La vida en suspenso: La figura del hotel en Hotel Edén de Luis Gusmán

 

María Inés Cisterna Gold

University of Massachusetts, Boston

 

El propósito de este trabajo es doble: esbozar una lectura de la figura del hotel y su representación en la literatura, para luego extender ese análisis a la discusión política y social que el hotel evoca en la novela de Luis Gusmán Hotel Edén, (1999).

En la literatura, el hotel siempre ha tenido un lugar privilegiado a pesar de no haber sido estudiado en profundidad. Es una figura constante en el relato policial y de suspenso que a través del anonimato y la predictibilidad que su estética ofrece, es escenario también de los secretos más íntimos de sus personajes. Según Bettina Mathias, “As isolated places away from the familiar context of everyday life, hotels represent social laboratories for writers to test the stabilities of traditional value sistems, and they use the spatial limits of their setting to zoom in on a potential struggle that would be harder to detect in a less focused setting” (5). La experiencia del suspenso que la habitación de hotel evoca, es ideal para crear la ilusión de que existe algo más allá de la superficie, más allá de la simplicidad y la homogeneidad que proclama la cama, el escritorio, la mesa de luz, el espejo y la biblia. Un peligro que, tanto en la literatura como en el cine, aunque no llegue a resolverse, en algún momento llegará a su fin y al igual que el lenguaje, siempre pone de manifiesto “su fragilidad” (Barthes citado por Vorderer, 40)

El hotel es un punto de llegada transitorio en el trayecto del viaje; le permite al individuo un descanso antes del primer contacto cultural con el lugar que visita. Es, en otras palabras, donde se suspende y amortigua temporariamente el abrupto contacto con lo desconocido. Un análisis de la figura del hotel posibilita la puesta en escena de las negociaciones sociales de hospitalidad y la situación del sujeto en su relación a nuevos espacios públicos y privados, la relación entre ciudadano y turista y el esfuerzo que hace esa ciudad para albergar al turista y restringir esa generosidad al inmigrante. De esta manera el estudio del lugar que ocupa el hotel en la sociedad moderna permite explorar  las condiciones que posibilitan el viaje: turismo, ocio, negocios,  así como la experiencia personal de la soledad, el aislamiento y la fuga, porque tiene en cuenta que el desplazamiento es temporario y en la mayoría de los casos, el regreso al hogar es inevitable.

Según Georges Van den Abbeele, el viaje posibilita la apropiación de nuevos valores culturales o económicos, pero también lleva consigo el riesgo de la “expropiación”, de la pérdida de lo propio. “The voyage endangers as much as it supposes to assure these cultural values: something can always go wrong. The “place” of the voyage cannot be a stable one” (XV). Desde este punto de vista, la experiencia del “home away from home” que ofrece el hotel, posibilita el secreto y la aventura sin el riesgo de la dislocación de la identidad, lo que da rienda suelta al sujeto a explorar situaciones de  “anonimidad”.

Es por ello que, la estadía en un hotel suspende temporariamente la conexión y participación social del sujeto, blanquea todo referente a un pasado anterior al momento del “check in” y lo induce a una homogeneidad necesaria que posibilita la experiencia  placentera del viaje. Sin embargo, si bien el viaje siempre presupone la acumulación de nuevas experiencias, esta trayectoria muchas veces se circunscribe dentro de una serie de expectativas sociales, de un tipo de meta-geografía a partir del tipo y hasta el nombre de los hoteles.

Según James Cliford, el hotel “epitomizes a specific way into complex histories of traveling cultures (and cultures of travel) in the late twentieth century. The hotel image suggests an older form of gentlemanly occidental travel, when home and abroad, city and country, East and West, metropole and antipodes, were more clearly fixed” (31). El hotel da lugar a esa distancia porque es el espacio que hospeda al turista, así como a aquel que está de paso, al sujeto “sin ataduras”, como sugiere Georg Simmel. Según el sociólogo, “spatial relations not only are determining conditions of relationships among men, but are also symbolic of those relationships” (143). El hotel se convierte entonces en el espacio simbólico que revela la relación del sujeto con su entorno y su nivel de participación en la sociedad. Los primeros hoteles de inmigrantes durante el siglo XIX hasta los contemporáneos conllevan distintos tipos de funciones más allá de la estadía, desde el hotel de lujo para turistas interesados sólo en un aspecto cultural o económico de la sociedad que visita, generalmente aquella que repite las propias circunstancias sociales (2);  así como los hoteles pequeños que ofrecen cuartos a “turistas de bajo presupuesto, inmigrantes, mochileros, traficantes de piratería, escritores, vendedores viajeros, divorciados” (Meneses, 9) además del negocio de la prostitución. Se convierten en espacios anónimos de transacciones e intercambios económicos y sociales, que se abstienen a participar de la sociedad porque cumplen la función de hospedar a aquellos que pertenecen a los márgenes de la misma y sólo se integran desde su subjetividad de extranjeros o ciudadanos alienados (3). El espacio físico que el individuo ocupa en su sociedad está directamente relacionado con su participación política. Es por ello que el lugar figurativo y simbólico que ocupa el hotel y más tarde los inquilinatos y las pensiones, pone en evidencia el nivel de participación que sus huéspedes tienen con respecto a su sociedad. Por esta misma razón, Bettina Mathias en su libro The Hotel as Setting in Early German and Austrian Literature| (2006), uno de los pocos trabajos dedicados a la figura del hotel, apunta que una de las características que los hoteles generalmente resaltan es precisamente su estatuto “apolítico”:

Hotels often suscribe to a conservative social hierarchy that resembled the pre-war European and Austrian situation. In many upscale hotels, titles and aristocratic cachet made people “better members” of their assembled society, and guests were provided with carefree, apolitical, ahistorical enviroment and atmosphere that did not inspire social or artistic progress (6).

Sin embargo,  ese mismo ambiente “apolítico y ahistórico” no significa que los hoteles fueran lugares desnudos de referencialidad, sino que el aire de neutralidad e intimidad que el hotel ofrece, lo presenta como el perfecto escenario para dichas negociaciones.

La historia del Hotel Edén en La Falda, provincia de Córdoba, en el que se basa la novela de Gusmán, es muy particular por dos razones: tiene el propósito de hospedar a la clase alta y a mantenerse al margen de las preocupaciones sociales y políticas de principios de siglo: “El hotel fue ideado para alojar a las familias adineradas de Argentina y Europa. Los primeros escapando de la tuberculosis y los segundos del invierno” (4) su historia corresponde también a una herencia de secretos y de clandestinidad. El hotel pasa de su dueño original en 1897, Roberto Balhk, un ex oficial del ejército alemán, a los hermanos Walter y Bruno Eichhorn en 1912. Con ellos comienza una relación con el nazismo que en 1945, cuando Argentina le declaró la guerra al Eje,  El hotel fuera “utilizado como una prisión de lujo para los miembros de diplomacia japonesa” (3). En 1947 Perón les devuelve el hotel a sus dueños, quienes lo ponen en venta automáticamente.

En 1995 el FBI desclasifica documentos en los que da a conocer los Eichhorn especialmente el matrimonio de Walter Eichhorn e Ida Bonfert, grandes contribuyentes económicos para el ascenso de Adolf Hitler y que “hasta formaron parte de los planes que especulaban con una huida desesperada en las horas previas a la caída de Berlín” (3). Entre los documentos se encuentran cartas escritas por Hitler dirigidas directamente a la pareja, en las cuales les agradece su gran participación en el movimiento nazi y en los proyectos del partido mediante una invitación a la cancillería del Reich: “Querido camarada Eichhorn desde su ingreso en 1924 usted junto con su esposa ha apoyado al movimiento nacionalsocialista con enorme espíritu de sacrificio y acertada acción, y a mí personalmente ya que fue su ayuda económica la que me permitió- en el verdadero significado de la palabra-seguir guiando la organización” (3). De manera que la historia misma del hotel lleva consigo no solo un relato de familia que encuadra la conexión entre la Alemania de Hitler a la Argentina simpatizante del nazismo, sino que también recobra la experiencia de la participación política y el deseo de afiliación a un movimiento que solo admitía devotos, a pesar de la distancia. Si como ya he afirmado más arriba, el hotel como lugar de paso,  apuesta a su percepción apolítica, al lugar que se abstiene de toda conexión más allá de la superficialidad de su ambiente de hospitalidad, el estudio de la historia del Hotel Edén, recobra el deseo de inserción a un contexto remoto, que conecta en su complicidad la política de La Falda, Córdoba, con el aura de filiación y lealtad que emanaba el discurso nazi.

A continuación entonces me propongo analizar la figura del hotel como una cronotopía de la nostalgia, que se presenta como reliquia de un pasado de violencia y represión que viene a convocar la legendaria historia del hotel,  así como la situación social y política en la que se encuentra el país durante los años, entre finales de la década de los 60, años de dictadura militar (1876-1983) y los primeros años de democracia. Según Mikhail Bakhtin, se entiende “cronotopo” como la categoría en la literatura, en la cual “el tiempo se condensa y se convierte en visible desde el punto de vista artístico” (1). Este punto organiza pues, un centro de significados desde donde se conectan distintos relatos en la misma novela.  La historia del Edén y su relación con la emigración nazi a la Argentina, la herencia al fascismo argentino durante los años del peronismo y eventualmente la dictadura militar del 76. El espacio alegórico que el hotel viene a poner en escena, se materializa en la experiencia de tensión y suspenso que su figura genera, para dar cuenta del lugar ambivalente que el protagonista ocupa en su propia historia. Un lugar que, como el hotel mismo, está situado siempre al margen de lo político, del compromiso con el lugar que ocupa pero que esconde una pasión que lo lleva a la perdición, la fuga, la hospitalización y en su trayecto, la posibilidad de la escritura.

Se podría decir que Hotel Edén (1999) de Luis Gusmán es un relato de viaje, tanto espacial como temporal que comienza con el reencuentro de dos personajes, Mónica y Ochoa, camino a votar en las elecciones del 83. A partir de este encuentro, Ochoa comienza a recordar su relación con Mónica --ahora ya casado con otra mujer-- que se inicia a principios de la década de los años 60 y que dura hasta los primeros años de  la dictadura militar. Durante los años de  matrimonio, no logran asentarse en ningún lugar, se trasladan de departamentos en construcción que compran antes de ser terminados, a pensiones y hasta a hospitales, “los hoteles fueron una constante en su vida, [piensa Ochoa] y más que los de pasajeros, los de albergue transitorio. Era el mejor sitio para definir la manera en que había vivido con Mónica” (206). La vida transitoria los expone a un espacio que no condensa ningún tipo de fidelidad ni proyecto de vida que posibilite una subjetividad sustentable.

Ochoa y Mónica carecen de toda conexión política, uno por falta de interés, el otro por falta de educación. El desapego y falta de acceso los sitúa en una vida en tránsito, que alude siempre al riesgo de la pérdida: “Por las noches, todas las consignas inflamaban su cabeza y comenzó a sufrir insomnio ante la amenaza de que su “descompromiso” fuera advertido por quienes lo rodeaban” (77). De esta manera, la novela se inserta incómodamente en la situación social y cultural de la época, un momento en el cual la actividad cultural va directamente ligada a la idea sartreana de intervención y compromiso político. El individuo debía identificarse a una filiación política para actuar, dispuesto a perderlo todo, a suspender su carrera, la profesión o el trabajo para intervenir y defender los principios y la pasión. La pareja convive en un fracaso constante, no llega a constituirse como familia ni a asentarse en un lugar propio, sino todo lo contrario. Busca refugio en la intimidad sexual y en la vergüenza de lo que cada uno esconde.

No podían salir, no encontraban salida y la buscaban espacialmente. Una puerta. Buscaban una puerta en una ciudad, en una ciudad que, por otras razones, estaba sitiada y comenzaba a atiborrarse de muertos. Las cosas se habían invertido y Ochoa poco a poco se había convertido en el maquillador. Pero, por más que él la peinara y le pintara los ojos, la medicación y la locura eran implacables: el rostro y la mirada de Mónica se volvían cada vez más patéticos. La gente les decía que en estos casos lo mejor era hacer un viaje (192).

 

Lo que sucede dentro de estos hogares transitorios da cuenta del secreto oscuro del matrimonio, la falta de conexión, la locura y la farsa que de alguna manera los mantiene unidos. La escena del encierro y el secreto se articula como un momento claustrofóbico en una ciudad en la cual la mayoría de sus ciudadanos comparte la misma asfixia y donde cada uno se ve forzado a adoptar nuevas modalidades de interacción para conservar cierto nivel de humanidad, a pesar de “la locura implacable”. Era un momento de incertidumbre colectiva “Todo el mundo cambiaba de domicilio.[…] (186). No se podía andar por la calle aunque sabían que “nadie iba a dudar de una loca y de su acompañante” (196). No obstante la necesidad de guardar el secreto, constituye la sensación de soledad y desamparo que viven los personajes y el deseo de poder aislarse, esconderse,- “si el Edén estuviera habilitado” (193)- piensa, como para poder escapar de la realidad que los consume.

La violencia que recorre las calles y amenaza los cuerpos durante aquellos años, entretejida con los mitos de una intelectualidad intransigente, crea un universo de desasosiego y soledad para aquellos que, como Ochoa, no logran identificarse con los núcleos políticos e ideológicos que enmarcan el ámbito de lo social. Se trata de un texto que articula los ejes que construyen la experiencia de fidelidad y pasión mediante la relación vergonzosa y secreta de los dos personajes en el trasfondo de una sociedad oprimida. En este desvío de la pasión y suspensión de lo político, Gusmán presenta una novela que mira el pasado desde otro lugar, desde un presente que pone en escena lo inhóspito de la vida intelectual durante aquellos años y la situación de la escritura ante un momento de violencia y peligro.

Como todo relato de viaje, la escritura se vuelve la muestra más evidente del desplazamiento que conmemora no solo lo vivido, sino la posibilidad de compartirlo. El reencuentro con Mónica en el 83 lleva a Ochoa a querer terminar la novela sobre el Hotel Edén. La democracia trae consigo la posibilidad de reflexión y reajuste del pasado. Fue para muchos intelectuales la manera de recobrar la actividad política de los 60 y para otros repensar las estructuras institucionales de aquellos años. De esta manera, Ochoa vuelve a La Falda, recorre los hoteles que rodean el Edén para emprender una trayectoria que lo lleva a recuperar parte de su historia pero desde una narrativa fragmentada e inconclusa. Su pasado con Mónica no se resuelve y al final quedan más incógnitas que resoluciones. Las ruinas de este tiempo remoto y decrépito intervienen en el presente y ponen el pasado en suspenso, como si los fragmentos autobiográficos que Ochoa recobra fueran parte también del sedimento que ahora queda del hotel y lo que en última instancia posibilita la escritura. La temporalidad del relato también recobra rastros del pasado del personaje; una historia familiar de transeúntes bonaerenses a vacaciones familiares en el Hotel Edén de La Falda, Córdoba.

La figura del hotel, sumada a la del hotel en ruinas, aparece en este relato como metáfora nostálgica que evoca otras épocas y otros esplendores para albergar un secreto indeseable y peligroso. En el relato de Luis Gusmán, esa reliquia se vuelve el espacio privilegiado para explorar la experiencia de tensión y suspenso generada por una historia personal y colectiva. Si bien recobra momentos históricos diferentes; el nazismo en la Argentina durante la segunda guerra mundial, el peronismo y los primeros años de dictadura, todos comparten la misma experiencia de incertidumbre y opresión. Me refiero también al hotel como el lugar que suspende la “realidad” del personaje en el tiempo y cuya distancia temporaria permite reflexionar en torno a la relación entre escritura y participación política durante los años en los que se sitúa la novela.  

¿Cómo pensar el concepto de hospitalidad en momentos de caos e inseguridad política? Según Jacques Derrida, el concepto de “hospitalidad” se presenta como una “antinomia” hospes-hostis que, en la misma palabra “hospedar” habita su opuesto: “hostilidad”. Cuando se hospeda al “otro”, al extranjero, se lo reconoce y acepta como un “otro” independiente que nunca llega a integrarse plenamente. Dicho “nombre”, que se le adjudica para reconocerlo como extranjero/extraño/exiliado, lo localiza en su otredad, ya que su presencia siempre implica la posibilidad de alterar las características más primordiales del lugar que lo hospeda.

Hospitality involves more than just providing shelter and food to travelers; it is also a sacred responsibility, one with religious roots in the ancient world and continuing ethical relevance in the modern era. (Sandoval-Strausz, 4)

 

El concepto de hospitalidad universal, como precepto de negociación entre individuos de diferentes naciones, tiene su origen en Inmanuel Kant, que en Toward a Perpetual Peace (1795), define el “derecho a visitar” que tienen todos los seres humanos partícipes de una nación republicana y miembros de un país con un gobierno independiente, como transacción económica con el propósito de “seek commerce with the old inhabitants” (82). No obstante, en el razonamiento de Kant, el derecho a visitar funciona a partir del establecimiento del límite a esa visita, bajo la protección de un contrato que estipula su estadía en tanto, “miembro del hogar por un tiempo limitado”, lo que hoy conocemos como visa (5)[1]. Esto es, la protección de los derechos del huésped y la posibilidad de su integración en el país anfitrión, dan cuenta de una estadía siempre temporaria que deviene limitada y casi imposible.

En este sentido el tema de la hospitalidad es sumamente importante para Gusmán a la hora de escribir sobre épocas de crisis, como los años 60 y luego la dictadura (1976-1983), en tanto que representa la lealtad como eje central de fraternidad política y como muestra simbólica de identidad cultural. La historia familiar de Ochoa, traslados y desalojos, constituye una genealogía incierta pero no menos personal. En este relato de Gusmán, como en muchos otros, entre los cuales se encuentra, El frasquito (1973), En el corazón de junio (1983), Villa (1995), por ejemplo, la participación social y el desasosiego de la clase media forma parte de un relato que se reitera y que consume la narrativa de sus textos. El sujeto se ve enfrentado con las barreras políticas y sociales de una sociedad que en sí misma, casi sin saberlo, va perdiendo su lugar. La relación del sujeto con el trabajo, por ejemplo, la importancia del oficio y posición frente a la profesión es también una dicotomía que se trabaja en la novela. En este sentido vemos que el concepto de hospitalidad no representa una negociación entre nativos y extranjeros, sino que formula la dicotomía clásica de un nosotros y ellos dentro de los discursos totalitarios del peronismo, así como el dogma fascista elaborado por el Estado durante la dictadura.

Retomando entonces la definición del cronotopo de Bahktin, la figura del hotel no sólo recobra la historia política del Edén desde el contexto de la Argentina durante los años del peronismo, como una repetición del tiempo en el lugar de la escritura, sino que también se deja llevar por el valor simbólico que esa figura transmite. Se presenta como  la manifestación retórica del concepto de hospitalidad mediante la tensión que genera su “antinomia” hospis/hostis. El Edén para Ochoa viene a representar el referente que inspira desde una vida de mediocridad y desencanto y la fantasía que posibilita el viaje hacia otros mundos; un momento de solidaridad entre el deseo y el presente que nunca llega a cumplirse. La pasión por contar la historia del hotel Edén se vuelve el “pretexto” de una historia de amor y de familia. “Ochoa creía que el mundo del Edén podía revelarle de modo inequívoco aquello que para su padre representaba la felicidad” (50) […] “una manera de apropiarse del mundo, de conquistar una cuota de vida para poder sobrevivir” (51), un lugar que en su juventud no podía reclamar. 

Sin embargo, lo que se revela es el relato de la ruina y la historia de sus padres que solían veranear en La Falda antes de la bancarrota. Se trata de un relato familiar de desplazamiento que se origina con sus abuelos al perder su posición económica cuando ensancharon la Avenida 9 de Julio y la “sensación de haber perdido lo que tenían, aunque nunca hubiera sido de ellos. […] A partir del desalojo comienzan a peregrinar por casas de inquilinatos en distintos barrios. Él más tarde también se encontraría en idéntica situación: vagando por la ciudad sin domicilio fijo” (93). De esta manera, el hotel Edén toma su poder figurativo como promesa, en tanto recapitulación válida del relato familiar, como el cierre de una historia que ahora se vuelve ejemplar, pero que sin embargo recobra herencias, como escombros de un pasado que se repiten en la vida de Ochoa: la historia familiar de la argentina de clase media, así como el secreto de la violencia en la que vive el país, recuperada en la historia Nazi; otro secreto de la historia argentina. 

“En poco tiempo”, dice Silvia Sigal en relación al campo cultural de los “sixties”, “Lo que habían sido preocupaciones de un estrato limitado de intelectuales pasaron a ser certidumbres en un espacio cultural ampliado, y sus conflictos suministraron lemas a la juventud movilizada” (Sigal en Kurlat, 33). Esto es, la modernización cultural y política se postula a través de elementos tan diversos como la profesionalización del intelectual, aparición de nuevas instituciones y fundaciones y la “incorporación a un nivel masivo del vocabulario psicoanalítico” (Kurlat 33). El lugar que ocupa Ochoa, queda afuera de dichos lemas, “al ras, casi en el sesgo” (51) de su momento. 

Para colmo ni siquiera la hallaba en la militancia política, por lo cual vivía en una precariedad laboral como social. Tampoco fumaba marihuana. Una vez probó y sintió un leve mareo, apenas un malestar. Como la primera vez que cogió, tuvo que inventar una historia que no había vivido, con frases ajenas e inconexas aseguró que había vivido una regresión y que las percepciones y sonidos que lo acometieron eran desconocidos hasta entonces. (51)

 

La tensión y el temor que oscila durante los años de la relación de los personajes, refiere a un temor que descubre la dificultad  del “descompromiso”, “al estigma de la ignorancia” (Isola), de la falta de lealtad, que, al igual que el cuarto de hotel, encierra a los personajes en un afuera. Para Mónica todo es superficie: recibió su diploma de peluquera por correspondencia y aspira a uno de cosmetóloga y “a la hora de hablar de ella sólo podían nombrarse los pequeños adornos, los dijes de aniversarios y los peluches de toda clase y color” (48). Mónica, ocupa entonces el doloroso lugar de una clase media que no llega a comprender el ruidoso discurso de una intelectualidad que se apropia del campo cultural, que no puede descifrar los códigos que dominan el mundo de Ochoa. Es por eso que, después de tanto sufrimiento causado por la alienación y los celos de Ochoa, decide hacer una cura de sueño:

porque por un tiempo quería aliviar su cabeza de la presión intelectual a la que Ochoa la sometía, sustraerse a sus celos enfermizos y terminar con la pesadilla de consultar a cada instante el diccionario que había comprado a crédito para entender el significado de las palabras que ordenaba alfabéticamente en un cuaderno Gloria. (134)

 

Efectivamente cuando la relación entre Mónica y Ochoa comienza a desgarrarse, Mónica sufre lo que el lenguaje popular psicoanalista de la época reconoce como un “surmenage”, un tipo de ataque de nervios que la paraliza de su entorno. La desaparición de Mónica se vuelve un tanto sospechosa para Ochoa y también para el lector. El referente psicológico de la clase media se acopla al de la violencia y desapariciones del momento y vuelve difícil saber si estamos ante otro momento alegórico en el relato, o si Mónica es solo víctima de la impotencia causada por su relación. No obstante la experiencia de alienación acarrea consigo un sentimiento en-común que sufre la sociedad de la época, que cuesta discernir, nombrar, pero que afecta a todos. Ezequiel no logra infiltrarse en el mundo de la política ni tampoco en el mundo de su novia. Mónica tampoco logra entrar en el entorno de Ochoa lo cual hace que también quede expulsada de su propia familia, encerrada en su inconsciente.

Toda la novela saca a colación la presión de no entender, de no poder descifrar los códigos de una cultura que cada vez más los iba dejando afuera. Los discursos político culturales de los sesenta, en su afiliación de la ultraderecha a la ultraizquierda, fue sitiando la sociedad a través de enfrentamientos “armados, atentados, secuestros,  y asesinatos en una escalada de violencia que vio su pico con el regreso de Perón a la Argentina en 1973. Hacia fines de la década, el surgimiento de diversos grupos armados dentro del peronismo, señalaría el punto de máxima tensión e irracionalidad de aquellos años” (Kurlat, 36). La tensión social y el exceso de discurso que se manifestaban en estados de máxima violencia en la sociedad hace que los personajes se sientan fuera de un movimiento que absorbe todo lo que toca. Ambos a su manera intentan intervenir y no saben cómo: “Ochoa que pugnaba por entender la lucha de clases, o “el ser nacional, nada podía hacer para transformarse en lo que sus amistades llamaban “un hombre comprometido” (77). Ahora, la imposibilidad de filiación, de compromiso se presenta en el texto como un encierro claustrofóbico que solo admite al sujeto que sacrifica su identidad o su cuerpo y es por eso que, el único tipo de hospedaje posible es el hospital.

El caos de aquellos años dio lugar también a la imposición de un “orden social” a través del golpe de Estado del 76, que como la cura de sueño de Mónica, vendría a “aliviar”, la enfermedad social que acosaba al país y a cerrar todo acceso al espacio público. Los años de dictadura tuvieron como propósito también suspender la actividad política, de enfrentamiento ideológico y de participación social y cultural. Intervención quirúrgica que vino a remover el cuerpo enfermo desde su raíz.

La escena de la hospitalización en este relato también se vuelve un acto que no promueve una supuesta cura sino que, como la cura de sueño, solo sirve para suspender el paso del tiempo, como un receso de lo cotidiano sin un verdadero cambio que afecte la salud. Lo que sí afecta es la autonomía del sujeto frente a su cuerpo y su destino. El exceso y apropiación del discurso médico y psicoanalítico por parte de la clase media, viene entonces a validar un conocimiento profundo de los mecanismos del cuerpo, en tanto paliativo que esconde el verdadero propósito punitivo de su sistematización, según ha planteado Foucault. Con la ayuda de un amigo médico que trabajaba en el Ministerio de hacienda, Ochoa decide reconquistar a Mónica internándose en un hospital y haciéndose pasar por enfermo. Una vez más, Ochoa se inserta en un ámbito que no le pertenece y enseguida se da cuenta que ha cometido un error, “No habían pasado unas horas de su internación y ya quería estar en su libertad pero había firmado papeles y lo habían registrado en el parte de guardia” (114). Alegóricamente, la farsa de la enfermedad, la propia así como el discurso del cuerpo social enfermo que domina la dictadura, promueve un reconocimiento de una experiencia compartida, que si bien no lo afecta directamente, deja el rastro del dolor y la huella de una herencia:

Pensaba que no iba a salir de ese lugar por mucho tiempo. Miró las verjas, el color verde de las verjas, recordó el cuartel de Campo de Mayo donde había hecho la conscripción y tuvo la misma sensación de encierro. Ese recuerdo lo llenó de melancolía, pero se dijo: “En algún momento de la vida cualquier hombre se acuerda del servicio militar”.(114)

 

La estadía en el hospital reconstruye una experiencia colectiva, crea entonces, así como los mapas meta-geográficos de los hoteles a partir del reconocimiento de sus nombres y a los enunciados a los que aluden, una sensación compartida, una especie de déjà vu que se reconoce en el cuerpo. Así como el concepto freudiano de lo siniestro, imagen traumática del pasado que se repite en el presente y que evoca el “terror” (Freud, 123) el hospital y el cuartel de Campo de Mayo vienen a traer de regreso, el fantasma de la opresión y la soledad, mediante la metáfora de la hospitalidad, que refugia desde la hostilidad. Hasta ahora Ochoa había intentado aparentar ser otro, un comprometido, un escritor, un amante, y si bien no le había dado resultado, podía todavía escaparse, “hacer un viaje”, cambiar de casa, si la situación se ponía insostenible.

Sin embargo, el encierro del hospital así como el del servicio militar no permite el escape. Mientras que el hotel brinda la esperanza de la aventura al mismo tiempo que ofrece protección y límite a lo desconocido, el hospital controla la libertad del enfermo a partir de su diagnóstico. Es, según Foucault, el relato de la enfermedad lo que controla el destino del paciente, “The patient is that through which the decease can be read” (59) y es el cuerpo en donde se inscribe. Ochoa se hace pasar por enfermo diciendo que “escupe sangre”, lo cual parece ser tan severo que sabe que no lo dejarán salir tan fácilmente. El aparato burocrático del hospital lo encierra dentro de un lenguaje que lo separa de la realidad de su propio cuerpo y así “Ochoa comenzó a asustarse y fue al baño para comprobar si efectivamente escupía sangre” (114). Las reglas del sistema que gobiernan el hospital no dan paso a una negociación entre pacientes y cuerpo médico, sino que el paciente mismo es consumido por la institución que le da lugar. El cuerpo enfermo, o aunque no lo sea, como es el caso de Ochoa, se vuelve el espacio donde se negocia la hospitalidad.

Finalmente, Ochoa denuncia su mentira a una enfermera para poder transformarse en huésped. Su estadía en el hospital saca a relucir una vez más un recuerdo de opresión y pérdida, la experiencia de soledad de los otros pacientes que sí se esfumaban ante los mismos ojos de Ochoa. La escena de la hospitalización retoma otra fase dentro del discurso de la hospitalidad: la experiencia de desasosiego que se genera al intentar construir algún tipo de subjetividad en un espacio ajeno y la posibilidad de un yo que pueda abarcar el lugar que ocupa. El plan de conquista no funciona, Mónica decide separarse de él y su familia lo abandona cuando se entera de su farsa, no obstante, la estadía en el hospital trae consigo el reconocimiento del dolor  y de la pérdida que es lo que eventualmente la novela de Ochoa recobra.

 En Hotel Edén la figura del hotel aparece como la manera de representar “espacialmente”, como sugiere Simmel la experiencia de soledad, de intervalo. El concepto del hospedaje, desde el hotel al hospital, sirve para articular las tensiones políticas de una sociedad sitiada por el miedo. El derecho a hospedar dice Derrida, no existe sin la seguridad de su “fin”, exclusión y violencia. Crea un principio y un fin en el relato, un “home away from home” que como tal, solo suspende la participación social y la vida propia porque sólo existe en la ilusión de su habitat. A partir del desplazamiento que padecen sus personajes, desde la falta de compromiso y lealtad política, se genera una situación de opresión que, a pesar de todo, permite la articulación de dichos fenómenos como escenario y posibilidad para la narrativa. Es, en síntesis, un espacio de escape para la esperanza.

Desde esta perspectiva el texto de Gusmán recupera una vena alegórica de la literatura argentina de los 90, en tanto relato de la experiencia del encierro como un tiempo en suspenso o como un destiempo que expone el deseo de pertenencia a una historia que sólo se hace ver desde su propia catástrofe; que sólo se expone a través de la tensión que genera su límite. Es un texto que se resiste a construir un lugar para el sujeto, un espacio identitario que lo abarque, que lo hospede. No se trata tampoco de un relato que se postule al margen del discurso nacional en respuesta a los proyectos totalizantes de la dictadura. Porque la trayectoria del desapego va más lejos aún: se relata, desde su propia herencia de discursos de violencia que se acarrean desde el pasado siniestro de la inmigración Nazi a la Argentina y su integración a las tensiones sociales y políticas de los 60. Vuelve también desde las ruinas y sedimentos de la dictadura militar, que como la inundación del 78 que acabó con el pueblo de Mar Chiquita, cerca de donde residía el Edén: “socavó centímetro por centímetro cada edificio del pueblo, sin respetar fe ni economía. […]. A las sombras boscosas de lo sumergido, la ciudad se transformó en un híbrido con construcciones improvisadas sobre los cimientos de viejos hoteles que alguna vez fueron de lujo” (20).

Sin embargo, Laura Isola, en una entrevista a Gusmán sobre la novela para Página 12, comenta que Gusmán “queda afuera” de su generación, porque Hotel Edén confirma a su autor en su soledad, sin verdaderos compromisos que lo aten a ninguna corriente literaria. “Creo haber encontrado captar algo de la realidad cotidiana sin caer en el populismo, del que trato de escaparme” (Página 12, 1999), dice el autor.  Ha logrado hacer referencia a los años de violencia política sin tomar partido, sin dejarse llevar por una ideología, que como el lugar que ocupa el hotel en la sociedad, no significa un lugar “apolítico”, como lo denomina Bettina Mathias, sino el lugar simbólico en donde la política y la escritura se hospedan. 

Yo prefiero pensar el lugar de Gusmán en los términos de Hanna Arendt, como aquel escritor solitario en conversación consigo mismo, en cuyo lugar del encierro y alienación encuentra un espacio que compartir, “this dialogue of the two-in-one does not lose contact with the world of my fellow men, because they are represented in the self with whom I lead the dialogue of thought” (442). Un diálogo que deviene político, porque desde la distancia posibilita una postura ética frente a la idea de fraternidad y lealtad que han generado los discursos autoritarios en la Argentina durante el siglo XX. Porque es en la palabra del otro, en el rastro que deja el otro donde se construye el relato, en ese objeto que se abandona en alguna habitación de hotel, que con suerte algún día se hace ver.

 

Notas

 

(1). No obstante, es importante destacar que Sarmiento recorre los distintos hoteles de Harrisburg, Pennsylvania hasta encontrar en uno de ellos una nota donde Arcos le avisa que lo espera en la ciudad de “Chambersburg”. De este modo, ambos hacen uso del sistema de hoteles en Estados Unidos a finales del siglo XIX, en el que el hotel ya se presenta como lugar de encuentro y punto de referencia para el viajero de la época. Ver el texto de A.K. Sandoval Strausz Hotel. An American History. New Haven: Yale University Press, 2006.

 

(2). Según Van den Abbeele el viajero solo es capaz de reproducir el hogar que deja atrás dado que todo lo que éste observa viene sobrecargado de un una mirada que de por sí se ve enmarcada en el referente estable del hogar.

 

(3).  “Eden Hotel”. Hoteles de Argentina. Books LLC, Reference Series, Menphis, USA, 2011.

 

(4). Según Sandoval- Strausz el concepto de hospitalidad elaborado por Kant es contemporáneo a los primeros hospedajes en Estados Unidos al rededor de 1870. “Both were expressions of a significant turning point in the history of the Atlantic World” (4).

 

 



Bibliografía

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