Santa Evita: literatura y anatomía versus Historia

 

Armando Chávez-Rivera

University of Houston-Victoria

 

Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez, aborda la Historia como una construcción ficcional e intenta, desde la subjetividad literaria, proponer una visión coherente, inclusiva y menos maniquea sobre la mítica primera dama argentina. Más que confirmar un dato o una fecha, al narrador-investigador le interesa poner en claro el origen de las palabras y las frases que le han brindado aliento vital a Eva Perón por más de medio siglo, demostrando así que ni la literatura ni la Historia son espejo en que quedan estampadas las imágenes originales de hechos o personalidades. De ahí que el narrador insista en integrar discursos a veces ficcionales y contradictorios más que en dilucidar su relación infalible con el sujeto que en verdad pudo ser Eva. La novela compara la escritura literaria y la escritura de la Historia, mientras las coteja metafóricamente con la labor de un anatomista. Desde cada uno de estos ámbitos se enfrenta el rescate y preservación de cuerpos: el cadáver que el personaje del médico español Pedro Ara trata de perpetuar mediante químicos y parafina, y el cuerpo ficcional que Martínez trata de comprender a través de cosmovisiones populares, anécdotas, rumores y fuentes inéditas. De la mano de ambos, los dos cuerpos confluyen en un mismo punto: se transfiguran en arte. Si el cuerpo vivo es imposible de rescatar también lo es el espíritu. Ara y el novelista parten de una misma conformidad: ambos apelan a sustitutos, afeites y artificios para lograr un objeto que guarde semejanza con el cuerpo y el individuo originales ya perdidos para siempre.

El anatomista convierte la carne destinada a la putrefacción en objeto estético que, según la ficción literaria, puede ser confundido con una copia de cera, vinilo y fibra de vidrio, y al cual hay que cortarle la falange de un dedo para verificar la identidad. Martínez hace del cadáver congelado por la Historia un cuerpo humanizado. La escritura literaria y la anatomía son comparadas en cuanto a las exigencias de perfección, sincronía y meticulosidad; cualquier exceso pone en riesgo el resultado final. Ara se guía insistentemente por fotos y consulta la opinión de Juan Domingo Perón para mantener el valor estético del cadáver, según confiesa en un libro testimonial de su autoría. El experto se plantea la momificación como una labor en que “la preocupación estética es la dominante; a ella hay que supeditarlo todo” (76). Cabe preguntarse si los restos de Eva hubiesen sido momificados de no haber contenido las claves espléndidas de femineidad, juventud y belleza, tan funcionales políticamente.

En esta reconstrucción literaria de Evita se utilizan otros tipos de documentos: casetes olvidados en gavetas, la memoria de individuos humildes, la voz popular, cuadernos de apuntes, cartas, notas y recibos. A partir de esas otras fuentes usualmente desdeñadas y excluidas, se construye otro objeto, diferente al cadáver estático y rígido que ha perpetuado la política y la historia. De ahí que la novela incluya como fuente válida el largo monólogo del peluquero Julio Alcaraz. Santa Evita erige como fuentes legítimas a individuos de los camerinos y la utilería de la Historia, pero a la vez a personajes puramente imaginarios. La novela está construida, como confiesa el autor, contando “hechos ficticios como si fuesen reales, empleando algunas técnicas del periodismo” (“Mito, historia y ficción en América Latina” 8). Por consiguiente, el lector se adentra en un laberinto de pistas falsas combinadas con hechos fidedignos.

 “El arte del embalsamador se parece al del biógrafo: los dos tratan de inmovilizar una vida o un cuerpo en la pose con que debe recordarlos la eternidad” (Santa Evita 157), subraya el narrador. Esta es una clave conceptual de la novela: la escritura como artificio y embalsamamiento. La perdurabilidad exige reajustes, alteraciones y transformaciones de la materia inicial. Santa Evita alude a un diálogo con Walsh, en que éste afirma: “nada puede corromper su cuerpo: ni la humedad del Rhin ni el paso de los años. Tendría que estar como en esta foto: dormida, imperturbable” (306). El cuerpo muerto de Evita se transforma en inmune e incorruptible, mientras que el mito se vuelve duradero. Eva alcanza su perdurable definición al convertirse su vida en mito y su cadáver en momia.

El narrador investigador admite la calidad dudosa de los materiales con los cuales trabaja: “Las fuentes sobre las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellos deslices en la memoria y verdades impuras” (143). El narrador se queja de los requisitos de la investigación histórica en cuanto a la cadena de fuentes verificables, de la necesidad de corroborar los informes, de la fatigosa búsqueda de evidencias y a la vez de la inutilidad de las mismas: “Si una fuente dudosa quiere tener derecho a la letra de molde, debe ser confirmada por otra y ésta a su vez por una tercera. La cadena es a menudo infinita, a menudo inútil, porque la suma de fuentes puede también ser un engaño” (143). El narrador se pregunta:

Si la historia es ―como parece― otro de los géneros literarios, ¿Por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia primera sin la cual no se concibe la literatura? (146)

Santa Evita reafirma la importancia de la oralidad, los sueños, las supersticiones e incluso el libelo. La obsesión que domina al narrador equivale a una representación, a nivel individual, de la obsesión colectiva de fabular: el mito existe por su capacidad de multiplicarse, de generar un despliegue incontenible de posibilidades ficcionales. Basta observar la variedad de libros testimoniales que pretenden dar fe sobre Eva Perón. Muchos incluyen información no respaldada por fuentes y parecen obra del entusiasmo y la admiración más que de la investigación historiográfica. Eva se balancea en espejismos de presuntas versiones de primera mano. A su vez, existe una extensa bibliografía de investigadores empeñados en tratar de discernir dónde termina Eva en sí misma y dónde despega el mito; tratan de dilucidar hasta qué punto el mito puede ser incluso resultado de una construcción propiciada por Eva. Perón cuenta que “antes de expirar, Eva me había recomendado que no la dejase consumir bajo tierra. Quería ser embalsamada” (82). A partir de ese punto el cadáver entra en una discursividad necrológica de por sí sugestiva. Perón agrega que “casi podría decirse que el doctor Ara llega a encerrar en el rostro de los muertos aquel último soplo de vida al que ellos trataban desesperadamente de aferrarse” (82). Acaso el mito ha sido, en alguna medida, emanación prevista y estudiada astutamente por el propio sujeto y un potente aparato de propaganda como el peronista.

Los discursos médicos y religiosos

Martínez lleva al extremo varios discursos que han rodeado a Evita, entre ellos el discurso médico y el religioso. En vida, ya el discurso médico aparecía en relación con Eva, a la cual se le acusaba de histérica por sus abruptos cambios de humor. Luego tal discurso médico se refuerza en relación con el padecimiento de la enfermedad, la agonía y el fallecimiento. El cuerpo de Eva es espiado en sus fluidos sanguíneos y menstruales, auscultado por médicos, sometido a operaciones, hasta se le recomienda que disminuya su ritmo febril de trabajo para preservar la salud. Eva, sin embargo, cree que es una conjura contra ella organizada por la oposición.

El discurso médico continúa presente en torno a ese cuerpo que adelgaza, al cual se le desencajan las facciones y que requiere de fuertes dosis de morfina contra el dolor. Martínez explota las aristas biológicas y médicas al extremo, mostrando el surrealismo y lo grotesco en torno a la momificación, las descargas químicas que viajan a través de las venas del cadáver todavía tibio, los baños de formol y las supuraciones. Ara se convierte en una alegoría del poder político, que accede directamente al cuerpo del individuo para penetrarlo con los dedos por sus orificios y escarbarlo microscópicamente en su desnudez indemne. El narrador atribuye al médico la intención de querer investigar si el cáncer continuaba avanzando en el organismo, mientras los represores sufren visiones de un cadáver indómito que los espanta con resplandores y aureolas. Martínez lleva al máximo la alegoría de la medicina y del poder como firmes aliados en su accionar sobre el cuerpo.

El cadáver de Eva es robado al dominio de la muerte y colocado en los de la ciencia y la política. Para corroborarlo es suficiente la foto en que el propio Ara posa junto a Eva en la cámara mortuoria de cortinajes oscuros de la CGT. Bastaría dicha foto para clamar el dominio que se atribuye a sí mismo, de pie y junto al cadáver tendido. El médico decide reafirmar ese dominio con un gesto explícito que es su mano abierta y los dedos extendidos firmemente colocados sobre la cabeza de Eva. El lector que recuerde al personaje ficcional de Víctor Frankenstein en la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley (1797-1851), podrá encontrar una semejanza con ese anatomista que posa ufano atenazando con su propia mano las carnes rescatadas de la descomposición. Desde el siglo XIX la medicina emerge con fuerza como aliada del poder, atribuyéndose cualidades de salvar, experimentar o exterminar de acuerdo con voluntades personales y políticas. (1)

No sólo Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Ezequiel Martínez Estrada y Rodolfo Walsh se han valido de estas referencias fisiológicas, médicas y escatológicas. La hermana de Evita, Erminda Duarte, comienza sus memorias sobre Eva precisamente a partir de rastros de la labor médica y científica sobre el cuerpo. “Siento un soplo ácido que me anuncia tu proximidad” (11). Una evocación que pretende ser entrañable comienza a fin de cuentas refiriéndose a la ráfaga química de ese objeto en que ha sido convertida Eva. Bajo el imperio de la medicina, el cadáver sirve para ser elevado como motivo de culto político. (2) Eva es enterrada y desenterrada, se le trata de perpetuar y de esconder. Parece tener sucesivas muertes, inhumaciones y resurrecciones. En Cuerpo femenino, duelo y nación, Viviana Paula Plotnik sostiene que la literatura existente sobre Eva Perón “constituye una forma de matarla de nuevo e impedir su retorno pero al mismo tiempo es una manera de invocarla, hacerla presente y recuperarla” (22).

El discurso religioso también se abre paso en la novela. Rezos, promesas y ofrendas de la población tratan de salvar a Evita en las semanas de su coma y agonía en 1952. La noticia de la enfermedad levanta una ola nacional de fervor popular para salvarla, pero una vez muerta ese mismo fervor trata de iniciar el proceso de beatificación. Llama la atención que una figura política y sindical tan radical fuera a la vez popularmente revestida de una aureola religiosa, como si las luchas políticas en la Argentina de esa época implicaran una dimensión de fe religiosa. En su ensayo La pasión y la excepción, Beatriz Sarlo sostiene que “el fanatismo de Eva es político-religioso” (34). La doctrina católica era profesada con apego por diferentes sectores políticos enfrentados y formaba parte de las cosmovisiones de los más diversos actores y grupos sociales. Ara y la familia de Eva deciden, según cuenta el médico en un libro testimonial, colocar en una pared de la cámara mortuoria de la CGT una Virgen de Luján, y en manos de Eva el rosario de oro que le regalara el Papa Pío XII en el Vaticano en 1947. Ara cuenta que “más de un enemigo político [de Evita] besó su cruz [del rosario] ante mí, con reverencia, en los días que siguieron a la caída del peronismo” (147). El propósito fue inspirar respeto religioso para frenar ataques de opositores o un sabotaje. Si Eva no llegó a ser incinerada, disuelta en ácido y lanzada por tuberías se debió, cuenta Santa Evita, al mandato presidencial de que fuera enterrada cristianamente, aunque ello sucediese tan lejos como en un camposanto italiano. El símbolo de Evita trata de ser reajustado a los límites simbólicos del gobierno que derroca a Perón. El entierro cristiano implica reinsertarla dentro de las nociones de religiosidad cristiana y aprehender simbólicamente el cuerpo para reincorporarlo a su decursar tradicional. Enterrarla cristianamente permite al gobierno reafirmarse como fiel custodio de los valores y las tradiciones de la sociedad.

Si Eva es contenida y protegida en el marco de ese imaginario católico, ello se debe a fuertes elementos religiosos consustanciales a la cosmovisión de grupos políticos. En sus memorias sobre Evita, Perón afirma que era “una auténtica apasionada, animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con aquella de los primeros cristianos” (Obras completas 72). Tal fe se expresa además de las maneras más disímiles, como en las creencias animistas y supersticiones populares de los habitantes del campo, que creen ver en las nubes trazos del rostro adorado. En Santa Evita los propios secuestradores del cuerpo de Eva se enajenan en supersticiones. En “Esa mujer”, Walsh refleja la afirmación del coronel de llamar a Evita “santa” y “diosa”; el militar tiene una imagen de la mujer marcada por el referente superior de la divinidad. Paradójicamente, Eva accede así —incluso de mano de sus represores— al más alto estatus religioso concedido a una mujer: la santidad.

Si en “El simulacro” (Borges), “Ella” (Onetti), “La creación” (Silvina Ocampo) y “Esa mujer” (Walsh) a Eva se le sustrae hasta su nombre, en Santa Evita el narrador hace un recuento de la violencia verbal nominativa o sublimadora: Yegua, Potranca, Estercita o Agripina en contraste con Guía Espiritual de la Nación, Madre y Santa. Tales denominaciones reflejan los imaginarios sociales que conviven en la Argentina sobre la mujer. La cuestión nominativa parecía perseguir a Evita desde su propio nacimiento. Como hija natural es inscrita con el apellido de su madre (Eva María Ibarguren) y en el acta de nacimiento posterior, elaborada antes del matrimonio con Perón, reajusta su nombre con la incorporación del apellido paterno Duarte. El nombre compuesto también se modifica al casarse: de Eva María pasa a ser María Eva Duarte de Perón. El acto de rescatar el apellido paterno y combinarlo con el del esposo parece un intento de ganar protección patriarcal. Finalmente, el nombre Evita, por el cual se la conoce popularmente, la singulariza al extremo, al no necesitar ya de apellidos y acercarse sentimental y afectivamente a sus seguidores mediante la sencillez y familiaridad de un diminutivo. Eva se independiza del Duarte y del Perón, padre y esposo, respectivamente, y adquiere una autonomía y protagonismo nominativos a tono con su creciente liderazgo. El Perón o el Duarte la reducen con su sesgo patriarcal, pero el diminutivo femenino la libera. 

En su accionar secreto y subterráneo, el poder despliega otros modos de operación nominativa que dan cuenta explícitamente del propósito de borrar, ocultar y omitir información (o cuerpos), y a la vez de una estrategia de apariencia técnica o científica (cual se tratase de complejas sustancias químicas cuya manipulación requiere de extremo cuidado). Eva Perón pasa a ser SN o NN (denominaciones que los servicios secretos le asignan al cadáver, según Santa Evita). La codificación refleja esta voluntad de encubrimiento y al acceso de unos pocos. El adversario pierde así todo rostro de humanidad o de historia personal, se le extrae de su contexto y se lo convierte en un material nuevo ya aprehendido, al cual se le trata como trofeo o pieza.

La reconfiguración de sujetos y nombres abarca también a quienes ejercen el poder represivo: no será un individuo con un nombre, un rostro y una vida concreta, quien realiza un asesinato o un atropello, sino una pieza también de ese engranaje bajo el concepto militar de la llamada “obediencia debida”. En ese momento, a cada sujeto se lo somete a una ruptura con su propia vida al ser despersonalizado en un número clasificatorio bajo el cual actúa. Se le hace sentir un autómata, ya que sus actos se desligan de su vida individual y quedan enmarcados en la cuadrícula de un agente militar identificado por números o siglas (al igual que el cadáver de Evita es nominado secretamente como SN o NN). Santa Evita lo demuestra en la operación de enterramiento de las supuestas copias en la cual se difuminan los nombres de los participantes, se suplantan identidades y cada sujeto participa sin saberlo en un engranaje de poder. Son individuos que no pueden contemplarse a sí como parte de la maquinaria completa. La novela incluye el pasaje altamente simbólico de varios militares encerrados a oscuras en diferentes furgonetas y conducidos de noche a lugares desconocidos para enterrar cuerpos sin nombre. Son individuos destinados a actuar a ciegas bajo una irrestricta sumisión militar, como si de ese modo se los eximiera de responder por sus actos. Las vicisitudes del cadáver de Evita en la década del cincuenta presagian el accionar de una dictadura (1976-1982) que llevó a la desaparición de unas treinta mil personas.

Bajo el accionar de un régimen de terror y de grupos políticos violentos, la ciudad se transforma en un espacio minado de amenazas y muerte en cualquier escondrijo. El cuerpo de Eva puede estar guardado lo mismo en una oficina que en un depósito militar, permanecer en cualquier esquina de la ciudad escondido en un furgón militar, estar circulando diluido en ácido por las tuberías albañales o ir descomponiéndose en la ribera de la ciudad. Buenos Aires parece trastornado por la violencia, la complicidad y la muerte. La ciudad se convierte en un gran cementerio que puede ocultar el cadáver del contrincante político en cualquier resquicio, incluso junto a bombas y tuberías que surten de agua potable. La muerte se cierne sobre la vida y continuamente la contamina.

Un cuerpo femenino indómito

Tomás Eloy Martínez aborda el personaje de Eva desde una perspectiva que intenta superar la tradicional idealización positiva a ultranza o la invectiva feroz. En su abordaje balanceado e inclusivo cabe desde lo virtuoso hasta lo transgresivo. Si Eva motiva representaciones polarizadas en extremo se debe a la existencia de sectores políticos radicalmente enfrentados. Las tensiones y desmesuras de la representación del personaje de Eva se corresponden a la propia naturaleza del campo político argentino. El intento de esta novela es tratar de reinterpretar la figura femenina desde una perspectiva que no se incline hacia las polarizaciones tradicionales ni a los lugares comunes sobre la mujer en la literatura hispanoamericana y argentina. El título de la novela está dirigido a reafirmar la santificación de Eva Perón, no como la anhelaban los peronistas, sino a santificar la  representación de la figura femenina en general, o sea, de todas las Evas posibles. En nuestra opinión, “santa” Eva o Evita en realidad significa santas mujeres, en todas sus posibles e inseparables dimensiones. Se trata de una sublimación de la mujer de una manera integral, lejos de las exclusiones marcadas por la cultura y la religión. La propuesta es una relectura balanceada de Eva Perón como personaje histórico y a la vez de la figura femenina en general dentro de la sociedad patriarcal. La novela puede ser interpretada como el relato de los intentos de someter un ente femenino que se ha escapado de los linderos patriarcales.

Santa Evita presenta un cuerpo femenino como entidad autónoma e incluso fuera de los designios del propio individuo. El cuerpo de Eva se rebela contra ella misma. La enfermedad es presentada como consecuencia social del propio país al cual Eva se entrega de modo tan incansable que la corroe y desgasta. Ese mismo cuerpo que termina con la vida de Eva tiene luego igualmente un influjo mortífero sobre sus captores. El cuerpo ha sido amenaza de muerte en primer lugar para la propia Eva y más adelante para sus enemigos. El forcejeo de la primera dama por tratar de doblegar su cuerpo semeja la angustia posterior de los secuestradores por dominar el cadáver. Eva se hace intemporal como si fuese consecuencia de un proceso iniciado por el cáncer, en que la inconsciencia, los sopores, la postración y el sueño durante semanas la van internando en una suerte de limbo surreal y desgajado del tiempo cronológico. El estado de coma somete al cuerpo a una condición de inconciencia e intemporalidad que se reafirma de modo definitivo con la momificación; la enfermedad va socavando el vínculo entre el cuerpo y la conciencia. Santa Evita recrea la existencia surreal de un cuerpo femenino como fuerza autónoma frente a sus represores masculinos.

La fascinación que motiva como ícono en vida se desplaza a una adoración de un cuerpo que se eleva por encima de su destino mortal. Su momificación es una lógica de construcción simbólica de la excepcionalidad al contrariar una vez más las leyes de la medicina y la biología: “Estaba tan bien conservado que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones” (26). Evita se sobrepone a la muerte como cuerpo humano que no se pudre y como mujer cuya belleza se acentúa incluso después del fallecimiento. Eva adquiere una dimensión de encantamiento; es descrita como dormida y con apariencia de escultura de cera. La madre se desmaya al creer que respira y “dos veces el viudo la había besado en los labios para romper el encantamiento que tal vez fuera el de la Bella Durmiente” (26). En sus memorias, Perón cuenta: “vi el cadáver de Evita cuando el trabajo estuvo terminado. Tuve la impresión de que dormía. No podía retirar la vista de su pecho porque de un momento a otro esperaba que se levantase y que se repitiera el milagro de la vida” (82). El aspecto mágico surreal que incorpora Santa Evita es la supuesta perfección de la labor de embalsamamiento que hace posible que el cuerpo sea confundible con reproducciones de cera y se trastorne la distancia entre el cadáver y las réplicas. Tal multiplicación ficcional de copias de Evita parece un presagio de la frase asociada a su legado político: “volveré y seré millones”, la cual aparece una y otra vez en paredes de Argentina. El temor es que Eva, cuyo cadáver parece extraviarse en un espejismo de copias, trace el camino para otros líderes y militancias.

La adoración corporal cierra un ciclo vital en que el cuerpo se libera de la enfermedad y de cualquier viejo reproche a su carnalidad, pecados y lujuria, para devenir por fin un cuerpo purificado por la ciencia, la religión y el arte. Perón es explícito en su descripción de la momia: “Su rostro era de cera, lúcido y transparente; los ojos estaban cerrados, como en el sueño. Sus cabellos bien peinados la hacían radiante” (83). Los reclamos de un proceso de santificación vaticana se convierten desde 1952 en un intento de reafirmar la veneración popular, y en un modo de contraponer esa santidad cristiana a los infundios de opositores que denostaban a Eva como transgresora sexual. La canonización religiosa requiere de una cadena de testimonios que den fe de la probidad de santa y heroína. Los testimonios peronistas y de fervor popular van a apuntar en una misma dirección: cualquier desproporción de poder de Evita respondía a los excesos a los cuales se enfrentaba. Su ímpetu respondía a la violencia de las élites con las cuales medía fuerza. Simultáneamente la propaganda oficial peronista suavizaba sus facciones, mostrándola purificada e inmortal. Gradualmente, Eva se reinserta en el imaginario popular cristiano; se le eleva por encima de insultos y vejaciones.

El cuerpo se convierte en motivo de construcción ficcional desde las más diversas perspectivas ideológicas. Así reconoce Martínez:

Cada quien construye el mito del cuerpo como quiere, lee el cuerpo de Evita con las declinaciones de su mirada. Ella puede ser todo. En la Argentina es todavía la Cenicienta de las telenovelas, la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos, la mujer del látigo, la madre celestial. Afuera, es el poder, la muerta joven, la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama: “No llores por mí, Argentina”. (Santa Evita 203)

Como hemos dicho, la reelaboración de Eva pasa por determinados códigos simbólicos presentes en los relatos de hadas: apariciones fantásticas, mesianismos, poderes sobrenaturales, giros abruptos de la fortuna. Su mito popular tiene en esos relatos una estructura ideológica y sentimental. Desde su fundación de ayuda social, Eva encarna para el imaginario popular una especie de divinidad que concede todo lo que se le solicita. En el pasaje dedicado a Astorga, el proyeccionista de cine, Evita aparece en tres ocasiones, tranquilizando y prometiendo, como predestinada a cumplir una función divina y dotada del don de la ubicuidad. Martínez incluye como elementos constructores del mito de Evita: el fetichismo (193) y el relato de los dones (195). Eva construye una imagen de poder en la cual el individuo se coloca como eje y desplaza imaginariamente el papel del gobierno y del Estado. En Rostros y máscaras de Eva Perón, Susana Rosano define que en torno a esa figura “se produce una particular hibridación en donde las lógicas de representación del Estado se tiñeron con las de la industria cultural y adquirieron un formato melodramático” (21). Su poder entra en los terrenos de la fantasía en la medida en que incluso después de su muerte la población le sigue escribiendo y pidiendo su protección y solidaridad. Los remitentes ven sus deseos complacidos e incluso cartas respondidas a vuelta de correo, ya para entonces porque la Fundación Eva Perón continuaba con la labor social.

La vida de Eva es contada popularmente a través de una estructura sentimental que debe mucho a la novela romántica y de folletín en que el héroe logra levantarse sobre su precario destino. Eva parece un personaje libre y egocéntrico del romanticismo decimonónico, que lo mismo enfrenta la tempestad, que hace justicia con mano propia o que clama contra el poder dictatorial. Ya en el poder, en los años cuarenta, “las facciones se le habían embellecido tanto que exhalaba un aura de aristocracia y una delicadeza de cuento de hadas” (12), cuenta el peluquero Julio Alcaraz, en Santa Evita. El minucioso testimonio de Alcaraz, estilista de Eva desde los tiempos del cine y hasta la muerte de ésta, es una de las piedras fundacionales para el origen de la novela, confiesa el propio Martínez. (3) De ese modo, la ficción rescata la voz testimonial del hombre común y su subjetividad como fuente autorizada de la literatura y de la Historia. Evita apelaba y construía el poder sobre el apoyo popular de individuos nunca tomados en cuenta por la historia; y de modo similar el mito de Eva ha necesitado posteriormente de esos sujetos para ser reconstruido.

Martínez contamina la literatura con elementos de la realidad y la imaginación logrando que el lector se interne en un mundo de espejos en que pierde la noción de lo empírico y de lo ficcional: los elementos de mitificación, subjetividad y supersticiones llegan a gravitar y ser parte constitutiva de la ficción literaria junto a hechos constatables. La obra suma a la ficción novelesca elementos provenientes del periodismo de investigación, la crónica y el reportaje, todo lo cual contribuye a desdibujar las fronteras de la ficción y de la realidad como si el propósito fuera difuminar las lindes de ambas, al contrario de lo que supuestamente correspondería al afán de un historiador. Perón describe la impresión que le provocó el cadáver las tres veces que lo vio bajo el cuidado del doctor Ara: “Eva estaba rígida, blanca como una nube” (83). La vida y muerte de Evita, contada desde esta perspectiva, se torna más sugestiva que si hubiese sido recreada con elementos estrictamente históricos o rigurosamente ficcionales.

La intención del autor es demostrar que la historia en sí misma está hecha de pistas falsas dejadas por sus propios actores. Evita y Perón falsean datos en su acta de matrimonio; Evita se añade tres años. En ese documento, Perón figura como soltero y no como viudo, sostiene la biógrafa Marysa Navarro. La voz narrativa de Santa Evita concluye que

esos detalles nimios ya no les inquietaban. Mintieron porque habían dejado de discernir entre mentira y verdad, y porque ambos, actores consumados, empezaban a representarse a sí mismos en otros papeles. Mintieron porque habían decidido que la realidad sería, desde entonces, lo que ellos quisieron. Actuaron como actúan los novelistas. La duda había desaparecido de sus vidas. (144)

El narrador socava así la lógica infalible con la cual la historia trata de levantar una versión aséptica y sin los vericuetos del alma humana. El resultado artístico es más asombroso porque a menudo lo que parece artificial y ficticio es lo más genuino de la realidad. Del encuentro con la viuda de Moori Koenig y su hija salta la siguiente afirmación: “Lo de Walsh no es un cuento  —me corrigió la viuda—. Sucedió. Yo estuve oyéndolos mientras hablaban. Mi marido registró la conversación en un grabador Gelaso y me dejó los casetes. Es lo único que me ha dejado” (57). Un mito siempre es una construcción colectiva tanto en su cotidianeidad como en su posteridad. Martínez consigue dar una pátina de realismo maravilloso a su obra al mostrar que Eva Perón se interna en lo surreal por su innata excepcionalidad como individuo, y no necesariamente por las capas de ficción y de culto a la personalidad que la han cubierto con los años.

La oratoria de Evita tiene una matriz sentimental de melodrama y folletín; por tanto es de fácil comprensión para sectores para los cuales resultarían complejas sus enardecidas referencias al imperialismo y a la lucha de clases. Sin embargo, no solamente de sublimes ideales y perfección humanista está hecho un mito. Ezequiel Martínez Estrada la describe como un ser de bajas pasiones: “Su resentimiento contra el género humano, propio de la actriz de terceros papeles, se conformó con descargarse contra el objeto concreto: la oligarquía o el público de los teatros céntricos” (307). Si Eva fue atacada y agraviada como resentida social, en Santa Evita se realiza la operación contraria, que es la de legitimar ese supuesto “resentimiento” de la joven como una fuerza válida para abrirse paso socialmente. “Si Eva llegó a ser alguien, me dijo Emilio, fue porque se propuso no perdonar” (250). La novela reivindica el resentimiento como fuerza motriz del destino personal e histórico. En Eva Perón, ¿aventurera o militante?, Juan José Sebreli defiende la tesis de que en Eva la rebeldía individual se transforma en “revolucionarismo social” (34) y apunta que “es así como el resentimiento individual de Eva Duarte superando los vanos conflicto íntimos, estaba destinado a coincidir tarde o temprano, con el resentimiento histórico (34) de la clase obrera. De ahí que los intentos de vindicación desde el peronismo insistan en que Evita fue madurando su ideario sobre las luchas sociales y los reclamos del movimiento obrero en la historia argentina.

Desde la novela romántica decimonónica se insiste en el valor de las ceremonias públicas para la legitimación de la élite dirigente: bailes en salones sociales, desfiles militares y procesiones religiosas. En la Argentina peronista esa legitimación se realiza a través de la radio, el cine y las multitudinarias ceremonias. Martínez Estrada, encendido crítico del peronismo, afirma que “Ella y él aparecieron en el escenario de la política como si se hubiesen desprendido de una película estereoscópica…” (305) y agrega: “Nacieron ambos bajo la constelación del cinematógrafo y el pueblo gustó de ellos en calidad de actor y de vedette” (305, énfasis del autor). O sea, la gestación del mito de Evita lleva la impronta de su entrenamiento histriónico, el dominio de la gestualidad y la voz, y el uso del espacio político como escenario y representación. Alcaraz, como personaje testimonial, afirma:

Perón era un admirador de la escenografía fascista y casi todos sus actos de masa copiaban a los del Duce. Pero Evita, que no tenía otra cultura que la del cine, quería que su proclamación se pareciera a un estreno de Hollywood, con reflectores, música de trompetas y aluviones de público. (94)

La propaganda oficial difundía retratos de Eva en confortables trajes de jornada laboral y en lujosos vestidos de noche. Eva tenía una noción escenográfica y dramatúrgica de sus apariciones en público, afirma Alcaraz al referirse a la organización de la gran ceremonia en plena Avenida Nueve de Julio en que una multitud de todo el país le pidió que aceptara la vicepresidencia argentina. En vida, Evita controla ese repertorio de imágenes que a lo largo de su gestión transmiten noticieros, afiches, fotos y logotipos. En la muerte, las facciones del rostro momificado son cuidadas con criterio estético y ateniéndose al repertorio icónico oficial. Como ha estudiado agudamente Beatriz Sarlo, Eva reafirma su peculiaridad y novedad incluso a través de la moda, y se convierte en imagen modélica para otras mujeres: “Su cuerpo material es indisoluble de su cuerpo político” (92). Santa Evita describe el influjo modélico del cuerpo sobre la población:

todas las adolescentes pobres de Argentina querían parecerse a Evita. La mitad de las chicas nacidas en las provincias del noroeste se llamaban Eva o María Eva, y las que no se llamaban así copiaban los emblemas de su hermosura. Se teñían el pelo de rubio oxigenado y se lo peinaban hacia atrás, tirante y recogido en uno o dos rodetes. Vestían polleras acampanadas, hechas de telas que se podían almidonar y zapatos con pulseras en los tobillos. Evita era el árbitro de la moda y el modelo nacional de comportamiento. (67)

Eva construye su poder invocando el respaldo de estratos sociales preteridos. Se legitima y confronta con la élite valiéndose del respaldo de “la barbarie”. El narrador de Santa Evita afirma: “Los argentinos que se creían depositarios de la civilización veían en Evita una resurrección obscena de la barbarie” (70). En Santa Evita se cita una estrofa de Silvina Ocampo: “Que no renazca el sol, que no brille la luna / si tiranos como éstos siembran nueva infortuna, / engañando a la patria. Es tiempo ya / que muera esa raza maldita, esa estirpe rastrera” (70). Las connotaciones de la barbarie son asociadas a raza, como si fuese un sedimento genético que pasa de generación en generación.

El discurso masculino y la recuperación postmoderna

Al reconstruir una Eva en que cabe lo divino y lo transgresivo, el discurso patriarcal parece reclamar su autoría en la emergencia de un símbolo, acentuando así la situación de la mujer como receptáculo pasivo de deseo, erotismo y valores masculinos. El modisto argentino Paco Jaumandreu la viste y crea para ella el traje sastre príncipe de Gales, que se convierte en su uniforme de trabajo y que sigue usando en la época en que ya sus vestidos de noche llegaban directamente desde París enviados por la casa Dior. Alcaraz la peina durante años y, por última vez, poco después del fallecimiento.

Perón afirmará su autoría en la construcción del perfil político y de liderazgo de Evita. El doctor Ara se encarga de hacer incorruptible la piel y preservar las vísceras colocando el cuerpo en un limbo entre la muerte, la eternidad y el arte. El viudo intenta tocarle el rostro pero no se atreve por temor a dañarlo. Resulta sugestiva la frase que, cuenta Perón, le dice el propio médico: “No tema. Está tan intacta como cuando estaba viva” (83). Estas figuras masculinas van perfilando la construcción de Evita con una carga de seducción como si lo hicieran a la medida de pulsiones masculinas. Al arrogarse la autoría de Evita, el discurso masculino somete indefectiblemente a la mujer a un lugar pasivo y de esa manera la domina. Guerra-Cunningham sostiene que el personaje literario femenino “plasma los valores implícitos asignados por la ideología dominante al hombre y la mujer” (13). Así, Eva quiere ser convertida en una forma de reafirmación del patriarcado y de la virilidad de sus hacedores.

De igual modo, su peluquero reclama la autoría del fenómeno estético de Eva. Alcaraz fue modificando sus peinados del habitual cabello suelto al pelo tirante y con rodete: “Al fin de cuentas, Evita fue un producto mío. Yo la hice” (83). Y más adelante lo reafirma: “De la pobre minita que conocí cerca de Mar del Plata hice una diosa. Ella ni se dio cuenta” (84). Observemos ese énfasis en subrayar que ni la propia Eva estaba consciente del influjo modelador ejercido por su estilista. El narrador reconoce que de las múltiples y reveladoras conversaciones con Alcaraz surgió posiblemente Santa Evita: “Creo que en aquellos momentos nació, sin que yo lo supiera, esta novela” (84). En la década del sesenta, cuando Martínez entrevista a Perón en España, también se topa con la otra versión sobre la autoría de Eva. Perón se atribuye la hechura de Evita: “Cuando se me acercó, era una chica de instrucción escasa, aunque trabajadora y de nobles sentimientos. Con ella me esmeré en el arte de la conducción. A Eva hay que verla como un producto mío” (189). El liderazgo de Evita se torna un producto, obsesión, talento y trabajo de voluntades masculinas las cuales posteriormente reclaman cada una crédito de autor. En contraste, los represores que ocultan su cadáver se proponen el acto de “posesión” y no el de creación que se atribuyen Perón, Alcaraz, Jaumandreu y Ara. Eva entronca con los procesos de construcción nacional de la clase letrada en el siglo XIX; no logra liberarse de similar impronta masculina. De ahí provienen los sucesivos reclamos de autoría de los hombres sobre ella.

El peregrinaje detectivesco del narrador-investigador apunta hacia la búsqueda de una verdad o varias verdades que han quedado ocultas por versiones u omisiones de la historia oficial. De la misma forma en que Raymond L. Williams aborda el tema de la verdad en relación con el discurso literario posmoderno y su nexo con la novela en América Latina, Santa Evita puede ser analizada a la luz de los discursos sobre la verdad y su relación con la literatura y la historia. Williams subraya la tendencia de la literatura posmoderna a desacralizar el discurso de una verdad única e infalible. “La literatura posmoderna suele subvertir los discursos dominantes” (20) a partir del uso de la discontinuidad, la ruptura, el desplazamiento, el descentramiento, lo indeterminado y la antitotalidad. Desde esta perspectiva, el concepto de verdad que ofrece Santa Evita sobre un personaje histórico y encuadrado por discursos del peronismo y el antiperonismo supera los límites usuales de ambos extremos y entrega un conjunto de “verdades” que echan abajo los perfiles ya gastados sobre Evita. Eva escapa de las “verdades” únicas y es mostrada como un ente más complejo y contradictorio, e incluso más insondable que la imagen rígida que entregan la historiografía, la política y la devoción popular.

El proceso de desmontaje de las “verdades” oficiales tiene relación con la perspectiva de Jean-François Lyotard en The Postmodern Condition: A Report on Knowledge. El crítico cultural subraya que “Simplifying to the extreme, I define postmodern as incredulity toward metanarratives” (XXIV). Para Williams, esto supone que “al desacreditar las grandes narrativas anteriores, la sociedad post-industrial también ha desacreditado el antiguo discurso de la verdad” (21). De tal modo, al abordar la figura de Evita como personaje literario, Martínez se desmarca de los discursos oficiales y las perspectivas literarias tradicionales y propone una lectura más audaz del personaje.

La propia Eva alimenta la impresión de que todo no ha sido dicho sobre sí misma ni por ella misma. El libro inconcluso Mi mensaje fue escrito en los meses finales de su vida y estuvo perdido desde septiembre de 1955 hasta 1987. En sus páginas, insiste en el propósito de decir verdades de cariz socio-político, como no pudo hacerlo antes: “Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad” (14). La ansiedad discursiva de Eva por aclarar y subsanar aspectos de su pensamiento y de su vida se corresponde con intentos literarios y biográficos posteriores de llegar a trazar el retrato genuino de la mujer y la líder, pese a las contradicciones e imposturas dejadas a su paso por ella misma.

En su ubicua presencia en las artes y las ciencias sociales, Eva Perón ha sido lo que en cada época se ha requerido que sea como símbolo positivo o negativo. Luego de examinar veintitrés textos de diferentes géneros literarios, Plotnik sostiene que el personaje literario de Eva puede configurar una Cenicienta, una santa, una mujer fálica, una farsante o una asesina (23). Tomás Eloy Martínez rescata a Eva de esas opciones extremas y la hace más discontinua y contradictoria, sin el perfil definitivo del almidón de la Historia, en una interpretación posmoderna de su personalidad. El propio devenir de Eva Perón como personaje literario es revelador de la mutación de las nociones sobre la femineidad y de la apertura social y política a la participación de la mujer en Hispanoamérica; en ella se han reflejado los modelos femeninos ponderados o repudiados a lo largo de más de seis décadas. Sin duda, su tratamiento literario seguirá abriéndose a la comprensión de la naturaleza femenina y del papel social de la mujer. Desde el fervor o la diatriba, Evita todavía puede ser, a la luz de las tendencias estéticas e ideológicas por venir, el soporte e inspiración de nuevos discursos sobre la mujer y su relación con la política en Hispanoamérica.

Notas

(1). El poder de la medicina se convierte en motivo de inspiración literaria en el siglo XIX tal como prueba el influjo de las prácticas del francés Claude Bernard y su libro Introducción a la medicina experimental (1865) en la novela naturalista y la obra de autores como Émile Zola.


(2). Uno de los proyectos gubernamentales de Juan Domingo Perón fue colocar los restos de Eva Perón en un mausoleo de altura superior a la Estatua de la Libertad de Rhode Island, pero el monumento nunca fue construido y el mandatario fue violentamente desalojado del poder en 1955. En secreto, el nuevo gobierno se ocupó de trasladar la momia fuera del escenario nacional y enterrarla en Italia.


(3). El testimonio de Alcaraz parece legitimarse a partir del acceso directo a la figura de Evita. Este contacto con el entorno íntimo e incluso el cuerpo del individuo respalda su credibilidad. Asimismo, el acceso al cadáver es un elemento presente en Mi hermana Evita, de Erminda Duarte. Las primeras páginas del testimonio fundan su veracidad y dramatismo en la oportunidad privilegiada de la autora de cuidar y vestir la momia.

 

 

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