Detectives
de la memoria: la novela negra como medio de indagación en la historia reciente
española
Universidad
de Salamanca
A
pesar de los riesgos que supone esbozar cualquier clasificación sobre la
literatura contemporánea, en permanente estado de cambio y transformación en
una época en la que las tendencias cada vez parecen más efímeras, y de la
inevitable falta de perspectiva de la que adolece toda investigación sobre el
presente, resulta evidente que una de las líneas temáticas más fértiles de las
últimas décadas es la de la denominada “recuperación de la memoria histórica”.
Desde
el final de la dictadura franquista, y de forma especial durante las dos
últimas décadas, en la novelística española se ha producido un notable
incremento de títulos centrados en la recreación de asuntos relacionados con
Sin
dejar de asumir las particularidades del caso español –basadas, grosso modo, en
la necesidad de luchar contra los efectos provocados por el mantenimiento durante
casi cuatro décadas de una memoria oficial incapaz de asumir interpretaciones
históricas disidentes o críticas, obsesionada en la construcción de un relato
del pasado afín a sus intereses de legitimación y mantenimiento en el poder, e
impulsora de prácticas de exclusión y olvido; y en el hecho de que
De
la importancia que el tema de la memoria ha adquirido en la literatura española
dan fe títulos como Maquis (Alfons Cervera,
1997), El lápiz del carpintero
(Manuel Rivas, 1998), La mala memoria
(Isaac Rosa, 1999 –reelaborada en 2007 como ¡Otra
maldita novela sobre la guerra civil!-), Días y noches (Andrés Trapiello, 2000), Soldados de Salamina (Javier Cercas, 2001), La voz dormida (Dulce Chacón, 2002), Las trece rosas (Jesús Ferrero, 2003), Los girasoles ciegos (Alberto Méndez, 2004), Los rojos de ultramar (Jordi Soler, 2004), Enterrar a los muertos (Ignacio Martínez de Pisón), Mala gente que camina (Benjamín Prado,
2006), Camino de hierro (Nativel
Preciado, 2007), La noche de los tiempos
(Antonio Muñoz Molina, 2009), Inés o la
alegría (Almudena Grandes, 2010), Donde
nadie te encuentre (Alicia Giménez Bartlett, 2011), que han convertido en
tendencia el tratamiento de una problemática ya aparecida en algunos títulos
durante los primeras años de la democracia, como Luna de lobos (Julio Llamazares, 1985) o El pianista (Manuel Vázquez Montalbán, 1985) (1).
Más
allá de su preocupación por el pasado, lo que distingue a este amplio grupo de
obras es su voluntad de recuperar “pasajes ausentes en el discurso
historiográfico hegemónico que nos ha sido transmitido” (Soldevila Durante y
Lluch Prats, 2006: 35), en especial los relacionados con la violentísima
represión que el franquismo llevó a cabo durante
De
algún modo, podría decirse que el valor de estas narraciones trasciende lo
meramente estético y se dota de una dimensión que alcanza tanto a lo cognitivo
como a lo ético, pues, por un lado, ayuda a iluminar aspectos del pasado
reciente no muy transitados –o voluntariamente deformados por el relato
histórico tradicional-, incrementado así nuestro conocimiento (2), y,
por otro, permite reflexionar sobre lo sucedido y alertar a las nuevas
generaciones sobre la necesidad de no repetir los errores de sus antecesores.
Además, es perceptible en todas estas creaciones cierta intención
reivindicadora que les ha llevado a intentar erigirse en “lugares de memoria” (3),
aspirar a convertirse en muestras de lo que Todorov ha denominado “memoria
ejemplar” (4) y dignificar el legado de una cultura y un colectivo a los
que durante la dictadura se les negó de forma sistemática su imbricación en el
proyecto colectivo nacional. Según Santos Juliá, parecen haber sido concebidas
bajo la “voluntad de honrar (…), reparar moralmente una injusticia, (…) llenar
de sentido el presente trayendo a la conciencia un hecho del pasado” (2006: 12).
Casi
todas las novelas mencionadas se basan en la necesidad de integrar la memoria
individual en la memoria colectiva de la sociedad en la que se inscriben, pues,
aunque se basan en la recuperación de historias anónimas –a pesar de estar en
algunos casos protagonizadas por personajes conocidos-, tienen como objetivo
contribuir a que la configuración del relato histórico sea lo más global,
heterogénea y plural posible. Son, por tanto, pequeñas muestras intrahistóricas
que, de forma simbólica, permiten entender lo sucedido en el pasado. Así se
explicita, por ejemplo, en las últimas páginas de Mala gente que camina cuando el narrador afirma que la historia
relatada es “un arquetipo y una síntesis de aquellos tiempos demoledores en los
que cientos de miles de personas vivían acosadas por un Estado criminal que las
obligó a mentir, a esconderse y a llevar disfraces para no parecer sospechosas”
(Prado, 2006: 413). También en las páginas iniciales de Días y noches se alude a que la peripecia vital del protagonista no
es sino una más entre muchas análogas protagonizadas por “las personas que
pedían angustiosamente embarcarse y
salir de Francia, donde estaban siendo hostigadas, perseguidas, maltratadas,
vejadas, sistemáticamente humilladas y deportadas por las autoridades francesas
ante la más vergonzosa indiferencia internacional” (Trapiello, 2000: 15). Algo
similar ocurre en Soldados de Salamina,
al reclamar la necesidad de no olvidar el horror que supuso la guerra -y todo
lo que conllevó- con el recuerdo de quienes murieron en ella sin que su memoria
jamás fuera honrada por la sociedad a través del lamento individual del
personaje de Miralles al recordar a sus amigos:
Cuando salí
hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos (…). Hicimos la guerra
juntos. (…) Ninguno de ellos sobrevivió (…) Desde que terminó la guerra no ha
pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes… Murieron todos.
Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la
vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de
tener un hijo y de que su hijo, con tres o cuatro años, se metiera en su cama,
entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol…
(…) Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siguiera de por
qué murieron, de por qué no tuvieron mujer e hijos y una habitación con sol;
nadie, y menos que nadie, la gente por la que pelearon. No hay ni va a haber
nunca ninguna calle miserable de ningún pueblo miserable de ninguna mierda de
país que vaya a llevar nunca el nombre de ninguno de ellos. (…) Pero yo me
acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos (…) no sé por qué lo hago pero
lo hago, no pasa un solo día sin que piense en ellos (Cercas, 2001: 200-201).
El
modo en el que la literatura ha abordado la reconstrucción del traumático
pasado español ha oscilado entre la recreación directa de lo acontecido -bien a
través de representaciones referenciales propias de los formatos de no-ficción,
bien a través de la creación de un universo diegético construido a partir de
parámetros de verosimilitud, por cuanto se apoya en datos históricos y los
inserta en un contexto ficcional, e identificado temporalmente con épocas
pretéritas- y la indagación desde el presente. Las narraciones que se inscriben
en esta última modalidad se caracterizan, tal y como ha señalado Aguado (2010:
140), por la necesidad que plantean de “saldar las cuentas” con el pasado para
poder convivir con él desde el presente:
Son textos que
comienzan en media res: no tanto que
su principio se sitúe a la mitad de un desarrollo argumental –a veces así es,
pero no sería lo más distintivo de ellos- como que no parten de un origen a
priori para entenderse. Su problemática se enuncia en términos de lo que
conocen y sólo después llegarán a investigar en lo anterior para intentar
comprender lo que les ocurre hoy.
El
hecho de que se intente averiguar qué ocurrió realmente provoca que muchos de
estos relatos literarios converjan “en una estructura de indagación, de
desvelación de un sentido y de investigación en torno a alguien desaparecido”
(Oleza, 1996: 42), inscribiéndose así en una tendencia ya detectada por Santos
Sanz Villanueva (1992: 251), para quien el uso “de la investigación o del
esclarecimiento de una trama de intriga” para plantear el tema de las obras es
tan frecuente en la narrativa española que podría definirse a “este
procedimiento como una especie de característica de época”. Así puede
observarse en el esquema argumental de obras como Soldados de Salamina, Mala
gente que camina, Días y noches o
Enterrar a los muertos, basado en la
peripecia de un personaje que comienza a interesarse por un acontecimiento del
pasado reciente español del que prácticamente nada se conoce, convirtiéndose
así en una especie de investigador dispuesto a aclarar lo sucedido. En el
primero de los casos el misterio está relacionado con la identidad del
miliciano que permitió la huida de Rafael Sánchez Mazas tras su frustrado
fusilamiento; en el segundo tiene que ver con el caso de los niños raptados por
el franquismo a las mujeres encarceladas para que fueran entregados a familias
afines al régimen; en el tercero se vincula a la peripecia que un miembro del
ejército republicano pasó en los campos de internamiento franceses -donde
conoció el oprobio, la violencia y la indignidad y malvivió en inhumanas
condiciones- y en la travesía en el “Sinaia” rumbo al exilio mexicano; y en el
cuarto pretende esclarecer las extrañas circunstancias en las que desapareció,
en plena Guerra Civil, José Robles, traductor al español de John Dos Passos y
colaborador del gobierno republicano durante la contienda. Las analogías de
contenido son evidentes entre las cuatro obras y se basan, fundamentalmente, en
su deseo de arrojar luz sobre aspectos históricos sobre los que hasta ahora
apenas se ha prestado atención y por la perceptible intención de reivindicar la
memoria republicana, insistiendo en su dimensión ética –frente a la represión
franquista, un miliciano perdona la vida a Sánchez Mazas en Soldados de Salamina; frente a la
posibilidad de huir de España y regresar a la universidad americana en la que
trabajaba en las primeras semanas de la guerra, José Robles decide permanecer
en el país y, fiel a su compromiso, ponerse al servicio del gobierno legítimo
en Enterrar a los muertos (5)-
y en el humillante maltrato sufrido por quienes la representaban -siendo
víctimas del robo de niños en Mala gente
que camina y de la exclusión de la sociedad que suponen los campos de
internamiento y el exilio en Días y
noches-. Los misterios que han de resolver, por tanto, se enmarcan en un
amplio crisol que intentan dar respuesta al “¿quién?”, el “¿qué?”, el “¿cómo?”
y el “¿por qué?” de diversas cuestiones del pasado español.
De
esta forma, los cuatro títulos reproducen el esquema argumental propio de la
novela policial, que, según Tzvetan Todorov (1974: 63-77), se basa en una
estructura dual de la que forman parte la historia del crimen -lo ausente, sólo
conocido por la víctima y el criminal- y la historia de la investigación -lo
presente, sólo conocido por el investigador y los lectores-. Dado que la
función de la segunda historia es explicar la primera, haciendo así que pase
del plano ausente del enigma al presente de la revelación, podría decirse que
toda novela policial nace con la intención de generar un ansia de conocimiento
en el lector que es después satisfecha con la resolución del misterio criminal
en cuestión. Exactamente lo mismo ocurre en las narraciones enmarcadas en la
tendencia de “recuperación de la memoria histórica”, que se encargan de relatar
a través de una narración retrospectiva una investigación encaminada a aportar
los datos suficientes para descubrir o comprender mejor una historia que
permanece ausente. La vinculación con la estructura policial es especialmente
evidente en la novela de Benjamín Prado, donde al cotejo de fuentes, el
contraste de versiones y la búsqueda de información propias del proceso
detectivesco se le suma el mantenimiento de “una fuerte tensión cognitiva hasta
el momento del desenlace” y, en las últimas páginas de la novela, una
estructura similar a la utilizada por Agatha Christie en muchas de sus novelas,
ya que “en el desvelamiento final, el detective reúne al conjunto de gentes que
han participado en el caso y reconstituye, como colofón de la investigación, el
relato del crimen que la ha provocado” (Tyras). Además del sometimiento a las
mismas estructuras de indagación, el grupo de novelas del que nos venimos
ocupando tiene también en común con el género policial su voluntad de
convertirse en crónica, por cuanto se ocupa de un fenómeno de indudable
importancia en la sociedad actual –generador, incluso, de debates en la esfera
pública-, y su tratamiento de una serie de temáticas relacionadas con la
violencia, bien con la institucional propugnada desde el gobierno del régimen
franquista, bien la personal que infringieron miles de españoles en el cainita
contexto de la guerra y de la dictadura. No hay que olvidar que, desde sus
orígenes, la novela negra se ha caracterizado por su voluntad de reflejar
fidedignamente y desde un prisma crítico lo acontecido en la sociedad y, de
forma especial, por mostrar de qué modo la violencia está presente en su
constitución, y, que, de hecho, son muchas las interpretaciones que en la
actualidad vinculan este género con la literatura social.
Lejos
de ser baladí, resulta de suma importancia que los narradores de Mala gente que camina, Soldados de Salamina, Enterrar a los muertos y Días y noches -un profesor e
investigador de Literatura, un periodista y dos escritores (6) -se
presenten como individuos inmersos en un proceso de documentación para escribir
una obra. Mientras que el primero está redactando un ensayo sobre la narrativa
española del siglo XX, los otros tres están recabando información -los dos
primeros a través de entrevistas personales y recursos bibliográficos y
hemerográficos, y el tercero a través de la consulta de testimonios personales
custodiados en un archivo- para relatar tres historias relacionadas con
Su actuación convoca los
consabidos ingredientes del género: revelación de algo peregrino (entrevista
con Sánchez Ferlosio, con Bolaño), encuentro con testigos (Joaquim Figueras, Maria
Ferré, Daniel Angelats), audición de relatos y cotejo de sus similitudes y
diferencias (las versiones del fusilamiento), lectura de documentos vinculados
con el caso (el carné de Sánchez Mazas, el libro de Pascual Aguilar, Yo fui asesinado por los rojos), examen
de piezas administrativas (Archivo Histórico de Gerona), información sacada de
especialistas (Trapiello), visión de documentos audiovisuales (Filmoteca de
Cataluña), investigación rutinaria (búsqueda telefónica de Miralles),
inspección del espacio escenario (el Collell y aledaños, Dijon), en fin, el
narrador Cercas entronca con la larga tradición de los sabuesos de la
literatura.
La
responsabilidad de las pesquisas recae en todos los casos en un personaje que
actúa como si se tratase de un “investigador ocasional” (7) cuyas
técnicas se basan en las entrevistas personales, en el cotejo de fuentes
documentales, en la búsqueda de datos, en el rastreo en archivos, etc. A
menudo, comienza a actuar movido por la curiosidad pero termina haciéndolo por
su implicación emocional y personal, tal y como indica el narrador de Enterrar a los muertos, el único de los
cuatro libros mencionados que se presenta con una estructura de no-ficción
cercana a las técnicas del nuevo-periodismo:
Supe de la
existencia de José Robles por un libro de finales de los setenta titulado John Dos Passos: Rocinante pierde el camino (…).
El personaje de Robles era en ese libro una figura algo borrosa y secundaria, y
sólo su desdichado final acababa otorgando al relato de su amistad con Dos
Passos una trascendencia inesperada. La curiosidad me llevó a rastrear esa
amistad en otras lecturas. Buscaba nuevos testimonios y noticias, que a su vez
conducían a más testimonios y más noticias, y en algún momento tuve la
sensación de que eran ellas las que acudían a mí, las que me buscaban. Para
entonces esa curiosidad inicial ya se había convertido en una obsesión, y un
buen día me descubrí a mí mismo tratando de reconstruir la historia desde el
principio, desde que Dos Passos y Robles se encontraron por primera vez en el
invierno de 1916 (Martínez de Pisón, 2005: 8).
Similar
al sentido de estas palabras es el de las del narrador de Mala gente que camina cuando, antes de relatar el desarrollo de la
investigación sobre la red dedicada al robo de niños en las cárceles
franquistas, evidencia la importancia que tuvieron las indagaciones en su vida
al señalar de forma prolíptica que “aunque eso yo no lo podía ni siquiera
imaginar, en cuanto empezar a hundirme en la oscura historia (…), todas aquellas
preocupaciones [sobre la cotidianeidad del día a día] me iban a parecer muy
pocas” (Prado, 2006: 42) o cuando se refiere al texto que está creando como
“esta novela que me he visto obligado a escribir” (Prado, 2006: 86). O las que
abren Soldados de Salamina -“Fue en
el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera
vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas” (Cercas, 2001: 17)-, que parecen
querer transmitir lo decisivo que supuso el descubrimiento para el narrador,
inmerso al comienzo de la obra en una crisis personal y creativa de la que sólo
la implicación con la que afronta sus pesquisas le hacen salir. Sólo con la
investigación logrará abandonar la dejadez y el hastío en el que se había
convertido su vida, recorriendo así un camino similar al de los personajes del
género policial. Piénsese, por poner algunos ejemplos tan representativos como
diferentes, cómo el Philip Marlowe crepuscular de las últimas novelas no parece
tener más estímulos para abandonar su rutina etílica que los proporcionados por
el trabajo de detective; o cómo Kurt Wallander se cura de la depresión que
sufre en las obras centrales de la saga que protagoniza gracias a su reingreso
en el cuerpo de policía.
Este
interés personal por aclarar lo sucedido -perceptible también en los
protagonistas de la novela Donde nadie te
encuentre, un médico francés absolutamente obsesionado con la figura de “
Crimen,
investigación y detective, la triada de elementos básicos del género policial,
está presente en gran parte de la literatura de la memoria. De hecho, en la
información paratextual de muchas de las obras hasta ahora citadas se menciona
de forma explícita la dependencia mantenida hacia este modelo narrativo. La
editorial Seix Barral publicitó Enterrar
a los muertos como “una recreación biográfica [que] convive con el
reportaje histórico y la investigación detectivesca”, mientras la información
promocional de la solapa de Soldados de
Salamina expresaba que la obra pretendía “desentrañar el secreto de sus
enigmáticos protagonistas”. Semejantes procedimientos pragmáticos ponen de
manifiesto cómo la tendencia a la hibridación habitual en la novela
contemporánea se manifiesta de forma evidente y explícita en las relaciones
entre la narrativa de la memoria y el género negro, que permiten complementar
la consigna básica de la primera de “no olvidar” con la investigación propia
del segundo.
Notas
(1). También en la reciente producción cinematográfica la presencia
de obras centradas en la recreación de lo sucedido durante la contienda bélica
y las décadas posteriores –marcadas por las políticas de represión y el
autoritarismo del gobierno de Franco- ha sido recurrente. Así lo demuestran un
listado que –sin ánimo de ser exhaustivo- incluye obras como, por ejemplo, Libertarias (Vicente Aranda, 1996), La hora de los valientes (Antonio
Mercero, 1998), La lengua de las
mariposas (José Luis Cuerda, 1999), Silencio
roto (Montxo Armendáriz, 2001), En la
ciudad sin límites (Antonio Hernández, 2002), Salvador (Manuel Huerga, 2006), Las
trece rosas (Emilio Martínez Lázaro, 2007), La buena nueva (Helena Taberna, 2007) o Pa Negre (Agustí Villaronga, 2010), a los que se han de sumar, por
un lado, las adaptaciones homónimas de Luna
de lobos (Julio Sánchez Valdés, 1987), Soldados
de Salamina (David Trueba, 2002) y Los
girasoles ciegos (José Luis Cuerda, 2008) y, por otro, películas
documentales como La guerrilla de la
memoria (José Luis Corchera, 2002) o Los
caminos de la memoria (José Luis Peñafuerte, 2010).
(2). Recuérdese, en ese sentido, cómo Juan Gelman (1997) afirmó que
“el antónimo del olvido no sólo es la memoria, sino que también es la verdad”.
(3). Según Pierre Nora, un “lugar de la memoria” es un elemento
físico o espiritual concebido para el fomento de una rememoración simbólica
fuertemente ligada al contexto político, social y cultural, y a la
configuración de la cohesión identitaria del colectivo en el que nace. Son, por
tanto, lugares de conmemoración en los que el espacio recupera el tiempo y
cristaliza lo que ha ocurrido en un momento histórico concreto. Según Nora, no
son “lugares que recordamos, sino lugares en los que la memoria trabaja” (1984:
31). Santos Juliá (2004: 139) se ha referido a su existencia al afirmar que “se
puede querer recordar, como se puede querer olvidar: (…) ocurre en la experiencia colectiva, cuando se quiere fijar
para siempre un acontecimiento por medio de un monumento, una estatua de mármol
o de bronce, inmune al paso del tiempo, o una fiesta, un desfile o, por el
contrario, cuando se celebran los aniversarios de acontecimientos decisivos con
el propósito de volver a ellos para reinterpretarlos y, en cierto sentido,
reinventarlos”.
(4). Todorov ha advertido con vehemencia de los riesgos que pueden
derivarse de la errónea gestión de la memoria, resumidos en la idea de que, en
ocasiones, las actuales tendencias de interpretación del pasado se basan más en
criterios éticos que estrictamente históricos –y, por tanto, cognoscitivos- y
que, por extensión, se están impulsado más la conmemoración y la rememoración
del pasado que su conocimiento. Para el autor franco-búlgaro, las memorias
colectivas fracturadas por un trauma social sufren tal desequilibrio que, una
vez finalizada la situación de excepción que lo produce al mantener fuera del
imaginario conceptual una determinada interpretación de la historia, intentan
preponderar de tal modo la voz silenciada que terminan por reconstruir el
pasado exclusivamente a partir de su experiencia. En la medida en que se trata
de víctimas, su recuerdo no sólo se hace visible y público para configurar su
identidad colectiva, sino que también pretende desagraviar los sufrimientos
pasados con acciones orientadas a servir a sus intereses de grupo o legitimar
una determinada postura política. Frente a esta sacralización del pasado,
denominada “uso literal de la memoria”, caracterizada por el enjuiciamiento e
interpretación del presente con valores pretéritos y generadora de
resentimiento, odio e ideas sacralizadas sobre el pasado, Todorov ha propuesto
“uso ejemplar de la memoria” que permita articular para el pasado un significado
global que, más de allá de la concreción histórica, pueda tener validez en el
presente. Lo que se pretende con el uso ejemplar es transmitir un conocimiento
suficiente del pasado como para poder extraer conclusiones de él válidas para
la actualidad, puesto que “para que la colectividad pueda sacar provecho de la
experiencia individual, debe reconocer lo que ésta puede tener en común con
otras” (Todorov, 2000: 38).
(5) Junto a la voluntad de reivindicar y sacar del olvido a la
figura de José Robles, en Enterrar a los
muertos late, no obstante, una profunda crítica hacia la actitud de ciertos
intelectuales de izquierdas durante la guerra y, de forma muy especial, hacia
los miembros y dirigentes del Partido Comunista, impasibles ante la actitud de
los servicios secretos soviéticos –responsables, según todos los indicios, de
la desaparición y el asesinato de Robles- y responsables de la creación de una
red de mentiras y silencio que hizo imposible aclarar lo ocurrido.
(6) Días y noches tiene
una estructura narrativa de myse en abyme
en la que la historia del republicano que se ve obligado a penar por los campos
de concentración y abandonar España rumbo al exilio se imbrica, gracias al
recurso del “manuscrito encontrado” –en este caso, el diario del protagonista-,
en un marco superior cuyo narrador es un escritor que busca información sobre
las travesías del “Sinaia” en un centro documental.
(7) Habitualmente, los estudios sobre el género policial acostumbran
a distinguir tres tipos de personajes investigadores: los detectives –que
acostumbran a trabajar de forma individual en función de los encargos que
puntualmente les van encomendando-, los policías –que suelen integrarse en un
equipo de trabajo equipado con todo tipo de material tecnológico y científico al
servicio de las investigaciones- y los investigadores ocasionales –que, a pesar
de no tener relación alguna con el mundo del delito o la criminalidad, se ven
involucrados en la resolución de un misterio que les afecta de modo personal-.
(8) En ese sentido, se ha de tener en cuenta que “los bares para
esos refractarios de la sociedad que son los detectives son la excusa idónea de
una vida social nómada y desestructurada (…), las paradas obligadas para el
relax espiritual, los reflejos crueles de un vacío afectivo y familiar que se
colma mezclándose con otras soledades” (Zeki, 2006: 51).
(9) Manuel Vázquez Montalbán, Petros Markaris, Andrea Camillieri o
Jean-Claude Izzo son algunos de los representantes de esta corriente,
caracterizada, entre otras cosas, por efectuar una defensa de ciertas prácticas
culturales asociadas a la identidad mediterránea como la gastronomía, que
puebla las páginas de sus novelas a través del relato de recetas, procesos de
preparación de comidas y banquetes.
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