La Cuba
revolucionaria en las autobiografías de Barral, Goytisolo y Caballero
Bonald
Pepa Novell, en su reciente
libro sobre las autobiografías de varios intelectuales españoles de la
generación de los cincuenta, señala cómo en la escritura de estos
“existe la conciencia de una colectividad, de una identidad colectiva
que se configura en el fuero interno de una cultura que sienten
encorsetada y de la que tratan de alejarse” (156). Podría considerarse
incluso paradójico que esa conciencia de grupo, fruto de un contexto
social y político tan específico como el del régimen franquista, se
expresara por medio del género de la “literatura del yo”. Como han
demostrado algunos de sus teóricos, más allá de la evidencia de esa
primera persona que se conjuga en el diario o la crónica personal, se
evidencia un carácter heterogéneo por medio del diálogo con un tú, más
o menos ideal, con el que el autobiógrafo mantiene un “pacto” de
credibilidad (Lejeune). Para otros, se establece a su vez un diálogo
“invisible” con un tercero, sobre el que se fundamenta el sujeto ético
y político. De esta forma, según Levinas, como nos recuerda Ángel
Loureiro en su libro The Ethics of Autobiography, se
da lugar a dos fenómenos, la aparición de la autoconciencia y la
necesidad de justicia (9). Y aún más, las memorias, como si de un verbo
conjugado se tratara, abarca un nosotros con el que el yo que recuerda
se vincula estrechamente. Así lo considera José Amícola, cuando afirma
que “la autobiografía es uno de los más sociales tipos de discursos
literarios, en cuanto asocia al autor de una manera solidaria con
quienes lo han rodeado” (58).
Tal rasgo de lo colectivo,
que prueba a su vez la riqueza del género, se evidencia en las memorias
de tres prominentes intelectuales españoles del medio siglo, como son
Carlos Barral, Juan Goytisolo y José Manuel Caballero Bonald. El relato
personal, narrado desde la perspectiva de la madurez, aparece
fuertemente imbricado en el contexto político y social de esos “años de
penitencia” y se articula por medio de unas constantes: la educación
insuficiente, la moral tradicional y represiva, la pobreza cultural que
los rodeaba, la tímida oposición política en la universidad en donde se
forjan las primeras amistades… No obstante, no se puede desdeñar el
ímpetu con la que el yo se afirma en sus páginas, incluso poniendo en
duda los límites de la autobiografía. Así, Carlos Barral, editor y
poeta de enorme influencia en la cultura de la disidencia durante el
franquismo, construye especialmente en los tres volúmenes de sus
memorias un yo político/ético en un ambiente adverso que, como señala
Novell a lo largo de su libro, se justifica y reivindica. No obstante,
con juego irónico y narcisista, ese yo se presenta como un
“personaje”—el promotor cultural antifranquista, el marino avezado, el
poeta dandy—con el que pone en suspenso la etiqueta de “no ficción” del
género memorialista. No ayuda, como señalaba su buen amigo Caballero
Bonald, que la fidelidad de sus recuerdos flaqueara en ocasiones al
crear a ese alter ego, para acabar “creando un personaje que no se
correspondía necesariamente […] con el protagonista real de los hechos”
(“Barral y el personaje” 77). Para Anna Caballé, en su reconocido Narcisos de tinta, el “caso Barral”, es decir, esa
construcción del yo en términos ficticios, se enmarca sin embargo en el
discurso del nosotros, ya que da lugar a “una imagen muy pública, es
decir colectiva en lo posible, del personaje Barral vinculándolo a una
experiencia común” (123).(1)
Para Goytisolo, el autor sin
duda más estudiado por la crítica de los considerados en este trabajo,
la construcción del yo memorístico adquiere la forma de proceso de
desvelamiento en lo identitario—nacional, político, sexual—y de rechazo
de la ley del padre y la figura de éste, ya abstracta—la moral
represiva, el mismo Franco—ya real. Si Barral se pone máscaras, capas
españolas o gorras de marinero, Goytisolo se arranca sucesivas pieles,
como señala Loureiro (100) para llegar a un verdadero yo, en un
ejercicio de confesión por otra parte de ribetes ascéticos/picarescos,
que encuentra en su origen burgués deshonroso la falta original. Frente
a los dos autores barceloneses, en las memorias de Caballero Bonald,
sin desdeñar un más tradicional relato de lo privado, prevalece el
estilo de crónica cultural en el que se suceden los nombres de
escritores y la descripción del ambiente disidente a lo largo de varias
décadas. Sin embargo, en la obra autobiográfica de los tres surge una
significativa coincidencia: como intelectuales progresistas que se
posicionaron públicamente contra la dictadura de Franco, el papel de la
utopía marxista en su relato de vida adquiere especial relevancia,
mitigada sin embargo por el paso del tiempo y la crisis de tal
“metarrelato” de la modernidad, según François Lyotard, cuando el
sujeto comienza a re-construir su memoria pasados los años. Ya en el
capítulo 4 de En los reinos de taifa—con el irónico
título “El gato negro de la Rue de Bièvre”—, en el 15 de La
costumbre de vivir—con el más retórico “La periódica necesidad de
la incertidumbre—o en el 4 de Cuando las horas veloces,
el relato cubano servirá no sólo para rememorar un pasado de compromiso
político y su desencanto posterior; al mismo tiempo, lo leeremos como
motivo polisémico, en el cual se desvela un subtexto colonial.
Dentro de este discurso de la
utopía, la revolución cubana entrañaba un significado especial para el
intelectual español—y latinoamericano—de los años sesenta. El peso
simbólico de la victoria de los barbudos de Sierra Maestra contra la
dictadura de Batista el 1 de enero de 1959 no sólo provocó una euforia
política en los grupos progresistas en Occidente, sino que además
rearticuló el relato marxista dándole un carácter panhispánico inédito
hasta entonces. La revolución castrista supo unificar a un amplio
número de escritores, pensadores y artistas de relevancia internacional
y convertirlos en sus mensajeros privilegiados.(2)
Así, los intelectuales occidentales, inmersos en una “luna de miel” con
Castro hasta finales de la década de los sesenta (Goytisolo, En los reinos 477), participaron de buena gana en este
proyecto político gracias al cual no sólo se definían como observadores
del cambio social sino también agentes del mismo. Frente a la metáfora
de la historia detenida o del “furgón de cola” (Goytisolo) aplicada a
España, la generación de Barral, Goytisolo y Caballero Bonald se
encontraba con la retórica de la entrada en la historia de Cuba y el
motivo del “hombre nuevo”, como sujeto revolucionario por escribir,
puro futuro.
El estado de desaliento que
vivía la disidencia al régimen en la España de fines de los cincuenta
queda claramente descrito en Los años sin excusa,
segundo tomo de las memorias de Carlos Barral: “La aparente eternidad
del franquismo no nos había adormecido, nos había puesto fuera de
combate […], condenándonos a una resistencia escéptica, limitada a la
intermitente protesta sin muchos riesgos y a una generalizada
demostración de repugnancia” (214). No es por tanto extraño que ante la
revolución cubana los intelectuales españoles se sintieran llamados a
participar en un proyecto de cambio social y de vanguardia política
cuando la revolución castrista se revestía del brillo de la utopía
finalmente alcanzada, como expresa Juan Goytisolo en En
los reinos de taifa, entusiasmado al llegar por primera vez a la
isla:
Por su parte, Caballero
Bonald recordaba de su primera visita “una imperturbable sensación de
armonía entre la política y la vida” (424), en donde al proyecto social
se unía el aire de familiaridad con su tierra andaluza. La isla de la
revolución y la utopía se convierte pues en icono en esa época y como
tal pasa a ser un capítulo—real y metafórico—en las memorias de Barral,
Goytisolo y Caballero Bonald que incluye las sucesivas etapas: inicial
entusiasmo, progresivo distanciamiento y una más o menos abierta
crítica al castrismo. A pesar de ello, la impronta de tal
icono cultural, que persiste en la España contemporánea a pesar
de múltiples denuncias de represión y violencia institucional, resulta
demasiado poderosa como para que el sujeto memorialista la juzgue
sumariamente.(3) Así
se observa en la anterior cita de En los reinos de taifa,
o en la vacilación al comienzo del capítulo 15 de La
costumbre de vivir, en el que el autor gaditano al recordar la
última visita a la isla en 1974, menciona “íntimas desavenencias
conmigo mismo, quiero decir con quien había empezado siendo, como
tantos otros, un efusivo adepto a la nueva Cuba” (424). Barral, sin
embargo, muestra un escepticismo mucho más pronunciado, quién sabe si
producto de una interpretación posterior al iniciar el capítulo IV de Cuando las horas veloces sobre sus viajes a la isla,
cuando recuerda el congreso de intelectuales a fines de 1968 y el
cambio del régimen hacia posiciones más inflexibles: “En nuestro caso
[de los intelectuales españoles] no había lugar para la sorpresa”
(122).
Sin duda, fue el “caso
Padilla”, la caída en desgracia del escritor cubano Heberto Padilla y
el juicio sumario al que fue sometido en 1971, uno de los momentos que
mejor simbolizaron el cambio de rumbo en la política de Castro con
respecto a los intelectuales y que Goytisolo recoge extensamente en su
autobiografía. Su libro Fuera de juego había recibido
el premio anual de la UNEAC, institución cubana de escritores y
artistas, a pesar de las presiones internas para otorgar el galardón a
un escritor políticamente más ortodoxo y próximo a los círculos del
poder como Lisandro Otero. Las amistades de Padilla, entre ellas los
numerosos intelectuales extranjeros, y las críticas y sarcasmos del
autor con respecto a la revolución tampoco ayudaban en efecto a que el
castrismo lo viera con buenos ojos. Así, su defensa de Tres
tristes tigres del entonces ya repudiado Cabrera Infante o su
propia novela En mi jardín pastan los héroes
contribuyeron a su caída.(4) Padilla, escribe
Goytisolo, “con una temeridad rayana en la inconsciencia” se
involucraría en “un juego muy superior a sus fuerzas para el que a
todas luces no estaba moral ni físicamente apercibido” (En
los reinos 480).
Acusado de
contrarrevolucionario, Padilla se vio obligado a hacerse pública
autocrítica, admitiendo sus “faltas” e involucrando a otros
intelectuales. Su palinodia, que reproducía exactitud casi
caricaturesca la retórica de los procesos estalinianos, como señala
Goytisolo, tuvo un grave efecto en la intelectualidad internacional que
apoyaba la Cuba revolucionaria y suscitó una “guerra de papel” de
manifiestos cruzados y cartas abiertas entre el grupo de escritores
alrededor de la revista Libre, editada en París, con
el mismo Goytisolo, Vargas Llosa, Cortázar y otros, y personalidades
cubanas, como el mismo Fidel y Haydée Santamaría, en la otra orilla del
Atlántico. Si para muchos el caso Padilla descubrió el “núcleo duro” de
la política cultural castrista y sus formas represoras, con la
consiguiente decepción de sus principios revolucionarios, también
supuso la ruptura de ese discurso panhispánico y progresista que había
surgido entre intelectuales y escritores latinoamericanos y españoles y
la polarización de sus posturas políticas. Con este último acto, la
“luna de miel” de Castro y los intelectuales había terminado.
La relación entre ambos nunca
había dejado de resultar conflictiva. Si bien durante la primera etapa
de la revolución se llevaron a cabo multitud de proyectos educativos y
culturales y se recibió de buena gana la visita y el apoyo de multitud
de escritores y creadores extranjeros, al poco surgió el debate entre
impulsar unas directrices oficiales con una literatura revolucionaria o
respetar la libertad de expresión de obras más vanguardistas. Entre
muchos de esos intelectuales españoles o latinoamericanos se hacía
patente la incomodidad ante una censura que resultaba familiar para
aquellos llegados de otros regímenes. A esto se unía el desvelamiento
de los campos de trabajo forzado para homosexuales de los UMAP,
Unidades Militares de Ayuda a la Producción de 1965 a 1968, como le
informa un atemorizado Virgilio Piñera a Goytisolo en una de sus
visitas a la isla. Caballero Bonald, por ejemplo, recoge distintos
aspectos del debate desde su posición de observador todavía fascinado
por los logros de la revolución en su crónica “Sobre la literatura
revolucionaria cubana”, inserto en el volumen especial publicado por la
editorial antifranquista en el exilio Ruedo Ibérico: “Los intelectuales
no dejan entonces de hacerse temerosas y razonables preguntas en torno
a los objetivos de la libertad de expresión” (483). El autor combina
sus críticas con buenas dosis de voluntarismo para finalmente
recordarnos las tranquilizadoras “Palabras a los intelectuales” que
leyó Fidel en junio de 1961, en las que el líder decía: “Permítanme
decirles en primer lugar que la revolución defiende la libertad: […] si la preocupación de alguno es que la revolución
vaya a asfixiar su espíritu creador, esa preocupación es innecesaria y
no tiene razón de ser” (483).
No obstante, se evidencia
durante esos años una desconfianza esencial de Fidel hacia los
intelectuales, tal vez por su tendencia crítica, su inconstancia
política o debido a que se encontraran muy alejados de su ideal de
guerrillero u hombre de acción.(5) En las
múltiples crónicas escritas por gentes de letras, como Goytisolo,
Caballero Bonald o Jorge Edwards en su Persona non grata,
a propósito de su experiencia cubana, se repite el motivo del encuentro
sorpresa con Fidel, convertido éste en guía orgulloso de los logros de
la nueva Cuba en cuanto a materias agropecuarias para intelectuales que
intentan mostrar interés por nuevos tipos de quesos, depósitos de
vinagres o extensiones de caña de azúcar. No existe sin embargo en
estos encuentros ningún intercambio real de ideas, discusión política o
cultural, sino más bien un discurso unidireccional que no admite
réplica. El líder máximo de la revolución mostraba un interés mucho
mayor por cuestiones prácticas y su resultado numérico, ya fuera en las
campañas de alfabetización masiva o en la zafra.
De los textos autobiográficos
de estos escritores se puede deducir que la política cultural abierta e
internacionalista del castrismo de aquellos años no se debía a su
líder. Gracias a los buenos oficios de otros como Carlos Franqui y su
periódico Revolución, e instituciones como Casa de las
Américas, dirigida por Haydée Santamaría, con sus premios literarios de
fama internacional, la Cuba de principios de los sesenta fue un
hervidero cultural y punto de referencia de un discurso panhispánico y
globalizado.(6) El endurecimiento en la
política cultural cubana tiene su punto álgido en el caso Padilla pero
había comenzado antes, materializado en el lema “Con la Revolución
todo, contra la Revolución nada” en el Congreso cultural de La Habana
de 1968 y el apoyo oficial de Cuba a la invasión soviética de
Checoslovaquia. “Era evidente—escribe Barral en Cuando las
horas veloces—que aquel congreso era el funeral de una literatura
hasta entonces tolerada” (139). Es entonces cuando las “indulgencias”,
como las denomina el mismo Barral—esas “inquietudes regularmente
acalladas por tu voluntad” en favor de “los beneficios inmensos que
aporta la Revolución”, dice Goytisolo (En los reinos
475)—que se habían mantenido hacia los errores de la revolución se
hacen demasiado pesadas a muchos intelectuales llegados a la isla.
El “motivo cubano” en las
memorias de escritores españoles nos resulta especialmente interesante
porque revela una vez más la complejidad del relato autobiográfico: por
una parte, expresa la dificultad de repensar la nostalgia de una utopía
perdida. Por otra, supone un conflicto frente a esa idea de “coherencia
vital” que parece surgir en todo texto de la literatura del yo, y que
Pierre Bourdieu critica como una ilusión (88). Si como señalaba
Lejeune, al escribir el autobiógrafo construye un yo que no existe
(XXIII), el pasado del sujeto político/ético no puede dejar de sufrir
un proceso de re-construcción. En esa pretendida oposición entre el
formalismo de Lejeune y la textualidad de De Man, el motivo cubano
podría fungir como punto de unión: la doble temporalidad del sujeto que
recuerda—con visión crítica o cierto punto amargo—lo
vivido—originalmente con entusiasmo—supone la reescritura sobre el
palimpsesto de la memoria en donde indefectiblemente quedarán señales
de lo anterior.
Sin embargo, un elemento más
surge en el recuerdo de la isla. Para Barral, Goytisolo y Caballero
Bonald Cuba no es simplemente el escaparate novedoso de una revolución
en el Caribe, como para otros intelectuales occidentales, “peregrinos
políticos”, bienintencionados y dispuestos a encontrarse con un
tercermundismo un tanto sorprendente pero siempre un tanto exótico y
ajeno.(7) Para los escritores españoles, la
isla y su espacio dentro del imaginario nacional revela, como veremos
especialmente con Goytisolo y Caballero Bonald, un subtexto colonial
que entronca con los orígenes familiares en una compleja relación de
mala conciencia política y nostalgia. A su vez, el capítulo cubano
supone la irrupción de otro subgénero de estructura versátil, la
literatura de viajes. Sin tratarse del único ejemplo dentro de sus
memorias, como vemos en la estancia de Caballero Bonald en Colombia, la
visita de Goytisolo a algunas naciones de la antigua Unión Soviética o
los múltiples itinerarios llevados a cabo por motivos de negocios
editoriales de Barral, el relato cubano adquiere un especial
protagonismo.
Mary Louise Pratt, en su
reconocido libro Imperial Eyes, analiza diversos
textos de hombres—y alguna mujer—de letras europeos desde finales del
siglo XVIII hasta el siglo XX en sus travesías por distintas partes de
África y América Latina, en donde el relato ilustrado—científico,
folklórico o antropológico—no puede esconder el subtexto colonial que
somete al otro a una categoría inferior de salvaje o animal, y por
tanto susceptible de ser esclavizado formal o económicamente. ¿Habían
cambiado los términos de esa dialéctica de la otredad? La Cuba del
primer castrismo resulta una “zona de contacto”, término que acuña
Pratt, especial para los intelectuales que como Jean Paul Sartre o Hans
Magnus Enzensberger escriben—sobre—la isla para el público europeo.(8) La realización del proyecto marxista en un
espacio histórica y socialmente marcado como colonia como el Caribe no
supone sin embargo que se convierta en modelo para sus países de
origen, sino que permanezca como excepción. De la Nuez señala en su
libro Fantasía roja cuatro constantes en los textos de
algunos escritores extranjeros con la Cuba revolucionaria: confirmación
al llegar a la isla de la utopía materializada; celeridad en la emisión
de un juicio totalizador, ya que se encuentran de paso; distancia,
porque su lugar de enunciación siempre se encuentra en una democracia
liberal, que critican pero que les resulta obviamente cómoda; y
discriminación de los cubanos en sus textos, que aparecen de manera
anecdótica (12). Tales constantes presentan similitudes con muchos de
los relatos de viajes que analiza Pratt, en los que se enfatiza
especialmente el paisaje—la grandiosidad de cordilleras y ríos, lo
“salvaje” e indomable de su naturaleza, o en el caso del Caribe, su
sensualidad—hasta el punto de convertirse en rasgo nacional o étnico, y
se anula lo histórico o intelectual. Para los intelectuales que
llegaban de la España de Franco, la zona de contacto se problematiza
incluso más: lugar cercano y al mismo tiempo inaccesible, deseado y
asediado desde lo político y la nostalgia. En las páginas siguientes
nos centraremos en cada uno de los tres autores y cómo el género
híbrido de relato de viajes y autobiografía se convierte en un medio
polisémico.
De entre los tres autores
objeto de nuestro estudio, Juan Goytisolo ha sido uno de los que más se
ha destacado por su compromiso político, como había dado muestras de
ello al viajar a la isla durante la crisis de los misiles en octubre de
1962, impulsado por “la convicción moral de que la Revolución castrista
encarnaba los valores de justicia y libertad que defendía” (En
los reinos 368). El autor de Señas de identidad
decide desempeñar entonces el papel de agente del cambio social, propio
del intelectual marxista. Sin embargo, a su admiración por la utopía
política y su total entrega al proyecto revolucionario a su llegada a
la isla, como se observa en su encendido reportaje Pueblo
en marcha, se añade además la confirmación del paraíso caribeño, de
un edén primigenio ajeno a la sociedad de clases, de naturaleza y
sensualidad: “suntuoso esplendor vegetal, playas blancas, milicianos
bailando bajo los cocoteros, zafra liberada de esclavitud secular,
guajiros cortando alegremente la caña, discusiones y charlas con
fonética musical caribeña” (473).
Goytisolo apunta con detalle
sus sucesivos viajes a Cuba, sus encuentros con intelectuales y
escritores como Franqui, Padilla o Lezama Lima, sus excursiones dentro
de un país que le asombra. Al mismo tiempo, el Goytisolo políticamente
más escéptico del momento de la escritura añade como un velo una
distancia al relato en que se intuyen las decepciones posteriores:
encuentros insatisfactorios con Fidel o el Che, de los que presenta
retratos poco heroicos, y la apesadumbrada conciencia de represión y
violencia política que tenía a heterodoxos ideológicos y sexuales como
sus principales víctimas. No obstante, en su consagración a la
revolución, no encontramos solamente una prueba de su compromiso con el
marxismo, sino también una cierta ansiedad por eliminar su pasado
familiar colonial. Resulta significativo que ambos aspectos, compromiso
político y apoyo a la revolución cubana, se originen en el mismo
momento, cuando el joven Goytisolo descubre en su casa familiar unas
cartas dirigidas a su bisabuelo Agustín por sus esclavos afrocubanos.(9) Es entonces, como señala en Coto
vedado, cuando “una tenaz, soterrada impresión de culpa, residuo
sin duda de la difunta moral católica, se sumó a mi ya aguda conciencia
de la iniquidad social española…” (19). Sin embargo, en ese trasvase de
lo personal-familiar (la culpa por el pasado esclavista y su clase
burguesa) a lo nacional (la desigualdad y la ausencia de derechos
fundamentales en la España de Franco) se observa cómo esa moral
tradicional de la que desea desquitarse y su sentido de culpa no están
en absoluto difuntos, sino que adquieren un papel fundamental en la
elaboración de su discurso político disidente.
La doctrina marxista, como
contrarrelato unificador de la oposición al franquismo, se trasvasa de
lo nacional a lo personal al articular el rechazo del autor hacia su
clase originaria y finalmente su familia, quintaesenciada en la figura
paterna. Como señala Loureiro (105), entre el yo y lo nacional se
establece una relación de correspondencia, ya que la revolución cubana
se convierte a sus ojos en “una estricta sanción histórica a los
pasados crímenes de mi linaje, una experiencia liberadora que me
ayudaría a desprenderme con la entusiasta inserción en él del pasado
fardo que llevaba encima” (Coto vedado 19). Su
compromiso con los principios de la revolución lleva consigo la
expiación de su pecado original, común a todo intelectual progresista
de origen burgués, que se materializa en el reportaje Pueblo
en marcha, enardecida defensa de los logros del castrismo que se
presenta como un trabajo de campo, fruto de dos meses recorriendo la
isla, visitando ciudades y pueblos y departiendo con sus habitantes.
Goytisolo se aplica en dar
voz a ese “pueblo” cubano siempre representado como masa y superar esa
discriminación que De la Nuez considera una constante en los
intelectuales que escribieron y escriben sobre Cuba.(10)
De esta manera, reproduce incluso con fidelidad fonética las
conversaciones con diversas gentes y sus encendidos debates políticos
en la primera etapa de la revolución: “Lo que ha dicho el compañero ej
una gran verdá. Ora mucho se la dan de guapo y disen a lo cuatro viento
Yo soy comunitta y anduve peliando en la Sierra, y Nosotro lo
marsitta…” (19). No obstante, Pueblo en marcha, como
otras de sus obras documentales y de denuncia de la misma época—Campos de Níjar, La chanca—presentan una
naturaleza conflictiva, heredada de la misma poética del realismo
social. Esto es, la neutralidad de instancia narradora queda en
suspenso a la hora de representar y dar voz a los cubanos y preguntarse
hasta qué punto el intelectual occidental puede dar voz a los sujetos
que por clase, raza, género u origen nacional no la tienen, como se
pregunta la teórica de los estudios poscoloniales, Gayatry Chakravorty
Spivak en su trabajo clásico “Can the Subaltern Speak?”. Pratt acuña el
término anti-conquista para los relatos de viaje protagonizados no ya
por el militar sino por el antropólogo o biólogo que desde una postura
aparentemente “inocente” reinscribe en el cuerpo del otro, el nativo,
los rasgos de la diferencia, y con ello de inferioridad. En el relato
de Goytisolo, fruto de unas circunstancias históricas muy diferentes y
cimentado en principios del marxismo, encontramos sin embargo tanto la
culpa de la conquista que Pratt menciona al referirse a ese yo
narrativo—que “eternally tries to escape, and eternally invokes, if
only to distance himself from it once again” (56)—como a un pueblo
cubano, personaje colectivo y masculino con rasgos heroicos, si bien
alienantes.(11) Pueblo en marcha confirma,
como literatura de urgencia que es, al lector iniciado el éxito de la
revolución y además la convierte a ojos del lector español en un
sustituto para su frustración política, al proponerla como experiencia
vicaria: “Al defender su Revolución, los cubanos nos defienden a
nosotros. Si deben morir, muramos también con ellos.” (84).
Goytisolo deja entrever en
ese mismo texto su ansiedad social y la búsqueda de expiación por su
culpa histórica que había surgido al encontrar esas cartas: “El simple
nombre de Cuba constituía un reproche, y la conciencia de mi culpa y de
la culpa de mi estirpe y de mi clase y mi raza me abochornaron” (12).
No obstante, la revolución castrista prometía la redención de esa carga:
Goytisolo acaba por abolir los fantasmas del pasado: “los esclavos se
habían impuesto finalmente sobre el recuerdo del bisabuelo” (14). Por
medio de la experiencia revolucionaria, Goytisolo “limpia” así su culpa
histórica y social de manera vicaria, demonizando su propia familia,
epítome de su clase originaria. Frente al carácter de palimpsesto de En los reinos de taifa, en donde las cartas y documentos
originales que expresan su entusiasmo político se encuentran en
contrapunto con el escepticismo o la crítica posterior, Pueblo
en marcha, como obra de literatura política repudiada más tarde por
el autor, viene a ser un ejemplo de su esfuerzo por mirar con ojos no
imperiales, por escribir unas memorias anticoloniales o
descolonizadoras, como reconoce años después: “exorcismo de tus
contradicciones y culpabilidades ancestral” (En los reinos
473).(12)
No obstante, una vez revisada
críticamente la lectura marxista de la realidad isleña, permanece en
sus memorias como un remanente primigenio una Cuba exótica y atrayente
que guarda similitudes con la imagen idealizada que guardaba en su
infancia, heredera del relato familiar nostálgico de antiguas glorias
coloniales: “Operación de reconstruir moralmente un pasado que te
fascina y deslumbra: apropiación de un universo mulato en cuyo dulzor
te sumerges con inocente beatitud lustral” (En los reinos
473). Como apunta en Coto vedado, “el mito y aventura
cubanos cobraría así en mis adentros hasta la interrupción de la
pubertad la forma de un paraíso perdido, de un edén expuesto con
nitidez ante mis ojos y esfumado después por el efecto de un espejismo”
(22). Esa misma tendencia al mito o a la nostalgia burguesa, por otra
parte de carácter generacional a la luz del irónico poema de Jaime Gil
de Biedma “Infancia y confesiones”--“De mi pequeño reino afortunado/ me
quedó esta costumbre de calor/ y una imposible propensión al mito”—se
evidencia en gran parte de la literatura de viajes, del siglo XIX y
parte del XX, considerada “infantil”. Las travesías por el “África
negra”, la selva del Amazonas o los desiertos del Sahara educaban, como
señalan Peter Hunt y Karen Sands, a los jóvenes occidentales de clase
acomodada en la tarea imperialista de la dominación de la otredad y
naturalizaban la desigualdad. Queda preguntarnos si en su entusiasmo
primero por la Cuba castrista no subsistía el mismo mito primigenio del
paraíso perdido—tal vez alimentado por narrativas coloniales o por la
nostalgia de los relatos familiares—cimentado en una doble ausencia: la
nostalgia de una infancia bruscamente marcada por la desaparición de la
madre en un bombardeo en Barcelona durante la Guerra Civil, y el fin de
las colonias.
Frente al protagonismo de la
isla en la autobiografía de Goytisolo, Cuba aparece en el texto
autobiográfico de Carlos Barral como una etapa más dentro de su
acercamiento a Latinoamérica, entre México y Puerto Rico. Como expone
en Con las horas veloces, su primer viaje a Cuba tiene lugar en 1963. Al igual que en las
memorias de otros intelectuales, se repite el censo de nombres de
escritores y poetas autóctonos, como Padilla, Lezama Lima o Pepe
Rodríguez Feo, y extranjeros que coincidieron en Cuba aquellos años. No
por nada se estaba forjando una de las más importantes alianzas entre
gentes de letras más allá de fronteras y lenguas, articulada por la
esperanza en el cambio social tras la revolución. Sin embargo, Barral
no viaja a la isla como otros intelectuales para mostrar su apoyo al
régimen sitiado, sino en calidad de editor y empresario.
En su primer viaje, negocia
“un cuantioso pedido de libros” del catálogo de Seix Barral (122). La
oferta se debía, según el editor, a su confianza puesta en el nuevo
gobierno cubano, como demostró al surtir de libros de su catálogo a las
bibliotecas de la isla y romper el bloqueo cultural y comercial a la
que estaba siendo sometida. Su interlocutor en las instancias oficiales
cubanas para la negociación de la compra venta no era otro que Heberto
Padilla, que tanto protagonismo tendría en el fin de las buenas
relaciones entre intelectuales occidentales y Fidel Castro, y cuya
controvertida retractación pública le granjeó muchos enemigos o al
menos aniquiló muchas amistades. En su crónica que escribe en 1988, en
la que el desencanto ha teñido muchas de sus páginas, Barral ofrece un
retrato ambiguo de Padilla, del que dice que si bien cimentaron una
buena amistad, “no era de mi cuerda” y “era más político que literato”
(124). No obstante, en sus viajes a Cuba, Barral llevó a cabo un
provechoso negocio editorial gracias a Padilla, con consecuencias, como
el mismo Barral señala, aberrantes. (13)
A pesar de este marcado
escepticismo político en la descripción de sus viajes a la Cuba
revolucionaria, no puede negar el sincero entusiasmo que le producía el
nuevo régimen, entusiasmo que se veía empañado por el descubrimiento de
gestos dictatoriales o represores, como los referidos contra escritores
homosexuales. Aun así, estos aspectos oscuros eran obviados en aras de
mantener esa “esperanza inconcreta en un mundo mejor”, convertida en un
“constante y esforzado acto de fe” (128): “Incluso los grandes y
evidentes errores me parecían tropiezos en el camino, equivocaciones de
trámite” (140). La palabra repetida en este capítulo de sus memorias es
“indulgencias”: indulgencia hacia los errores del castrismo para no
poner en peligro el retrato ideal del nuevo orden; indulgencia también
hacia sí mismo por su vago compromiso político que no parecía ir más
allá de un voluntarioso—y provechoso económicamente—turismo político,
ejercido con excursiones y fiestas de la intelligentsia bienpensante
europea que acababan en formidables borracheras.(14)
En 1965 vuelve a Cuba como
miembro del jurado del Premio Casa de las Américas, junto con otros
escritores españoles, como Camilo José Cela. En este momento, las
relaciones entre el Comandante y los intelectuales no podían ser
mejores, y estos últimos actúan como caja de resonancia y legitimadores
prestigiosos del régimen cubano en el extranjero. No obstante, es en su
último viaje para participar en el Congreso Cultural de La Habana, en
1968, cuando la crisis parece ineludible y Castro verbaliza el
endurecimiento de su postura con el lema
“Contra la revolución, nada”, anulando cualquier conato de literatura o
arte no políticos. A pesar de ello, y del tono distanciado de sus
memorias Barral reconoce que “probablemente mentiría si afirmase que yo
me contaba ya en aquel momento entre los desencantados” (140). El fin
de su apoyo llegaría con el caso Padilla en 1971, que califica de
“tenebroso”, sin entrar en más detalle, y sobre todo con la publicación
del testimonio de Jorge Edwards, Persona non grata
(1973), que supuso la ruptura total con el régimen de Castro por parte
del editor.
No obstante, Juan Goytisolo,
en su recuento de las circunstancias que rodearon el proceso judicial
de Padilla y la reacción de los intelectuales extranjeros, señala que,
una vez que había subido el tono de las acusaciones entre ambas partes,
el grupo alrededor de la revista Libre decidió
redactar una segunda carta al Comandante de apoyo al escritor cubano y
repulsa de las maneras represivas del régimen. Barral se encontraba en
este grupo, y sin embargo decidió llamar a Goytisolo para retirar su
firma, lo que seguramente podía afectar a sus relaciones comerciales
con Cuba.(15) El contraste de sus crónicas
autobiográficas, y el comentario de Caballero Bonald sobre la “mala
memoria” del editor anteriormente citado, dan un nuevo sentido al
carácter textual que a la literatura del yo le han otorgado algunos de
sus teóricos, como De Man, en donde categorías como la verdad no
resultan pertinentes.(16) Resulta
significativo por tanto que Barral eludiera extenderse sobre el caso
Padilla, mientras que decidiera la publicación de Persona
non grata como final de trayecto en su compromiso. La
polémica suscitada por el libro de Edwards se traducía en un necesario
éxito de ventas para la nueva firma, Barral Editores, cuando el apoyo a
Cuba había cambiado entre parte de la élite ilustrada en Occidente.
En el caso del capítulo
cubano de Barral, se podría aducir una actualización del motivo
comercial que subyacía a los relatos de viajes, en donde la descripción
del paisaje y la riqueza de sus tierras era una invitación a su
explotación “racional” e ilustrada. Barral, como editor, “ve” como tal.
Los paisajes en los que se fija no son los de la naturaleza sino
literarios, por lo que la rememoración de sus experiencias cubanas
prevalecerá el contacto con nuevos escritores, potenciales miembros del
Boom que tantos beneficios reportaría a su editorial. Así, no parece
casualidad que su relato cubano sea tan sólo una etapa más en sus
viajes a otras partes de América Latina con una razón primordial para
el editor: encontrar “métodos y sistemas para la unificación literaria
del ámbito lingüístico” (Cuando las horas 57), un
acicate que combinaba un panhispanismo progresista y la globalización
cultural y económica. Frente a la mala conciencia de Goytisolo, Barral
asume con entusiasmo la tarea “colonizadora” en el ámbito literario
latinoamericano que Seix Barral y la industria editorial de Barcelona
en general, con sus agentes literarios como la todopoderosa Carmen
Balcells, se empezaba a forjar a fines de los sesenta.(17)
Cuba supone para Barral la experiencia vicaria de la revolución que no
podía darse en su país, y de esta manera se convierte en un fetiche
político al que se aferra para compensar la frustración del intelectual
español ante la dictadura de Franco. Pero al mismo tiempo, el cuerpo
político de Cuba deviene en fetiche comercial, en un objeto
ideológicamente deseado y transformado en producto, como vemos en la
iconización de la efigie del Che, en su fotografía de Alberto Korda,
referente reproducido infinitamente. El
discurso liberador en lo político, traducido a la vanguardia literaria
del Boom, se mercantiliza y adquiere dimensiones globales.
El relato de José Manuel
Caballero Bonald, por su parte, sigue los pasos generales de las
memorias de los anteriores escritores, aunque sus visitas a la isla se
alargan hasta 1974. Como Barral y Goytisolo, explica la visita de rigor
a las nuevas instalaciones agropecuarias o agrícolas, los encuentros
con escritores cubanos como Lezama Lima, Nicolás Guillén o Carpentier,
además de fugaces conversaciones con el Che o Fidel. Pero sin duda el
escritor andaluz muestra un deseo por conocer la isla más allá del
escaparate de logros o las conversaciones literarias, porque como
afirma siempre se había sentido un hispanocubano, con una “halagüeña
sensación de fronterizo” (423). A su vez, en su biografía familiar
existe la presencia de un pasado colonial que adquiere, como en
Goytisolo, dimensiones míticas en su infancia: “la manigua durante las
luchas independentistas, el ingenio azucarero de la Ceiba Grande, los
barcos que arribaban al puerto habanero procedentes de Cádiz o al
revés, la casa colonial donde tal vez jugaría mi padre…” (423). No
obstante, el relato de la nostalgia colonial no atormenta a Caballero
Bonald como lo hace al autor de Señas de identidad,
sino que asume tal discurso mítico como prueba y cordón umbilical de su
cubanidad, sin prestar atención a la posible contradicción con su apoyo
a la nueva Cuba.(18)
Caballero Bonald llega a la
isla en calidad de escritor comprometido con la revolución, siguiendo
con una experiencia latinoamericana más amplia y con una curiosidad por
su cultura que da como resultado la edición de una antología de poesía
de jóvenes autores cubanos. Como en otros, Caballero Bonald ve en la
isla la plasmación de un proyecto utópico, la confirmación a sus
expectativas como señala De la Nuez, pero al mismo tiempo desea ir más
allá del simple turismo político para experimentar su cultura de
primera mano. Tal vez ese carácter mestizo que aduce o su interés por
el concepto de trans-culturación acuñado por el cubano Fernando Ortiz
explique su interés hacia la santería. No obstante, se puede argüir que
en su atracción hacia la expresión cultural se puede encontrar al mismo
tiempo una búsqueda de lo exótico y de un tipismo folclórico, llamativo
para el no cubano, un resto colonial que reduce al sujeto cubano a una
imagen turística y fácilmente consumible.(19)
En su descripción de una
ceremonia a la que asiste, el autor no puede evitar la perspectiva
occidental que observa fascinado y con cierta aprensión esa “mezcla
imposible de histeria, magia, lujuria y fanatismo”, en la que, sin
embargo, cae atrapado momentáneamente. La ceremonia adquiere un
carácter de sensualidad exótica cuando “una negra grande que se
cimbreaba por partes” “se arrimaba a mí como atacada por un síncope
discontinuo, traspasándome la calentura de su piel, el unto de su
transpiración” (430). No es casualidad esta perspectiva sexualizada de
la experiencia cubana del autor, ya que desde el comienzo de su primera
visita ansiaba deshacerse de su guía o secreto guardaespaldas para
poder “caer por mi cuenta en las tentaciones de la noche habanera, que
se me antojaba rebosante de deleites” (425). Caballero Bonald no puede
ser más sincero al respecto: “uno de mis más obstinados propósitos
cuando llegué por primera vez a Cuba consistía en yacer con mujer
negra” (432). La isla se convierte no sólo en el paraíso político
gracias a la revolución de los barbudos de Sierra Maestra; también
resulta un paraíso erótico, una constante en la representación de la
isla a ojos de Occidente, como el Medio Oriente los había sido para
exploradores, viajeros y colonizadores durante siglos. Ese orientalismo
(Said), transformado en “caribeñismo”, aporta a Cuba sensualidad y
exotismo accesible por medio del discurso del occidental, y la
convierte, a los ojos de Caballero Bonald, en tierra de promisión para
sus fantasías, alejado del juicio moral de la España franquista y de su
homogeneidad cultural y racial.
En este sentido, erotismo,
memorias y relatos de viaje vuelven a coincidir por medio del subtexto
colonial que los vincula. Pratt analiza la corriente de las novelas
sentimentales francesas e inglesas de finales del siglo XVIII en
espacios coloniales o exóticos, que venían a articular un discurso
antiesclavista, en el cual la relación amorosa interracial—entre hombre
blanco y mujer mulata—resultaba en principio “el ideal de armonía
cultural” (95). No obstante, como señala la autora, tal situación ideal
escondía una dinámica colonial de explotación sexual, tras la cual la
mujer era abandonada. Adquiere así una nueva lectura el capítulo
octavo, eliminado de la primera edición de Señas de
identidad y que resultara de naturaleza sentimental, o que su autor
sienta la necesidad de incluir la referencia erótica en el texto de Pueblo en marcha: “la belleza de las muchachas que pasean
a la sombra del pórtico me foguea la sangre. Las mulatas y trigueñas
del país son célebres en toda la isla” (72). Como la honestidad de
Barral al centrarse únicamente en sus intereses editoriales, Caballero
Bonald no esconde sus atracción por “las muy estimulantes prerrogativas
étnicas” de “mulatas, cuarteronas, zambas, chinas” que se encuentra
(432-3), donde de nuevo el catálogo de castas—de reminiscencias
claramente coloniales—no es más que una prueba de su disponibilidad,
del mercado de posibilidades a las que puede aspirar el yo
autobiográfico. Como un reflejo de la naturaleza sensual, y del Caribe
como icono, la mujer, principalmente negra o mulata, sufre un proceso
de reificación: el discurso del erotismo libre pues se añade, o más
bien se mantiene tácito, al discurso de la utopía política.
La representación de la mujer
negra o mulata como ser primitivo y lascivo no es nueva dentro del
imaginario masculino heterosexual de Occidente, para el que se
convierte no sólo en objeto deseado, sino también amenazante por su
sexualidad arrolladora, que hace del hombre blanco una víctima a su
merced.(20) Caballero Bonald, aplicado a la
búsqueda de la diferencia, parece compartir este imaginario erótico, en
donde la amenaza forma parte de la atracción, y nos habla de una mujer
con la que empieza una relación, Hortensia, que a pesar de tener “las
facciones algo europeizadas” (433), algo que no le agradó del todo en
principio, poseía “potentes pigmentos sensuales”.(21)
No obstante, su fantasía incluso se extiende hasta lo impensable cuando
Hortensia le presenta a su hermana gemela. A la sensación casi de
irrealidad—“pecaminosa sensación de extravío en una manigua sexual que
muy bien podía ser la de algún sueño reciente” (435)—se une el discurso
erótico de la diferencia, donde del tabú de lo interracial
surge--¿inconscientemente?—el temor a la castración: “lo único que en
realidad distinguía, no sin alguna inquietud, era el blanco
de los ojos surcando la negrura circular como un
fulgor de cuchillo” (435, nuestro énfasis). Como en
una novela sentimental colonial, la relación entre ambos no puede
prosperar: si en los textos del XVIII, el sujeto femenino “comprendía”
la imposibilidad de seguir a su compañero a Occidente, donde ella no
tendría lugar (Pratt 95), en las memorias de Caballero Bonald es la
autoridad moral del régimen la que impide la relación, bajo el cargo de
“connivencia con extranjero” para ella y de “infractor de orden público
y buenas costumbres” para él (436). Si el proceso público al poeta
Padilla había supuesto la decepción para muchos intelectuales
occidentales con el régimen, para el autor de Ágata ojo de
gato lo fue este desencuentro con el código moral de la revolución,
que desdecía la equivalencia de liberación sexual y utopía política,
por otra parte ya demostrado por las batidas de homosexuales en La
Habana y la creación de campos de trabajo de la UMAP: “Detesto este
tipo de simplificaciones, pero tampoco tengo por qué encubrir ahora,
después de tanto tiempo, la intensa decepción que experimenté entonces
por la vía emotiva” (436).(22)
En estos tres escritores, el
género de la autobiografía, difícil en ocasiones de limitar, resulta
problematizado especialmente con el motivo cubano, que articula el
relato de viajes, a su vez de larga tradición. Ambos, literatura de
trayectos personales y físicos, como géneros-marco, se convierten en
medios para escribir/construir la isla de su memoria en la que se
proyectaron e implicaron vital y políticamente. En cuanto sujeto
colectivo, los capítulos cubanos de sus autobiografías resultan el
aprendizaje de una decepción, y al mismo tiempo la crisis de un modelo
de intelectual comprometido y cosmopolita, “compañero de viaje”, que se
había desarrollado en los años sesenta. En cuanto sujeto individual, el
relato de viajes ofrece muy diferentes significados. Equivalente a
ello, la revolución cubana se convierte a los ojos de estos
intelectuales españoles en un símbolo polisémico que desvela otros
subtextos: si para Caballero Bonald supone el fetiche erótico que
satisface sus fantasías, para Barral lo es en términos económicos, una
vez que en el contexto de una cultura globalizada, el marxismo, la
liberación poscolonial o el boom latinoamericano adquieren el rango de
moda y de mercancía adquirible. Para Goytisolo, por su parte, el
castrismo libera su mala conciencia social debido a un pasado colonial
y el rechazo a su clase social y familia, convirtiendo a la isla en
fetiche político que lo expurga de su pecado original. En los tres
casos, Cuba significa la experiencia revolucionaria real que intentan
asediar, para compensar la frustración de su disidencia política en la
España de un franquismo inamovible. Ante el cuerpo de la isla, las
memorias anticoloniales o descolonizadoras muestran, sin embargo, sus
fisuras: la nostalgia imperial resurge bajo el discurso de liberación
política o erótica. Entre la nostalgia y el desencanto aparece la doble
crisis de un relato utópico y de una narrativa de mitos coloniales,
ambos persistentes no obstante en la memoria colectiva.
Notas
(1). Tal
vez uno de los rasgos más llamativos de ese “caso Barral” sea el hecho
de que no sólo dentro del marco de las memorias se crea un personaje,
sino que la ruptura de fronteras entre géneros se dé también desde la
novela hacia la no ficción, como vemos en su obra Penúltimos
castigos (1983), en donde aparece un Barral personaje muy real,
avejentado y de salud menguante que finalmente muere y a cuyo funeral
asiste el—falso—protagonista.
(2). Como señala Sánchez López, “uno de los rasgos
notorios de la geografía cultural impulsada por el triunfo del
castrismo fue la internacionalización del proyecto político con el
apoyo de una elite intelectual […] que participó en la indisimulada
guerra propagandística en torno a los logros revolucionarios” (205).
(3). Véase
la novela El lado frío de la almohada (2004), de Belén
Gopegui.
(4). Como
reconoce su autor en el prólogo de En mi jardín pastan los héroes, el título podría haber resultado
ofensivo en las altas instancias del poder, aunque esa no fuera su
intención, ya que uno de los sobrenombres con que se conocía
popularmente a Fidel era “caballo”.
(5). Tras
su detención, Padilla tiene un encuentro con Fidel: “tuvimos tiempo sin
duda para hablar, o para que él hablara y se explayara a su gusto y se
cagara en toda la literatura del mundo ‘porque echar a pelear
revolucionarios no es lo mismo que echar a pelear literatos, que en
este país no han hecho nunca nada por el pueblo, ni en el siglo pasado
ni en éste; están siempre trepados al carro de la Historia…’” (En mi jardín 28).
(6). Carlos
Franqui anota en su crónica personal Retrato de familia
con Fidel el escaso interés e incluso rechazo del líder máximo
hacia la cultura más vanguardista, antes ya del triunfo de la
revolución: “Ya en la Sierra no gustaba que Che y yo leyéramos poemas
de Vallejo, Lorca o Neruda por Radio Rebelde”, mientras que prefería
textos folletinescos más tradicionales (271). Franqui también recuerda
en su libro que en la visita de Castro a Nueva York para ofrecer su
primer discurso en la ONU, optó por visitar el zoológico, en vez de
cualquier museo de arte.
(7). Tomo
el término de “peregrino político” de Hollander. De la Nuez analiza en
su libro Fantasía roja la relación con Cuba de algunos
cineastas, escritores, músicos e intelectuales occidentales hasta la
actualidad.
(8). Sartre
había escrito Ouragan sur le sucre (1960) sobre la
revolución y Henzensberger Verhör von Habana (1970)
sobre el intento de invasión de Bahía Cochinos de 1961.
(9). En
efecto, su bisabuelo Goytisolo había emigrado desde Lequeitio, en el
País Vasco, a Cuba, donde había amasado una importante fortuna con los
ingenios del azúcar, gracias a lo cual pudo volver a la península y
establecerse en la Barcelona burguesa de fines del XIX. Este motivo, el
origen “oscuro” de la fortuna y el estatus de su familia, que causó
honda impresión a su bisnieto aparece en algunas de sus obras de
ficción, como Señas de identidad y Juan
sin tierra.
(10). Henn
trata por extenso esta obra tan poco conocida en su artículo “A Swift
European Literary Response”.
(11). Compárese
el retrato de los hombres, que “poseen las misma cualidades de nobleza
y dignidad de quienes he intentado retratar en estas páginas” con el de
los niños, que “como en las zonas pobres del Sur de España, corrían
desnudos por el campo […] huyendo cual animalillos salvajes, de la
presencia de cualquier intruso. Ahora se agrupan sin temor en torno al
extranjero, con sus sonrisas blancas, sus rostros ávidos, sus manos
locuaces y diminutas” (41).
(12). Sin
embargo el autor no menciona la eliminación en la segunda edición de Señas de identidad del capítulo octavo de temática
sentimental localizado en Cuba, que en su momento la crítica
especializada le reprochó como un añadido un tanto forzado, como señala
Domínguez Búrdalo en su artículo “Castradas señas de identidad”.
(13). “Recuerdo que […] por la provincia de Oriente
tropecé con una pulpería, un chiringuito en mitad del campo en el que
se vendían cosas tan elementales como cuerdas, clavos y candelas […]
junto a –únicos libros- las traducciones de las difíciles novelas de
Alain Robbe-Grillet exportadas por Seix Barral” (124).
(14). “Recuerdo que […] por la provincia
de Oriente tropecé con una pulpería, un chiringuito en mitad del campo
en el
que se vendían cosas tan elementales como cuerdas, clavos y candelas
[…] junto
a –únicos libros- las traducciones de las difíciles novelas de Alain
Robbe-Grillet exportadas por Seix Barral” (124).
(15). Barral
parecía consciente de las limitaciones de su interés político. En Los años sin excusa señala, refiriéndose a su situación
en los años cincuenta durante el franquismo, que “la superficialidad
del compromiso político, aunque suplida en parte por la disposición a
colaborar en nombre de los derechos elementales y de la excarcelación
de la cultura literaria, fue uno de los flancos de debilidad del
personaje” (217).
(16). Según
Goytisolo, “aunque [Barral] era íntimo de Padilla, con quien había
hecho buenos negocios editoriales en la época en que éste dirigía
Cubartimpex, su decisión no me sorprendió en absoluto: el rigor de sus
convicciones y el noble sentido de la amistad me eran ya por aquella
fechas sobradamente conocidos” (En los reinos 499). Se
da el caso que las primeras acusaciones contra Padilla se referían a su
mala gestión de esta empresa pública, por medio de la cual se relacionó
con Barral y éste último obtuvo pingüe beneficio.
(17).
Loureiro afirma que “The past cannot be reproduced by means of
language, but the constitutive alterity of the subject requires that it
respond to the other, and in autobiographical writing that response
cannot be measured in terms of truth or mimetic restoration because as
ethical gesture it remains outside the domain of thematics and
epistemology” (19-20).
(18). José
Donoso, en su Historia personal del Boom, recuerda el
ambiente de amistad y frenética actividad cultural en la Barcelona de
aquella época, en la que coincidieron Gabriel García Márquez, Mario
Vargas Llosa, Julio Cortázar, Sergio Pitol y él mismo bajo la atenta
mirada de la agente de todos ellos, Carmen Balcells. Tal ambiente de
camaradería finalizaría abruptamente por desencuentros personales e
ideológicos, con la publicación de la revista Libre y
el estallido del caso Padilla. Para una breve exposición de la
evolución entre el mercado latinoamericano y las editoriales españolas
a lo largo del siglo XX, véase el artículo de María Fernández Moya.
(18). “[N]ovelas
orales y evocaciones conmovedoras con las que conviví desde niño,
sabiendo ya entonces que allí perseveraba un remanente biográfico que
siempre iba a reportarme un cumplido catálogo de exaltaciones,
complacencias y orgullos” (422).
(19). Goytisolo
también presta atención a esta forma cultural mestiza, como parte de
una experiencia cultural integral: “Descubrimiento feraz del ámbito
lucumí y abakuá: plantes ñáñigos, diablitos danzantes, misterios de
cuarto fambá, sincretismo religioso, sacrificios rituales, ceremonias y
altares de santería” (En los reinos 473)
(20).
Véase el extenso poema del poeta
dominicano Francisco Muñoz del Monte (1800-1868), “La mulata”. En él,
la mulata se convierte en un objeto de atracción para el hombre blanco
y al mismo tiempo de rechazo por su amenazante y destructivo poderío
sexual: “Y en sus brazos locamente/ el hombre cae sin sentido,/ como
cae en la fauce hirviente/ de americana serpiente/ el pájaro desde su
nido” (vv. 82-86).
(21). El
poema “Hilo de Ariadna”, incluido dentro de Descrédito del
héroe parece referirse a esta experiencia del autor.
(22). La
revelación de una moral conservadora dentro de la revolución resulta un
momento importante en las memorias de Goytisolo, cuando es testigo del
repudio público a dos muchachas que habían sido sorprendidas teniendo
relaciones o cuando conoce por primera vez al Che, no en Cuba sino en
Argel. Sobre la mesa se encuentra un libro de Virgilio Piñera, autor
cubano homosexual. Cuando el líder revolucionario lo ve, lo lanza con
furia preguntando “¿Quién lee aquí a ese maricón?” (485).
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