La reflexión decimonónica sobre la escritura de mujeres en Colombia



Ana María Agudelo Ochoa

Universidad de Antioquia

 
Las bondades de la lectura, los peligros de la escritura

Una de las preocupaciones que surge en la Nueva Granada como producto del liberalismo ilustrado que fundamenta la construcción del Estado nacional tiene que ver con la educación de las mujeres, aspecto deficiente hasta entonces. La lectura se vislumbra como estrategia para subsanar tal carencia, de ahí la proliferación de la prensa y de la narrativa dirigidas al público femenino hacia mediados del siglo XIX, especialmente del folletín. (1) Pese a las potencialidades de la lectura, debe ser una actividad regulada; en general, en Occidente el panorama es similar, la lectura es usada como vehículo de imposición de una autoridad, de un sentido, de una disciplina (Chartier, 2000, p. 27). Paralelamente al despliegue de las estrategias para formar un público lector femenino se emprenden proyectos educativos —encuadrados en los lineamientos bien sea del partido liberal, bien, del conservador— que contemplan entre sus beneficiarios a las mujeres. Gracias a ello se les ofrece, además de herramientas para llevar a cabo satisfactoriamente las tareas que se consideraban propias de su género, algunos elementos básicos de manejo de la lengua (Villegas en línea).

A pesar de todos los controles impuestos, es indiscutible que la educación y la instauración de políticas en torno a la lectura dotan a las mujeres de nuevas posibilidades para emprender la escritura, ejercicio peligroso que plantea dilemas, pues ofrece un espacio de libertad (Chartier, 2000, p. 27). Es así como un significativo número de escritoras empieza a surgir a lo largo del XIX en Colombia. La producción escrita de algunas se reduce a unos cuantos poemas publicados en algún periódico o, a reflexiones acerca de problemáticas del momento, o cartas dirigidas a los editores; otras sostienen obras de largo aliento. Como la lectura, la escritura ha de ser vigilada, en consecuencia los textos donde se aborda la inclinación femenina por las letras no se hacen esperar. Por un lado están aquellos documentos escritos por las protagonistas, las escritoras; por otro, los de los críticos e historiógrafos, quienes pese a respaldar una república masculina de las letras, admiten entre sus líneas comentarios en torno a la producción escritural femenina.


La experiencia propia

Qué puede halagar más el espíritu que el retirarse una a su cuarto silencioso y quieto…Sentada en mi mullido butaque, con mi amado pupitre delante, dejar correr mi pluma sobre el papel.

 Soledad Acosta, Diario íntimo

En Colombia son escasos los documentos que dan cuenta de una reflexión de las escritoras decimonónicas colombianas acerca de su relación con la escritura, entre ellos se cuentan tres obras de carácter íntimo y autobiográfico: una nota autobiográfica de Josefa Acevedo de Gómez (1861), el diario íntimo de Soledad Acosta de Samper (1853 y1855) y el documento “Memorias íntimas, 1875”, también de Acosta. Otras autoras, un poco más atrevidas si se quiere, divulgan sus reflexiones en periódicos y revistas, publicaciones que pese a sus lineamientos ideológicos, o tal vez gracias a ellos, ofrecen espacios de creación y expresión a las mujeres. Los referidos artículos son ¿Por qué no he de escribir yo también?”, de Agripina Samper aparecido en El Mosaico en 1864, y “Proyectos de literatura” escrito por Agripina Montes del Valle y divulgado en 1868 en el semanario El Oasis.


Escritura íntima, escritura pública

Un primer aspecto que nos planteamos al revisar nuestro corpus es la tipología textual en la que se enmarcan los textos. Por un lado tenemos documentos de carácter íntimo como son la nota autobiográfica de Acevedo y el diario y las memorias de Acosta, géneros por lo demás asociados a lo subalterno, a través de los cuales se efectúa una autoconstitución y una autodefinición narrativa del sujeto (Catelli, 2007b, Pozuelo, 2006). El diario en específico es una forma de expresión femenina muy propia del XIX, reacción ante la castrante preceptiva del modelo del “ángel del hogar” al que son sometidas las mujeres y que restringe su espacio vital al doméstico (Catelli, 2007a, 2007b). El texto de Acosta en particular refleja el transcurrir vital en un presente constante de una joven que experimenta un caos emocional y espiritual que descarga mediante la escritura. Al mismo tiempo ofrece su propia versión de acontecimientos públicos y políticos de los que es testigo. Se perciben los inicios de una actitud típica de la escritora decimonónica: transitar entre lo íntimo y lo público con el fin de hallar las fisuras que le permitan expresarse a través de la escritura.

Ahora bien, la nota autobiográfica de Acevedo y las memorias de infancia de Acosta constituyen textos de madurez, de ahí que conlleven cierto cariz de balance vital. Las dos autoras recurren a las posibilidades que les brindan tipologías discursivas centradas en el yo y asumen el control sobre el relato de su propia experiencia de vida, interpretan su transcurrir y dan relevancia a acontecimientos y personajes que se tornan definitorios —piénsese en las líneas que Acevedo dedica a su padre, o el fragmento en que Acosta se concentra en su viaje al Ecuador. Estos textos guardan en común el haber sido expuestos al público por acción de terceros y no por la propia voluntad de las autoras. De hecho, ninguna interpela a un potencial lector, estrategia usual en otras de sus obras; probablemente el estar salvaguardados de la mirada del otro les permite a éstas cavilar sobre cuestiones que no se hubiesen atrevido a exhibir públicamente.

Caso contrario el de los textos de Agripina Samper y Agripina Montes, concebidos para ser publicados si bien ambas se valen del seudónimo, pues aún es problemática la relación de la mujer con la esfera pública. En “¿Por qué no he de escribir yo también?” y “Proyectos de literatura” las autoras narran su presente, ofrecen una interpretación de los acontecimientos bajo el lente de madres y esposas, y se valen de anécdotas cotidianas con el fin de reflexionar acerca de su relación con la escritura. Pensados como artículos de prensa, los textos se rigen por una normativa celosa del acto lector femenino, de allí que las temáticas y la perspectiva desde la cual deben ser abordados obedezcan a limitaciones impuestas desde afuera. Ambas autoras se configuran protagonistas de sus propios escritos y se valen de las opciones discursivas legitimadas con el fin de enfrentar su problemática personal. En todo caso, es una constante la necesidad de convertir en discurso las preocupaciones asociadas al ser mujer deseosa de escribir. Las autoras exploran las potencias de diversos géneros, bien sea los asociados a la intimidad o bien, aquellos propios de la esfera pública, todo con el fin de partir de lo ya establecido, de lo permitido, para abordar una temática que podría tornarse peligrosa.

“A fuerza de tanto sentir, es preciso que escriba”

Rasgo común entre estas mujeres es que la escritura se les presenta como una imperiosa necesidad en tanto posibilidad de resolver el caos interior o de enfrentar sentimientos angustiantes. En los textos encuadrados en el género autobiográfico encontramos que las autoras refieren una relación con la lectura y la escritura que se remonta a la niñez. Josefa Acevedo se dibuja como una sentimental pequeña que “Amaba la poesía y todas las ficciones de la imaginación” ([1861] (1910), p. 332), quien al estar profundamente afectada por los acontecimientos políticos, a causa de los cuales pierde a su amado padre, encuentra en la escritura un medio de dar rienda suelta a las emociones despertadas por los brutales acontecimientos: “Escribía sobre estos sucesos rasgos sentimentales y elegías profundamente tristes; llevaba una especie de diario de las tiranías de los expedicionarios, y las pintaba con todos sus horrores” (p. 333). Soledad Acosta reconstruye una imagen de niña y adolescente profundamente sensible y melancólica, rasgos que asocia a su propensión a las letras, la infancia incluso se torna en esta autora como una etapa definitiva: “Mi infancia explica mi vida. Fue un presentimiento de lo que sería después” (p. 330). En su diario de jovencita enamorada, esta autora plantea la escritura como una alternativa de orden frente a la desazón que experimenta: “Me he decidido a escribir todos los días alguna cosa en mi diario, así se aprende a clasificar los pensamientos y a recoger las ideas que una puede haber tenido en el día” (Acosta, 2004, p. 13). Ella entrecruza desenfrenadamente anotaciones amorosas con apreciaciones acerca de la lectura y la escritura, de esta manera reconstruye simultáneamente su proceso de formación intelectual y de transformación de adolescente enamorada a esposa.

Agripina Montes comparte la motivación que revela Acosta en su diario, acerca de la escritura como ejercicio catártico: “Es tanto lo que me rodea i me atormenta, que al fin a fuerza de tanto sentir, es preciso que escriba” (1868, p. 314). Montes lo resuelve a través de la escritura de un texto pensado para ver la luz pública, por ende el caos emocional no se refleja como en el caso de Acosta. La imperiosidad del acto escritural de Montes no se intuye en la forma del texto, que por cierto es calculada, sino en el mensaje acerca de la constancia y paciencia que exige a una mujer de su época el interés por la escritura. En el caso de Agripina Samper tenemos una autora más contenida, la lectura de un excelente artículo periodístico la reta a demostrar(se) que también ella es capaz de lograr un buen texto: “El trabajo es comenzar, que en habiendo empezado por algo se ha de concluir” (1864, p. 117). Esta autora defiende su competencia para la escritura y obtiene un texto que ella misma considera inclasificable. Al parecer desde el principio quiso concentrarse en el tema de su relación con la escritura, mas debido a las limitaciones impuestas por el medio y formato de publicación, trató de mimetizar su reflexión en las temáticas adecuadas, de ahí que obtuviera un texto con múltiples focos, que salta de un tema a otro sin un orden aparente. No obstante, poco a poco la autora va mostrando que cualquier asunto es argumento propicio para quien siente el deseo de escribir. Los tópicos de Samper varían entre lo íntimo y lo público, su pluma se traslada del espacio hogareño a la plaza, inclinación que refleja la situación de una mujer que lucha entre dos ámbitos. No debemos pasar por alto que para una neogranadina la vida debe transcurrir en espacios privados, en el encierro bien sea del hogar o del claustro, mientras la exposición en lugares públicos es celosamente vigilada. Por lugar público no sólo entendemos la calle, o la plaza, sino cualquier medio de divulgación que haga circular el nombre o discurso femeninos. La escritura es un ejercicio tendiente a la publicación, esto es, a la vida exterior, a todas luces algo contrario al deber ser de una mujer.

Pese a que en general exponen las razones que las llevan a la escritura, las autoras recurren a un par de estrategias que revelan su percepción de la actividad escritural como transgresora: se consideran atrevidas y subestiman su producción. Josefa Acevedo disculpa su osadía al anteponer a la expresión de su propio deseo de escritura la existencia de obras de mayor envergadura: “Pero de causas aún más leves han nacido en ocasiones efectos más importantes que mi gusto por la literatura y mis atrevidas aspiraciones en este género” ([1861] (1910), p. 333). Asimismo, minimiza la calidad de su producción, pese a que ya en su época era una respetada autora: “Nada sé, fuéra de componer algunos versos; y aunque he escrito algo, es poco lo que creo digno de aplausos” (p. 335). Incluso en la nota autobiográfica dedica un apartado a enumerar sus obras y comentarlas, prácticamente ninguna recibe una calificación positiva.

Acosta menciona en sus memorias cómo desde muy pequeña siente una fuerte atracción por los libros y la escritura, si bien los considera actos solitarios que debe ocultar: “Se habló entonces del testamento del General Santander […] y tuve la idea de hacer el mio. Empezaba a aprender a escribir y con mucha dificultad hallé modo de ocultarme para hacerlo en secreta (sic) y sigilosamente” (2006, p.  328). Samper califica el suyo como un “mal zurcido escrito” (1864, p. 118), refiriéndose a la cantidad de asuntos que aborda, aparentemente inconexos, mientras Montes basa la “calidad de su texto” en lo verídico del mismo: “si me falta en fin la luz del jenio, por lo menos brillará la verdad, pues lo que voy a escribir es copia fiel de lo que siento” (1868, p. 314).

Acevedo recurre al anónimo para publicar en prensa, admite que en muchas ocasiones tales trabajos fueron aplaudidos pues se pensaba que eran obra de varones “causándome esto tal placer, que casi he dejado el incógnito para recoger mis laureles” (Acevedo, [1861] 1910, p. 335), mostrando con ello un cierto jugueteo con el hecho de ocultar su identidad y consciencia de que la obra es legitimada en función del género del autor. “¡Que ningún poeta y ningún escritor me recuerden!” (p. 337), exclama hacia el final de su nota autobiográfica, después de mucho haber insistido en que no fue una mujer modelo, en que no merece ser recordada, pero insiste tanto en ello que logra el efecto contrario, expresar que sí quiere figurar en la historia de las letras nacionales. En cuanto al recurso del seudónimo, “homenaje de la timidez a la opinión” según Bernardo Caycedo ([1952] 2005), las cuatro autoras a las que nos hemos venido refiriendo hacen uso del mismo, con la finalidad clara de proteger su identidad pues se saben transeúntes de terrenos peligrosos.

La subestimación de la propia obra creativa es una táctica común entre las autoras de la época, cuyo objeto es construir una imagen de sí mismas como escritoras que se adecúe a lo esperado por el lector, esto es, dentro del orden social establecido. De esta manera al mostrarse torpes con la pluma y calificar su producción de inferior allanan el camino para su legitimación como creadoras, y en efecto lo logran. Las cuatro mujeres que hemos venido abordando son respetadas como damas y escritoras en su época.


Modelos de mujer y obstáculos a la escritura

Pocos días antes de morir, la enferma y anciana Josefa Acevedo de Gómez se da a la tarea de escribir una corta nota autobiográfica, con tintes de obituario, en donde entretejidas con reflexiones acerca de situaciones que afronta a lo largo de su existencia, aparecen algunas consideraciones sobre su ejercicio de la escritura, en una de las cuales menciona cómo alterna sus labores hogareñas con sus inclinaciones literarias:

El cuidado de la propiedad de mi esposo, la crianza y educación de mis hijas, la formación de ese verjel que hoy produce tan ricos frutos, la vigilancia sobre toda la familia y la beneficencia con los pobres ocuparon casi todos mis días. Por la noche leía y escribía algo de las obritas que he publicado después. (Acevedo, [1861] 1910, p. 334-335)

Acevedo cumple con la preceptiva social que dicta cuáles han de ser sus prioridades como mujer, no obstante deja claro que busca un tiempo para la escritura. La sociedad decimonónica colombiana tiene bien especificados los roles femenino y masculino. Una visión de la familia y de la mujer heredera de las costumbres españolas, por ende católicas, asocia a la mujer con la sumisión, el recato, la obediencia, el cuidado del hogar y del marido y la pulcritud en todos los sentidos. Casualmente, las cuatro autoras estudiadas -Acevedo, Acosta, Samper y Montes-  son madres de familia y coinciden al tratar de reafirmar que cumplen cabalmente este rol. Los documentos que venimos revisando dejan claro que sus autoras son plenamente conscientes de lo que se espera de ellas como mujeres, asimismo cómo tal disposición determina su ejercicio escritural. Acosta ya desde muy joven tiene claro que su género es una circunstancia que limita las posibilidades de trascender en la vida: “¿Pero yo qué puedo hacer? ¡Mujer! Sí, ¡podría ser algo! ¡Pero adonde está el genio, el talento que se necesita para tan santa misión!” (2004, p. 77). Reflexión ésta que junto con otra que expresa meses después dan cuenta de que es consciente de las limitaciones sociales que se le imponen en su calidad de mujer: “Dicen que las mujeres no son sinceras, que no hablan casi nunca lo que verdaderamente sienten. ¿Sin embargo qué otra cosa podemos hacer? Todo lo que hacemos, lo que decimos y aun lo que pensamos es causa de crítica para los demás. ¡Y decimos que hay en el mundo libertad!” (2004, p. 389).

Asimismo Acevedo es consciente del modelo de mujer de la época y se califica en función de cómo se ajusta al mismo: “no sentía en mi alma esta ciega fe y esta inclinación á la piedad, que son distintivos casi infalibles de las mujeres que han recibido alguna educación” ([1861] (1910), p. 332). Después de pasar revista a una serie de supuestas normas dentro de las cuales debería encuadrar, concluye: “No fui esposa ni hija modelo” (p. 336). Samper se muestra como mujer interesada en las lides políticas y describe su participación en un acto político: “el acto de tomar posesion un ciudadano, de la primera magistratura del país” (1864, p. 116); es consciente de la importancia de la presencia de la mujer en un acontecimiento de tal relevancia e incluso aplaude la presencia de otras mujeres (p. 116). Asimismo se muestra como madre dedicada, para quien después de un día ajetreado cumpliendo las labores del hogar y los oficios de madre la noche se presenta como espacio de sosiego y descanso, que comparte con su esposo, quien la anima a escribir; incluso cita unos versos suyos, que hacen parte del poema “Felicidad”, donde se centra en las obligaciones propias del género: “Venga otra vez la lira, y en mis manos/Recobre al fin la vibración perdida,/Que la voz del esposo me convida/Mis alegres cantares á entonar./Venga en la noche á dar descanso al alma/Después de los menudos quehaceres/(Graves para nosotras las mujeres)/Cuando la cara prole duerme en paz” (Samper, [1860] 1887, p. 321).

Montes nos ofrece la visión más pesimista, aunque se muestra finalmente triunfal. Desde el principio de su artículo se concentra en mostrar las limitaciones que debe enfrentar la mujer que siente el llamado de las letras, de ahí que presente una serie de anécdotas domésticas que configuran el gran obstáculo a la escritura. Sugiere una suerte de vida prosaica que se interpone a su deseo de escribir: “desalentada i palpando la fria realidad de que en estas tierras las mujeres casadas no seremos nunca literatas” (1868, p. 316). Pese a la situación adversa por cuenta de la vida matrimonial, su “proyecto de literatura” llega a feliz término, la autora persiste y logra escribir un artículo, a pesar de las calamidades hogareñas.

La mirada ajena: críticos e historiadores

No es de extrañar que sea en la prensa donde aparezcan las primeras consideraciones acerca del ejercicio escritural femenino en Colombia. El artículo “Poetisas”,(2) publicado en 1867 en la primera plana del periódico El Iris, aborda la cuestión de la disposición femenil para la poesía: “La poesía, pues, debe ser para la mujer a quien la sociedad ha destinado las rosas de la vida […] nosotros creemos que la mujer está mejor organizada que el hombre para ella. Si la poesía es sentimiento, como tantas veces se ha dicho ¿no tiene mil veces mas sensibilidad i mas ternura que el hombre?” (Borda? 1867, p. 258).

Tales consideraciones anuncian la inscripción del discurso crítico sobre la escritura de mujeres dentro de los parámetros de orden religioso marcado por la Restauración, donde la sensibilidad y fragilidad de las mujeres son resaltadas como atributos complementarios del ser masculino, que les provee elementos para emprender una labor civilizadora. Es así cómo se configura un modelo de mujer “no contaminado de pasiones políticas, con sentimientos tan cristianos como para ser ya perfectamente ejemplares” (Giorgio, 2000, p. 207). Asimismo en “Poetisas” se defiende un espacio temático propio de la sensibilidad femenina, donde la religión es protagonista y rige otros asuntos, como el amor, que ha der espiritualizado, y la libertad, bajo la forma de caridad.

La defensa de la escritura de mujeres a partir de elementos brindados por el discurso religioso aparece también en el texto que abre el número 39 del periódico El Oasis,(3) publicado pocos meses después del anterior. En uno de sus apartes se defiende: “Las antioqueñas poseen como las bogotanas mil dotes que las ponen en capacidad de llegar a una esfera elevada, en la cual puedan lucir su delicado talento, su esquisita sensibilidad, i su natural i verbosa espresion” (Isaza?, 1868, p. 305). Claramente afloran las características ligadas a la naturaleza sensible y frágil de la mujer, que potencian la escritura. Además de reiterar el elemento religioso, este artículo acude a la hispanofilia como recurso crítico, de hecho, el artículo comienza resaltando el talento de escritoras de la Península, mostrando a España como país que cuenta con “larga vida de civilizacion i de saludables enseñanzas” (Isaza? 1868, p. 305), mientras se presenta la propia como nación incipiente, no sólo política sino culturalmente. Básicamente el artículo plantea el anhelo de que Colombia logre llegar a contar con escritoras de la talla y valores de las españolas. Esta inclinación por España, tan delatora de la postura conservadora del periódico como la misma alusión al discurso religioso, se mantendrá vigente en documentos posteriores del mismo carácter. Pese a la tendencia conservadora, el autor parece estar a tono con la preocupación vigente acerca del lugar social de la mujer, se intuye en él un interés por dar valor a su potencial creador, si bien se lee cierto paternalismo:

Por eso no puede desconocerse el progreso intelectual de la mujer, esa parte noble y jenerosa de la sociedad, que comprendiendo su encargo ha empezado a ejercerlo notablemente, no solo en Europa sino también en la América en donde —hasta hace poco— ella no era otra cosa que un instrumento material para los goces del hombre. (Isaza?, 1868, p. 305)

 

Al ofrecer un espacio de publicación para obras de mujeres, se alinea con la tendencia liberal, pero al mismo tiempo resalta el recato de sus colaboradoras, tal vez con el fin de no sobrepasar los límites y respetar las normas del momento que dictan gran mesura a las mujeres: “Algunos ensayos mandados por furtivas manos se encuentran ya en nuestro escritorio: ellos son una prueba inconclusa de lo que dejamos dicho, i de que se obra i se piensa por nuestras mujeres, en un sentido consolador para el progreso literario de nuestro país. (1868, p. 305). Es interesante que se interprete el ejercicio de la escritura por parte de las mujeres como algo positivo para las letras nacionales, que se les involucre en la fundación de la república por la palabra. Asimismo, significativo en este texto es que se empieza a nombrar a las escritoras del momento: Pía Rigan (Agripina Samper), Aldebarán (Soledad Acosta de Samper) y Silveria Espinosa de Rendón, en ello tenemos los inicios de la configuración de un canon de escritoras colombianas del XIX.

Quisiera detenerme ahora en la postura de José María Vergara y Vergara, uno de los principales legitimadores de la producción simbólica colombiana del XIX, exponente de un conservadurismo hispanófilo y profundamente católico, postura que extiende a su concepción del fenómeno literario. Autor de Historia de la literatura en la Nueva Granada, texto que pese a ser nacional, sólo cubre un periodo previo a la instauración de la nación, de la Conquista hasta 1820. (4) De allí que quede excluida cualquier consideración acerca de escritoras del XIX, si bien retoma casos de mujeres que cobraron protagonismo en la vida cultural durante el periodo en que se concentra. Debido a la importancia de la postura de Vergara en tanto su paradigma de historia determina las obras venideras hasta bien entrado el siglo XX, nos dimos a la tarea de ubicar artículos suyos de los cuales pudiese inferirse una postura sobre la escritora republicana.

Ubicamos el artículo “La señora Isabel Bunch de Cortés” (1868), texto donde dibuja a esta “poetisa” como modelo de mujer y escritora, en tanto cumple los requisitos asociados a la madre republicana. Pese a que este documento aparece el mismo año del publicado en El Oasis, y contrario a lo que en este último postula, Vergara defiende que existe un considerable número de mujeres de letras: “En la historia moderna de nuestra literatura hemos tenido tantas escritoras como las que puede haber en Francia, respectivamente a la población de Paris i a la de Bogotá” (1868, p. 374). Menciona a Josefa Acevedo de Gómez, Silveria Espinosa, Agripina Samper, Soledad Acosta y Agripina Montes del Valle, nombres que ya antes había resaltado el editor de El Oasis.

Ahora bien, resulta bastante interesante la calificación que le merece la escritora francesa George Sand, en quien cifra todo lo que desde su concepción conservadora no debe ser la escritora: “El tipo de George Sand nos es antipático; una mujer que no solo le toma al hombre su pluma sino sus pasiones y su virilidad, no es una mujer sino un medio-hombre; pero la mujer que cumple con sus dulces deberes de cristiana i que si canta es para arrullar el alma de su esposo i el sueño de sus hijos, es dos veces mujer (1868, p. 375). Sand se aleja precisamente del modelo católico de mujer, no es complemento del hombre, sino que se “atreve” a tomar las pasiones consideradas varoniles como tema de su prosa, lo cual no merece más que rechazo por parte de un conservador como Vergara. Los rectores de la lectura de ese entonces, entre quienes se cuentan el mismo Vergara y Soledad Acosta, rechazan la obra de Sand, y en general el naturalismo francés por considerarlo pernicioso, carente de la función edificante y moralizadora que debe caracterizar la buena literatura.

Ejemplo de la influencia de Vergara lo tenemos con Agripina Montes, quien lo cita literalmente en “Proyectos de literatura” cuando aborda el tópico del modelo de mujer escritora:


El inteligente i espiritual Dr. Vergara V. ha dicho mui bien al decir que si el hombre de negocios que cultiva su imajinacion hace un milagro, la mujer hace tres; i él tiene razón – porque “las mujeres casadas sacrifican a las musas; pero al pié de las cunas de sus hijos i despues de haber atizado la llama en el hogar cumpliendo con los deberes de esposas i madres cristinas” (1868, p. 314).

 

Pasemos ahora a un apasionado de la literatura nacional del siglo XIX, seguidor de Vergara y Vergara, el crítico e historiógrafo Isidoro Laverde Amaya, cuya labor es básicamente de carácter bibliográfico. En sus Apuntes sobre bibliografía colombiana (1882) ofrece información biográfica y bibliográfica acerca de la labor intelectual en el país, igualmente una selección de textos de las que el autor considera las más notables plumas de la nación. Laverde reitera la postura hispanófila en la base del discurso acerca de la literatura nacional que comienza con los primeros críticos que revisamos y que se convierte en paradigma con Vergara. Si bien la información sobre las escritoras aparece a manera de apéndice y es bastante corta comparada con la que ofrece de los varones, es innegable que hasta el momento nadie se había dado a la tarea de reunir tal compendio de información sobre escritoras colombianas. En total, Laverde incluye referencias de 38 autoras, se detiene especialmente en la madre Castillo —escritora colonial—, Josefa Acevedo de Gómez y Soledad Acosta de Samper.

A pesar de los intentos de neutralidad, leemos en Laverde gran influencia de José María Vergara y Vergara. Uno de los puntos a resaltar del trabajo de este historiador es la recuperación de información valiosa de casi cuarenta escritoras colombianas del XIX, quienes hasta el momento no habían sido referenciadas por otros autores.

La influencia de Vergara, y en general la postura conservadora acerca de la escritora, se trasluce también en una obra de madurez de Soledad Acosta, quien pasa de la reflexión sobre su propia experiencia a ofrecer una mirada crítica en “Literatas en la América española. Misión de la escritora en Hispanoamérica” (1889).(5) Este documento es único en su tipo en el país en ese entonces, pues se concentra exclusivamente en la mujer escritora a partir de una mirada concienzuda y juiciosa, que da cuenta de un ejercicio lector de largo aliento por parte de Acosta, quien revisa la producción de gran número de escritoras hispanoamericanas. Para el caso concreto de Colombia, la autora plantea dos momentos de la literatura colombiana escrita por mujeres: antes de la Independencia y después de la Independencia. Del primer periodo señala que sólo en los conventos las mujeres pueden escribir, y se detiene en el caso de la madre Castillo “notable por sus escritos que han sido elogiados por insignes críticos españoles” (1895, p. 291), asimismo menciona a Manuela y Tomasa Manrique, anfitrionas de la tertulia del “Buen Gusto” (p. 291). El segundo momento que resalta Acosta es el posterior a la Independencia, destaca a Josefa Acevedo de Gómez (p. 295). Acosta se centra en la figura de la autora, más que en las obras y su calidad literaria, no se refiere a los géneros ni a la circulación de los textos. Es de anotar que menciona la Historia de José María Vergara y Vergara (p. 292), influencia patente en el valor que da a la figura autorial, rasgo conservador, y al modelo de mujer republicana, de ahí que más que proponer líneas de estudio de las obras escritas por mujeres, formula una serie de tareas que ha de cumplir la escritora, separando tajantemente las funciones del hombre y la mujer:
 

Mientras que la parte masculina de la sociedad se ocupa de la política, que rehace las leyes, atiende al progreso material de esas repúblicas y ordena la vida social, ¿no sería muy bello que la parte femenina se ocupara en crear una nueva literatura? Una literatura sui generis, americana en sus descripciones, americana en sus tendencias, doctrinal, civilizadora, artística, provechosa para el alma; una literatura tan hermosa y tan pura que pudiera figurar en todos los salones de los países en donde se habla la lengua de Cervantes. (1895, p. 387)

 En esta misma cita se lee claramente la noción de literatura de la autora, quien no la desliga de la función doctrinal.
 

Algunas conclusiones

Para comprender el discurso de las autoras colombianas de mediados del siglo XIX acerca de su relación con la escritura es fundamental no perder de vista la convergencia de dos líneas ideológicas. Por un lado es gracias a la influencia del liberalismo ilustrado de principios de siglo que aparece el cuestionamiento del papel social de la mujer en la naciente república. Décadas más tarde es en el marco del ideario del partido liberal que en Colombia se abren espacios para el desempeño intelectual de las mujeres, de allí que se les posibilite publicar en prensa. No obstante, la corriente de escritoras surgida en dicho contexto defiende una moral marcadamente católica y el modelo femenino de “el ángel del hogar”, actitud que delata una postura conservadora, fenómeno interpretado por algunos como una reacción humanista ante la fuerte oleada antirreligiosa (Vidales, s.a, en línea). Sin embargo, la religión les brinda a estas escritoras elementos para constituir un “contradiscurso” —alternativa a la que acuden como respuesta al dominio de la palabra masculina— basado en la “religiosidad sentimental”, trasladada por las mujeres del lugar de culto a la esfera familiar, de tal manera logran ejercer una soberanía moral sobre la vida familiar (Giorgio, 2000, p. 212).

Las mismas escritoras se autoimponen límites pues temen transgredir las normas socialmente establecidas, de ahí que se oculten tras el seudónimo o el anonimato, o que emitan declaraciones plenas de subestimación hacia la propia obra. Sin salirse del modelo socialmente impuesto, buscan la manera de expresar sus cuestionamientos acerca de su relación con la pluma y de la función que les es asignada como mujeres. El hecho de desempeñarse como fieles seguidoras de la normativa impuesta, como madres y como esposas abnegadas, les provee de autorización para permitirse construir tal discurso, ejercicio gracias al cual hallan fisuras que les posibilitan abordar su intimidad y hacer patente el deseo de escritura, sin menoscabar su honor ni su nombre. Josefa Acevedo, por ejemplo, emprende la escritura de su nota autobiográfica con el fin de que se le dé un justo trato a su nombre, tenemos en ello la preocupación por el honor, aunque también admite que la motiva el interés de dejar constancia de cuáles fueron sus obras “é impedir que se me atribuyan  otras ó se me nieguen éstas” ([1861] (1910), p. 336). En este punto toma el control la creadora, quien pretende ejercer el control sobre su producción cuando presiente la muerte, pues a lo largo de su vida se vio obligada a ocultar su autoría.

Ahora bien, los textos de carácter crítico e historiográfico —esos que denominamos “mirada ajena”— responden a estructuras ideológicas propias del conservadurismo, pletóricas de hispanofilia y moral católica. Ello se comprende si tenemos presente que la historiografía clásica, que rige el discurso historiográfico colombiano en aquel entonces, defiende un modelo conservador con el fin de crear la identidad nacional siguiendo modelos españoles (Bedoya, 2009, p. 68).


Notas

(1). Ya desde el siglo XVIII la idea de progreso asociada al pensamiento ilustrado incide en la aparición de artículos periodísticos dirigidos a las mujeres en Europa y las colonias españolas; éstos juegan un papel fundamental en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas en tanto ofrecen herramientas para la educación de las mujeres, específicamente para la instrucción de las madres, pues la tarea civilizadora que se les encomienda es una de las más importantes en el fortalecimiento de la nación (Londoño, 1986, en línea).

 

(2). Muy posiblemente de autoría de José Joaquín Borda, redactor del periódico en ese entonces.

 

(3). Artículo muy posiblemente escrito por Isidoro Isaza, editor del periódico.

 

(4). La mirada de Vergara es una vuelta al pasado colonial, debido al periodo en que se concentra no se ocupa de la producción literaria de mujeres correspondiente al periodo de conformación de la república. Esta vuelta al pasado colonial es propio de un modelo conservador que busca cimentar los principios nacionales en valores como la lengua y la religión.

 

(5). Publicado en Colombia Ilustrada, en 1889, años más tarde publicado como parte de La mujer en la sociedad moderna (París, 1895), obra donde amplía su mirada a la producción literaria de una gran cantidad de escritoras del ámbito mundial, se detiene tanto en autoras europeas como americanas, y hace comentarios que demuestran que leyó las obras en sus idiomas originales.

 

Bibliografía

Sobre la mujer escritora

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