La ceremonia del furor: los usos del Decadentismo en El caso clínico (1916) de  Antonio de Hoyos y Vinent


Begoña Sáez Martínez

 

Consejería de Educación de la Embajada de España en Brasil

 

El fruto prohibido   

El 29 de enero de 1916 la colección La Novela Corta publicaba un relato que sería recibido por la crítica como todo un escándalo: El caso clínico de Antonio de Hoyos y Vinent (1885-1940). Clasificado en su época dentro del erotismo novecentista, este autor nos ofrece, desde 1910 hasta aproximadamente 1925,  una narrativa en clara sintonía con la corriente literaria iniciada en la Francia finisecular por À Rebours (1884), y que hacen de él, como ya estudió Alfonso (1998), uno de los mayores exponentes del Decadentismo en España. Hoyos  supo actualizar una literatura que no sólo estuvo vigente en los primeros tiempos del Modernismo con la lírica de un Francisco Villaespesa, de un Manuel Machado, del primer Juan Ramón, o con la primera fase de la narrativa de Valle-Inclán o de Ramón Pérez de Ayala, por ejemplo, sino que es inseparable de una visión de la crisis de la modernidad que tendrá su continuidad en las vanguardias. Es más: su producción permite ahondar no solo en la compleja realidad textual del Modernismo sino ver que éste es inseparable de su vertiente decadentista.

El caso clínico es un relato que, ambientado en un manicomio, narra las peripecias sexuales de la hija de un reputado neurópata que, virtuosa de día, de noche se prostituye por los caminos y que acabará siendo sacrificada en una misa negra a manos de una serie de pacientes del hospital. Un tema pues escabroso que pronto desataría la controversia. Casares en un artículo de 1917 cargó contra el polémico texto tachándolo de “repulsivo” y “absurdo”, al tiempo que le reprochaba estar “zurcido con residuos librescos, falto de arte y henchido de morbosa sensualidad” (1962: 206). Y es que, como recuerda González-Ruano, su aparición “había horrorizado a media sociedad” (1931: 3). El propio autor, mientras destacaba el gran éxito de público que la novela obtuvo, comentó:

 

Parece mentira que aquí, donde nadie se preocupa de la literatura, armen el ruido que han armado por mi pobre novela… Sueltos, artículos firmados, alusiones, anónimos a montones… Lo más notable es que lo que les escandalizó fue la Misa Negra, que está en los libros de “mística” y de magia antigua, y,  además,  mil autores modernos han hablado de ello (El Caballero Audaz, “Antonio de Hoyos y Vinent” 1916).

 

Años más tarde, en plena guerra civil, volvería a destacar la reacción que su novelita había provocado en los sectores conservadores: “El caso clínico, mitad novela, mitad estudio médico, sin gran malicia literaria […] alcanzó el honor de ser anatemizado por las derechas españolas. Esos hombres absurdos que se llamaban de orden pidieron mi inclusión en las excomuniones del Índice. Como comprenderás, la cosa me tuvo sin cuidado” (Otero 1937: 4).

Una prueba del escándalo que suscitó la hallamos en la enérgica protesta que un mes después de su publicación recogió La Lectura Dominical. Encabezando el artículo con los calificativos: “¡¡Asqueante!! ¡¡Repulsivo!! ¡¡Canallesco!!”, se definía la novela en estos términos: “¡Vil engendro de una imaginación enferma, amasijo repugnante, mitad idiotez, mitad injuria, formando un todo inmundo… y al alcance de todas las fortunas, por la ínfima cantidad de cinco céntimos!“ (1916: 135).

La preocupación ante “tales monstruosidades literarias”  venía dada sobre todo por ser una publicación popular que, en lugar de deleitar, enseñar o moralizar, contribuía a “bestializar al pueblo” (135).  Por ello, incluso se llegaba a pedir al Ministro de la Gobernación, Gobernador Civil y Jefe de Policía el castigo a “semejantes licencias literarias y apoteosis semejantes del vicio y de la desvergüenza” (135).  

Interesantes juicios sobre todo por la fuerza epatante de El caso clínico, por sacudir el sentido moral del lector y que contrastan con las apreciaciones reveladoras de Marañón en el prólogo de 1932 al volumen Sangre sobre el barro. Paisajes Patológicos, donde se reeditó junto a otras tres novelas de Hoyos. Reveladoras, en primer lugar, porque las mismas obras que unos lectores desestiman recurriendo al argumento de lo inmoral, otros las aprueban invirtiendo el mismo argumento. Para Marañón “la realidad turbadora y trágica” (1993: 19) de estos relatos viene a funcionar como un espejo de costumbres desencaminadas, que “hiere en el alma” y “sirve de penitencia” (19). Con su insistencia en el “sentido moral” de estas páginas que pueden guiar en el camino del bien hacia la construcción de una “España sana y recta” (19), parece estar repitiendo el acostumbrado pretexto de moralidad con que siempre se ha adornado a los escritores escabrosos.

En muchas ocasiones se trata de tácticas defensivas para ocultar la fascinación ante determinados textos aparentemente no recomendables. De ahí que se apele a lo humano por un principio opuesto al enunciado. No en vano el editor moderno de las obras de Sade afirmaba que se describe el mal y el pecado para suscitar una reacción de odio contra él, o Baudelaire en el proceso de  1857 por  Les Fleurs du mal expresa su orgullo por  haber escrito un libro lleno del horror del mal. El propio Hoyos se sirve también de las mismas estrategias. En 1916, en una entrevista para La Esfera, afirma no sin cierto cinismo: “Dicen que mis libros son inmorales... ¡Pero si en ellos no hay voluptuosidad ninguna!... ¡Pero si en mis libros el amor es una cosa horrenda y escalofriante!” (El Caballero Audaz, “Nuestras visitas”, 1916). Precisamente esa fama de novelista “perverso” le llevó a ocupar un espacio entre los llamados “jóvenes maestros” que encabezaban la lista de colaboradores de La Novela Corta. Para Gil-Albert, Hoyos en su papel de “escritor elegante y malsano” (1983: 106) introdujo toda una serie de “curiosidades prohibidas” (106) de origen parisino en un ámbito ramplón y pueblerino de lectores.  

Y en efecto, si algo debe la historia de la literatura española a este escritor de la generación modernista del novecientos es el haber introducido la novela decadentista entre el público y haberlo hecho por los cauces de la narrativa corta y la novela. Una apuesta por un modelo literario de por sí controvertido que le llevó a ocupar un espacio incómodo en las letras. Siguiendo a Ojeda, significó “un aire de afuera” que “trajo a nuestra novela el gusto del “horror” y de los “casos” –El caso clínico, su famosa novela-, tan en boga en toda Europa, y a los que la hipocresía y la pacatez del gran público han puesto fronteras inexpugnables” (1936: 5).

Es innegable, como señala Ojeda, la fama que tuvo Hoyos en Europa. De hecho El caso clínico se tradujo en 1920 al italiano y en 1927 al francés. Un notable crítico como Beccari en el prólogo a la edición italiana comenta que esta novela fue llamada en España “il frutto proibito” (1920: 10) y contribuyó mucho a la reputación literaria de su autor.  Por ello, tampoco es casual que se reeditara en 1917 como novela en Biblioteca Llamarada con ligeras variantes léxicas, sin la dedicatoria al periodista Alfredo Vicenti y con una carta del famoso psiquiatra y neurólogo Luis Simarro y que, a modo de “Prólogo”, abre el volumen.   

Para Cansinos, con este prefacio es como “si buscase el espaldarazo justificador de la ciencia para las acerbidades de su fantasía creadora” (1918: 4), un oportuno texto de una autoridad científica al frente de una novela que expone un  “caso de herencia patológica”  y que “había sido anatemizada en su edición primera por la crítica católica y provinciana” (4). Sin embargo,  para este sagaz crítico, el ilustre médico “se inhibió en su cometido, rehusando el darnos la lección clínica, la bella y clara página a lo Claudio Bernard que se esperaba de él, a cambio de varias generalidades no interesantes” (4).

Acierta Cansinos en el hecho de buscar el escudo de la ciencia para resguardar la segunda edición y dar apariencia de moralidad. Pero se equivoca también porque mientras el naturalismo, como insinúa, respaldaba y reforzaba el saber médico, el Modernismo va a cuestionar su infalibilidad. Es más: el Modernismo privilegia la perspectiva del enfermo y la experiencia de la enfermedad. Esta mudanza no es banal. La novela se puebla de médicos incapaces de diagnosticar el mal o no hallar cura y sobre todo la autoridad de la interpretación científica es reemplazada “por la exploración que el personaje enfermo realiza de las posibilidades estéticas de lo patológico y lo “raro”  a través de las cuales gana acceso a formas alternativas del saber y del goce en contradicción con la moral burguesa y su ideal de salud” (Nouzeilles 2000: 65).

En este sentido es significativo notar la distancia entre la perspectiva de Nordau y sus teorías de la degeneración en el arte y el posicionamiento de Simarro.  El prólogo, lejos de buscar la legitimación científica como habría hecho la literatura naturalista, marca una frontera clara entre el discurso literario y el discurso médico. Para Simarro su respuesta no es la del alienista a quien se le hace una “consulta médico-literaria” (1917: 5), sino la de un mero lector. Y desde esta ladera quiere separar la ética de la estética, la realidad de la ficción, la ciencia de la literatura. De entrada para él en este relato no hay “un prurito de inoportuno verismo” con “pretensiones de apoyar la fábula en pedantescas elucubraciones de psicología normal ni patológica” (6).  Partiendo de la idea de que la patología en literatura no tiene un valor científico, subraya la finalidad artística e imaginativa de este arte y la diversión que le procuran las novelas. Por ello, ante todo El caso clínico le resulta “un cuento de miedo” (14) y de “horror trágico” (15), en el que “se elude toda delectación pecaminosa” (17). A fin de cuentas, “las emociones estéticas no dependen solo de la obra artística, sino de la relación que ésta pueda tener con el carácter, la educación, la mentalidad y el estado de ánimo del lector” (18).

Muy distinta es la opinión de Astrana, para quien esta literatura es un “macabro desfile de teratologías y obscenidades” (1919: 8), un pretexto para “inculcar los instintos vedados” (8). Pero Astrana es un lector que se toma muy en serio la ficción y que busca en el arte lo real o bien lo ideal, dos tendencias que echa en falta en este “arte hecho al revés” (8). Por esto, sus observaciones al no poder clasificar esta narrativa que acentúa lo patológico y que, en su opinión, pretende pasar por moralizadora, resultan muy útiles.  Es una novela de la negación y la falsedad, una novela que tira a novela, pero que no lo es y que constituye un “novelusco”:

 

La falsedad impera en absoluto: falsa es su psicología femenina, porque sus mujeres son almas masculinas, producto híbrido que repele su condición de humanidad; falsos sus hombres, dotados de espíritu de mujer; falso su horror pueril, por afectado y rebuscado; mentira su terror, su lascivia y su fatalidad; y falsa, finalmente, hasta su concepción de la novelas, que, (…), ni es novela, ni fábula, ni cuento, ni narración, ni nada, sino novelusco (8).

           

Feliz término el de “novelusco”, a pesar de lo despectivo,  con el que se está evidenciando un cambio literario.  A fin de cuentas en estas obras lo que se configura es una respuesta al naturalismo que va desde el descubrimiento de los abismos del yo y el poder de lo artificial hasta el atractivo de la perversión, la enfermedad y la experiencia a contrapelo del héroe solitario. El Decadentismo con Huysmans a la cabeza cuestionó la infalibilidad de la ciencia para explicar los males de la sociedad, se interesó por el arte en sí mismo y los poderes de la ficción y en consecuencia abrió una enorme brecha en la literatura. Y aquí hay que situar El caso clínico y al Hoyos cosmopolita, “el único español que recibía los libros de Barrés y de D’Annunzio dedicados, encuadernados y certificados” (González-Ruano 1931: 3).

Cabe entender por novela decadentista un “género histórico” de origen sobre todo francés, con un código narrativo propio: personajes portadores de valores antiburgueses, conflictos del yo con especial atención a lo sexual, estructura compositiva abierta o narrador irónico. Este género responde a las necesidades expresivas de un contexto histórico determinado por la crisis de fin de siglo XIX. Evidentemente en España se adaptó y volvió su mirada a aquellos referentes estéticos en sintonía con sus postulados. Así sucedió con el arte barroco o con la pintura de Goya. No es casual que en los años 30 Marañón vea en los paisajes “tenebrosos, alucinantes, febriles y ensangrentados” (1993: 13) de Hoyos, una raíz goyesca y la sitúe en la línea de influencias que va de los románticos ingleses y franceses a artistas como Verhaeren, Regoyos, Zuloaga, Blasco Ibáñez,  Baroja o Gutiérrez Solana.  

Los decadentistas admiran al Goya de la mirada terrible que desvela la faz negativa de la existencia y sabotea los cánones tradicionales de belleza con su culto a la fealdad. Es el pintor de Los Caprichos cantado por Baudelaire en “Les Phares” o admirado en sus comentarios estéticos por plasmar lo monstruoso verosímil y arriesgar tanto en el camino de la realidad grotesca. Pero también es el Goya de las aguafuertes terroríficas que pervierten el cerebro del Duque de Fréneuse en Monsieur de Phocas (1901), o que en À rebours (1884) seducen a Des Esseintes.

La  esencia de lo grotesco que Baudelaire ve en Goya está presente en muchos de los temas del Decadentismo. De ahí que se alabe la fealdad, la monstruosidad, lo patológico, deforme y absurdo, todo lo extraño que al instalarse en el mundo familiar produce vértigo y terror.  Se trata así de instaurar como valor original todo aquello que se enfrenta a la normalidad y al orden impuesto. La literatura se convierte en un escenario de enfermedades y desarreglos psicológicos. En este contexto cobra sentido el tratamiento que hace Hoyos de lo patológico. Con razón Marañón advierte que trata “la  enfermedad de dentro, la pasión doliente, como protagonista”, hasta constituir un “elemento turbador, oliendo a hospital y a manicomio” que “se une al claro oscuro violento de la técnica de Goya” (1993: 17). 

Pero a diferencia de Simarro, Marañón no prescinde de buscar el contacto que gran parte de estas ficciones mantienen con la realidad. A su modo de ver,  están extraídas de la realidad nosocomial, o bien creadas, con certera adivinación, sobre tipos patológicos exactamente ciertos” (17). Llegado a este punto, la interpretación literaria es reemplazada por el diagnóstico médico en estos términos: “una forma fantástica de locura moral, empuja a una virgen, criada en un ambiente de pureza moral y de sabiduría, por las pendientes más obscuras de la degeneración” (17). Con “locura moral” parece referirse a un caso de monomanía debido a la enfermedad de los sentidos o a las perturbaciones cerebrales según las teorías degeneracionistas de los Lombroso y alienistas. Pero sobre todo, como líder indiscutible de la corriente de renovación ideológica sobre cuestiones sexuales en la España de los años 20 y 30, medicaliza lo singular e insólito con “la  implantación perversa” de la marca  de la “locura moral”.  Como afirma Foucault: “Trátase de la innumerable familia de los perversos, vecinos de los delincuentes y parientes de los locos. A lo largo del siglo llevaron sucesivamente la marca de la “locura moral”, de la “neurosis genital”, de la “aberración del sentido genésico”, de la “degeneración” y del “desequilibrio psíquico” (1998: 55).

La locura moral fue definida en 1842 por el psiquiatra Prichard como la pérdida de los sentimientos morales sin alteración de las facultades de la inteligencia y fue incorporada por el degeneracionismo al tronco común de lo anómalo. De este modo, se contribuyó a “la somatización, no ya de la enfermedad mental sino de los comportamientos y de las características anímicas de los individuos” (Campos 2000: 42). Precisamente Bernaldo y Llanas en La mala vida en Madrid (1901), lo emplean, siguiendo al Lombroso de La donna delinquente, prostituta e normale (1893) para referirse a las prostitutas “impúdicas” o “locas morales”, por  carecer de “las afecciones más naturales” (1998: 236) como la maternidad.  Mujeres “faltas de pudor, insensibles a la infamia del vicio, atraídas por una especie de fascinación morbosa hacia todo lo prohibido” (236) que viven en la prostitución como pez en el agua.

Siguiendo a Fernández, “la inteligencia viva, la falta de resistencia ante los impulsos inmorales y la pasión irresistible definen la locura moral, que suele ser un estadio degenerativo asociado a la práctica de la prostitución  o desatado por circunstancias derivadas de la violencia y el abuso sexual” (2008: 199).  Es la prostituta patológica, “un tipo de ninfómana que, al tiempo que comercia con su cuerpo, satisface su voracidad erótica. La ninfomanía es la conducta femenina considerada más antinatural y nociva” (Fernández: 199). En resumen, como dice Beccari sin rodeos,  es  “un caso di degenerazione sessuale” (1920: 10), una forma de estigmatizar las sexualidades periféricas o singulares.

En realidad lo que se va a mostrar es la búsqueda de una forma alternativa de vida y sexualidad frente a  la moral burguesa y su ideal de normalidad y salud. Un desafío  que hay que domeñar. Por ello, ha de aparecer en escena como algo catastrófico y singular, ha de instituirse como un caso clínico. El lenguaje empleado por Marañón es muy significativo. Al usar el término de locura moral, sus palabras tratan de nombrar como un trastorno lo que se percibe como algo secreto y desbordado, la parte vergonzante del deseo femenino y por lo tanto culpable. A fin de cuentas el relato puede ser leído desde los ojos de la ciencia como un caso de ninfomanía, una forma de furor sexual, pero también como la explosión liberadora de una sexualidad demasiado reprimida y una afirmación de la voluntad de vivir.  De ahí que tome fuerza la expresión del spleen decadente, el tedio y hastío de la vida, el estado de ánimo que conformó el nuevo mal del siglo.

Pero si el ennui fue la plasmación genérica de ese mal del siglo, su forma específica, como aborda Praz (1969), será el sadismo,  entendido éste no sólo como acicate de la imaginación, sino como una búsqueda estética que suscita todo un espectáculo del horror. No en vano, Hoyos con el desprecio tranquilo de un esteta combina en este relato la modalidad trágica y la irónica. Por ello, la novela, lejos de moralismos o maniqueísmos, ofrece una ceremonia del furor: médico, sexual y satánico, para concluir de forma pesimista en la imposibilidad de las lejanías. Pero también expone su propio furor, el de una escritura agitada, violenta y arrebatada.

En este sentido, El caso clínico es un grito de hastío, una queja dolorosa modulada con los sonidos de un doble Là-bas: aquel là-bas de “Brise marine” de Mallarmé, una de las más perfectas encarnaciones poéticas del ennui, y ese otro Là-Bas (1891) de Huysmans, claro exponente de la fascinación por las lejanías. Ambos, tenores del gouffre consustancial a todo el Decadentismo.

Por todo ello, me interesa  ahondar en los usos del Decadentismo, en cómo se utilizan sus motivos, sus formas,  sus figuras y en el por qué  y para qué se utilizan. Más que el rastreo de influencias, lo que pretendo es ver de qué manera el Decadentismo es usado por Hoyos. Subrayar, en suma, esa “multiplicidad de hablas que hablan de lo mismo en lugares distintos y de lo diferente en los mismos lugares” (Rosa 1999: 17) y  cómo la literatura usa el archivo de los saberes de cada época, cómo los aprovecha y también interfiere en ellos. 

La ceremonia del furor

El furor médico: fabricar a la enferma

El caso clínico, pues, a pesar de su aspecto de estudio naturalista, de análisis científicamente documentado de un problema médico, simulado ya desde el título, se sitúa dentro de la estética del Decadentismo para  ahondar en el estado emocional que la realidad mezquina provoca en la protagonista. María de las Angustias vive junto a su padre, el neurópata Rodríguez Vázquez, en el “Manicomio y Casa de Salud de El Reposo”, donde experimenta su propia reclusión y trata de desafiar el guión que como mujer se le ha impuesto. Es el tedio de la hija de la casa, la angustia en suma, connotada en su propio nombre, cuya agitación le lleva a huir hacia el abismo de la carne.  Frente a la represión, el desbordamiento sexual. Por ello, el relato se fabrica con  los procedimientos de la invención generalizada de la sexualidad de la época y lo hace mediante varios mecanismos periféricos: la histérica y la prostituta, el asilo y el arrabal, el satanismo y  la noche.

Aquel propósito de “hacerse buzo de almas y no pretender explicar el misterio por las enfermedades de los sentidos” (Huysmans 1986: 15), que proclama Là-Bas como desafío al naturalismo, está presente en  El caso clínico. Pero aquí  queda subrayado con la exageración y manipulación irónica de los propios esquemas naturalistas puestos al servicio de la parodia. La acumulación de pastiches sobre algunos motivos así lo demuestra. Por ejemplo, la referencia a las taras hereditarias, fisiológicas y psíquicas se remarcan en el linaje distinguido de los antepasados del padre de la protagonista. Rodrigo es descendiente de un  “fanático y violento inquisidor toledano” (Hoyos 1916: 8), unos rasgos que en clave humorística exageran la severidad de su vida impecable. Asimismo, a raíz de la muerte de su madre en un manicomio, decide fundar sobre un viejo palacio aislado de la ciudad la institución de El Reposo. Se trata de un espacio que en otro tiempo fue testigo de fastuosas fiestas y misteriosas aventuras de amor y que ahora, debido a los avances de la gran ciudad, linda con los arrabales miserables.  En realidad, es una especie de cordón sanitario, un refugio aislado de la vida de la calle.

Su proyecto constituye una obra de higienización y serenidad sobre los presupuestos del determinismo ambiental. Frente al aspecto desolador de un manicomio, aboga por un sistema de bondad y bienestar. En lugar de “martirizar a los pobres locos” (9), trata de fortalecer su espíritu para, en un momento de lucidez,  retornarlos a  una vida de orden y buen sentido ya que la locura constituye un momento de debilidad: “fases agudas de las perpetuas ideas que martirizan a los hombres” (5). Por ello, como un “sabio de espíritu evangélico” (5) su cura es la de la resignación, la espera y la esperanza: “esperar, esperar siempre que la vida mostrara en un momento dado la falsedad de los ensueños, y entonces enseñarles a tener resignación. Esperar, esperar siempre era su sistema” (9).

Este sistema le lleva a estudiar a su hija bajo los aspectos de un caso clínico cuyo enigma trata de analizar. Por ello, las palabras que abren el relato: “…y sana de cuerpo y espíritu…”, manifiestan la idea fija que le atormenta: ocultar a su ayudante, Arturo Jonás, decidido a casarse con María que ésta es una enferma. Pero los puntos suspensivos introducen también la duda y la inseguridad, la sorpresa y el suspense. Desde el comienzo se nos mantiene a la expectativa de que un secreto sea revelado. En el fondo, este relato es un cruce entre novela de terror, relato erótico y “novela policiaca”. Su estrategia está puesta al servicio de esa narración cifrada. De este modo, se intercalan varias historias que se cuentan desde la omnisciencia: la de la investigación médica, la erótica y la del terror satánico que conduce al crimen. Por ello, Arturo no actúa como narrador sino como el típico testigo de horrores de muchas novelas decadentistas, su presencia es la del profeta de buenas costumbres que como Jonás se embarca en una misión tempestuosa.

Gracias a ese narrador omnisciente e irónico que juega con el engaño, el lector no se sitúa ni en la perspectiva del médico ni en la del ayudante. Uno de los presupuestos fundamentales del relato es desmentir mediante la ironía y el humorismo llevado al grotesco el sistema integrador del médico. Desde las primeras líneas, el lector sabe que el médico miente, pero también descubre que su mentira remite a un sistema en que la verdad puede ser cuestionada. Es el padre quien a partir de la imagen congelada en un retrato, observa e interpreta a la hija y trata de visualizar un orden patológico. Es él quien  “con la atención apasionada con que contemplaría el enigma de un caso incierto aún” (4), fabrica a la enferma para el lector. Varios signos concentran la atención del médico: “la palidez de alabastro, el gesto nervioso, galvanizado por una secreta alegría, o roto, fofo, aniquilado por un dolor […] subterráneo” (7). Esa sospecha no hace más que engordar el enigma de su retrato, de su frialdad y crispación, del aura histérica, en suma.

Sin embargo, los vestigios naturalistas están privados de su auténtica funcionalidad.  El retrato contemplado por el padre sirve para parodiar su perspectiva científica a la búsqueda de los signos del mal. La heroína naturalista ha cedido su puesto a la atormentada heroína decadentista. Su perfil responde a la mujer sensual de cabellos color miel, ojos verdes luminosos y felinos, nariz carnosa, boca entreabierta y labios gruesos. No obstante, el padre pone bajo observación el retrato, trata de “leer claro en aquel libro escrito con sangre de sus venas” (5) hasta  descubrir varios indicios: “la blancura mate y traslucida que daba una sensación de frío, un no sé qué de misterioso que flotaba en los ojos y en la frente, y las manos […] de alabastro, maceradas, retorcidas en una involuntaria crispación y al mismo tiempo, rotas, tronchadas, inermes, como esas manos cercenadas de Santa medieval que de pronto nos escalofrían al hallarlas sobre un altar abandonado” (5).

Si su método consiste en esperar, la misma espera aplica a su hija, a quien escruta con la idea de que aflore algo escondido. Por ello,  la contempla “con fijeza casi dolorosa” y “cada vez los rasgos se acusaban más enérgicos, más claros, más netos” (5). La expectación como método es la base del relato médico y del relato narrativo. Tras esta primera parte  que sirve de marco se nos ha preparado para asistir a la revelación de ese secreto médico que se supone vergonzante. Sin embargo, el cientificismo en la novela no deja de ser un señuelo, pues iremos descubriendo que los signos de languidez e indolencia leídos como estigmas de una posible perturbación mental responden a una desarmonía espiritual  a raíz del choque entre la estrechez de la vida cotidiana y un inmenso anhelo de plenitud. No es casual que al final de esta primera parte se cree una  atmósfera  de misterio y pesadilla. El neurópata, tras augurar una vida de felicidad a Arturo con su hija y subrayar que es “sana de cuerpo y sana de espíritu” (7),  parece ver en las sombras del atardecer “dos claras esmeraldas” que le miran “fijamente con diabólicas fosforescencias de embrujamiento” (7). El espanto que le asedia será el espectáculo portador de amenaza y placer para los decadentistas. A partir de este momento lo más importante es sugerir una atmósfera y crear un sentimiento de pavor en el lector. 

Los furores del alma y del cuerpo: la represión engendra monstruos

Este desplazamiento hacia el cuento de terror o más exactamente el cuento cruel, no es intrascendente. El marco mismo del manicomio es mucho más que la exploración objetiva de un medio ambiente. De forma deliberada ese ámbito constituye un espacio decadente condimentado con las especias acres de la anormalidad, la fealdad, lo macabro y lo grotesco. La obra maravillosa de El Reposo donde los enfermos “sobre la mentira de su locura” construyen “involuntariamente una vida llena de orden y de buen sentido” (10) junto a los cuerdos, es una farsa colosal. Su costra mágica de bienestar disimula la corrupción de un trasmundo diabólico: “la mansión de todo dolor, sobre cuya puerta pudiera escribirse la trágica inscripción que el Dante colocó sobre la de su Infierno: ‘¡Deja aquí, mortal, toda esperanza!’” (8).

El mundo así ironizado traza un mapa grotesco por cuyas regiones más repulsivas brotan las aguas turbias de la belleza contaminada y medusea. Una muestra representativa de este afán de mostrar los dessous y de ejemplificar la máxima de Dante es el aspecto que cobra la naturaleza, con “la irreal apariencia de esos paisajes crepusculares de algunos pintores enfermos del espíritu” (8), así como el inventario goyesco de personajes.  

Pero la primera entrada de María en este clima de pesadilla rectifica algunos de los presupuestos médicos anteriores. El gesto congelado en el retrato cobra vida. Se trata de una risa nerviosa, una rabia o contento debidos a una “misteriosa excitación” (10),  el “reflejo de internos estados de espíritu que adquirían en su imaginación tal plasticidad que sin darse cuenta se traducían en un gesto real” (10).  Estos estados responden a una sed de misterio, una atracción por la tiniebla y el abismo donde el sadismo halla su terreno natural: “una curiosidad malsana que le llevaba a escrutar el sedimento de realidad de la tragedia y una plasticidad imaginativa que le presentaba los cuadros lúbricos, sangrientos y terroríficos con claridad cinematográfica” (10-11). En este estado de ánimo está el origen de toda literatura decadentista. Por ello, el sadismo y el satanismo son los dos polos entre los cuales oscila el alma sensual de la protagonista y los dos mundos por los que ahora circula el relato. De esta forma, se nos introduce en una especie de fábula invertida. María en el ocaso de la tarde otoñal avanza “como en esos cuentos de Perrault en que en medio de inexplorados vergeles, por donde el héroe perdido se aventura, surge feísimo genio o espantable bruja” (11).

Pero a diferencia de los cuentos formativos, María va al encuentro con algunos internos de El Reposo, amistades particulares cuya  nota común es la fealdad física y espiritual, entendida a su vez como señal y síntoma de degeneración. La narración ostenta la lujuria de la fealdad tan grata al Decadentismo. Al lector se le asigna la posición de mirón fascinado ante esta puesta en escena de lo monstruoso: una mujer con aspecto de “un habitante de las cavernas” (11) que sujeta un gato disecado al que cree haber engendrado por la influencia de un extraño incubato, el maleficio de una bestia peluda que la posee día y noche; Jesús, el renegado, un sacerdote excomulgado entregado a una nigromancia mezclada de “sensualismo satánico y satiriaco” (12) que pretende resucitar las misas negras sobre el vientre de una virgen; Simón, un sabio inventor y alquimista; Lázaro, un mundano rico con los estigmas del vicio y la voluptuosidad y, por último,  Juan, un delincuente  “atacado de una sensualidad aguda” (13) acusado de estupro y asesinato. Se trata de una galería de locos sobre los que pesan en su mayoría delitos sexuales o prácticas mágicas.

Poco a poco se desentraña el enigma. En María “arde una hoguera de sensualidades inconfesables” (15), que primero le lleva a refugiarse en el placer cerebral. Por ello, ante los desvaríos morbosos de la poseída se dispara su imaginación: “¿Qué espantables ultrajes habría sufrido aquella desdichada para enloquecer así? Y se figuraba la ruda brutalidad de un hombre semisalvaje poseyendo un cuerpo frágil y quebradizo de adolescente, y, sin quererlo, sentía ella misma el contacto de la piel áspera y peluda y la dureza de los huesos ciclópeos” (11-12).

Del mismo modo, frente a la “pasión noble y serena, vagamente tocada del misticismo del sacrificio” (14) de Arturo, desea “una pasión violenta, un poco brutal y otro poco cruel, una de esas pasiones sin respeto ni ternura que acechan siempre en la sombra como alimañas salvajes, dispuestas a caer sobre su presa” (15).  Pero a partir de ese momento, el personaje femenino cobra  fuerza. Ante la propuesta de matrimonio con el que perpetuar la “herencia espiritual” (15) del padre, la muchacha pregunta sin rodeos: “¿Y yo qué represento en todo eso?” (15).  La respuesta del prometido es la de asignarle el papel pasivo de un ángel del hogar sin individualidad ni deseos propios: “La misión más bella, más grande, más santa, una misión de caridad, de ternura, de amor” (15). Ante ello, María permanece indiferente: “sus ojos fascinados” contemplan “un espectáculo horrendo y maravilloso, una cosa extraña y alucinante como una pesadilla” (15).  El paisaje crepuscular se puebla de figuras deformes propias de “un horrendo juicio final” (16), que trasladan a un universo satánico y ponen de relieve la atracción del abismo que caracteriza al individuo decadente.  No en vano, la  narración se desplaza hacia el interior del personaje para ahondar en su psicología de heroína decadentista, inquieta y contradictoria.

De este modo, emerge el auténtico conflicto: un “mal espiritual” motivado por un ambiente asfixiante e hipócrita que escapa a las explicaciones de la psiquiatría. Y es aquí donde ocurre lo verdaderamente importante de El caso clínico, pues será la indagación del alma de María y su toma de conciencia lo que realmente dispara la acción y quiebra definitivamente las expectativas de lectura: en lugar de la presentación, análisis y solución de un caso clínico según los factores del laboratorio novelesco, se nos sugiere un estado emocional, la descripción específica de un état d'âme, que hasta ahora sólo había sido esbozado.  

En un sugestivo pasaje que viene a ser como un desarrollo narrativo del verso “Votre âme est un paysage choisi” en el que Verlaine repite líricamente el leitmotiv de Amiel: “Le paysage est un état de l'âme”, se establece la profunda compenetración entre el paisaje glacial y la insensibilidad  de la protagonista. María desde un balcón, indiferente a todo, contempla perdidamente el infinito. Un equivalente verbal de Convent Lily (1891) en el que Spartali captó la languidez,  el ennui femenino, a través del rostro de una mujer enclaustrada que con los ojos fijos en un punto imaginario, desvía expresivamente su mirada hacia el exterior.

Este sentimiento acentuado por la frialdad del espacio es remarcado a su vez con la acumulación de sensaciones áridas y grises que sugieren la inminencia del vacío, la irritación y desarreglo de los sentidos, el deseo de huida, la sed de infinito y de sueños sensuales:  

 

En su alma no había piedad ni amor, ni simpatía ni ternura. Una inmensa aridez lo invadía todo, atroz sequedad espiritual resquebrajaba el terreno baldío, y por las enormes grietas, como en un cataclismo geológico, desaparecían ideas y sentimientos. Toda su vida espiritual vacilaba entre una alegría nerviosa, desordenada, que se deshacía en risas, en gritos, en gestos violentos y en canciones, y una tristeza inmotivada, gris y opresora, que le hacía agonizar de tedio, tristeza plomiza, que le sumía en una  modorra hosca, haciéndole pasar horas y horas con los ojos fijos en un punto imaginario, los labios crispados y sin otra señal de vida que algún gesto de desesperación esquivado de vez en cuando. Y por encima de todo esto, como un “ananké”, flotaba un anhelo inexplicable, un deseo de no sé qué cosas malsanas que le llevaban a otear ansiosamente desde su balcón las lóbregas callejuelas que enlazaban al Sanatorio con los barrios extremos de la ciudad (17).


Esta descripción se aleja de las explicaciones causalistas y se ajusta a la atmósfera espiritual del fin de siglo. Es notable la proximidad con la imagen de la condición humana  cifrada por  Baudelaire como “une oasis d'horreur dans un désert d'ennui” o con la  oleada de símbolos vinculados al culto de la impuissance, la conciencia del néant, la melancolía, el anhelo de cosas imposibles y la huida: el parque solitario de Verlaine, los árboles estériles de Mallarmé, la luna inalcanzable de Laforgue, los espacios áridos de Maeterlinck o el solitario Hamlet tan atractivo para los decadentistas por su fuerza soñadora y su gusto por lo macabro.

Como notable es también la seducción del gouffre, la “atracción atroz de aquel abismo en que su imaginación enferma ponía todas las monstruosidades, todas las aberraciones y todos los crímenes” (17). María como típica heroína decadentista, envenenada por su propia alma enferma de infinito, descubre en el abismo una fuente de novedad y experiencias. De este modo, se emprende el habitual descensus ad inferos, el viaje de conocimiento y de desintegración que hallamos en la narrativa decadentista.  Frente a su padre y su prometido “tan estúpidamente candorosos” (17), el peregrinaje nocturno a la ciudad le pone en contacto con el desorden y el desenfreno sintiendo el deseo de “enfangarse” y “envilecerse” (18). Por ello, tras ir contemplando distintas escenas de  borrachos, mendigos, prostitutas y chulos violentos, “como una bestia sumisa y cobarde que sigue al macho” (20) se entrega a un rufián.

Este viaje, desde la esperada abnegación hasta la afirmación de la voluntad de vivir,  desencadena los subsiguientes descensos hasta los últimos peldaños de la espiral del sexo. La huida al frenesí de la carne funciona como terapéutica a la grisura de la realidad. María, virtuosa de día, de noche se transforma en la gran meretriz guiada por la llama inextinguible de su incontinencia:

 

Como una ramera, salía ahora todas las noches a prostituirse por los caminos. Eran unas horas de lujuria, de brutalidad y de miseria, unas horas en que se hundía en el fango, en que vivía en la más inmunda abyección, en que su cuerpo sufría todas las torturas físicas y su alma llegaba al límite de las degradaciones. Poseída, brutalizada, despreciada y maltratada por los jayanes, pasaba de mano en mano, temblando de frío y de deseo sin fondo, como el tonel de las Danaides. Cuanto más ahondaba en las horripilantes voluptuosidades mayor era el abismo en que caía (20-21).

 

El enigma queda desvelado. Sin embargo, el relato privilegia la perspectiva de la “enferma” y no la mirada clínica. Lo que se pone sobre el tapete es la cuestión sexual, tema candente en los debates y discursos de la época. Que María sea o no una enferma es una cuestión de punto de vista. O de otro modo: la hija de un respetable burgués puede ser una ninfómana. En cualquier caso, lo que se desvela es que la represión engendra monstruos y ello a pesar de ser metaforizado como una posesión: “la fuerte atracción” que arrastra como “un imán” (17)  o la “fuerza” que pesa como un “sortilegio” (21).  

Sin duda, en este relato el cuerpo deja de ser  un espacio inviolable de lo privado. El sexo es  “no sólo una de las maneras más obvias de abrir las compuertas del cuerpo y poner en contacto sujetos incompatibles, sino también el medio propicio de reproducir esa aberración” (Nouzeilles 2000: 29). Frente al espacio cerrado del hospital, María permite conectar ese mundo aséptico, diurno y ordenado con el desorden de ciudad, la noche y el arrabal. La narración no economiza medios a la hora de describir ese peregrinaje entre las casuchas miserables del proletariado, los ventorros inmundos, los grupos de prostitutas, borrachos, soldados, golfos y obreros, las buñolerías o las escenas sexuales: “Junto a unas tapias, un hombre y una mujer, tirados en el suelo, permanecían abrazados mientras ella gemía quedamente” (18) y violentas, como la de la prostituta golpeada y pisoteada por su chulo.

En el fin de siglo la violencia y la sexualidad o el exceso de sexualidad se reconocen en los márgenes. Basta con revisar las crónicas periodísticas. Funciona como un distanciamiento social.  Las “clases peligrosas”  conforman un universo  considerado brutal y grosero. El propio relato se hace eco de ello. Asimismo, la violencia se emparenta con fuerza y vigor. Los modelos hegemónicos de masculinidad muy sujetos a la  afirmación de la heterosexualidad exhiben su virilidad violentamente.  La mujer por su parte ha de constituir un ser pasivo, dulce e inerme. 

Furores satánicos

Entre estas fugas se produce un acontecimiento fundamental: la misa negra en la que María es elegida como piedra del altar. El episodio emparentado con la moda del satanismo fin de siglo y de la que Là-Bas constituye un ejemplo revelador, como examina Muchembled (2004: 256-270), introduce un tema importante y muestra la fuerza de las tendencias irracionalistas en la cultura y la literatura españolas del periodo. El propio Bernaldo en Figuras delincuentes (1909), al ocuparse de “Las brujas de Zugarramurdi” hace mención a la novela de Huysmans, quien, en su opinión, “ha descrito magistralmente”  (2008: 116) las larvas o pensamiento lascivos. 

La protagonista, guiada por los locos hasta la capilla del hospital, asiste con curiosidad lasciva a un espectáculo grotesco: la profanación del oficio sagrado con la cruz invertida con un macho cabrío, el altar recubierto con un paño negro y sujetado por dos mujeres desnudas, el sacerdote con una capa pluvial pintada de “figuras nefandas sanguinarias y  obscenas”  (22) y con dos cuernos sobre su frente o la salmodia que invoca a Satán. Es un ritual preparado para la salvación del mundo mediante el sacrificio del supuesto vientre virgen de la joven. Sin embargo, María escapa al sacrificio al revelar cínica el misterio de su vida sexual. Y así para los locos, de virgen se transfigura en ramera, la prostituta secular que es preciso inmolar.

Tras ser execrada y conseguir liberarse seduciendo a Juan con un beso, prosigue el encuentro con el padre, el intruso que ha violado su secreto. Con este suceso surge un conflicto generacional inevitable, el choque entre dos mundos: el de la ciencia, la verdad, la virtud, el orden burgués, la represión, el egoísmo disfrazado de altruismo y el de la pasión, el vértigo, la transgresión, el ansia de plenitud, la libertad, el individualismo, y vuelve a relanzar su motivo principal: el descrédito de la medicina positivista, de la psiquiatría burguesa amparadora de valores y de normas de comportamiento.

Frente al diagnóstico paterno: “eres un caso clínico! Porque no eres una malvada (...) ¡eres una enferma, hija mía, una pobre enferma!” (27), su doctrina social y su terapia: “Dios nos ha dado el albedrío para dominarnos. La ciencia nos ampara” (27),  María, en nombre de su verdad personal revela la ineficacia de este sistema opresivo y absurdo con una réplica digna de figurar entre la oratoria finisecular del culto al yo y los ditirambos decadentistas de los instintos:

¡Y vivir en un lento martirio (...), y pasar las noches en vela consumiéndose en un fuego maldito que nos roerá las entrañas, y agonizar siempre de deseo y consumirse siempre de ansiedad para que triunfe la estúpida vanidad de los otros!... O ponerse en cura (...). Ser un caso más en esta ridícula farsa de sanatorio, en que tus locos, tus pobrecitos locos, andan a estas horas por el jardín, dicen misas negras y pretenden asesinar a las gentes... Tu obra no es nada. ¡Tu obra es una farsa ridícula y cruel! (...) Aquí se queda todo, hasta tu nombre, que no quiero para nada, y yo seré yo, seré un ser miserable, abyecto, inmundo; un ser del que huirán las personas honradas haciendo la señal de la cruz; pero seré yo. Viviré como quiera y donde quiera, y ya que tu ciencia y tus virtudes han hecho de mí una bestia insaciable, viviré como una bestia (27).

 

Sin embargo, este propósito está condenado al fracaso. Se trata de un desenlace decadentista, pero aderezado primero con elementos sentimentales de corte folletinesco: la crisis del padre atacado de una hemiplejía, su jadear de moribundo martirizado por su pena, la agonía última asistido por Arturo, testigo del cuadro de aquelarre que cierra el relato.

En este final en el que los locos entonando un himno apocalíptico bailan una danza calenturienta en torno a la hoguera donde yace el cadáver de María, reside la clave del gesto ideológico de El caso clínico. El naturalismo del doctor Vázquez, con su concepción unitaria de la existencia, no ha servido para explicar las agitaciones del alma ni las vesanias del demonismo, de lo sobrenatural; su proyecto regeneracionista no triunfa, a él sucumbe su propia hija sacrificada a manos de su obra. Es más, el doctor ejemplifica el optimismo terapéutico bajo un paternalismo  propio de las élites sociales y profesionales.  Su idea del asilo vendría a ser “un reflejo de ese desplazamiento cultural de largo plazo que condujo de la religión al secularismo científico” (Porter 2003: 122). De creyentes frente a herejes o de santos frente a pecadores, pasamos a cuerdos frente a locos. El Reposo es una muestra de ese ímpetu de institucionalizar propio del Estado racional. Es el espacio que separa lo “normal” de lo “demente”.  Frente a lo racional existe el resto, lo otro. Por ello, se  delimita un ámbito en que lo extraño y lo ajeno pueden ser manejados. Sin embargo, el relato nos muestra el asilo como problema.  El propio médico es víctima de su proyecto y su sistema de cura queda desmentido. A fin de cuentas, él mismo desde el principio ya se lo había cuestionado: “¿Iría a convertirse en uno de esos histriones para quien la ciencia es una mentirosa careta que oculta las miserias de su vida real?” (4).

Igualmente, el Decadentismo de María, con su rechazo de la moral burguesa, su spleen, su ebriedad vital por medio de experiencias sexuales y su anhelo de alejamiento social, del là-bas, se frustra, pues la realidad no perdona, derriba el ensueño y se venga con la muerte.  Este desenlace extremo y negativo rompe con la apariencia inicial de un estudio naturalista y de sus posibles soluciones. Pero para ahondar en esta visión de la realidad la narración usa con fruición los registros macabros propios del Decadentismo. El sabbat final inspirado en el arte meduseo es un cuadro de fascinante corrupción, de belleza tétrica y decompuesta, fofa, torpe e inarticulada, donde no falta la firma de Sade y de Gilles de Rais o el pincel de El Greco:


 

Había cojos que daban grandes saltos grotescos; jorobados como ridículos simios que hacían muecas obscenas, y ciegos con grandes gestos inútiles azotaban el vacío, mientras sus ojos de bruñido jaspe lloraban purulentos. Había manos anchas, torpes y viscosas como patas de palmípedo; brazos desarticulados; piernas larguísimas; muñones asquerosos; caras flacas, espiritualizadas como la de los hidalgos del Greco por la llama que ardía en las pupilas, y caras redondas, fofas, tumefactas, comidas de costras; miradas aviesas, crueles, en que se asomaba el alma del marqués de Sade, de Gilles de Rais y de la Brinvillers (33-34).

 

Esta danza macabra incluye el lado sangriento de los antiguos aquelarres. María, como encarnación de la supuesta fatalidad femenina: la Gran Ramera bíblica, muere en la hoguera, abrasada por el fuego del infierno y de la purificación. Y ante esta misa negra en la que se renueva el sacrificio del calvario mediante la imagen de la mujer quemada viva, el narrador subraya con complacencia la belleza ardiente y triste del bárbaro suplicio comparable a las atractivas torturas de una imaginación delirante y espantosa como la de la Santa Inquisición: “Toda desnuda, desgarrada, ensangrentada, mancillada por todos los ultrajes, carbonizada a trozos; conservaba, sin embargo una belleza maravillosa que la hacía parecer uno de esos viejos ex votos que ardieron en las hogueras de la Santa Inquisición” (34).

Clara ilustración de sadismo militante donde la destrucción del cuerpo de la mujer recuerda el éxtasis del martirio padecido por otras mujeres terribles como las protagonistas de D'Annunzio en La Nave o La Figlia di Iorio. En los discursos de la época el cuerpo femenino “con su economía biológica anormal y su capacidad de alterar la relación entre el adentro y el afuera a través de la cópula y el embarazo, fue el campo principal de batalla” (Nouzeilles, 2000: 29). La mujer, irónicamente hija de un descendiente de un inquisidor toledano,  acaba en la hoguera. Ya lo advirtió Jesús, el renegado: “Vas a morir, mujer, porque eres maldita entre todas las mujeres” (25). Herencia o no, lo cierto es que para María no hay salvación.  Para  el grupo satanista la mujer es un puro instrumento para el sacrificio. Para la ciencia representada por el padre es alguien que no encaja en el nuevo orden burgués y por tanto, un  caso clínico.

Pero en este final además emerge no solo el horror del cuerpo muerto sino un horror intensificado por ser un cadáver desnudo, algo obsceno y abyecto. Se  destruye así el cuerpo como asiento de la voluntad de vivir, de las fuerzas que no se pueden domesticar, de la sexualidad considerada peligrosa. El relato se ha internado por los caminos del género gótico hasta rematar en un cuento de terror sangriento y macabro.  ¿Acaso no  estamos ante de una de esas historias en la que una bella en apuros entra en una residencia extraña donde viven unos personajes inmersos en un terrible secreto que una vez revelado transformará todas las existencias para siempre?

La literatura de la segunda mitad del XIX, como estudió Praz (1969),  hizo del horror una fuente de placer y belleza. De hecho, el horror es desde el romanticismo hasta el Decadentismo una categoría de la belleza. El Decadentismo continuó la revolución romántica que reemplazaba la belleza clásica única por la belleza plural y multiforme. Por ello, en esta literatura lo gótico será un elemento clave. Es obvio que nos hallamos ante una mutación de lo gótico. Llámese postgótico o gótico urbano, lo que es indudable es que en la década de 1880 se produce un importante resurgimiento gracias a la influencia  que Poe y su traductor Baudelaire ejercieron en autores como Huysmans, Verlaine, Mirbeau, Rachilde, Wilde,  D'Annunzio, Darío, Valle-Inclán, etc. Este renacimiento de lo gótico en su mayoría coincide con el simbolismo y el Decadentismo finiseculares y en él el nuevo paisaje será el de la ciudad como fuente de amenaza y desolación.

Es interesante al respecto la visión de la ciudad y de los suburbios que Arturo, mientras vela al médico y trata de interpretar lo sucedido, tiene desde el balcón:

 

Por primera vez en su vida serena y fría, de sabio que no ve sino lo que tiene que ver, dióse cuenta del pulular de gentes sospechosas, del ir y venir de tipos ambiguos;  con curiosidad creciente contempló la fauna del hampa, observó sus movimientos, las masas confusas, los acoplamientos imprevistos… Por encadenamiento de ideas, la vida de fuera parecíale que invadía el jardín de “El Reposo” y que todas aquellas cosas malsanas y calenturientas se asentaban allí. Y por absurdo fenómeno  anímico, asoció sin quererlo, a las imágenes lúbricas o groseras, la nobilísima de María de las Angustias, la repulsiva a Sara, la estrafalaria de Simón (30).

 

Es una especie de revelación que  desestabiliza los pilares en los que se apoyaba su saber médico presuntamente conocedor de la naturaleza humana y evidencia que el asilo no es más que un cinturón de seguridad alrededor del nuevo orden burgués. Como afirma Byron:

 

If the city is now the primary Gothic landscape, the primary figure at the heart of most Victorian fin de siècle texts is the scientist.  Many forms of nineteenth-century materialist science, including Lombrosian criminal anthropology, had attempted to provide tools for identifying and categorising what was decadent, criminal, abnormal within human nature, to establish and distance what was alien and reaffirm the stability of the norm. But science did not just offer reassuring ways of categorising and ordering, of locating and fixing lines of difference; it was also a transgressive and disruptive force. From evolutionary theories to mental physiology, the study of the workings of the mind, science actually bore much of the responsibility for challenging the stability and integrity of the human subject (2001: 134).

 

En efecto, la ciencia adquiere ese estatus de un saber paradójico al  tratar de ofrecer soluciones tranquilizadoras y a su vez cuestionar la estabilidad de los sujetos, un aspecto que Cardwell (1995) y Poe (2010) han analizado en el campo del Modernismo hispánico. Pero sobre este camino de la duda frente al cientificismo se abren otros interrogantes sobre lo desconocido y lo sagrado. Ni la ciencia ni tampoco la religión de la que es posible burlarse como lo hace la sociedad secreta de El Reposo, son sistemas que permiten explicar lo irracional. Para Jesús, el renegado, las misas negras no solo van a devolver la razón a los locos sino que el “mundo va a dejar de penar” (21). El satanismo introduce de este modo en la novela otros saberes y prácticas alternativas,  hace suyo un discurso sacrílego contra el poder y adquiere un sentido subversivo en la exaltación del sujeto como amo del universo.

Hoyos ha aprendido de Huysmans dos lecciones decisivas. La primera relativa a esa “perversidad diabólica que se infiltra, sobre todo en lo que concierne a la lujuria en las mentes de las personas agotadas” (1984: 107), un  enigma que permanece sin aclarar: “la palabra “histeria” no resuelve nada; puede ser suficiente para precisar un estado material, para señalar unos zumbidos irresistibles de los sentidos, pero no deduce ni explica las consecuencias espirituales que van unidas a este fenómeno” (107). La segunda, que “cuando el materialismo se sobreexcita, se alza la magia” (1986: 311). Pero también ha aprendido de los decadentistas la imposibilidad del ideal, el fracaso de las lejanías, del là-bas.

Furores literarios

En el prólogo a la edición francesa de El caso clínico, el  doctor Levaditi expresa su fuerte impresión de lectura y valora el conocimiento que el autor tiene de la psicología. Esto le permite “lire dans le grimoire de l’âme humanine, impénétrable  pour le commun des mortels” (1928: 6). Ante este mundo sombrío aconseja ver la vida bajo el aspecto de una línea armoniosa. También Simarro leyó la novelita como un cuento de miedo. Hoyos nos brinda un relato de terror atravesado por los registros del cuento erótico y del ocultista, en el que no falta hasta casi una trama “policial” con enigma, investigación y asesinato incluido. De hecho, el moribundo doctor Vázquez trata de desvelar el secreto a Arturo, un ayudante muy poco dotado para la investigación que descubrirá el asesinato final: “…María de las Angustias… las noches… los locos… caso clínico… la muerte… yo, yo… culpable… inmundicia… honor...” (31).

Esto no es algo insustancial si tenemos en cuenta que en el siglo XIX  se impone “la fascinación por el crimen” (Muchembled 2010: 325).  Las crónicas de sucesos se pueblan de descripciones de atrocidades asesinas. Varios discursos hablan del delito y de los delincuentes y exhiben la ansiedad y el miedo ante el hecho de ser violentamente desposeídos. Lombroso llega a inventar un modelo de criminal nato entre los cuales, para tranquilidad de los burgueses, estaban, por ejemplo, los anarquistas. En el campo de la novela policiaca es indudable la paternidad de Poe y la fascinación que ejerció en el Decadentismo. Por su parte, el periodismo se regodea en la crónica negra y la influencia de lo gótico se deja sentir en la literatura popular.

Sin lugar a dudas, todas las modalidades usadas por Hoyos son muy aptas para captar la atención del lector de La Novela Corta, un público que había que conquistar en  los quioscos. De ahí el uso de estrategias de impacto de los nuevos modos de comunicación, la publicidad y el periodismo. No es casual que muchos de los temas sensacionalistas de la crónica negra se reciclen literariamente o se escriban teniendo presente el efecto que se desea provocar en el lector urbano. Pero ante todo, esta colección constituye un escaparate de las distintas caras de una modernidad problemática y problematizada como supo mostrar el Decadentismo.

El mundo de Hoyos está hecho de objetos culturales preexistentes y prolongaciones de lecturas. Ante su escritura es difícil discernir lo que es propio de lo que pertenece al motivo literario que interpreta. Surge un compuesto, un híbrido que es lo más interesante. Su escritura, como ejemplifica El caso clínico, tiende a lo superlativo y desbordado: es furiosa, arrebatada, exaltada, agitada, violenta e insaciable, una auténtica ceremonia del furor. 

Los usos que se hacen del Decadentismo no solo muestran nuevos modos del contar sino también de hacerse cargo e interferir en otros discursos sociales como el médico, el sexual y el religioso. El siglo de la ciencia, la medicina y el progreso de la razón se pone en entredicho. Se explica así por qué tanta ansiedad de la crítica ante este programa estético en el que los dispositivos del poder acaban cuestionándose. Pero también permite explicar la operación de higienización a la que fue sometido y sigue sometiéndose en España el Modernismo. La prueba más clara es esa pereza crítica que parece negarse a ver que hubo un Decadentismo y cuyos usos pueden encontrarse en esos desvanes del canon que constituye la literatura popular.  

 

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