Los juegos intertextuales en

Los cautivos: el exilio de Echeverría, de Martín Kohan

 

Olga Peralta-Marquez

Hunter College,CUNY

 

Julia Kristeva define el término “intertextualidad” afirmando que “todo texto es la absorción y transformación de otro” (Allen 18). Los orígenes de este concepto se deben a la reflexión que Mikhail Bakhtin hace sobre el carácter dialógico que determina y caracteriza todo discurso. Desde su difusión, esta noción ha tenido gran influencia en los estudios literarios, ya que objeta “notions of stable meaning and objective interpretation” (Allen 4), cuestionando “long-held assumptions concerning the role of the author in the production of meaning and the very nature of literary meaning itself” (Allen 120). La intertextualidad se ha convertido en un mecanismo esencial para descubrir los engranajes narrativos pues faculta el desafío de prácticas y discursos asumidos como naturales. Así por ejemplo, en los relatos de la tradición nacional, al explorar el registro narrativo de los mecanismos en que se funda y sostiene el discurso histórico, se examina la concepción de dicho discurso en cuanto una construcción narrativa.

Es justamente éste el tema que se desarrolla en el juego intertextual de Los cautivos: el exilio de Echeverría. Escrita por Martín Kohan, Los cautivos es una de las novelas más representativas de la “nueva novela histórica” (1). A lo largo de sus páginas se tensan conscientemente las posibilidades de ruptura y transgresión entre Historia y literatura. El autor rompe con el criterio de monumentalidad histórica reforzado por la distancia épica. La Historia deja de ser percibida como un túmulo estático e inasequible lográndose establecer un acercamiento que permite cuestionar las bases estructurales en las que se erige la nación argentina, desde perspectivas distintas. La incursión en lo dialógico, la intertextualidad, el cariz metaficcional, el comentario autorreferencial, la distorsión deliberada de la “realidad histórica”, el humor, la parodia del discurso oficial y de la historiografía están presentes en el texto. A través de dichos elementos se indaga sobre la legitimidad del discurso oficial independentista del siglo XIX. Re-construyendo el pasado histórico Kohan logra entablar un espacio propicio para el análisis y la reflexión sobre la historia fundacional de la Argentina. 

Como afirma Juan Pablo Neyret, “la eficacia de la entidad binaria ‘civilización y barbarie’, desde la que los políticos y escritores del XIX leen, narran y explican ‘lo real’, está en la repetición del núcleo narrativo-explicativo” (2). La alegoría de la antinomia civilización y barbarie, representada en todos los textos fundacionales, facilita la institución del sistema bipolarizado que caracteriza al pujante estado. Kohan tergiversa este esquema sistemático y mediante numerosas referencias intertextuales lo reproduce de una forma distorcionada que devela los cimientos estructurales del modelo fundacional. Los títulos que encabezan los episodios de la primera parte de la novela (“La lombriz”, “El chajá, “Las chicharras”, “Los grillos”, entre otros) sugieren, por sinécdoque, la construcción de la fisonomía del desierto, aquel espacio patrio que clama ser defendido en La cautiva de Echeverría. Las celebraciones que realizan los habitantes de la pampa siguen el mismo patrón de representación barbárica que caracteriza las escenas del “Festín” (en La cautiva) y las de “El matadero”. El retrato “costumbrista”, en el que se muestra al gaucho, que por ser producto natural de la pampa, es capaz de cuidar de sí mismo en un ambiente hostil, recuerda al Facundo ó Civilización y barbarie, de Sarmiento. Del mismo modo, la escena en la que Luciana huye a Montevideo ayudada por Daniel Bello evoca no sólo a la Amalia de Mármol, sino que también alude al destierro al que se vieron condenados Echeverría, Sarmiento, Mármol y los otros miembros de la Generación del 37.

A juzgar por estos particulares, bien podría pensarse en Los cautivos: el exilio de Echeverría como una imitación contemporánea de los textos convencionales del período fundacional. Sin embargo, no es así. La narrativa rompe con la mirada épica evocada en el contexto historiográfico de la obra. Los cautivos instituye lo que Magdalena Perkowska denomina “un locus ficcional de reflexión acerca de la [H]istoria y del discurso histórico” (36). Al manipular la estructura narrativo-ideológica que sostiene y difunde el discurso oficial, Kohan expone el conjunto de estratagemas a través de los que se teje el aura mítica que circunda a Echeverría y su archivo literario (2). El cuadro de la Argentina decimonónica, proyectado por los intelectuales de la época “como el territorio deshabitado, [ese] espacio prehistórico subyugado por la naturaleza salvaje” (Altamirano y Sarlo 26) y amenazador del proyecto liberal sirve de marco temporal y espacial para el desarrollo de la tragicomedia del prócer en el exilio. Todo el aparato ideológico-discursivo que condensa la esencia dicotómica del modelo fundacional argentino se convierte en materia prima para la dramatización del triángulo amoroso: Estela- Luciana- Echeverría.

El nombre de Esteban Echeverría está cargado de valores ideológicos, de símbolos y significaciones culturales que lo convierten en un ícono nacional (3). La política y la literatura decimonónica le abren las puertas para ingresar en el Olimpo nacional (Laera y Kohan 23). Como lo establece Graciela Montaldo en su libro De pronto, el campo. Literatura argentina y tradición rural, “para los románticos del 37, el desierto es el elemento base para la construcción de los discursos de formación del país (34).” La cautiva y “El matadero” fundan una literatura nacional que emprende una práctica discursiva anclada en el espacio. El desierto, en los textos echeverrianos es más que un locus, fija una relación de filiación patriótica; es el símbolo de la argentinidad. La pampa de La cautiva, la inmensidad sin límites de “soledades en que vaga el salvaje” (Sarmiento 23), representa ese árido territorio “barbárico” que debe ser “civilizado”. Kohan explora los dispositivos de incorporación cultural en los que se sustenta la identidad argentina. La narrativa de Los cautivos deforma el prototipo de territorio-nación que se proyecta en las obras de Echeverría. Mientras en La cautiva la vacuidad del desierto se llena con el elevado espíritu artístico del poeta, el desierto de Los cautivos se ve invadido por el lenguaje soez y las escenas prosaicas. A diferencia del texto de Echeverría que señala la necesidad y urgencia del ingenio civilizador, en el de Kohan son los gauchos que con su inercia se adueñan del “pingüe patrimonio” (Echeverría 8). Es “el Maure” que con su “miembro crecido” domina y fertiliza simbólicamente la “sedienta pampa”, irrigándola con su “ciclo de riego viril” que repite “varias veces” (63).

En su papel de visionario y responsable por el futuro del estado, el escritor decimonónico recurre a “la escritura como un instrumento ejecutor que propone las diferencias culturales e identificaciones de clase, raza y género” (Masiello 16). El punto de inflexión en La cautiva de Echeverría, el que quiebra la estructura e impulsa la metamorfosis del desierto, es el malón. La presencia de los indios, la figura máxima de “la barbarie”, cambia la naturaleza de la pampa que de ser un paraíso exótico y apacible se transforma en un abismo sombrío y pavoroso: “Entonces, como ruido/ que suele hacer el tronido/ cuando retumba lejano,/ se oyó en el tranquilo llano/ sordo y confuso clamor;/ [...] el duro suelo temblaba,/ y envuelto en polvo cruzaba/ como animado tropel [...]” (Echeverría 129). Kohan imita la creación literaria de ese “espacio histórico tradicional” (Perkowska 103) constituido a fuerza de exclusiones. Al igual que en la obra de Echeverría, la barbarie de “Los indios” encarna en Los cautivos el componente nocivo que cambia la fisonomía de la pampa. Su abrupta presencia entorpece el fluir del relato. También en la obra de Kohan los “brutos sienten pavor” al sentir “la tierra perforada [que] tiembl[a] estremecida, y los paisanos [...] se esconde[n] con temor  [al oír] un ruido lejano pero inmenso” (89). Sin embargo en Los cautivos se crea un desfase que distorsiona el núcleo socio-identitario que se manifiesta en La cautiva. En el capítulo de “Los indios” no se arrasa con la población ni se toman cautivas o se degüellan niños. El malón de “Los indios” no es como el trueno de “El festín”, sino que es un trueno.

“Los indios” es una escena-bisagra en la que se exhibe el alcance político-cultural del discurso fundacional (4). La forma habitual con que se preludia la llegada del indio bárbaro, “fuente de fascinación estética y estrategia de manipulación política que se difunden en el archivo estético nacional” (Masiello 13), lleva a anticipar la violenta llegada de los salvajes también en “Los indios”. Los gauchos, escondidos en sus trincheras figuran “los alaridos de los animales aterrorizados, el estruendo de los árboles devastados, el brillo disparado por el fuego que seguramente está acabando con sus viviendas, la sangre del ganado masacrado que se filtra por la tierra” (89-95). Después de que el relato dispara las expectativas ancladas en un saber previo, se organiza un quiebre meticuloso en lo que María Rosa Lojo denomina “las pautas del realismo mimético y representaciones convencionales del sujeto social” (33). El fuego que según los paisanos “no podía tener otra causa que los incendios [ocasionados por] esa fuerza de la naturaleza desatada a la que se llamaba indios” (91) es provocado por un verdadero fenómeno natural. El caos que en el texto echeverriano sirve de insignia para representar la ferocidad de los indios-bárbaros, en el texto kohaniano anuncia la severidad de una tormenta.

La construcción lingüística de la novela de Kohan también denuncia el proceso que conlleva a la práctica instaurativa de una Argentina “civilizada”. Heredero del lenguaje colono-fundacional, el narrador de Los cautivos, retrata a los gauchos y a los personajes de la partida federal manteniendo la perspectiva del “hombre de letras” decimonónico (5). Concebidos como verdaderos bárbaros, los personajes de la pampa personifican en extremo las características estereotipadas con las que los letrados románticos les dan vida. Los gauchos de Los cautivos son seres “impíos” (41), que pertenecen a esas “culturas primitivas” (15) y son incapaces de “reprimir ciertas manifestaciones que la civilización enseña” (25). La “precariedad de la inteligencia” (42) de estos paisanos es tanta que les impide comportarse como hombres pensantes: “Maure desechó prontamente la idea, en un rapto de sensatez que pocas veces se les daba, pero que ahora se les dio. A ellos les falta dignidad para ser considerados como tema literario. Nadie querría manchar las páginas con la suciedad relajante de sus vidas degradadas” (100-101). La reflexión que se le atribuye al gaucho entrevé el pensamiento “ilustrado” de aquel “visionario” que cuenta la historia haciendo evidente la manipulación de la que es objeto el campo de imágenes que se propaga en los relatos fundacionales.

Según Juan Pablo Neyret “la idea de la nación como institución imaginaria y discursiva en la Argentina representa un caso peculiar de constitución sobre la base de la exclusión del Otro” (2-28). El autor de Los cautivos devela el lenguaje separatista que se oculta bajo el aparente discurso de la unidad. El desdoblamiento del narrador, que es y no es la voz de Echeverría, enfatiza la notoria presencia de un “yo” subjetivo que selecciona, analiza, organiza e interpreta los hechos. Las constantes incursiones del historiador entorpecen la fluidez del relato enmarañando el hilo narrativo: “Nadie sabe por qué razón andaban siempre juntos Tolosa y Gorostiaga, si no hacen más que pelearse todo el día. (Debe hacerse a un lado, por anacrónica y por impertinente, toda interpretación que aspire a la psicología […])” (13). El lenguaje separatista de aquel que para definirse como individuo y como comunidad, tiene que construir, delimitar y definir al “otro”, ese enemigo que es totalmente diferente al “yo” o al “nosotros” (Masiello 19) se ve representado constantemente en Los cautivos: “Es nuestra la medición del tiempo” (15) asegura el narrador mientras subestima la capacidad de “esos rústicos” (15), para expresar una medida temporal exacta. Las digresiones (parentéticas y no-parentéticas) del enunciante están plagadas de la “interpretación científico-analítica” que lo identifica como ese “ser superior” que recrea la H/historia: “No se trata, demás está decirlo, del aceitado mecanismo de un desacuerdo racional (20)”. A pesar de que el relato está escrito en tercera persona, la perspectiva blanco-europeizante desde la que el sujeto cuenta la historia prevalece en el texto. Después de denunciar la forma en que Ortega, “peleando en joda [termina por] incrustar el facón en el gañote de Matienzo” (52), el narrador aclara que lo absurdo del hecho se debe a que “entre bárbaros no existe división nítida entre lo serio y lo jocoso” (54). Además puntualiza: “Separar lo uno y lo otro es rasgo culto […]. Entre cultos sí importa, y mucho, saber que si alguien exclama que va a matar a otro, no lo está diciendo en serio” (54). La actitud taimada del Echeverría-narrador en Los cautivos resalta el tono prejuicioso encubierto bajo el aparente enunciado “objetivo” o “impersonal” que se atribuye a los textos fundacionales revelando el axioma político-ideológico que se propaga a través de dichos relatos. 

Kohan se mofa de los “Próspero(s)” nacionalistas que a través de su escritura, interpretación y traducción literaria establecen el binomio en el que se cimienta el concepto de argentinidad. El agotamiento del estereotipo “civilización y barbarie” en Los cautivos fricciona la rigidez de significación estético-cultural, haciendo posible la penetración de una mirada crítica. El lenguaje violento, casi sádico con que la voz narrativa plasma a esos seres “incivilizados” conlleva a la reflexión. Después de espiar la casa de Los Talas, Maure concluye que el hombre de la casa (Echeverría) los contempla y mucho pues son ellos (los gauchos) el tema de sus escritos (100). El contrapunto narrativo abre una brecha que permite al “otro” primitivo trascender el impenetrable código lingüístico echeverriano y denunciar su carácter ficcional. Maure se da cuenta de que él, al igual que los demás gauchos de la Historia, no es más que el producto de “los escritos” de aquel exiliado que se esconde en la estancia. La subversión lingüística del texto de Kohan revierte el efecto segregacionista del discurso elitista. Mientras Maure, el “otro” excluido de la “unidad representativa” de la argentinidad, transgrede el espacio narrativo y censura su cautiverio, el prócer argentino se ve atrapado en la apatía de su propia escritura. El arrobamiento que produce en Echeverría la composición del relato lo lleva al punto de la alienación pues “no quie[re] perder su tiempo en la contemplación de la vida de mierda de los que se desparram[a]n en los alrededores” (100).

La ironía es una estrategia crítica de recodificación y redefinición de significados del discurso dominante (Hutcheon, A Theory of Parody 31-33). La socarronería que se percibe en el texto kohaniano desestabiliza el tono superlativo de la escritura decimonónica. El lenguaje mítico-épico a través del que se ensalza la figura del héroe en los relatos de la tradición nacional, en la novela de Kohan recrea el apasionante encuentro de Echeverría y Luciana: el “poeta romántico, entregado a la sublimidad de la creación poética, trascendía las profanas necesidades corporales, se elevaba a la espiritualidad inmaterial de un mundo sin hambre, sin sueño, sin sed. La poesía era su alimento y con eso le bastaba” (87). El ambiente onírico que anticipa la presencia de la sublime figura colapsa frente al contenido altamente erótico con que se representa la escena. El “ilustre” personaje cede ante la pasión y, dejando a un lado el ingenio abrazador de su arte, se deleita en el goce sexual: “El hombre [Echeverría] se paró junto a ella y, en los trazos del contraluz, a Maure le pareció ver [...] el suave […] vaivén de entrar y casi salir y volver a entrar en que se encendieron los dos cuerpos (62)”. La sátira se enfatiza cuando se compara de forma implícita la corta curva de[l] miembro de Echeverría con el “descomunal miembro duro y caliente, a punto de explotar” (6) del que se envanece Maure. El cotejo, que alude enfáticamente al minúsculo tamaño del órgano reproductor de Echeverría, sugiere una posible inferioridad sexual que cuartea el hálito de magnanimidad con que la “familia textual” fundacional (Perkowska 172) configura su imagen.

Como afirma Tomás Eloy Martínez, “las naciones se distinguen no por la falsedad o autenticidad de lo que narran sobre sí mismas sino por el estilo en el cual son imaginadas. Es decir, por los gestos, las palabras y los silencios que eligen narrarse” (12). La estructura social que se difunde en los textos fundacionales promueve una unidad hegemónica que busca la preservación de la sociedad tradicionalista de la Argentina pos-colonial. María, la protagonista de La cautiva, representa la mujer blanca, asexuada, esposa y madre ejemplar. Por su pureza y decoro, loados a lo largo del poema, María constituye el ideal femenino de virtud que se pretende alcanzar. De igual manera, la protagonista de Amalia es una criolla de “buena familia”. La esperanza fervientemente que tiene en un futuro mejor le lleva a luchar en pro de los ideales de los unitarios. A pesar de que el amor es la fuerza que impulsa y guía los destinos de las protagonistas, éste es más bien utópico ya que no llega a manifestarse en la unión física. Como los espejos de Valle-Inclán, el espacio metaficcional de Los cautivos retuerce el sistema de valores morales e ideológicos de la Argentina discursivamente blanca y conservadora que se promueve en el modelo romántico. La protagonista kohaniana encarna el modelo realista de la mujer argentina. Luciana es mestiza y su feminidad se expresa de forma efusiva y apasionada. La atracción que siente por Echeverría desemboca en un amor carnal que aflora en el sinnúmero de encuentros fortuitos que sostiene con el protagonista. Sin embargo, la sexualidad de la gaucha se demuestra en la práctica de relaciones que van más allá de las convencionales. Cuando se encuentra con Estela Bianco, la amante de Echeverría que vive en Montevideo, Luciana participa en una escena homosexual. Al sentirse abandonadas “[l]as dos mujeres echadas sobre la misma cama […] vuelven a abrazarse y a besarse […] en procura de Echeverría” (159-160).

Kohan desfigura el patrón clásico de lo que Doris Sommer identifica como “la pareja fundacional” en los romances decimonónicos. Luciana personifica el modelo degradado de la heroína romántica. Víctima de incesto, la protagonista kohaniana encarna la mujer/estado profanada. Maure, la figura paternal del relato, la somete para satisfacer sus más bajos instintos. El mismo Echeverría la convierte en su amante. El símbolo de la nación romántica adquiere un nuevo significado en Los cautivos. Luciana encarna la patria violada; la Argentina burlada por aquellos que tienen el deber social y moral de protegerla. Tampoco el personaje novelesco de Echeverría encarna al prototipo de héroe fundacional. El Echeverría de Kohan es un fantoche del arquetipo europeísta que se procura como símbolo de civilización. Aunque es depositario del talento, la inteligencia y sensibilidad ante la belleza, el personaje kohaniano en nada se asemeja al ideal romántico. Contrario a lo que hacen Daniel Bello de Amalia, Brián de La cautiva y el “culto” jinete de “El matadero”, el Echeverría de Los cautivos se mantiene al margen del proyecto liberal. En el tiempo que le queda, después de sus “ritos nocturnos de apareamiento” con Luciana (65), el joven letrado limita su tarea civilizadora a enseñar a leer y a escribir a su amante. Sin embargo, ni siquiera esta función la cumple de manera cabal. A diferencia de los héroes fundacionales, que entregan la vida luchando por sus ideales, el “titán” de Kohan opta por el exilio. En cuanto se ve acosado por Fernando Rodríguez y su grupo de federales, Echeverría huye de la hacienda dejando en el abandono a Luciana y a su proyecto civilizador.

La desmaterialización y la carnavalización, dos mecanismos de escritura que pueden ser contradictorios en apariencia, se complementan en Los cautivos para enfatizar el proceso en el que se desmitifica la figura del héroe. Como afirman Peter Stallybrass y Allon White “sublimation is inseparable from strategies of cultural domination; [it is] the main mechanism whereby a group or class or individual bids for symbolic superiority over others” (197). De todo el repertorio de próceres que conforman el panteón nacional argentino, Esteban Echeverría es el único que no tiene una tumba que resguarde sus restos mortales. Esa “irreversible disipación corporal” (Laera y Kohan 25), es la que en gran medida define y promueve su estatus de ídolo en la Historia de la Argentina. Kohan reproduce el paradigma que favorece la transfiguración del padre de la patria extremándolo hasta agotarlo por completo. El Echeverría de Los cautivos evoca al célebre poeta nacional; ese “escritor incomprendido” a quien pertenecen dos de los más grandes “clásicos literarios”. La gloriosa figura también se desmaterializa en la narrativa kohaniana. El dueño de Los Talas está presente pero a la vez ausente en la historia. Su presencia se percibe a través del texto sin que ésta llegue a concretarse. Esteban Echeverría se muestra en la novela como la fe en un creyente. Aunque el sistema axiológico e ideológico echeverriano se filtra como una vertiente sustanciosa en el desarrollo narrativo, la presencia material del prócer se borra en el relato. Su manifestación física se limita a una “silueta en movimiento [que] cada tanto iba o venía, pero la mayor parte del tiempo se quedaba quieto, sentado frente a un escritorio, dejando que la cabeza reposara sobre la mano izquierda” (42). La disipación progresiva del emblemático protagonista, reducido a una sombra que se deshace tras las cortinas de Los Talas, causa gran conmoción entre los campesinos de la estancia quienes “empiez[an] a pensar que con esa prescindencia les está […] manifestando un gran enojo” (43). La “saturación de la mismidad” (Kohan, “Nación y modernización en la Argentina 168) en Los cautivos neutraliza el efecto sublimador con que se da a conocer la imagen del ícono argentino a través del discurso oficial.

Tal y como define Mikhail Bakhtin, el carnaval es “[ a] temporary liberation from the prevailing truth and from the established order; [...] the suspension of all hierarchical rank, privileges, norms and prohibitions [...] the feast of becoming, change and renewal [...] hostile to all that was immortalized and complete” (10). El exceso llevado al límite del absurdo propicia en Los cautivos un ambiente carnavalesco en el que se quebranta la perspectiva monumental que petrifica la imagen del ilustre protagonista. El Echeverría de “Tierra adentro” es un hombre de carne y hueso que se deja guiar por el “instinto animal de sus calenturas” (38). Las incesantes ceremonias de apareamiento que protagoniza con Luciana en la intimidad de Los Talas alimentan no sólo los deseos incestuosos de Maure, sino que incitan al desenfreno sexual al resto de la gauchada. La fuerte connotación erótica del relato desmitifica la figura del personaje histórico reduciéndola al punto de la caricaturización. Inspirados por el prócer, los habitantes de la pampa dan rienda suelta a su lujuria: “subidos unos sobre otros, o bien vueltos, con ademán ensimismado sobre sus propias partes, todos acababan dichosos y conformes, disfrutando de es[e] período de tanta felicidad (66)”. La estampa del espectro fornicador defrauda inclusive al lector de las “Narrativas históricas” de la Editorial Sudamericana (7), quien espera una representación más activa –en el sentido político e histórico- del “insigne personaje.”

En su artículo “Para una teoría de la humorística”, Macedonio Fernández (1874-1951) determina que el humor en un texto modela la relación con el lector a la vez que reclama su atención sobre los mecanismos secretos de la escritura (302). Kohan logra hacer que la “Historia deje su lugar propio -el límite que ella establece y recibe- y se descomponga para convertirse en materia de ficción o reflexión epistemológica” (Jitrik 53). Un claro ejemplo se presenta en la redefinición simbólica de la divisa punzó. El vistoso distintivo político utilizado por los federales entre los años 1832 y 1850 sirve de símbolo distintivo para identificar el régimen sanguinario y barbárico de Rosas en los textos decimonónicos. El autor de Los cautivos retoma la construcción simbólica del emblema federal y le asigna un nuevo valor significativo. “El puñado de cintas rojas que [el comandante Rodríguez da a] los paisanos por su buena actitud” (76) deja de representar el poder autoritario de Rosas y se convierte en un amuleto que “ahuyenta la envidia y asegura la fortuna” (79). La re-creación humorística del saber histórico previo facilita la disociación de imágenes vinculadas a preceptos socio-políticos que remanecen en la memoria colectiva (8) con lo que se enfatiza la naturaleza ficcional de la Historia y se denuncia la labor propagandística de los textos fundacionales en el proceso de interpretación social, política y cultural del imaginario social.

En A Poetics of Postmodernism: History, Theory, Fiction, Linda Hutcheon sostiene que la parodia posmoderna es una de las principales estrategias de subversión de la ideología del liberalismo burgués con sus principios de orden, sentido, control e identidad (13). La parodia en Los cautivos sirve de dispositivo para la de-construcción narrativo-textual del discurso histórico-fundacional. Con la frase “Mi práctica es documentarme concienzudamente”, se abre el telón a “El destierro”, la parte en que se intensifica el procedimiento paródico que caracteriza toda la novela (9). La cita de Manuel Gálvez alude al método realista o académico de la historiografía a través del que se propone un estudio supuestamente objetivo de las fuentes escritas. Imitando el supuesto “acercamiento neutral que la novela histórica, de cuño positivista, tiene en cuanto al modo de reproducir la Historia” (Perkowska 199), el narrador de “El destierro” comienza a elaborar la “crónica” del prócer en el exilio. Después de una búsqueda afanosa de los datos correspondientes, el “historiador” redacta un “informe” minucioso en el que narra con precisión el momento e incluso la hora en que ocurre cada acontecimiento. Sin embargo y a pesar de sus esfuerzos el “perito” es incapaz de producir una crónica imparcial. Estela Bianco, en cuyo único testimonio se basa el relato, manipula la versión de los hechos acomodándolos a su conveniencia. La Historia de la vida de Echeverría en el exilio resulta ser una ficción, una reconstrucción subjetiva de sucesos que representan una realidad que se acomoda a los intereses de la meretriz. 

Al decir de Shumway, las ficciones orientadoras son “creaciones tan artificiales como ficciones literarias” pero que “son necesarias para darles a los individuos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional” (48). En Los cautivos se juega con esta aserción. La novela de Kohan propone una narrativa de orientación ficcional en la que se muestra el sistema de artificios encubiertos en las ficciones orientadoras. La estructura dialógica de la obra determina la permanencia de un locus temporal de enunciación en el que se permite al artista “to speak to a discourse from within it, but without being totally recuperated by it (Hutcheon, A Poetics of Postmodernism 35). Mientras que la voz narrativa de la primera y segunda parte del texto se construye y sustenta en la memoria de Echeverría, el narrador del “Epílogo” la desacraliza. Imitando la actitud de los “curiosos científicos” que durante el siglo XIX emprenden numerosos viajes de exploración a los ignotos territorios de la América Hispana, el enunciante del “Epílogo” explora el “exótico” mundo del pasado nacional argentino. El archivo más hermético se abre ante la mirada forastera quedando expuesto a la práctica de mini-turismo cultural. Guiado por la voz del intrépido viajero, el lector incursiona en el relato y recorre el mismo trayecto andado por Echeverría durante su exilio con la esperanza de descubrir las pistas que le lleven a encontrar la tumba del célebre proscrito. Al final, el viaje resulta ser infructuoso. El acertijo sobre el destino de los restos de Echeverría, uno de los más grandes enigmas de la Historia, continúa siendo un misterio sin resolver y convertido en mercancía netamente literaria.

Como asegura Susana Rotker, en el “discurso del espacio del corpus fundacional de la literatura argentina la noción de límite y lugar de margen quedan determinados por lo periférico inestable (la frontera, la barbarie) que sirve a un discurso de centro fuerte (la ciudad, la civilización)” (123). Dentro del estatuto socio-político de la élite liberal, Luciana, la gaucha iletrada, y Estela, la prostituta de Colonia del Sacramento representan lo “otro”. Ambas personifican lo marginal; el estigma que se opone a lo ideal y por lo tanto necesita ser opacado, silenciado. La hibridez racial de Luciana, la gaucha, y el estatus social de Estela, la promiscua, determinan su condición de entes abyectos, ignorados por la ideología europeizante y conservadora del proyecto nacional argentino. La exclusión a la que les condena la Historia oficial se manifiesta en la última parte de la novela. Después de analizar las fechas inscritas en las lápidas que rodean las tumbas de Estela Bianco (1820-1860) y Luciana Maure (octubre de 1845), el historiador apócrifo del “Epílogo” llega a concluir que fueron “enterrad[as] en lo que, por entonces, eran las afueras del cementerio, un sitio solitario y postergado, marginal” (169). Los cautivos re-dimensiona el espacio de legitimización establecido en la dupla sarmientina. El progreso de la ciudad, reflejada en el crecimiento del cementerio, hace que las tumbas de Luciana y Estela, los seres relegados al margen de la Historia, lleguen a ocupar el lugar central en el panteón. Mientras sus restos son reconocidos y rememorados, a través de la inscripción de una lápida, los de Echeverría se mantienen itinerantes, subsistidos solo en la memoria oficial de su pueblo.

Por su propuesta contextual Los cautivos constituye lo que Florencia Garramuño denomina “reescrituras” o “contranarrativas” (37). La obra retoma “un momento de la tradición nacional que funciona como espacio de legitimación cultural” (Garramuño 15) para reformular el principio de inclusión-exclusión que se establece en el discurso fundacional. Luciana, símbolo de lo marginal en el discurso decimonónico, personifica en Los cautivos el espacio genérico; es decir aquella zona de confluencia en la que se desvanecen las fronteras. La gaucha de Los cautivos es la “única que puede[e] acceder al mundo aparte, cerrado y misterioso [de Los Talas], donde ese hombre [Echeverría, el símbolo máximo de civilización] se dedica, durante meses, a escribir un largo poema (86)”. Kohan redefine la estructura del discurso hegemónico “civilización / barbarie” que regula el sistema constitutivo de la Argentina. La hija de Maure transgrede la barrera de la “civilización”, y se ve influenciada por ella. “La” Luciana más que a leer y escribir, aprende a percibir el universo de otra forma; se convierte en una “zona de contacto” (Pratt 6). No sólo empieza a “hablar otro lenguaje” (86) sino que cambia su forma de pensar y comportarse. Deja de ser “la” Luciana, para convertirse en Luciana.

La intertextualidad en Los cautivos promueve una relectura crítica y desmitificadora de la Historia oficial de la Argentina y del discurso fundacional. A través de las distintas páginas del texto se tensan los recursos discursivos del pasado que determinan la identidad polarizada de esa nación. La estructura dialógica de la novela funciona como un radiograma que deja al descubierto los pilares en los que se fundan los principios de la alteridad radical y excluyente que se oculta bajo la apariencia de la llamada “unidad nacional”. Escrudiñando el pasado, la narrativa kohaniana abre una hendidura que agrieta los cimientos del viejo escalafón socio-cultural logrando convulsionar la base hegemónica que sustenta el grupo de poder. Las múltiples versiones ficcionales, que se desarrollan a contrapelo de la Historia, cuestionan el estatuto de verdad absoluta en el que se ampara el discurso oficial propiciándose el descubrimiento de un mundo prismático de realidades múltiples y diversas. Experimentando con los sistemas convencionales de escritura e interpretación, Kohan resquebraja la monumentalidad erigida en la distancia épica y cuestiona las versiones autoritarias y dogmáticas que se difunden en el discurso fundacional. El lenguaje “poco apropiado”, la incursión en lo esperpéntico, lo paródico y lo grotesco, el objeto de saber historiográfico entretejido con la imaginación, el desatino, el absurdo, la exageración y creatividad literaria forman la amalgama perfecta para re-crear un ambiente que incita a la crítica y a la reflexión; he aquí la importancia de Los cautivos.


Notas

(1). La “nueva novela histórica” es una categoría establecida por el crítico estadounidense Seymour Menton a comienzos de la década de los noventa. En La nueva novela histórica de América Latina. 1979-1992 y atendiendo a su afán por dar cuenta de una tendencia que parecía estar expandiéndose por todo el continente, Menton emprende el análisis de novelas latinoamericanas que entre 1979 y 1992 se construyen en el cruce entre historia y ficción (Menton 18). El adjetivo “nueva” apunta a lo que María Cristina Pons considera fue el fenómeno ocurrido a principios de los ochenta cuando la novela histórica resurge como una forma emergente (10).

 

(2). D. Maingueneau (1991) introduce la noción de archivo para reunir enunciados dependientes de un mismo posicionamiento, señalando que estos enunciados son inseparables de una memoria y de las instituciones que le confieren su autoridad al tiempo que se legitiman a través de ellos.

 

(3). La cautiva inicia una literatura nacionalista a la vez que expresa ideas y conceptos polémicos de actualidad a través de la literatura: indios y frontera. Como afirma Martha Delfín Guillaumin: “Echeverría inaugura el tema de la cautiva como un referente a la barbarie; a la orientalización de la pampa; a la pintura orientalista decimonónica; a la civilización contra la barbarie, contra el salvaje; a las montoneras y malones, y los resabios del período colonial comparados con las hordas beduinas del desierto o la barbarie otomana que por tantos siglos había subyugado a la Grecia recién emancipada a finales de 1820; a la idea del desierto” (2). Del mismo modo, “El matadero” está vinculado estrechamente con su tiempo: no sólo tiene un alto valor literario sino que “es el primer relato de carácter preciso y de densidad testimonial de la Argentina de los XIX” (Leonor Fleming 96).

 

(4). Martha Delfín Guillaumin afirma que “[El] salvajismo y barbarie, que de alguna manera sirven para tratar de entender la mirada que se posa sobre ese territorio [(el desierto)] a lo largo del siglo XIX […] se vuelve parte del lenguaje común de los argentinos no indios, tan común y corriente que en esa construcción intelectual de [la pampa], se justifica la destrucción material de sus habitantes originales, los indios salvajes; porque mientras estos indígenas no eran proclives a ser redimidos por la civilización y el progreso, el paisaje, el territorio sí podía ser rescatado, asimilado, conquistado en nombre de aquellos paradigmas” (2).

 

(5). En su libro La “barbarie “en la narrativa argentina (Siglo XIX), María Rosa Lojo hace un recuento de la historia verbal y semántica de la “civilización” y “barbarie”. Determina que la antinomia no constituye un aparte antropológico exclusivamente latinoamericano, sino que proviene de “las categorías forjadas en una Europa segura de sí misma, que se permite considerar bárbaros a otros pueblos del planeta” (11). En este sentido, Sarmiento que da carta de vigencia a la formulación de la antinomia en la Argentina, no hace otra cosa que poner en práctica el discurso del conquistador y del colonizador del “Nuevo Mundo”, que ya estaba en el aire.

 

(6). La letra cursiva y la negrita son mías. Quiero de esta manera enfatizar el juego lingüístico con que el relato expone el contraste físico entre el prócer y el gaucho.

 

(7). Esta colección se lanza en 1996 como resultado de un estudio de mercadeo en el que se determina que las novelas históricas constituían en ese entonces su más alto porcentaje de ventas. Entre las novelas de esta colección se encuentran: La vida de un ausente, La novelesca biografía del talentoso seductor  Juan Bautista Alberdi, Las mujeres que desobedecieron a Urquiza; Camila O ‘Gorman. La historia de un amor inoportuno. Todas ellas siguen el mismo patrón: son novelas que indagan en la vida privada de algún prócer de la república, imaginan detalles de su intimidad que no han quedado registrados en los anaqueles de la historia oficial y dibujan un costado secreto y débil, en el que el amor y las mujeres ocupan un lugar primordial (Pons 15).

 

(8). El sociólogo francés Maurice Halbwachs indica que la Memoria Colectiva es el proceso social de reconstrucción del pasado vivido y experimentado por un determinado grupo, comunidad o sociedad. La memoria colectiva insiste en asegurar la permanencia del tiempo y la homogeneidad de la vida, como en un intento por mostrar que el pasado permanece, que nada ha cambiado dentro del grupo y, por ende, junto con el pasado, la identidad de ese grupo también permanece intacta (1-15).

 

(9). La frase es de Manuel Gálvez, ensayista, historiador y biógrafo destacado del grupo de intelectuales del Centenario de la Revolución de Mayo. En su artículo: “Racial Ideas and Social Reform: Argentina, 1890-1916”, Eduardo Zimmermann afirma que: “Rojas and Galvez, referred to in many ways as “cultural nationalists” tended to concentrate on the cultural incompatibilities of certain ‘races’ and the Argentine Indo-Hispanic heritage, disregarding the modern, progressive and ‘scientific’ approach of the liberal intelligentsia” (25).

 

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