¡Buenos Aires
invadida! Sobre el leitmotiv del
asedio en la ficción especulativa argentina (1950-2000)
Universidad de Salamanca
De entre las
líneas narrativas cultivadas en Argentina durante el pasado siglo XX, tal vez
sea la de la ciencia ficción una de las más tenues o, cuanto menos, de más
dificultosa catalogación. Con escasas plataformas de difusión, pocos cultores y
sin apenas crítica especializada, aún hoy resulta espinoso poder nombrarla como
género y, en cualquier caso, la nomenclatura pasa por fórmulas alternativas que
esquivan la adscripción plena a éste. Los diversos acercamientos críticos al
tema (Capanna, Souto,
Brown, Vélez) constatan una clara inclinación de la presunta ciencia ficción
hacia la “ficción especulativa”, supeditada además al predominio de la
narrativa fantástica, tradición cuya solidez es de sobra conocida en el núcleo
de las letras argentinas y con la cual habrá de entreverarse a menudo. Así,
Patricio Pron defiende ese maridaje al sostener que “el
uso correcto de la literatura de ciencia ficción resulta heroico y tal vez
insensato debido a la falta de apoyo por parte de la industria editorial, y
debería ser reemplazado por la incorporación de la ciencia ficción a lo
fantástico” (Pron 2011: 72).
Pablo Capanna ha mostrado, por su parte, la especificidad de esa
ciencia ficción que “emplea cierta lógica para tratar aun las hipótesis más
descabelladas (…) Se puede hacer ciencia ficción sin recurrir a la física,
partiendo de la historia o la psicología” (Capanna
17-18), agregando, pues, el sema de la lógica meditativa para el caso argentino
(1). Ello implica la existencia de otro rasgo definitorio: su carácter
pasatista y, por ende, anticientífico, receloso de un futuro que a menudo se
perfila aniquilador en distintos niveles (2). Como afirma Guillermo
García, tal desconfianza bien se cifraría en que:
Dado lo
impensable de una tradición científica nacional relevante, una de las
vertientes más prolíficas de la ciencia ficción argentina se enrola dentro del
subgénero caracterizable como ficción
post-apocalíptica, esto es, aquella situada en el momento futuro en que los
sueños tecnológicos de la modernidad han entrado en definitiva crisis (García).
Con esas
credenciales, puede decirse que el recorrido de la ciencia ficción en su
sentido más ortodoxo por el campo literario argentino es escueto y difuminado. En
ese camino la revista Más allá
(1953-1957) ofició como introductora, alcanzando 25000 ejemplares y llevando a
cabo una ingente labor difusora de autores vernáculos y traductora de otros
foráneos. Crucial resultó la irrupción de Minotauro
(1964-1968), revista que edita íntegramente algunos textos dados a conocer en parte
por Más allá y que impulsa, bajo su
sello, la “edad dorada” del género, concentrada en Buenos Aires y Rosario. De
ese foco surgirá un ensayo pionero como El
sentido de la ciencia ficción (1966), de Capanna
o las ilustrativas antologías Los
argentinos en la luna (1968) de Eduardo Goligorsky;
así como Memorias del futuro (1966) y
Adiós al mañana (1967) que el primero
compiló con Alberto Vanasco, al tiempo que asoman los
primeros textos de Angélica Gorodischer. Estos
últimos tres nombres son quienes se ceñirían con más rigor a los patrones de un
rubro literario con resabios vanguardistas, sumamente misceláneo y distante de
la ciencia ficción “dura” (3).
En lo sucesivo
me propongo delinear uno de los posibles itinerarios por los que ha discurrido
esa peculiar y especulativa veta de la ciencia ficción argentina. Para ello me
apoyaré en dos de sus hitos vertebrales: la primera parte del cómic El Eternauta
(1957) y el film Invasión (1969), de
Hugo Santiago Muchnik. Sobre esa base trazaremos un
circuito de referencias literarias, gráficas y cinematográficas que, en su
anudamiento, conforman a nuestro juicio una suerte de “novela familiar” por la
que discurre este siempre discutido género de la producción cultural argentina.
En todos los casos se tratará de distopías y
discursos contrafactuales originados en invasiones de
índole diversa que comprometen a la especie humana, toda vez que está en juego
la aniquilación del lenguaje, los valores, la memoria o directamente la vida.
El escenario
(post)apocalíptico constituye, claro está, uno de los paradigmas esenciales del
género, si no el mayor, con la construcción de ucronías
cuanto menos inquietantes. Y ello nos introduce, obviamente, en el componente
alegórico que a menudo permea este tipo de ficciones, esquivas a la hora de ser
encapsuladas en una interpretación única. En este sentido, el mal cósmico se pliega
a menudo a exégesis alegóricas ligadas, a su vez, a lecturas inevitablemente
políticas, como acontece en El Eternauta, acaso el relato gráfico más señero de la
historia argentina. Publicado en entregas semanales en el suplemento Hora cero entre 1957 y 1959, los textos
de Héctor Germán Oesterheld y los dibujos de
Francisco Solano López tematizan una invasión extraterrestre iniciada con una
nevada letal sobre la ciudad de Buenos Aires. El grupo de supervivientes,
encabezado por Juan Salvo, descubre sucesivamente la presencia de diversos
enemigos jerarquizados a los que deben combatir: “cascarudos”, “gurbos”, “Manos” y “hombres-robot”, comandados por los
“Ellos”, poder omnímodo sin encarnación física que ha instalado teledetectores en la nuca de sus subordinados para
someterlos a su voluntad (4).
El dirigismo,
los automatismos, las obediencias debidas y las memorias robadas parecen estar
ya sobre el tapete de un texto leído de continuo desde ese prisma de la
política nacional (5). En su prólogo a la obra, Juan Sasturain
subraya que “El Eternauta, como ningún otro relato
producido en estas latitudes en la segunda mitad del siglo XX, despliega sin
pretensiones ni autoconciencia un friso terrible de lo por venir” (Sasturain en Oesterheld 6). En
efecto, el espesor simbólico de este héroe colectivo que resiste una agresión
externa prendió desde muy pronto en la iconosfera
cultural argentina. Aunque las distintas secuelas del cómic van sacrificando
parte de su vuelo alegórico-poético, escorándose paulatinamente hacia
interpretaciones de tenor más político y politizado, la primera versión atesora
la construcción textual, los matices psicológicos y la dosificación del material narrativo propias de una obra maestra.
Más
allá del fragor bélico consustancial a la trama misma, despuntan ideaciones más
explícitas como las de los “hombres robot” y su obediencia ciega; u otras más
elaboradas, como los “Manos”, humanoides
que parecen liderar la destrucción pero que portan en sí la noción del
arrepentimiento: al sentir miedo, una glándula provoca su descomposición y
muerte, anunciada con una canción de cuna y seguida de una condena expresa de
los “Ellos” como fuerzas maléficas primarias que repeler. Oesterheld
muestra así las aristas internas de toda maquinaria destructiva, que no se
limitan al exterminio sino en grado sumo al engaño; como puede verse casi al
final cuando la resistencia marcha erradamente hacia la “zona de salvación”,
arrastrados por una información radial que el invasor se ha encargado de
manipular previamente (6). En un revelador estudio sobre ciencia y
tecnología, Claudio Canaparo acota que en El Eternauta “no
existe una clara indicación acerca de la centralidad del poder, es decir, hay
una indicación de que hay un “Ellos” que detentan todo el poder de la invasión
a la tierra y el control de la tecnología, pero la verdad es que en la realidad
cibernética todos son dominantes y dominados al mismo tiempo (…) funcionan
al mismo tiempo como autómatas pero también como entidades independientes. Este
carácter difuso de la identidad y del poder es a nuestro modo de ver un
anticipo del sistema de aparatos y objetos que en la actualidad se entiende
como mundo” (Canaparo 7).
Es a partir de
ese punto cuando se diluye la loa al colectivismo unánimemente reconocida en El Eternauta.
Doblegado el núcleo duro de la resistencia, sus compañeros Favalli,
Franco y Mosca –el periodista-historiador transformado elocuentemente en
hombre-robot- Juan Salvo comienza el deambular por las galaxias para
convertirse en el “viajero de la eternidad” (7) que designa el título,
único depositario de esa memoria sepultada bajo los copos transparentes. Y es
en las viñetas postreras cuando emerge la estructura narrativa que ha dado
soporte al texto porque, efectivamente, como afirma Juan Sasturain:
“El narrador de El Eternauta
no es su protagonista sino un yo innominado que se identifica naturalmente con
el autor, un guionista de historietas que recibe la historia de un tercero y
transmite su palabra, se la cede largamente hasta retomarla al final” (Sasturain 1). Este relato enmarcado con desenlace circular
–como sucede en Mort Cinder- no
hace sino apuntalar su carácter abierto. Gracias a este señuelo, la publicación
de El Eternauta
se pretende la escritura del relato oral
de Salvo, transfigurada en profecía con vocación admonitoria, en tanto se exige
un paradójico “regreso al futuro” para eludir a toda costa éste último,
imponiéndose, pues, una involucración ética del autor homodiegético
–en tanto testigo- que Oesterheld ya no habría de
abandonar en posteriores entregas de la novela gráfica (8).
El otro hito con que iluminar el vector de la
invasión fantástica reside en la película homónima del cineasta argentino Hugo
Santiago Muchnik (1939). Ópera prima con guión de
Jorge Luis Borges, Hugo Santiago y la colaboración de Adolfo Bioy Casares, Invasión (1969) constituye un auténtico
clásico del cine argentino, con ribetes de film noir no exento de elementos criollistas. La pieza rebasa las vallas de contención de
los géneros, pues coquetea con el fantástico y la ciencia ficción sin llegar a
insertarse en ellos por completo: se plantea, eso sí, una situación fantástica,
en tanto los habitantes de la ciudad de Aquilea sufren un misterioso cerco,
librando una guerra casi sorda contra un grupo de invasores, humanos trajeados
y con gabardina cuya presencia en las cuatro fronteras de la ciudad parece en
todo momento inopinada y nunca resuelta (9).
El tiempo del
relato en Invasión es 1957, año en
apariencia poco significativo sociopolíticamente en la Argentina. No lo es
desde el prisma cultural pues, como se apuntaba arriba, en tal fecha aparecen
las peripecias de El Eternauta.
Ambas ficciones fungen como textos siniestramente premonitorios: los tonos
oscuros, la atmósfera chirriante y un ambiente de continuo secretismo
conspiratorio en el marco de una ciudad vacía: una Buenos Aires desolada y de
corte expresionista viene a teñir las dos tramas y deja patente el homenaje que
Hugo Santiago tributa a las historietas de Oesterheld
y Solano López, lo cual constituye un tributo a un exitoso producto de la
cultura de masas por parte de un artista ligado mayormente a la alta cultura.
En El Eternauta
resulta nítida la localización de una Buenos Aires fantasmal, pero reconocible
a través de una geografía por la cual las distintas especies invasoras se pasean
con pasmosa naturalidad, tal como acontece en el combate de la Avenida General
Paz contra los cascarudos, la batalla encarnizada en el cuartel general de la
invasión –sito no por azar en la Plaza del Congreso-, el encuentro sobrecogedor
con el primer “mano” en el pabellón de Barrancas de Belgrano, o en las
alucinaciones inducidas en la cancha de River Plate (10).
Tal familiaridad
con el referente extradiegético se quiebra en Invasión, donde son las fronteras los
marcadores geográficos, claros focos del sitio al que es sometido Aquilea, pero
ante todo se erigen en dispositivos estructurales del film que permiten su
división en secuencias. En este sentido, la locación de la urbe es más vaporosa
que en El Eternauta:
el panorama en el centro es desolador y toda la acción se concentra en esas
zonas fronterizas acechadas por un invasor que se va agigantando conforme
avanza la destrucción. Así, fábricas derruidas, baldíos, descampados y vías
muertas devienen centros clandestinos de tortura con la picana eléctrica como
agente letal, si bien los cafés, el tango y las veredas empedradas (y
arboladas) permiten entrever un trasunto ficcional de la capital argentina.
Bajo distintas
formulaciones –una nevada luminiscente y mortal; la arremetida de unos hombres
trajeados en gabardina- cómic y película diseñan un panorama apocalíptico donde
se tematiza el motivo del asedio. En una y otra ficción la invasión brota de
modo ciego e inabordable por cuanto parecen fuerzas absolutas e imposibles de
definir, al punto de que ni siquiera puede justificarse ni identificarse a los
ejecutores de esos embates contra Aquilea. A lo largo del film los resistentes
se refieren vagamente a los intrusos como “Ellos” o “eso”, pronombres elusivos
comparables a los manejados en El Eternauta (recordemos los “Ellos” es el inespecífico
nombre que se da a los responsables supremos del ataque extraterrestre en el
relato de Oesterheld). Dentro del paradigma de la
ciencia ficción, todo asedio implica una invalidación del orden anterior y, por
ende, un intento de usurpar la memoria de los invadidos.
En ambos casos
campea un agente colectivo de resistencia, que no es héroe per se sino obligado por una circunstancia que lo precede y modela.
De hecho, la resistencia está compuesta por civiles, miembros de clase media
con profesiones de lo más heterogéneo que quedan de repente sumidos en un
aislamiento robinsoniano. Éstos –siempre en cómic y
película- se afanan en la defensa de la ciudad, pero en ningún momento llegan
(llegamos) a conocer a los superiores de los invasores en la película. Pese a
la densidad interpretativa de todo texto elíptico (como es este el caso), no
pueden soslayarse sin embargo los disparadores sociopolíticos más inmediatos:
mientras en El Eternauta
la nevada mortal cabe ligarse a la llamada “Revolución Libertadora” comandada
por Aramburu que proscribió férreamente el peronismo, la sitiada Aquilea admite
ese referente pero se enriquece con otros que se le superponen: no se debe
ignorar que 1969 es el año del “Cordobazo”, serie de revueltas que consiguen
derrocar la dictadura de Juan Carlos Onganía
(1965-69) para retornar a una ya frágil democracia, mientras que en 1970 es
secuestrado y asesinado el exdictador Aramburu por la guerrilla montonera.
Oesterheld
y Santiago Muchnik nos entregan obras abiertas –en el
sentido dado al término por Eco- donde el final no hace sino constatar lo
cíclico de esa violencia que urge, a su vez, a una resistencia crónica (11).
Eso se desprende de Invasión, donde
no hay uno sino dos grupos –que además no se conocen entre sí- preparados para
neutralizar el asedio. Tras la derrota del primero y la inserción del rótulo
“Fin” como paratexto, el sector joven empuña las
armas y reivindica su turno: “Ahora nos toca a nosotros, pero tendrá que ser de
otra manera”, dice la última frase de la película. El caldo de cultivo de
persecución e inestabilidad está ahí y extrapolado a todos los órdenes. Es
significativo al respecto que Oesterheld ubicara una
de las batallas más encarnizadas contra los “cascarudos” en un escenario como
la cancha de River Plate y
que Santiago haga otro tanto situando la escena más climática de la película -Don
Porfirio abrazando el cadáver de Julián Herrera- en el círculo central de “la
Bombonera”, estadio de Boca Juniors. El guiño del
cineasta a El Eternauta
es meridiano, al elegir un símbolo de la masividad dotado de gran peso identitario: en el primer caso la resistencia sale airosa
del envite; en el segundo, Herrera es rodeado en las gradas del estadio y
linchado hasta la muerte sobre el césped. En uno y otro resulta tentadora una
lectura profética, por el oscuro tinte que algunos estadios habrían de adquirir
pocos años después en el Cono Sur (12).
Pero Invasión muestra otra faz si cabe más
acusada: el de su estrecho parentesco con la narrativa estrictamente libresca y
de culto. La formación de Hugo Santiago dentro del cine francés de autor, así
como la sola elección de un guionista como Borges y un colaborador como Bioy
hacen prever el cariz del film y determinan su fisonomía eminentemente
literaria y culturalista; comenzando por la propia Aquilea, (ciudad del Imperio
Romano asediada y destruida por Atila en el 452 d.c.)
pero que remite primera y poderosamente a Aquiles, la guerra de Troya y la Ilíada de Homero, prefigurando la
resistencia heroica que este grupo de trajeados opondrá. De la invasión
únicamente se llega a saber que está produciendo una crisis de valores y ahí
entra en juego esa pléyade de ciudadanos portadores de una ética del coraje y
la amistad de factura por lo demás muy borgiana. No en vano, los capitanea el
imperturbable Julián Herrera (Lautaro Murúa),
síntesis de galán de cine clásico norteamericano y de compadrito milonguero. En
efecto, la “milonga de Juan Flores” fue compuesta por Borges para la ocasión
–con música de Aníbal Troilo- y aparece interpolada en un momento crucial de la
película: la última reunión de los custodios de la ciudad antes de sus
sucesivas muertes. Y la milonga fungiría aquí como parteaguas
estructural y oscuro presagio al modo del coro en la tragedia griega.
Como en todo
ejercicio de experimentación fílmica, Santiago Muchnik
juega a disolver la idea clásica de narratividad,
anulando toda psicología en unos personajes voluntariamente impasibles y
lacónicos, cuya función primordial es encadenar frases sentenciosas. Tal
apuesta adolece de cierta incohesión narrativa, pero
por otro lado esperable en un cuentista consumado como Borges, diestro en
condensaciones fragmentarias que extrapoló sin miramientos al guión de esta
película. Así lo percibe David Oubiña, el tal vez más
atento estudioso de la obra, para quien
En el espacio pleno de Invasión lo obturado son las conexiones
entre los fragmentos, los espacios intermedios, las transiciones, los blancos.
El film no narra, en el sentido tradicional, sino que circula a través de
situaciones aisladas que funcionan como microrrelatos.
Y no los encadena en una causalidad dramática sino que los pone en contacto
violentamente, prescindiendo de toda mediación (Oubiña
2000: 211).
El plan es sofocar la lid obstinada y larga en que
se destroza Buenos Aires entre el Bando Hilarante y el Bando Enterneciente, enceguecida discordia que el Presidente
juzga engendrada por haberse consentido en muchos años el reinado de la Fealdad
en ella” (Museo 264). El Presidente y los suyos dominarán la contienda y
extirparán la Fealdad civil: “El Presidente de la Novela […] se sirvió
manifestarnos que positivamente lanzará hoy su plan de histerización
de Buenos Aires y conquista humorística de nuestra población para su salvación
estética (Museo 44-45).
Igualmente
explícita resulta la inclusión entre los personajes de dos trasuntos
ficcionales de los guionistas cuya ceguera y donjuanismo, respectivamente, los
llevan a la muerte. El señor Moon, que va perdiendo vista y no podrá esquivar
las balas de su ejecutor; y el ingeniero Marcelo Lebendiger,
un seductor que en una de sus conquistas se ve arrastrado hacia la casa de una
mujer donde le espera uno de los invasores con un revólver. La celada deriva en
un asesinato que se nos escamotea, pero la composición de la escena remeda con
nitidez el final de al menos dos cuentos borgianos: “La muerte y la brújula”
(1942) y “El muerto” (1949), con esa idea de traición sorpresiva y bizarría con
que la víctima encaja su destino (“Suárez, casi con desdén, hace fuego”); e incluso
lateralmente entronca con el espíritu de “El Sur” (1944), dada la fascinación
por el lance épico de esos resistentes que, como Dahlmann,
son héroes improvisados y acaso vencidos de antemano.
Esa
atmósfera de soledad y derrota campea asimismo en El sueño de los héroes
(1954) de Bioy, donde “un grupo que representa lo viejo, lo que debe ser
sustituido, se enfrenta sin suerte a la modernidad impiadosa” (Sanz); y más
claramente si cabe en Diario de la guerra
del cerdo (1969), texto estrictamente coetáneo a Invasión que tematiza la competencia generacional y la devaluación
de la vejez mediante persecuciones y asesinatos contra el viejo orden. Dentro
de este bucle intertextual destaca en el largometraje la muerte de Cachorro, un
ágil pistolero aficionado a los western norteamericanos
que decide entrar a una sala de cine donde es asesinado. Se trata de una escena
antológica que muestra al resistente fascinado ante la destreza de los
pistoleros que desfilan ante la pantalla. Cuando la película concluye,
descubrimos al hombre abatido sobre la butaca con un disparo en el cuello: el
vértigo de ese momento metafílmico parece haber
traspasado las lindes de la ficción y haber absorbido a la víctima, en una
suerte de continuidad siniestra que remitiría, claro está, a “Continuidad de
los parques” (1964) de Julio Cortázar.
A
este respecto conviene mencionar dos piezas –una novela y una película- que no
influyen sino que afluyen a la obra de Santiago Muchnik
y en cierto modo dialogan con ella a posteriori: La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia
y La sonámbula. Recuerdos del futuro
(1998) de Fernando Spiner.
La
primera –adaptada al cómic en 2000- pone en foco a una máquina de narrar
construida por un personaje llamado Macedonio Fernández quien pretende
recuperar así el alma de Elena, su joven esposa fallecida, erigiéndose esta
figura de la mujer-máquina en el eje galvanizador de las ficciones que
circularán por la novela. La máquina de relatos constituye una perfecta
síntesis de esa labor genesíaca que no cesa y que anega con sus ficciones la
ciudad de Buenos Aires. Así, la paranoia conspirativa, la amenaza, el doble
espionaje, el interrogatorio modulan un texto complejo donde las
distintas fuerzas del Estado aparecen conchabadas en una misión muy similar:
implantar una memoria artificial común a todos los ciudadanos, hacerles creer
que están psicóticos y desconectar a la mujer-máquina, quien con sus relatos se
ha convertido en el único foco de disensión que compromete el complot estatal (13).
Por su parte, La sonámbula abraza de pleno la ciencia ficción para plantear una distopía similar de cariz biopolítico
(de hecho Ricardo Piglia fue su guionista) (14):
un experimento realizado en 2010 por el gobierno argentino con motivo del
Bicentenario origina un accidente que provoca la pérdida de la memoria de
cientos de miles de personas y la subsiguiente resistencia a la amnesia. Isabel
Quintana ha percibido con acierto el hecho crucial de que
En
consecuencia, estaríamos tangencialmente en el terreno de Invasión: desalojos, memorias usurpadas, defensa de una identidad
amenazada, con ese carácter tan alegórico y distópico inherente al género
abordado (15). Pero la
propuesta de Santiago no es un mero mosaico de referentes librescos (16):
la expresionista fotografía en blanco y negro, el extrañamiento radical de los
personajes, el manejo de ruidos desfasados y chirriantes -acordes con esa
atmósfera invasiva- y las nulas concesiones al espectador -aboliendo las
justificaciones narrativas secuenciadas-, hacen de Invasión un
experimento impar que se sostiene por sí solo, abriendo un camino promisorio,
pero aún hoy no transitado por la cinematografía argentina.
(1) Judith Merrill ha definido la
ciencia ficción como “literatura de la imaginación disciplinada”. Borges vio en
La invención de Morel una novela de
“fantasía razonada”.
(2) Para un estudio sobre la
configuración e intersecciones de poder científico y discurso literario, es
oportuno acudir a Test tube envy… (Brown 2005).
(3) En este punto sigo los
lineamientos nítidamente planteados por Juan Ramón Vélez (51-61). La creación
de la revista El péndulo (1972), la
relevante antología a cargo de Elvio Gandolfo Cuentos
fantásticos y de ciencia ficción (1981) y la fundación del Círculo
Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía (1982) constituyeron otros hitos
posteriores en el recorrido del rubro.
(4) Exactamente,
la historieta aparece entre el 4 de septiembre de 1957 y el 9 de septiembre de
1959. Evitamos aquí extendernos sobre los avatares de la trama y otros datos
externos a la obra, por lo demás accesibles en www.eternauta.com . En rigor, el germen de
la historia reside en la historieta Saturnino
Fernández, héroe (1955), de Ignacio Covarrubias, publicada en el nº 27 de
la revista Más allá –que editaba el
propio Oesterheld- luego de ser derrocado Perón. El
relato gráfico, risible y de nula enjundia literaria, presenta al personaje
antedicho salvando al mundo de una invasión extraterrestre. Los
alienígenas hacen que caiga una nevada mortal que paralizaba las mentes pero que
no afectaba a los alcoholizados, de modo que es el borracho Saturnino quien
comanda la resistencia y libra al planeta del desastre.
(5) Tampoco
deben ignorarse los referentes coetáneos: la ciencia ficción norteamericana, el
cine de clase B y, muy singularmente, el peligro de la bomba atómica presente
en los diarios durante el gobierno de Arturo Frondizi.
En particular, dos clásicos del género parecen determinantes en la
configuración de El Eternauta,
por el marco invasivo y de holocausto que las sostienen: por un lado, la novela
de John Wyndham El
día de los trífidos (1951) y, por otro, la película de Don Siegel La invasión de
los ladrones de cuerpos (1956).
(6) Hasta el
momento han sido seis las secuelas publicadas de la obra. Las tres versiones
escritas por Oesterheld coinciden con los gobiernos
autoritarios de Pedro E. Aramburu (1957), Juan Carlos Onganía
(1969) y Jorge Rafael Videla (1976). Es en los setenta cuando su postura
política se radicaliza, llegando a ser jefe de prensa de los montoneros, lo
cual le vale su secuestro y posterior “desaparición” en 1977. Las vicisitudes
de Juan Salvo siguen hoy teñidas de contenido político por la apropiación
simbólica que el kirchnerismo ha efectuado del héroe:
lo demuestra el hecho de que en agosto de 2010 la agrupación peronista “La Cámpora” llenara las paredes de las calles porteñas con la
imagen impresa de lo que denominaron “El Nestornauta”:
la silueta del personaje de Oesterheld con el rostro
del expresidente Néstor Kirchner. Dos meses más tarde, tras su fallecimiento,
pasó a ser conocido también por “El Eternéstor”. En
agosto de 2012, el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, declaró que no iba a permitir el ingreso del texto
en la escuela primaria por el adoctrinamiento partidista que, según éste, su
lectura acarreaba.
(7) No obstante,
un estudioso como Canaparo repara en el alcance
filosófico del Juan Salvo final, quien “es sin duda la reencarnación de
la leyenda de Gilgamesh, el mítico héroe sumerio
condenado a errar por la eternidad; es decir, más un prisionero de sí mismo que
un liberador de otros” (Canaparo 13).
(8) En El fondo del cielo (2009), el narrador hispanoargentino Rodrigo Fresán
asume parcialmente motivos de la ciencia ficción y de El Eternauta en particular. No solo por
el cariz metatextual, sino porque los protagonistas
viven en un planeta dentro de un planeta con las salidas obturadas por la
nieve, convertida en punto de partida de un pasado que se mueve
indefectiblemente hacia el futuro, en conexión inextricable con la narración de
Oesterheld: “El pasado nunca deja de moverse aunque
parezca algo inmóvil como la nieve. Y sí, estaban los muñecos de nieve, los
hombres de nieve” (Fresán 17).
(9) Absoluto fracaso comercial y éxito de crítica. En 1978 el original fue
robado por los militares. Es rehabilitado en 2008 gracias a una cuidada
reedición en DVD con análisis y entrevistas de David Oubiña.
Es determinante la formación francesa de Santiago, en sus inicios asistente del
director Robert Bresson.
(10) Iluminadora
resulta la aportación de Fraser y Méndez sobre la
localización urbana y la espacialización del tiempo
en nuestra obra visual.
(11) En realidad
el cineasta ha desplegado la ideación de Aquilea en una trilogía. A la película
analizada se une Las veredas de Saturno
(1985), con guión de Juan José Saer. En 2009 comenzó
a filmar Adiós, con guión del propio
Santiago.
(12) Es elocuente al respecto la
cercanía del estadio Monumental a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA),
usado más tarde como centro de torturas; su proximidad al Río de la Plata, ligado a lo
que serían los “vuelos de la muerte”, aparte de ser la sede de la final del Mundial
de fútbol 1978, tan connotado políticamente. También lo estuvieron el Estadio
Nacional de Santiago de Chile y el Estadio Centenario de Montevideo durante la
represión militar chilena y uruguaya.
(13) El museo imaginístico
que Junior recorre en La ciudad ausente pretende remedar meridianamente
el macedoniano Museo de la novela de la Eterna,
pues ambos lugares se presentan como depósitos de la memoria y de la ficción
consagrados a la esposa malograda. Para ahondar en las conexiones de Piglia con Macedonio, véase
González Álvarez 167-178. Para una interesante inmersión en el tema del ciborg
en la novela, véase Brown 2010: 28-42. Patricio Pron
ha diagnosticado al respecto “una actitud nihilista de la literatura argentina
hacia el adelanto tecnológico y la enajenación de cierto ejercicio de la
ciencia que se pretende superior a cualquier solución ética o moral” (Pron 2011: 64).
(14) “Los dos
hacíamos una especie de juego paródico con la película que había escrito Borges
con Hugo Santiago, y embromábamos con la idea de que del mismo modo que Hugo
Santiago no había hecho ninguna película y lo fue a ver a Borges y Borges le
escribió una historia, nosotros íbamos a repetir esa tradición, que es una
tradición única, pasó una vez" (Gandolfo 1996).
(15) Un buen
análisis del diálogo entre La sonámbula
e Invasión puede hallarse en el
citado trabajo de Guillermo García.
(16) Como afirmó Edgardo Cozarinsky el mismo año de su estreno: “Invasión es un objeto
cinematográfico autónomo, como los poemas de Quevedo eran objetos verbales
autosuficientes para Borges: se beneficia con la necesidad puramente formal de
todos sus elementos y la independencia de toda servidumbre realista” (Cozarinsky 103).
Bibliografía
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Brown, Andrew. “Posthuman porteños.
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