¡Buenos Aires invadida! Sobre el leitmotiv del asedio en la ficción especulativa argentina (1950-2000)

                                              

José Manuel González Álvarez

Universidad de Salamanca

 

De entre las líneas narrativas cultivadas en Argentina durante el pasado siglo XX, tal vez sea la de la ciencia ficción una de las más tenues o, cuanto menos, de más dificultosa catalogación. Con escasas plataformas de difusión, pocos cultores y sin apenas crítica especializada, aún hoy resulta espinoso poder nombrarla como género y, en cualquier caso, la nomenclatura pasa por fórmulas alternativas que esquivan la adscripción plena a éste. Los diversos acercamientos críticos al tema (Capanna, Souto, Brown, Vélez) constatan una clara inclinación de la presunta ciencia ficción hacia la “ficción especulativa”, supeditada además al predominio de la narrativa fantástica, tradición cuya solidez es de sobra conocida en el núcleo de las letras argentinas y con la cual habrá de entreverarse a menudo. Así, Patricio Pron defiende ese maridaje al sostener que “el uso correcto de la literatura de ciencia ficción resulta heroico y tal vez insensato debido a la falta de apoyo por parte de la industria editorial, y debería ser reemplazado por la incorporación de la ciencia ficción a lo fantástico” (Pron 2011: 72).
Pablo Capanna ha mostrado, por su parte, la especificidad de esa ciencia ficción que “emplea cierta lógica para tratar aun las hipótesis más descabelladas (…) Se puede hacer ciencia ficción sin recurrir a la física, partiendo de la historia o la psicología” (Capanna 17-18), agregando, pues, el sema de la lógica meditativa para el caso argentino (1). Ello implica la existencia de otro rasgo definitorio: su carácter pasatista y, por ende, anticientífico, receloso de un futuro que a menudo se perfila aniquilador en distintos niveles (2). Como afirma Guillermo García, tal desconfianza bien se cifraría en que:

Dado lo impensable de una tradición científica nacional relevante, una de las vertientes más prolíficas de la ciencia ficción argentina se enrola dentro del subgénero caracterizable como ficción post-apocalíptica, esto es, aquella situada en el momento futuro en que los sueños tecnológicos de la modernidad han entrado en definitiva crisis (García).

Con esas credenciales, puede decirse que el recorrido de la ciencia ficción en su sentido más ortodoxo por el campo literario argentino es escueto y difuminado. En ese camino la revista Más allá (1953-1957) ofició como introductora, alcanzando 25000 ejemplares y llevando a cabo una ingente labor difusora de autores vernáculos y traductora de otros foráneos. Crucial resultó la irrupción de Minotauro (1964-1968), revista que edita íntegramente algunos textos dados a conocer en parte por Más allá y que impulsa, bajo su sello, la “edad dorada” del género, concentrada en Buenos Aires y Rosario. De ese foco surgirá un ensayo pionero como El sentido de la ciencia ficción (1966), de Capanna o las ilustrativas antologías Los argentinos en la luna (1968) de Eduardo Goligorsky; así como Memorias del futuro (1966) y Adiós al mañana (1967) que el primero compiló con Alberto Vanasco, al tiempo que asoman los primeros textos de Angélica Gorodischer. Estos últimos tres nombres son quienes se ceñirían con más rigor a los patrones de un rubro literario con resabios vanguardistas, sumamente misceláneo y distante de la ciencia ficción “dura” (3).
En lo sucesivo me propongo delinear uno de los posibles itinerarios por los que ha discurrido esa peculiar y especulativa veta de la ciencia ficción argentina. Para ello me apoyaré en dos de sus hitos vertebrales: la primera parte del cómic El Eternauta (1957) y el film Invasión (1969), de Hugo Santiago Muchnik. Sobre esa base trazaremos un circuito de referencias literarias, gráficas y cinematográficas que, en su anudamiento, conforman a nuestro juicio una suerte de “novela familiar” por la que discurre este siempre discutido género de la producción cultural argentina. En todos los casos se tratará de distopías y discursos contrafactuales originados en invasiones de índole diversa que comprometen a la especie humana, toda vez que está en juego la aniquilación del lenguaje, los valores, la memoria o directamente la vida.
El escenario (post)apocalíptico constituye, claro está, uno de los paradigmas esenciales del género, si no el mayor, con la construcción de ucronías cuanto menos inquietantes. Y ello nos introduce, obviamente, en el componente alegórico que a menudo permea este tipo de ficciones, esquivas a la hora de ser encapsuladas en una interpretación única. En este sentido, el mal cósmico se pliega a menudo a exégesis alegóricas ligadas, a su vez, a lecturas inevitablemente políticas, como acontece en El Eternauta, acaso el relato gráfico más señero de la historia argentina. Publicado en entregas semanales en el suplemento Hora cero entre 1957 y 1959, los textos de Héctor Germán Oesterheld y los dibujos de Francisco Solano López tematizan una invasión extraterrestre iniciada con una nevada letal sobre la ciudad de Buenos Aires. El grupo de supervivientes, encabezado por Juan Salvo, descubre sucesivamente la presencia de diversos enemigos jerarquizados a los que deben combatir: “cascarudos”, “gurbos”, “Manos” y “hombres-robot”, comandados por los “Ellos”, poder omnímodo sin encarnación física que ha instalado teledetectores en la nuca de sus subordinados para someterlos a su voluntad (4).
El dirigismo, los automatismos, las obediencias debidas y las memorias robadas parecen estar ya sobre el tapete de un texto leído de continuo desde ese prisma de la política nacional (5). En su prólogo a la obra, Juan Sasturain subraya que “El Eternauta, como ningún otro relato producido en estas latitudes en la segunda mitad del siglo XX, despliega sin pretensiones ni autoconciencia un friso terrible de lo por venir” (Sasturain en Oesterheld 6). En efecto, el espesor simbólico de este héroe colectivo que resiste una agresión externa prendió desde muy pronto en la iconosfera cultural argentina. Aunque las distintas secuelas del cómic van sacrificando parte de su vuelo alegórico-poético, escorándose paulatinamente hacia interpretaciones de tenor más político y politizado, la primera versión atesora la construcción textual, los matices psicológicos y la dosificación del material narrativo propias de una obra maestra.
Más allá del fragor bélico consustancial a la trama misma, despuntan ideaciones más explícitas como las de los “hombres robot” y su obediencia ciega; u otras más elaboradas, como los “Manos”,  humanoides que parecen liderar la destrucción pero que portan en sí la noción del arrepentimiento: al sentir miedo, una glándula provoca su descomposición y muerte, anunciada con una canción de cuna y seguida de una condena expresa de los “Ellos” como fuerzas maléficas primarias que repeler. Oesterheld muestra así las aristas internas de toda maquinaria destructiva, que no se limitan al exterminio sino en grado sumo al engaño; como puede verse casi al final cuando la resistencia marcha erradamente hacia la “zona de salvación”, arrastrados por una información radial que el invasor se ha encargado de manipular previamente (6). En un revelador estudio sobre ciencia y tecnología, Claudio Canaparo acota que en El Eternauta “no existe una clara indicación acerca de la centralidad del poder, es decir, hay una indicación de que hay un “Ellos” que detentan todo el poder de la invasión a la tierra y el control de la tecnología, pero la verdad es que en la realidad cibernética todos son dominantes y dominados al mismo tiempo (…) funcionan al mismo tiempo como autómatas pero también como entidades independientes. Este carácter difuso de la identidad y del poder es a nuestro modo de ver un anticipo del sistema de aparatos y objetos que en la actualidad se entiende como mundo” (Canaparo 7).

Es a partir de ese punto cuando se diluye la loa al colectivismo unánimemente reconocida en El Eternauta. Doblegado el núcleo duro de la resistencia, sus compañeros Favalli, Franco y Mosca –el periodista-historiador transformado elocuentemente en hombre-robot- Juan Salvo comienza el deambular por las galaxias para convertirse en el “viajero de la eternidad” (7) que designa el título, único depositario de esa memoria sepultada bajo los copos transparentes. Y es en las viñetas postreras cuando emerge la estructura narrativa que ha dado soporte al texto porque, efectivamente, como afirma Juan Sasturain: “El narrador de El Eternauta no es su protagonista sino un yo innominado que se identifica naturalmente con el autor, un guionista de historietas que recibe la historia de un tercero y transmite su palabra, se la cede largamente hasta retomarla al final” (Sasturain 1). Este relato enmarcado con desenlace circular –como sucede en Mort Cinder- no hace sino apuntalar su carácter abierto. Gracias a este señuelo, la publicación de El Eternauta se pretende  la escritura del relato oral de Salvo, transfigurada en profecía con vocación admonitoria, en tanto se exige un paradójico “regreso al futuro” para eludir a toda costa éste último, imponiéndose, pues, una involucración ética del autor homodiegético –en tanto testigo- que Oesterheld ya no habría de abandonar en posteriores entregas de la novela gráfica (8).
El otro hito con que iluminar el vector de la invasión fantástica reside en la película homónima del cineasta argentino Hugo Santiago Muchnik (1939). Ópera prima con guión de Jorge Luis Borges, Hugo Santiago y la colaboración de Adolfo Bioy Casares, Invasión (1969) constituye un auténtico clásico del cine argentino, con ribetes de film noir no exento de elementos criollistas. La pieza rebasa las vallas de contención de los géneros, pues coquetea con el fantástico y la ciencia ficción sin llegar a insertarse en ellos por completo: se plantea, eso sí, una situación fantástica, en tanto los habitantes de la ciudad de Aquilea sufren un misterioso cerco, librando una guerra casi sorda contra un grupo de invasores, humanos trajeados y con gabardina cuya presencia en las cuatro fronteras de la ciudad parece en todo momento inopinada y nunca resuelta (9).
El tiempo del relato en Invasión es 1957, año en apariencia poco significativo sociopolíticamente en la Argentina. No lo es desde el prisma cultural pues, como se apuntaba arriba, en tal fecha aparecen las peripecias de El Eternauta. Ambas ficciones fungen como textos siniestramente premonitorios: los tonos oscuros, la atmósfera chirriante y un ambiente de continuo secretismo conspiratorio en el marco de una ciudad vacía: una Buenos Aires desolada y de corte expresionista viene a teñir las dos tramas y deja patente el homenaje que Hugo Santiago tributa a las historietas de Oesterheld y Solano López, lo cual constituye un tributo a un exitoso producto de la cultura de masas por parte de un artista ligado mayormente a la alta cultura. En El Eternauta resulta nítida la localización de una Buenos Aires fantasmal, pero reconocible a través de una geografía por la cual las distintas especies invasoras se pasean con pasmosa naturalidad, tal como acontece en el combate de la Avenida General Paz contra los cascarudos, la batalla encarnizada en el cuartel general de la invasión –sito no por azar en la Plaza del Congreso-, el encuentro sobrecogedor con el primer “mano” en el pabellón de Barrancas de Belgrano, o en las alucinaciones inducidas en la cancha de River Plate (10).  
Tal familiaridad con el referente extradiegético se quiebra en Invasión, donde son las fronteras los marcadores geográficos, claros focos del sitio al que es sometido Aquilea, pero ante todo se erigen en dispositivos estructurales del film que permiten su división en secuencias. En este sentido, la locación de la urbe es más vaporosa que en El Eternauta: el panorama en el centro es desolador y toda la acción se concentra en esas zonas fronterizas acechadas por un invasor que se va agigantando conforme avanza la destrucción. Así, fábricas derruidas, baldíos, descampados y vías muertas devienen centros clandestinos de tortura con la picana eléctrica como agente letal, si bien los cafés, el tango y las veredas empedradas (y arboladas) permiten entrever un trasunto ficcional de la capital argentina.
Bajo distintas formulaciones –una nevada luminiscente y mortal; la arremetida de unos hombres trajeados en gabardina- cómic y película diseñan un panorama apocalíptico donde se tematiza el motivo del asedio. En una y otra ficción la invasión brota de modo ciego e inabordable por cuanto parecen fuerzas absolutas e imposibles de definir, al punto de que ni siquiera puede justificarse ni identificarse a los ejecutores de esos embates contra Aquilea. A lo largo del film los resistentes se refieren vagamente a los intrusos como “Ellos” o “eso”, pronombres elusivos comparables a los manejados en El Eternauta (recordemos los “Ellos” es el inespecífico nombre que se da a los responsables supremos del ataque extraterrestre en el relato de Oesterheld). Dentro del paradigma de la ciencia ficción, todo asedio implica una invalidación del orden anterior y, por ende, un intento de usurpar la memoria de los invadidos.
En ambos casos campea un agente colectivo de resistencia, que no es héroe per se sino obligado por una circunstancia que lo precede y modela. De hecho, la resistencia está compuesta por civiles, miembros de clase media con profesiones de lo más heterogéneo que quedan de repente sumidos en un aislamiento robinsoniano. Éstos –siempre en cómic y película- se afanan en la defensa de la ciudad, pero en ningún momento llegan (llegamos) a conocer a los superiores de los invasores en la película. Pese a la densidad interpretativa de todo texto elíptico (como es este el caso), no pueden soslayarse sin embargo los disparadores sociopolíticos más inmediatos: mientras en El Eternauta la nevada mortal cabe ligarse a la llamada “Revolución Libertadora” comandada por Aramburu que proscribió férreamente el peronismo, la sitiada Aquilea admite ese referente pero se enriquece con otros que se le superponen: no se debe ignorar que 1969 es el año del “Cordobazo”, serie de revueltas que consiguen derrocar la dictadura de Juan Carlos Onganía (1965-69) para retornar a una ya frágil democracia, mientras que en 1970 es secuestrado y asesinado el exdictador Aramburu por la guerrilla montonera.

Oesterheld y Santiago Muchnik nos entregan obras abiertas –en el sentido dado al término por Eco- donde el final no hace sino constatar lo cíclico de esa violencia que urge, a su vez, a una resistencia crónica (11). Eso se desprende de Invasión, donde no hay uno sino dos grupos –que además no se conocen entre sí- preparados para neutralizar el asedio. Tras la derrota del primero y la inserción del rótulo “Fin” como paratexto, el sector joven empuña las armas y reivindica su turno: “Ahora nos toca a nosotros, pero tendrá que ser de otra manera”, dice la última frase de la película. El caldo de cultivo de persecución e inestabilidad está ahí y extrapolado a todos los órdenes. Es significativo al respecto que Oesterheld ubicara una de las batallas más encarnizadas contra los “cascarudos” en un escenario como la cancha de River Plate y que Santiago haga otro tanto situando la escena más climática de la película -Don Porfirio abrazando el cadáver de Julián Herrera- en el círculo central de “la Bombonera”, estadio de Boca Juniors. El guiño del cineasta a El Eternauta es meridiano, al elegir un símbolo de la masividad dotado de gran peso identitario: en el primer caso la resistencia sale airosa del envite; en el segundo, Herrera es rodeado en las gradas del estadio y linchado hasta la muerte sobre el césped. En uno y otro resulta tentadora una lectura profética, por el oscuro tinte que algunos estadios habrían de adquirir pocos años después en el Cono Sur (12).
Pero Invasión muestra otra faz si cabe más acusada: el de su estrecho parentesco con la narrativa estrictamente libresca y de culto. La formación de Hugo Santiago dentro del cine francés de autor, así como la sola elección de un guionista como Borges y un colaborador como Bioy hacen prever el cariz del film y determinan su fisonomía eminentemente literaria y culturalista; comenzando por la propia Aquilea, (ciudad del Imperio Romano asediada y destruida por Atila en el 452 d.c.) pero que remite primera y poderosamente a Aquiles, la guerra de Troya y la Ilíada de Homero, prefigurando la resistencia heroica que este grupo de trajeados opondrá. De la invasión únicamente se llega a saber que está produciendo una crisis de valores y ahí entra en juego esa pléyade de ciudadanos portadores de una ética del coraje y la amistad de factura por lo demás muy borgiana. No en vano, los capitanea el imperturbable Julián Herrera (Lautaro Murúa), síntesis de galán de cine clásico norteamericano y de compadrito milonguero. En efecto, la “milonga de Juan Flores” fue compuesta por Borges para la ocasión –con música de Aníbal Troilo- y aparece interpolada en un momento crucial de la película: la última reunión de los custodios de la ciudad antes de sus sucesivas muertes. Y la milonga fungiría aquí como parteaguas estructural y oscuro presagio al modo del coro en la tragedia griega.
Como en todo ejercicio de experimentación fílmica, Santiago Muchnik juega a disolver la idea clásica de narratividad, anulando toda psicología en unos personajes voluntariamente impasibles y lacónicos, cuya función primordial es encadenar frases sentenciosas. Tal apuesta adolece de cierta incohesión narrativa, pero por otro lado esperable en un cuentista consumado como Borges, diestro en condensaciones fragmentarias que extrapoló sin miramientos al guión de esta película. Así lo percibe David Oubiña, el tal vez más atento estudioso de la obra, para quien

En el espacio pleno de Invasión lo obturado son las conexiones entre los fragmentos, los espacios intermedios, las transiciones, los blancos. El film no narra, en el sentido tradicional, sino que circula a través de situaciones aisladas que funcionan como microrrelatos. Y no los encadena en una causalidad dramática sino que los pone en contacto violentamente, prescindiendo de toda mediación (Oubiña 2000: 211).

 De esta apreciación se colige que el mayor “lastre” del largometraje es lo que le confiere a la vez su singularidad. Y en ello, en una trama trunca con personajes apenas delineados, mucho tuvo que ver la figura cenital de Macedonio Fernández,  a quien Borges reivindicó -expresa y casi siempre tácitamente- en sus textos. Aquí elige  ficcionalizarlo por medio de Don Porfirio, el desconcertante anciano que acaudilla la resistencia en Aquilea y condensa una serie de signos fílmicos inequívocos: aspecto físico muy similar, el tipo de casa que habita, el gato, las bromas recurrentes, sombrero gaucho y poncho como atavíos, mate en mano y, como Macedonio, memoria viva de una ciudad. Sobre el film gravita de continuo Museo de la Novela de la Eterna, novela de culto fraguada durante medio siglo (1902-1952), de factura vanguardista, que circuló por Buenos Aires con el mismo secretismo de la invasión filmada y que fue publicada póstumamente en 1967, solo dos años antes del estreno de la película. En el Museo asistimos al enfrentamiento entre el bando de los “Enternecientes” y el de los “Hilarantes”, que pretenden modificar el pasado de Buenos Aires. Un misterioso Presidente va reuniendo en una estancia a orillas del Plata, cuyo nombre es "La Novela", a un grupo de personajes que le resultan simpáticos, invitándolos a vivir con él. Aunque la convivencia resulta agradable, el Presidente no es feliz y por ello, los conmina a entrar en Acción. Su objetivo será la supresión de la Fealdad ciudadana y la conquista posterior de la ciudad para la Belleza y el Misterio.

El plan es sofocar la lid obstinada y larga en que se destroza Buenos Aires entre el Bando Hilarante y el Bando Enterneciente, enceguecida discordia que el Presidente juzga engendrada por haberse consentido en muchos años el reinado de la Fealdad en ella” (Museo 264). El Presidente y los suyos dominarán la contienda y extirparán la Fealdad civil: “El Presidente de la Novela […] se sirvió manifestarnos que positivamente lanzará hoy su plan de histerización de Buenos Aires y conquista humorística de nuestra población para su salvación estética (Museo 44-45).


 En consecuencia, los paralelismos resultan palmarios: por un lado, una toma humorística de Buenos Aires para conseguir la restitución de la belleza en el texto; por otro, una defensa enconada de Aquilea para la preservación de la memoria en el film. En esta espiral de guiños está el primer plano con que se nos obsequia de los libros de don Porfirio, entre los que figuran no casualmente La trama celeste (1948) de Bioy y El hacedor (1960) de Borges, texto genéricamente tan híbrido como la propia obra que nos ocupa.

Igualmente explícita resulta la inclusión entre los personajes de dos trasuntos ficcionales de los guionistas cuya ceguera y donjuanismo, respectivamente, los llevan a la muerte. El señor Moon, que va perdiendo vista y no podrá esquivar las balas de su ejecutor; y el ingeniero Marcelo Lebendiger, un seductor que en una de sus conquistas se ve arrastrado hacia la casa de una mujer donde le espera uno de los invasores con un revólver. La celada deriva en un asesinato que se nos escamotea, pero la composición de la escena remeda con nitidez el final de al menos dos cuentos borgianos: “La muerte y la brújula” (1942) y “El muerto” (1949), con esa idea de traición sorpresiva y bizarría con que la víctima encaja su destino (“Suárez, casi con desdén, hace fuego”); e incluso lateralmente entronca con el espíritu de “El Sur” (1944), dada la fascinación por el lance épico de esos resistentes que, como Dahlmann, son héroes improvisados y acaso vencidos de antemano.

Esa atmósfera de soledad y derrota campea asimismo en El sueño de los héroes (1954) de Bioy, donde “un grupo que representa lo viejo, lo que debe ser sustituido, se enfrenta sin suerte a la modernidad impiadosa” (Sanz); y más claramente si cabe en Diario de la guerra del cerdo (1969), texto estrictamente coetáneo a Invasión que tematiza la competencia generacional y la devaluación de la vejez mediante persecuciones y asesinatos contra el viejo orden. Dentro de este bucle intertextual destaca en el largometraje la muerte de Cachorro, un ágil pistolero aficionado a los western norteamericanos que decide entrar a una sala de cine donde es asesinado. Se trata de una escena antológica que muestra al resistente fascinado ante la destreza de los pistoleros que desfilan ante la pantalla. Cuando la película concluye, descubrimos al hombre abatido sobre la butaca con un disparo en el cuello: el vértigo de ese momento metafílmico parece haber traspasado las lindes de la ficción y haber absorbido a la víctima, en una suerte de continuidad siniestra que remitiría, claro está, a “Continuidad de los parques” (1964) de Julio Cortázar.

A este respecto conviene mencionar dos piezas –una novela y una película- que no influyen sino que afluyen a la obra de Santiago Muchnik y en cierto modo dialogan con ella a posteriori: La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia y La sonámbula. Recuerdos del futuro (1998) de Fernando Spiner.

La primera –adaptada al cómic en 2000- pone en foco a una máquina de narrar construida por un personaje llamado Macedonio Fernández quien pretende recuperar así el alma de Elena, su joven esposa fallecida, erigiéndose esta figura de la mujer-máquina en el eje galvanizador de las ficciones que circularán por la novela. La máquina de relatos constituye una perfecta síntesis de esa labor genesíaca que no cesa y que anega con sus ficciones la ciudad de Buenos Aires. Así, la paranoia conspirativa, la amenaza, el doble espionaje, el interrogatorio modulan un texto complejo donde las distintas fuerzas del Estado aparecen conchabadas en una misión muy similar: implantar una memoria artificial común a todos los ciudadanos, hacerles creer que están psicóticos y desconectar a la mujer-máquina, quien con sus relatos se ha convertido en el único foco de disensión que compromete el complot estatal (13).

 Por su parte, La sonámbula abraza de pleno la ciencia ficción para plantear una distopía similar de cariz biopolítico (de hecho Ricardo Piglia fue su guionista) (14): un experimento realizado en 2010 por el gobierno argentino con motivo del Bicentenario origina un accidente que provoca la pérdida de la memoria de cientos de miles de personas y la subsiguiente resistencia a la amnesia. Isabel Quintana ha percibido con acierto el hecho crucial de que

El personaje femenino, al modo en que aparece en los relatos de Piglia (…) es la que encarna cierta memoria de la comunidad pero         fracturada (una máquina disfuncional) y ello es precisamente lo que atrae y repele. Como una mujer/ muñeca, un zombi/ sonámbula (…) que condensa tanto el devenir humano, como la historia nacional (Quintana 2).

En consecuencia, estaríamos tangencialmente en el terreno de Invasión: desalojos, memorias usurpadas, defensa de una identidad amenazada, con ese carácter tan alegórico y distópico inherente al género abordado (15). Pero la propuesta de Santiago no es un mero mosaico de referentes librescos (16): la expresionista fotografía en blanco y negro, el extrañamiento radical de los personajes, el manejo de ruidos desfasados y chirriantes -acordes con esa atmósfera invasiva- y las nulas concesiones al espectador -aboliendo las justificaciones narrativas secuenciadas-, hacen de Invasión un experimento impar que se sostiene por sí solo, abriendo un camino promisorio, pero aún hoy no transitado por la cinematografía argentina.

En suma, este breve recorrido nos ha permitido remarcar los rasgos de una vertiente aluvial y “blanda” de la ciencia ficción argentina, donde alta cultura y cultura masiva se intersectan en fondo y forma: cine, cómic, cuento y novela como canales insertos en un circuito que, pese a tomar la invasión, la ucronía y la distopía como moldes temáticos, no duda en permearlos de un talante anticientífico y metatextual; sobre todo por parte de los autores canónicos aludidos, quienes han incursionado en el género de la “fantasía razonada” para imprimirle ese sello de hibridez, intertextualidad y especulación metafísica casi ubicuos, por lo demás, en el discurso literario argentino del últi

                                                             Notas

(1) Judith Merrill ha definido la ciencia ficción como “literatura de la imaginación disciplinada”. Borges vio en La invención de Morel una novela de “fantasía razonada”.

(2) Para un estudio sobre la configuración e intersecciones de poder científico y discurso literario, es oportuno acudir a Test tube envy… (Brown 2005).

(3) En este punto sigo los lineamientos nítidamente planteados por Juan Ramón Vélez (51-61). La creación de la revista El péndulo (1972), la relevante antología a cargo de Elvio Gandolfo Cuentos fantásticos y de ciencia ficción (1981) y la fundación del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía (1982) constituyeron otros hitos posteriores en el recorrido del rubro.

(4) Exactamente, la historieta aparece entre el 4 de septiembre de 1957 y el 9 de septiembre de 1959. Evitamos aquí extendernos sobre los avatares de la trama y otros datos externos a la obra, por lo demás accesibles en www.eternauta.com . En rigor, el germen de la historia reside en la historieta Saturnino Fernández, héroe (1955), de Ignacio Covarrubias, publicada en el nº 27 de la revista Más allá –que editaba el propio Oesterheld- luego de ser derrocado Perón. El relato gráfico, risible y de nula enjundia literaria, presenta al personaje antedicho salvando al mundo de una invasión extraterrestre. Los alienígenas hacen que caiga una nevada mortal que paralizaba las mentes pero que no afectaba a los alcoholizados, de modo que es el borracho Saturnino quien comanda la resistencia y libra al planeta del desastre.

 

(5) Tampoco deben ignorarse los referentes coetáneos: la ciencia ficción norteamericana, el cine de clase B y, muy singularmente, el peligro de la bomba atómica presente en los diarios durante el gobierno de Arturo Frondizi. En particular, dos clásicos del género parecen determinantes en la configuración de El Eternauta, por el marco invasivo y de holocausto que las sostienen: por un lado, la novela de John Wyndham El día de los trífidos (1951) y, por otro, la película de Don Siegel La invasión de los ladrones de cuerpos (1956).

 

(6) Hasta el momento han sido seis las secuelas publicadas de la obra. Las tres versiones escritas por Oesterheld coinciden con los gobiernos autoritarios de Pedro E. Aramburu (1957), Juan Carlos Onganía (1969) y Jorge Rafael Videla (1976). Es en los setenta cuando su postura política se radicaliza, llegando a ser jefe de prensa de los montoneros, lo cual le vale su secuestro y posterior “desaparición” en 1977. Las vicisitudes de Juan Salvo siguen hoy teñidas de contenido político por la apropiación simbólica que el kirchnerismo ha efectuado del héroe: lo demuestra el hecho de que en agosto de 2010 la agrupación peronista “La Cámpora” llenara las paredes de las calles porteñas con la imagen impresa de lo que denominaron “El Nestornauta”: la silueta del personaje de Oesterheld con el rostro del expresidente Néstor Kirchner. Dos meses más tarde, tras su fallecimiento, pasó a ser conocido también por “El Eternéstor”. En agosto de 2012, el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, declaró que no iba a permitir el ingreso del texto en la escuela primaria por el adoctrinamiento partidista que, según éste, su lectura acarreaba.

 

(7) No obstante, un estudioso como Canaparo repara en el alcance filosófico del Juan Salvo final, quienes sin duda la reencarnación de la leyenda de Gilgamesh, el mítico héroe sumerio condenado a errar por la eternidad; es decir, más un prisionero de sí mismo que un liberador de otros” (Canaparo 13).

 

(8) En El fondo del cielo (2009), el narrador hispanoargentino Rodrigo Fresán asume parcialmente motivos de la ciencia ficción y de El Eternauta en particular. No solo por el cariz metatextual, sino porque los protagonistas viven en un planeta dentro de un planeta con las salidas obturadas por la nieve, convertida en punto de partida de un pasado que se mueve indefectiblemente hacia el futuro, en conexión inextricable con la narración de Oesterheld: “El pasado nunca deja de moverse aunque parezca algo inmóvil como la nieve. Y sí, estaban los muñecos de nieve, los hombres de nieve” (Fresán 17).

 

(9) Absoluto fracaso comercial y éxito de crítica. En 1978 el original fue robado por los militares. Es rehabilitado en 2008 gracias a una cuidada reedición en DVD con análisis y entrevistas de David Oubiña. Es determinante la formación francesa de Santiago, en sus inicios asistente del director Robert Bresson.

(10) Iluminadora resulta la aportación de Fraser y Méndez sobre la localización urbana y la espacialización del tiempo en nuestra obra visual.

 

(11) En realidad el cineasta ha desplegado la ideación de Aquilea en una trilogía. A la película analizada se une Las veredas de Saturno (1985), con guión de Juan José Saer. En 2009 comenzó a filmar Adiós, con guión del propio Santiago.

 

(12) Es elocuente al respecto la cercanía del estadio Monumental a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), usado más tarde como centro de torturas;  su proximidad al Río de la Plata, ligado a lo que serían los “vuelos de la muerte”, aparte de ser la sede de la final del Mundial de fútbol 1978, tan connotado políticamente. También lo estuvieron el Estadio Nacional de Santiago de Chile y el Estadio Centenario de Montevideo durante la represión militar chilena y uruguaya.

(13) El museo imaginístico que Junior recorre en La ciudad ausente pretende remedar meridianamente el macedoniano Museo de la novela de la Eterna, pues ambos lugares se presentan como depósitos de la memoria y de la ficción consagrados a la esposa malograda. Para ahondar en las conexiones de Piglia con Macedonio, véase González Álvarez 167-178. Para una interesante inmersión en el tema del ciborg en la novela, véase Brown 2010: 28-42. Patricio Pron ha diagnosticado al respecto “una actitud nihilista de la literatura argentina hacia el adelanto tecnológico y la enajenación de cierto ejercicio de la ciencia que se pretende superior a cualquier solución ética o moral” (Pron 2011: 64).

(14) “Los dos hacíamos una especie de juego paródico con la película que había escrito Borges con Hugo Santiago, y embromábamos con la idea de que del mismo modo que Hugo Santiago no había hecho ninguna película y lo fue a ver a Borges y Borges le escribió una historia, nosotros íbamos a repetir esa tradición, que es una tradición única, pasó una vez" (Gandolfo 1996).

 

(15) Un buen análisis del diálogo entre La sonámbula e Invasión puede hallarse en el citado trabajo de Guillermo García.

 

(16) Como afirmó Edgardo Cozarinsky el mismo año de su estreno: Invasión es un objeto cinematográfico autónomo, como los poemas de Quevedo eran objetos verbales autosuficientes para Borges: se beneficia con la necesidad puramente formal de todos sus elementos y la independencia de toda servidumbre realista” (Cozarinsky 103).

 

                                                    Bibliografía

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