Carmen de Burgos
“Colombine”:
sufragista
“anónima” y escritora “sin gracia”
Federico Utrera
Universidad Rey Juan Carlos (URJC). Madrid.
Carmen de Burgos
(1867-1932) ha protagonizado varios textos literarios españoles con una imagen
deformada, ridícula y denigrante. Sirva como ejemplo de ello la novela Las Máscaras del Héroe del conocido
escritor y articulista español Juan Manuel de Prada, donde figuran los
siguientes comentarios: “Aceptó como inquilina [...] a una tal Carmen de Burgos,
escritora sin gracia, partidaria acérrima de una república federal, sufragista
y algo machorra. Firmaba Carmen de Burgos sus obras con el seudónimo de
“Colombine” (De Prada, 21). Poco después añade: “Colombine”, (...) recorría los
Círculos Culturales pronunciando conferencias para un público femenino en las
que se empezaba vindicando el divorcio y se terminaba, en medio de un frenesí
de aplausos, instaurando un régimen de matriarcado donde no se excluyesen el
amor sáfico y la castración”. También “se pavoneaba ante sus invitados con
ademanes de gallina clueca” y “había sufrido el despecho y el abandono de
hombres anónimos que, aprovechando su furor uterino, se la habían beneficiado”
(De Prada, 22).
Los insultos vinieron
precedidos del silencio. La primera biografía que se publica en España sobre
ella aparece en 1976, más de cuatro décadas después de su muerte, a cargo de la
profesora norteamericana Elisabeth Starcevic. Todo un giro desde que el
periodista del diario ABC Cristóbal de Castro señalara en 1931 que entre las
escritoras de ese tiempo destacaban en labor academicista, de erudición, de
investigación, de aportación crítica y documental, de eficacia para las letras
puras, Blanca de los Ríos, Concha Espina y Carmen de Burgos (De Castro, 9).
1.1 Benito Pérez Galdós
Los olvidos y
desmemorias afectan tanto a su influencia literaria como política. Existe un
detallado epistolario entre Carmen de Burgos y Benito Pérez Galdós, pero no se
ha realizado nunca un trabajo sobre la relación de ella con el escritor canario
en ninguna institución o centro de estudios galdosiano. Ni siquiera su más
voluminosa biografía de casi mil páginas la menciona, aunque se detiene sobre
las cuatro relaciones femeninas del escritor, ignorando las 19 cartas depositadas
en la Casa Museo Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria. Lo mismo ocurre en
su relación con Vicente Blasco Ibáñez, que recogió Rafael Cansinos-Asséns en su
célebre trilogía titulada La novela de un
literato, pero que apenas ha tenido continuidad, a pesar de que Cansinos,
al que Jorge Luis Borges consideraba su maestro, recibió más de una treintena
de misivas de Carmen de Burgos y de su hermana Ketty. Con el Premio Nóbel Juan
Ramón Jiménez y con el poeta Rubén Darío ocurre lo mismo, contándose con varias
cartas que podrían iluminar la cuestión. Y quizás lo más asombroso, tampoco
existe ningún trabajo monográfico en España sobre la relación intertextual
entre Ramón Gómez de la Serna y Carmen de Burgos, a pesar de sus veinte años de
convivencia y escritura, a veces al alimón.
Galdós y Carmen eran
republicanos, projudíos y probablemente masones y fue el profesor Sebastián de
la Nuez el primero que analizó cómo en una determinada época las mayores
influencias vitales del poeta Tomás Morales fueron Galdós, “Colombine” y
Villaespesa, por ese orden.
¿Hasta qué punto
influyó e intimó Galdós con esta mujer entrada en carnes y descarada cuando el
ideal de belleza en esos tiempos de escaseces era precisamente la abundancia
rubensiana? Las cartas dejan entrever períodos de mayor o menor familiaridad,
por lo que habrá que recurrir también a la diosa de la literatura, en este caso
la novela. En las de Pérez Galdós nada se ha encontrado hasta ahora, pero en
las de “Colombine” aparece un canoso personaje que lo deja entrever y se llama
“Pérez Blanco”. Él le da consejos a una mujer con la que congenia, en especial
tres: no aparecer por nada del mundo en un lugar donde no te hayan invitado; no
envanecerse nunca por el aplauso ni embrutecerse jamás por la sensualidad; y el
más transcendente: saber que hay que apresurarse a gozar del beso para cuando
llegue el día en que no tengamos boca. Cuando falleció, Carmen de Burgos
recordó sus alientos en favor de sus campañas feministas para que la mujer
accediese a los altos cargos, a la carrera diplomática o para crear escuelas y
hospitales para ellas (1).
1.2 Vicente Blasco Ibáñez
Con Blasco Ibáñez
sucede algo parecido. Fue precisamente en las páginas de El Heraldo donde contó por vez primera en 1904 con su complicidad
en la encuesta sobre el divorcio, al responderla en estos términos:
“Señora
“Colombine”: Soy partidario decidido del divorcio, por lo mismo que creo en el
amor y no en el matrimonio. La bendición del sacerdote, el acta del juez, las
conveniencias sociales, son invenciones humanas de las que se ríe el amor,
eterno y caprichoso soberano del mundo imaginado por todas las mitologías como
un dios voluble y tornadizo. Cuando el amor se aleja para siempre, ¿a qué
empeñarse en mantener la ligadura del matrimonio entre dos seres que se odian o
se desprecian, como los presos que amarrados por la misma cadena han de
satisfacer en común las más groseras necesidades? Sin el amor no debe subsistir
la asociación del hombre y la mujer, por más bendiciones que la santifiquen y
leyes que la protejan. Los seres sanos y fuertes, cuando no se aman, deben
decirse adiós, sin pena y sin rencor, emprendiendo distintos caminos para
rehacer de nuevo su vida. V. B. I.” (De Burgos, El divorcio 1314).
Cuando Carmen de Burgos
inicia después su primer viaje por Italia, donde pronuncia su primera
conferencia en la Asociación de la Prensa de Roma, tuvo tiempo para detenerse
en el Vaticano de Pío X. Con él se produce la siguiente conversación, donde lo
menciona:
“El Papa me
demandó mi país y profesión.
–Periodista
española- contesté.
–¿Qué escribe?-
preguntó con curiosidad.
La mentira me
repugna aun dentro de aquellos muros poco habituados a que
resuene en su
recinto la verdad.
–En el Heraldo
de Madrid y en toda la prensa liberal de España.
Su Santidad pareció
mirarme con la misma lástima que yo había experimentado
minutos antes.
Sin duda somos dos espíritus que nunca se comprenderían.
–Mi bendición
sea contigo, con toda tu familia y con los amigos que te sean
queridos, –dijo
alejándose.
¡Oh! Esta última
parte lleva la bendición del Papa a los más avanzados
españoles. Entre
los amigos que yo quiero, quedan benditos, además de muchos
compañeros del
Heraldo, Domingo Blanco, García Aguado, el padre Ferrándiz,
Baldomero
Argente y Blasco Ibáñez.
He pensado que
alguno tal vez rechace su parte en esta bendición, pero no hay
motivo para
ello. No debemos nosotros ser intransigentes” (Por Europa 64).
Existen más testimonios
directos, aunque algunos autores han descartado La novela de un literato de Rafael Cansinos-Asséns como un
documento de la época (2), por más que el autor, seguramente por discreción o
por pudor, nunca quiso publicarlo y fue sacado afortunadamente a la luz por su
hijo tras su muerte, para delicia de sus lectores. Allí se refieren varios episodios
acaecidos en la tertulia de Carmen de Burgos, una suerte de Ateneo político-literario
que se conocía en la capital española como “Los miércoles de “Colombine”, y
donde salieron un día a relucir Villaespesa, Rubén Darío, Baroja, Azorín,
Blasco Ibáñez...
– “¿Qué les
parece “La Barraca”?
– “Blasco es un
tío de la huerta, que no sabe escribir”.
– “No hable usted así de Blasco... ¡Blasco es nuestro Zola!..., replicó ella ofendida".
Y otra vez su pequeña
hija María Álvarez de Burgos, comete una indiscreción cuando intenta despedir a
los tertulianos: “¡Váyanse ustedes que va a venir Blasco!” (Cansinos-Asséns,
198).
Su defensa del
novelista valenciano no era interesada, aunque ella colaborara con Blasco y
Sempere en su editorial, donde publicó sus Cuentos
de Colombine y Los inadaptados, y
donde recomendó y realizó la traducción al castellano de la obra de ese genial
escritor y crítico de arte inglés llamado John Ruskin. O donde le hizo la
siguiente dedicatoria a Sempere, en un libro raro de recopilación de artículos
titulado Al balcón:
A Don Francisco
Sempere.
Una labor de
muchos años en su Casa; una constante correspondencia con
usted; el
haberle mostrado el esfuerzo esparcido en otros ámbitos, en otras empresas y
en otras
imprentas; el saber que los libros que usted tan bien me edita se venden
también, todo
eso me da hoy una desenvoltura que me consiente volver a la sencillez
que yo deseaba
para poderle ofrecer un libro con una dedicatoria, ni equívoca ni
complicada,
homenaje al espíritu inteligente, lleno de transigencia y de convencido y
ejemplar
liberalismo que hay en usted (p. 5).
Blasco Ibáñez y
Francisco Sempere la enfrascaron en la traducción de manuales de cocina
franceses a los que ella decía que les ponía luego su pizca de sal y pimienta y
que al parecer eran los libros más demandados por el gran público. El primero
que le pidieron le causó gran sorpresa y sopesó la eventualidad de no firmarlo
o hacerlo con otro pseudónimo pero... ¿Acaso era un desdoro comer bien? Aunque
muchos pensaban que estaba equivocada, lo cierto es que adoraba el arte de la
buena mesa y solía decir que un buen libro de cocina encerraba más felicidad
que una mala novela. Y como nunca estuvo sujeta a convencionalismos, en este
caso tampoco se guió por consejos o sugerencias de nadie. Es así como se armó
de valor una vez más y le escribió unas jocosas líneas a Sempere:
Pero no sólo de pan
vivía “Colombine”. Su lema preferido era “Arte y Libertad”, el mismo que usaba
“Sempere y Compañía Editores”. Y era buena compaña: Vicente Blasco Ibáñez y su
yerno Fernando Llorca. Al igual que el delicioso vallecito andaluz donde
transcurrió su adolescencia, donde se grabó en su alma el panteísmo y el ansia
ruda de los afectos nobles, la rebeldía contra el engaño y la injusticia,
“Colombine” escribió para esta editorial valenciana algunos de sus mejores
cuentos. Pero ¿por qué destrozar una novela para hacer un cuento? Pues
sencillamente porque Sempere le pidió un original y quiso darle así una débil
muestra de agradecimiento y afecto. No era “Colombine” de las autoras que
pudieran quejarse de sus editores y se complacía en reconocer y proclamar el
agradecimiento que a la generosidad de Sempere y Blasco les debía. En esos
duros comienzos solía decir que si algun día venciera en las lides de la vida,
le debería una gran parte del triunfo a esas manos caballerescas y protectoras.
Por eso se jactaba de que jamás había ocultado los favores que recibió, las
admiraciones a que rendía culto ni los amores que sentía. Sólo ocultó a veces
los desprecios con que sustituía al odio, porque éste no podía caber en su
alma.
Por eso no le
sorprendía que el crítico y amigo del Heraldo,
Vicente Almela, le recordase en la fogosidad y soltura de estilo a Blasco
Ibáñez (Ctd en Utrera 90). Ella acogía con sorna estos dobleintencionados
elogios, pero no le detenían en su labor de propagar la genialidad de Blasco
entre los jóvenes modernistas y las vanguardias madrileñas que se agrupaban en
el Prometeo de Ramón Gómez de la Serna y en la Revista Crítica, que ella dirigía. Allí escribió sin reparos sobre
las mujeres en la obra de Blasco Ibáñez y preparó su semblanza antes de su
primer viaje a Argentina, donde se disponía en un principio a dar conferencias
sobre literatura española contemporánea... Blasco Ibáñez, que la precedió,
concluyó su periplo con una de las urbanizaciones más románticas que ha dado el
siglo XX.
Ella desdeñaba el
cotilleo que se empeñaba en propagar rumores sobre sus amoríos con Blasco, pero
no era obstáculo para que se declarara blasquista convencida, literaria y
políticamente hablando. El resto lo dejaba para la intimidad. Lo cierto es que
el valenciano fue ilustre jurado de su premio de novela en la Revista Crítica junto con Galdós y Ruben
Darío y conformó también con ella la primera “Alianza Hispano Israelita”. No
hay dudas ni sombras sobre aquella intensa relación amistosa y leal entre
Blasco Ibáñez y “Colombine”. Ella cultivó ardorosamente la crónica política de
combate con el pseudónimo de “Gabriel Luna” –tomado del libro de Blasco
titulado La Catedral– en El Pueblo, periódico que él dirigía y en
cuyo credo artístico y de grandes rebeldías comulgaba. Y colaboró en la
creación de aquella mítica “Biblioteca Revolucionaria”, lo que le acarreó junto
a él la persecución de los retrógrados.
1.3 Federico García Lorca y Ramón Gómez de la Serna
Con Federico García
Lorca la relación personal de “Colombine” es igualmente opaca pero aparece algo
más nítida en sus obras. Carmen escribe Puñal
de Claveles (3) sobre una tragedia real ocurrida en Níjar (Almería)
cuando una novia escapa con su antiguo pretendiente el día de su casamiento y
éste muere a manos de la familia despechada del novio. Lorca recrea igual
suceso poco después en sus célebres Bodas
de Sangre (4). Ambas dialogan sutilmente, parecen mirarse en un
espejo deformante: teatro poético frente a novela, conclusión abrupta o final
feliz, “miedo a las máquinas que cortan los brazos” contra la defensa del
maquinismo y la industria en el campo... Estos detalles son fáciles de
encontrar. Al igual que los espejos de la risa, el reflejo lorquiano siempre
conserva algo del original que lo hace reconocible: la figura envolvente de la
madre, el olor de los claveles que despierta pasiones sumergidas, el puñal de
plata en los ojos, las mismas dudas de quienes iban al casamiento sin alegría y
sin repugnancia… Lorca confiesa en una carta que le caían mejor las mujeres
gruesas que las extremadamente delgadas, sin miedo a lo sexual ni terror al que
dirán. Inevitable vislumbrar también a “Colombine”, pareja de hecho diríamos
hoy de su admirado Ramón.
Durante la larga época
en que convivía junto a Carmen, Ramón fue nombrado “rinconcillista transeúnte”,
pues la tertulia granadina y lorquiana del Rinconcillo del Café Alameda admitía
tener “vasos comunicantes” con la de Pombo. Federico invita a Ramón a tener un
papel estelar en su Festival de Cante Jondo de Granada, junto a Falla y
Zuloaga. Su pariente, el excelente pintor Ismael de la Serna, colaboró en el
Gallo granadino.... En la madrileña Revista
de Occidente de Ortega y en la parisina Intentions
de Larbaud, Ramón recomienda a Federico como poeta joven para que publique.
También Lorca pasó por Pombo y antes por el Café de Platerías de
Cansinos-Asséns, literato tan unido a “Colombine”, a su hermana Ketty de Burgos
y a Ramón –y luego tan desunido–. Y cuando De la Serna estrena su obra de
teatro Los medios seres, introduce en
el guión aquellos célebres versos: “Y yo me la llevé al río, creyendo que era
mozuela, pero tenía marido...”. Era La
casada infiel de Lorca –significativo título–, que debía ser recitada
por... María Alvarez de Burgos, la hija de “Colombine”.
El corral estaba muy
alborotado. Cuenta Andrew Anderson en un bello catálogo sobre Gallo que antes
de publicarse todo el Romancero gitano
aparece el poema “El emplazado” en la revista santanderina Carmen y La casada infiel
en la madrileña Revista de Occidente.
Y en Parábola de Burgos, “Dos Normas”,
poemas sueltos de Lorca que emocionan enigmáticamente: "Norma de ayer
encontrada, sobre mi noche presente; resplandor adolescente, que se opone a la
nevada. No quieren darte posada, mis dos niñas de sigilo, morenas de luna en
vilo, con el corazón abierto; pero mi amor busca el huerto, donde no muere tu estilo" (Lorca, Obras 2, 489).
Hubo mucho ruido en ese
estreno del Teatro Alkázar de Los Medios
Seres, pero pocas nueces en la taquilla de los sucesivos días. Y eso que la
“claqué” vestiría con los años de chaqué: Jardiel, Mihura, López Rubio,
Neville, Tono, Ros... Todos discípulos de Ramón, que entonces fecundaba como
dramaturgo lo que a Ionesco en Francia o Coward en Inglaterra les ha hecho
inmortales y contemporáneos. Pero en España sigue siendo ese gran desconocido,
“inventor” de las greguerías, tópico que lo hace más popular pero oscurece el
resto de su producción, más original, innovadora y vanguardista. Le ocurre hoy
lo mismo que ayer.
Tras el fracaso, su
hija María y su pareja Ramón huyen durante 25 días de fugaces amoríos, lo que
consuma la ruptura de su ya languideciente relación con “Colombine”. Dice él
que no había tomado la iniciativa. ¿Era María quien también cocinaba
ancestrales venganzas de emancipación, Electra viva? Al fin y al cabo se
parecía en eso a su madre, otra incómoda y moderna transgresora. Fue una noche
febril, precipitada y demencial, donde se agolpaban en su cerebro antiguos
desplantes maternos ahora saciados por su hija. Y viejos rechazos de la amante,
ahora vengados como marido de hecho. Aunque los dos temblaban, no hubo tregua.
Perversión irresistible, “corría la morfina por las venas y la cocaína por los
espejos...”, escribió Ramón. “Te había deseado como a mi padre, pero fuiste mi
horror”, contestó María. En el piso bajo del escritor, en lo que fue la última
novela de su vida, se consumaron los arrebatos y en medio de este maremagnum
clandestino surgen Los medios seres
de Ramón. Luego él huyó a París y más tarde a Argentina. Regresó ya emparejado
con Luisa Sofovich (Utrera 434).
Por si todo esto no
fuera suficiente, Lorca y Ramón coinciden en la gira de conferencias que en la
primavera de 1932 organiza Arturo Soria (nieto) desde sus Comités de
Cooperación Intelectual. Gracias a las cartas encontradas por Nigel Dennis y al
relato que de aquellos días realizó el periodista Rafael Flórez con testigos
presenciales –incluído Ramón– sabemos que él temía una “venganza andaluza que
pusiese por medio la irreparabilidad de la sangre” (Flórez 364). Por eso Ramón
le confiesa a Soria que quiere conocer detalles sobre su invitación para “saber
cierto (...) en que estoy metido” (Dennis 42). Tratándose de un relevante
republicano y siendo “Colombine” el icono más literario de la República, la
paranoia de Ramón ante lo que le pudo parecer un cepo, quizás llegara a
extremos tan hilarantes hoy como sospechados entonces. Creo que la palabra que
Dennis no ha podido descifrar por ilegible habría que buscarla en esa
situación.
¿De que represalia
sureña se trataba? Era complicado soslayarla: había ejercido muchas veces de
hombre comprometido con una mujer española, pero que se queda en América por
miedo a lo que pueda hacer la que no le perdió su feroz amor al verle llegar
con otra. Decía a sus amigos que estaba atravesando una situación confusa, con
algo de temor, más que por él por Luisa Sofovich, temiendo esos desquites que
no dudan. Y el hiperestésico Ramón estaba convencido de que “Colombine” era tan
hiperestésica como él –¡tantos años escribiendo juntos y combinándose papeles,
jugando con la escritura y con los libros!–. Desde la malhadada noche de Los medios seres temía que la ostentosidad
pública de volver unido a una mujer de otro país pudiera levantar cóleras
dormidas en la raza mora. Por eso debía inventar disimulos (secretariados,
viajes...) “ante la posibilidad de lo grave y solapado” (Flórez 365) a manos de
esta Alcibiades que, eso creía él, ya había dejado escrito su escarmiento en
los títulos de sus dos últimos libros: Quiero
vivir mi vida y Puñal de Claveles.
Todo esto lo supo Flórez de primera mano y lo escribió.
Ramón lo aceptaba todo
menos exponerse en Madrid. Si las conferencias que le había preparado Soria, y
en cuya nómina y gira también estaba Lorca, le obligaban a fijar una fecha de
salida y sabía que el secreto de salvar la vida de las horcas del destino era
no tener que salir un día determinado, al menos no le pondría fácil a
“Colombine” el presunto resarcimiento del que se creía ya víctima este
incorregible hipocondríaco: todo menos Madrid, donde vivía ella.
Si Lorca escuchó o no
estas tragicómicas hablillas –para Ramón más trágicas que cómicas– que corrían
por los mentideros literarios de la Villa y Corte, no lo sabe nadie pero
tampoco sería extraño porque, si no se las contó el propio Ramón, en esas
fechas lo escucharon conferenciar sobre Poeta
en Nueva York en la Residencia de Estudiantes. De hecho, otro poeta, Manuel
Machado, fue quien selló meses después la reconciliación amistosa de la ya
ex-pareja, un pacto en el que ambos juraban no apalearse... literariamente.
Ella sería para él su Amada Antigua y él sería para ella el pícaro Andresillo
Pérez.
Llegada la paz, los
domingos por la tarde, en casa de ella, entresuelo del 2 de la calle Nicasio
Gallego, ambos se reirían de esta manía persecutoria, trastorno bipolar o
asesinatos por celos estudiados por el doctor Gregorio Marañón, que reflexiona
sobre ellos en su prólogo a Quiero vivir
mi vida. Los miedos de Ramón tenían donde agarrarse.
1.4 Colombine y el "sufragismo"
En cuanto a su papel
como pionera del sufragismo en España, tampoco en esta materia ella ha gozado
de mejor fortuna. El 19 de octubre de 1906 se producía por primera vez una
campaña pública que reivindicaba el derecho de voto para la mujer, al más
genuino estilo de las sufragistas anglosajonas, pioneras en la demanda de
derechos civiles. La iniciativa se produjo desde las páginas del Heraldo de Madrid por Carmen de Burgos.
La contestación fue la prevista: sornas, insultos, sarcasmos o el desdén más
absoluto.
La historia del
sufragismo español se ha contado a veces con demasiados prejuicios y una
evidente falta de autoestima: en España se aprobó el voto para la mujer antes
incluso que en Francia, según recuerda el profesor Carlos Berzosa. Esta
historia tiene además nombres propios y aunque sus recorridos hayan sido
silenciosos, perduran aún hoy. A este apagón sobre Carmen de Burgos y el
sufragismo se llega por diferentes y variados caminos, pero han podido pesar
cuatro grandes tabúes: el voto femenino fue una reivindicación de hombres y
mujeres conjuntamente; se opusieron también con igual fiereza o desprecio tanto
hombres como mujeres; el protagonismo político fue de simpatizantes y
militantes de izquierdas pero también conservadores; y la pionera fue una mujer
progresista y liberal independiente, militante al final de su vida del Partido
Republicano Radical Socialista (PRRS), formación que, paradojas del destino, se
opuso a este derecho. Librepensadora, poco amiga de la disciplina ideológica y
combatiente sobre todo del dogmatismo, su labor pionera como sufragista hoy aún
se le escatima y ha provocado división de opiniones. Los ejemplos abundan:
Nunca hubo en
España nada que pueda compararse al impulso agresivo y heroico de las
sufragistas británicas (...). Nuestro feminismo no llegó nunca a formar lo que
se llama un movimiento y tuvo siempre un carácter vergonzante (...). La
resignación fue el rasgo dominante de nuestras mujeres y si a comienzos de los
años veinte llegó a tener cierta importancia fue seguramente a consecuencia de
las repercusiones de la guerra europea” proclamaba la Condesa de Campo Alance
en 1963 (p. 29).
También la profesora
Concha Fagoaga considera que hubo un sufragismo mínimo que sitúa en la época
1918-1931, y Mª Isabel Cabrera Bosch dice que fue algo inexistente. En esta
misma línea se manifiesta Anna Estany, como anuncia desde el mismo título de su
trabajo: “Sufragismo: las españolas brillaron por su ausencia”. Sólo Paloma
Castañeda se atreverá a recordar que Carmen escribe el 19 de marzo de 1908 “El
voto de la mujer” en el Heraldo de
Madrid, artículo en el que exige el sufragio y “utilizará, desde este momento,
todos los medios a su alcance para divulgar sus ideas y contactará con las
sufragistas británicas para darles su apoyo y solidarizarse con su causa” (p.
121). También Concepción Núñez Rey se remonta al otoño de 1906 para afirmar que
“Colombine” estuvo en contacto con las sufragistas europeas, especialmente con
las inglesas, a través de la sede en París del Lyceum Club, y trajo el
propósito de lanzar un nuevo plebiscito capaz de mover a la opinión pública (p.
165).
Negaciones desde el
campo del feminismo militante o las de Juan Manuel de Prada desde el machismo
impenitente se suceden a izquierda y derecha. La bella exposición sobre “El
voto de las mujeres (1877-1978)”, abierta a su itinerancia por otras ciudades y
organizada por la Fundación Pablo Iglesias y la Biblioteca Nacional en Madrid,
reflejaba últimamente los tópicos e inercias antes mencionados en una sala que
encumbraba a las dos mujeres que con mayor miopía se opusieron al voto
femenino: Victoria Kent (Radical Socialista) y Margarita Nelken (PSOE).
Cuando Carmen de Burgos
“Colombine” inicia su movilización pública, de la que existe amplia constancia
documental, el conservador Conde de Romanones no vaciló en desautorizarla: “si
entre nosotros la práctica electoral nos lleva a tantas corruptelas ¿que será
interviniendo el elemento femenino?” Al otro extremo ideológico, el periodista
republicano Luis Morote coincidía con el argumento de que el acceso seguido de
tres reinas al trono español (la liberal María Cristina de Borbón, Isabel II y
Cristina de Habsburgo) y sus 52 años de reinado o gobierno femenino, había sido
“largo, accidentado y catastrófico”. Hasta la anciana escritora jienense
Patrocinio de Biedma propagaba que el voto a la española era “una broma que
decidiría el capricho del padre, el amigo o el marido” y la acreditada médico
valenciana Concepción Aleixandre erraba el diagnóstico: antes que la papeleta,
mejor que los días de elecciones no fueran jornadas “de borrachera, pendencias
y hasta crímenes”.
Hombres y mujeres
desprestigiaban esta campaña con las más peregrinas ideas, así el periodista
Mariano de Cavia: “con la crítica de la razón pura digo que sí, con la de la
razón práctica digo que no”. Los hermanos Quintero fueron más ramplones: “sería
cosa de emigrar o pegarse un tiro por debajo de la barba”. En este singular y
pionero plebiscito de papel que emprendió “Colombine”, otros sugerían que las
mujeres no debían votar pero tampoco algunos hombres, aprovechando para ir
contra el sufragio universal. Incluso había quien creía que el día que una
mujer fuese alcalde o concejal se le acabaría su hermosura, como si por votar
creciera la barba y el bigote. Contestaron 4.962 personas a la encuesta y hubo
3.640 noes y 922 síes (Utrera 74-75).
Fue una derrota
clamorosa, pero las sufragistas que secundaron a “Colombine” lograron colar el
debate en las Cortes y resucitar una corriente de opinión olvidada desde que en
1877 el diputado conservador y periodista tradicionalista por Albacete, Carlos
María Perier, presenta la primera petición de voto femenino, aunque fuera
restringido. Tres senadores (el liberal Conde de Casas-Valencia, el
nacionalista catalán Odón de Buen y el demócrata Luis Palomo) y un diputado
republicano federal (Joaquín Salvatella) llevan de nuevo la cuestión al
hemiciclo al discutir la reforma electoral municipal. Perdieron otra vez la
votación de forma aplastante. El diario La
Nación de Florencia se hizo eco de la iniciativa pero su patrocinadora se
lamentaba que mientras otras europeas comenzaban su vindicación, en España se
contestaba con tópicos y atavismos o silencios huecos.
Aún así, la mecha
estaba encendida. En 1908 otro diputado republicano, Francisco Pí y Arsuaga
(hijo del presidente de la primera República, Pí y Margall) vuelve a la carga y
la cámara se divide más ostensiblemente. Afloran los matices: Canalejas y
Morote dicen sí, pero con condiciones: sólo voto municipal para mujeres
emancipadas (solteras, viudas o separadas) aunque temiendo que se dejaran
influir por los confesionarios. El conflicto no fue ideológico sino de
conciencia: la enmienda de Pí y Arsuaga en favor del voto femenino obtiene 35
respaldos, 21 liberales y 14 conservadores, pero fue tumbada por 65, de ellos
11 progresistas.
En ese interesante
estudio de la profesora de Periodismo, Concha Fagoaga, se revela que votaron
incluso hermanos contra hermanos (Vicente Navarro Reverter “sí” y su hermano
Juan, “no”). “Colombine” explicó el revés así: “Si no encarno espíritu
feminista, respiro espíritu liberal... pero liberal de veras, de esos que
defienden el voto de la mujer o lo discuten con razones, no de los que de una
manera rutinaria se apegan a lo arcaico, como el más impenitente conservador.
En España no hemos sido las mujeres las que hemos provocado este movimiento tan
simpático, sino hombres de espíritu liberal y justiciero. Ahora puede pasar
como a los niños que se les niega un juguete. Las damas podemos fundar una
Sociedad semejante al Consejo Nacional de Mujeres Francesas. La pérdida de la
votación en el Congreso es el primer paso para el triunfo del sufragio femenino
en España” (Utrera 96). Quedaban 23 años para cumplirse la profecía.
En 1910, en el Teatro
Barbieri de Lavapiés se reunen por vez primera mujeres sufragistas, que ya se
cuentan por centenares: Antonia López, Micaela Cervera, Carmen Jordán, Flora
Díaz, Purificación Fernández... Son, como Carmen de Burgos, las pioneras,
sufragistas “desconocidas” y “anónimas” de las que nada se sabe porque la
cómoda y lustrosa historiografía feminista no se ha molestado en indagar. La
doctrina oficial es que en España no hubo vindicadoras del voto, no existen, al
contrario que en otros países de Europa y América.
Así las cosas, el sufragismo
femenino vuelve a las tinieblas. El 11 de noviembre de 1919 se firma el
armisticio de la primera guerra europea. Meses antes, ya en un clima de paz
mundial, el ministro conservador de Gracia y Justicia, Manuel de Burgos y Mazo,
elabora un proyecto de ley de reconocimiento del voto femenino que ni siquiera
se admite a trámite. Existía la creencia, expresada años después por el hermano
del futuro dictador Franco, el entonces diputado de Izquierda Catalana, Ramón
Franco Bahamonde, de que “el sentimiento pacifista del mundo llegará a ser una
realidad cuando en todas las naciones tengan voto las mujeres”. Carmen de
Burgos, más escéptica, pensaba que más bien sería “un ejército mundial para la
paz el que acabase de una vez por todas con las guerras”, ya que “nacía un
egoísmo nuevo, un nacionalismo en casi todos los Estados, la idea de “Patria”,
que tan bien saben explotar algunos, cuando la patria es toda la tierra y
nacemos en el mundo”. Ella pensaba que la misión de la humanidad era “reducir
al mínimo los enormes gastos de guerra y sustituir por obras de vida las obras
de muerte”, lo cual era un esfuerzo de mujeres y de hombres que, como el
escritor Tolstoi, habían preferido “morir a vivir con las manos manchadas de
sangre” (Utrera 63).
En este ambiente llega
en 1919 la segunda acometida de las sufragistas en favor del voto femenino. Se
produce de nuevo desde las páginas del Heraldo
de Madrid y después se plasma en una petición colectiva de la Cruzada de
Mujeres Españolas, encabezada por 14 de ellas, pero con varios pliegos de
firmas femeninas, documento parlamentario inédito que incomprensiblemente se
desveló sólo en parte en la mencionada exposición de la Fundación Pablo
Iglesias. Estas 14 sufragistas fueron Carmen de Burgos, su hermana Ketty, Adela
Ruiz, Emiliana Martín, Enriqueta Chalón, Pilar Poleró, la condesa de Morella,
la marquesa del Ter, Carmen Tejero, la señora de Cabrero, Pilar Paniagua,
Agustina Acero, Antonia Crespo y Sixta Fernández. A “Colombine” la señalaban en
la exposición como defensora del divorcio. El resto, ni eso.
En aquel tiempo, ellas
empezaron a romper el hielo y ellos a secundarlo: el político Alejandro Lerroux
se sumaba con reservas (“después de las conmociones y perturbaciones que esto
pudiera producir vendría una saludable reacción, obligaría a todos a modificar
el medio ambiente, la legislación y las costumbres para que la mujerciudadano
fuera y pudiera ser lo mismo que el hombre-ciudadano”. El escritor Azorín
insistía en que “la mujer debe ser total, absolutamente igual al hombre. Igual
en el derecho, en la política, en la economía social, en el trabajo, en la
remuneración del trabajo...”. Antonio Maura llevaba el asunto a la Academia y
lo defendía... Pero muchas mujeres seguían timoratas, aunque no “Colombine”:
alentó que en 1919 se celebrara en España el Congreso Internacional de Mujeres
que demandaba el voto femenino. El anterior se había celebrado en París en
1913: “Entonces fui yo la única española adherida” (Utrera 359-360).
El periódico El Fígaro realizó en esas mismas fechas
una encuesta bajo el título “¿Qué harían en el Congreso las mujeres españolas?”
: tres escritoras, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos y Concha Espina,
respondían con decisión. La gallega para presentarse como “la primera
sufragista española que ha votado (para compromisarios y senadores)”, la
andaluza para aceptar el escaño como “liberal independiente, amiga del orden
social y partidaria de reformas radicales” sobre la familia, la regulación del
divorcio, la despenalización del adulterio (castigado sólo en la mujer), la
investigación de la paternidad, la persecución de la trata de blancas y la
igualdad de los hijos extramatrimoniales o adoptados. Por último, la literata
cántabra reclamaba los mismos derechos humanos para la mujer y los niños que para
el hombre. Otras se mostraban cautas: Margarita Nelken posponía el voto hasta
que la mujer consiga “independizarse social y económicamente”, la doctora
Aleixandre priorizaba la “urgentísima” necesidad de que se eduque a la mujer y
María de Maeztu prefería la elevación espiritual frente a las aspiraciones
materiales. Y Romanones coincidía con sus cautelas: “la mujer no es
políticamente muy independiente, aunque reconozco que se dirá que tampoco lo es
el hombre” (Cenamor, “Que harían”).
En 1923 llega la “dictadura
alegre” o “dictablanda” de Primo de Rivera, la misma que concede el voto a la
mujer con restricciones, sólo en las municipales, para mayores de 23 años sin
patria potestad (excepto “dueñas y pupilas de casas de mal vivir” o casadas) y
divorciadas (sólo si hay sentencia firme de divorcio que “culpe” al marido, o
si éste es sordomudo, loco, está ausente o privado de sus derechos). Tanta
cortapisa no hacía falta: nunca convocó elecciones a Cortes. Esta dictadura que
presumía de cierta liberalidad por su espejismo dicharachero, encarceló a
sindicalistas y doctores (Gregorio Marañón), cerró el Ateneo y dictó prisión
contra su Junta, forzó la salida de Ortega y Gasset de su cátedra y desterró a
Unamuno en Fuerteventura.
Con el general chocan
las mujeres demócratas, entre ellas la escritora grancanaria Mercedes Pinto,
secretaria de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas que
presidía Carmen de Burgos. Allí ya eran socias la socióloga uruguaya Paulina
Luisi, la neoyorkina-mexicana Elena Arizmendi, la hondureña Anita Lagos, la
chilena María Jesús Palacios de Díaz, las argentinas Rosa de Vidal, Petrona
Eyle y Adelia di Carlo, la peruana Miguelina Costa Cárdenas, la mexicana Sofía
Buentello, la costarricense Ángela Acuña, la guatemalteca Natalia Garriz de
Morales, la salvadoreña Elena Ruano, la boliviana Elena Smith, la ecuatoriana
Zoila Ugarte, la nicaragüense Josefa Toledo de Zaldívar, la paraguaya María
Felicidad González, la colombiana Blanca Isasa de Jaramillo Mesa, la dominicana
María Ángeles de Camino, la californiana María Castillo de Ponce, la cubana
Mariblanca Salas Alomá y la portuguesa Elvira Dantas de Machado. Para ellas
tampoco hay hueco en la historia del sufragismo latino.
Con estos mimbres llega
en 1931 la II República, pero ésta tampoco trajo de inmediato el voto para la
mujer. Sólo se admitía como candidata y elegible, pero no como electora. De las
listas accedieron al Congreso
de los Diputados tres mujeres: Clara Campoamor (republicana-radical), Victoria
Kent (radical-socialista) y un mes más tarde Margarita Nelken (PSOE), cuyo
retraso en ocupar su escaño se debió a nuestras ancestrales dificultades con
los cómputos.
En el histórico debate
constituyente (1 de octubre de 1931) sólo Clarita (así era conocida) defendió
el voto femenino, acompañada eso sí, por otros 160 diputados socialistas,
agrarios, nacionalistas vasco-navarros, izquierda catalana y republicanos
conservadores y progresistas, mientras que Kent sólo lograba el apoyo de otros
120 escaños radical-socialistas, radicales y de Acción Republicana. En las
filas de los sufragistas, por fin mayoritarios, estaban Alcalá-Zamora, Fernando
de los Ríos, Miguel Maura, Largo Caballero, Lluis Companys, Jiménez de Asúa,
Gil-Robles, Ramón Pérez de Ayala, Juan Negrín, el obispo Antonio Pildaín,
Justino de Azcárate, el médico César Juarrós, Marcelino Oreja Elísegui, Ramón
Franco o Pí y Arsuaga. En contra votaron Claudio Sánchez Albornoz, Rafael
Guerra del Río, Antonio Tuñón de Lara o Pedro Sainz Rodríguez. Otros 188
diputados hicieron mutis por el foro y se ausentaron de la cámara. También
gracias a ellos el voto de la mujer entraba en España.
Notas
(1). La novela de “Colombine” en la que
aparece este personaje es La entrometida.
Todo lo relativo a la relación entre ambos en Utrera 353-355.
(2). “Sus literarias y subjetivas
memorias contienen un cúmulo de imprecisiones y errores muy graves (...) que ya
han producido grave daño en la limitada y poco rigurosa recuperación que muchos
han hecho de la memoria de Carmen de Burgos”, asegura Concepción Núñez Rey (Ctd
en Carmen 134).
(3). La primera edición es de 1931, pero
existe una edición moderna a cargo de Miguel Naveros en el año 1991 y publicada
en Almería por la editorial Cajal.
(4). El estreno de la obra de teatro se
produjo el 8 de marzo de 1933 en Madrid.
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