Carmen de Burgos “Colombine”:

sufragista “anónima” y escritora “sin gracia”

 

Federico Utrera
Universidad Rey Juan Carlos (URJC). Madrid.

Carmen de Burgos (1867-1932) ha protagonizado varios textos literarios españoles con una imagen deformada, ridícula y denigrante. Sirva como ejemplo de ello la novela Las Máscaras del Héroe del conocido escritor y articulista español Juan Manuel de Prada, donde figuran los siguientes comentarios: “Aceptó como inquilina [...] a una tal Carmen de Burgos, escritora sin gracia, partidaria acérrima de una república federal, sufragista y algo machorra. Firmaba Carmen de Burgos sus obras con el seudónimo de “Colombine” (De Prada, 21). Poco después añade: “Colombine”, (...) recorría los Círculos Culturales pronunciando conferencias para un público femenino en las que se empezaba vindicando el divorcio y se terminaba, en medio de un frenesí de aplausos, instaurando un régimen de matriarcado donde no se excluyesen el amor sáfico y la castración”. También “se pavoneaba ante sus invitados con ademanes de gallina clueca” y “había sufrido el despecho y el abandono de hombres anónimos que, aprovechando su furor uterino, se la habían beneficiado” (De Prada, 22).

Los insultos vinieron precedidos del silencio. La primera biografía que se publica en España sobre ella aparece en 1976, más de cuatro décadas después de su muerte, a cargo de la profesora norteamericana Elisabeth Starcevic. Todo un giro desde que el periodista del diario ABC Cristóbal de Castro señalara en 1931 que entre las escritoras de ese tiempo destacaban en labor academicista, de erudición, de investigación, de aportación crítica y documental, de eficacia para las letras puras, Blanca de los Ríos, Concha Espina y Carmen de Burgos (De Castro, 9).

 

1.1 Benito Pérez Galdós

Los olvidos y desmemorias afectan tanto a su influencia literaria como política. Existe un detallado epistolario entre Carmen de Burgos y Benito Pérez Galdós, pero no se ha realizado nunca un trabajo sobre la relación de ella con el escritor canario en ninguna institución o centro de estudios galdosiano. Ni siquiera su más voluminosa biografía de casi mil páginas la menciona, aunque se detiene sobre las cuatro relaciones femeninas del escritor, ignorando las 19 cartas depositadas en la Casa Museo Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria. Lo mismo ocurre en su relación con Vicente Blasco Ibáñez, que recogió Rafael Cansinos-Asséns en su célebre trilogía titulada La novela de un literato, pero que apenas ha tenido continuidad, a pesar de que Cansinos, al que Jorge Luis Borges consideraba su maestro, recibió más de una treintena de misivas de Carmen de Burgos y de su hermana Ketty. Con el Premio Nóbel Juan Ramón Jiménez y con el poeta Rubén Darío ocurre lo mismo, contándose con varias cartas que podrían iluminar la cuestión. Y quizás lo más asombroso, tampoco existe ningún trabajo monográfico en España sobre la relación intertextual entre Ramón Gómez de la Serna y Carmen de Burgos, a pesar de sus veinte años de convivencia y escritura, a veces al alimón.

Galdós y Carmen eran republicanos, projudíos y probablemente masones y fue el profesor Sebastián de la Nuez el primero que analizó cómo en una determinada época las mayores influencias vitales del poeta Tomás Morales fueron Galdós, “Colombine” y Villaespesa, por ese orden.

¿Hasta qué punto influyó e intimó Galdós con esta mujer entrada en carnes y descarada cuando el ideal de belleza en esos tiempos de escaseces era precisamente la abundancia rubensiana? Las cartas dejan entrever períodos de mayor o menor familiaridad, por lo que habrá que recurrir también a la diosa de la literatura, en este caso la novela. En las de Pérez Galdós nada se ha encontrado hasta ahora, pero en las de “Colombine” aparece un canoso personaje que lo deja entrever y se llama “Pérez Blanco”. Él le da consejos a una mujer con la que congenia, en especial tres: no aparecer por nada del mundo en un lugar donde no te hayan invitado; no envanecerse nunca por el aplauso ni embrutecerse jamás por la sensualidad; y el más transcendente: saber que hay que apresurarse a gozar del beso para cuando llegue el día en que no tengamos boca. Cuando falleció, Carmen de Burgos recordó sus alientos en favor de sus campañas feministas para que la mujer accediese a los altos cargos, a la carrera diplomática o para crear escuelas y hospitales para ellas (1).

1.2 Vicente Blasco Ibáñez

Con Blasco Ibáñez sucede algo parecido. Fue precisamente en las páginas de El Heraldo donde contó por vez primera en 1904 con su complicidad en la encuesta sobre el divorcio, al responderla en estos términos:

“Señora “Colombine”: Soy partidario decidido del divorcio, por lo mismo que creo en el amor y no en el matrimonio. La bendición del sacerdote, el acta del juez, las conveniencias sociales, son invenciones humanas de las que se ríe el amor, eterno y caprichoso soberano del mundo imaginado por todas las mitologías como un dios voluble y tornadizo. Cuando el amor se aleja para siempre, ¿a qué empeñarse en mantener la ligadura del matrimonio entre dos seres que se odian o se desprecian, como los presos que amarrados por la misma cadena han de satisfacer en común las más groseras necesidades? Sin el amor no debe subsistir la asociación del hombre y la mujer, por más bendiciones que la santifiquen y leyes que la protejan. Los seres sanos y fuertes, cuando no se aman, deben decirse adiós, sin pena y sin rencor, emprendiendo distintos caminos para rehacer de nuevo su vida. V. B. I.” (De Burgos, El divorcio 1314).

Cuando Carmen de Burgos inicia después su primer viaje por Italia, donde pronuncia su primera conferencia en la Asociación de la Prensa de Roma, tuvo tiempo para detenerse en el Vaticano de Pío X. Con él se produce la siguiente conversación, donde lo menciona:

“El Papa me demandó mi país y profesión.

–Periodista española- contesté.

–¿Qué escribe?- preguntó con curiosidad.

La mentira me repugna aun dentro de aquellos muros poco habituados a que

resuene en su recinto la verdad.

–En el Heraldo de Madrid y en toda la prensa liberal de España.

Su Santidad pareció mirarme con la misma lástima que yo había experimentado

minutos antes. Sin duda somos dos espíritus que nunca se comprenderían.

–Mi bendición sea contigo, con toda tu familia y con los amigos que te sean

queridos, –dijo alejándose.

¡Oh! Esta última parte lleva la bendición del Papa a los más avanzados

españoles. Entre los amigos que yo quiero, quedan benditos, además de muchos

compañeros del Heraldo, Domingo Blanco, García Aguado, el padre Ferrándiz,

Baldomero Argente y Blasco Ibáñez.

He pensado que alguno tal vez rechace su parte en esta bendición, pero no hay

motivo para ello. No debemos nosotros ser intransigentes” (Por Europa 64).

 

Existen más testimonios directos, aunque algunos autores han descartado La novela de un literato de Rafael Cansinos-Asséns como un documento de la época (2), por más que el autor, seguramente por discreción o por pudor, nunca quiso publicarlo y fue sacado afortunadamente a la luz por su hijo tras su muerte, para delicia de sus lectores. Allí se refieren varios episodios acaecidos en la tertulia de Carmen de Burgos, una suerte de Ateneo político-literario que se conocía en la capital española como “Los miércoles de “Colombine”, y donde salieron un día a relucir Villaespesa, Rubén Darío, Baroja, Azorín, Blasco Ibáñez...

– “¿Qué les parece “La Barraca”?

– “Blasco es un tío de la huerta, que no sabe escribir”.

– “No hable usted así de Blasco... ¡Blasco es nuestro Zola!..., replicó ella ofendida".

 

 En otro momento, llega a casa el novelista valenciano: “Vengo ahora del Congreso, cansado de tanto discurso... Hablemos de literatura... Ah, joven Cansinos, envidio sus melenas, ¡ay!... También en mis tiempos las llevaba”.

Y otra vez su pequeña hija María Álvarez de Burgos, comete una indiscreción cuando intenta despedir a los tertulianos: “¡Váyanse ustedes que va a venir Blasco!” (Cansinos-Asséns, 198).

Su defensa del novelista valenciano no era interesada, aunque ella colaborara con Blasco y Sempere en su editorial, donde publicó sus Cuentos de Colombine y Los inadaptados, y donde recomendó y realizó la traducción al castellano de la obra de ese genial escritor y crítico de arte inglés llamado John Ruskin. O donde le hizo la siguiente dedicatoria a Sempere, en un libro raro de recopilación de artículos titulado Al balcón:

A Don Francisco Sempere.

Una labor de muchos años en su Casa; una constante correspondencia con

usted; el haberle mostrado el esfuerzo esparcido en otros ámbitos, en otras empresas y

en otras imprentas; el saber que los libros que usted tan bien me edita se venden

también, todo eso me da hoy una desenvoltura que me consiente volver a la sencillez

que yo deseaba para poderle ofrecer un libro con una dedicatoria, ni equívoca ni

complicada, homenaje al espíritu inteligente, lleno de transigencia y de convencido y

ejemplar liberalismo que hay en usted (p. 5).

 

 Luego enviaría a la histórica editorial valenciana “La voz de los muertos”, las traducciones de Emilio Salgari, Leon Tolstoy, Ernesto Renan, el Dafnis y Cloe del griego Longo, un prólogo a una obra de su amigo Roberto Bracco, célebre dramaturgo italiano, libros de cocina... Porque Carmen de Burgos era una escritora, activista política y periodista que escribía libros de cocina, afrenta que el mundo de las Letras y del Parlamento tardó en digerir. La gastronomía no era por entonces la antesala de la modernidad.

Blasco Ibáñez y Francisco Sempere la enfrascaron en la traducción de manuales de cocina franceses a los que ella decía que les ponía luego su pizca de sal y pimienta y que al parecer eran los libros más demandados por el gran público. El primero que le pidieron le causó gran sorpresa y sopesó la eventualidad de no firmarlo o hacerlo con otro pseudónimo pero... ¿Acaso era un desdoro comer bien? Aunque muchos pensaban que estaba equivocada, lo cierto es que adoraba el arte de la buena mesa y solía decir que un buen libro de cocina encerraba más felicidad que una mala novela. Y como nunca estuvo sujeta a convencionalismos, en este caso tampoco se guió por consejos o sugerencias de nadie. Es así como se armó de valor una vez más y le escribió unas jocosas líneas a Sempere:

   

Mi querido amigo:
Sorpresa grandísima me ha producido su última carta, y no porque en su demanda de escribir un libro de cocina realiza nada de extraordinario la que, trabajando como obrera, hace de la pluma aguja para ganar el sustento. Fuera genio al uso, y mi sorpresa llegaría al enojo, capaz de romper la antigua y leal amistad, asombro de autores que no conocen editor tan rumboso y campechano: mi sorpresa ha sido de otro orden, me ha obligado a exclamar: – ¡Diablo de Sempere! ¿Cómo ha adivinado que guiso mejor que escribo?  Porque yo, querido amigo, creo y practico que la mujer puede ser periodista, autor y hasta artista, sin olvidar por eso los pequeños detalles. Y del hogar, para su acertada dirección, guarda de la salud, la paz y sosiego de la familia. ¿Por qué negarlo? (De Burgos, La cocina 4).

 

Pero no sólo de pan vivía “Colombine”. Su lema preferido era “Arte y Libertad”, el mismo que usaba “Sempere y Compañía Editores”. Y era buena compaña: Vicente Blasco Ibáñez y su yerno Fernando Llorca. Al igual que el delicioso vallecito andaluz donde transcurrió su adolescencia, donde se grabó en su alma el panteísmo y el ansia ruda de los afectos nobles, la rebeldía contra el engaño y la injusticia, “Colombine” escribió para esta editorial valenciana algunos de sus mejores cuentos. Pero ¿por qué destrozar una novela para hacer un cuento? Pues sencillamente porque Sempere le pidió un original y quiso darle así una débil muestra de agradecimiento y afecto. No era “Colombine” de las autoras que pudieran quejarse de sus editores y se complacía en reconocer y proclamar el agradecimiento que a la generosidad de Sempere y Blasco les debía. En esos duros comienzos solía decir que si algun día venciera en las lides de la vida, le debería una gran parte del triunfo a esas manos caballerescas y protectoras. Por eso se jactaba de que jamás había ocultado los favores que recibió, las admiraciones a que rendía culto ni los amores que sentía. Sólo ocultó a veces los desprecios con que sustituía al odio, porque éste no podía caber en su alma.

Por eso no le sorprendía que el crítico y amigo del Heraldo, Vicente Almela, le recordase en la fogosidad y soltura de estilo a Blasco Ibáñez (Ctd en Utrera 90). Ella acogía con sorna estos dobleintencionados elogios, pero no le detenían en su labor de propagar la genialidad de Blasco entre los jóvenes modernistas y las vanguardias madrileñas que se agrupaban en el Prometeo de Ramón Gómez de la Serna y en la Revista Crítica, que ella dirigía. Allí escribió sin reparos sobre las mujeres en la obra de Blasco Ibáñez y preparó su semblanza antes de su primer viaje a Argentina, donde se disponía en un principio a dar conferencias sobre literatura española contemporánea... Blasco Ibáñez, que la precedió, concluyó su periplo con una de las urbanizaciones más románticas que ha dado el siglo XX.

Ella desdeñaba el cotilleo que se empeñaba en propagar rumores sobre sus amoríos con Blasco, pero no era obstáculo para que se declarara blasquista convencida, literaria y políticamente hablando. El resto lo dejaba para la intimidad. Lo cierto es que el valenciano fue ilustre jurado de su premio de novela en la Revista Crítica junto con Galdós y Ruben Darío y conformó también con ella la primera “Alianza Hispano Israelita”. No hay dudas ni sombras sobre aquella intensa relación amistosa y leal entre Blasco Ibáñez y “Colombine”. Ella cultivó ardorosamente la crónica política de combate con el pseudónimo de “Gabriel Luna” –tomado del libro de Blasco titulado La Catedral– en El Pueblo, periódico que él dirigía y en cuyo credo artístico y de grandes rebeldías comulgaba. Y colaboró en la creación de aquella mítica “Biblioteca Revolucionaria”, lo que le acarreó junto a él la persecución de los retrógrados.

1.3 Federico García Lorca y Ramón Gómez de la Serna

Con Federico García Lorca la relación personal de “Colombine” es igualmente opaca pero aparece algo más nítida en sus obras. Carmen escribe Puñal de Claveles (3) sobre una tragedia real ocurrida en Níjar (Almería) cuando una novia escapa con su antiguo pretendiente el día de su casamiento y éste muere a manos de la familia despechada del novio. Lorca recrea igual suceso poco después en sus célebres Bodas de Sangre (4). Ambas dialogan sutilmente, parecen mirarse en un espejo deformante: teatro poético frente a novela, conclusión abrupta o final feliz, “miedo a las máquinas que cortan los brazos” contra la defensa del maquinismo y la industria en el campo... Estos detalles son fáciles de encontrar. Al igual que los espejos de la risa, el reflejo lorquiano siempre conserva algo del original que lo hace reconocible: la figura envolvente de la madre, el olor de los claveles que despierta pasiones sumergidas, el puñal de plata en los ojos, las mismas dudas de quienes iban al casamiento sin alegría y sin repugnancia… Lorca confiesa en una carta que le caían mejor las mujeres gruesas que las extremadamente delgadas, sin miedo a lo sexual ni terror al que dirán. Inevitable vislumbrar también a “Colombine”, pareja de hecho diríamos hoy de su admirado Ramón.

Durante la larga época en que convivía junto a Carmen, Ramón fue nombrado “rinconcillista transeúnte”, pues la tertulia granadina y lorquiana del Rinconcillo del Café Alameda admitía tener “vasos comunicantes” con la de Pombo. Federico invita a Ramón a tener un papel estelar en su Festival de Cante Jondo de Granada, junto a Falla y Zuloaga. Su pariente, el excelente pintor Ismael de la Serna, colaboró en el Gallo granadino.... En la madrileña Revista de Occidente de Ortega y en la parisina Intentions de Larbaud, Ramón recomienda a Federico como poeta joven para que publique. También Lorca pasó por Pombo y antes por el Café de Platerías de Cansinos-Asséns, literato tan unido a “Colombine”, a su hermana Ketty de Burgos y a Ramón –y luego tan desunido–. Y cuando De la Serna estrena su obra de teatro Los medios seres, introduce en el guión aquellos célebres versos: “Y yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela, pero tenía marido...”. Era La casada infiel de Lorca –significativo título–, que debía ser recitada por... María Alvarez de Burgos, la hija de “Colombine”.

El corral estaba muy alborotado. Cuenta Andrew Anderson en un bello catálogo sobre Gallo que antes de publicarse todo el Romancero gitano aparece el poema “El emplazado” en la revista santanderina Carmen y La casada infiel en la madrileña Revista de Occidente. Y en Parábola de Burgos, “Dos Normas”, poemas sueltos de Lorca que emocionan enigmáticamente: "Norma de ayer encontrada, sobre mi noche presente; resplandor adolescente, que se opone a la nevada. No quieren darte posada, mis dos niñas de sigilo, morenas de luna en vilo, con el corazón abierto; pero mi amor busca el huerto, donde no muere tu estilo" (Lorca, Obras 2, 489).

Hubo mucho ruido en ese estreno del Teatro Alkázar de Los Medios Seres, pero pocas nueces en la taquilla de los sucesivos días. Y eso que la “claqué” vestiría con los años de chaqué: Jardiel, Mihura, López Rubio, Neville, Tono, Ros... Todos discípulos de Ramón, que entonces fecundaba como dramaturgo lo que a Ionesco en Francia o Coward en Inglaterra les ha hecho inmortales y contemporáneos. Pero en España sigue siendo ese gran desconocido, “inventor” de las greguerías, tópico que lo hace más popular pero oscurece el resto de su producción, más original, innovadora y vanguardista. Le ocurre hoy lo mismo que ayer.

Tras el fracaso, su hija María y su pareja Ramón huyen durante 25 días de fugaces amoríos, lo que consuma la ruptura de su ya languideciente relación con “Colombine”. Dice él que no había tomado la iniciativa. ¿Era María quien también cocinaba ancestrales venganzas de emancipación, Electra viva? Al fin y al cabo se parecía en eso a su madre, otra incómoda y moderna transgresora. Fue una noche febril, precipitada y demencial, donde se agolpaban en su cerebro antiguos desplantes maternos ahora saciados por su hija. Y viejos rechazos de la amante, ahora vengados como marido de hecho. Aunque los dos temblaban, no hubo tregua. Perversión irresistible, “corría la morfina por las venas y la cocaína por los espejos...”, escribió Ramón. “Te había deseado como a mi padre, pero fuiste mi horror”, contestó María. En el piso bajo del escritor, en lo que fue la última novela de su vida, se consumaron los arrebatos y en medio de este maremagnum clandestino surgen Los medios seres de Ramón. Luego él huyó a París y más tarde a Argentina. Regresó ya emparejado con Luisa Sofovich (Utrera 434).

Por si todo esto no fuera suficiente, Lorca y Ramón coinciden en la gira de conferencias que en la primavera de 1932 organiza Arturo Soria (nieto) desde sus Comités de Cooperación Intelectual. Gracias a las cartas encontradas por Nigel Dennis y al relato que de aquellos días realizó el periodista Rafael Flórez con testigos presenciales –incluído Ramón– sabemos que él temía una “venganza andaluza que pusiese por medio la irreparabilidad de la sangre” (Flórez 364). Por eso Ramón le confiesa a Soria que quiere conocer detalles sobre su invitación para “saber cierto (...) en que estoy metido” (Dennis 42). Tratándose de un relevante republicano y siendo “Colombine” el icono más literario de la República, la paranoia de Ramón ante lo que le pudo parecer un cepo, quizás llegara a extremos tan hilarantes hoy como sospechados entonces. Creo que la palabra que Dennis no ha podido descifrar por ilegible habría que buscarla en esa situación.

¿De que represalia sureña se trataba? Era complicado soslayarla: había ejercido muchas veces de hombre comprometido con una mujer española, pero que se queda en América por miedo a lo que pueda hacer la que no le perdió su feroz amor al verle llegar con otra. Decía a sus amigos que estaba atravesando una situación confusa, con algo de temor, más que por él por Luisa Sofovich, temiendo esos desquites que no dudan. Y el hiperestésico Ramón estaba convencido de que “Colombine” era tan hiperestésica como él –¡tantos años escribiendo juntos y combinándose papeles, jugando con la escritura y con los libros!–. Desde la malhadada noche de Los medios seres temía que la ostentosidad pública de volver unido a una mujer de otro país pudiera levantar cóleras dormidas en la raza mora. Por eso debía inventar disimulos (secretariados, viajes...) “ante la posibilidad de lo grave y solapado” (Flórez 365) a manos de esta Alcibiades que, eso creía él, ya había dejado escrito su escarmiento en los títulos de sus dos últimos libros: Quiero vivir mi vida y Puñal de Claveles. Todo esto lo supo Flórez de primera mano y lo escribió.

Ramón lo aceptaba todo menos exponerse en Madrid. Si las conferencias que le había preparado Soria, y en cuya nómina y gira también estaba Lorca, le obligaban a fijar una fecha de salida y sabía que el secreto de salvar la vida de las horcas del destino era no tener que salir un día determinado, al menos no le pondría fácil a “Colombine” el presunto resarcimiento del que se creía ya víctima este incorregible hipocondríaco: todo menos Madrid, donde vivía ella.

Si Lorca escuchó o no estas tragicómicas hablillas –para Ramón más trágicas que cómicas– que corrían por los mentideros literarios de la Villa y Corte, no lo sabe nadie pero tampoco sería extraño porque, si no se las contó el propio Ramón, en esas fechas lo escucharon conferenciar sobre Poeta en Nueva York en la Residencia de Estudiantes. De hecho, otro poeta, Manuel Machado, fue quien selló meses después la reconciliación amistosa de la ya ex-pareja, un pacto en el que ambos juraban no apalearse... literariamente. Ella sería para él su Amada Antigua y él sería para ella el pícaro Andresillo Pérez.

Llegada la paz, los domingos por la tarde, en casa de ella, entresuelo del 2 de la calle Nicasio Gallego, ambos se reirían de esta manía persecutoria, trastorno bipolar o asesinatos por celos estudiados por el doctor Gregorio Marañón, que reflexiona sobre ellos en su prólogo a Quiero vivir mi vida. Los miedos de Ramón tenían donde agarrarse.

1.4 Colombine y el "sufragismo"

En cuanto a su papel como pionera del sufragismo en España, tampoco en esta materia ella ha gozado de mejor fortuna. El 19 de octubre de 1906 se producía por primera vez una campaña pública que reivindicaba el derecho de voto para la mujer, al más genuino estilo de las sufragistas anglosajonas, pioneras en la demanda de derechos civiles. La iniciativa se produjo desde las páginas del Heraldo de Madrid por Carmen de Burgos. La contestación fue la prevista: sornas, insultos, sarcasmos o el desdén más absoluto.

La historia del sufragismo español se ha contado a veces con demasiados prejuicios y una evidente falta de autoestima: en España se aprobó el voto para la mujer antes incluso que en Francia, según recuerda el profesor Carlos Berzosa. Esta historia tiene además nombres propios y aunque sus recorridos hayan sido silenciosos, perduran aún hoy. A este apagón sobre Carmen de Burgos y el sufragismo se llega por diferentes y variados caminos, pero han podido pesar cuatro grandes tabúes: el voto femenino fue una reivindicación de hombres y mujeres conjuntamente; se opusieron también con igual fiereza o desprecio tanto hombres como mujeres; el protagonismo político fue de simpatizantes y militantes de izquierdas pero también conservadores; y la pionera fue una mujer progresista y liberal independiente, militante al final de su vida del Partido Republicano Radical Socialista (PRRS), formación que, paradojas del destino, se opuso a este derecho. Librepensadora, poco amiga de la disciplina ideológica y combatiente sobre todo del dogmatismo, su labor pionera como sufragista hoy aún se le escatima y ha provocado división de opiniones. Los ejemplos abundan:

Nunca hubo en España nada que pueda compararse al impulso agresivo y heroico de las sufragistas británicas (...). Nuestro feminismo no llegó nunca a formar lo que se llama un movimiento y tuvo siempre un carácter vergonzante (...). La resignación fue el rasgo dominante de nuestras mujeres y si a comienzos de los años veinte llegó a tener cierta importancia fue seguramente a consecuencia de las repercusiones de la guerra europea” proclamaba la Condesa de Campo Alance en 1963 (p. 29).

 En 1975 aparece el libro El sufragio femenino en la 2ª República Española de Rosa M. Capel, “el mejor estudio sobre el sufragismo español, de hecho, hoy es un clásico al que hay que consultar necesariamente”, señala Gloria Franco (p. 459), lo que le lleva a concluir que “el sufragismo no tuvo vigencia en España”, al tiempo que considera a la sufragista española “una figura totalmente desconocida”.

También la profesora Concha Fagoaga considera que hubo un sufragismo mínimo que sitúa en la época 1918-1931, y Mª Isabel Cabrera Bosch dice que fue algo inexistente. En esta misma línea se manifiesta Anna Estany, como anuncia desde el mismo título de su trabajo: “Sufragismo: las españolas brillaron por su ausencia”. Sólo Paloma Castañeda se atreverá a recordar que Carmen escribe el 19 de marzo de 1908 “El voto de la mujer” en el Heraldo de Madrid, artículo en el que exige el sufragio y “utilizará, desde este momento, todos los medios a su alcance para divulgar sus ideas y contactará con las sufragistas británicas para darles su apoyo y solidarizarse con su causa” (p. 121). También Concepción Núñez Rey se remonta al otoño de 1906 para afirmar que “Colombine” estuvo en contacto con las sufragistas europeas, especialmente con las inglesas, a través de la sede en París del Lyceum Club, y trajo el propósito de lanzar un nuevo plebiscito capaz de mover a la opinión pública (p. 165).

Negaciones desde el campo del feminismo militante o las de Juan Manuel de Prada desde el machismo impenitente se suceden a izquierda y derecha. La bella exposición sobre “El voto de las mujeres (1877-1978)”, abierta a su itinerancia por otras ciudades y organizada por la Fundación Pablo Iglesias y la Biblioteca Nacional en Madrid, reflejaba últimamente los tópicos e inercias antes mencionados en una sala que encumbraba a las dos mujeres que con mayor miopía se opusieron al voto femenino: Victoria Kent (Radical Socialista) y Margarita Nelken (PSOE).

Cuando Carmen de Burgos “Colombine” inicia su movilización pública, de la que existe amplia constancia documental, el conservador Conde de Romanones no vaciló en desautorizarla: “si entre nosotros la práctica electoral nos lleva a tantas corruptelas ¿que será interviniendo el elemento femenino?” Al otro extremo ideológico, el periodista republicano Luis Morote coincidía con el argumento de que el acceso seguido de tres reinas al trono español (la liberal María Cristina de Borbón, Isabel II y Cristina de Habsburgo) y sus 52 años de reinado o gobierno femenino, había sido “largo, accidentado y catastrófico”. Hasta la anciana escritora jienense Patrocinio de Biedma propagaba que el voto a la española era “una broma que decidiría el capricho del padre, el amigo o el marido” y la acreditada médico valenciana Concepción Aleixandre erraba el diagnóstico: antes que la papeleta, mejor que los días de elecciones no fueran jornadas “de borrachera, pendencias y hasta crímenes”.

Hombres y mujeres desprestigiaban esta campaña con las más peregrinas ideas, así el periodista Mariano de Cavia: “con la crítica de la razón pura digo que sí, con la de la razón práctica digo que no”. Los hermanos Quintero fueron más ramplones: “sería cosa de emigrar o pegarse un tiro por debajo de la barba”. En este singular y pionero plebiscito de papel que emprendió “Colombine”, otros sugerían que las mujeres no debían votar pero tampoco algunos hombres, aprovechando para ir contra el sufragio universal. Incluso había quien creía que el día que una mujer fuese alcalde o concejal se le acabaría su hermosura, como si por votar creciera la barba y el bigote. Contestaron 4.962 personas a la encuesta y hubo 3.640 noes y 922 síes (Utrera 74-75).

Fue una derrota clamorosa, pero las sufragistas que secundaron a “Colombine” lograron colar el debate en las Cortes y resucitar una corriente de opinión olvidada desde que en 1877 el diputado conservador y periodista tradicionalista por Albacete, Carlos María Perier, presenta la primera petición de voto femenino, aunque fuera restringido. Tres senadores (el liberal Conde de Casas-Valencia, el nacionalista catalán Odón de Buen y el demócrata Luis Palomo) y un diputado republicano federal (Joaquín Salvatella) llevan de nuevo la cuestión al hemiciclo al discutir la reforma electoral municipal. Perdieron otra vez la votación de forma aplastante. El diario La Nación de Florencia se hizo eco de la iniciativa pero su patrocinadora se lamentaba que mientras otras europeas comenzaban su vindicación, en España se contestaba con tópicos y atavismos o silencios huecos.

Aún así, la mecha estaba encendida. En 1908 otro diputado republicano, Francisco Pí y Arsuaga (hijo del presidente de la primera República, Pí y Margall) vuelve a la carga y la cámara se divide más ostensiblemente. Afloran los matices: Canalejas y Morote dicen sí, pero con condiciones: sólo voto municipal para mujeres emancipadas (solteras, viudas o separadas) aunque temiendo que se dejaran influir por los confesionarios. El conflicto no fue ideológico sino de conciencia: la enmienda de Pí y Arsuaga en favor del voto femenino obtiene 35 respaldos, 21 liberales y 14 conservadores, pero fue tumbada por 65, de ellos 11 progresistas.

En ese interesante estudio de la profesora de Periodismo, Concha Fagoaga, se revela que votaron incluso hermanos contra hermanos (Vicente Navarro Reverter “sí” y su hermano Juan, “no”). “Colombine” explicó el revés así: “Si no encarno espíritu feminista, respiro espíritu liberal... pero liberal de veras, de esos que defienden el voto de la mujer o lo discuten con razones, no de los que de una manera rutinaria se apegan a lo arcaico, como el más impenitente conservador. En España no hemos sido las mujeres las que hemos provocado este movimiento tan simpático, sino hombres de espíritu liberal y justiciero. Ahora puede pasar como a los niños que se les niega un juguete. Las damas podemos fundar una Sociedad semejante al Consejo Nacional de Mujeres Francesas. La pérdida de la votación en el Congreso es el primer paso para el triunfo del sufragio femenino en España” (Utrera 96). Quedaban 23 años para cumplirse la profecía.

En 1910, en el Teatro Barbieri de Lavapiés se reunen por vez primera mujeres sufragistas, que ya se cuentan por centenares: Antonia López, Micaela Cervera, Carmen Jordán, Flora Díaz, Purificación Fernández... Son, como Carmen de Burgos, las pioneras, sufragistas “desconocidas” y “anónimas” de las que nada se sabe porque la cómoda y lustrosa historiografía feminista no se ha molestado en indagar. La doctrina oficial es que en España no hubo vindicadoras del voto, no existen, al contrario que en otros países de Europa y América.

Así las cosas, el sufragismo femenino vuelve a las tinieblas. El 11 de noviembre de 1919 se firma el armisticio de la primera guerra europea. Meses antes, ya en un clima de paz mundial, el ministro conservador de Gracia y Justicia, Manuel de Burgos y Mazo, elabora un proyecto de ley de reconocimiento del voto femenino que ni siquiera se admite a trámite. Existía la creencia, expresada años después por el hermano del futuro dictador Franco, el entonces diputado de Izquierda Catalana, Ramón Franco Bahamonde, de que “el sentimiento pacifista del mundo llegará a ser una realidad cuando en todas las naciones tengan voto las mujeres”. Carmen de Burgos, más escéptica, pensaba que más bien sería “un ejército mundial para la paz el que acabase de una vez por todas con las guerras”, ya que “nacía un egoísmo nuevo, un nacionalismo en casi todos los Estados, la idea de “Patria”, que tan bien saben explotar algunos, cuando la patria es toda la tierra y nacemos en el mundo”. Ella pensaba que la misión de la humanidad era “reducir al mínimo los enormes gastos de guerra y sustituir por obras de vida las obras de muerte”, lo cual era un esfuerzo de mujeres y de hombres que, como el escritor Tolstoi, habían preferido “morir a vivir con las manos manchadas de sangre” (Utrera 63).

En este ambiente llega en 1919 la segunda acometida de las sufragistas en favor del voto femenino. Se produce de nuevo desde las páginas del Heraldo de Madrid y después se plasma en una petición colectiva de la Cruzada de Mujeres Españolas, encabezada por 14 de ellas, pero con varios pliegos de firmas femeninas, documento parlamentario inédito que incomprensiblemente se desveló sólo en parte en la mencionada exposición de la Fundación Pablo Iglesias. Estas 14 sufragistas fueron Carmen de Burgos, su hermana Ketty, Adela Ruiz, Emiliana Martín, Enriqueta Chalón, Pilar Poleró, la condesa de Morella, la marquesa del Ter, Carmen Tejero, la señora de Cabrero, Pilar Paniagua, Agustina Acero, Antonia Crespo y Sixta Fernández. A “Colombine” la señalaban en la exposición como defensora del divorcio. El resto, ni eso.

En aquel tiempo, ellas empezaron a romper el hielo y ellos a secundarlo: el político Alejandro Lerroux se sumaba con reservas (“después de las conmociones y perturbaciones que esto pudiera producir vendría una saludable reacción, obligaría a todos a modificar el medio ambiente, la legislación y las costumbres para que la mujerciudadano fuera y pudiera ser lo mismo que el hombre-ciudadano”. El escritor Azorín insistía en que “la mujer debe ser total, absolutamente igual al hombre. Igual en el derecho, en la política, en la economía social, en el trabajo, en la remuneración del trabajo...”. Antonio Maura llevaba el asunto a la Academia y lo defendía... Pero muchas mujeres seguían timoratas, aunque no “Colombine”: alentó que en 1919 se celebrara en España el Congreso Internacional de Mujeres que demandaba el voto femenino. El anterior se había celebrado en París en 1913: “Entonces fui yo la única española adherida” (Utrera 359-360).

El periódico El Fígaro realizó en esas mismas fechas una encuesta bajo el título “¿Qué harían en el Congreso las mujeres españolas?” : tres escritoras, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos y Concha Espina, respondían con decisión. La gallega para presentarse como “la primera sufragista española que ha votado (para compromisarios y senadores)”, la andaluza para aceptar el escaño como “liberal independiente, amiga del orden social y partidaria de reformas radicales” sobre la familia, la regulación del divorcio, la despenalización del adulterio (castigado sólo en la mujer), la investigación de la paternidad, la persecución de la trata de blancas y la igualdad de los hijos extramatrimoniales o adoptados. Por último, la literata cántabra reclamaba los mismos derechos humanos para la mujer y los niños que para el hombre. Otras se mostraban cautas: Margarita Nelken posponía el voto hasta que la mujer consiga “independizarse social y económicamente”, la doctora Aleixandre priorizaba la “urgentísima” necesidad de que se eduque a la mujer y María de Maeztu prefería la elevación espiritual frente a las aspiraciones materiales. Y Romanones coincidía con sus cautelas: “la mujer no es políticamente muy independiente, aunque reconozco que se dirá que tampoco lo es el hombre” (Cenamor, “Que harían”).

En 1923 llega la “dictadura alegre” o “dictablanda” de Primo de Rivera, la misma que concede el voto a la mujer con restricciones, sólo en las municipales, para mayores de 23 años sin patria potestad (excepto “dueñas y pupilas de casas de mal vivir” o casadas) y divorciadas (sólo si hay sentencia firme de divorcio que “culpe” al marido, o si éste es sordomudo, loco, está ausente o privado de sus derechos). Tanta cortapisa no hacía falta: nunca convocó elecciones a Cortes. Esta dictadura que presumía de cierta liberalidad por su espejismo dicharachero, encarceló a sindicalistas y doctores (Gregorio Marañón), cerró el Ateneo y dictó prisión contra su Junta, forzó la salida de Ortega y Gasset de su cátedra y desterró a Unamuno en Fuerteventura.

Con el general chocan las mujeres demócratas, entre ellas la escritora grancanaria Mercedes Pinto, secretaria de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas que presidía Carmen de Burgos. Allí ya eran socias la socióloga uruguaya Paulina Luisi, la neoyorkina-mexicana Elena Arizmendi, la hondureña Anita Lagos, la chilena María Jesús Palacios de Díaz, las argentinas Rosa de Vidal, Petrona Eyle y Adelia di Carlo, la peruana Miguelina Costa Cárdenas, la mexicana Sofía Buentello, la costarricense Ángela Acuña, la guatemalteca Natalia Garriz de Morales, la salvadoreña Elena Ruano, la boliviana Elena Smith, la ecuatoriana Zoila Ugarte, la nicaragüense Josefa Toledo de Zaldívar, la paraguaya María Felicidad González, la colombiana Blanca Isasa de Jaramillo Mesa, la dominicana María Ángeles de Camino, la californiana María Castillo de Ponce, la cubana Mariblanca Salas Alomá y la portuguesa Elvira Dantas de Machado. Para ellas tampoco hay hueco en la historia del sufragismo latino.

Con estos mimbres llega en 1931 la II República, pero ésta tampoco trajo de inmediato el voto para la mujer. Sólo se admitía como candidata y elegible, pero no como electora. De las listas accedieron al Congreso de los Diputados tres mujeres: Clara Campoamor (republicana-radical), Victoria Kent (radical-socialista) y un mes más tarde Margarita Nelken (PSOE), cuyo retraso en ocupar su escaño se debió a nuestras ancestrales dificultades con los cómputos.

En el histórico debate constituyente (1 de octubre de 1931) sólo Clarita (así era conocida) defendió el voto femenino, acompañada eso sí, por otros 160 diputados socialistas, agrarios, nacionalistas vasco-navarros, izquierda catalana y republicanos conservadores y progresistas, mientras que Kent sólo lograba el apoyo de otros 120 escaños radical-socialistas, radicales y de Acción Republicana. En las filas de los sufragistas, por fin mayoritarios, estaban Alcalá-Zamora, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Largo Caballero, Lluis Companys, Jiménez de Asúa, Gil-Robles, Ramón Pérez de Ayala, Juan Negrín, el obispo Antonio Pildaín, Justino de Azcárate, el médico César Juarrós, Marcelino Oreja Elísegui, Ramón Franco o Pí y Arsuaga. En contra votaron Claudio Sánchez Albornoz, Rafael Guerra del Río, Antonio Tuñón de Lara o Pedro Sainz Rodríguez. Otros 188 diputados hicieron mutis por el foro y se ausentaron de la cámara. También gracias a ellos el voto de la mujer entraba en España.

Notas

(1). La novela de “Colombine” en la que aparece este personaje es La entrometida. Todo lo relativo a la relación entre ambos en Utrera 353-355.

(2). “Sus literarias y subjetivas memorias contienen un cúmulo de imprecisiones y errores muy graves (...) que ya han producido grave daño en la limitada y poco rigurosa recuperación que muchos han hecho de la memoria de Carmen de Burgos”, asegura Concepción Núñez Rey (Ctd en Carmen 134).

(3). La primera edición es de 1931, pero existe una edición moderna a cargo de Miguel Naveros en el año 1991 y publicada en Almería por la editorial Cajal.

(4). El estreno de la obra de teatro se produjo el 8 de marzo de 1933 en Madrid.

 

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