Carlos Barriuso. Los discursos de la modernidad: nación, imperio y estética en el fin de siglo español (1895-1924). Madrid: Biblioteca Nueva, 2009, 188 pp. ISBN: 978-84-9742-919-1

 

Desde principios de los años noventa, la historiografía literaria ha venido llevando a cabo una revisión en profundidad de los componentes ideológicos, sociológicos y estéticos de la llamada generación del 98, rectificando algunos marcos interpretativos que en su día hicieron fortuna, tales como la oposición entre modernismo y noventayocho o la consideración de la crisis del 98 en un contexto exclusivamente español. En la mente de todos los especialistas están los numerosos estudios que han contribuido a la creación de un nuevo paradigma interpretativo. Sin ánimo de exhaustividad, podemos recordar los ensayos de historia cultural recogidos por Carlos Serrano y Serge Salaün en 1900 en España (1991) y los antologados por José-Carlos Mainer en el primer suplemento del volumen 6 de Historia y crítica de la literatura española (Modernismo y 98 [1994]), el volumen colectivo editado por Juan Pan-Montojo, Más se perdió en Cuba (1998) y, finalmente, los imprescindibles ensayos de historia intelectual firmados por Pedro Cerezo y recogidos en El mal del siglo (2004). Gracias a todos ellos hoy sabemos que la crisis del 98, lejos de ser reducible al problema de España, fue ante todo una variante de la crisis general experimentada por el mundo burgués europeo en las postrimerías del siglo XIX.

La reflexión de Carlos Barriuso en Los discursos de la modernidad se apoya en estos—y otros—títulos para ahondar en esta línea de interpretación, rastreando las contradicciones y ambivalencias que los procesos modernizadores y las inercias tradicionales de la sociedad española produjeron en los proyectos intelectuales de tres figuras señeras de la época: Miguel de Unamuno, Ángel Ganivet y Ramón del Valle-Inclán. Como pone de relieve Barriuso en la introducción de su libro, lo que une la obra de estos literatos es una común “mentalidad social conservadora” (19). Se trata, entonces, de hacer una lectura ideológica, de los valores y las actitudes, pero sin descuidar las formas estéticas. En este sentido, Barriuso nos explica que, de manera un tanto paradójica, el pensamiento de estos tres intelectuales conjuga el anhelo de “restituir melancólicamente una sociedad rural en declive para retornar a un utópico modelo de estabilidad preindustrial” con una voluntad de modernidad estética “claramente vanguardista e innovadora, defensora a ultranza de la libertad intelectual y la autonomía artística propias de los nuevos tiempos” (19). Es precisamente esta tensión entre tradición y modernidad, o entre autoridad y libertad, la que configura el núcleo de la reflexión de Barriuso sobre la generación finisecular.

En el caso de Unamuno, al que se le dedica el primer capítulo, Barriuso aborda el nacionalismo del autor a partir de su concepto de intrahistoria tal y como figura en los ensayos de En torno al casticismo (1902). Con una voluntad claramente desmitificadora, en la línea de las recientes intervenciones de Joan Ramon Resina, Eduardo Subirats, y Christopher Britt Arredondo, Barriuso sostiene que “la intrahistoria es una metáfora que naturaliza la historia, esto es, que persigue el olvido de su conflictividad a través de la creación de una armónica y unitaria red simbólica cultural” (55). En tanto forma comunitarista compensatoria, la intrahistoria del pueblo español no sólo desemboca en la inaceptable simplificación y mitificación del campesinado sino que revela la problemática inserción del propio Unamuno en el campo intelectual de la Restauración. Así, la importancia de los ensayos de Unamuno se cifra también en que nos indican la precaria situación social del escritor al mostrar que “la figura del intelectual rechaza su desplazamiento respecto del poder oligárquico, pero no la configuración elitista y paternalista del mismo” (62). En otras palabras, a pesar de su voluntad de renovación de la mentalidad española, Unamuno nunca llegaría a romper con el autoritarismo y el aristocratismo cultural de la Restauración.

Una parecida ambivalencia encuadra la lectura de la obra de Ganivet, lectura que ocupa el segundo capítulo y está centrada en la cuestión del imperialismo. Después de un notable trabajo de contextualización del discurso imperialista finisecular, el autor demuestra que La Conquista del Reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (1897) es una ficción imperial que “compensa las deficiencias de [la] expansión colonial por medio de una retórica colonial arcaica que apela a los fundamentos del honor, la defensa patria y la evangelización como ejes de su discurso hegemónico” (79). Subrayando que dicha obra mezcla el reaccionarismo político con la innovación literaria, Barriuso se desmarca del heroísmo sacrificial propugnado por la novela y destaca su falta de anclaje en la realidad social nacional (101-02).

El punto de partida del tercer y último capítulo, que está dedicado a Valle-Inclán, es un análisis de La lámpara maravillosa (1916) como ideario que postula “la estética analógica del recuerdo unificador y purificador como base de la recreación continua de un universo sagrado” (110). Acto seguido, Barriuso analiza algunas de las obras capitales del corpus valleinclaniano, desde las Sonatas y el ciclo original de las Comedias bárbaras hasta Luces de bohemia, como un conjunto de prácticas estéticas que desmienten el esteticismo teórico del escritor gallego. La lámpara maravillosa puede haber aspirado a una plenitud fuera del tiempo, a unos valores eternos y recurrentes, a la reconstrucción de un universo sagrado, pero las ficciones de Valle-Inclán acaban por revelar, según Barriuso, justamente la ruina y la imposibilidad de dicho intento. Así, los diferentes mitos compensatorios ensayados por el escritor gallego—desde el carlismo y la sociedad estamental basada en la institución del mayorazgo hasta el aura del artista y la palabra poética—acaban desarticulados, diseminados en su misma escritura (149-51).

Tras la lectura de este libro, el lector tiene la impresión de que algunos de los intelectuales señeros del fin de siglo no estuvieron a la altura de los retos planteados por el tránsito de una sociedad tradicional de base agrícola a una sociedad moderna de base urbana. Ciertamente, como defiende Barriuso en la conclusión, hoy resulta difícil suscribir la forma en que estos escritores abordaron la construcción de una sociedad nacional. Pero su principal problema, creo yo, no reside en el intento de concebir a España “como un estado arcaico rural centralizado por la lengua castellana” (155) o en proponer una “articulación centralista del Estado” (156) o, menos aún, en señalar “la creación de una conciencia protofascista finisecular” (163), una cuestión ésta (la del posible protofascismo de estos escritores) que aparece, de forma un tanto equívoca, en la conclusión. Lo más cuestionable del nacionalismo de estos escritores reside, más bien, en su incapacidad de pensar la nación bajo la forma del estado y las instituciones. Como se ha venido argumentando desde la historia de las ideas políticas, el nacionalismo de estos intelectuales entronca con la tradición reaccionaria decimonónica de la “nación sin Estado” (Antonio Rivera García) y con un modelo de intelectual, heredero del arbitrismo, que cifra la salvación en la reforma de la comunidad espiritual, en la transformación de la conciencia de pertenencia (José Luis Villacañas Berlanga). Por ello, cabe conjeturar que el punto débil de su nacionalismo no reside tanto en haber anticipado el fascismo (ideología en la cual el Estado tiene un papel director) como en haber configurado una forma nacional incapaz de resistirlo.

Ésta es tan sólo una de las cuestiones que plantea Los discursos de la modernidad, un texto que, al hacernos reconsiderar el modelo de intelectual encarnado por Unamuno, Ganivet y Valle-Inclán, será útil a todos los hispanistas interesados en seguir indagando en la obra, compleja y contradictoria, de la generación finisecular.

 

Javier Krauel

University of Colorado at Boulder