Intersecciones
entre la narrativa de Fabián Casas y
Martín Rejtman o la educación sentimental de una generación
Conicet/Universidad
de Mar del Plata
Un
largometraje de setenta minutos y un libro de quince poemas
constituyen gran parte de la materia fundamental sobre la que empezó a
gestarse, tanto en cine como en literatura, la renovación estética de
principios de los noventa; así irrumpían los nombres propios de Martín
Rejtman
y Fabián Casas, con obras que, miradas retrospectivamente, los
convierten en
fundadores, en referentes ineludibles, si queremos hablar de Nuevo Cine
Argentino y de Poesía de los Noventa.
Intentaremos
un trabajo crítico a
la búsqueda de un sentido global; entendido éste como síntoma narrativo
de una
experiencia generacional. Ese “sentido global” sugiere lazos inmediatos
con lo
exterior al texto, con eso que cotidiana y abusivamente llamamos
realidad pero
que, un poco más sutilmente, sabemos que no es exactamente la realidad
sino una
serie de representaciones que, según el posicionamiento teórico de
quien se
refiera a “eso”, tendrá tales o cuales implicaciones. Ese “sentido
global” se
nos presenta como la plasmación de una experiencia cuyo sujeto
colectivo
transita los relatos a los que nos abocamos. Concebimos, junto al
Barthes
(1986) de la “Lección inaugural”, y quizá lo estemos traicionando, que
toda
literatura es, en algún sentido, realista y que esa misma premisa anula
la
posibilidad de una absoluta a-referencialidad; nos hacemos eco de
cierta
formulación de Martín Kohan (2005) que nos vuelve a interpelar sobre
uno de los
roles sociales de la literatura, hoy, en gran medida, desplazado por los paradigmas teóricos hegemónicos:
Ya no
se piensa
que las novelas deban renunciar a la narración de los hechos reales.
Pero
difícilmente la pregunta por cómo narrar los hechos reales pueda
eludirse, una
vez que se la formuló. Esa inocencia, que a lo largo del siglo XX no ha
cesado
de perderse, sólo puede sobrevivir como impostura. Sólo que también ha
comenzado a volverse impostura (y acaso también inocencia) la renuncia
displicente a la representación de la realidad (35).
Sobre
esa matriz epistemológica se
inscribe el sistema conceptual al que apelamos para arribar a la noción
de
“experiencia generacional” construida, es cierto, no sin algún
eclecticismo.
Tanto Benjamin, en 1933, en “Experiencia y pobreza” (1998:167-173),
como Agamben, en 1979, en Infancia e
historia (2001), han vinculado la experiencia con el lenguaje, la
mudez y
la “facultad narrativa” del hombre; según ellos, en estricto sentido,
no habría
huella social de una experiencia si no fuera posible “ponerla en
relato”.
Benjamin se detiene en el silencio de los que vuelven de la guerra:
“Entonces
se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No
enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”
(167).
Asimismo, esta idea de experiencia es próxima a la que nos interesa en
tanto el
propio Benjamin la circunscribe a una generación: “la cotización de la
experiencia
ha bajado y precisamente en una generación que de
Finalmente
y de manera complementaria, en 1983,
Raymond Williams (2003) evoca para el término “experiencia” dos
sentidos en
conflicto de cuyas relaciones emerge una idea contemporánea de
experiencia: 1-
“conocimiento reunido sobre acontecimientos pasados, ya sea mediante la
observación consciente o por la consideración y reflexión”; 2- “un tipo
particular de conciencia, que en algunos contextos puede distinguirse
de la
“razón” y el “conocimiento” (138). Del cruce entre estas dos
concepciones y el
vínculo entre experiencia y relato que proponían Benjamin y Agamben
surgen dos
líneas narrativas posibles. La narrativa de la primera concepción
estaría
vinculada a una mirada retrospectiva capaz de cerrar el sentido del
pasado que
se narra, - Las palabras, de Sartre,
sería un caso extremo-. Para la segunda concepción, podemos pensar en
la
narración de la epifanía, en la línea del Borges de “Biografía de Tadeo
Isidoro
Cruz (1829-1874)”, donde una experiencia determinada produce un cambio
cualitativo e irreversible. Hacia el final veremos cómo se articulan
estos
postulados teóricos con los autores a los que nos dedicaremos.
De
lo que se trata aquí es de cómo la
obra narrativa de estos autores da cuenta de una experiencia compartida
por una
parte de sus coetáneos, de cómo los textos que nos ocupan plasman y dan
voz a
un sujeto colectivo de una época. Lo curioso del caso es que no se
trata de
obras gemelas y mucho menos de un programa estético conjunto. Lo
que teje los
lazos de intersección es una sintonía espontánea que emerge de una
proximidad
sustancial en la experiencia vital de ambos autores, pensando en ellos
como
constituyentes de un sujeto colectivo, los universos sociales de los que hablan ambos autores manejan los
mismos
supuestos.
A
conciencia de la disparidad de procedimientos,
consideramos que los textos se enlazan, además, por fuera de la
escritura
misma, mediante una serie de factores inherentes a la producción que
son
extratextuales, a saber: se habla de Fabián Casas y Martín Rejtman como
inauguradores,
el primero se sitúa entre los fundadores de la denominada “Poesía de
los ‘90”;
el otro ocupa un lugar simétrico respecto de lo que se agrupa bajo el
mote de
“Nuevo Cine Argentino”. Tanto para Martín Rejtman como para Fabián
Casas, la
producción narrativa es el complemento, aún marginal, de las
expresiones
centrales al conjunto de sus obras, al menos desde el reconocimiento de
la
crítica y hasta la fecha. En el mismo sentido, ambos autores nacieron
en Buenos
Aires en la primera mitad de los ’60, obtuvieron
Caso Rejtman: ¿Realismo idiota o al
revés?
El
volumen inaugural de su obra literaria, Rapado (1992)
reúne doce cuentos desde cuyos títulos ya podemos vislumbrar la fuerza centrípeta que
movilizará
cada línea: “Todo puede pasar”, “Música disco”, “Tiene que haber un
mundo
mejor”, “Algunas cosas importantes para mi generación”, “Música disco –
extended version”. Rejtman parece poner en claro los ejes que
sostendrán su
figura autoral. Cada uno de los cuentos parece volver de un modo u otro
a una
serie de cuestiones que serán seguidas de cerca por narradores
minuciosos hasta
la obsesión en el detalle en sus puntos irrenunciables de interés. Los
narradores de Rejtman no dejarán pasar a un personaje sin la
descomposición
fenomenológica de sus gestos, la indicación sobre qué ropa lleva
puesta, qué
canción está escuchando, qué está ingiriendo, qué pensamiento cruza su
mente en
ese instante. Todo eso mediante un efecto narrativo que se sitúa en un
presente
continuo cuya concatenación de instantes parece depender exclusivamente
de la
acción inmediata del personaje. El mundo narrativo de Rejtman se
asemeja a la
sucesión de fotogramas que constituyen la cinta magnética de un film. Esta forma de narrar es un recurso
narrativo íntimamente ligado a la carga ideológica que soporta su obra.
Esa
sucesión en presente, respetada aún en la linealidad cronológica de
todas sus
historias, es la que sitúa la acción de cada uno de los cuentos de Rapado en un tiempo y
espacio precisos: Buenos Aires,
década de mil novecientos ochenta. A efecto de lo que nos importa, esas
coordenadas espaciotemporales, junto con los
narradores en primera persona (en seis de los doce cuentos) dan clara
cuenta de
cuál es esa generación cuyas “cosas importantes” viene a destacar
Rejtman, la
de aquellos que a principios de los ’80 dejaban atrás la escuela
secundaria y
la adolescencia y daban el salto al “vacío” del universo de los
adultos. Hay
algo que emerge programáticamente de los textos a la manera de
inferencias que
el lector debe clausurar para actualizar el texto. De
hecho, en ninguno de los cuentos aparece una sola fecha (los espacios,
en
cambio, son explícitamente mencionados) pero sí se genera en ellos una
marca de
época que, si bien es imprecisa, admite reconocer no sólo una cantidad
de
elementos que permiten la datación
(discos,
números de teléfono, soportes tecnológicos) sino acontecimientos
puntuales; el
más significativo, acaso, sea el levantamiento “carapintada” de
diciembre de
1990:
Creemos
reconocer en la narrativa de Rejtman una especie de
anclaje icónico que nos reenvía sistemáticamente a la idea de
“generación”,
menos desde una posición reivindicativa que desde la plena plasmación
de ese
universo metabolizado por la experiencia. Dicho universo, cifrado en
una
constelación de signos culturales (la identificación de la adolescencia
con el
punk, la nocturnidad como modus vivendi,
el divorcio y la separación de las parejas como algo casi constitutivo
de las
mismas, el consumo naturalizado de estupefacientes, el rock y el pop
como
estandartes identitarios), se perpetúa mediante la dosificación
ascendente de
un cuento a otro. El caso paradigmático es el de “Música
disco” y “Música disco –extended
version”. El primero es uno de los más breves y despacha en una página
y media
un encuentro casual entre el narrador protagonista y un ex compañero
del
secundario a quien no ve desde hace tres años. En “Música disco
–extended
version”, texto que cierra el volumen, aquel encuentro, antes marginal
y
aislado, reaparece como disparador de un retorno idílico y colectivo a
los días
del secundario, regreso a una edad dorada con el que Rejtman resuelve,
por
medio de un happy end utópico, el
balance (en el sentido económico) entre el añorado mundo de la
adolescencia y
el vacío universo de la adultez hacia el que los personajes son
empujados por
el paso del tiempo. Entre un cuento y el otro, podríamos decir, tomará
forma lo
que Rejtman va a plasmar como síntesis de la “experiencia generacional”
que
narra su obra.
Disección
La
estética que prevalece en la poética de Rejtman es
eminentemente realista y se rige por la
economía extrema de su escritura. Ese será el soporte formal de un
proyecto
narrativo que no dejará de lado casi en ningún momento un efecto
humorístico
basado en el procedimiento de retratar en primer plano los actos nimios
de la
vida cotidiana desde dos variantes. Una, la de los narradores en
tercera
persona que funcionan como cámaras filmadoras, instalando un
distanciamiento
objetivista; la otra, la de los narradores protagonistas que truecan
ese
objetivismo por el acceso a sus conciencias. Entre estas dos maneras,
la
exposición o exhibición de un mundo externo y otro interno a los
personajes, se
construye una idea de conjunto del funcionamiento del universo narrado.
Así
podemos percibir la distancia que separa las tres franjas etarias que
recorren
las páginas de Rapado: los padres,
los hermanos menores y los que quedan encerrados en la edad intermedia,
representados por los narradores en primera persona y sus congéneres.
Respecto
de los adultos, la incomunicación aparece como insalvable; respecto de
la
adolescencia, el recurso para el acercamiento es el retorno a prácticas
ya
superadas pero añoradas.
Los
cuentos “Rapado” y “Algunas cosas importantes para mi
generación” admiten una lectura de lo antedicho a partir del corte y el
color
de pelo de los personajes. En “Rapado”, cuento narrado por una tercera
persona,
el tema del pelo circula por toda la historia: al padre del
protagonista, el
pelo se le vuelve blanco en un viaje de tres días, la madre se tiñe, la
hermana
se retoca, Lucio, un adolescente hermano menor, se rapa. En sintonía
directa,
el narrador protagonista de “Algunas cosas importantes para mi
generación”
inicia su relato diciendo:
Hay
cosas que mi novia me dice demasiado seguido. Por ejemplo, el sábado
pasado no
se cansó de repetirme que quería que me cortara el pelo. La cuarta vez
que me
lo dijo fue en el coche de su padre, íbamos por Libertador y estábamos
a punto
de meternos en
En
ese detalle emerge el abismo insalvable entre las generaciones.
El pelo largo como un símbolo innegociable choca de plano con su
instancia
futura, el pelo cano del adulto, pero sobre todo se distingue del corte
al ras
del adolescente. El mundo ha cambiado y el pelo es sólo su síntoma.
El
prototipo del narrador protagonista de Rejtman se aferra a sus
propios códigos culturales camino de convertirse, lenta pero inexorablemente, en lo
que
despreciaba. En el salto de trece años de Rapado
a Literatura y otros cuentos, ese
trauma se hace manifiesto. Si en Rapado
el mundo laboral está casi borrado, será, por el contrario, uno de los
ejes de
la narración en Literatura y otros
cuentos. Lo mismo ocurrirá respecto de la institucionalización de
las
parejas y la paternidad, el paso de la soltería al matrimonio enfatiza
los
recelos presentes en el primer libro. En este tránsito, el universo se
ha
modificado en todas sus expresiones, los personajes pasan de la
cocaína, la
marihuana y el ácido a los antidepresivos (el primer relato de Literatura y otros cuentos se titula
“Alplax”), de hijos a padres, de desocupados o estudiantes a
profesionales o
trabajadores (2). En el pasaje de un libro al
otro queda implicado el
pasaje de una década a la siguiente. En este sentido, resulta más que
relevante
la ubicación del film Rapado. En
palabras de David Oubiña (2005) “Antes de que existiera el
‘nuevo cine
argentino’, existía “Rapado”. Ese “nuevo cine argentino” tendrá lugar
desde la
década del
El
único show que parece despertar
interés y tiene público propio es el del grupo de varieté de los
ochenta los
jueves a las diez de la noche. Sus protagonistas son todos ex
Parakultural y el
espectáculo es exactamente el mismo que hacían veinte años atrás, un
revival
(…) pero los espectadores son ciegos al factor tiempo y ni siquiera por
un
segundo sospechan que se trata de un revival (…) No ven nada más, ni
los
ochenta, ni los cincuenta, sólo puro presente y contemporaneidad (94).
Las
marcas contraculturales de los narradores en primera persona serán
sustituidas
por un retorno irónico y distanciado. Dicho revival
forma parte de un emprendimiento comercial de los protagonistas cuyo
perfil
inicial se va desdibujando al convertirse en una marca y un formato
empresarial
que terminará siendo vendido a firmas extranjeras. Ahora, la generación
que
habla se inserta a la deriva en un universo mercantilizado al extremo
cuyas
necesidades creadas poco o nada tienen que ver con su pasado. El proceso que
se inicia con el robo del ciclomotor en “Rapado”, dando lugar a la
sustitución
generacional y haciendo evidente el desfasaje entre el sujeto histórico
y
colectivo que protagonizó las noches de los
Tradición
Rejtman
no escribe tejiendo lazos con la tradición literaria argentina o
latinoamericana. Nada en su narrativa parece alejarse de la
singularidad de una
mirada propia y nueva sostenida por una voz dispuesta a narrar su
particular
versión de las cosas, ese “mundo sin cualidades” que Beatriz Sarlo
(2003)
entrevé en Silvia Prieto pero que
podríamos extender a toda la narrativa de Rejtman. De Rapado
a Literatura y otros
cuentos, donde Graciela Speranza (2005) lee la “sospecha de que
también la
realidad es idiota”, hay una continuidad sustancial que viene a dejar
en claro
que el eje estructural de lo que pasa afuera es la sucesión de
nimiedades que
atraviesan la conciencia permanente de la voz que narra, para dar
testimonio de
una forma del mundo que poco o nada tiene que ver con la que postulaban
las
generaciones inmediatamente anteriores.
Fabián Casas: “el camino del salmón, en una época
oscura”.
No
sería insensato decir acerca de la narrativa de
Fabián Casas, que la huida hacia la muerte de sus personajes lleva el
“sello de
una voluntad heroica que no concede nada a la actitud que le es
hostil”, que
“ese suicidio no es renuncia, sino pasión heroica”, que la “sustancia y
la inspiración
de la obra son asunto de
Casas
asiste a un conglomerado de decadencia que
enlaza el “capitalismo tardío” de la globalización con el repudio de
ciertos
pilares de la modernidad que sustentaban caracteres firmes de nuestro
imaginario social, mortalmente heridos durante las últimas décadas.
Así, ese
“fundamento para la esperanza” del que hablaba Sartre (1967) y que fue
pura
promesa a mitad de siglo, se fue convirtiendo en espejismo. La
generación que
habla en la narrativa de Casas es la que nació en la bisagra del siglo
XX,
generación cuya biografía acompaña el ascenso y descenso de la parábola
de la
utopía y que será la última (en el sentido de la más joven) cuya
experiencia
vital tendrá ciertos signos reconocibles de la hoy tan vapuleada
modernidad.
Irse de Casa
Los
datos biográficos de Fabián Casas están
desperdigados por diversos sitios de internet, entrevistas y
contratapas de
libros. Lo curioso del caso es que lo que queda fuera de esa cronología
pública, lo que va de
Mito, lenguaje y
estructura
“La
dictadura fue la música disco”. La frase
inaugural del primer cuento de Los
Lemmings y otros es la metonimia de una manera de contar: así, Casas ofrece su decodificación
personal de una
patología colectiva. Los Lemmings no
es un libro de cuentos sobre la dictadura, es una sucesión de relatos
sobre una
experiencia puntual: haber crecido en el barrio de Boedo durante las
décadas
finales del siglo XX. El narrador es el encargado del registro
memorialístico-testimonial de esa experiencia colectiva, el “yo” que
narra es
un sobreviviente o, borgeano a la manera de Casas, un “veterano del
pánico”.
Sin embargo, el material narrativo se sustrae del acontecer
histórico-político
para dar lugar a una mitología barrial a cargo de un conjunto de
personajes que
van creciendo entre el fragor de los enfrentamientos callejeros, la
épica
futbolística, la escuela, los romances adolescentes, el rock, el cine y
los
estupefacientes. A fuerza de lenguaje, Casas logra que lo evocado se
convierta
en un universo vívido donde lo cotidiano adquiere el valor de lo
excepcional y
se mitifica.
La
marca de autor se cifra en ciertas expresiones
(“en el horno de Banchero”, “frío letal”, “pulenta”, “boedismo zen”)
que
contribuyen a la cristalización de una variedad sociolectal
cronotópicamente
datada; un simulacro de oralidad que el autor atribuye al barrio de
Boedo desde
fines de los
Sin
embargo, ese lenguaje mitificador no es
exclusivamente coloquial. El lenguaje de Casas es un deliberado sitio
de mezcla
y ese cruce es el que da la pauta de la posición de ese “yo” que habla.
Su
condición de “veterano del pánico” lo distancia de aquello que revisita
y lo
convierte en protagonista-testigo; para dar testimonio, hay que
sobrevivir. Esa
mezcla constitutiva de su poética (ahí están las entrevistas donde
Casas repite
hasta el hartazgo que la literatura es el bar de La guerra
de las Galaxias) tiene, además, un linaje erudito. En
este sentido, vale señalar la frase que cierra el libro Los
Lemmings y otros: “sobre lo que no tenemos nada que decir,
mejor quedarse musa”. La frase consta como una de las conclusiones que
Nancy
Costas, integrante de la barra de Boedo, transcribe a su diario
personal
escrito para legar su propio saber a su hija. La cita mencionada no
sólo cierra
el diario personal de la peluquera, la remisión intertextual directa es
el
enunciado con el que Wittgenstein decidió cerrar su Tractatus:
“De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Si
reponemos la genealogía erudita de dicha frase, vemos de qué manera la
apropiación de ese linaje de saber opera en la narrativa de Casas: una
peluquera de Boedo arriba a la misma conclusión que el autor de las Investigaciones Filosóficas. Ese será el
lugar que ocupará el “yo” que narra o el alter
ego de Casas, Andrés Stella, cuya condición
de sobreviviente lo posiciona respecto de lo narrado como el sujeto de
una mirada
retrospectiva cuya función es la de instaurar el “sentido global” de
una
experiencia colectiva de la que formó parte, y por ahí se cuela el rol
iluminador de una erudición aplicada a los acontecimientos del pasado.
En la
narrativa de Casas, el que habla detenta siempre un
saber. El propio título de Los Lemmings y
otros adquiere sentido cuando uno de los personajes, el alumno
aplicado al
que la banda de Boedo se acerca por conveniencia, explica que los
Lemmings son
animales que acaban por suicidarse: eso serán los integrantes de la
banda de
Boedo, animales suicidas, pilotos kamikazes; el narrador y el alter ego serán, en cambio, veteranos
del pánico. Otros casos son el epígrafe de Shopenhauer que antecede al
cuento
“Los Lemmings” o las referencias a conceptos hegelianos como la “idea”
o la
“síntesis superadora”. Schopenhauer y Wittgenstein no aparecerán como
referentes intelectuales para pensar la condición humana, sino como el
santo y
seña de un artificio homogeneizante que Casas propicia fagocitando el
lenguaje
de diversas procedencias sociales y diferentes prácticas intelectuales
y
estéticas (filosofía, fútbol, política, literatura, cine, rock).
Relato familiar
y cuestiones de género
La
narrativa de Fabián Casas se instala como un
relato familiar que recorre el trayecto de vida del/los narrador/es
desde la
infancia hasta los primeros signos de la adultez. Ese relato no será
lineal
sino el resultado de una yuxtaposición de fragmentos episódicos regida
menos
por la necesidad estructural de lo que se narra que por la decisión
programática de emular los mecanismos asociativos de la memoria. Casas
arma un
árbol genealógico que emerge por los intersticios de la anécdota que se
está
contando. Ocio (2000) y Veteranos del
pánico (2005) constituyen
el núcleo central de ese relato familiar. Cada una de estas nouvelles
hace foco en una zona
determinada de los lazos y prácticas familiares. Ocio
se centra en los integrantes masculinos de la familia (padre y hermano
del
narrador) luego de la muerte de la madre; Veteranos
del pánico tiene como eje la figura de la madre del narrador,
recortada
sobre el escenario de la cocina, en permanente tertulia con sus
hermanas y en
relación por vía postal con su propia madre. De aquí
en más, los personajes proliferan al ritmo de una memoria
emotiva que trabaja por asociación. De los familiares directos pasa a
los
lejanos, luego a los amigos de la familia y, finalmente, el narrador se
detiene
en sus propios amigos (en Los Lemmings y
otros la novela familiar se troca en relato de aventuras). Este
registro de
los personajes cierra la suma de coordenadas necesarias para la
concreción del
testimonio: quiénes, qué, dónde, cuándo, que podría traducirse como:
“Nosotros
hicimos historia en Boedo entre 1970 y 1990”.
Mi nombre es
legión
En
Las Palabras,
de Sartre, el narrador asume el ejercicio de mirar retrospectivamente
su propia
niñez y leerla como una concatenación de hechos regidos por un sentido
global
casi teleológico y atravesado por un caudal de saberes eruditos y
experimentales adquiridos con posterioridad. En la narrativa de Casas,
el
mecanismo de Sartre se efectúa de un modo semejante pero con la
salvedad de que
lo que se narra es menos una autobiografía solipsista que una crónica
generacional: “Boedo está donde estemos nosotros”. El sujeto colectivo
de esa
experiencia, los lemmings, los veteranos del pánico, encarnan, por
extensión
metonímica, a una parte de la generación que nació a lo largo de la
década del
sesenta y creció al ritmo de la declinación y caída de la última utopía
moderna.
Oscar Campo Becerra (2009), al referirse a la narrativa de Casas, habla
de “la
experiencia del desencanto”; curioso sería que no lo fuera. Estos
textos, como
bloque, dibujan una parábola cuya línea de descenso significa derrape.
En este
sentido, entre el tiempo evocado en los relatos y la fecha de
publicación de
los mismos lo que acontece es el agujero negro de la historia argentina:
Yo le
pido prestado el resaltador a Marcel y trato de que quedemos
fosforescentes en
las páginas de aquel invierno. El tano Fuzzaro, el japonés Uzu,
inventor del
Boedismo Zen, los chicos del pasaje Pérez, los hermanos dulce… Muchos
borrados
antes de tiempo con el liquid paper del
Proceso, las Malvinas y el sida… (13).
La
imagen es exacta y no se desvía de la poética que
la engendra aún al precio de la frivolidad y el cinismo. La página de
la
historia se sobreescribe, corrector mediante, pero lo que había debajo,
el
“error”, queda intacto. De un lado de la mancha blanca está la
infancia,
recuperada como una promesa, como pura potencia, del otro, el balance
generacional efectuado desde la perspectiva del sobreviviente. Ese
balance es
el centro de gravedad de los escritos de Casas, el repaso sobre el
devenir de
sus congéneres:
Y así
éramos nosotros. Hasta que este país de porquería nos cagó a sopapos.
Por
ejemplo la tragedia de los Dulces. El Dulce grande chupado por
Simétrico
al balance de Casas hallamos el de Marcelo
Díaz (1998) en “Las ruinas de Disneylandia”, del poemario Berreta. No es casual que Marcelo Díaz haya
nacido, también, en 1965. Pero Casas ejecuta una doble coordenada
dentro de la literatura
argentina. En un nivel inmediato, se hace evidente esa actitud afín con
sus
contemporáneos; mientras en otro, ejecuta lo que él mismo llama un
“kata
literario” al reunir, en una misma operación, el ensayo “El escritor
argentino
y la tradición” de Jorge Luis Borges, el prólogo a Los
lanzallamas de Roberto Arlt, la “Carta de un escritor a
Intersección
La
idea de leer dos narrativas como un
sistema de remisiones recíprocas permanentes se sustenta en una
exigencia que
emerge de ellas
mismas.
Cuando leemos “La dictadura fue la música disco” (Casas, 2005:9) como
carta de
presentación de un modo de narrar, Casas nos da por advertidos. La
frase otorga
un lugar tan preeminente a la música disco que nos reenvía directamente
a la
insistencia obsesiva de Rejtman al titular dos cuentos de su primer
libro
“Música disco” y “Música disco –extended version”. Así se traza la
primera
línea vinculante y se dispara la curiosidad crítica por verificar si
ese
vínculo es persistente o una mera coincidencia. La música disco se
instala en
estos cuentos como la banda sonora de los años duros previos a la
guerra de
Malvinas, artilugio bailable de una industria musical decidida a poner
freno al
halo contracultural que el rock y luego el punk insistían en llevar al
centro
de la escena.
Será
la contracara de la educación sentimental de los personajes
de nuestros autores: el rock. Sobre esta clave Casas y Rejtman
intentarán
restituir la utopía generacional en medio del naufragio. En el cuento “Casa
con diez pinos” (homónimo de la emblemática canción de Manal), después
de una
jornada junto al “Gran escritor”, el protagonista llega al bar de su
amigo
Norman y éste hace sonar la canción de Manal:
Casas
transcribe la letra completa e intercala didascalias acerca
de cómo se desarrolla la escena; en este fragmento leemos una
declaración de
principios. Rejtman no va a recurrir a la puesta en escena de algo muy
semejante a la propuesta de Manal. En “Música disco -extended
version-”, luego
de un reencuentro entre el protagonista y gran parte de sus viejos
compañeros
de secundaria y de una visita al colegio, se suprimen los hábitos de la
vida
ordinaria y se dirigen a una quinta en la que se dedicarán a la
búsqueda de la
felicidad a fuerza de pileta, recorridos por los techos, música, ácido,
amistad
y afecto (7). Tanto la transcripción de la
letra realizada por Casas
para terminar el cuento, como la puesta en escena que utiliza Rejtman
para
cerrar el último cuento del libro, son recursos para enunciar las
formas con
que conciben una liberación colectiva que remite directamente al modelo
utópico
que proponían los lejanos sesenta. Sin embargo, esa solución es sólo un
pase de
salida simbólico del universo que constituye a estos personajes, el
espacio
declaradamente urbano del Buenos Aires por el que transitarán
indefectiblemente
en cada página. Como en el rock, la narrativa de ambos autores es
urbana, como
en el rock, sus utopías son rurales.
Este
lazo iniciático es el primer signo visible de una
constelación de elementos que formarán parte de la estructura vertebral
de ambas narrativas. Casas y Rejtman no sólo coinciden
en la
economía narrativa del cuento y la nouvelle
sino que construyen sus historias en torno a una serie de motivos
comunes.
Ambos utilizan como eje vertebrante de sus ficciones lo que los
psicoanalistas llaman “novela familiar”;
esto se
torna más relevante si pensamos que las familias que rondan por los
cuentos de
Rejtman y Casas componen el relato de la familia disfuncional a cuyos
integrantes Casas denominará “islas” (2008:73): “Mi viejo, mi hermano y
yo,
vivimos, cada uno, en zonas diferentes; la distancia que nos separa es
la misma
que separa a los planetas. Mi vieja era el cruce de caminos donde nos
encontrábamos” (11). Como en Ocio, de
Casas, en “Rapado”, de Rejtman, la madre de Lucio es el catalizador
familiar.
Sobre este fondo, se va entretejiendo un lazo vinculante y subterráneo
de
remisiones recíprocas y permanentes que va de las coordenadas
espaciotemporales
a la mención de Luis Alberto Spinetta, de la naturalidad con que se
inserta el
submundo de la droga a la desenfadada actitud con que Máximo Disfrute
(Casas,
2005:89) y Leticia (Rejtman, 1996: 186-187) cuentan detalladamente la
trama
disparatada de dos films
pornográficos bizarros o los reiterados episodios en torno a ventas y
alquileres inmobiliarios (Ocio,
“Ornella”, “House plan with rain drops”).
A
lo detallado hasta ahora, hay que añadir otra serie de
concomitancias acerca del funcionamiento de estos textos en el mapa
general de
las estéticas literarias. Si bien no podemos afirmar sin más que Casas
y Rejtman
escriben una literatura realista en un sentido tradicional, sí podemos
decir que esa
estética será la base sobre la cual están articulados los
procedimientos
singulares por los cuales cada uno de los autores construirá su propia
poética.
En este mismo sentido, la inclusión de “Mi estado físico”, de Rejtman,
en la
antología McOndo, proyecto que se
define claramente contra la narrativa de García Márquez, tiene como
correlato
la denominación “Realismo Márcico” que Casas eligió para designar su
propia
estética (8).
Sin
embargo, la prueba contundente de que por detrás de la
escritura hay algo más y algo distinto que mera referencia es el
instante
puntual en el que estas poéticas difieren para singularizarse. En el
caso de
Rejtman, el texto parece transparente, no hay referencias literarias
explícitas, el universo evocado está completamente mercantilizado y el
campo
cultural está signado por el cine y la música. Rejtman pone en
funcionamiento
un mundo narrativo sin enjuiciarlo. El recurso elegido por el autor
para
posicionarse respecto de lo que narra es el humor ríspido –generado por
la
discrepancia entre el carácter cotidiano de lo narrado y la relevancia
que el
narrador le otorga- y un dejo de frivolidad, una marca establecida por
la
procedencia de los objetos culturales convocados. En cuanto a Casas, el
universo evocado no sólo es enjuiciado por los diversos narradores,
sino que
ese juicio destila aquel desencanto del que habla Campo Becerra.
A
diferencia de Rejtman,
Casas sí elabora un entramado literario explícito con dispersión de
citas, que
van de Borges a Arlt y de Pavese a Schopenhauer, y de artificios que le
permiten, como a Rejtman pero por la vía contraria, resaltar lo nimio,
hacer de
los lugares comunes del mundo cotidiano un universo excepcional. Los
iguala la
implacable minuciosidad y la descomunal precisión de
su economía narrativa; los distingue el
sitio desde
donde se mira: uno ejecuta la épica de los barrios duros, el otro el
drama
existencial de los barrios medios. Si lo que asoma es la metabolización
de una
experiencia colectiva es porque lo colectivo será el soporte general de
lo
particular. De la ley del divorcio a la aparición de los supermercados,
de la
descompresión posdictatorial al casi veinte por ciento de desocupación
al
promediar los noventa, todo el vaciamiento de la experiencia que
Agamben (2001)
señala para estos días que corren es registrado al detalle por la
narrativa de
Casas y Rejtman.
Y
ahora quizá podamos aspirar a dar cuenta de ese “sentido global”
que mencionamos al principio. Si retornamos a las dos formas narrativas
en que
se plasma la experiencia mencionadas en la introducción, veremos que la
escritura de nuestros autores participa de ambas líneas. Ambas
modalidades
narrativas son paralelas a los enunciados de Williams (2003) sobre la
“experiencia”. Casas relata
la revelación, el “satori”, del narrador en “Ásterix, el encargado”
pero al
mismo tiempo ejecuta un relato en parte épico y en parte mítico de la
infancia
que da un sentido global a la materia narrada, la idea de un balance
retrospectivo cuyo resultado es la “derrota” (9).
Rejtman parece relatar
un presente continuo sin capturar nunca un significado estable pero mostrando el corte entre un pasado
codificado por sus
protagonistas y un presente incomprensible en el que su generación ha
negociado
todo su saber con un universo hostil y despiadado.
La
“experiencia generacional” que nos ocupa se instala en el cruce
de coordenadas entre las dos variantes que enumera Williams (2003) y
los
postulados de Benjamin (1998) y Agamben (2001). Ya en 1933, Benjamin
sostiene
que los hombres están cansados, que añoran “liberarse de las
experiencias” y
que para tal fin cuentan con el ensueño: “La existencia del ratón Micky
es ese
ensueño de los hombres actuales. Es una existencia llena de prodigios
que no
sólo superan los prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos” (172-173).
Medio siglo después, esos “prodigios” sustituyen, ahora sí por la vía
tecnológica, a la experiencia humana desplazándola fuera del hombre:
“la
aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia:
prefiere que la experiencia sea capturada por la cámara de fotos”
(Agamben,
2001:10). Se ha transformado es la forma del “ensueño”.
Las narrativas de Casas y Rejtman cuentan la historia de ese pasaje, de
la
modificación del soporte del “prodigio” benjaminiano; la última
historia que se
puede narrar: el proceso de instalación de la matrix,
la sustitución del mundo real por el virtual. El compendio
de saber sobre el pasado se dispara hacia el futuro como legado y
testimonio;
el registro del presente, aún de un presente simulado, resulta del tipo
particular de conciencia del que puede desnaturalizar lo inmediato y
convertirlo en materia narrable. En estas latitudes donde las capas
temporales
se superponen en un mismo instante, Rejtman y Casas atestiguan el punto
de
quiebre entre la última utopía moderna y el primer avistaje del pos.
En
Ensayos bonsái, Casas
(2007) dedica varias páginas a la película de 1983, Rumble
fish de Ford Coppola 1983. Allí sostiene Casas:
Habla
sobre la relación de dos hermanos encerrados en un barrio
periférico, sin salida. Uno es casi un mito, tanto que no tiene nombre
y su
nombre es su función: el Motociclista. El otro quiere ser como él. La
película
está cargada de significación, con símbolos a granel. Pero igual –y
esto la
hace fascinante- termina siendo inasible. Las paredes de las calles
tienen
tallados grafittis que dicen: The motorcicle boy reigns. Los que
tuvimos la
desgracia o la suerte de crecer en un barrio, sabemos qué significa eso
(20-21).
Esta
película establece un vínculo particular con el cuento y el film
Rapado. En Rumble Fish, el
hermano
menor ocupará el lugar del mayor luego de que a éste lo asesine la
policía; el
menor toma la posta y el legado, la toma final de la película lo
muestra junto
a su moto frente a una bahía. En Rapado,
lo que ocurre es la ruptura de la continuidad intergeneracional, un
cambio de
matriz en la educación sentimental -“el chico de la moto” de Rejtman no
acabará
abandonando su moto robada en mitad de la ruta. La carencia de una
dimensión
utópica convierte al mundo en “un
universo mecánico
(…) y, sobre todo, carente de pasiones” (Rojas González, 2006) donde la fuerza que rige es la inercia.
Se acabó ese juego que te hacía feliz:
Los
cuentos de Fabián Casas y Martín Rejtman pueden ser pensados
como un sistema literario en el que las remisiones recíprocas dan
cuenta de una
clara complementariedad entre una y otra narrativa. Así, la infancia en
Boedo a
fines de los setenta se conecta con las noches de Palermo en plena
euforia
democrática; así pasamos del rock al punk y de la música disco al pop y
la
cumbia y vemos personajes de pelo largo cuyos hermanos menores acabarán
por
raparse y jóvenes estudiantes que se convertirán en padres
trabajadores.
Mientras, el telón de fondo de las historias va dando cuenta del
deterioro. La
épica barrial vuelve como derrota generacional porque el gordo Noriega
“volvió
de las islas sin transistores en el bocho” (95) o porque “el avatar” de
Boedo,
Máximo Disfrute, se convirtió en un descerebrado, pupilo de un campo de
desintoxicación, y porque el sueño de la banda de rock se va
convirtiendo en un
grupo que anima casamientos como en “Música disco –extended version-”.
En estos
cuentos se traza el mapa genético de un sujeto colectivo cuyo universo
se ha
diluido. Este testimonio ficcional concertado tácitamente entre dos
autores tan
aparentemente remotos entre sí señala la necesidad de descontracturar
las
lecturas críticas sobre las filiaciones y repensar cuán cierto y
duradero es el
supuesto divorcio entre la literatura y lo que existe por fuera, en el
mundo.
Lejos de haberse cristalizado como una retórica ineficaz, las
estrategias
escriturales ante las que nos colocan ambos autores, a más de dispares,
son
pruebas contundentes de la validez de confiar a la ficción el trabajo
de tornar
transferible en algún grado aquello que, por haberse constituido por
medio de
la experiencia, sólo soporta un sentido para quien lo detenta y no para
los
otros.
Para
finalizar, en reiteradas ocasiones Casas hace referencia en
sus cuentos y ensayos a la función de trasnoche del cine Lara al que
asistía
una y otra vez para ver La canción es la
misma, de Led Zeppelin. No
podemos
afirmar sin
reparos la veracidad del siguiente dato (10)
pero, de ser cierto que el
cine Lara, después de once años ininterrumpidos, dejó de
proyectar La canción es la misma el 30
de diciembre de 1989, el cese de
esa tradición rockera bien se podría instaurar como signo profético de
clausura
y de fundación, dos días después empezaban los noventa con su cine y
con su
literatura.
Notas
(1).
Para
la idea de
“generación”, tomamos las reflexiones de Raymond Williams (2003) según
las cuales
el término “generación” alude al “carácter distintivo de una época en
particular o un conjunto determinado de personas, aunque con una
referencia a
una continuidad general” (154) y se convierte en un elemento necesario
“del
vocabulario de una cultura en la que el cambio histórico y social es
tan
notorio como consciente” (154).
(2).
En Los
guantes mágicos, último film de
Rejtman emparentado directamente con su narrativa, la circulación sin
intervención médica de antidepresivos llega a niveles hilarantes y
cumple un
rol semejante, en cuanto a la reiteración de un significante, al del
pelo en Rapado.
(3).Cabe
destacar que una de las líneas más
fuertes del Nuevo Cine Argentino (A. I. Caetano, P. Trapero, B.
Stagnaro, entre
otros muchos) se inclinará a filmar el mundo marginal y delictivo desde
una
nueva valoración.
(4).
Nos
referimos a la marginalidad de Casas
en tanto, a principios de los 90´, lo que hoy se denomina “poesía de
los
(5)
. La
palabra Kata es de origen japonés y forma parte del
lenguaje de las artes
marciales, su significado es “forma” y designa una combinatoria de
movimientos
del cuerpo que emulan un enfrentamiento.
(6).
Entrevista
de
(7).
Vale
también recordar que en el film
Los guantes mágicos aparece en el televisor la imagen de León
Gieco, muy
joven, cantando en un festival al aire libre.
(8). Alberto
José Márcico es un ex jugador de
fútbol, argentino. Casas asegura haber puesto el titular “Realismo
Márcico”
cuando trabajaba en el diario deportivo Olé. Por otro lado y para añadir un nuevo detalle a
esta extraña sucesión, Casas cuenta que Alejandro Lingenti, uno
de los codirectores de la reciente versión cinematográfica de Ocio, tuvo la revelación de atreverse a
filmar después de ver en Cuba la película Rapado,
de Martín Rejtman, en entrevista concedida al autor (Pérez
Calarco/Gallina, 2010).
(9).
Hay
que señalar que el primero en notar
esta vinculación entre Casas y Borges fue Alan Pauls (2006-7).
(10).
Dato
recogido de http://lahermandaddelcinelara.blogspot.com/
(noviembre de 2009).
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citadas
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Giorgio. Infancia e historia. Buenos
Aires: Adriana Hidalgo, 2001.
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Aires: Siglo XXI, 1986.
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