¿Cómo hablar del silencio? Contrabando y Un vaquero cruza la frontera en silencio,

dos casos ejemplares del acercamiento ético en la literatura mexicana sobre el narco


Diana Palaversich

University of New South Wales

 

El factor más obvio que ha contribuido a la proliferación de la narrativa con el tópico narco, tanto en el campo de la ficción como, sobre todo, en el periodismo investigativo, es el recrudecimiento de la violencia desde que el presidente Felipe Calderón emprendió la lucha contra el narco en 2006, a pocos meses de haber asumido el mando del país. La controvertida decisión del mandatario de declarar una guerra que no se puede ganar ha resultado en una carnicería sin parangones en la historia reciente del país, con más de 50 mil muertos hasta la fecha –estimación ésta un tanto conservadora. El negocio narco y sus violentas secuelas –interpretados habitualmente como una enfermedad endógena característica del norte de México– se han convertido en un fenómeno que afecta a todo el país donde diversas organizaciones criminales destajan el territorio nacional y enfrentan sangrientas luchas tanto por el control de rutas de trasiego de droga hacia Estados Unidos como por el control de un mercado interno creciente y de actividades criminales de diversa índole.

Debido a la vigencia de este tema, que en los últimos seis años acapara las primeras planas de periódicos y noticieros del país, no sorprende que un número significante de escritores y periodistas se hayan subido al carro de la popularidad del narco, ya sea para abordarlo críticamente o para aprovechar el morbo que inspira en busca de mejores ventas y circulación. La hiperproducción de títulos, tanto en el campo del periodismo investigativo como en la ficción, genera la impresión de que en el mundo editorial mexicano funciona, desde hace por lo menos una década, una suerte de “narcomaquila” literaria que con asombrosa rapidez escupe grandes cantidades del mismo producto –o por lo menos uno muy parecido– el cual domina las mesas de novedades en las librerías, ocupa un lugar prominente en las ferias del libro locales e internacionales, se reseña regularmente en revistas y suplementos culturales y se galardona con premios literarios. (1)

No obstante, es necesario aclarar que en cuanto concierne al campo de la ficción, este boom editorial no necesariamente se ha reflejado –como se supondría– en las superventas de las narconovelas, sino sobre todo, en el creciente número de autores que abordan dicha temática y en la proliferación de títulos que cada año publican editoriales transnacionales con filiales en México, como Random House Mondadori, Planeta, Alfaguara (Santillana) o Tusquets. (2) Desde el principio del nuevo siglo, dichas empresas han hecho una contribución decisiva a la legitimación y promoción de la narconovela mexicana como también a su conversión de una modalidad literaria regional –la que se publica en las pequeñas editoriales locales, se lee y disemina sólo en su región y con virtualmente nula distribución en el resto de la república en una modalidad literaria desterritorializada practicada ya no sólo en el norte sino también a lo largo del país, donde el tema narco ha sido abordado tanto por los autores consagrados como por los emergentes (3)

Enfrentados con la avalancha de publicaciones y promoción mercadotécnica de la narconarrativa, el “establishment” cultural mexicano se ha mostrado escéptico acerca del valor literario de la misma. (4) Los comentarios críticos al respecto pueden resumirse en la postura de Christopher Domínguez Michael quien en un ensayo publicado en 2010 ofrece su diagnóstico del estado de la narconovela mexicana y afirma que, si bien es poco probable que surja un Azuela de la narcoliteratura en el país, la prosa “depurada y lírica de Yuri Herrera” representa, hasta el momento, la cumbre de esta narrativa: “menos que un principio, [es] el fin de un camino: el imperio narco reducido (como sólo la buena prosa puede y debe hacerlo) a la mirada falsamente idiota de un bufón arrimado al palacio”. Domínguez propone que Trabajos del reino (2004) y Señales que precederán el fin del mundo (2009) de este autor, son novelas que sobrevivirán el paso del tiempo ya que por la calidad de su propuesta literaria se distinguen de las “noveluchas prescindibles” que “irán perdiendo toda relevancia cuando se hable de México en los tiempos de las guerras del narco”.

Si bien concuerdo con Domínguez en cuanto al considerable valor estético del trabajo del hidalguense, no comparto su opinión de que las novelas de Herrera representan el punto culminante y el fin de trayectoria de la literatura mexicana sobre el narco. Por muy radical que parezca mi propuesta, creo que la narconovela mexicana alcanzó la cumbre veintiún años antes de que empezara el boom editorial de esta modalidad literaria, es decir, cuando en 1991 se escribió una novela hasta la fecha insuperable tanto estética como éticamente, Contrabando, del dramaturgo chihuahuense, Víctor Hugo Rascón Banda.

Mi propósito en este ensayo es extraer del vasto cuerpo de la narconarrativa mexicana, por cierto de variable calidad literaria, dos obras sobresalientes: la primera, Contrabando que tengo como obra maestra del narcotráfico mexicano, y la segunda, un pequeño pero potente texto del joven periodista regiomontano, Diego Enrique Osorno (Monterrey, 1980) Un vaquero cruza la frontera del silencio (2011), que, si bien no se distingue por una excepcional calidad literaria como la novela del chihuahuense –literaturnost/literariedad de todos modos no es su objetivo principal– comparte con el trabajo de Rascón Banda una profunda postura ética hacia la materia narrada que brilla por su ausencia en el nutrido cuerpo de la narconarrativa mexicana dominada por la novela negra, thriller y unas cuantas narcofábulas y narcoparodias. (5) Por postura ética me refiero, desde luego, a la responsabilidad personal y al compromiso moral que asume un autor ante el momento histórico que vive y el tema que narra, y cuyo resultado es una obra que tiene un profundo impacto en el lector y contribuye a la comprensión del predicamento existencial y del sufrimiento del otro. (6)

Ambos textos además parecen existir a espaldas de la maquinaria mercadotécnica de las editoriales transnacionales y del establishment crítico: Contrabando permaneció en el cajón durante diecisiete años hasta su publicación en 2008 por Planeta, mientras que Un vaquero cruza la frontera del silencio se distribuye independiente de las fuerzas del mercado, ya que fue editado y se divulga gratis por parte de Conapred (Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación). Es interesante notar que estas dos obras han despertado poco interés crítico; ninguno de los autores mencionados arriba que reseñan la narconarrativa en las páginas de los suplementos y revistas culturales del país hace referencia a Contrabando en su evaluación de esta veta literaria. Se trata de una omisión sorprendente dado que la misma se publicó ya hace cuatro años. Lo que sorprende menos es la falta de reseñas del texto de Osorno que se debe posiblemente a su edición relativamente reciente y al modo de su distribución. (7)

Contrabando

Galardonada con el premio Juan Rulfo en 1991, pero inédita, como llevo señalando, hasta su publicación en 2008 tras la muerte prematura de Rascón Banda, esta conmovedora y hondamente sentida novela del dramaturgo chihuahuense aparece en pleno auge de la narcoviolencia, cuyas dimensiones épicas el escritor había registrado y anunciado proféticamente dos décadas antes.

Desde la distancia histórica de dos décadas, Contrabando se lee como una suerte de espeluznante memoria del futuro, una obra visionaria que presenta el narcotráfico como una tragedia griega de proporciones épicas donde las causas sociales, culturales e históricas de la violencia se entretejen con el destino trágico y universal del ser humano. La obra no es sólo brillante por su visión del narcotráfico como la gran tragedia mexicana, sino también en cuanto a su realización literaria pues el autor logra crear un género híbrido en el cual se conjugan novela, guión, poesía, obra de teatro, testimonio y autobiografía. La suma de todos estos géneros le permitió plasmar, desde diferentes estilos y ángulos narrativos, los múltiples efectos del narcotráfico que han cambiado para siempre la vida en la Sierra Tarahumara, escenario donde se despliega esta novela. Una fatalidad rulfiana y el pathos poético enmarcan la obra entera, las historias y testimonios se cruzan y conectan, la última frase de cada capítulo abre nítidamente el relato que se narra en el próximo, dando una cohesión perfecta al conjunto.

Contrabando se construye como un texto polifónico; desde cada capítulo –como si fuera una tumba solitaria de Comala– habla un alma en pena que cuenta su historia y pide, en vano, justicia o venganza. Éste es el caso de Damiana Carraveo, “una mujer muerta en vida” que aparece en un camino de terracería en la oscuridad de la noche frente al coche en el que viajan Víctor Hugo y su padre. Damiana pide que alguien cuente su desgarradora historia: la pérdida de toda su familia en la matanza en el pueblo de Yepachi, después de la cual ella misma termina torturada y encarcelada, injustamente acusada de ser cabecilla de una banda de narcos.

Está también el testimonio de la Jacinta Primera, otrora reina de las Fiestas del Tercer Centenario, quien, deslumbrada en su juventud por la ostentación y bravuconería de un joven traficante, pierde la gracia y la belleza y ve desaparecer a su amante. Su decadencia corporal, sobre la cual reflexiona a lo largo de su testimonio, refleja en un nivel metafórico la destrucción de todo un pueblo por los efectos de narcotráfico:

Quién iba a imaginar que también este pueblo cambiaría tanto. ¿Se acuerda? El aroma de los azahares en la plaza, la gente en el baile, bailando sin pistola y sin sombrero, los borrachos peleándose en el arroyo a mano limpia, no con armas […] ¿Y ahora? […] ¿A qué ya no ve lo mismo? Las tiendas cerradas, la gente escondida, las trocas abandonadas en los caminos. En dónde están los hombres. Puras mujeres enlutadas y niños huérfanos […]

Ni me parezco, ¿verdad? Dónde quedaría mi cabello. Y mi cintura de avispa. Dónde quedó mi cutis tan blanco, tan suave como la piel de los duraznos, según decían. Y aquellas mis piernas, tan lozanas, tan torneadas; y mis ojos negros con sus pestañas grandes que sombreaban mis párpados (31).

 Rascón Banda devuelve la humanidad, el nombre propio y los rasgos particulares a cada personaje. La microhistoria de cada hablante, reconstruida en una serie testimonios magistralmente logrados, refleja la macrohistoria silenciada de los pueblos del norte, históricamente más involucrados y afectados por el narcotráfico. El autor sitúa al lector en la primera fila del drama humano, como testigo de la soledad y el abandono de un pueblo dejado a merced de narcos y policías, de comunidades que parecen existir a espaldas de un país que durante demasiado tiempo ha ignorado la realidad del narcotráfico, descartándola como un fenómeno exclusivo del norte del país.

Rascón Banda forja la novela con trazos de realidad y elementos autobiográficos. Él mismo, oriundo del pueblo minero de Santa Rosa de Uruachic, en Chihuahua, aparece como protagonista en el papel que interpretó en la vida real: abogado, periodista y escritor. Es por su calidad de letrado que sus interlocutores –campesinos y otros personajes despojados y desprotegidos de su pueblo natal– esperan los ayude a difundir públicamente las injusticias y abusos a que los someten narcos y policías, bandos que, como afirman varios personajes, vienen a ser uno mismo:

Y tú, ¿eres narco?, me preguntó [Damiana]. Le contesté que no. Entonces eres judicial, afirmó con seguridad. ¿Por qué?, le reclamé. Es que miras igual que ellos, respondió. ¿Y de qué vives, entonces? Soy escritor. Ah, mira nomás, escritor. Pues haz un corrido de lo que me pasó, para que el mundo sepa. Yo no hago corridos. Qué lástima, dijo, como eres escritor, lo pensé (12).

 Es importante señalar que el texto problematiza de manera autorreferencial dos asuntos clave relacionados con la representación literaria del tema narco –planteados, por cierto, un par de décadas antes del boom editorial de dicha narrativa– la posición ética del escritor frente al material que presenta; y la búsqueda de un género literario idóneo para captar la magnitud del impacto de narcotráfico sobre la vida individual y colectiva del país. El primero se evidencia sobre todo al final de la obra, cuando Víctor Hugo, que vino a Santa Rosa a escribir el guión para una película de Tony Ayala en la tranquilidad de la finca de sus padres, se ve abrumado por los hechos que presencia –masacres, secuestros, abusos impunes– y en vez de escribir un narcomelodrama sobre el amor clandestino entre la mujer de un capo poderoso y un joven no relacionado con el tráfico que le había encargado el director, termina escribiendo el profundo drama que leemos a pesar de las advertencias de su madre que le pide olvidar todo lo que vio:

Acá en Santa Rosa no hay ley que valga ni gente libre de culpa, dice mi madre. No quiero que vuelvas a pisar este pueblo. Si sientes deseos de vernos, iremos adónde tú estés. Acá no se sabe quién es quién. Además, tienes una mirada extraña y una pinta que te perjudica, tiene razón Damiana Carraveo cuando dice que miras como un narco o como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos. No vale la pena que corras el riesgo, no quiero perder un hijo. Ya te encomendé a Santa Rosa de Lima y te entregué a ella. Olvídate de lo que viste y escuchaste acá. Haz de cuenta que fue una simple pesadilla (209).  (8)

Vivida y sentida desde adentro –desde el privilegiado conocimiento de un escritor oriundo de la zona en que se desarrolla la novela y desde la destreza técnica de un dramaturgo–, la visión épica y profundamente ética del narcotráfico de Rascón Banda, como destino maldito de los pueblos del norte, difiere radicalmente del acercamiento de una gran parte de la narconarrativa mexicana surgida tras el boom editorial cuyos autores tienden a abordar el tema a partir de la representación en los medios, la nota roja, los mitos perpetuados en los narcocorridos, o en el cine hollywoodense. Sus excepcionales valores éticos y estéticos, su vigencia y su habilidad de trascender lo local y apuntar a lo universal convierten a Contrabando, en la gran novela del narcotráfico, esa cuya ausencia lamentan los críticos mencionados. Al cabo de los años esta obra no sólo ha pasado la prueba del tiempo acaso el mejor juez de la calidad literaria sino también pareciera ser más relevante hoy que cuando fue escrita hace dos décadas.

Considerada en un contexto más amplio latinoamericano de la narrativa que se ocupa de las consecuencias personales y colectivas de narcotráfico, la novela de Rascón Banda, en cuanto su profundo impacto emotivo, su postura ética y la excepcional calidad literaria, a mi ver está a la par con la elogiada novela Los ejércitos de Evelio Rosero y su reconstrucción del drama nacional colombiano desde las márgenes, desde poblados lejanos a la capital, devastados por la violencia perpetuada tanto por el ejército federal y los paramilitares, como por la guerrilla y los narcotraficantes quienes, como dirían los personajes de la novela de Rascón Banda, “vienen a ser lo mismo” (9).

Un vaquero cruza la frontera en silencio

La segunda obra que aquí quisiera destacar, Un vaquero cruza la frontera en silencio, es un texto híbrido que mezcla biografía, testimonio, ficción, poesía, crónica, ensayo periodístico y ensayo fotográfico. En él Osorno cuenta dos historias paralelas del silencio. La primera trata de la trayectoria personal de su tío Gerónimo González Garza, un hombre sordomudo nacido en el Rancho Nuevo, ejido de Los Ramones, a 150 kilómetros al norte de Monterrey, a quien el sobrino le había prometido hace varios años escribir la historia de su vida: una vida de discriminación y oportunidades limitadas en México, sus cruces ilegales a Estados Unidos, y sus viajes en la década de 1970 trajinando por el lado gringo de la frontera vendiendo llaveros junto con sus amigos, un grupo variopinto de jóvenes hippies sordomudos mexicanos, con los que descubre un mundo distinto, de oportunidades y servicios especiales, y la posibilidad de una vida social que en México nunca hubieran podido disfrutar.

La vida de Gerónimo está definida desde su niñez por su múltiple condición de marginado: es pobre, vive en el campo, es discapacitado, y más adelante será un inmigrante indocumentado. No obstante, gracias al trabajo duro en Estados Unidos, con el tiempo llega a ser un ranchero casado con una mujer americana, Ana, también sordomuda. La historia de Gerónimo se lee como un relato de superación personal tan caro al discurso norteamericano como regiomontano, en el cual la figura del tío encarna cualidades míticas de la identidad norteña como el empeño de superar obstáculos –en su caso la pobreza y la condición de sordomudo– hasta convertirse en un self-made man.

La segunda historia de silencio que se narra es la historia de la frontera noreste, en particular la llamada Frontera Chica –la franja fronteriza tamaulipeca apretada entre Reynosa y Nuevo Laredo– que desde la explosión de la narcoviolencia en la región, en febrero de 2010, ha devenido el pedazo más peligroso del territorio mexicano. Como afirma el autor, se trata de una zona cuya historia de terror –de masacres masivas, pueblos fantasmas y ranchos abandonados por sus habitantes tras desatarse ese fuego cruzado entre diversos grupos delictivos y entre éstos y el propio gobierno federal– todavía no ha sido contada:

La violencia que se desató aquí ha sido mayor que en otras zonas fronterizas del país. Es mucho mayor que en Tijuana actual, mayor que la de Sonora, e incluso que la de Ciudad Juárez. Sin embargo, esta es una zona que parece no usar su voz. Del dolor causado por la violencia en Tijuana, Sonora y Ciudad Juárez ha nacido lenguaje propio […] acá en la frontera noreste no pasa eso.

 La frontera de noreste de México carece de un lenguaje propio en estos tiempos de guerra. Y sin lenguaje, la libertad queda mucho más lejos. El lenguaje es lo que hace posible el pensamiento, marca la diferencia entre lo que es humano y lo que no lo es. El lenguaje devela misterios.

Pero la frontera noreste no puede hablar (55).

 El concepto de silencio y cómo dar la voz a lo silenciado y los silenciados, a lo que se omite de los grandes relatos oficiales y mediáticos escritos por los que tienen acceso al poder y la palabra, se vuelve la preocupación central de este libro, y se plantea explícitamente en una pregunta que enmarca el texto: “¿Cómo escribir sobre el silencio?” (70). Dicho interrogante remite tanto al silencio sensorial-auditivo en que vive su tío, como al silencio real y metafórico de esta frontera “indecible” donde “la barbarie no tiene nombre” (20), como la define el escritor y periodista mexicano Hermann Bellinghausen en el prólogo a la obra. Se trata de un silencio tanto impuesto como autoimpuesto que se manifiesta en varios niveles: en menor medida, en el silenciamiento que promueven gobiernos estatales y municipales para no perjudicar la imagen de la región noreste; y en mayor medida, en la existencia de facto de una ‘ley mordaza’: el férreo control de información que en ésta y otras partes del país ejercen los capos del narcotráfico, quienes castigan con torturas y muertes macabramente coreografiadas los reportajes sobre la violencia que se diseminan en medios informativos y redes sociales. Entendida en este contexto más amplio de la violencia y el mutismo en que vive hundida la frontera noreste, la historia personal de Gerónimo adquiere un significado adicional y puede comprenderse también como una potente metáfora de la frontera noreste como una región sin voz, paralizada y amordazada por el miedo y la violencia.

El texto consta, además, de otras dos secciones que complementan la historia del tío: un ensayo fotográfico de título evocativo, “El vaquero que no escucha los caballos relinchar”, de Rodrigo Vázquez, y un epílogo en el cual habla la voz colectiva de San Fernando, un municipio tamaulipeco que entró en la historia en agosto de 2010 cuando en uno de los ranchos aledaños se descubrieron los cuerpos de 72 migrantes masacrados. Las viñetas fotográficas complementan la narración captando la poética de lo cotidiano de Gerónimo en sus faenas diarias en el rancho, con su esposa y su familia, sus ires y venires a Estados Unidos, luciendo bigote, sombrero norteño y botas vaqueras, signos inconfundibles de su pertenencia norteña. Las imágenes reflejan la domesticidad y tranquilidad del rancho, cuya aparente normalidad y el silencio del mundo en que viven sumidos el tío y su esposa proporcionan un contraste con el paisaje de la narcoguerra y el ruido ensordecedor de disparos y detonaciones que los rodean y que ellos no pueden escuchar:

Gerónimo estaba a unos kilómetros de ahí, revisando el techo de una bodega de forraje para animales […] algunas veces me ha tocado acompañarlo. Hacemos largos recorridos silenciosos. Trato de imaginar lo que Gerónimo piensa sobre estos tiempos con tanto ruido.

Aquella balacera contra la comandancia municipal de Los Ramones se oyó a varios kilómetros a la distancia. Hay quienes dicen que se hicieron mil tiros. Gerónimo no la escuchó (56).

 El ensayo fotográfico desmarca también una frontera simbólica entre la primera parte del libro, “Un vaquero cruza la frontera en silencio”, y el epílogo titulado “Habla San Fernando”, en el cual Osorno asume el rol del cronista de San Fernando, que después de haber sido alcanzado por la “Guerra” –con mayúscula para remarcar su magnitud– dejó de ser un lugar y un hogar para convertirse en una “plaza”, es decir, un punto estratégico disputado por dos grupos principales del crimen organizado de la zona: los Zetas y el Cartel del Golfo.

La segunda parte del epílogo se escribe como un poema en primera persona desde el cual habla la voz colectiva de San Fernando para contar la llegada de “ellos”, quienes aparecieron como “jinetes del Apocalipsis para sembrar muerte, miedo y desorden”, alterando la vida de la comunidad: “El mal presente casi ni lo vimos llegar. Llegó poco a poco y llegó disfrazado, ya instalado fue mucho peor que todos los huracanes y las sequías juntas” (112). En la interpretación esperanzada de Osorno, evidente en la postura desafiante de la voz colectiva, San Fernando se resiste a pasar a la historia como el sitio infernal que se convirtió en la tumba de los migrantes asesinados, mártires y héroes de este poema de denuncia y testimonio. No obstante, es discutible si esta actitud desafiante que Osorno atribuye a la comunidad sanfernandina refleja realmente el espíritu rebelde de la población, o más bien representa un wishful thinking por parte del autor, una suerte de performance de la expiación de culpa de un pueblo que paralizado por el miedo a las macabras represalias se ha quedado sordo y mudo frente a las atrocidades cometidas en su seno. Las mismas perpetradas no sólo por los “fuereños” que llegaron como los “jinetes del Apocalipsis” sino también por los muchachos de la localidad quienes –unos bajo amenazas y otros por voluntad propia– engrosaron las filas de los Zetas.

Visto en su conjunto, Un vaquero cruza la frontera en silencio, denuncia la dimensión multifactorial de la discriminación en México, la crueldad e insensibilidad de toda una sociedad para con el otro. Esta actitud, según el autor, forma parte del mismo cuadro de indiferencia general que rige en el país hacia el sufrimiento de los demás, ya sean ciudadanos discapacitados, representados en la figura del tío Gerónimo, o más recientemente, víctimas de la narcoviolencia acerca de quienes lo más común es suponer que “algo habrán hecho” todos ellos para terminar así. Una crítica similar de la indiferencia generalizada y el distanciamiento emotivo que rige en el país la ofrece también Juan Villoro quien advierte:

El narcotráfico ha ganado batallas culturales e informativas en una sociedad que se ha protegido del problema con el recurso de la negación: “los sicarios se matan entre sí”. Más que una rutina aceptada o una indiferente banalización del mal, las noticias del hampa han producido un efecto de distanciamiento. Siempre se trata de desconocidos, gente lejana o rara, que sabrá por qué la degüellan.

La estrategia defensiva de no mirar o de asumir que los atracos ocurren lejos, en un parque temático del ajuste de cuentas para el que por suerte no tenemos entradas, se ha venido abajo.

El crimen ya no puede ser relegado a la región tranquilizadora de lo ajeno.

 Se puede decir que es sólo ahora cuando la violencia ya se ha desterritorializado y ha alcanzado cada rincón del país, que se han obviado las consecuencias trágicas de la actitud de los gobiernos sucesivos de desestimar durante décadas el narcotráfico y sus secuelas violentas como una enfermedad endémica de la frontera que nada tiene que ver con la realidad del centro.

Un vaquero cruza la frontera en silencio despliega este mismo compromiso social que caracteriza el resto de la labor periodística de Osorno y constituye un ejemplo elocuente del “periodismo infrarrealista”, el concepto que acuña el mismo Osorno, para referirse a la práctica de un periodismo comprometido, urgente y de trinchera, dedicado a la tarea de revelar puntos ciegos de los grandes relatos mediáticos; de contar historias no contadas de hombres y mujeres comunes, estos ‘ningunos ninguneados’ como diría Eduardo Galeano, cuya experiencia en la vida y la muerte no interesa al discurso oficial. Este compromiso ético con las historias que narra, el uso de la pluma como arma de cambio y de denuncia, tan propio del periodismo contestatario de Osorno, encuentra explicación en su “Manifiesto del periodismo infrarrealista” publicado en agosto de 2011 en las páginas web de Narco News Bulletin, donde afirma:

El periodismo infrarrealista sabe que no es lo mismo la retórica de guerra que la guerra. El periodismo infrarrealista no cuenta muertos: Cuenta las historias de los muertos. El periodismo infrarrealista busca la versión de quienes no tienen vocero ni oficina de comunicación social, de quienes nunca han convocado a una conferencia de prensa.

El periodismo infrarrealista salta dentro del aro de fuego: Quiere arrebatarle la narrativa de lo que sucede a los policías y a los narcos. ¿Quién cree que las tristezas diarias son por el enfrentamiento entre un cártel con otro cártel? El periodismo infrarrealista quiere destruir por completo esa narrativa. Esa narrativa oficial tiene sus días contados: Ya se chingó. Se hará desde otro lugar, con otra imaginación. Dejaremos de ser muchedumbre de muertos andantes. El periodismo infrarrealista sueña vida.

El periodismo infrarrealista no hace publicaciones al gusto ni ameniza fiestas, cocteles o reuniones de gabinete. Los reporteros infrarrealistas no se ponen la corbata de la autoimportancia a la hora de redactar y formar parte así de un enorme aparato propagandístico sin apenas saberlo.

El periodismo infrarrealista no es una máquina, se resiste a serlo.  

 Efectivamente, el periodismo infrarrealista bien podría definir la escritura de todo un grupo de reporteros mexicanos, entre los cuales, desde mi punto de vista, se distinguen por su audacia las mujeres. Sólo en el último año cinco de ellas han abordado temas vigentes y arriesgados: Lydia Cacho el tráfico y abuso de niñas y mujeres; Ana Lilia Pérez los nexos oscuros entre el llamado crimen organizado y la empresa más importante de México, Petróleos Mexicanos (Pemex); Anabel Hernández la estrecha relación entre diferentes instituciones del gobierno mexicano, la sociedad empresarial y el narcotráfico; mientras que Marcela Turatti y Sanjuana Martínez captan la experiencia de los afectados por la violencia y dan voz al dolor de los familiares de los asesinados. (9)

Es importante subrayar que en contraste con esta visión solidaria con los afectados que surge de ese periodismo infrarrealista practicado por Diego Osorno y las autoras mencionadas arriba, la mayor parte de los novelistas que abordan el tema narco se muestran fascinados no con las víctimas sino con los asesinos y perpetradores de la violencia. Incluso una ojeada rápida a varias decenas de contratapas de las novelas que tratan dicho tema publicadas en la última década comprobaría que en ellas predominan personajes cargados de adrenalina los cuales propulsan la trama de estos textos: los sicarios, matones a sueldo, jefes y jefas del narcotrafico, narcojuniors, las Narcocinderelas, los narcocorridistas, cybernarcos, los morros y morras del narco. Es esta una razón adicional por la cual la novela de Rascón Banda en la cual imperan las voces de estas almas en pena que cuentan la tragedia personal que por último se torna en una tragedia nacional de proporciones épicascontrasta radicalmente con este mar de publicaciones que en el fenómeno narco no leen claves de una tragedia nacional sino materia prima para una novela de acción.

Conclusión

Escritos con una diferencia de veinte años, Contrabando y Un vaquero cruza la frontera en silencio desnudan el predicamento trágico de los pueblos del norte, tan desprotegidos y azotados por la violencia en 1991 cuando se escribe la novela de Rascón Banda, como en 2011 cuando se publica el texto de Osorno. El hecho de que ambos autores son oriundos de la frontera norte, están comprometidos con su terruño y el momento histórico que vive, y han sido testigos de la impotencia y el abandono del pueblo frente a la violencia desatada por los narcos en colusión con quienes en teoría deberían salvaguardar la ley, los sensibilizan frente a la materia que narran y les otorgan una capacidad ejemplar de simpatizar y ponerse en el lugar del otro, elementos clave de su postura ética que los distingue radicalmente de la mayor parte de la producción literaria sobre el tema que, como ya he mencionado, tiende a convertir la tragedia nacional en thriller y novela negra, variantes predilectas de la narconarrativa mexicana.

Además de esta encomendable postura ética ambos comparten el interés por la búsqueda de la mejor manera de narrar el impacto individual y colectivo del narcotráfico, reflejado en esa pregunta sobre cómo escribir sobre el silencio que se plantea explícitamente en el texto de Osorno, y queda implícita en la novela de Rascón Banda. Sus obras estéticamente innovadoras, hondamente sentidas y de un impacto emotivo profundo en el lector ofrecen una respuesta elocuente a dicho interrogante y, de esta manera, desmienten el repetido cliché sobre la impotencia del lenguaje para captar los horrores de la violencia, del que dan cuenta las palabras de Rosana Reguillo: “Frente a estas violencias, el lenguaje naufraga, se agota en el mismo acto de tratar de producir una explicación, una razón; las violencias en el país hacen colapsar nuestros sistemas interpretativos”.

Contrabando y Un vaquero cruza la frontera en silencio, escritas a contrapelo del silencio y la desmemoria, son la prueba irrefutable de que es posible narrar la desbordada y violenta realidad mexicana sin caer en el amarillismo gore, el folclorismo o los lugares comunes. Son, en suma, la prueba de que es posible darle voz a esta “frontera indecible” donde “la barbarie no tiene nombre”.

Notas

 

(1). Menciono sólo unos cuantos de los premios comerciales –es decir, aquellos que una editorial otorga a un libro inédito que ella misma va a publicar– más conocidos: el premio Tusquets 2007 a Élmer Mendoza por su narco-thriller Balas de plata; y el premio Grijalbo-Mondadori 2010 a Bernardo Bef Fernández por su narcoparodia Hielo negro. Fuera del contexto mexicano, el Alfaguara 2011 –uno de los galardones mejor remunerados, con 175 mil dólares– se otorgó a la novela El ruido de las cosas al caer, del colombiano Juan Gabriel Vásquez. La obra relata los traumas individuales y colectivos de toda una generación de colombianos cuya vida entera ha sido marcada por los efectos del narcotráfico.

 

(2). Es importante señalar que la verdadera bonanza de la narrativa que trata el tópico narco –la que sí se traduce en ventas y ganancias considerables– es notable casi exclusivamente en el rubro del periodismo investigativo. Mientras que la mayoría de las narconovelas mexicanas difícilmente logra agotar una sola edición de tres mil a cinco mil ejemplares, la venta de cinco títulos de periodismo investigativo sobre narcotráfico publicados sólo por una casa editorial, Random House Mondadori, ha generado, como señala la periodista Alida Piñón, alrededor de 36 millones de pesos. Los trabajos más vendidos de esta casa editorial hasta abril de 2011 son Los señores del narco (2010), de Anabel Hernández, con 60 mil ejemplares vendidos; La reina del Pacífico (2008), de Julio Scherer, con 60 mil; El cartel de Sinaloa (2011), de Diego Enrique Osorno, con 30 mil; Historias de muerte y corrupción (2011), de Julio Scherer, con 12 mil; y Confesión de un sicario (2011), de Juan Carlos Reyna, con 10 mil ejemplares. Entre tanto, en la editorial Planeta –que compite directamente con Mondadori por la “maquilación” del mismo producto– los cinco títulos más vendidos con la temática del narco, que suman un total de 148 mil ejemplares vendidos hasta abril de 2011, son también trabajos periodísticos: La guerra por Juárez (2009), de Alejandro Páez; El México narco (2010), de Rafael Rodríguez Castañeda; Tierra narca (2010), de Francisco Cruz; Marca de sangre (2010), de Héctor de Mauleón; y Maquiavelo para narcos (2011), de Tomás Borges.

 

(3). Para una perspectiva panorámica de la narconarrativa mexicana publicada en los últimos diez años y un estudio de la evolución histórica de la misma, desde su incepción en la década de 1960 en Sinaloa hasta su desterritorialización a partir de 1999, véase Palaversich (2009 y 2010). En el norte, la temática narco ha sido abordada, entre otros, por Orfa Alarcón, Leónidas Alfaro, Julian Herbert, Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra, Hilario Peña, Victor Hugo Rascón Banda, Juan José Rodriguez, Albaro Sandoval, Miguel Tapia, Carlos Velázquez, y Heriberto Yépez. En otras partes del país este tema ha sido tratado por Homero Aridjis, Bernardo Bef Fernández, Carlos Fuentes, Iris García, Sergio González Rodríguez, Mario González Suárez, Yuri Herrera, Rafael Ramírez Heredia, Martín Solares, Juan Pablo Villalobos, Juan Villoro, entre otros.

 

 

(4). Rafael Lemus, Hector de Malueón, Sergio Rodríguez González y Orlando Ortiz, entre otros críticos, comparten la misma postura respecto a la hiperproducción y comercialización de dicha narrativa como también la ausencia de la gran novela de narcotráfico. En la conclusión de un artículo publicado en el diario La Jornada en 2010, Orlando Ortiz afirma: “La narcoliteratura, en pocas palabras, debe ser mucho más de lo que se ha pretendido que es. La literatura del narcotráfico y la delincuencia organizada está esperando la pluma que, paradójicamente, ‘le haga justicia’”.

 

(5). En su artículo “Contar la violencia”, publicado en 2010 en el diario español El País, la escritora y periodista catalana Lolita Bosch constata la ausencia de una postura ética en la narconovela mexicana y propone a la novela Los ejércitos, del colombiano Evelio Rosero, como caso ejemplar del acercamiento ético a la representación de la violencia y el tema narco en el contexto de la literatura mexicana y colombiana.

 

(6). Sobre la relación entre ética y literatura, como también entre ética y crítica literaria, existe un nutrido cuerpo de obras. Véanse, entre otros, Daniel Attridge, Michael Eskin y Martha Nussbaum, cuyos trabajos trazan el “viraje ético” que se ha dado en la lectura de los textos literarios bajo la influencia de la crítica feminista, estudios postcoloniales y estudios queer anclados en lo ético y lo político. Lejos de prescribir una lectura simplista determinada por las fuerzas éticas externas al texto, dichos autores califican de ingenuas las aseveraciones según las cuales los autores de ficción están “naturalmente” eximidos de la responsabilidad ética puesto que sus obras, al ser ficción, tal como reza la frase célebre de Sir Philip Sidney, no mienten ni dicen la verdad (“the poet he never affirms, and therefore never lieth”).

 

(7). Las primeras reseñas analíticas de Contrabando son las de Ignacio Trejo Fuentes en Revista de la Universidad de México (2009) y Diana Palaversich en Tierra Adentro (2010).

 

(8). En 1993 Rascón Banda escribió una obra de teatro titulada Contrabando, cuyos segmentos forman parte de su novela homónima. Desde su publicación, la pieza se ha estrenado con éxito tanto en México como en otros países. No está muy claro por qué el autor mantuvo Contrabando, su primera novela, en el cajón, hasta que fue rescatada en forma póstuma por el editor de Planeta, Braulio Peralta, y redactada por el escritor Héctor de Mauleón. A fin de cuentas, pareciera que el autor atendió a la solicitud de su madre de no ponerse en peligro, ya que si bien la novela fue escrita y galardonada en 1991, sólo vio la luz tras la muerte del escritor.

 

(9). En este contexto del periodismo contestatario, o como diría Osorno infrarrealista, es importante mencionar la labor de Lolita Bosch quien en 2010 a raíz del hallazgo de 72 migrantes asesinados en el rancho de San Fernando, empieza a gestionar el sitio web Nuestra aparente rendición cuya intención, como señala la autora, es “generar reflexión, conciencia, crítica, debate […] reunir voces para pensar en comunidad lo que nos está ocurriendo en México, que es inmenso y es imposible entender sin la ayuda de los demás […] Quería crear un espacio de paz y de diálogo al que finalmente se han sumado 18 voluntarios permanentes, y cientos de colaboradores -dentro y fuera de México- que mantienen activo el portal: activo y con la misma intención exacta. Aunque ahora también empezamos a intervenir en la sociedad, con proyectos como las becas por la paz para las hijas e hijos de las mujeres asesinados de Ciudad Juárez.” Cabe notar que tanto Osorno como las periodistas mencionadas arriba colaboran regularmente con esta plataforma. Ver http://nuestraaparenterendicion.com/index.php

 

Bibliografía


Attridge, Derek. ‘‘Trusting the Other: Ethics and Politics in J. M. Coetzee’s Age of Iron.’’ South Atlantic Quarterly 93.1 (1994): 59-82.

 

Bosch, Lolita. “Contar la violencia.” El País/Babelia, 8 de agosto de 2009.

 

Cacho, Lydia. Las esclavas del poder. México: Grijalbo-Mondadori, 2010.

 

De Mauleón, Héctor. “Novelas para el siglo xxi.Milenio/Laberinto, 23 de agosto de 2010.

 

Domínguez Michael, Christopher. “Escalera al cielo. Una nueva novela lírica.” Reforma, 8 de agosto de 2010.

 

Eskin, Michael. “The Double Turn to Ethics and Literature?” Poetics Today 25.4 (2004): 557-572.


-----, “On Literature and Ethics.” Poetics Today 25.4 (2004): 573-594.

 

González Rodríguez, Sergio. “Narcotráfico y literatura.” Reforma, 8 de agosto de 2009.

 

Hernandez, Anabel. Los señores del narco. México: Grijalbo-Mondadori, 2011.

 

Lemus, Rafael. “Balas de salva. Notas sobre el narco y la narrativa mexicana.” Letras Libres, septiembre de 2005.

 

Martínez, Sanjuana. La frontera del narco. México: Planeta 2011

 

Nussbaum, Martha. Love’s Knowledge: Essays on Philosophy and Literature. Nueva York: Oxford University Press, 1990.

 

Ortiz, Orlando. “La literatura del narcotráfico.” La Jornada, 26 de septiembre de 2010.

 

Osorno, Diego Enrique. Un vaquero cruza la frontera en silencio. La historia de Gerónimo González Garza. México, Conapred, 2011.

 

-----. “Manifiesto del periodismo infrarrealista.” Narco News Bulletin, 12 de agosto 2011. http://www.narconews.com/Issue67/article4489.html

 

Palaversich, Diana. “La narcoliteratura, del margen al centro.” Revista de Literatura Mexicana Contemporánea  43 (2009): 7-18.

 

-----. “Narcoliteratura. ¿De qué más podríamos hablar?” Tierra Adentro, núms. 167-168 (diciembre de 2010): 54-84.

 

Pérez, Lilia. El cartel negro. México: Grijalbo-Mondadori, 2011

 

Rascón Banda, Víctor Hugo, Contrabando, México, Planeta, 2008.

 

Trejo Fuentes, Ignacio. “Contrabando.” Revista de la Universidad de México 45 (2009): 96-97.

 

Turati, Marcela. Fuego cruzado. México: Grijalbo-Mondadori, 2011.

 

Villoro, Juan. “La alfombra roja.” El malpensante 105 (2010). http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=825