Intersecciones entre la narrativa de Fabián Casas y Martín Rejtman o la educación sentimental de una generación

 

 

Martín I. Pérez Calarco

Conicet/Universidad de Mar del Plata

 

¿Que veinte años no es nada?

Un largometraje de setenta minutos y un libro de quince poemas constituyen gran parte de la materia fundamental sobre la que empezó a gestarse, tanto en cine como en literatura, la renovación estética de principios de los noventa; así irrumpían los nombres propios de Martín Rejtman y Fabián Casas, con obras que, miradas retrospectivamente, los convierten en fundadores, en referentes ineludibles, si queremos hablar de Nuevo Cine Argentino y de Poesía de los Noventa.

Intentaremos un trabajo crítico a la búsqueda de un sentido global; entendido éste como síntoma narrativo de una experiencia generacional. Ese “sentido global” sugiere lazos inmediatos con lo exterior al texto, con eso que cotidiana y abusivamente llamamos realidad pero que, un poco más sutilmente, sabemos que no es exactamente la realidad sino una serie de representaciones que, según el posicionamiento teórico de quien se refiera a “eso”, tendrá tales o cuales implicaciones. Ese “sentido global” se nos presenta como la plasmación de una experiencia cuyo sujeto colectivo transita los relatos a los que nos abocamos. Concebimos, junto al Barthes (1986) de la “Lección inaugural”, y quizá lo estemos traicionando, que toda literatura es, en algún sentido, realista y que esa misma premisa anula la posibilidad de una absoluta a-referencialidad; nos hacemos eco de cierta formulación de Martín Kohan (2005) que nos vuelve a interpelar sobre uno de los roles sociales de la literatura, hoy, en gran medida, desplazado por los paradigmas teóricos hegemónicos:
 

Ya no se piensa que las novelas deban renunciar a la narración de los hechos reales. Pero difícilmente la pregunta por cómo narrar los hechos reales pueda eludirse, una vez que se la formuló. Esa inocencia, que a lo largo del siglo XX no ha cesado de perderse, sólo puede sobrevivir como impostura. Sólo que también ha comenzado a volverse impostura (y acaso también inocencia) la renuncia displicente a la representación de la realidad (35).

 

Sobre esa matriz epistemológica se inscribe el sistema conceptual al que apelamos para arribar a la noción de “experiencia generacional” construida, es cierto, no sin algún eclecticismo. Tanto Benjamin, en 1933, en “Experiencia y pobreza” (1998:167-173), como Agamben, en 1979, en Infancia e historia (2001), han vinculado la experiencia con el lenguaje, la mudez y la “facultad narrativa” del hombre; según ellos, en estricto sentido, no habría huella social de una experiencia si no fuera posible “ponerla en relato”. Benjamin se detiene en el silencio de los que vuelven de la guerra: “Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable” (167). Asimismo, esta idea de experiencia es próxima a la que nos interesa en tanto el propio Benjamin la circunscribe a una generación: “la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal” (167-168) (1). Medio siglo después, Giorgio Agamben (2001) le quita peso a la necesidad de “una catástrofe” para diluir la experiencia ya que “basta con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad” (8). El postulado de Agamben actualiza el escenario social en el que la experiencia ya no tiene lugar y esa actualización será clave para nuestra idea de “experiencia generacional”. Lo que se registra en la narrativa de nuestros autores podría ser la última experiencia narrable, el pasaje de la modernidad que signaba el pensamiento de Benjamin al primer atisbo del pos en esta parte del mundo, el ingreso irrestricto a los noventa.

Finalmente y de manera complementaria, en 1983, Raymond Williams (2003) evoca para el término “experiencia” dos sentidos en conflicto de cuyas relaciones emerge una idea contemporánea de experiencia: 1- “conocimiento reunido sobre acontecimientos pasados, ya sea mediante la observación consciente o por la consideración y reflexión”; 2- “un tipo particular de conciencia, que en algunos contextos puede distinguirse de la “razón” y el “conocimiento” (138). Del cruce entre estas dos concepciones y el vínculo entre experiencia y relato que proponían Benjamin y Agamben surgen dos líneas narrativas posibles. La narrativa de la primera concepción estaría vinculada a una mirada retrospectiva capaz de cerrar el sentido del pasado que se narra, - Las palabras, de Sartre, sería un caso extremo-. Para la segunda concepción, podemos pensar en la narración de la epifanía, en la línea del Borges de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, donde una experiencia determinada produce un cambio cualitativo e irreversible. Hacia el final veremos cómo se articulan estos postulados teóricos con los autores a los que nos dedicaremos.

De lo que se trata aquí es de cómo la obra narrativa de estos autores da cuenta de una experiencia compartida por una parte de sus coetáneos, de cómo los textos que nos ocupan plasman y dan voz a un sujeto colectivo de una época. Lo curioso del caso es que no se trata de obras gemelas y mucho menos de un programa estético conjunto. Lo que teje los lazos de intersección es una sintonía espontánea que emerge de una proximidad sustancial en la experiencia vital de ambos autores, pensando en ellos como constituyentes de un sujeto colectivo, los universos sociales de los que hablan ambos autores manejan los mismos supuestos.

A conciencia de la disparidad de procedimientos, consideramos que los textos se enlazan, además, por fuera de la escritura misma, mediante una serie de factores inherentes a la producción que son extratextuales, a saber: se habla de Fabián Casas y Martín Rejtman como inauguradores, el primero se sitúa entre los fundadores de la denominada “Poesía de los ‘90”; el otro ocupa un lugar simétrico respecto de lo que se agrupa bajo el mote de “Nuevo Cine Argentino”. Tanto para Martín Rejtman como para Fabián Casas, la producción narrativa es el complemento, aún marginal, de las expresiones centrales al conjunto de sus obras, al menos desde el reconocimiento de la crítica y hasta la fecha. En el mismo sentido, ambos autores nacieron en Buenos Aires en la primera mitad de los ’60, obtuvieron la Beca del International Writing Program de la University of Iowa (Estados Unidos) y la Beca Antorchas (Argentina); los dos han publicado tanto en Argentina como en Europa y Latinoamérica y algunos de sus textos han sido recogidos en diversas antologías. En esa constelación de elementos que los aproxima consideramos que puede establecerse la idea de una experiencia generacional cuya codificación narrativa da testimonio de una forma datable de estar en el mundo: Buenos Aires, finales del siglo XX.


Caso Rejtman: ¿Realismo idiota o al revés?

El volumen inaugural de su obra literaria, Rapado (1992) reúne doce cuentos desde cuyos títulos ya podemos vislumbrar la fuerza centrípeta que movilizará cada línea: “Todo puede pasar”, “Música disco”, “Tiene que haber un mundo mejor”, “Algunas cosas importantes para mi generación”, “Música disco – extended version”. Rejtman parece poner en claro los ejes que sostendrán su figura autoral. Cada uno de los cuentos parece volver de un modo u otro a una serie de cuestiones que serán seguidas de cerca por narradores minuciosos hasta la obsesión en el detalle en sus puntos irrenunciables de interés. Los narradores de Rejtman no dejarán pasar a un personaje sin la descomposición fenomenológica de sus gestos, la indicación sobre qué ropa lleva puesta, qué canción está escuchando, qué está ingiriendo, qué pensamiento cruza su mente en ese instante. Todo eso mediante un efecto narrativo que se sitúa en un presente continuo cuya concatenación de instantes parece depender exclusivamente de la acción inmediata del personaje. El mundo narrativo de Rejtman se asemeja a la sucesión de fotogramas que constituyen la cinta magnética de un film. Esta forma de narrar es un recurso narrativo íntimamente ligado a la carga ideológica que soporta su obra. Esa sucesión en presente, respetada aún en la linealidad cronológica de todas sus historias, es la que sitúa la acción de cada uno de los cuentos de Rapado  en un tiempo y espacio precisos: Buenos Aires, década de mil novecientos ochenta. A efecto de lo que nos importa, esas coordenadas espaciotemporales, junto con los narradores en primera persona (en seis de los doce cuentos) dan clara cuenta de cuál es esa generación cuyas “cosas importantes” viene a destacar Rejtman, la de aquellos que a principios de los ’80 dejaban atrás la escuela secundaria y la adolescencia y daban el salto al “vacío” del universo de los adultos. Hay algo que emerge programáticamente de los textos a la manera de inferencias que el lector debe clausurar para actualizar el texto. De hecho, en ninguno de los cuentos aparece una sola fecha (los espacios, en cambio, son explícitamente mencionados) pero sí se genera en ellos una marca de época que, si bien es imprecisa, admite reconocer no sólo una cantidad de elementos que permiten la datación (discos, números de teléfono, soportes tecnológicos) sino acontecimientos puntuales; el más significativo, acaso, sea el levantamiento “carapintada” de diciembre de 1990: "En el extremo inferior de la pantalla se leía: “Hace instantes, en los cuarteles de Palermo”, y mostraban, en diferido, las dos explosiones que yo acababa de oír en vivo (138)."
Acontecimiento cuya precisión temporal está apenas sugerida por el hecho de que tres niños encienden petardos y el narrador sostiene: “no podía ser que dos o tres chicos de diez años que festejaban la Navidad con algunos días de anticipación tuvieran completamente aterrorizado a todo un edificio” (138).

Creemos reconocer en la narrativa de Rejtman una especie de anclaje icónico que nos reenvía sistemáticamente a la idea de “generación”, menos desde una posición reivindicativa que desde la plena plasmación de ese universo metabolizado por la experiencia. Dicho universo, cifrado en una constelación de signos culturales (la identificación de la adolescencia con el punk, la nocturnidad como modus vivendi, el divorcio y la separación de las parejas como algo casi constitutivo de las mismas, el consumo naturalizado de estupefacientes, el rock y el pop como estandartes identitarios), se perpetúa mediante la dosificación ascendente de un cuento a otro. El caso paradigmático es el de  “Música disco” y “Música disco –extended version”. El primero es uno de los más breves y despacha en una página y media un encuentro casual entre el narrador protagonista y un ex compañero del secundario a quien no ve desde hace tres años. En “Música disco –extended version”, texto que cierra el volumen, aquel encuentro, antes marginal y aislado, reaparece como disparador de un retorno idílico y colectivo a los días del secundario, regreso a una edad dorada con el que Rejtman resuelve, por medio de un happy end utópico, el balance (en el sentido económico) entre el añorado mundo de la adolescencia y el vacío universo de la adultez hacia el que los personajes son empujados por el paso del tiempo. Entre un cuento y el otro, podríamos decir, tomará forma lo que Rejtman va a plasmar como síntesis de la “experiencia generacional” que narra su obra.
 

Disección

La estética que prevalece en la poética de Rejtman es eminentemente realista y  se rige por la economía extrema de su escritura. Ese será el soporte formal de un proyecto narrativo que no dejará de lado casi en ningún momento un efecto humorístico basado en el procedimiento de retratar en primer plano los actos nimios de la vida cotidiana desde dos variantes. Una, la de los narradores en tercera persona que funcionan como cámaras filmadoras, instalando un distanciamiento objetivista; la otra, la de los narradores protagonistas que truecan ese objetivismo por el acceso a sus conciencias. Entre estas dos maneras, la exposición o exhibición de un mundo externo y otro interno a los personajes, se construye una idea de conjunto del funcionamiento del universo narrado. Así podemos percibir la distancia que separa las tres franjas etarias que recorren las páginas de Rapado: los padres, los hermanos menores y los que quedan encerrados en la edad intermedia, representados por los narradores en primera persona y sus congéneres. Respecto de los adultos, la incomunicación aparece como insalvable; respecto de la adolescencia, el recurso para el acercamiento es el retorno a prácticas ya superadas pero añoradas.

Los cuentos “Rapado” y “Algunas cosas importantes para mi generación” admiten una lectura de lo antedicho a partir del corte y el color de pelo de los personajes. En “Rapado”, cuento narrado por una tercera persona, el tema del pelo circula por toda la historia: al padre del protagonista, el pelo se le vuelve blanco en un viaje de tres días, la madre se tiñe, la hermana se retoca, Lucio, un adolescente hermano menor, se rapa. En sintonía directa, el narrador protagonista de “Algunas cosas importantes para mi generación” inicia su relato diciendo:

 

Hay cosas que mi novia me dice demasiado seguido. Por ejemplo, el sábado pasado no se cansó de repetirme que quería que me cortara el pelo. La cuarta vez que me lo dijo fue en el coche de su padre, íbamos por Libertador y estábamos a punto de meternos en la Panamericana, camino a la quinta. Aproveché el semáforo rojo, me bajé del auto y no miré para atrás (117).

 

En ese detalle emerge el abismo insalvable entre las generaciones. El pelo largo como un símbolo innegociable choca de plano con su instancia futura, el pelo cano del adulto, pero sobre todo se distingue del corte al ras del adolescente. El mundo ha cambiado y el pelo es sólo su síntoma.

El prototipo del narrador protagonista de Rejtman se aferra a sus propios códigos culturales camino de convertirse, lenta pero inexorablemente, en lo que despreciaba. En el salto de trece años de Rapado a Literatura y otros cuentos, ese trauma se hace manifiesto. Si en Rapado el mundo laboral está casi borrado, será, por el contrario, uno de los ejes de la narración en Literatura y otros cuentos. Lo mismo ocurrirá respecto de la institucionalización de las parejas y la paternidad, el paso de la soltería al matrimonio enfatiza los recelos presentes en el primer libro. En este tránsito, el universo se ha modificado en todas sus expresiones, los personajes pasan de la cocaína, la marihuana y el ácido a los antidepresivos (el primer relato de Literatura y otros cuentos se titula “Alplax”), de hijos a padres, de desocupados o estudiantes a profesionales o trabajadores (2). En el pasaje de un libro al otro queda implicado el pasaje de una década a la siguiente. En este sentido, resulta más que relevante la ubicación del film Rapado. En palabras de David Oubiña (2005) “Antes de que existiera el ‘nuevo cine argentino’, existía “Rapado”. Ese “nuevo cine argentino” tendrá lugar desde la década del 90’ y el film de Rejtman es una bisagra respecto del cine que se venía realizando. Su protagonista será un hermano menor y en contraposición al resto de los personajes es el único que incurre en un delito (3). Esa relevancia sale a la superficie si pensamos que “Rapado” será el cuento que Rejtman decide filmar como primer largometraje. Resulta al menos sugerente que el personaje del adolescente que delinque para restablecer un orden roto por una injusticia (primero le robaron a él) sea el mismo que decide acabar radicalmente con el pelo largo, dando por clausurada una época vigente hasta la década anterior. En el juego de postas intergeneracional, se hace evidente una clausura. El relato generacional atraviesa el umbral de los 90’ y cuenta la deriva de la generación protagonista. Si en “Alguna cosas importantes para mi generación” el personaje se baja del auto de la familia de su novia y no mira para atrás; en “Literatura”, el protagonista, no sólo accede a que el padre de su novia le financie la edición de su libro, sino que queda cercado en la lógica de su familia política y pasa de vendedor ambulante en la playa a irse de vacaciones con ellos a cuenta del padre y termina casándose. Si, como veremos más adelante, en “Música disco –extended version-” hay una salida utópica hacia el pasado, en “Ornella” los protagonistas sólo tendrán acceso al revival:

 

El único show que parece despertar interés y tiene público propio es el del grupo de varieté de los ochenta los jueves a las diez de la noche. Sus protagonistas son todos ex Parakultural y el espectáculo es exactamente el mismo que hacían veinte años atrás, un revival (…) pero los espectadores son ciegos al factor tiempo y ni siquiera por un segundo sospechan que se trata de un revival (…) No ven nada más, ni los ochenta, ni los cincuenta, sólo puro presente y contemporaneidad (94).

Las marcas contraculturales de los narradores en primera persona serán sustituidas por un retorno irónico y distanciado. Dicho revival forma parte de un emprendimiento comercial de los protagonistas cuyo perfil inicial se va desdibujando al convertirse en una marca y un formato empresarial que terminará siendo vendido a firmas extranjeras. Ahora, la generación que habla se inserta a la deriva en un universo mercantilizado al extremo cuyas necesidades creadas poco o nada tienen que ver con su pasado.  El proceso que se inicia con el robo del ciclomotor en “Rapado”, dando lugar a la sustitución generacional y haciendo evidente el desfasaje entre el sujeto histórico y colectivo que protagonizó las noches de los 80’ y los tiempos que se abrían con el cambio de década, tiene su culminación al poner de manifiesto la caducidad del universo cultural de sus protagonistas y sus propias prácticas.


Tradición

Rejtman no escribe tejiendo lazos con la tradición literaria argentina o latinoamericana. Nada en su narrativa parece alejarse de la singularidad de una mirada propia y nueva sostenida por una voz dispuesta a narrar su particular versión de las cosas, ese “mundo sin cualidades” que Beatriz Sarlo (2003) entrevé en Silvia Prieto pero que podríamos extender a toda la narrativa de Rejtman. De Rapado a Literatura y otros cuentos, donde Graciela Speranza (2005) lee la “sospecha de que también la realidad es idiota”, hay una continuidad sustancial que viene a dejar en claro que el eje estructural de lo que pasa afuera es la sucesión de nimiedades que atraviesan la conciencia permanente de la voz que narra, para dar testimonio de una forma del mundo que poco o nada tiene que ver con la que postulaban las generaciones inmediatamente anteriores.


Fabián Casas: “el camino del salmón, en una época oscura”.

No sería insensato decir acerca de la narrativa de Fabián Casas, que la huida hacia la muerte de sus personajes lleva el “sello de una voluntad heroica que no concede nada a la actitud que le es hostil”, que “ese suicidio no es renuncia, sino pasión heroica”, que la “sustancia y la inspiración de la obra son asunto de la MODERNITÉ”, que “sus metáforas son originales por la bajeza de los objetos de comparación”, o que “mantiene su mirada sobre el proceso trivial para acercarle el poético”, que no evita “de ningún modo expresiones que, libres de la pátina poética, sorprenden por la brillantez de su sello”, que “su técnica es el putsch”. El dilema que nos presentan tales afirmaciones es que fueron escritas hace más de medio siglo acerca de un autor que lleva muerto casi ciento cincuenta años. Las citas en cuestión son extractos literales de lo que, según la traducción de Jesús Aguirre, Benjamin (1972) esgrime respecto de Baudelaire. Al amparo de Borges (1944) y su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos intriga el sentido que pudieran tener hoy esos mismos enunciados (referidos a la obra narrativa de Casas, desde luego) dado que uno de los ejes de nuestra propuesta crítica es el concepto de “experiencia generacional” cuyo núcleo sintáctico coincide con una de las preocupaciones centrales de Benjamin en el texto citado, la “experiencia”. Si la propuesta de Benjamin era, de algún modo, leer la modernidad desde la obra de Baudelaire, la pregunta que emerge es qué podemos leer, respecto de esa modernidad o de su evolución histórica, de lo que Jameson llama la “lógica cultural del capitalismo tardío” (Jameson, 1991), en la obra narrativa de Casas en tanto ambas responden de algún modo a una constelación de enunciados críticos comunes. Este pequeño juego de “correspondencias” exige una serie de matizaciones. La Modernidad a la que se refería Benjamin es una Modernidad central respecto de lo que Beatriz Sarlo (1988) llamó nuestra “modernidad periférica”; no obstante, Baudelaire sí era un marginal de esa modernidad y de algún modo esa particularidad es lo que permite a Benjamin su iluminadora lectura crítica. Semejante es el caso de Casas, un autor cuyo tránsito del margen al centro requirió de los últimos veinte años (4).

Casas asiste a un conglomerado de decadencia que enlaza el “capitalismo tardío” de la globalización con el repudio de ciertos pilares de la modernidad que sustentaban caracteres firmes de nuestro imaginario social, mortalmente heridos durante las últimas décadas. Así, ese “fundamento para la esperanza” del que hablaba Sartre (1967) y que fue pura promesa a mitad de siglo, se fue convirtiendo en espejismo. La generación que habla en la narrativa de Casas es la que nació en la bisagra del siglo XX, generación cuya biografía acompaña el ascenso y descenso de la parábola de la utopía y que será la última (en el sentido de la más joven) cuya experiencia vital tendrá ciertos signos reconocibles de la hoy tan vapuleada modernidad.


Irse de Casa

Los datos biográficos de Fabián Casas están desperdigados por diversos sitios de internet, entrevistas y contratapas de libros. Lo curioso del caso es que lo que queda fuera de esa cronología pública, lo que va de 1965 a sus veinte años, constituirá el núcleo temático más fuerte de su obra narrativa. Para sostener esta última afirmación resulta imprescindible establecer el presupuesto de que el universo narrativo de Casas es una ficción atravesada por una experiencia vital que sólo se torna recuperable por el pacto fantasmático (Lejeune, 1991) a partir del cual incita a leer sus ficciones en clave autobiográfica (Minelli, 2008). La construcción autoral de Casas ficcionaliza un “yo” que narra en primera persona, o a través de alter egos,  y que, para traducir en relato fragmentos y segmentos de su propia experiencia vital, la recodifica en un lenguaje particular.


Mito, lenguaje y estructura

“La dictadura fue la música disco”. La frase inaugural del primer cuento de Los Lemmings y otros es la metonimia de una manera de contar: así, Casas ofrece su decodificación personal de una patología colectiva. Los Lemmings no es un libro de cuentos sobre la dictadura, es una sucesión de relatos sobre una experiencia puntual: haber crecido en el barrio de Boedo durante las décadas finales del siglo XX. El narrador es el encargado del registro memorialístico-testimonial de esa experiencia colectiva, el “yo” que narra es un sobreviviente o, borgeano a la manera de Casas, un “veterano del pánico”. Sin embargo, el material narrativo se sustrae del acontecer histórico-político para dar lugar a una mitología barrial a cargo de un conjunto de personajes que van creciendo entre el fragor de los enfrentamientos callejeros, la épica futbolística, la escuela, los romances adolescentes, el rock, el cine y los estupefacientes. A fuerza de lenguaje, Casas logra que lo evocado se convierta en un universo vívido donde lo cotidiano adquiere el valor de lo excepcional y se mitifica.

La marca de autor se cifra en ciertas expresiones (“en el horno de Banchero”, “frío letal”, “pulenta”, “boedismo zen”) que contribuyen a la cristalización de una variedad sociolectal cronotópicamente datada; un simulacro de oralidad que el autor atribuye al barrio de Boedo desde fines de los 70 a principios de los 90. Sobre esa combinación sintáctico-semántica las formas tradicionales que estructuran los relatos (relato familiar, novela de aventuras) adquieren su signo de distinción. Casas construye un universo propio regido por leyes enunciadas en un idioma restringido. Lejos de dar por supuesta la universalidad de ese lenguaje, el narrador oficia de antropólogo-sociolingüista-traductor, reflexiona sobre los fenómenos léxicos que atraviesan su experiencia cotidiana (“no quiere más Lola”, “melado”) y los traduce para el “lector-escucha” como quien da testimonio de una verdad de otro modo irrecuperable.

Sin embargo, ese lenguaje mitificador no es exclusivamente coloquial. El lenguaje de Casas es un deliberado sitio de mezcla y ese cruce es el que da la pauta de la posición de ese “yo” que habla. Su condición de “veterano del pánico” lo distancia de aquello que revisita y lo convierte en protagonista-testigo; para dar testimonio, hay que sobrevivir. Esa mezcla constitutiva de su poética (ahí están las entrevistas donde Casas repite hasta el hartazgo que la literatura es el bar de La guerra de las Galaxias) tiene, además, un linaje erudito. En este sentido, vale señalar la frase que cierra el libro Los Lemmings y otros: “sobre lo que no tenemos nada que decir, mejor quedarse musa”. La frase consta como una de las conclusiones que Nancy Costas, integrante de la barra de Boedo, transcribe a su diario personal escrito para legar su propio saber a su hija. La cita mencionada no sólo cierra el diario personal de la peluquera, la remisión intertextual directa es el enunciado con el que Wittgenstein decidió cerrar su Tractatus: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Si reponemos la genealogía erudita de dicha frase, vemos de qué manera la apropiación de ese linaje de saber opera en la narrativa de Casas: una peluquera de Boedo arriba a la misma conclusión que el autor de las Investigaciones Filosóficas. Ese será el lugar que ocupará el “yo” que narra o el alter ego de Casas, Andrés Stella, cuya condición de sobreviviente lo posiciona respecto de lo narrado como el sujeto de una mirada retrospectiva cuya función es la de instaurar el “sentido global” de una experiencia colectiva de la que formó parte, y por ahí se cuela el rol iluminador de una erudición aplicada a los acontecimientos del pasado. En la narrativa de Casas, el que habla detenta siempre un saber. El propio título de Los Lemmings y otros adquiere sentido cuando uno de los personajes, el alumno aplicado al que la banda de Boedo se acerca por conveniencia, explica que los Lemmings son animales que acaban por suicidarse: eso serán los integrantes de la banda de Boedo, animales suicidas, pilotos kamikazes; el narrador y el alter ego serán, en cambio, veteranos del pánico. Otros casos son el epígrafe de Shopenhauer que antecede al cuento “Los Lemmings” o las referencias a conceptos hegelianos como la “idea” o la “síntesis superadora”. Schopenhauer y Wittgenstein no aparecerán como referentes intelectuales para pensar la condición humana, sino como el santo y seña de un artificio homogeneizante que Casas propicia fagocitando el lenguaje de diversas procedencias sociales y diferentes prácticas intelectuales y estéticas (filosofía, fútbol, política, literatura, cine, rock).


Relato familiar y cuestiones de género

La narrativa de Fabián Casas se instala como un relato familiar que recorre el trayecto de vida del/los narrador/es desde la infancia hasta los primeros signos de la adultez. Ese relato no será lineal sino el resultado de una yuxtaposición de fragmentos episódicos regida menos por la necesidad estructural de lo que se narra que por la decisión programática de emular los mecanismos asociativos de la memoria. Casas arma un árbol genealógico que emerge por los intersticios de la anécdota que se está contando. Ocio (2000) y Veteranos del pánico (2005) constituyen el núcleo central de ese relato familiar. Cada una de estas nouvelles hace foco en una zona determinada de los lazos y prácticas familiares. Ocio se centra en los integrantes masculinos de la familia (padre y hermano del narrador) luego de la muerte de la madre; Veteranos del pánico tiene como eje la figura de la madre del narrador, recortada sobre el escenario de la cocina, en permanente tertulia con sus hermanas y en relación por vía postal con su propia madre. De aquí en más, los personajes proliferan al ritmo de una memoria emotiva que trabaja por asociación. De los familiares directos pasa a los lejanos, luego a los amigos de la familia y, finalmente, el narrador se detiene en sus propios amigos (en Los Lemmings y otros la novela familiar se troca en relato de aventuras). Este registro de los personajes cierra la suma de coordenadas necesarias para la concreción del testimonio: quiénes, qué, dónde, cuándo, que podría traducirse como: “Nosotros hicimos historia en Boedo entre 1970 y 1990”.


Mi nombre es legión

En Las Palabras, de Sartre, el narrador asume el ejercicio de mirar retrospectivamente su propia niñez y leerla como una concatenación de hechos regidos por un sentido global casi teleológico y atravesado por un caudal de saberes eruditos y experimentales adquiridos con posterioridad. En la narrativa de Casas, el mecanismo de Sartre se efectúa de un modo semejante pero con la salvedad de que lo que se narra es menos una autobiografía solipsista que una crónica generacional: “Boedo está donde estemos nosotros”. El sujeto colectivo de esa experiencia, los lemmings, los veteranos del pánico, encarnan, por extensión metonímica, a una parte de la generación que nació a lo largo de la década del sesenta y creció al ritmo de la declinación y caída de la última utopía moderna. Oscar Campo Becerra (2009), al referirse a la narrativa de Casas, habla de “la experiencia del desencanto”; curioso sería que no lo fuera. Estos textos, como bloque, dibujan una parábola cuya línea de descenso significa derrape. En este sentido, entre el tiempo evocado en los relatos y la fecha de publicación de los mismos lo que acontece es el agujero negro de la historia argentina:

 

Yo le pido prestado el resaltador a Marcel y trato de que quedemos fosforescentes en las páginas de aquel invierno. El tano Fuzzaro, el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen, los chicos del pasaje Pérez, los hermanos dulce… Muchos borrados antes de tiempo con el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida… (13).

La imagen es exacta y no se desvía de la poética que la engendra aún al precio de la frivolidad y el cinismo. La página de la historia se sobreescribe, corrector mediante, pero lo que había debajo, el “error”, queda intacto. De un lado de la mancha blanca está la infancia, recuperada como una promesa, como pura potencia, del otro, el balance generacional efectuado desde la perspectiva del sobreviviente. Ese balance es el centro de gravedad de los escritos de Casas, el repaso sobre el devenir de sus congéneres:


Y así éramos nosotros. Hasta que este país de porquería nos cagó a sopapos. Por ejemplo la tragedia de los Dulces. El Dulce grande chupado por la Policía, el Dulce chico asesinado en la cortada de san Ignacio después de que intentó robar un auto. O el gordo Noriega que volvió de las islas sin transistores en el bocho… (95).

Simétrico al balance de Casas hallamos el de Marcelo Díaz (1998) en “Las ruinas de Disneylandia”, del poemario Berreta. No es casual que Marcelo Díaz haya nacido, también, en 1965. Pero Casas ejecuta una doble coordenada dentro de la literatura argentina. En un nivel inmediato, se hace evidente esa actitud afín con sus contemporáneos; mientras en otro, ejecuta lo que él mismo llama un “kata literario” al reunir, en una misma operación, el ensayo “El escritor argentino y la tradición” de Jorge Luis Borges, el prólogo a Los lanzallamas de Roberto Arlt, la “Carta de un escritor a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh y el prólogo de Gombrowicz a la edición del Ferdidurke argentino (5). Una vez más, es la mezcla la que rige el programa poético del autor; mezcla que, por otra parte, se enraíza en el corazón de la literatura escrita en la Argentina en el siglo XX. No sólo los nombres propios del “kata literario” constituyen un canon indiscutible, los textos que lo conforman son los manifiestos de los cuatro rumbos literarios en cuestión. Casas se inscribe en una tradición extraña de nuestra literatura, a contrapelo de toda polarización excluyente fusiona literatura y experiencia de la misma manera en que articula el credo arltiano de la “prepotencia de trabajo” y el  con la responsabilidad poética de lograr que “el lenguaje brille” (6).


Intersección

La idea de leer dos narrativas como un sistema de remisiones recíprocas permanentes se sustenta en una exigencia que emerge de ellas mismas. Cuando leemos “La dictadura fue la música disco” (Casas, 2005:9) como carta de presentación de un modo de narrar, Casas nos da por advertidos. La frase otorga un lugar tan preeminente a la música disco que nos reenvía directamente a la insistencia obsesiva de Rejtman al titular dos cuentos de su primer libro “Música disco” y “Música disco –extended version”. Así se traza la primera línea vinculante y se dispara la curiosidad crítica por verificar si ese vínculo es persistente o una mera coincidencia. La música disco se instala en estos cuentos como la banda sonora de los años duros previos a la guerra de Malvinas, artilugio bailable de una industria musical decidida a poner freno al halo contracultural que el rock y luego el punk insistían en llevar al centro de la escena. Será la contracara de la educación sentimental de los personajes de nuestros autores: el rock. Sobre esta clave Casas y Rejtman intentarán restituir la utopía generacional en medio del naufragio. En el cuento  “Casa con diez pinos” (homónimo de la emblemática canción de Manal), después de una jornada junto al “Gran escritor”, el protagonista llega al bar de su amigo Norman y éste hace sonar la canción de Manal:


 …una de mis canciones preferidas. La que siempre le pido que ponga. ¡Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales!

 

Casas transcribe la letra completa e intercala didascalias acerca de cómo se desarrolla la escena; en este fragmento leemos una declaración de principios. Rejtman no va a recurrir a la puesta en escena de algo muy semejante a la propuesta de Manal. En “Música disco -extended version-”, luego de un reencuentro entre el protagonista y gran parte de sus viejos compañeros de secundaria y de una visita al colegio, se suprimen los hábitos de la vida ordinaria y se dirigen a una quinta en la que se dedicarán a la búsqueda de la felicidad a fuerza de pileta, recorridos por los techos, música, ácido, amistad y afecto (7). Tanto la transcripción de la letra realizada por Casas para terminar el cuento, como la puesta en escena que utiliza Rejtman para cerrar el último cuento del libro, son recursos para enunciar las formas con que conciben una liberación colectiva que remite directamente al modelo utópico que proponían los lejanos sesenta. Sin embargo, esa solución es sólo un pase de salida simbólico del universo que constituye a estos personajes, el espacio declaradamente urbano del Buenos Aires por el que transitarán indefectiblemente en cada página. Como en el rock, la narrativa de ambos autores es urbana, como en el rock, sus utopías son rurales.

Este lazo iniciático es el primer signo visible de una constelación de elementos que formarán parte de la estructura vertebral de ambas narrativas. Casas y Rejtman no sólo coinciden en la economía narrativa del cuento y la nouvelle sino que construyen sus historias en torno a una serie de motivos comunes. Ambos utilizan como eje vertebrante de sus ficciones lo que los psicoanalistas llaman “novela familiar”; esto se torna más relevante si pensamos que las familias que rondan por los cuentos de Rejtman y Casas componen el relato de la familia disfuncional a cuyos integrantes Casas denominará “islas” (2008:73): “Mi viejo, mi hermano y yo, vivimos, cada uno, en zonas diferentes; la distancia que nos separa es la misma que separa a los planetas. Mi vieja era el cruce de caminos donde nos encontrábamos” (11). Como en Ocio, de Casas, en “Rapado”, de Rejtman, la madre de Lucio es el catalizador familiar. Sobre este fondo, se va entretejiendo un lazo vinculante y subterráneo de remisiones recíprocas y permanentes que va de las coordenadas espaciotemporales a la mención de Luis Alberto Spinetta, de la naturalidad con que se inserta el submundo de la droga a la desenfadada actitud con que Máximo Disfrute (Casas, 2005:89) y Leticia (Rejtman, 1996: 186-187) cuentan detalladamente la trama disparatada de dos films pornográficos bizarros o los reiterados episodios en torno a ventas y alquileres inmobiliarios (Ocio, “Ornella”, “House plan with rain drops”).

A lo detallado hasta ahora, hay que añadir otra serie de concomitancias acerca del funcionamiento de estos textos en el mapa general de las estéticas literarias. Si bien no podemos afirmar sin más que Casas y Rejtman escriben una literatura realista en un sentido tradicional, sí podemos decir que esa estética será la base sobre la cual están articulados los procedimientos singulares por los cuales cada uno de los autores construirá su propia poética. En este mismo sentido, la inclusión de “Mi estado físico”, de Rejtman, en la antología McOndo, proyecto que se define claramente contra la narrativa de García Márquez, tiene como correlato la denominación “Realismo Márcico” que Casas eligió para designar su propia estética (8).

Sin embargo, la prueba contundente de que por detrás de la escritura hay algo más y algo distinto que mera referencia es el instante puntual en el que estas poéticas difieren para singularizarse. En el caso de Rejtman, el texto parece transparente, no hay referencias literarias explícitas, el universo evocado está completamente mercantilizado y el campo cultural está signado por el cine y la música. Rejtman pone en funcionamiento un mundo narrativo sin enjuiciarlo. El recurso elegido por el autor para posicionarse respecto de lo que narra es el humor ríspido –generado por la discrepancia entre el carácter cotidiano de lo narrado y la relevancia que el narrador le otorga- y un dejo de frivolidad, una marca establecida por la procedencia de los objetos culturales convocados. En cuanto a Casas, el universo evocado no sólo es enjuiciado por los diversos narradores, sino que ese juicio destila aquel desencanto del que habla Campo Becerra. A diferencia de Rejtman, Casas sí elabora un entramado literario explícito con dispersión de citas, que van de Borges a Arlt y de Pavese a Schopenhauer, y de artificios que le permiten, como a Rejtman pero por la vía contraria, resaltar lo nimio, hacer de los lugares comunes del mundo cotidiano un universo excepcional. Los iguala la implacable minuciosidad y la descomunal precisión de su economía narrativa; los distingue el sitio desde donde se mira: uno ejecuta la épica de los barrios duros, el otro el drama existencial de los barrios medios. Si lo que asoma es la metabolización de una experiencia colectiva es porque lo colectivo será el soporte general de lo particular. De la ley del divorcio a la aparición de los supermercados, de la descompresión posdictatorial al casi veinte por ciento de desocupación al promediar los noventa, todo el vaciamiento de la experiencia que Agamben (2001) señala para estos días que corren es registrado al detalle por la narrativa de Casas y Rejtman.

Y ahora quizá podamos aspirar a dar cuenta de ese “sentido global” que mencionamos al principio. Si retornamos a las dos formas narrativas en que se plasma la experiencia mencionadas en la introducción, veremos que la escritura de nuestros autores participa de ambas líneas. Ambas modalidades narrativas son paralelas a los enunciados de Williams (2003) sobre la “experiencia”. Casas relata la revelación, el “satori”, del narrador en “Ásterix, el encargado” pero al mismo tiempo ejecuta un relato en parte épico y en parte mítico de la infancia que da un sentido global a la materia narrada, la idea de un balance retrospectivo cuyo resultado es la “derrota” (9). Rejtman parece relatar un presente continuo sin capturar nunca un significado estable pero mostrando el corte entre un pasado codificado por sus protagonistas y un presente incomprensible en el que su generación ha negociado todo su saber con un universo hostil y despiadado.

La “experiencia generacional” que nos ocupa se instala en el cruce de coordenadas entre las dos variantes que enumera Williams (2003) y los postulados de Benjamin (1998) y Agamben (2001). Ya en 1933, Benjamin sostiene que los hombres están cansados, que añoran “liberarse de las experiencias” y que para tal fin cuentan con el ensueño: “La existencia del ratón Micky es ese ensueño de los hombres actuales. Es una existencia llena de prodigios que no sólo superan los prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos” (172-173). Medio siglo después, esos “prodigios” sustituyen, ahora sí por la vía tecnológica, a la experiencia humana desplazándola fuera del hombre: “la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la cámara de fotos” (Agamben, 2001:10). Se ha transformado es la forma del “ensueño”. Las narrativas de Casas y Rejtman cuentan la historia de ese pasaje, de la modificación del soporte del “prodigio” benjaminiano; la última historia que se puede narrar: el proceso de instalación de la matrix, la sustitución del mundo real por el virtual. El compendio de saber sobre el pasado se dispara hacia el futuro como legado y testimonio; el registro del presente, aún de un presente simulado, resulta del tipo particular de conciencia del que puede desnaturalizar lo inmediato y convertirlo en materia narrable. En estas latitudes donde las capas temporales se superponen en un mismo instante, Rejtman y Casas atestiguan el punto de quiebre entre la última utopía moderna y el primer avistaje del pos.

En Ensayos bonsái, Casas (2007) dedica varias páginas a la película de 1983, Rumble fish de Ford Coppola 1983. Allí sostiene Casas:

 

Habla sobre la relación de dos hermanos encerrados en un barrio periférico, sin salida. Uno es casi un mito, tanto que no tiene nombre y su nombre es su función: el Motociclista. El otro quiere ser como él. La película está cargada de significación, con símbolos a granel. Pero igual –y esto la hace fascinante- termina siendo inasible. Las paredes de las calles tienen tallados grafittis que dicen: The motorcicle boy reigns. Los que tuvimos la desgracia o la suerte de crecer en un barrio, sabemos qué significa eso (20-21).

 

Esta película establece un vínculo particular con el cuento y el film Rapado. En Rumble Fish, el hermano menor ocupará el lugar del mayor luego de que a éste lo asesine la policía; el menor toma la posta y el legado, la toma final de la película lo muestra junto a su moto frente a una bahía. En Rapado, lo que ocurre es la ruptura de la continuidad intergeneracional, un cambio de matriz en la educación sentimental -“el chico de la moto” de Rejtman no acabará abandonando su moto robada en mitad de la ruta. La carencia de una dimensión utópica convierte al mundo en “un universo mecánico (…) y, sobre todo, carente de pasiones” (Rojas González, 2006) donde la fuerza que rige es la inercia.


Se acabó ese juego que te hacía feliz:

Los cuentos de Fabián Casas y Martín Rejtman pueden ser pensados como un sistema literario en el que las remisiones recíprocas dan cuenta de una clara complementariedad entre una y otra narrativa. Así, la infancia en Boedo a fines de los setenta se conecta con las noches de Palermo en plena euforia democrática; así pasamos del rock al punk y de la música disco al pop y la cumbia y vemos personajes de pelo largo cuyos hermanos menores acabarán por raparse y jóvenes estudiantes que se convertirán en padres trabajadores. Mientras, el telón de fondo de las historias va dando cuenta del deterioro. La épica barrial vuelve como derrota generacional porque el gordo Noriega “volvió de las islas sin transistores en el bocho” (95) o porque “el avatar” de Boedo, Máximo Disfrute, se convirtió en un descerebrado, pupilo de un campo de desintoxicación, y porque el sueño de la banda de rock se va convirtiendo en un grupo que anima casamientos como en “Música disco –extended version-”. En estos cuentos se traza el mapa genético de un sujeto colectivo cuyo universo se ha diluido. Este testimonio ficcional concertado tácitamente entre dos autores tan aparentemente remotos entre sí señala la necesidad de descontracturar las lecturas críticas sobre las filiaciones y repensar cuán cierto y duradero es el supuesto divorcio entre la literatura y lo que existe por fuera, en el mundo. Lejos de haberse cristalizado como una retórica ineficaz, las estrategias escriturales ante las que nos colocan ambos autores, a más de dispares, son pruebas contundentes de la validez de confiar a la ficción el trabajo de tornar transferible en algún grado aquello que, por haberse constituido por medio de la experiencia, sólo soporta un sentido para quien lo detenta y no para los otros. 

Para finalizar, en reiteradas ocasiones Casas hace referencia en sus cuentos y ensayos a la función de trasnoche del cine Lara al que asistía una y otra vez para ver La canción es la misma, de Led Zeppelin. No podemos afirmar sin reparos la veracidad del siguiente dato (10) pero, de ser cierto que el cine Lara, después de once años ininterrumpidos, dejó de proyectar La canción es la misma el 30 de diciembre de 1989, el cese de esa tradición rockera bien se podría instaurar como signo profético de clausura y de fundación, dos días después empezaban los noventa con su cine y con su literatura.


Notas

 

(1).  Para la idea de “generación”, tomamos las reflexiones de Raymond Williams (2003) según las cuales el término “generación” alude al “carácter distintivo de una época en particular o un conjunto determinado de personas, aunque con una referencia a una continuidad general” (154) y se convierte en un elemento necesario “del vocabulario de una cultura en la que el cambio histórico y social es tan notorio como consciente” (154).

 

(2). En Los guantes mágicos, último film de Rejtman emparentado directamente con su narrativa, la circulación sin intervención médica de antidepresivos llega a niveles hilarantes y cumple un rol semejante, en cuanto a la reiteración de un significante, al del pelo en Rapado.

 

(3).Cabe destacar que una de las líneas más fuertes del Nuevo Cine Argentino (A. I. Caetano, P. Trapero, B. Stagnaro, entre otros muchos) se inclinará a filmar el mundo marginal y delictivo desde una nueva valoración.

 

(4)Nos referimos a la marginalidad de Casas en tanto, a principios de los 90´, lo que hoy se denomina “poesía de los 90’” no era más que un grupo de escritores que subterráneamente empezaban a dar forma a una poesía particular (y no por eso menos heterogénea) sin ningún respaldo editorial (de hecho uno de los ítems fundamentales de aquel proyecto fue la creación de editoriales artesanales y alternativas como Eloísa Cartonera) ni publicidad masiva.

 

(5)La palabra Kata es de origen japonés y forma parte del lenguaje de las artes marciales, su significado es “forma” y designa una combinatoria de movimientos del cuerpo que emulan un enfrentamiento.

 

(6).  Entrevista de la Revista virtual El interpretador –literatura, arte y pensamiento-, Nro 15, Abril de 2005. http://www.elinterpretador.net/numero13.htm

 

(7). Vale también recordar que en  el film Los guantes mágicos aparece en el televisor la imagen de León Gieco, muy joven, cantando en un festival al aire libre.

 

(8). Alberto José Márcico es un ex jugador de fútbol, argentino. Casas asegura haber puesto el titular “Realismo Márcico” cuando trabajaba en el diario deportivo Olé. Por otro lado y para añadir un nuevo detalle a esta extraña sucesión, Casas cuenta que Alejandro Lingenti, uno de los codirectores de la reciente versión cinematográfica de Ocio, tuvo la revelación de atreverse a filmar después de ver en Cuba la película Rapado, de Martín Rejtman, en entrevista concedida al autor (Pérez Calarco/Gallina, 2010).

 

(9).  Hay que señalar que el primero en notar esta vinculación entre Casas y Borges fue Alan Pauls (2006-7).

 

(10).  Dato recogido de http://lahermandaddelcinelara.blogspot.com/ (noviembre de 2009).

 

 

Obras citadas

 

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