Severo Sarduy:
La metrópolis neobarroca
Alejandro Varderi
Borough of
Manhattan Community College, CUNY
La capacidad de
apropiación del pasado que nuestra contemporaneidad ofrece, tiene en el
artificio tecnológico su causalidad más certera. En la simultaneidad de la
pantalla la memoria converge y la ciudad virtual cobra sentido, pues allí se
borra la separación espacio-tiempo a favor de una inmediatez puesta a producir “un
desorden de las apariencias” (Virilo 55) donde aquella ciudad y la real se
encuentran.
En la obra de Severo
Sarduy la confluencia entre la ciudad virtual y la real se arma
fragmentariamente, como un conjunto de paneles hipergráficos que descentran la
metrópolis neobarroca, a fin de construir una ciudad imaginaria con elementos
prestados de muchas geografías distintas. Es entonces una urbe cimentada en la
simulación y el hiperreal donde las novelas se imbrican hasta dibujar un mapa
urbano que precede a la ciudad misma:
La
simulación ya no es más la de un territorio, un ente referencial o una substancia.
Es la generación hecha por modelos de un real sin origen o realidad: un
hiperreal. El territorio ya no precede más al mapa, no lo sobrevive. De hecho
es el mapa el que precede al territorio (Baudrillard 253).
Así, en la obra
sarduyana la ciudad toma cuerpo desde el espacio de la representación donde, a
pesar de la yuxtaposición de estilos, el autor se mantiene fiel al barroco
cubano; y se canibaliza en él la arquitectura de fachadas, retablos, techumbres
mudéjares, y armaduras de madera —citada en castillos bávaros, templos hindúes
o mansiones neoclásicas francesas— para erigir la escena que los personajes
llenarán con el exceso de sus actuaciones.
Hacia donde quiera que
sigamos el mapa sarduyano, “lo legible
urbano” (Sarduy, Ensayos 305) concurre
en dos ciudades encontradas, la virtual y la real. Ciudad doble donde se
reivindica el deseo desde el placer del lenguaje que la describe, partiendo del
entrecruzamiento de señales extraídas de la geografía caribeña, oriental, neoyorkina,
francesa y española. Con esta estrategia el mapa urbano se diversifica
convirtiéndose en un mosaico sin especificidad, complejo y contradictorio, que
privilegia lo híbrido, la distorsión y la ambigüedad, sobre la pureza, la
linealidad y la articulación modernista.
Ello le permite al
autor desplazar sus caracteres de uno a otro continente para encontrarlos en
puntos geográficos que espejean las ciudades reales, a las cuales el barroco
cubano como constante lleva al límite donde se vuelven apariencia y lo superan;
superan el límite, en ese afán del lenguaje sarduyano por reproducir no la esencia del original sino su efecto.
De ahí que Sarduy continuamente incurra en un vértigo de señalización (Ensayos,
306) anticipador de esa simulación de la ciudad real que es, en última instancia,
la metrópolis neobarroca:
Las
dos ciudades —apunta refiriéndose a Benarés y Sarnat— que siempre se visitan
juntas y a la carrera, a diez kilómetros una de la otra, son como las dos
imágenes posibles de un mismo pensamiento: el que, enmascarado por la palabra,
concibe a la realidad como una pura simulación; el que, desde el principio y de
modo irreversible, ha comprendido que el vacío lo atraviesa todo y que el todo
perceptible no es más que su metáfora o emanación (Sarduy, “Benarés” 230).
Se crea un espacio de
confluencias entonces o “crisol de asimilaciones”, como lo llamó Lezama Lima,
el cual articulará la geografía de las ciudades sarduyanas. Unas ciudades vividas
en la piel y asimiladas a la epidermis del texto, pero vistas siempre a través del lente de lo cubano pues, tal cual decía el mismo
escritor, “no me fui y no me he ido, porque siempre he estado en Cuba, aunque
en un momento determinado me fuera a vivir a París” (Díaz 176).
Esta lealtad a Camagüey
y La Habana proviene tanto de su despertar literario en la primera, como de su
educación literaria y sentimental que, a mediados de los años cincuenta, la
capital cubana le abre desde las páginas de revistas (Ciclón, Carteles),
mentores y amigos (José Rodríguez Feo, José Lezama Lima, Virgilio Piñera). Una
educación que el triunfo de la revolución castrista potenciará con la fundación
del semanario Lunes de Revolución,
dirigido por Guillermo Cabrera Infante, y donde Sarduy asumirá el papel de
crítico de artes plásticas. Igualmente, habrán de tomarse en cuenta sus
colaboraciones para la Nueva Revista
Cubana que edita Cintio Vitier, y las lecturas que el autor realiza en el
Palacio de Bellas Artes y el Teatro Nacional de los Trabajadores.
Pero tal cual ocurre
con aquellas dos ciudades, también el idealismo del escritor empezará a
desmoronarse, y París, donde se instala para estudiar crítica de arte, se
convertirá en la metrópolis definitiva. A partir de entonces Severo Sarduy hará
de las urbes perdidas, escogidas, visitadas e imaginadas el sustrato puesto a
construir cada texto como una edificación más en el conjunto arquitectónico que
lleva su nombre. Ello lo logrará escribiendo para Tel Quel y Mundo Nuevo,
relacionándose con conocidos intelectuales franceses como François Wahl y
Roland Barthes, y publicando Gestos
(1963), su primera novela, en la editorial que Carlos Barral lanza entonces
desde Barcelona: una ciudad clave para la difusión internacional de su obra.
Desde la distancia
europea, el autor recuperará sus ciudades fundacionales como metrópolis
neobarrocas, que la escritura irá intrincando en tanto la revolución irá
descuidando, hasta bosquejar una urbe fantástica donde lo barroco sedimentará
las construcciones lingüísticas, poniéndolas en función del placer, el exceso y
el derroche. Será ese “¡más, más y más!”
(Barthes 8) puesto a subvertir el orden moderno, y rebelarse simultáneamente
contra la “economía burguesa” (Fossey 16), en un paradójico guiño a sus años de
militancia dentro de la izquierda cubana.
A partir de Cobra, sin embargo, la escritura
sarduyana desmentirá cualquier posible filiación política, en aras del
compromiso con el trabajo del lenguaje, la cita, el choteo, y la revalorización
de la cultura popular desde el kitsch y el camp. Igualmente, el autor
privilegiará el traslado a un primer plano de las voces del homosexual, el
travesti y el transexual, que el establishment
literario, especialmente del sexista boom hispanoamericano, había relegado,
ridiculizado o simplemente descartado. Y todo ello se hará atendiendo a “la
inserción especular del yo” (Sarduy, La
simulación 73) en el sistema de signos, con lo cual la presencia de lo
cubano recorrerá explícita o implícitamente la totalidad de la obra.
Una vez territorializado
en la isla, será sobre la cartografía habanera donde Sarduy trazará la escena
que sus protagonistas llenarán con la desmesura de la casa, entendida como
privatización del espacio urbano, o parte de la ciudad que nos pertenece. Allí
Cobra, la Tremenda, Colibrí, la Regente, Cocuyo, actúan y simulan, señalando desde
sus ventanas las distintas direcciones por donde el imaginario del autor orienta
al lector a través de calles, pórticos y pasajes, hasta hacerse con la frontera
porosa del malecón.
Las construcciones en
ruinas, que la sociedad cubana ha ido sumiendo en el abandono a lo largo de
cinco décadas de revolución y miedo, proporcionarán el marco dentro del cual
los caracteres dirigen nuestro trayecto a través de la doble metrópolis, real y
virtual, a la que se entra siempre por el mar. De manera similar, las señales,
ya sean las “vallas de la Shell” de Cobra
o las “capillas cercanas al mar” de Maitreya,
anticiparán la ruina visible en los “pórticos triangulares y resquebrajadas
volutas” de Cocuyo, o adelantarán la
memoria desde la pantalla cual “cinerama a todo retro-color (donde) se va
definiendo un paisaje (…). Sobre la uniformidad de las casas blancas el dibujo
de las calles” (Sarduy. Cobra 63).
Instalada en un mapa como
lugar de confluencia entre oriente y occidente, Cobra va hacia la India, pero
las ciudades que puntúan este primer viaje, o están vistas desde la distancia
como un cuadro del mismo Sarduy —“La ciudad a lo lejos era un cúmulo de puntos
grises” (Cobra 175)—,
o inventan sus propias construcciones a partir de “techos cónicos” “fachadas
coloniales” y fragmentos de “arquitectura romana”. A su regreso al suburbio
parisino, Cobra saldrá en busca del doctor Ktazob rumbo a Tánger, ciudad a
donde el lector llega también siguiendo las líneas que la Señora y Pub han
dibujado a su paso por Madrid y Toledo, cual trazado que el décalage temporal ubica entre un barroco
de “molduras procesionales”, “tabernáculos platerescos” y “relicarios
ojivales”, y un churrigueresco con sus “nudos y flechas, orlas y volutas, (y) lámparas
mudéjares” (86). Ello guardando siempre para sí el privilegio de existir en
ellas como espacios privilegiados, pues será en la ciudad donde más fácil les
resulte a los caracteres sarduyanos evadirse de sí mismos, inventarse un nuevo
yo, o perderse en el laberinto de su abigarrado diseño.
Este “arte de lo
pletórico” (Monsiváis 83) tiene en la novelística sarduyana el propósito de tensar
los límites del lenguaje, cuyo placer como celebración del exceso proviene del
kitsch contenido en los textos puestos a privilegiar esta estética, que lleva
al escritor a obtener su propio placer mediante una total libertad de los
sentidos deslastrada de toda traba moral (Broch 29). Con ello Cobra deviene un
personaje dable de transformar su vida en una obra de arte y objeto de placer,
al interior de una ciudad fantástica constituida por alusiones y citas tanto a
las ciudades clásicas como a las megalópolis contemporáneas. Todas ellas enmarcadas
por un paisaje igualmente “complejo y contradictorio” (Venturi 54):
(Sobre
un promontorio, se extendía una ciudad nueva, de arquitectura romana, con
cúpulas de piedra, techos cónicos, mármoles rosados y azules y una profusión de
bronces aplicados a las volutas de los capiteles (…). El color del mar era muy
verde, el aire muy frío. Sobre las montañas, en el horizonte, nieve) (Sarduy, Cobra 71).
Empezando con la última
sección de la primera parte, el lector entrará a la megalópolis escoltando a
Cobra desde adentro. El metro penetra el casco urbano que la enumeración
sarduyana arma a partir de señales en descomposición —“flechas al revés, rampas
que se derrumban, pasajes sin salida, urinarios encharcados” (127)— y con ellos irrumpirá en su narrativa una arquitectura de
“retorcidos pasamanos” y “columnas niqueladas que se abren en corolas contra el
plafón” (126), imbricándose lo barroco con la noción de ruina postindustrial.
Con los desplazamientos
del gang motorizado compuesto por
Totem, Tigre, Escorpión y Tundra, tal plétora de estilos se incorporará a la
labor del autor de trazar un conjunto de flechas y paneles hipergráficos que descentrarán
la ciudad expandiéndola: “hacia las afuera, [entre] [i]dénticas avenidas (…)
incompletos castillos góticos de hormigón armado (…) (y) torres sin iglesias
cuyas campanas eléctricas llaman al ángelus” (151).
Este movimiento,
característico de la anamorfosis barroca, provocará una vuelta de tuerca muy
sarduyana cuando el paisaje —identificable hasta aquí con el suburbio parisino
o madrileño— desemboque en “un bosque” que es más bien selva tropical donde el gang, deshaciéndose de toda señal
distintiva de la metrópolis neobarroca, se adentra a pie, “entre plumas negras
y escamas de culebra”, observado por “iguanas, (y) camaleones bravos” (151).
Allí los motorizados someterán a Cobra a la iniciación ritual tántrica, tras lo
cual el grupo regresará a la urbe, pero por un paisaje cuyos “[p]inos, cipreses
y ciruelas de invierno” (154-55) producen otra dislocación geográfica, y añaden
un hilo más a la red intertextual con que Sarduy entreteje oriente y occidente,
lo masculino y lo femenino, el Caribe, África, Asia y Europa.
Tal polifonía genera el
concierto neobarroco que se escucha en la novela, e igualmente actúa en Maitreya como fondo musical de las
traslaciones de las Tremendas por La Habana, Miami, Nueva York y Tánger. Unas
traslaciones hechas al interior de cierta arquitectura donde el trópico y el
barroco de las colonias ya no quedan apuntados solamente, cual era el caso de Cobra, sino que invaden el trazado del
mapa urbano. Esta estrategia le permitirá al autor moverse de un continente a
otro pero sin abandonar completamente su isla.
Ubicadas “en un palacio
colonial de madera, con tabiques labrados y balcones curvos cargados de esferas
armilares, anclas y cuerdas” (89), las Tremendas se valen de sus poderes
curativos en ambientes que aluden al barroco. Ello se logra no solo desde la
decoración de exteriores e interiores, sino con la utilización del principio
multiplicador del espacio y la mirada utilizado por Velázquez en “Las Meninas”,
ya que las hermanas viven dentro del cuadro acompañadas por “sus meninas (…) y
un enano, antiguo modelo para Monstruas
vestidas de la Escuela de Bellas Artes” (89). Se produce aquí una superficie
que se desdobla desde los espejos de los aposentos, prolongándose así el fondo
de la tela hacia la trama del texto.
Dicha táctica se
repetirá en el capítulo siguiente cuando Sarduy haga aterrizar a la Tremenda
“en una piscina frente a una iglesia de la Caridad, en las afueras de Miami,
entre delfines que la recibieron con gritos indignados” (99). Con ello se lleva
al camp “El nacimiento de Venus” de Botticelli, y a la irrisión el kitsch de
los espacios donde se movilizan muchos cubanos en el exilio. Tal
desterritorialización debida a la intolerancia del castrismo, que igualmente
expulsó a Sarduy, se reterritorializará en el trópico como simulación cuando
Pedacito de Cuba, guardián del kitsch autóctono, reproduzca la arquitectura
habanera en sus dibujos sobre los muros mayameros, buscando así preservar la
ciudad que los avatares políticos le hurtaron.
Como si fuera un cuadro
de Wilfredo Lam, Sarduy irá rodando entonces ese paisaje de un texto a otro y de
una ciudad a otra, reencontrándolo seguidamente, junto con el art-nouveau de
las colonias, al interior del mapa neoyorkino cual decorado de la mise-en-scène, en la boîte boricua donde la Tremenda canta
“vestida de flor enferma”. Al hacerlo, el texto se satura con el imaginario
nostálgico caribeño, ya no desde “las canciones más ampulosas de Olga Guillot,
ni de los psicodramas de La Lupe” (125), sino con la impostura de los “agudos
renales” atribuidos a otro icono camp por excelencia: María Callas.
El autor aúna así,
sobre un mismo escenario, los elementos constitutivos de la estética que mejor
explica el exceso neobarroco, y predice un repunte de la misma en el gusto de
la audiencia contemporánea: “El público —pontificaba sin recato, alabando los
agudos renales que emitía y barajando similitudes con la Callas— se ha
empedernido con el kitsch de los últimos tiempos” (126).
La última sección de Maitreya recobrará “con nitidez
excesiva” (153) para el trazado de la ciudad sarduyana, los minaretes
orientales que igualmente cerraban Cobra.
Ello se hará ya no desde el reflejo de un río, sino sobre los cristales del
parabrisas de un automóvil en el cual la Tremenda y el enano —remanente de “Las
Meninas” velazquianas— atraviesan el mapa urbano hacia el desierto árabe. Al
llegar allí y “hundidos entre pozos de petróleo”, los personajes agotarán,
“hasta la idiotez y el cansancio” el repertorio concerniente a los rituales
tántricos.
El desgaste personal
asociado con este repertorio geográfico-pictórico-gestual devolverá la
escritura de Sarduy, en Colibrí, a
una exuberancia cromática donde queda definitivamente intrincada la ciudad
tropical como ruina. Esto se logra apuntando hacia los restos de las civilizaciones
precolombinas, que quedarán incorporadas a la urbe postcolonial de la periferia
—condenada a permanecer eternamente en vías de desarrollo— a través de una
labor de reciclaje, donde también se integra el aparato tecnológico y el arte
de los centros industrializados.
Será a partir de este
“travestismo cultural” desde donde resulta interesante leer el mapa sarduyano
en Colibrí, pues nos ubica al
interior de un paisaje selvático, que en vez de constituir un regreso de Sarduy
a los orígenes —siguiendo las huellas de Los
pasos perdidos de Alejo Carpentier, y los lodazales cubiertos por manglares
del Rómulo Gallegos de Doña Bárbara y
Canaima— comprende una revisión y un
desmantelamiento de la naturaleza, para reencontrarla en el contexto
contemporáneo, donde se ilumina con un colorido que debe más al pop que a la
luz del trópico:
Era
un claro del bosque. Llegaba desde el cénit, inmaterial y blanca, la plena luz
del día. Soplaba el viento fresco. Tuvo sed y sueño.
Se
recostó al tronco de un ramaje cimbreante y ligero y grandes corolas rojas y
moradas.
En
la más alta, como una rodaja de limón al borde de un daiquirí, vino a posarse
un tucán. (Sarduy. Colibrí 37)
Como en las serigrafías
de Andy Warhol, de una escena a otra el paisaje quedará alterado solo en
apariencia, restringiéndose a un cambio de color a causa del celofán naranja
que envuelve las luces del bar donde Colibrí actúa. Este escenario se insertará
también en un “paisaje de invierno —fácil oxímoron de los decorados tropicales”
(15)— pintado sobre las paredes de la casona desde
donde la Regente y la Enanota organizan el tráfico de jóvenes y drogas.
A partir de estas
variaciones la selva se integrará dentro de la narración, no como “abigarrada y
senil consagración de la primavera” (41), sino como bestia que asedia la
arquitectura para devorarla, dejando únicamente un rastro —“la cabeza colosal
olmeca”—, o los escombros —“amasijo de volutas y arabescos mohosos”— de las
casas convertidas en señales anticipadoras de la memoria que la escritura empezará
a recobrar. Se inicia entonces con Colibrí
el proceso de recuperación del paisaje netamente caribeño, puesto a trazar las
flechas y paneles hipergráficos que marcarán el camino de “regreso al país
natal”, cerrándose con Cocuyo y Pájaros de la playa.
La arquitectura de Cocuyo abrazará la urbe caribeña, que el
protagonista mira desde una ventana, y no es sino recuerdo borroso, resto de
una ciudad barroca construida a imagen y semejanza de la española, es decir, superficie
sin profundidad o un simulacro de la ciudad real. Allí la casa, sin perder su
artificiosidad en la decoración, será el espacio “donde un niño quiere
des-existir. Ser otro” (53). Con esta estrategia el autor recuperará el tiempo,
en su sentido proustiano de Tiempo, es decir, como tiempo “evaporado de los
años transcurridos no separados de nosotros” (Proust 419). Un tiempo que Sarduy
se llevó consigo al lanzarse al exilio: “Sabía, eso sí, que ya nunca más
tendría casa ni familia, ni lugar de reposo ni de origen” (54).
Tal exilio duró lo que
el autor tardó en recuperar con su escritura el Tiempo, desde el mapa urbano
parisino del cual, a diferencia de Proust, no extrajo sin embargo la materia de
su obra, sino que lo utilizó como mirador desde donde recobrar a Cuba; una Cuba
haciéndose más nítida de obra a obra. Y esto es así pues la casa nos pone en
contacto con lo que somos; regresar a casa es volver al lugar de donde
procedemos, y la escritura se constituye en el instrumento idóneo para
recuperarla con todo lo que ella contiene, antes que el Tiempo se aleje de
nosotros cuando la vida se apague.
Cocuyo, al explorar el
“otro lado de la bahía” (187), atraviesa “vastas casonas azulosas”, construidas
sobre estacas en el agua, y puestas a activar la memoria involuntaria a fin de
transportar al personaje a la casa primigenia. Ello para recobrar dicha
memoria, envuelta por la “ensoñación” donde “toda nuestra infancia debe ser
imaginada de nuevo”. (Bachelard 151). Esto le permitió a Sarduy, como lo hizo
Proust, imaginar nuevamente su infancia, mediante una operación que la
idealizó, deslastrándola de todo lo doloroso vivido allí en sus primeros años:
Había
olvidado el cansancio y el hambre (…). Recordó el patio del tinajón, sombreado
por las flores rojas del flamboyán, afectuoso y tibio, y luego, como si en la
memoria todo se decantara, el patio del hospicio, con su juego de agua.
Olvidaba el cepo (189).
El proceso de
decantación de la memoria alcanzará el blanco total —inmortalizado por el
pintor venezolano Armando Reverón en sus paisajes caribeños— con Pájaros de la playa: “al blanco (debe)
su fulguración/ el color” (221). “En el blanco, en lo blanco” (González Echevarría
160) se cerrará la obra narrativa sarduyana, mediante la misma imagen y con
idéntico sentido al que tenía en De donde
son los cantantes. Si bien aquí la entrada en la muerte desde el blanco ya
no será de Cristo sino de los personajes y del propio Sarduy, dado que Pájaros de la playa fue concebido como
vehículo purificador y testamento, regreso definitivo del recuerdo a la isla
transformada en casa: “la breve utopía de un arquitecto que consideraba toda la
naturaleza como un solo ser vivo”. (Sarduy, Pájaros
93).
Sarduy reconcilia aquí la
escritura con la “explosión inicial” o Big-Bang, mediante un lenguaje que traza
el mapa de la isla cual “casa transparente y vasta” (93), y en su descripción
recuerda la “Fallingwater” de Frank Lloyd Wright, pues “se desplegaba sobre una
cascada, sin destruir las piedras ni los árboles, y en la que siempre se oía el
murmullo del agua al caer” (93-94). Casa depurada de todo exceso entonces, que
se expandirá no como espacio barroco sino como ámbito dable de espejear la
arquitectura racionalista modernista de la Bauhaus; cual si en su viaje
inverso, de restitución a la semilla, el origen, la isla, la ciudad en ruinas y
la casa, Severo Sarduy hubiese querido deslastrar las construcciones de su
ambigüedad ornamental para recobrarlas y recobrarse desde un paisaje exacto:
“Aquí en las islas, en el corazón de las variaciones oceánicas, no hay lugar
para la imprecisión: todo es neto, implacable, preciso” (163).
Hacia tal concisión y
claridad minimalista se desplaza el mapa urbano de Pájaros de la playa, “rumbo al mar” —título de la penúltima sección
del libro— y en busca de un sur sin especificidad, que tangencialmente espejea
el mapa urbano sevillano. Esto se logró desde la alusión a una “antigua
cartuja, tan restaurada que parece una maqueta, o un edificio recién construido
con injertos de ruinas” (206); y en torno a la cual fue construida una ciudad
desarmable de “postmoderna arquitectura” (206), sede la Exposición Universal de
1992, que el autor visitó poco antes de concluir su último ejercicio narrativo.
“Las ciudades, como los
sueños, están hechas de deseos y miedos; (en ellas) todo oculta algo más” (Calvino
44). Severo Sarduy lo sabía y por ello, en su obra, esa metrópolis, que la
escritura recicla parodiando, a fin de desmantelar el orden propio del barroco
histórico y erigir en su lugar el desorden de sus simulaciones contemporáneas, queda
trazada a modo de pulsación, donde late el músculo de lo velado y lo prohibido.
Esto se alcanza por igual en la novelística sarduyana, desde el caos estructural
de la urbe latinoamericana, y desde el marco planificado de la cartografía de megalópolis
como París y Nueva York… Aunque el autor, a pesar de vivir en la Ciudad Luz, a
la cual, según me comentó una vez, asociaba con una grande dame, añoraba sin embargo la de los rascacielos, que comparó
para mí entonces con un joven curioso, sensual y lleno de energía.
Es por todo ello que su
obra encaja dentro del marco de la polis donde se deposita el residuo que queda
cuando la vida pasa, y se alimenta justamente de la parte que la otra, la del
frenesí económico y el exceso virtual, rechaza o desperdicia. Ciudad subterránea
y fascinante pues sedimenta el recuerdo, resultando por tanto improductiva para
la que se desarrolla por encima, pero sin embargo queda inscrita eternamente en
la obra y la memoria. Ciudad que, en última instancia, “crece para ocultar su
propia presencia. Una llamada, una cita: todo tan simple y secreto” (Balza 25).
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