgido, provocando primero cierta frustración y luego fomentando la imaginación y la fantasía.

La segunda visita de la protagonista a casa de Oliver Zoco, sin embargo, es más inquietante. Bárbara, que ha sucumbido de nuevo a la extorsión de Luis, pide entrar por la “puerta del lagarto negro” —tal vez en homenaje a la cinta japonesa El lagarto negro (Kinji Fukasaku, 1968)—: una especie de tabú incluso dentro de ese ambiente de prostitución, pues hasta su antigua madame le desaconseja encarecidamente entrar ahí. Bárbara, no obstante, movida en parte por el chantaje y en parte por sus inclinaciones masoquistas, decide correr el riesgo. Y esta vez ninguna palabra clave podrá parar la ceremonia: la tarjeta dentro del sobre está completamente en blanco. Del mismo modo que en la anterior visita, el espectador desconoce lo que dentro de esa habitación sucede exactamente, porque no se muestra en pantalla, aunque más tarde se pueda deducir la extrema violencia de los hechos allí acontecidos por las consecuencias físicas que tienen en Bárbara, que queda gravemente herida y debe ser hospitalizada.

La trama de Magical Girl, como vemos, incluye episodios de ultra-violencia y tortura que, sin embargo (exceptuando las escenas finales donde varios personajes son ejecutados con un disparo), no son mostrados explícitamente en la pantalla. El punto de vista decide no mostrar lo que sucede en los rituales en la mansión de Oliver Zoco, provocando cierta frustración en el “placer visual” espectatorial, en los términos que la planteaba Laura Mulvey en su célebre trabajo “Placer visual y cine narrativo” de 1975, quien partía a su vez de la idea de “escopofilia” usada por Freud, como actividad voyerista que surge en la infancia ante la curiosidad por lo prohibido. El artículo de Mulvey, cuarenta años después, sigue ofreciendo pautas interesantes para el análisis fílmico, partiendo de la premisa de que


[e]n un mundo ordenado por el desequilibrio sexual, el placer de mirar se ha escindido entre activo/masculino y pasivo/femenino. La mirada determinante del varón proyecta su fantasía

sobre la figura femenina, a la que talla a su medida y conveniencia. En su tradicional papel de objeto de exhibición, las mujeres son contempladas y mostradas simultáneamente con una apariencia codificada para producir un impacto visual y erótico tan fuete, que puede decirse de ellas que connotan “para-ser-mirabilidad” [to-be-looked-at-ness] (Mulvey 370)

La escopofilia (entendida básicamente como “el placer de mirar”), según queda expuesta en dicho artículo, es aplicable no sólo en un plano textual (es decir, personajes femeninos admirados por los personajes masculinos) sino también en relación al espectador, que desde su posición es capaz de fomentar un placer voyerista, eso sí, normalmente mediante la identificación con la mirada de los personajes masculinos. El argumento de Mulvey es primordialmente psicoanalítico (influido por las teorías freudianas y lacanianas), y recupera, por ejemplo, la imagen del espejo, según la cual el niño que se mira ve en su reflejo una versión mejorada de sí mismo (no es una versión mejorada, es simplemente una simbolización), proyectando un ego ideal que incorpora y que permite la futura identificación con los otros, de un modo similar al que el espectador tiene con respecto de la pantalla de cine, que produce simultáneamente la pérdida y el reforzamiento del ego (369).

Aunque este trabajo no pretende desarrollar un análisis estrictamente psicoanalítico de los textos fílmicos, sí considera útil el concepto de escopofilia, ya que en las películas estudiadas resulta importante la función de la “mirada” en ambas direcciones: la mirada de los personajes sobre los otros personajes, y la del espectador con respecto de lo mostrado en pantalla. Tal vez, por cierto, una de las consideraciones o actualizaciones que podría resultar útil a lo planteado por Mulvey tendría que ver con la reconsideración de la “pantalla de cine” como fetiche de la recepción de las películas —por ejemplo, cuando habla de “el contraste extremo entre la oscuridad del auditorio (que también aísla a los espectadores unos de otros) y el brillo de los parpadeantes haces de luz y sombra sobre la pantalla ayudan a promover la ilusión de la separación voyeurística” (369). Me refiero a cómo en la era actual el visionado de películas está convirtiéndose, cada vez más, en un proceso que no implica sociabilidad (o una sociabilidad que no implica la convivencia física, como sucede en foros o redes sociales) y que está mediado por otro tipo de soportes que varían notablemente la experiencia receptora: tablets, ordenadores portátiles e incluso teléfonos móviles (recordemos por ejemplo que Diamond Flash, el primer largometraje de Vermut fue estrenado directamente en plataformas digitales de streaming).

La escopofilia espectatorial es un concepto que, además, adquiere nuevas connotaciones cuando se aplica al análisis de películas en el contexto de algunas variantes del cine de horror como el torture porn —donde situaríamos obras como The Human Centipede (Tom Six, 2009) o las de la saga Saw, caracterizadas por una extrema violencia mostrada de forma explícita—(3). Si se acepta la identificación de la mirada del espectador con la de un voyerista, tal vez sea necesario reconsiderar si en este tipo de cine con violencia explícita el espectador no se transmuta más bien en un sádico, pues el “placer de mirar” se transforma en el “placer de mirar la violencia”, en el que además conviven el divertimento y el gozo con el sentimiento de culpa o compasión. Esta idea la ha planteado, entre otros, Alex Greer en una reseña del remake norteamericano de Funny Games (Michael Haneke, 2007) titulada “The Filmgoer As Sadist”, donde plantea la contradicción entre el deseo del espectador de querer ver (“You secretely want to see that kid get shot. Trust me. You want it, even if you don’t know that you want it”) y la culpa por haber querido ver (“it manages to pick up a ray of reflective light, and for a moment, you can catch a glimpse of yourself watching the movie: a snarling, drooling sadist, hooked on the thrill from watching others suffer”).

Magical Girl no cumple con las reglas del género de horror o torture porn en tanto que la violencia, como ya se ha dicho, no se muestra de manera explícita. Precisamente, el constante ataque al horizonte de expectativas del espectador está relacionado con que Magical Girl sea una película de “género” confuso: huye de los convencionalismos del drama, de la comedia negra, del thriller, del cine de terror… su hibridez propicia la sorpresa, el desconcierto y el extrañamiento. La decisión de “no mostrar” ciertas acciones socava las expectativas del espectador contemporáneo que, no obstante, se ve obligado a imaginar por sí mismo lo que le sucede a Bárbara en las sesiones de Oliver Zoco, de tal forma que depende de esa recreación individual determinar qué tipo de torturas, rituales o perversiones han tenido lugar. De alguna manera, es el espectador —que inevitablemente tiende a suplir con la imaginación los huecos de sentido que propone el relato— el que debe determinar la forma y la dimensión de la violencia infligida a Bárbara. La tarjeta en blanco que dan a la protagonista justo antes de adentrarse por la inquietante “puerta del lagarto negro” simboliza la ausencia de límites en la sesión sadomasoquista pero, a la vez, la “carta blanca” que posee el espectador para interpretar dicha elipsis.

Una de las escenas más recordadas de Belle de Jour de Buñuel es aquella en que Séverine (Catherine Deneuve) debe afrontar como prostituta la visita de un ginecólogo masoquista, al que le gusta ser sometido dentro de un juego de ama/sirviente. El hombre rechaza rápidamente a Séverine, que no sabe satisfacer sus gustos sexuales, y pide que la sustituya otra de las chicas del burdel. La madame del burdel, Anais, le pide entonces que observe la escena desde un agujero en la pared de la habitación contigua, para aprender cómo se debe comportar en una situación así: Belle de Jour adopta, por tanto, la actitud de voyerista, que asiste sin ser vista a la sesión de dominación, lo que enseguida le provoca repulsa y asco. Al verbalizar la reprobación hacia las prácticas del ginecólogo (“¿Cómo se puede caer tan bajo? […] me da asco”), Séverine está de algún modo reprobando los deseos propios, que también implican relaciones de dominación y vejación (por tanto, en cierto sentido es como si a través del agujero se estuviese viendo a sí misma). En esta escena, el espectador adopta la posición de “voyeur que mira a otro voyeur” pues, tal como explica Sabbadini

we are no longer just indulging in the scopophilic activity of watching a film, with all the wishes, anticipation, pleasure or disappointments that such an activity involves. What we are watching now is other voyeurs like ourselves. In other words, our identifications on the one hand, and our visual excitement on the other, have as their objects not only the film itself, but also the subjects and objects of the voyeuristic activities projected on the screen – a silver surface which thus turns into the disturbing, distorting mirror of our own suppressed desires (Sabbadini 2000, 810)

En Viridiana se produce una situación similar cuando la protagonista es triplemente observada: por la cámara (que se sitúa dentro del dormitorio y con la que tiende a identificarse principalmente el espectador), por la niña Rita (le confiesa a Viridiana que la ha visto en camisón desde la terraza) y por Ramona, que la espía desde la cerradura de la puerta. A estos anteriores, tal vez podría añadirse Dios, como “el ojo que todo lo ve” (y, por tanto, como voyeur máximo), al que la joven tiene entregada su vida al comienzo de la película, donde la vemos como monja de un convento (y donde además expresa su deseo de no ver nunca más “el mundo”). En lo que compete al espectador, su actitud voyerista, como insinúa Martínez-Carazo, no es entendida por Buñuel como una observación pasiva e impune, sino que va a ser penalizada simbólicamente:

La sensación de espiar la vida ajena sin que el objeto de la mirada sea consciente de ello, resulta además una transgresión impune, lo cual multiplica el placer. Pero en Buñuel hay una voluntad de limitar esta impunidad, de agredir simbólicamente al espectador y de penalizar de algún modo su transgresión. […] El espectador se representa como profanador de la intimidad, como intruso en un espectáculo que no le pertenece y, como venganza a esta intromisión, es atacado desde dentro de la fábula. (Martínez-Carazo 504)

En Magical Girl, este ataque al espectador (culpable de mirar) se materializa en la escena en que Damián apunta con una pistola a Alicia, mientras ésta le mira fijamente a los ojos. “No me mires”, le pide Damián repetidas veces a la niña, que resulta incapaz de apartar sus ojos de los del hombre. El espectador, inevitablemente, se identifica con ese “no poder dejar de mirar” de Alicia: un placer voyeur que se cobra la vida de una inocente. En esta película, además, se produce una paradoja: mientras que las sesiones masoquistas no se han visto, la ejecución de Luis —así como la de dos camareros inocentes, “víctimas colaterales”— sí es representada de manera muy explícita, algo que el crítico José Enrique Monterde considera una “mera gratuidad” que le hace preguntarse: “¿por qué explicar/mostrar unas cosas y no otras?”. No obstante, podría proponerse la siguiente lectura: mientras en varias ocasiones se ha frustrado la curiosidad voyeur del espectador (las sesiones en casa de Zoco), al final de la película se “compensa” al espectador por lo que no le ha sido mostrado, mediante una serie de escenas de violencia explícita: una suerte de “caramelo envenenado” para atragantar al espectador morboso, pues su ansia escopofílica se sacia con la muerte de una niña inocente.

El personaje de Bárbara (el DRAE, cabe recordar, define “bárbaro” como “fiero, cruel”; “arrojado, temerario” o “grande, excesivo, extraordinario”) y el de Séverine (también según el DRAE, “severo” significa “riguroso, áspero, duro en el trato o el castigo”) en Belle de Jour son sendas mujeres masoquistas, de clase acomodada y casadas con prestigiosos médicos (lo que las convierte implícitamente en “pacientes” además de en esposas). En el seno de su reciente matrimonio, Séverine y su esposo (ambos jóvenes y hermosos) duermen en camas separadas y no mantienen relaciones sexuales, al parecer por los reparos de ella, que un día, sin embargo, se ve tentada de ejercer la prostitución mientras su marido trabaja, es decir, entre las dos y las cinco, lo que le vale el apodo de Belle de Jour (Bella de día). De un modo similar sucede en Magical Girl al personaje de Bárbara, que para su primer servicio a Zoco pone la condición (además de que no se produzca penetración de ningún tipo) de que tiene que ser por la mañana, para que su marido no sospeche (Bárbara es otra “Bella de Día”). En ambas, la prostitución se convierte en una “doble vida” a espaldas de sus maridos: son “amas de casa” que abandonan el hogar y las tareas domésticas para funcionar como seres sexuales y económicamente independientes, y en cierto modo, para “salvar” sus respectivas relaciones maritales.

Algunas de las escenas más memorables de Belle de Jour son aquellas en que se reproducen las fantasías masoquistas de Séverine, donde se imagina a sí misma atada, insultada, fustigada, abusada. Al igual que en Magical Girl, las “desviaciones sexuales” de la protagonista precipitarán la tragedia, en este caso porque Marcel, el joven delincuente que se obsesiona con ella y que se frustra ante su rechazo a continuar esa relación extramarital, acabará por disparar al marido de Séverine hasta dejarlo gravemente lesionado (acaso una muerte cerebral). Como ha señalado Stephen Forcer en relación a Belle de Jour, aunque el argumento es perfectamente exportable a los dos otros ejemplos, desde un punto narrativo es lógico que las tendencias masoquistas de las protagonistas femeninas (Viridiana, Séverine y Bárbara) acaben confluyendo en acciones violentas (sadismo) sobre los personajes masculinos (Don Jaime, Pierre y Luis, respectivamente):

The end of Belle de Jour is particularly coherent in its response to the idea that its eponymous ‘masochist’ also carries sadistic urges. Especially striking is the fact that - whereas violence has so far been solely represented in female fantasies of masochism - in the film’s final sequence it is the male characters who are subjected to acts of aggression and physical debilitation. (Forcer 26)

En Belle de Jour existen fundamentalmente tres planos narrativos: por un lado, esas fantasías de Séverine (en planos que se intercalan en la trama principal, y que suelen estar acompañados de un sonido de cascabeles o cencerros); por otro, la inserción de algunos flashbacks que refieren la vida pasada de Séverine (por ejemplo, cuando ésta era una niña y recibió abusos de un adulto); y por último, el de lo que “en realidad” sucede (el plano narrativo principal). Al final de la película, no obstante, los planos de lo imaginado y lo “real” se tornan difusos, de manera que, de nuevo, el espectador habrá de determinar, como sugiere Andrea Sabbadini, en qué medida todo lo visto anteriormente fue todo producto de la imaginación —o de un sueño— de Séverine:

‘I don’t dream anymore.’ Was Séverine’s story, then, we could ask, just a dream? Was it all fantasy? We shall never know, any more than we could find out the contents of the magic box with which its Asian owner provokes the curiosity (fear? excitement?) of the girls in the brothel, while Buñuel uses that same box to provoke our own interest – a tactic akin to that used by patients in psychoanalysis, who hint at having just had an interesting fantasy, without however being willing to disclose it to their therapist. (Sabbadini 2004, 118)

Esta indeterminación que se plantea hacia el final puede analizarse muy bien a la luz de los códigos del que se ha venido a llamar “cine posmoderno”, una comparación que ya ha propuesto Wendy Everett en su acercamiento a la obra buñueliana, a la que considera de anticipadamente posmoderna en tanto que cumple con la premisa de construirse como “a new narrative form which is structured as a series of multiple open-ended stories, randomly intersecting in non-hierarchical, multi-temporal spaces that privilege chance and suggest the existence of parallel realities” (Everett 519). Resulta también interesante que Sabbadini proponga esa identificación entre el espectador y un paciente de psicoanálisis, en tanto que aquél puede relacionarse con los elementos más inquietantes de la película en función de sus propias fantasías. La caja mágica es un objeto que un visitante asiático muestra a las prostitutas del burdel de Madame Anais: nunca se sabe qué hay dentro y por qué atrae tanto a las chicas. La caja se construye además como metáfora de la película como obra: debe ser “rellenada” por el espectador, que tiene que suplir los huecos que plantea la trama con su imaginación (u optar acaso por dejarlos vacíos). Urraro interpreta ese elemento de manera similar, al insinuar que “[p]osiblemente sea indicativo de una invitación de parte de Buñuel para que nosotros, los espectadores, abramos nuestra imaginación a las puertas de la perversión para conjeturar el contenido” (Urraro 178). Un elemento que cumple una función similar en Magical Girl es el puzle que trata de completar el personaje de Damián (que años antes había sido profesor de matemáticas de Bárbara), y al que le falta una pieza que nunca aparece, de manera que el cuadro queda incompleto: así también, hay una pieza faltante en la trama, pues la razón por la que Damián ha estado varios años en la cárcel —sólo se insinúa que por alguna actividad delictiva propiciada por Bárbara— nunca se desvela. En su lectura de la película, Carlos Losilla propone que ésta se dibuja como una metáfora sobre el “dolor del vacío”, evocando la tesis posmoderna del final de los grandes relatos:

Magical Girl transcurre en la cabeza de Vermut, y en la del espectador […]. Y lo que trascurre en la cabeza de alguien ya no puede verse como una historia lineal, por mucho que lo parezca. Por eso, Magical Girl es más bien una fantasía sobre historias cotidianas e historias míticas, sobre el modo en que han invadido nuestro imaginario, y esa es la causa de que no haya que pedirle sentido de la verosimilitud, ni siquiera de la narración canónica, sino únicamente otra lógica, fugaz y mutante. […] es esa mezcla de determinismo feroz y confianza quizá ingenua en lo que queda de las historias, la que convierte a Magical Girl no solo en un jeroglífico apasionante, sino también en una hermosa película sobre el dolor del vacío, el que han dejado los antiguos relatos y el que atestiguan esas huellas que delatan su ausencia. (Losilla 15)

De alguna manera, la existencia de estos “socavones de sentidos” en la trama de películas como Magical Girl se articulan como perversidades narratológicas, esto es, como pretendidas desviaciones con respecto de la “narración canónica”, hasta el punto en que no cabe relacionarse con el texto a través de un pacto de verosimilitud. En Magical Girl, las escenas que abren y cierran la película refuerzan esta teoría: en ambas tienen lugar trucos de magia en los que los protagonistas (Bárbara al comienzo y Damián al final) hacen desaparecer sendos objetos (una nota en papel y un teléfono móvil, respectivamente) entre sus manos. Hacer “magia” —a la que se alude directamente en el título de la película—, por definición, consiste en “producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales” (DRAE), de modo que el paralelismo entre “narración canónica” y las “leyes naturales” parece fácil de trazar. El espectador (de la película, del truco de magia), que ve desafiada la verosimilitud, quedará o boquiabierto ante el resultado o escéptico ante las maniobras del ilusionista (la “pesadez del artefacto”, como lo ha denominado Ángel Quintana).

El pacto interpretativo que se establece con el espectador es, como hemos estado viendo, ambiguo, cambiante, “tramposo” (un “truco”). Otro de los factores que contribuyen a esa inestabilidad es el continuo desafío que estas películas proponen con respecto de la idea de “mirada masculina”, en los términos en que los exponía Laura Mulvey, según la cual el placer visual de la mujer espectadora queda sujeto a la identificación con el héroe (y desarrollando por tanto un deseo homosexual con respecto de los personajes femeninos). La cuestión es que en las películas analizadas, la estabilidad de esa supuestamente dominante “mirada masculina” es puesta en entredicho constantemente. Cristina Martínez-Carazo ha hecho hincapié en esta subversiva presencia de la cuestión de género en las películas de Buñuel:

Incluso en autores con una perspectiva tan extremadamente masculina como la de Buñuel, aparecen en la pantalla momentos que alteran este acercamiento tradicional. Estas fracturas en la trayectoria lineal del cine clásico permiten captar el sentido profundo de la mujer como espectadora y como espectáculo, dentro y fuera del texto. (Martínez-Carazo 504)

Tal argumento resulta muy estimulante porque parte de una aparente contradicción: la mirada buñueliana, incluso siendo “extremadamente masculina”, da lugar a ciertas fracturas que reformulan interesantemente el papel del espectador, y el de la “espectadora”, que surge como figura receptora a la que cabe estudiar de manera independiente del “espectador” como colectivo genérico. El concepto de “espectadora”, sin embargo, conlleva el riesgo de homogeneizar al público femenino, identificándolo con el prototipo de mujer heterosexual. Coincido con Martínez-Carazo en la conveniencia de desestabilizar la posición espectatorial clásica, asimilada con lo masculino. La cuestión de la identificación con el personaje (o empatía) me parece muy útil para entender la deconstrucción genérica que proponen las películas analizadas. En las tres películas —las tres, por cierto, con títulos que aluden a las protagonistas— se propone al espectador un conflicto con respecto a la identificación con los personajes masculinos: en Viridiana, Don Jaime es un viudo con inclinaciones pedófilas y fetichistas; en Belle de Jour, Pierre (Jean Sorel) tiene una relación matrimonial sin sexo y además sufre infidelidad por parte de su esposa; y Luis en Magical Girl es un hombre físicamente poco agraciado, sin esposa (también se le representa como carente de actividad sexual) y cuyos actos son moralmente reprobables. De entrada, como vemos, todos coinciden en ser hombres adultos heterosexuales con una ausencia de vida sexual, lo que simboliza su “impotencia”, una característica que problematiza la empatía del espectador masculino.

Pero también los personajes femeninos ofrecen dificultades para convertirse en “objetos de la mirada”, o dicho de otro modo, para atraer la empatía espectatorial. Martínez-Carazo señala al personaje de Ramona en Viridiana como ejemplo de esta inversión de los roles de género: “esta posición tradicional de la mujer ausente, silenciada y excluida dentro del sistema patriarcal, se ve, como hemos señalado, debilitada por este acto de mirar que usurpa momentáneamente el lugar masculino. A su vez, Ramona, por medio de su activa mirada, degrada a don Jaime, al mostrarlo como objeto de compasión” (510). En Magical Girl, por su parte, Bárbara se dibuja como un personaje con una evidente falta de empatía social: cuando ella y su marido se reúnen en casa con una pareja de amigos y su hijo recién nacido, Bárbara se muestra reacia a tener al bebé entre sus brazos. Cuando al fin la convencen, Bárbara empieza a reírse a carcajadas mientras sostiene al niño, provocando la curiosidad de los demás, que quieren saber la razón del ataque de risa: “Es que no puedo dejar de pensar la cara que pondríais si lanzase al bebé por la ventana”, explica finalmente ella. La verbalización de esta desquiciada fantasía infanticida contribuye a situar a Bárbara como un personaje carente de habilidades sociales, manifiestamente trastornado, con el que es prácticamente imposible tener empatía: así pues, se construye como un escurridizo y poco atractivo objeto de la “mirada”.

Los personajes femeninos infantiles también ponen a prueba la empatía espectatorial. Las niñas Rita y Alicia (a las que podríamos sumar la Séverine niña que aparece en un flashback, y la sobrina de Madame Anais) se construyen a raíz de su relación problemática con respecto de la adultez, representada en los personajes que los rodean. Al principio de Viridiana, Rita explica que Don Jaime le ha regalado una nueva cuerda para jugar, con mangos, y que, las raras veces en que éste sale al campo, le hace saltar con ella. Los mangos de la cuerda pueden ser leídos como un elemento fálico que simbolizaría un deseo pedófilo de éste hacia la niña (ver Perrin 327). Julián Gutiérrez-Albilla coincide en ver la cuerda como elemento fálico, que cuando es usado por Don Jaime para ahorcarse se transforma en elemento “penetrador”:

The necrophiliac don Jaime subsequently commits suicide by hanging himself with the rope that has also functioned as an erotic object. Through distorted subjective shots, from the point of view of don Jaime, the legs of Rita […] are observed voyeuristically while she plays at skipping. […] We assume that don Jaime will achieve a full erection and his male body will become a site of unbridled eroticism due to his hanging himself. If we read the rope symbolically as a penis that ‘penetrates’ the neck, in don Jaime’s body there coexists a ‘penetrated’ neck and an erect penis. (Gutiérrez-Albilla 62)

El significado doble de la cuerda (como juego infantil y como objeto sexual) se mantiene incluso tras la muerte de Don Jaime, cuando Rita continúa saltando con ella justo debajo del árbol en el que aquél yacía colgado en la escena inmediatamente anterior: un acto que reprueba Moncho, el otro sirviente de la casa, considerándola supersticiosamente una falta de respeto al difunto que puede traer desgracia. La niña, para justificarse, le recuerda que a Don Jaime le gustaba verla saltar: Rita no parece dispuesta a renunciar a la conexión (¿sexual?) que tenía establecida con él. Por si fuera poco, el simbolismo fálico que carga sobre los mangos de la cuerda se ve reforzado cuando aparecen en pantalla las ubres de una vaca (con una forma muy similar) y que Viridiana, con sonrojo, trata de ordeñar, en una escena que ha sido leída por varios críticos como escenificación de la represión sexual de la protagonista (ver Perrin 327).

En el caso de Alicia, la niña de Magical Girl, la relación con la vida adulta tiene algunos matices interesantes. En primer lugar, Alicia (cuyo tercer deseo es “cumplir 13 años”) es consciente de que la leucemia está amenazando su vida, y tal vez por eso tiene dos extravagantes peticiones para su padre (y que éste accede a cumplir): fumar un cigarrillo y beber un gin-tonic —dos acciones que aparecen irónicamente simbolizando la “vida adulta” y, quizás, con connotaciones más masculinas que femeninas—. Y si en Viridiana la cuerda se ha leído como objeto fálico, igualmente puede hacerse con el cetro que completa el avatar de Yukiko (y cuya consecución le valdrá la muerte): un fetiche que aglutina además las perversiones de los personajes adultos. Todas estas connotaciones sexuales que aparecen rodeando a los personajes infantiles en estas películas funcionan para el espectador como barrera para el desarrollo de empatía: su “mirada” habrá de reconducirse continuamente al ver sancionados una y otra vez sus objetos de deseo, prevaleciendo una sensación de incomodidad o de culpa.

Antes de finalizar, cabría hacer una mención breve a las diferencias básicas de producción y recepción entre las cintas de Buñuel aquí estudiadas y la de Vermut, impuestas por las diferencias históricas que separan a la España de hoy de la de hace medio siglo. Las películas del cineasta de Teruel se rodaron en la década de los sesenta, coincidiendo temporalmente con la dictadura franquista, teniendo que enfrentarse así a la todavía férrea e intransigente censura. Refiero esta circunstancia sobre todo para entender que la estrategia narrativa de insinuar más que mostrar (desplegando una sutil retórica de lo perverso), debió de estar inevitablemente unida a ese control ideológico que tenía que pasar. Es célebre el hecho de que se prohibiese el final ideado en un principio (en el que Viridiana entraba en la habitación con Jorge, cerrando tras de sí la puerta), y que éste fuese sustituido por uno, acaso, más sugerente y provocador, con Viridiana sentándose a jugar al tute junto a Jorge y Ramona en una escena que se ha leído frecuentemente como un simbólico ménage à trois (ver Edwards 72). Pese a los cambios, la película fue calificada de “blasfema” por L’Osservatore Romano tras su paso por Cannes (donde ganó la Palma de Oro ex aequo), lo que hizo que el aparato franquista tratase primero de destruir la película (ver García), y de ignorarla después durante décadas, postergando su estreno español hasta 1977. Así por tanto, parece bastante claro que Buñuel trató de conciliar su vocación provocadora (apreciada y admirada desde los circuitos internacionales de “cine de arte y ensayo”) con la “limpieza moral” que le venía impuesta por la censura: y de ahí que Viridiana sea al mismo tiempo un inteligente juego de sutilezas y una “bomba de relojería” (Roumette en García). La contención narrativa —que sofocaba una velada crítica política— caracterizó a algunas de las obras más notables de la época franquista como El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) o La caza (Carlos Saura, 1965).

Magical Girl, por supuesto, es producida en unas condiciones históricas completamente diferentes, donde la autocensura o la corrección moral o ideológica no son exigidas ni esperadas, sino que en un contexto donde, acaso, se observa la tendencia contraria: el interés (incluso del mercado cinematográfico) por lo abiertamente controvertido o lo políticamente incorrecto (piénsese por ejemplo en el cine de Von Trier, Haneke, Lanthimos, Noé o Seidl). En mi opinión, el impacto que ha provocado esta película en el público contemporáneo tiene más que ver con la voluntad de Carlos Vermut de cuestionar las convenciones genéricas, construyendo una narración híbrida que además evidencia una relación ambivalente con la tradición (incluyendo referencias de muy diversa índole) y reclamando la figura del espectador como pieza clave del proyecto. Tal vez también tenga que ver, como se ha visto, con una renuncia autoconsciente a una promesa de verosimilitud sin fisuras, en pos de una concepción del aparato cinematográfico evidentemente lúdica, irónica y distanciada de un proyecto realista y de los convencionalismos narrativos, del mismo modo que lo han hecho otras de las películas más sorprendentes de los últimos años, como Elephant (Gus Van Sant, 2003), Naturaleza muerta (Jia Zhang Ke, 2006) o Holy Motors (Léos Carax, 2012).

“Ha venido un toro negro”, gritaba con pavor en mitad de la noche la niña Rita en Viridiana, ante la pasividad de los adultos. Una pesadilla infantil que anticipaba los abusos de Don Jaime, la tragedia que estaba por venir. La Alicia de Magical Girl también recibe la visita de un gran toro negro mientras está convaleciente en el hospital. El mismo toro negro, cincuenta años después. El toro negro como símbolo de lo masculino, de la nación, del horror, del demonio, de la maldad, de la fiereza, de lo perverso. En Belle de Jour un personaje pregunta “¿Los toros tienen nombre, como los gatos?”, a lo que le responden: “Sí, todos se llaman remordimiento salvo el último, que se llama expiación”. Es con el último de esos toros con el que el espectador perverso habrá de negociar el perdón a cambio del reconocimiento de la culpa. Quinientos kilos de culpa.

Notas

(1). La revista Caimán Cuadernos de Cine eligió a Diamond Flash como una de las dos mejores películas del año 2012, junto a Blancanieves de Pablo Berger.

(2). El diario El País sacó un artículo para promocionar la venta del DVD de Magical Girl titulado “El manga y Buñuel caben en un mismo homenaje” (20/02/2015). El propio Carlos Vermut, en una entrevista a Jorge de Frutos para Beat Valencia (30/01/2015) hablaba de Belle de Jour como inspiración para su película.

(3). Curiosamente, en el artículo “Mutilation, Misogyny, and Murder: Surrealist Violence or Torture Porn?”, Paul Begin establece algunas similitudes entre este género y el cine de Buñuel, en especial sus primeras creaciones, de tinte más surrealistas, Un chien andalou y L’age d’or, donde hay escenas de mutilación y tortura.

Obras citadas

Almodóvar, Pedro. “Mágico Vermut”. 1 oct. 2014. Web. 19 sept. 2015. <http://www.eldeseo.es/buenas-noticias/>

Begin, Paul. “Mutilation, Misogyny, and Murder: Surrealist Violence or Torture Porn?”. A Companion To  Luis Buñuel. Rob Stone y Julián Gutiérrez-Albilla (eds.). Hoboken, NJ: Wiley-Blackwell, 2003: 537-552.

Buñuel, Luis. Viridiana. The Criterion Collection. 2006. Película.

---. Belle de Jour. The Criterion Collection. 2012. Película.

De Frutos, Jorge. “Carlos Vermut: ‘Magical Girl es un exceso de realidad’”. Entrevista. Beat Valencia, 30 enero 2015. Web. 19 sept. 2015. <http://beatvalencia.com/carlos-vermut-magical-girl-es-un-exceso-de-realidad/>.

Edwards, Gwynne. “L’Age d’or: Love’s Sweet Rapture”. A Companion To Luis Buñuel. Woodbridge: Tamesis, Monografías A. 2005.

El País. “El manga y Buñuel caben en un mismo homenaje”. 20 feb. 2015. Web. 19 sept. 2015. http://cultura.elpais.com/cultura/2015/02/19/actualidad/1424358987_086695.html

Everett, Wendy. “Through a Fractal Lens: New Perspectives on the Narratives of Luis Buñuel”. A Companion To Luis Buñuel. Rob Stone y Julián Gutiérrez-Albilla (ed.). Wiley-Blackwell, 2003: 528-534.

Fleming, Victor. The Wizard of Oz. Warner Bros. 1999. Película.

Forcer, Stephen. “Trust Me, I'm a Director: Sex, Sadomasochism and Institutionalization in Luis Buñuel's Belle de Jour (1967)”. Studies in European Cinema, 1, 2004: 19-29.

Fukasaku, Kinji. Black Lizard (Kurotokage). Cinevista Inc. 1992. Película.

García, Rocío. “Así se rió Buñuel del franquismo”. El País. 18 mayo 2011. Web. 19 sept. 2015. http://elpais.com/diario/2011/05/18/cultura/1305669602_850215.html

Greer, Alex. “The Filmgoer As Sadist”. Columbia Daily Spectator, 3 abril 2008. Web. 19 sept. 2015. <http://spectatorarchive.library.columbia.edu/cgi-bin/columbia?a=d&d=cs20080403-02.2.10>.

Gutiérrez-Albilla, Julián. “Pleasure Or Punishment? Abjection, The Vampire Trope, And Masochistic Perversions In Viridiana”. Queering Buñuel. Sexual Dissidence and Psychoanalysis in his Mexican and Spanish Cinema. International Library of Cultural Studies. 2008.

Haneke, Michael. Funny Games. Warner Home Video. 2008. Película.

Kubrick, Stanley. Eyes Wide Shut. Warner Home Video. 2008. Película.

Lipovetsky, Gilles. La pantalla global. Barcelona: Anagrama, 2009.

Losilla, Carlos. “Instrucciones para respirar”. Caimán Cuadernos de Cine, 31 (oct. 2014): 13-15.

---. “Un impulso colectivo”. Caimán Cuadernos de Cine, 19 (sept. 2013).

Martínez-Carazo, Cristina. “Viridiana: otra forma de mirar”. Revista de Literatura, LXIII.126: 503-514.

Monterde, José Enrique. “Los azares y los caprichos”. Caimán Cuadernos de Cine, 31, (oct. 2014): 15.

Mulvey, Laura. “Placer visual y cine narrativo”. Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación. Brian Wallis (ed.). Madrid: Akal, 2001: 365-377.

Perrin, Annie. “El deseo en suspenso en Viridiana de Luis Buñuel”. Mélanges de la Casa de Velázquez, 30-3, 1994: 309-330.

Quintana, Ángel. “La pesadez del artefacto”. Caimán Cuadernos de Cine, 31 (oct. 2014): 15-16.

Sabbadini, Andrea. “Of Boxes, Peepholes, and Other Perverse Objects: a Psychoanalytic Look at Luis Buñuel’s Belle de jour”. Luis Buñuel: New Readings. P. W. Evans e I. Santaolalla (eds.) Londres: BFI, 2004:117-127.

---. “Watching Voyeurs: Michael Powell's Peeping Tom”. International Journal of Psychoanalysis, 81, 1991: 809–813.

Six, Tom. The Human Centipede. IFC Films, 2012. Película.

Urraro, Laurie L. “Las aportaciones bestiales en cuatro películas de Buñuel”. Monographic Review, 20, 2004: 173-184.

Vermut, Carlos. Magical Girl. Cameo, 2015. Película.

---. Diamond Flash. Cameo, 2012. Película.