Lucía Miranda
de Rosa Guerra: un pacto para la utopía de un entre-espacio
Francisca Aguiló Mora
University of Miami
Lucía, hermana mía,
no abandones a tu pobre hermano (Guerra 1954, 20)
Lucía Miranda (1860), de Rosa Guerra, puede considerarse un
texto paradigmático de cómo algunas escritoras y escritores del XIX
latinoamericano imaginaban posibles entre-espacios. Guerra reescribe una leyenda histórica
basada en la fundación en 1527 de la colonia de Sancti Spiritu
por Sebastián Gaboto. (3)
La leyenda narra la tragedia del matrimonio de colonizadores españoles formado por
Lucía Miranda y Sebastián Hurtado, que mueren víctimas del levantamiento de los
indios timbúes como última consecuencia del
enamoramiento que siente el cacique Mangora por
Lucía. Ideológicamente, la leyenda sublimiza el amor entre los esposos. Ahora
bien, sin alterar la narrativa de amor conyugal, Guerra centra el desarrollo de
la acción en la relación que Lucía y Mangora
establecen. (4)
La escasa crítica que ha analizado esta novela se centra en el personaje de
Lucía. Por un lado, Remedios Mataix la inscribe
dentro de un imaginario feminista donde Guerra experimenta con las
posibilidades de ampliar las feminidades prescriptivas de la época y la
conceptualiza como el sujeto capaz de crear puentes entre visiones de mundo
binarias:
[L]a identidad femenina que personifica esa
Lucía Miranda […] relativiza la oposición entre los dos términos de aquella
dualidad literario-ideológica, pues los deriva hacia la línea fronteriza entre
lo europeo y lo indígena, o lo civilizado y lo bárbaro, que Lucía,
intermediaria, simboliza. Los límites de la dicotomía se vuelven difusos hasta
el punto de que resulta difícil determinar quién es el ‘otro’ [de Lucía
Miranda], por mucho que los relatos se estructuren sobre las dualidades
inevitables europeo-indígena, hombre-mujer, colonizador-colonizado, y hasta
verdugo-víctima […]. (219) (5)
Siguiendo el concepto de traducción cultural de Bhabha, con el que explica el proceso de objetivación de la
significación cultural en los denominados encuentros culturales, diríamos que ambos Lucía y Mangora
participan en un discurso paradójico puesto que actúan como sujetos y objetos
de este proceso cultural de traducción, que nunca es estático sino que se halla
en continuo movimiento. En cualquier proceso de traducción, existen siempre dos
elementos, un texto o discurso “original” en un lenguaje y otra producción
secundaria en otro lenguaje. En la relación entre Lucía y Mangora,
el proceso de traducción se lleva a cabo de dos maneras: por un lado, Lucía
traduce para Mangora su mundo “europeo” para que este
lo entienda y aprecie y, por otro, Mangora traduce su
etnicidad y masculinidad frente a Lucía de tal forma que deja vislumbrar un
tipo de rol étnico-sexual que no tiene normalmente cabida en el entorno de la
protagonista. Ambos personajes se hallan en el espacio que existe entre el
traductor y el traducido, y es aquí donde se pueden crear nuevos espacios de
significación. Además, a través del pacto de hermandad que llevarán a cabo,
ambos trasladan el arquetipo de feminidad y masculinidad predefinido que la sociedad tiene de ellos como mujer y como sujeto
indígena hacia una individualidad como “sujeta” (Valcárcel 106), y como
un sujeto “otro” que abre las puertas a formas de masculinidad más deseables
desde el imaginario feminista que presenta esta novela. (6)
Mangora y Lucía demuestran que el supuesto espacio
cultural “original” no tiene características esenciales ya que siempre está
abierto a la traducción y a la adaptación; puesto que puede ser “simulated,
copied, transferred, transformed, made into a simulacrum and so on: the
original […] is always open to translation so it can never be said to have a
totalized prior moment of being or meaning –an essence” (Bhabha 210). De esta forma, cualquier cultura, hasta la colonizadora,
se constituye siempre en relación a este sujeto “otro.” Es decir, Lucía, a
pesar de ser la colonizadora, es también la sujeta que descentraliza las
estructuras culturales que pretende imponer a Mangora,
metonimia del grupo colonizado. Es por ello que Lucía y Mangora,
en su posición liminal de traductores, abren la posibilidad de una articulación
cultural diferente y nueva y crean “a pastiche, a parody or
a digression rather than a literal translation [… positing a new meaning]” (Santiago 34) de la cultura hegemónica que los articula y objetiviza.
En otras palabras, tanto Lucía como Mangora imaginan una configuración cultural híbrida. Ambos
ocupan el espacio que socialmente les pertenece como
sujetos oprimidos y conquistados ya sea en términos de género, de cultura y/o
de raza, pero al mismo tiempo los dos saben adquirir posiciones de poder desde
los mismos factores que los inferiorizan. Así, tanto
en Lucía como en Mangora, hallamos paradojas que
ponen al descubierto el entramado ideológico de los sistemas de poder que los
han inferiorizado. Al revelar los condicionantes
implícitos que los han infantilizado, logran desnaturalizar el sistema
hegemónico que los predefine y los esencializa en
categorías cerradas. En el personaje de Lucía, la paradoja se crea a partir del
doble papel que esta detenta, pues es tanto conquistador y letrado, como
encarnación de una feminidad ideal de mujer casada, asediada por el deseo
sexual del “otro,” Mangora. Ahora bien, la paradoja
es que Lucía, que podría considerar a Mangora como el
“otro,” se solidariza y pacta con él, con su acosador sexual, por quererlo, en
un futuro, un “igual” con el que consolidar su proyecto comunitario utópico. La
capacidad de Lucía de crear pactos con los “otros” para hacer posible la
comunidad deseada la inscribe como una variante de sujeto híbrido de Bhabha, ya que en ella y en Mangora
se articula el carácter ambivalente que los sujetos híbridos deben poseer para
ser capaces de generar un entre-espacio. En el caso de Mangora,
es paradójico cómo este sustenta su superioridad sociosexual
mientras que cede a las enseñanzas culturales de Lucía pactando con ella, una
mujer, como con una igual y cediendo a su subversivo uso de la razón y de la
tarea educadora y evangelizadora. Mangora es quien
reconoce en Lucía otra forma de ser letrado. Una letrado que parte de una
genealogía discursiva que altera el binario civilización y barbarie al
combinarlo con las narrativas europeístas del buen salvaje y con las narrativas
que se emparentan con las espiritualidades que intentaba recuperar el
cristianismo primitivo.
Si la aceptación de la paradoja en que viven Lucía y Mangora
posibilita que imaginen un entre-espacio comunitario, al mismo tiempo Rosa
Guerra, al vehiculizar la voz narrativa, la leyenda histórica, los
protagonistas y el pacto de hermandad que establecen Lucía y Mangora, hace posible otra forma de entre-espacio, la
novela, que desestabiliza y desnaturaliza los discursos dominantes sobre la
formación y consolidación de los proyectos nacionales propios del periodo y de
las convenciones sociosexuales y socioétnicas
propias del XIX latinoamericano. (7)
En mi proyecto interpretativo, las teorías
postcoloniales se hallan necesariamente combinadas con diversas teorías
feministas puesto que es importante destacar las alteraciones que Lucía
presenta a las feminidades prescriptivas del periodo. (8)
De entre los dos sujetos híbridos, es la mujer blanca la que adquiere el poder
de imaginar este entre-espacio, y lo hace aliándose con su “otro” igual. (9) Claramente, en Lucía
Miranda se hace realidad el potencial de la mujer sujeta, el cual la voz narrativa reconoce
aunque se muestre consciente de que la sociedad a la que pertenece no está
preparada para aceptar ni la individualidad de Lucía ni su capacidad de
imaginar proyectos de comunidad-nación. (10)
La voz narrativa describe a Lucía como a una mujer
excepcional desde el inicio de la novela: “Era Miranda, no una de esas heroínas
pertenecientes a todos los poetas y novelistas, herencia común de cuantos
plagian la belleza, molde donde todo el que escribe novelas, o hace versos,
vacía sus divinidades” (3-4). Lucía se presenta, pues, como una mujer que se ha
separado de su genérico (Amorós 191-2). No obstante, tal como señala Celia Amorós,
(11)
la diferenciación de las feminidades hegemónicas es problemática porque para
las mujeres del siglo XIX, “la
conquista de la individualidad […] es un verdadero ritual iniciático [que]
implica así un arrancamiento de [sí]
mismas, de [su] genérico de origen en tanto que genérico colonizado: emerger de
él como individuas es en cierto modo afirmarse sobre y contra él y conlleva una
desidentificación” (2005, 191-2). (12)
De esta forma, Lucía “mira los pactos patriarcales y descubre sus trucos”
(Amorós 190), que materializa creando uno de los nuevos e insólitos pactos al
crear “una formación de un nosotros que facilite la buena acción social”
(Valcárcel 109). Con ello la protagonista subvierte algunas de las oposiciones
binarias más importantes naturalizadas por el discurso hegemónico:
civilización/barbarie y hombre/mujer. Lucía Miranda imagina un “nosotras/nosotros
sujeto” a través de su pacto de
hermandad, (13) que no tiene lugar con el hombre blanco ni tampoco entre mujeres, porque Lucía no desarticula las reglas sociosexuales genéricas en su imaginario nacional. El pacto
lo realiza con el que denominamos su “otro” igual: Mangora.
Es decir, Lucía es, en términos de Amorós, una insolidaria con su genérico, que
pone de manifiesto una “ falsa conciencia [y ] falta de lucidez” pues, “el
poder de la mujer individual está […] condicionado al de las mujeres como
genérico” (193). La protagonista, en su posición de
conquistador-letrado, es la que pacta con Mangora a
las otras mujeres españolas y a los otros timbúes,
incluido Mangora, para hacer posible la
comunidad-nación que imagina. Al pactar a las mujeres españolas y a los hombres
timbúes, Lucía reproduce irremediablemente el sistema
de opresión genérica y racial del sistema hegemónico del que ella pretende
desmarcarse. Pero no es solo Lucía la que es insolidaria con su genérico, Mangora también deviene insolidario con su comunidad. La
voz narrativa describe al cacique asimismo como un sujeto excepcional entre su
genérico:
Mangora, cacique de los Timbúes,
a pesar de ser bárbaro, reunía en su persona toda la arrogancia de su raza, las
bellas prendas de un caballero, y su corazón educado …
aunque de color cobrizo como lo son todos los indios, no tenía aplastada la
nariz; sus ojos eran chispeantes, y en todo su continente se conocía era
dominado por pasiones fuertes y tiernas a la vez. Mejor dicho, era Mangora uno de esos tipos especiales entre los indios. (4)
De hecho, el propio Mangora no
titubea a la hora de renunciar a su religión y cultura indígena para pactar con
Lucía y morir convertido en cristiano a manos de la mujer que no solo ama sino
que además admira porque ha visto en el imaginario comunitario que esta le
propone el ideal al que debe aspirar.
Es en esta insolidaridad con los grupos de
pertenencia que irónicamente esta novela imagina un entre-espacio sociogenérico y socioétnico. Mangora y Lucía se han desplazado del lugar de pertenencia
asignado, y gracias a sus (no)pertenencias a los dos
mundos que les han sido impuestos externamente, los protagonistas logran cierta
individualización. Lucía busca y potencia un pacto entre “iguales,” que a pesar de ser un pacto patriarcal, como
he analizado anteriormente, sorprende porque se establece entre dos sujetos a
quienes en las ideologías hegemónicas del periodo se les negaba la capacidad de
pacto, pues siempre eran los elementos pactados. Es decir, el
contrato social que están irracionalizando es aquel
que encubría un contrato sexual previo
en el que las mujeres eran las pactadas, nunca las pactantes. No podían ser ni
los sujetos, ni los ciudadanos. (14)
Lucía es consciente de estas reglas sociogenéricas y socioétnicas que
la limitan tanto a ella como a Mangora. Esta
conciencia se hace evidente en el momento en que Mangora,
moribundo, le pide que sea ella quien lo bautice, a lo que ella responde:
“Según mi religión, un niño que tenga uso de razón, en caso que falte un
sacerdote puede bautizar una criatura; con ese mismo derecho, supliendo la
misma falta y con la más ferviente fe, yo te bautizo” (21). Con estos
razonamientos, Lucía adopta el discurso hegemónico del periodo y posiciona
verbalmente a Mangora, el “otro” en términos étnicos,
y a ella misma, la “otra” en términos genéricos, como criaturas, seres
infantilizados frente al hombre blanco que personifica, por ejemplo, Sebastián
Hurtado. Sin embargo, en este entre-espacio donde no hay “sacerdotes” es ella
la que tiene la facultad de hacer lo que en otros espacios le estaría prohibido.
Esta acción irracionaliza el sistema sociogenérico y socioétnico
puesto que si una mujer logra obtener la potestad de bautizar a un hombre en una
situación extrema, todo argumento basado en la razón que negara la posibilidad
de esta acción queda invalidado. Dicho de otro modo, este episodio subvierte
“la eterna infancia” de las mujeres ya que Lucía es capaz de articular un
discurso de adquisición de poder donde moviliza de forma estratégica los
derechos que se auto-otorga por ser blanca de clase alta, cristiana y
colonizadora. Podemos afirmar en consecuencia que en la formación de la nación
que Lucía imagina se hallan pinceladas
de “autoethnographic expressions”
(Pratt 7). Sin embargo, lo
paradójico es que Lucía en su discurso, visiblemente asentado en los discursos
coloniales y sociosexuales hegemónicos, instaura como
pareja fundadora de ideólogos de la futura nación que desea a Mangora y a ella misma. Lucía utiliza el discurso colonial de europeización pero lo altera ya que se apropia del espacio
público, prohibido para las mujeres de su la época, y emprende la tarea
iluminadora que le compete a los hombres conquistadores-letrados, y convierte a
Mangora en el futuro maestro y modelo de masculinidad
que debe existir en esa sociedad que ella y, finalmente, él imaginan.
No obstante, Lucía no habla con el lenguaje propio
del conquistador-letrado al dirigirse a Mangora
porque Mangora no es, no puede ser, para Lucía ni
conquistado ni bárbaro. Lucía quiere en Mangora un
aliado y como aliado tiene que tener el potencial de convertirse él mismo en
líder y letrado de la futura comunidad. La posición de Lucía de no total pertenencia a los
códigos hegemónicos hace posible que entienda la situación y el desarrollo de
la subjetividad del “otro” y su potencial como líder-letrado del proyecto
fundacional que ella ambiciona. Es la complejidad psicológica de Lucía y su sofisticada elaboración ideológica
lo que hace posible que pueda perdonar
y entender a Mangora cuando este ataca el
asentamiento español. Ahora bien, esta aceptación no es cultural, mas sí deviene
el reconocimiento de que para poder pactar se debe perdonar primero, porque Mangora es a los ojos de Lucía un hermano, un igual, aunque
sea un “otro” igual:
[Mangora:]
Mira…hermana…querida mía, tú lo sabes…yo amaba la virtud…
-[Lucía:] ¡Mangora…! ¡Hermano
mío! Mi Dios, el Dios de los cristianos, es superior a todas las miserias
humanas; […] Pídele con fe y te perdonará.
-[Mangora:] ¿Y
tú… me perdonarás…Lucía…?
[…]
-[Lucía:] ¿Y puedes
dudarlo un momento, Mangora…? Piensa…piensa, hermano mío, en nuestro Dios.
[…]
-[Mangora:] Gracias…ángel
de los cielos…-dijo Mangora; muero contento, pues que…me perdonas…y me
abres…las puertas…de la gloria.
[…]
-[Lucía:] Cálmate, cálmate
hermano mío, piensa que dentro de un momento vas a estar en la presencia del
Altísimo.
-[Mangora:] Otro… otro
único… favor … ¿Es un delito…que una hermana…de…el ósculo de… paz…a
un…hermano…en el momento…de una despedida…?
-[Lucía:] No –dijo la joven con enternecimiento.
(22)
Lucía, aun comprendiendo que Mangora
es el “otro” en términos de etnicidad, hace de él su igual y pacta con él: lo
perdona, lo convierte a su religión y así lo civiliza y, de esta manera, ya
ninguno de los dos se halla en un lugar superior al otro: Lucía es mujer, Mangora es indígena; Lucía es blanca, Mangora
es hombre. Pero del mismo modo, Lucía desempeña roles típicamente masculinos y Mangora suplica el perdón de una mujer. A través de la
realización de esta nueva forma de pacto de hermandad entre estos dos “otros,” Lucía
Miranda y Mangora imaginan un entre-espacio donde los
códigos hegemónicos llegan a cuestionarse.
El cuestionamiento de los códigos de comportamiento sociosexual es evidente en la actitud de Lucía frente a las
demostraciones amorosas de Mangora. Así, los desmayos
que sufre Lucía ante las declaraciones pasionales del indio, la confesión que
le hace Lucía a Mangora antes de la muerte de este cuando
le dice que él es el hombre a quien más ha amado después de a su marido, y el
beso “aparentemente casto” que le propina en su lecho de muerte, nos dan a
entender aquí que la postura de hermana mayor de la protagonista hacia Mangora es un ejemplo de lo que Spivak
describe como esencialismo estratégico en la narrativa de Rosa Guerra. (15)
Saporta defiende esta idea en la escritura de Guerra
al afirmar que “this
essentialist notion was only the
veneer for another, ultimately more important framing of the concept of woman” (47), el de una mujer capaz de posicionarse en una
relación de iguales con su marido, el colonizador Hurtado, y de pactar en
condiciones de otredad de igual nivel con su admirador y admirado Mangora.
La gran relevancia de esta novela reside en la idea de
que Lucía y Mangora consiguen imaginar un
entre-espacio al establecer su pacto de hermandad, si bien este queda en una
hipótesis incumplida por la muerte de todos los que hubieran hecho posible que
se realizara. Lo que sí supera el estado hipotético es la novela misma, con la
que Guerra logra inscribir la posibilidad de un entre-espacio en la expresión
literaria. (16)
En Lucía Miranda, Rosa Guerra presenta a una protagonista que es
capaz de apropiarse del espacio público, (17)
de la palabra, de la tarea colonizadora, del poder de elección, de su propio
cuerpo, y de la posibilidad de ejercer y dar el sacramento del bautismo y de
perdonar ofensas al honor. Pero, además, Lucía crea una narrativa fundacional
nacional que desterritorializa las políticas de
legitimación de los proyectos nacionales que se estaban proponiendo en la
época. Asimismo, tal como afirma Saporta, en “Mejorar
la condición de mi secso”, “in
order to negotiate the reality of their culture (patriarchal […]) with the
urgency of their female voice (feminist, in spite of the lack of the term),
women essayists [como Rosa Guerra] often embedded
within their concern a ‘double-voiced discourse’, which ‘embodies the social,
literary, and cultural heritage of both the muted and the dominant’” (citado en Showalter 263),” este discurso doble se ve representado tanto en
Lucía como en Mangora como también en el mismo
proyecto novelesco de Guerra.
Santiago propone que los textos latinoamericanos son
copias o apropiaciones de los “originales” europeos, los cuales devienen un
texto nuevo en este proceso de copia o apropiación. Así ocurre con Lucía Miranda. Aunque aparentemente se
trate de una novela romántica idealista arquetípica, incluso tintada de cierto
matiz sentimental, constituye en verdad un entre-espacio de resignificación
de los valores socioétnicos y sociogenéricos
impuestos en el periodo. A
modo de estrategia narrativa, con el objetivo de llevar a cabo los
desplazamientos indicados, Guerra parte de una ideología romántica idealista
que le permite la creación de personajes subalternos provistos de
individualidad y que, al no ser fieles al arquetipo que de ellos se espera en
el imaginario decimonónico según su género y su etnicidad, desarticulan en
parte el discurso colonial y sociogenérico con la imaginación
de un entre-espacio comunitario. Por lo tanto, Lucía Miranda deviene
el entre-espacio letrado creado por Rosa Guerra. Asimismo, el entre-espacio que
Lucía y Mangora imaginan en la ficción desarticula
tanto los discursos de género y raza como los discursos de consolidación de
nación propios del periodo postrosista.
Por
lo tanto, la respuesta a la
pregunta que Nancy Fraser
se plantea en Unruly
Practices: Power, Discourse and Gender in Contemporary Social Theory, “could
the language of domination, subjugation, struggle, and resistance be
interpreted as the skeleton of some alternative framework?” (29), es que Lucía y Mangora
y Lucía Miranda manejan los discursos
de subyugación, dominación, lucha y resistencia en un conglomerado ideológico
que hace posible que tanto la narrativa como los dos protagonistas se desmarquen
y se distancien de los predicados del designador
porque irracionalizan los discursos que los encierran
en categorías carentes de agencia política e individual. Con ello, Guerra logra
que tanto Lucía como Mangora se desidentifiquen
como objetos oprimidos y deconstruyan la identidad
genéricamente y étnicamente colonizada que les proyecta el mundo social
exterior. Cierto es, sin embargo, que la aporía queda irresoluta en la ficción,
pues Lucía debe conquistar su individualidad para poder pactar pero la busca a
través del discurso que desea desarticular, a través de “un verdadero ritual
iniciático” (191). Dicho de otro modo, la feminidad propuesta en la novela
ciertamente no deja de reproducir normativas patriarcales. Pero esto ocurre
porque Lucía solamente puede acceder a la sociedad a través de “la ceremonia
legitimadora” (Amorós 192) que es este proceso iniciático donde debe aprender primero
“the language of the metropolis in order to then combat it
more effectively” (Santiago 33). De esta forma, afiliándose a los discursos
hegemónicos sociosexuales, Lucía logrará adquirir su
individuación.
A modo de conclusión, y
considerando que “Subversion is negotiation,
transgression is negotiation” (Bhabha 216), se ha
argumentado en este ensayo que Lucía y Mangora, al
transgredir los roles genéricos establecidos, al entablar una relación de pacto
con el “otro” o la “otra,” al difuminar la línea divisoria entre el binario civilización
y barbarie con su roles de traductores, están negociando la creación y
consolidación de un entre-espacio donde estas identidades tradicionalmente
estereotipadas y predeterminadas quedan desarticuladas. Lucía y Mangora llevan a cabo un proceso de traducción que obliga al público lector a aceptar
no solo el “lenguaje” de ambos protagonistas sino el “lenguaje” de Guerra. Al
igual que la traducción que realizan Lucía y Mangora
se ejecuta adaptándose hacia el que la recibe, cuando cada uno de ellos adopta
el rol receptivo del lector, lo hace con la disposición de entender al otro,
que juega en este caso el papel del autor. Al mismo tiempo, Guerra se posiciona
a sí misma y al público lector en esta doble ambivalencia. (18)
En ningún momento se recrea un
acto de violencia simbólica por parte de los distintos traductores, sino que el
proceso de traducción lleva a los protagonistas, y a Guerra, a un pacto entre
sujetos ambos traductores y traducidos y a crear formas alternativas de
entre-espacios de transformación, donde “newness enters the world”
(Bhabha 303). Es al tener en cuenta el papel de
traductores y traducidos de los protagonistas que se hace evidente su condición
de sujetos híbridos. Ahora bien, a pesar de lo que afirmara Bhabha,
la condición de sujeto híbrido no los habilita automáticamente para habitar y
consolidar un entre-espacio. Como conceptualizara Santiago, es el espacio
literario el que se convierte en la puesta en escena de un entre-espacio que se configura por medio de
los juegos de traducción que se articulan en la novela. De este modo, en mi
interpretación, el texto literario se presenta como un texto paradigmático de
este concepto del entre-espacio; (19)
un texto que subvierte, transgrede y desmonta los discursos socioétnicos
y sociogenéricos fundacionales de nación hegemónicos
en el periodo y que presenta a sus protagonistas como impulsores de dicha transgresión.
Notas
(1).
El concepto metafórico espacial de Tercer Espacio de Bhabha pretende superar la noción de “zonas de contacto”
que Mary Louis Pratt analiza y que define como “social spaces
where disparate cultures meet, clash, and grapple with each other, often in
highly asymmetrical relations of domination and subordination—like colonialism,
slavery, or their aftermaths as they are lived out across the globe today” (4), en la cual el hombre blanco ocupa una posición de poder
privilegiada.
(2). Estupiñán y Rodríguez Freire
aseveran que Santiago definió el concepto del “entre-lugar del discurso
latinoamericano” alrededor de 1970 y añaden que “poco después (1971) lo
presentó en una mesa junto a Michel Foucault y René Girard”
(2).
(4). El argumento se centra
en la pasión desbordante que Mangora siente por
Lucía, a quien esta ha educado en la fe cristiana cual si fuera su hermano. Al Mangora confesarle su amor a la joven protagonista y esta
rechazarlo por fidelidad y devoción a su esposo, el indio resuelve asaltar el
asentamiento de la colonia española y muere en el intento. No obstante, antes
de su muerte, se produce el pacto de hermandad entre la española y el indio. Mangora, al
aceptar finalmente que Lucía no le corresponde, pues se debe y ama a su esposo,
vuelve a ver en ella a la hermana que lo educara e instruyera en la fe
cristiana y en las costumbres europeas. Así, Mangora, a punto de morir, le pide a Lucía que lo bautice. Lucía Miranda se dirige a él como al hermano
que siempre consideró que era y, cediendo a las súplicas del cacique, lo
perdona y lo bautiza con el derecho que le otorga el tener uso de razón.
(5). Mataix añade
que Rosa Guerra parece buscar en Lucía Miranda la afirmación de “un personaje
más complejo que mostrara nuevas posibilidades de la feminidad, más allá del
estereotipo femenino del folletín, e incluso más allá de la imagen ‘perfecta’
de las heroínas de ficción inventadas por los grandes escritores-estadistas
románticos” (215), aunque en ocasiones le atribuya características típicas de
una protagonista de la novela sentimental con el probable objetivo de hacerse un hueco en la ciudad letrada masculina
que la rodeaba.
(6). Se utiliza aquí el vocablo “sujetas” en el sentido
que le otorga Valcárcel al término: “en tanto que toda sujeta es sujeta
precisamente por aquello que comparte el genérico, que puede ser usado desde el
campo enemigo como arma arrojadiza (nada más que una mujer), se vuelve
reivindicación primero de lo Común con cualquier otro sujeto, vindicación de la
naturaleza humana, de las condiciones nuevas de la subjetividad que se nos
niegan, vindicación solo más tarde de lo que solo como género nos es común, de
una más o menos mitologizada condición genérica
femenina, ya no defectiva, sino auto-valorada, re-generada, con los problemas
sobre la asunción positiva que de lo defectivo cabe realizar” (106).
(7). En la Argentina post-rosista
de la segunda mitad de siglo, se seguía apostando por el progreso y por el
importante papel de la educación y de la instrucción en la imaginación de un
proyecto de nación llevado a cabo por pactos patriarcales, los cuales
imaginaban que la barbarie del mundo rural sería reemplazada por una
civilización que sólo podía nacer y expandirse a partir de unas ciudades,
imaginadas como verdaderos motores del cambio social. Mataix
explica que textos como el de Lucía
Miranda, de Rosa Guerra y el de Eduarda Mansilla, “intentaron renovar … el
imaginario colectivo de la época, tanto en lo concerniente al concepto de
feminidad establecido como a lo relacionado con esa dualidad fundamental,
civilización vs. barbarie, que tanto determina política, cultural y
literariamente el siglo XIX, en Argentina y, en general, en toda
Hispanoamérica. De ahí que, aunque olvidadas por los manuales canónicos, nunca
reeditadas y casi imposibles de encontrar hoy, esas dos Lucía Miranda, bien contextualizadas, puedan emerger como textos
muy significativos desde el punto de vista histórico-literario,
fundamentalmente porque, leídos en el marco del debate intelectual de su
tiempo, los años inmediatamente posteriores a la caída de la dictadura de Juan
Manuel de Rosas en 1852, funcionan como el ‘puente’ o la transición entre los
textos antidictatoriales de la llamada Generación del
37: Facundo (1845) de Domingo
Faustino Sarmiento, El matadero de
Esteban Echeverría (escrito hacia 1839), Los
misterios del Plata (1846) de Juana Manso o Amalia (1851-1855) de José Mármol—, muy determinados por la
hostilidad hacia el régimen rosista, y los de la
Generación del 80, el grupo responsable del surgimiento de la modernidad en
Argentina.” (210)
(8). Tal como argumenta Carrera Suárez, “[p]oscolonialismo y feminismo
han utilizado conceptos comunes para el análisis y de/construcción de las metanarrativas dominantes. Comparten la posición de
alteridad con respecto a estas, y por lo tanto la posición del Otro, colonizado
o femenino. […] en ambas teorías la resistencia a la autoridad y el poder
(imperial, patriarcal) se traduce artísticamente en la resistencia al canon
estético establecido, manifestado en formas como las re/escrituras, ironía,
parodia, subversión, hibridez o nuevas estéticas, todas ellas instrumentos de
un arte con proyecto de futuro” (2).
(9). Se ha optado en este ensayo por describir a Mangora como el “otro” igual de Lucía puesto que, mientras
que no es su igual en términos genéricos o de clase sí ocupa el mismo
entre-espacio frente al espacio que ocupa el hombre blanco: Lucía ocuparía la
posición hegemónica del binario racial y de clase, mientras que Mangora ocuparía dicha posición en la oposición binaria de
género. Dicho de otra manera, ambos son y no son sujetos colonizadores y
colonizados, aunque en diversos términos.
(10). La voz narrativa anticipa a lo largo de la novela el
trágico desenlace que le espera a Lucía con exclamaciones como esta: “¡Oh verdadero corazón de mujer! ¡Tu
abnegación es digna del hombre que has elegido, no serás tú, la sola víctima!
Tu esposo te acompañará en tu desgracia, juntos seguiréis la misma suerte, un
mismo golpe os derribará a ambos” (4).
(11). En su obra La
gran diferencia y sus pequeñas consecuencias…para las luchas de las mujeres
(2005), Celia Amorós aboga por un feminismo heredero del proyecto ilustrado de
la igualdad que parte de una vertiente nominalista del feminismo. Tal como
afirma la también filósofa feminista Amelia Valcárcel, en Sexo y filosofía (1991), el feminismo nace de la Ilustración,
aunque esta no sea feminista, y parte de los principios básicos de la filosofía
de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Ambas teóricas
proclaman la necesidad en la mujer que quiere ser “sujeta” de formar un pacto de género entre mujeres que deberá
llevarse a cabo a través de una previa búsqueda “de la individualidad por parte
de [estas, aunque esto devenga en] un verdadero ritual iniciático” (Amorós 191),
pues tal como señala Valcárcel, “paradójicamente, la conquista de la
individualidad no es una tarea individual” (139).
(12). Lucía, “sujeta” de su propia ambivalencia
ideológica, muestra una temprana carencia de conciencia de grupo respecto a su
género y no considera a las demás mujeres españolas como posibles pactantes al
disponerse a pactar con Mangora. A pesar de la
contradicción ideológica que esta negación de pertenencia al genérico “mujeres”
aparenta ser, esta insolidaridad de Lucía para con las demás mujeres forma
parte del camino hacia la individualización que recorre la protagonista pues,
como bien explica Amorós, la “sujeta”
necesita “tomar distancia, desplazarse, desmarcarse si procede de los
predicados que el otro, el designador le adjudica. Desde este punto de vista, la
reivindicación de la individualidad tout court es un momento irrenunciable e imposible de obviar
para la deconstrucción de una identidad colonizada” (191).
(13). Este concepto
de hermandad que Lucía personifica con su unión espiritual con Mangora tiene tanto connotaciones cristianas primitivas,
características de un romanticismo idealista, como connotaciones feministas ya
que las mujeres se organizaban en la época bajo el concepto de “hermanas”
espirituales frente a unas sociedades que negaban su individualidad social y se
unían como forma de compartir una subjetividad e intimidad individual que les
era negada y silenciada por las distintas sociedades del periodo.
(14). Este es el
inicio legal de la idea de “iguales pero diferentes.” Se empiezan a regular
legalmente las exclusiones de las mujeres en los ámbitos públicos. El Código
Napoleónico es un ejemplo paradigmático de ello. Se creyó entonces que solamente adquiriendo su individualidad, la mujer
podía conseguir derechos y esta adquisición debía llevarse a cabo a través de
la universalización del concepto de naturaleza y razón humana, pero no resultó
en sí un concepto universal real pues sólo contemplaba al hombre y la mujer
quedaba excluida del pacto social de igualdad.
(15). La idea de que Lucía podría ser percibida como “hermana
mayor” de Mangora se utiliza aquí en referencia al
texto de Chinua Achebe
cuando analiza la actitud orientalista de Heart of Darkness de Joseph Conrad, la cual define con la siguiente afirmación: “Africa is indeed
my brother my junior brother” (1988).
Entendemos en este artículo que el rol que parece adaptar Lucía como hermana
mayor de Mangora se basa en la idea del “esencialismo
estratégico” de Spivak, que reconoce que a veces es
inevitable el uso de categorías identitarias
esencialistas para tratar ciertas cuestiones sociales o políticas (205). Por
ejemplo, a veces el esencialismo se hace necesario como estrategia para definir
la identidad política de los grupos minoritarios, siempre que a la larga esta
identidad no permanezca fijada como categoría esencialista por parte del grupo
dominante.
(16). Rosa Guerra
pacta a las mujeres (blancas españolas) con los hombres (timbúes)
y deja de lado a los hombres españoles, anulándolos así por no incluirlos en la
comunidad que imagina, en el entre-espacio que crea.
(17). En su estudio sobre la situación de las mujeres
sudamericanas en el siglo XIX, Sarmiento demuestra que “en Argentina, las
mujeres de los sectores más acomodados no solían movilizarse sin la compañía de
sus sirvientas o familiares, y cuando salían lo hacían en horarios diurnos y
sólo para visitar a parientes cercanos” (Felitti 3).
(18). Tal como apunta Schleiermarcher,
el proceso de traducción puede seguir dos caminos: el de acercar el autor al
lenguaje del sujeto lector, o el de forzar al sujeto lector a que intente
comprender el lenguaje del autor, siguiendo de esta forma la versión “original”
fielmente. Tanto Lucía como Mangora recorren ambos
caminos.
(19) La abstracción de
conceptualizaciones culturales pertenecientes a teorías poscoloniales y
feministas de la igualdad aplicadas a un texto decimonónico nos ha permitido
leer esta novela como un texto paradigmático del concepto de entre-espacio.
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