Detectives de la memoria: la novela negra como medio de indagación en la historia reciente española

 

Javier Sánchez Zapatero

Universidad de Salamanca

 

A pesar de los riesgos que supone esbozar cualquier clasificación sobre la literatura contemporánea, en permanente estado de cambio y transformación en una época en la que las tendencias cada vez parecen más efímeras, y de la inevitable falta de perspectiva de la que adolece toda investigación sobre el presente, resulta evidente que una de las líneas temáticas más fértiles de las últimas décadas es la de la denominada “recuperación de la memoria histórica”.

Desde el final de la dictadura franquista, y de forma especial durante las dos últimas décadas, en la novelística española se ha producido un notable incremento de títulos centrados en la recreación de asuntos relacionados con la Guerra Civil y sus consecuencias. Semejante tendencia ha de ser encuadrada dentro de un contexto social y cultural en el que, como ha señalado Txetxu Aguado (2010: 19), “el debate sobre la memoria, y su opuesto el olvido, ha ocupado buena parte de la producción cultural (…) y el espacio público”. En palabras de José María Naharro-Calderón (2006), “de un destacable silencio oficial en cuanto a la conciencia colectiva, (…) hemos pasado [en los últimos años] a una obsesión con la memoria de la Guerra Civil, los exilios de 1939 y la dictadura franquista”. En parecidos términos se han expresado Carmen Moreno-Nuño (2006: 13), quien ha destacado cómo la “tendencia revisionista (…) a reconsiderar el pasado español y su impacto en el presente” se ha desarrollado en distintos ámbitos culturales, desde la historiografía al arte, o Vicente Sánchez Biosca (2008: 39), quien ha advertido también de la naturaleza interdisciplinar del fenómeno:

 

La Guerra Civil se ha convertido en una de las industrias culturales más potentes de los últimos años, implicando en su entramado publicación de libros, emisión de reportajes televisivos, edición de facsímiles de la época y captación de testimonios en distintos soportes de la tragedia española de 1936.

 

Sin dejar de asumir las particularidades del caso español –basadas, grosso modo, en la necesidad de luchar contra los efectos provocados por el mantenimiento durante casi cuatro décadas de una memoria oficial incapaz de asumir interpretaciones históricas disidentes o críticas, obsesionada en la construcción de un relato del pasado afín a sus intereses de legitimación y mantenimiento en el poder, e impulsora de prácticas de exclusión y olvido; y en el hecho de que la Guerra civil “constituye todavía un referente fundamental en la mayoría de quienes tienen uso de razón cultural en España” (Mainer, 2006: 11)-, hay que tener en cuenta que el “culto a la memoria” no es un fenómeno exclusivo ni circunscrito a una determinada cultura, sociedad o nación. Más bien, parece estar afectando buena parte de las sociedad occidentales, cuya preocupación por el pasado es perceptible en la constante creación de museos, archivos y centros documentales, en la difusión de textos testimoniales o en la continua conmemoración de onomásticas. De hecho, historiadores como Tony Judt han llegado a manifestar que la reivindicación de la memoria –“mal de archivo”, en palabras de Derrida (1997: 10); “temporada memorial”, según Pierre Nora (1984: 15)- se ha convertido en “una de las nuevas señas de identidad de Europa” (2005: 811).

De la importancia que el tema de la memoria ha adquirido en la literatura española dan fe títulos como Maquis (Alfons Cervera, 1997), El lápiz del carpintero (Manuel Rivas, 1998), La mala memoria (Isaac Rosa, 1999 –reelaborada en 2007 como ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!-), Días y noches (Andrés Trapiello, 2000), Soldados de Salamina (Javier Cercas, 2001), La voz dormida (Dulce Chacón, 2002), Las trece rosas (Jesús Ferrero, 2003), Los girasoles ciegos (Alberto Méndez, 2004), Los rojos de ultramar (Jordi Soler, 2004), Enterrar a los muertos (Ignacio Martínez de Pisón), Mala gente que camina (Benjamín Prado, 2006), Camino de hierro (Nativel Preciado, 2007), La noche de los tiempos (Antonio Muñoz Molina, 2009), Inés o la alegría (Almudena Grandes, 2010), Donde nadie te encuentre (Alicia Giménez Bartlett, 2011), que han convertido en tendencia el tratamiento de una problemática ya aparecida en algunos títulos durante los primeras años de la democracia, como Luna de lobos (Julio Llamazares, 1985) o El pianista (Manuel Vázquez Montalbán, 1985) (1).

Más allá de su preocupación por el pasado, lo que distingue a este amplio grupo de obras es su voluntad de recuperar “pasajes ausentes en el discurso historiográfico hegemónico que nos ha sido transmitido” (Soldevila Durante y Lluch Prats, 2006: 35), en especial los relacionados con la violentísima represión que el franquismo llevó a cabo durante la Guerra Civil y la dictadura, al ceder el protagonismo a los vencidos, otorgándoles así la voz que el régimen les intentó arrebatar y reivindicando su presencia –y con ella, la de la memoria republicana- en la configuración del relato histórico. Tal y como ha señalado Malva Filer (1998: 159), la recreación artística de la realidad que efectúan estos relatos se convierten en “espacio[s] privilegiado[s] para la creación de visiones del pasado que completan, originan y contraponen a la verdad historiográfica”. La capacidad de interpretar –o, más exactamente, reinterpretar- la historia que poseen estas obras permite integrarlas en el fenómeno que Linda Hutcheon (1989: 5) ha denominado como “metaficción historiográfica”, que da cabida a ficciones históricas en las que “se re-crea y se re-piensa el relato histórico con plena consciencia de su propia construcción”. Serían, por tanto, manifestaciones propias de la cultura posmoderna, por cuanto admiten que la historia, lejos de ser objetiva y de dar lugar a interpretaciones unívocas del pasado, ha de ser concebida como un relato plural, subjetivo y artificial.

De algún modo, podría decirse que el valor de estas narraciones trasciende lo meramente estético y se dota de una dimensión que alcanza tanto a lo cognitivo como a lo ético, pues, por un lado, ayuda a iluminar aspectos del pasado reciente no muy transitados –o voluntariamente deformados por el relato histórico tradicional-, incrementado así nuestro conocimiento (2), y, por otro, permite reflexionar sobre lo sucedido y alertar a las nuevas generaciones sobre la necesidad de no repetir los errores de sus antecesores. Además, es perceptible en todas estas creaciones cierta intención reivindicadora que les ha llevado a intentar erigirse en “lugares de memoria” (3), aspirar a convertirse en muestras de lo que Todorov ha denominado “memoria ejemplar” (4) y dignificar el legado de una cultura y un colectivo a los que durante la dictadura se les negó de forma sistemática su imbricación en el proyecto colectivo nacional. Según Santos Juliá, parecen haber sido concebidas bajo la “voluntad de honrar (…), reparar moralmente una injusticia, (…) llenar de sentido el presente trayendo a la conciencia un hecho del pasado” (2006: 12).

Casi todas las novelas mencionadas se basan en la necesidad de integrar la memoria individual en la memoria colectiva de la sociedad en la que se inscriben, pues, aunque se basan en la recuperación de historias anónimas –a pesar de estar en algunos casos protagonizadas por personajes conocidos-, tienen como objetivo contribuir a que la configuración del relato histórico sea lo más global, heterogénea y plural posible. Son, por tanto, pequeñas muestras intrahistóricas que, de forma simbólica, permiten entender lo sucedido en el pasado. Así se explicita, por ejemplo, en las últimas páginas de Mala gente que camina cuando el narrador afirma que la historia relatada es “un arquetipo y una síntesis de aquellos tiempos demoledores en los que cientos de miles de personas vivían acosadas por un Estado criminal que las obligó a mentir, a esconderse y a llevar disfraces para no parecer sospechosas” (Prado, 2006: 413). También en las páginas iniciales de Días y noches se alude a que la peripecia vital del protagonista no es sino una más entre muchas análogas protagonizadas por “las personas que pedían angustiosamente  embarcarse y salir de Francia, donde estaban siendo hostigadas, perseguidas, maltratadas, vejadas, sistemáticamente humilladas y deportadas por las autoridades francesas ante la más vergonzosa indiferencia internacional” (Trapiello, 2000: 15). Algo similar ocurre en Soldados de Salamina, al reclamar la necesidad de no olvidar el horror que supuso la guerra -y todo lo que conllevó- con el recuerdo de quienes murieron en ella sin que su memoria jamás fuera honrada por la sociedad a través del lamento individual del personaje de Miralles al recordar a sus amigos:

 

Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos (…). Hicimos la guerra juntos. (…) Ninguno de ellos sobrevivió (…) Desde que terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes… Murieron todos. Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo, con tres o cuatro años, se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol… (…) Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siguiera de por qué murieron, de por qué no tuvieron mujer e hijos y una habitación con sol; nadie, y menos que nadie, la gente por la que pelearon. No hay ni va a haber nunca ninguna calle miserable de ningún pueblo miserable de ninguna mierda de país que vaya a llevar nunca el nombre de ninguno de ellos. (…) Pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos (…) no sé por qué lo hago pero lo hago, no pasa un solo día sin que piense en ellos (Cercas, 2001: 200-201).

 

El modo en el que la literatura ha abordado la reconstrucción del traumático pasado español ha oscilado entre la recreación directa de lo acontecido -bien a través de representaciones referenciales propias de los formatos de no-ficción, bien a través de la creación de un universo diegético construido a partir de parámetros de verosimilitud, por cuanto se apoya en datos históricos y los inserta en un contexto ficcional, e identificado temporalmente con épocas pretéritas- y la indagación desde el presente. Las narraciones que se inscriben en esta última modalidad se caracterizan, tal y como ha señalado Aguado (2010: 140), por la necesidad que plantean de “saldar las cuentas” con el pasado para poder convivir con él desde el presente:

           

Son textos que comienzan en media res: no tanto que su principio se sitúe a la mitad de un desarrollo argumental –a veces así es, pero no sería lo más distintivo de ellos- como que no parten de un origen a priori para entenderse. Su problemática se enuncia en términos de lo que conocen y sólo después llegarán a investigar en lo anterior para intentar comprender lo que les ocurre hoy.

 

El hecho de que se intente averiguar qué ocurrió realmente provoca que muchos de estos relatos literarios converjan “en una estructura de indagación, de desvelación de un sentido y de investigación en torno a alguien desaparecido” (Oleza, 1996: 42), inscribiéndose así en una tendencia ya detectada por Santos Sanz Villanueva (1992: 251), para quien el uso “de la investigación o del esclarecimiento de una trama de intriga” para plantear el tema de las obras es tan frecuente en la narrativa española que podría definirse a “este procedimiento como una especie de característica de época”. Así puede observarse en el esquema argumental de obras como Soldados de Salamina, Mala gente que camina, Días y noches o Enterrar a los muertos, basado en la peripecia de un personaje que comienza a interesarse por un acontecimiento del pasado reciente español del que prácticamente nada se conoce, convirtiéndose así en una especie de investigador dispuesto a aclarar lo sucedido. En el primero de los casos el misterio está relacionado con la identidad del miliciano que permitió la huida de Rafael Sánchez Mazas tras su frustrado fusilamiento; en el segundo tiene que ver con el caso de los niños raptados por el franquismo a las mujeres encarceladas para que fueran entregados a familias afines al régimen; en el tercero se vincula a la peripecia que un miembro del ejército republicano pasó en los campos de internamiento franceses -donde conoció el oprobio, la violencia y la indignidad y malvivió en inhumanas condiciones- y en la travesía en el “Sinaia” rumbo al exilio mexicano; y en el cuarto pretende esclarecer las extrañas circunstancias en las que desapareció, en plena Guerra Civil, José Robles, traductor al español de John Dos Passos y colaborador del gobierno republicano durante la contienda. Las analogías de contenido son evidentes entre las cuatro obras y se basan, fundamentalmente, en su deseo de arrojar luz sobre aspectos históricos sobre los que hasta ahora apenas se ha prestado atención y por la perceptible intención de reivindicar la memoria republicana, insistiendo en su dimensión ética –frente a la represión franquista, un miliciano perdona la vida a Sánchez Mazas en Soldados de Salamina; frente a la posibilidad de huir de España y regresar a la universidad americana en la que trabajaba en las primeras semanas de la guerra, José Robles decide permanecer en el país y, fiel a su compromiso, ponerse al servicio del gobierno legítimo en Enterrar a los muertos (5)- y en el humillante maltrato sufrido por quienes la representaban -siendo víctimas del robo de niños en Mala gente que camina y de la exclusión de la sociedad que suponen los campos de internamiento y el exilio en Días y noches-. Los misterios que han de resolver, por tanto, se enmarcan en un amplio crisol que intentan dar respuesta al “¿quién?”, el “¿qué?”, el “¿cómo?” y el “¿por qué?” de diversas cuestiones del pasado español.

De esta forma, los cuatro títulos reproducen el esquema argumental propio de la novela policial, que, según Tzvetan Todorov (1974: 63-77), se basa en una estructura dual de la que forman parte la historia del crimen -lo ausente, sólo conocido por la víctima y el criminal- y la historia de la investigación -lo presente, sólo conocido por el investigador y los lectores-. Dado que la función de la segunda historia es explicar la primera, haciendo así que pase del plano ausente del enigma al presente de la revelación, podría decirse que toda novela policial nace con la intención de generar un ansia de conocimiento en el lector que es después satisfecha con la resolución del misterio criminal en cuestión. Exactamente lo mismo ocurre en las narraciones enmarcadas en la tendencia de “recuperación de la memoria histórica”, que se encargan de relatar a través de una narración retrospectiva una investigación encaminada a aportar los datos suficientes para descubrir o comprender mejor una historia que permanece ausente. La vinculación con la estructura policial es especialmente evidente en la novela de Benjamín Prado, donde al cotejo de fuentes, el contraste de versiones y la búsqueda de información propias del proceso detectivesco se le suma el mantenimiento de “una fuerte tensión cognitiva hasta el momento del desenlace” y, en las últimas páginas de la novela, una estructura similar a la utilizada por Agatha Christie en muchas de sus novelas, ya que “en el desvelamiento final, el detective reúne al conjunto de gentes que han participado en el caso y reconstituye, como colofón de la investigación, el relato del crimen que la ha provocado” (Tyras). Además del sometimiento a las mismas estructuras de indagación, el grupo de novelas del que nos venimos ocupando tiene también en común con el género policial su voluntad de convertirse en crónica, por cuanto se ocupa de un fenómeno de indudable importancia en la sociedad actual –generador, incluso, de debates en la esfera pública-, y su tratamiento de una serie de temáticas relacionadas con la violencia, bien con la institucional propugnada desde el gobierno del régimen franquista, bien la personal que infringieron miles de españoles en el cainita contexto de la guerra y de la dictadura. No hay que olvidar que, desde sus orígenes, la novela negra se ha caracterizado por su voluntad de reflejar fidedignamente y desde un prisma crítico lo acontecido en la sociedad y, de forma especial, por mostrar de qué modo la violencia está presente en su constitución, y, que, de hecho, son muchas las interpretaciones que en la actualidad vinculan este género con la literatura social.

Lejos de ser baladí, resulta de suma importancia que los narradores de Mala gente que camina, Soldados de Salamina, Enterrar a los muertos y Días y noches -un profesor e investigador de Literatura, un periodista y dos escritores (6) -se presenten como individuos inmersos en un proceso de documentación para escribir una obra. Mientras que el primero está redactando un ensayo sobre la narrativa española del siglo XX, los otros tres están recabando información -los dos primeros a través de entrevistas personales y recursos bibliográficos y hemerográficos, y el tercero a través de la consulta de testimonios personales custodiados en un archivo- para relatar tres historias relacionadas con la Guerra Civil y sus consecuencias. El carácter metaficcional de las obras -muy marcado en el caso de las de Prado y Cercas, auténticas “novelas en formación” que van mostrando las dudas de sus narradores sobre la viabilidad de lo que están componiendo, así como su toma de decisiones en el proceso creador- entronca así con la narrativa policial, convirtiendo a los personajes en detectives, “detectives de la memoria”, podrían denominarse, que, en lugar de escribir un informe detallando cómo se he llegado a la resolución de los casos, escriben libros. No en vano, Georges Tyras ha llegado a decir que el narrador de Soldados de Salamina “se convierte en un verdadero detective, y su actuación convoca los consabidos ingredientes del género (…) [y] entronca con la larga tradición de los sabuesos de la literatura”:

 

Su actuación convoca los consabidos ingredientes del género: revelación de algo peregrino (entrevista con Sánchez Ferlosio, con Bolaño), encuentro con testigos (Joaquim Figueras, Maria Ferré, Daniel Angelats), audición de relatos y cotejo de sus similitudes y diferencias (las versiones del fusilamiento), lectura de documentos vinculados con el caso (el carné de Sánchez Mazas, el libro de Pascual Aguilar, Yo fui asesinado por los rojos), examen de piezas administrativas (Archivo Histórico de Gerona), información sacada de especialistas (Trapiello), visión de documentos audiovisuales (Filmoteca de Cataluña), investigación rutinaria (búsqueda telefónica de Miralles), inspección del espacio escenario (el Collell y aledaños, Dijon), en fin, el narrador Cercas entronca con la larga tradición de los sabuesos de la literatura.

 

La responsabilidad de las pesquisas recae en todos los casos en un personaje que actúa como si se tratase de un “investigador ocasional” (7) cuyas técnicas se basan en las entrevistas personales, en el cotejo de fuentes documentales, en la búsqueda de datos, en el rastreo en archivos, etc. A menudo, comienza a actuar movido por la curiosidad pero termina haciéndolo por su implicación emocional y personal, tal y como indica el narrador de Enterrar a los muertos, el único de los cuatro libros mencionados que se presenta con una estructura de no-ficción cercana a las técnicas del nuevo-periodismo:

 

Supe de la existencia de José Robles por un libro de finales de los setenta titulado John Dos Passos: Rocinante pierde el camino (…). El personaje de Robles era en ese libro una figura algo borrosa y secundaria, y sólo su desdichado final acababa otorgando al relato de su amistad con Dos Passos una trascendencia inesperada. La curiosidad me llevó a rastrear esa amistad en otras lecturas. Buscaba nuevos testimonios y noticias, que a su vez conducían a más testimonios y más noticias, y en algún momento tuve la sensación de que eran ellas las que acudían a mí, las que me buscaban. Para entonces esa curiosidad inicial ya se había convertido en una obsesión, y un buen día me descubrí a mí mismo tratando de reconstruir la historia desde el principio, desde que Dos Passos y Robles se encontraron por primera vez en el invierno de 1916 (Martínez de Pisón, 2005: 8).

 

Similar al sentido de estas palabras es el de las del narrador de Mala gente que camina cuando, antes de relatar el desarrollo de la investigación sobre la red dedicada al robo de niños en las cárceles franquistas, evidencia la importancia que tuvieron las indagaciones en su vida al señalar de forma prolíptica que “aunque eso yo no lo podía ni siquiera imaginar, en cuanto empezar a hundirme en la oscura historia (…), todas aquellas preocupaciones [sobre la cotidianeidad del día a día] me iban a parecer muy pocas” (Prado, 2006: 42) o cuando se refiere al texto que está creando como “esta novela que me he visto obligado a escribir” (Prado, 2006: 86). O las que abren Soldados de Salamina -“Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas” (Cercas, 2001: 17)-, que parecen querer transmitir lo decisivo que supuso el descubrimiento para el narrador, inmerso al comienzo de la obra en una crisis personal y creativa de la que sólo la implicación con la que afronta sus pesquisas le hacen salir. Sólo con la investigación logrará abandonar la dejadez y el hastío en el que se había convertido su vida, recorriendo así un camino similar al de los personajes del género policial. Piénsese, por poner algunos ejemplos tan representativos como diferentes, cómo el Philip Marlowe crepuscular de las últimas novelas no parece tener más estímulos para abandonar su rutina etílica que los proporcionados por el trabajo de detective; o cómo Kurt Wallander se cura de la depresión que sufre en las obras centrales de la saga que protagoniza gracias a su reingreso en el cuerpo de policía.

Este interés personal por aclarar lo sucedido -perceptible también en los protagonistas de la novela Donde nadie te encuentre, un médico francés absolutamente obsesionado con la figura de “la Pastora”, un ambiguo y legendario personaje del maquis catalán- relaciona a estos personajes con los detectives característicos de la novela negra. Al contrario de los protagonistas de la literatura policiaca clásica, que veían el crimen como un simple objeto de estudio científico al que habían de enfrentarse a través de procedimientos racionales, los investigadores hard-boiled “siempre parecen tener más un interés personal que profesional en el caso” (González de la Aleja, 1996: 23). Su compromiso, que nace de fuertes convicciones éticas, es el mismo que sostiene la actividad de los “detectives de la memoria”, quienes incluso en ocasiones son descritos del mismo modo: como tipos desengañados, irónicos, solitarios y mujeriegos. Así sucede en Mala gente que camina. El escepticismo y el sarcasmo de su protagonista y narrador, así como su particular código ético -muy similar al que utilizó Raymond Chandler (1996: 79) para definir al detective hard-boiled como “un hombre de honor (…) que no podría seducir a una duquesa pero (…) no tocaría a una virgen- querencia por el alcohol y las mujeres, su querencia por el alcohol o sus dotes para la seducción, evidencian la deuda que su construcción mantiene con los modelos de la novela negra, también manifestada en el hecho de responder al tópico del detective que hace de los bares uno de sus espacios habituales (8) y su afición a la gastronomía, muy en la línea de ciertas tendencias de la novela negra mediterránea (9).

Crimen, investigación y detective, la triada de elementos básicos del género policial, está presente en gran parte de la literatura de la memoria. De hecho, en la información paratextual de muchas de las obras hasta ahora citadas se menciona de forma explícita la dependencia mantenida hacia este modelo narrativo. La editorial Seix Barral publicitó Enterrar a los muertos como “una recreación biográfica [que] convive con el reportaje histórico y la investigación detectivesca”, mientras la información promocional de la solapa de Soldados de Salamina expresaba que la obra pretendía “desentrañar el secreto de sus enigmáticos protagonistas”. Semejantes procedimientos pragmáticos ponen de manifiesto cómo la tendencia a la hibridación habitual en la novela contemporánea se manifiesta de forma evidente y explícita en las relaciones entre la narrativa de la memoria y el género negro, que permiten complementar la consigna básica de la primera de “no olvidar” con la investigación propia del segundo.

 

Notas

(1). También en la reciente producción cinematográfica la presencia de obras centradas en la recreación de lo sucedido durante la contienda bélica y las décadas posteriores –marcadas por las políticas de represión y el autoritarismo del gobierno de Franco- ha sido recurrente. Así lo demuestran un listado que –sin ánimo de ser exhaustivo- incluye obras como, por ejemplo, Libertarias (Vicente Aranda, 1996), La hora de los valientes (Antonio Mercero, 1998), La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), Silencio roto (Montxo Armendáriz, 2001), En la ciudad sin límites (Antonio Hernández, 2002), Salvador (Manuel Huerga, 2006), Las trece rosas (Emilio Martínez Lázaro, 2007), La buena nueva (Helena Taberna, 2007) o Pa Negre (Agustí Villaronga, 2010), a los que se han de sumar, por un lado, las adaptaciones homónimas de Luna de lobos (Julio Sánchez Valdés, 1987), Soldados de Salamina (David Trueba, 2002) y Los girasoles ciegos (José Luis Cuerda, 2008) y, por otro, películas documentales como La guerrilla de la memoria (José Luis Corchera, 2002) o Los caminos de la memoria (José Luis Peñafuerte, 2010).

 

(2). Recuérdese, en ese sentido, cómo Juan Gelman (1997) afirmó que “el antónimo del olvido no sólo es la memoria, sino que también es la verdad”.

 

(3). Según Pierre Nora, un “lugar de la memoria” es un elemento físico o espiritual concebido para el fomento de una rememoración simbólica fuertemente ligada al contexto político, social y cultural, y a la configuración de la cohesión identitaria del colectivo en el que nace. Son, por tanto, lugares de conmemoración en los que el espacio recupera el tiempo y cristaliza lo que ha ocurrido en un momento histórico concreto. Según Nora, no son “lugares que recordamos, sino lugares en los que la memoria trabaja” (1984: 31). Santos Juliá (2004: 139) se ha referido a su existencia al afirmar que “se puede querer recordar, como se puede querer olvidar: (…) ocurre en la experiencia colectiva, cuando se quiere fijar para siempre un acontecimiento por medio de un monumento, una estatua de mármol o de bronce, inmune al paso del tiempo, o una fiesta, un desfile o, por el contrario, cuando se celebran los aniversarios de acontecimientos decisivos con el propósito de volver a ellos para reinterpretarlos y, en cierto sentido, reinventarlos”.

 

(4). Todorov ha advertido con vehemencia de los riesgos que pueden derivarse de la errónea gestión de la memoria, resumidos en la idea de que, en ocasiones, las actuales tendencias de interpretación del pasado se basan más en criterios éticos que estrictamente históricos –y, por tanto, cognoscitivos- y que, por extensión, se están impulsado más la conmemoración y la rememoración del pasado que su conocimiento. Para el autor franco-búlgaro, las memorias colectivas fracturadas por un trauma social sufren tal desequilibrio que, una vez finalizada la situación de excepción que lo produce al mantener fuera del imaginario conceptual una determinada interpretación de la historia, intentan preponderar de tal modo la voz silenciada que terminan por reconstruir el pasado exclusivamente a partir de su experiencia. En la medida en que se trata de víctimas, su recuerdo no sólo se hace visible y público para configurar su identidad colectiva, sino que también pretende desagraviar los sufrimientos pasados con acciones orientadas a servir a sus intereses de grupo o legitimar una determinada postura política. Frente a esta sacralización del pasado, denominada “uso literal de la memoria”, caracterizada por el enjuiciamiento e interpretación del presente con valores pretéritos y generadora de resentimiento, odio e ideas sacralizadas sobre el pasado, Todorov ha propuesto “uso ejemplar de la memoria” que permita articular para el pasado un significado global que, más de allá de la concreción histórica, pueda tener validez en el presente. Lo que se pretende con el uso ejemplar es transmitir un conocimiento suficiente del pasado como para poder extraer conclusiones de él válidas para la actualidad, puesto que “para que la colectividad pueda sacar provecho de la experiencia individual, debe reconocer lo que ésta puede tener en común con otras” (Todorov, 2000: 38).

 

(5) Junto a la voluntad de reivindicar y sacar del olvido a la figura de José Robles, en Enterrar a los muertos late, no obstante, una profunda crítica hacia la actitud de ciertos intelectuales de izquierdas durante la guerra y, de forma muy especial, hacia los miembros y dirigentes del Partido Comunista, impasibles ante la actitud de los servicios secretos soviéticos –responsables, según todos los indicios, de la desaparición y el asesinato de Robles- y responsables de la creación de una red de mentiras y silencio que hizo imposible aclarar lo ocurrido.

 

(6) Días y noches tiene una estructura narrativa de myse en abyme en la que la historia del republicano que se ve obligado a penar por los campos de concentración y abandonar España rumbo al exilio se imbrica, gracias al recurso del “manuscrito encontrado” –en este caso, el diario del protagonista-, en un marco superior cuyo narrador es un escritor que busca información sobre las travesías del “Sinaia” en un centro documental.

 

(7) Habitualmente, los estudios sobre el género policial acostumbran a distinguir tres tipos de personajes investigadores: los detectives –que acostumbran a trabajar de forma individual en función de los encargos que puntualmente les van encomendando-, los policías –que suelen integrarse en un equipo de trabajo equipado con todo tipo de material tecnológico y científico al servicio de las investigaciones- y los investigadores ocasionales –que, a pesar de no tener relación alguna con el mundo del delito o la criminalidad, se ven involucrados en la resolución de un misterio que les afecta de modo personal-.

 

(8) En ese sentido, se ha de tener en cuenta que “los bares para esos refractarios de la sociedad que son los detectives son la excusa idónea de una vida social nómada y desestructurada (…), las paradas obligadas para el relax espiritual, los reflejos crueles de un vacío afectivo y familiar que se colma mezclándose con otras soledades” (Zeki, 2006: 51).

 

(9) Manuel Vázquez Montalbán, Petros Markaris, Andrea Camillieri o Jean-Claude Izzo son algunos de los representantes de esta corriente, caracterizada, entre otras cosas, por efectuar una defensa de ciertas prácticas culturales asociadas a la identidad mediterránea como la gastronomía, que puebla las páginas de sus novelas a través del relato de recetas, procesos de preparación de comidas y banquetes.

 

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