“Porque su derecho no perdieran”: la representación de la élite indígena (y la marca criolla)
en la loa y la comedia de La Conquista del Perú (1748) de Francisco del Castillo

 

 

Emmanuel Velayos

Pontificia Universidad Católica del Perú



 

En el marco de la realidad virreinal peruana, durante la primera mitad del siglo XVIII, los sectores de la élite indígena se agenciaron una serie de estrategias para tratar de ocupar un rol preponderante en el sistema colonial. Por un lado, están las demandas y tramitaciones formales que, a través de criollos y mestizos, el grupo de élite intentaba hacer llegar a la Corona para reclamar un mayor reconocimiento en diversos ámbitos, como, por ejemplo, en el religioso (1). Por otro lado, se desarrolló toda una producción cultural -principalmente iconográfica, pero también literaria- en la que estas demandas y sus argumentos se materializaban en apropiaciones ideológicamente codificadas del pasado de las élites indígenas y de sus vínculos estrechos con los estamentos más representativos de las instituciones peninsulares de poder (2). Estas versiones o reescrituras del pasado –en algunos casos ficcionales- reafirmaban el orden imperial como marco válido para toda negociación, pero simultáneamente exponían los intereses de la nobleza andina.

Así como en el caso de las demandas formales que se guardaban en el archivo burocrático imperial, algunas importantes muestras de la producción cultural en torno a estos intereses también recurrían a la mediación de los sectores mestizos, criollos e incluso peninsulares, los cuales no permanecían meramente neutrales en su papel de intermediarios sino que también introdujeron sutilmente sus propias perspectivas y agendas de negociación. Lejos de borrar su participación en la factura de estos objetos culturales o, como veremos, en los mismos intentos de supresión, la “marca” de las “voces” criollas se hace visible en estos textos como verdaderos “pasajes textuales imborrables” (3) de negociación. Este entramado de múltiples intereses convergentes, pero también en tensión, hace que nosotros –lectores contemporáneos- podamos reconocer en estos textos dramáticos y pictóricos una suerte de archivo en el que se registran los puntos de encuentro, pero también de fuga, de las ambiciones de diferentes grupos del orden colonial.

Pero no todas las ambiciones indígenas cursaron por los marcos institucionales reconocidos por el Imperio –los trámites burocráticos y la producción simbólica/ cultural, sino que durante estos años también se gestaron rebeliones indígenas que intentaban cancelar parcial o totalmente el orden establecido y que fueron peleadas en diferentes frentes: “uno que contrapuso a las etnias locales con los demás actores del mundo colonial[;] y otro que las enfrentó consigo mismas, desatando conflictos, entre las formas de jerarquización internas, surgidas en los diversos universos de los poderes político-religiosos precolombinos y drásticamente desquiciadas en el escenario colonial, y, por otro lado, unos esbozos de formas nuevas de jerarquización y acción social engendradas en el mundo colonial” (Faverón 225).

Tales conflictos evidencian que las élites indígenas no eran un grupo homogéneo y que sus proyectos para alcanzar mayores cotas de poder presentaban diferentes matices que iban desde los intentos para hacer progresar sus reclamos y solicitudes por las vías institucionales reconocidas cultural y burocráticamente, pasando por una cancelación del poder español que conservara estructuras de poder establecidas con la colonia – como la Iglesia y el vínculo con otras voces criollas disidentes, hasta proponer incluso una abierta cancelación del orden colonial, acompañada por un  intento utópico y de ribetes arcaizantes de volver a estructuras de poder previas a toda colonización, aunque hay quienes creen que éstas sobrevivieron parcialmente en la memoria de la élite nativa (4). Estos diferentes tipos de posiciones no pueden servir para encasillar de manera determinante a los actores políticos de la élite nativa, sino que operan más bien como “posiciones-sujeto” (5) que pueden haber sido asumidas por diversos actores en diferentes momentos y según circunstancias cambiantes (6). De modo similar, la posición de los sectores mediadores y garantes de las demandas burocráticas y las negociaciones culturales tampoco es fija, sino que su función de intermediarios es fruto de alianzas contingentes que varían según escenarios y necesidades políticas específicas, las cuales podían variar en diferentes textos, e incluso en un mismo texto. En este contexto de heterogeneidad y contingencia, las múltiples voces resuenan con acentos y tonalidades particulares que traen consigo distintos idearios y formas de concebir la posición de los indios principales dentro de las estructuras del poder.

Tomando en cuenta la complejidad política de este escenario histórico y cultural, me propongo analizar en este ensayo una obra del siglo XVIII -pero con evidentes vínculos intertextuales con el archivo cultural aurisecular- en la que la dramatización del encuentro y los contactos entre la élite indígena y los representantes del poder colonizador imperial es actualizada ideológicamente y reescrita para fijar las fuentes de origen -y los argumentos- de un poder indígena local. Me refiero a la loa y la comedia de La Conquista del Perú (1748), un texto escrito por un criollo limeño, fray Francisco del Castillo, pero que fue encomendado a este autor por un grupo de élite indígena residente en el cercado de Lima con motivo de las fiestas por la proclamación de Fernando VI en la sede del Virreinato.

En el contexto de las fiestas públicas promovidas por el Estado, en las que participaban  los diferentes estamentos de la realidad colonial, se podía observar una suerte de fresco de la jerarquía del poder y los diferentes estamentos del orden colonial. Esto se puede apreciar en las diversas secciones en que las fiestas se dividían: aquella en la que participaban las autoridades virreinales; la destinada a los distintos gremios de la ciudad; y la llamada “fiesta de naturales”, es decir, aquella en la que participaban los grupos indígenas (Parra 1). La peculiaridad de la obra de Del Castillo es, sin embargo, que fue escrita para ser escenificada en el marco de la participación del grupo de los naturales como un gremio; antes de 1748, las fiestas de los naturales se limitaban a un desfile en el que los indios principales desfilaban vestidos de incas, en una suerte de afirmación de la memoria indígena sobre los orígenes de su monarquía natural. Desfile escenográfico que hallaba su correlato iconográfico en el motivo pictórico de las dinastías de los reyes del Perú, que empezaba con los reyes incas y continuaba, en sucesión ininterrumpida, con los monarcas españoles (7). No obstante, sería arriesgado afirmar que en esta ocasión la participación de “los naturales” dejó de ser sólo un desfile y se complejizó a través de la obra de Del Castillo, ya que esta pieza no aparece consignada en El día de Lima (1748), la relación oficial de la fiesta por la celebración imperial. Por el contrario, lo que sí consigna este documento es el desfile de los indios principales disfrazados de incas y “precedidos del Gran Chimo, antiguo gobernante, anterior a los incas, de los valles de la costa a los que pertenecían los organizadores de la fiesta” (Rodríguez Garrido, 2007: 280).

A pesar de que probablemente la pieza no haya sido puesta en escena en esta ocasión, esto no opaca el que la representación del pasado de la nobleza inca que el drama expone sea un intento de negociación que, si bien se vio frustrado por otros intereses (8), contenía un mensaje ideológico capital que revela la manera en que un criollo imaginaba el espacio que las élites indígenas debían ocupar en el ordenamiento social y político del Imperio. Imaginación que también consigna, censurándolas, las ambiciones subalternas y las agendas ocultas de aquellos sectores indígenas que no aceptaban el marco imperial de demandas institucionales. Para probar estas ideas pondré la obra de Del Castillo en contacto con las coordenadas históricas de su producción, con los textos auriseculares con los que entra en polémica, con los textos iconográficos cuyos motivos se relacionan con ciertos pasajes de la loa y la comedia, y con la información que tenemos sobre las distintas demandas de la élite de los “naturales”; todo esto con el fin de develar algunas aristas e implicancias ideológicas relevantes en su dramatización del pasado de la conquista y de los pactos que hicieron posible el orden colonial. Vale la pena señalar que, lejos de ofrecer una lectura sistemática y detenida de la pieza, me limitaré a estudiar aquellos aspectos que considero fundamentales para trazar con ellos -con idas y vueltas- un tejido conectivo de ideas que me permita explorar las posibles significaciones que el texto pudo haber evocado en una celebración imperial tan importante, al margen de que haya o no haya pasado a las tablas en esa ocasión específica.

 

1.    El fresco imperial (con una ausencia inquietante…)

Como instancia preliminar que enmarca la comedia y en la que se plantea el contexto de celebración imperial para el que fue pensada, la loa de esta obra tiene especial valor para analizar los alcances del fresco imperial imaginado en el texto. El espacio imaginado en la loa es claramente el de una ceremonia por la proclamación del nuevo monarca, en el que aparecen diferentes personajes alegóricos, algunos de los cuales representan atributos morales, mientras otros representan los distintos sectores del poder colonial que estarían presentes en la celebración y que serían su audiencia: Europa, Nación Peruana y Nobleza (Inca). Grupos cuyas iniciales en conjunto, más las iniciales de ciertos atributos morales y elementos teológicos, van formando la palabra Fernando, el nombre del monarca cuya coronación es proclamada. Además, otro personaje (Amor) menciona en determinado momento la presencia de “Manso[, … el] retrato del Rey Nuestro” (Castillo, 1996: 206), es decir, del virrey José Antonio Manso de Vasco y Núñez de Samaniego, quien en el año de la fiesta imperial en cuestión fue nombrado Conde de Superunda por haber reconstruido Lima después del terremoto de 1746.

Sobre la cohesión simbólica de los distintos elementos del orden colonial que se logra en este fresco, vale señalar que, si bien para dejar de ser grafías flotantes y adquirir sentido, las iniciales de los nombres de los personajes en cuestión deben reunirse y formar el nombre del monarca; por otra parte, la fuente misma del poder del monarca reside en la manera en que puede cohesionar los elementos políticos del fresco. Los diversos grupos sociales, para adquirir una identidad colectiva, necesitan que el monarca trascienda la suma de las partes; pero el hecho de que el rey requiera de la articulación de estas partes para formar su nombre, apunta a que su figura no se sostiene sola, sino que depende simbólicamente de las partes que se someten a su poder.  

Estas partes que se presentan ante el retrato del rey, es decir, del virrey, y que representan a distintos sectores de la sociedad colonial, son las siguientes: 1) Europa –que bien puede designar a las autoridades de la Audiencia local y a otros funcionarios presentes de procedencia peninsular, 2) la Nación Peruana (9) –que representa al grupo de los “naturales”, 3) la Nobleza –que alude a los principales dentro del grupo de estos naturales; pero que también se refiere a la nobleza española (es más, el vínculo de los principales indígenas con la nobleza española es fundamental para entender el significado de la loa). En el fresco del ordenamiento político imperial que forman estas partes, los representantes más encumbrados de los peninsulares y de los nativos aparecen, junto con el resto de la Nación Peruana, como los súbditos que celebran con “amor” y “conocimiento” (con el amor que proviene del conocimiento) la entronización de la cabeza visible del Imperio.

No obstante, el gran grupo ausente de este fresco son los criollos, lo cual puede resultarnos desconcertante si tomamos en cuenta que la obra fue escrita por un criollo, quien al parecer trataría de no dejar ninguna marca de la parte del fresco a la que pertenece. Esta ausencia se puede justificar, en parte, porque la obra estaba destinada para la celebración de un sector específico del fresco imperial, la fiesta de los nativos; pero ¿esta fiesta no se estaba dando dentro de una fiesta imperial mayor?... Y, para ingresar plenamente dentro de esa celebración, ¿no era necesario tomar en cuenta a los diferentes estamentos presentes en la fiesta?... (10).  Otro aspecto que justificaría parcialmente esta ausencia es el carácter de encargo de la obra, lo que llevó al autor a eludir su responsabilidad y la del grupo a la que pertenecía; pero ¿fue acaso Del Castillo un escritor a sueldo que era capaz de prestar sus servicios de redacción sin dejar ninguna marca de autoría?...

Volveré sobre este punto hacia el final de mi ensayo; pero ahora me interesa explorar otra posibilidad de lectura: no solo es que la pluma de Del Castillo respondiera al ideario de vindicación de otra “nación”, es decir, de otro grupo étnico dentro de la monarquía, sino que para cumplir con los intereses de la élite indígena, la presencia de los criollos pudo haber sido un elemento desestabilizador. Tengamos en cuenta que desde el siglo anterior se puede observar en los criollos –en especial los nacidos en la zona andina- un deseo de desplazar a las figuras de autoridad indígena (curacas, caciques) con el fin de desempeñar ellos mismos la función de bisagra entre las autoridades peninsulares y la nación de los indios. Un autor de conciencia criolla, como Juan de Espinosa Medrano, había tratado de agenciarse a través de sus textos la capacidad de negociar –verticalmente- entre el orden colonial y los indígenas, con una cancelación de la mediación de la élite nativa, que era presentada en el campo semántico de lo pecaminoso y lo transgresivo (11).

Aunque, a lo largo de la experiencia colonial, el discurso criollo fue rearticulando sus demandas y las vías para canalizarlas en distintos escenarios (12), la línea anteriormente expuesta no desapareció plenamente en el siglo XVIII y su recuerdo debería quedar entre las élites nativas. En este contexto, la representación del grupo criollo junto a la nobleza inca hubiera generado, eventualmente, tensión entre dos sectores que se disputaron –en algún momento- el papel de bisagras que controlaran y regularan el sometimiento de la nación de los indígenas al sistema imperial. Para evitar esta tensión, la ausencia de la nación criolla en el fresco imperial cumple un papel importante en la concepción ideológica de la obra. No obstante, la ausencia misma del elemento criollo reafirma, en cierto sentido, la capacidad del sujeto criollo para negociar los intereses de la élite nativa ante el orden imperial, adecuándose a las exigencias y demandas de un grupo de esa élite, incluso si aquello implica la necesidad de borrarse del escenario mismo de la negociación. En ese sentido, por la misma ausencia de su grupo en el escenario representado, el sujeto criollo termina reafirmando su capacidad de que su pluma sea la vía de canalización de las demandas de los diversos grupos del poder, aun cuando esto requiera que ponga entre paréntesis –al menos parcialmente- los intereses de su propio estamento.  

 

2.    Santidad y nobleza: dos argumentos para apoyar las demandas del grupo

Dentro de las demandas de la élite indígena que son canalizadas por la pluma de Del Castillo en la loa de su obra, se pueden detectar algunas muy específicas que habían generado, desde hacía algunos años, una gran producción cultural y una serie de de peticiones formales. Me refiero a las solicitudes para conseguir el reconocimiento oficial de la santidad del indio Nicolás de Dios y para lograr el nombramiento de curas indios (Estenssoro 493-516). Estos reclamos se formularon en un contexto en el que las presiones para ser considerados miembros plenos de la Iglesia, en igualdad de condiciones que los peninsulares y los criollos, llegaban al extremo de que la declaración de la jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio sobre los indios era considerada un triunfo. A pesar de la importancia de estas demandas para entender el proyecto de reivindicación indígena, creo que las lecturas que se han propuesto para interpretar la loa de La Conquista del Perú no han desarrollado detenidamente la manera en que aquellas se materializan en el texto (13).


[Fig. 1:“Matrimonio de Don Martín de Loyola y Doña Beatriz Ñusta”, Ánonimo.]

El pasaje de la loa que ofrece información más rica al respecto es aquél en el que la Nobleza (inca) narra el enlace de Beatriz Clara Coya y Martín de Loyola, empleándolo como un argumento del vínculo existente entre la nobleza europea y los indios principales. De los motivos iconográficos que representaron este enlace y las subsiguientes alianzas matrimoniales de ese linaje, resaltan las reproducciones del cuadro conocido como el “Matrimonio de Don Martín de Loyola y Doña Beatriz Ñusta” [Fig. 1], siendo las más destacables las ubicadas en el beaterio de Copacabana. El cuadro fue probablemente pintado por un indio de la escuela cusqueña, hacia finales del siglo XVII. En un extremo del cuadro, se puede leer una leyenda que termina así: “Con este matrimonio emparentaron entre sí y con la Real Casa de los Reyes Incas del Perú las dos casas de Loyola y Borja cuya sucesión está hoy en los Excmos. Señores Marqueses de Alcañices grandes de primera clase”.

La filiación con las casas de la alta nobleza española sirve para resaltar el entroncamiento de los descendientes de la nobleza inca con lo más encumbrado de la nobleza española, compartiendo ambos grupos nobiliarios un lugar privilegiado en la celebración de la fiesta en honor del monarca. La relación entre ambos órdenes es enfatizada metafóricamente cuando la Nobleza (inca) le dice a Europa que:

 

            Ya soy contigo tan una

       que la separación niego,

       porque la unión de la sangre

       cuasi identidad ha hecho    (Castillo, 1996: 211).

 

La igualdad en que se funden Nobleza (inca) y Europa no debe hacer perder de vista que la motivación de la obra es articular un espacio de poder diferenciado para el grupo de indios principales y no sólo fusionarlos o disolverlos en el estamento privilegiado de la nobleza de origen peninsular. De tal modo, la “cuasi identidad” que comparten ambos órdenes es una estrategia para trasladar, por contigüidad, el prestigio de la nobleza europea a la indígena, traslación que repercutiría en la construcción de un lugar de poder específico dentro de la colonia para la élite indígena. Así, los descendientes de los indios principales estarían emparentados con lo más encumbrado de la nobleza peninsular, los Grandes de España.

Por otra parte, un aspecto capital es que los nobles peninsulares emparentados con santos de la Iglesia Católica, en especial, con San Ignacio de Loyola -el fundador de la Compañía de Jesús- se relacionen con una ñusta inca. En consecuencia, la nobleza indígena estaría también emparentada con santos y con el fundador de una orden religiosa. Quiero sugerir, entonces, que en el escenario de las demandas para llegar a tener curas indios y, en especial, para poder insertar en el altar de los santos de la Iglesia Católica a un indio, la vinculación de la élite indígena con una figura fundacional de una orden religiosa y con figuras memorables del altar de santos jesuitas (también se menciona a San Francisco de Borja) sirve para hacer prosperar las reivindicaciones indígenas en el plano religioso, una de las esferas capitales del poder en la realidad colonial.

Esta lectura también tiene la ventaja de hacer visible la manera en que, en nombre del estamento indígena, se realiza una apropiación de un dispositivo ideológico-iconográfico de la Compañía de Jesús. Si bien lo más probable es que la pintura en la que se inspira la narración del enlace haya sido hecha por un indio, éste obedecía necesariamente las instrucciones de “un mentor intelectual, sin duda un jesuita… [que se] dirige, por mano del pintor [indio] local, a una audiencia indígena” (García Saiz 212) con la finalidad de representar en el mismo cuadro a las figuras principales de la orden como los garantes que hacen posible la unión entre la nobleza indígena y los más altos estamentos de los sectores peninsulares. Perdida la pasividad con que el indígena reproducía aquello que le señalaba su mentor, ahora estamos ante un escenario con un matiz muy diferente. Así como el mentor jesuita transmitía su mensaje a través de la mano de un indio, ahora el sector indígena es el que, apropiándose del mismo motivo que había sido empleado por los jesuitas, pretende ocupar el papel de control, transmitiendo su mensaje de reivindicación a través de la pluma de un criollo. Así, mediante los servicios de un criollo, la élite indígena hace prosperar, en un plano simbólico-cultural, aquellas demandas de reconocimiento que seguían su curso en el plano legal-institucional.

Podemos ver que, mientras que la Compañía de Jesús había capitalizado la representación iconográfica de los enlaces matrimoniales en cuestión para hacer prosperar su propia agenda política entre los indios, ahora, unos cincuenta años después de pintado el cuadro, la estrategia que Del Castillo diseña para los indios principales consiste en recapitalizar esos enlaces en una dirección inversa: lo cual hace perceptibles las dos direcciones de la alianza entre la Compañía y las élites nativas, entre la fusión de “la línea de sucesión real incaica con el destino de la orden jesuita” (Stastny 139) (14). Ahora son los indios los que se apropian, a través de una puesta en escena, de los linajes ignacianos, y no sólo con el fin de hacer visible su vínculo de sangre con la nobleza más importante del Imperio, sino que posiblemente también con el fin de hacer progresar sus demandas eclesiásticas. La comparación entre el motivo iconográfico codificado por la Compañía de Jesús y el intento de su reformulación teatral con una tonalidad ideológica marcadamente diferenciada, nos muestra cómo un mismo motivo de la historia colonial puede ser empleado con diversos fines y sin alterar su contenido, dependiendo siempre de los intereses que están detrás de sus empleos.

 

3.    Sometimiento, pacto imperial y sus vicisitudes

Pero la reivindicación de una posición privilegiada para las élites indígenas no sólo recurre a la actualización de motivos históricos con contenidos relativamente fijos, sino que la apropiación del pasado adquiere acentos muy diferentes cuando empieza a brindar como resultado una versión utópica de cómo debió haber sido el proceso de la conquista y sobre cómo debieron establecerse las relaciones  entre los conquistadores y los conquistados. Mas antes de seguir, puntualizaré a qué acontecimientos de la comedia me refiero. En primer lugar, se debe reconocer que la comedia tiene tres líneas de acción: 1) las intrigas de amor entre los príncipes y princesas incas; 2) la dramatización del proceso de fractura del Imperio Inca y de la incorporación de la “nación” (15) de los naturales a la monarquía hispana; 3) las acciones de los conquistadores Pedro de Candía y Francisco Pizarro. Mientras que la primera línea de acción sirve para mostrar la sofisticación de la élite cortesana, la segunda y la tercera son las que reportan más puntos de fuga respecto de la Historia oficial del encuentro. Por otra parte, como ha estudiado detenidamente Rodríguez Garrido, muchas de las escenas descritas en esas dos líneas de acción están en abierto diálogo polémico con la versión de la conquista que se ofrece en La aurora en Copacabana de Calderón (2007: 275-298). Además, sobre las diversas líneas de comparación que se pueden establecer con esta obra aurisecular, se debe señalar que tanto la obra de Calderón como la de Del Castillo se apropian ideológicamente, cada una de distinto modo, de pasajes de un texto americano de importancia capital para las letras auriseculares: los Comentarios reales de los incas del Inca Garcilaso. Por ejemplo, mientras en La aurora en Copacabana se hace alusión al pasaje de la obra de Garcilaso en que se narra el ingenio con que los incas hicieron creer a los indios la fábula del dios sol con el fin mayor de civilizarlos (Capítulo 2 del Libro II), en el drama calderoniano el fin mayor es presentado como una pantalla moral que los incas hacen creer a los indios para hacer prosperar sus propios intereses y desfigurar el mensaje que había quedado en la memoria de los indios de una supuesta primera evangelización llevada a cabo por Santo Tomás (hacia el final de la Primera Jornada). Por otra parte, la obra de Del Castillo, en el marco de la decisiva importancia que tuvo la obra de Garcilaso “en la reconstrucción y transformación de la imagen del pasado andino” (Guibovich, 1990-1992: 111), hace alusión más bien al pasaje de los Comentarios en que se narra cómo Huayna Cápac se enteró, a través de los adivinos, del futuro fin de su Imperio, pero desconfía mientras no se lo revele Pachacámac. Es claro que en La Conquista del Perú, la voz impersonal que realiza esta revelación sea  la del propio Pachacámac, es decir, la prefiguración divina de la revelación cristiana (Primera Jornada).

Si entre la obra de Calderón y  la de Del Castillo se establece una suerte de “polémica” (16), es porque en ambas los Comentarios cumplen la función de ser una suerte de archivo cultural del que cada una toma ciertos elementos particulares, relacionándolos con datos de otras fuentes e ignorando aquellos elementos contrapuestos al sesgo ideológico desde el que cada autor lee al Inca. Cada apropiación del texto garcilasiano y la manera de vincularlo con otras fuentes, resulta muy elocuente en la comprensión del ideario de cada autor. Mientras que Calderón quiere cancelar la posibilidad  de un poder para la élite de los naturales, al señalar que la fuente ilegítima de su poder es un engaño, Del Castillo pretende “defender la legitimidad del poder de los incas y reinterpretar el momento de la ruptura de ese poder y corregir así la versión que se plasmaba en Calderón” (Rodríguez Garrido, 2007: 289). Así, en La conquista del Perú el fin del Imperio y su inserción casi pacífica en la Monarquía española –sólo perturbado por las luchas de poder entre Huáscar y Atahualpa, aparece como un proceso natural que ya había sido anticipado en la tradición andina.

Por eso, la sumisión al nuevo orden es presentada en este texto como inspirada por una voz que bien puede ser divina y es seguida con sabiduría por el monarca. Además, la voluntad divina de que haya una sumisión pacífica aparece en voz de Pedro de Candía cuando afirma que Dios lo ha hecho salir ileso de las pruebas que los indios le habían puesto para saber si era un enviado divino de manera que “porque su derecho no perdieran/ quiso Dios que en la Cruz prodigios vieran” (Castillo, 1996: 293). La voluntad divina y el anuncio que hace el monarca legítimo sobre la sumisión debida al nuevo orden, son los fundamentos que se utilizan para proponer una versión utópica de la conquista, en la que, al someterse pacíficamente, los indios pudieran conservar su jerarquía natural de poder, siempre y cuando se sometieran como un grupo social más dentro del orden imperial.

Esta utópica sucesión pacífica del orden del Imperio Incaico al orden del Imperio Español es representada en la obra de Del Castillo como una continuidad en el trono entre los reyes Incas y los nuevos monarcas del reino que pasa a ser parte de la Monarquía Hispana, cuando Atahualpa cumple finalmente la voluntad de su padre y lo que éste había anticipado:

 

Ya sabes las tradiciones

distintas que hemos tenido

sobre el fin de nuestro Imperio

y que Huayna Cápac dijo

que en mis días pasaría

mi dominio a otro dominio;

mas, pues tienen mejor ley,

estos, que la que seguimos,

es fuerza que a sus preceptos

nos sujetemos rendidos  (Castillo, 1996: 338).

    

El sometimiento al orden no es, pues, una cancelación del orden anterior, sino una sucesión de dominios y dinastías, ocupantes de un mismo trono, que ahora estaría reservado para el monarca español. Sucesión similar a la que era representada en otro motivo iconográfico común del siglo XVIII, denominado  “Efigies de los Ingas o Reyes de Perú [...] y de los Cathólicos Reyes de Castilla y de León” (17). Así, la vindicación de la élite nativa (a través de la figura de los incas) y el sometimiento del reino al poder imperial apuntarían, en la obra de Del Castillo, a la producción simbólica de un pacto imperial en el que la élite indígena merecería los privilegios de un estamento noble dentro de la Monarquía. La finalidad de esta obra sería apelar, a través de una producción simbólico-cultural, al establecimiento de un nuevo pacto político en el que una nobleza nativa acataría plenamente el poder imperial, reescribiéndose -o más bien cancelándose- las guerras de la conquista.

A pesar de eso, hay un elemento que aparece hacia el final de la obra que cuestiona el establecimiento de ese nuevo pacto. Me refiero a la figura de Rumiñagui, que no llega a convertirse al cristianismo, y que cuando es interpelado por su pareja Huacolda por ello, responde diciendo: "Eso después lo veremos, que tengo que hacer en Quito” (Castillo, 1996: 340), y se retira. Esta respuesta aludiría, históricamente, a la resistencia que este militar mantuvo en contra del poder español y en nombre de Atahualpa. Pero en esta obra, la resistencia misma sería ir en contra de los deseos del mismo Atahualpa. Al mostrarnos  un elemento disidente dentro del sector de la élite indígena, la obra estaría haciendo visible que este sector no es homogéneo, sino que tiene algunos componentes que pondrían en peligro el pacto imperial que el mismo texto propone. A pesar de esto, disiento parcialmente de cierto sector de la crítica sobre la comedia, según el cual, “Rumiñagui’s retreat and his refusal to accept Christianity offer the drama an open ending where waiting for the right moment to act could be viewed as an alternative way to resist and survive colonial rule” (Chang-Rodríguez, 1999: 114). Considero que la obra no presenta la salida de Rumiñagui como una posibilidad alternativa de resistencia, sino que, con  la negación de Rumiñagui a convertirse al cristianismo se hace evidente el carácter disidente de esta resistencia frente al orden imperial que sí propone la obra. No se trata de que la obra quede abierta al presentar una opción que no encaja con el orden imperial, sino que con esta presentación se señala aquello que está fuera de toda negociación y, pensando en el contexto de recepción de la obra, se puede advertir una intención de interpelar a los naturales sobre aquello que trastoca radicalmente el orden y no puede entrar dentro de sus agendas de peticiones.

Quiero sugerir, además, que puede ser uno de los pocos momentos del drama donde podemos percibir la perspectiva  crítica del sujeto que ha escrito la obra. Así, en este punto, el texto no se cierra porque al sujeto criollo le interesa señalar a los estamentos presentes en la celebración imperial que la posibilidad de un pacto imperial que le otorgue mayores privilegios a la nobleza inca debe alcanzar a los que llegan a negociar dentro de los marcos institucionales del imperio, pero –al hacer visible las intenciones de Rumiñagui a través de los que dice aparte- el sujeto criollo también sugiere que hay sectores de la élite inca que no pueden entrar en esta negociación.

En un agudo estudio cultural sobre las rebeliones indígenas del siglo XVIII, Gustavo Faverón (2006) plantea que las élites indígenas rebeldes no sólo se tuvieron que enfrentarse al poder colonial, sino también a elementos disidentes dentro de su mismo grupo. Esto nos llevaría a percibir a los grupos de élite indígena como grupos en pugna que tienen diferentes agendas políticas que, como  Huáscar y Atahualpa en la obra, intentan hacerlas progresar para adquirir poder. La obra de Del Castillo no tematiza los matices existentes entre los diferentes intereses que se presentan en el seno de las élites indígenas, pero sí nos ofrece una polarización entre indios nobles que se someten al marco imperial e indios que no lo hacen y hasta quieren negar la religión católica. Por extraño que nos parezca, dentro de los movimientos de sublevación sí hubo algunos que incluso pretendieron aunarse con “los diversos universos de los poderes político-religiosos precolombinos […] drásticamente desquiciadas en el escenario colonial” (Faverón 225). Vinculando aún más la obra con el contexto de su representación, el personaje de Rumiñagui aludiría a este tipo de sectores drásticamente desquiciados que no podrían encontrar ninguna instancia de negociación dentro del escenario político-religioso colonial.

Además, relacionado este aspecto con la interpretación que he sugerido, en el segundo apartado, sobre la relación de la obra con las demandas eclesiásticas que otros grupos de la élite indígena cursaban por las vías institucionales, el personaje de Rumiñagui estaría radicalmente desquiciado frente a esos grupos. La obra, entonces, no estaría sugiriendo que la actitud de Rumiñagui es una posibilidad si las demandas de reconocimiento no son satisfechas, sino que revela que hay un sector de la élite que sería radicalmente antagónico a las posibilidades de negociación que la obra sugiere. Al mostrar ese sector, el sujeto criollo se distancia del grupo de los que le han asignado la escritura del texto y trata de señalar que hay una presencia dentro de ellos que simplemente no puede formular demandas institucionales porque sus agendas están completamente en contradicción con los marcos que hacen posible cualquier negociación.

 

4.    La “marca” de factura ‘criolla’

Mas la presencia de una perspectiva criolla dentro de la obra no es sólo una posibilidad especulativa de lectura, sino que se materializa hacia el final de la misma a través de un tópico. Así hacia el final, justo cuando la actitud de Rumiñagui hace patente su disonancia frente al orden imperial y el pacto que se buscaba establecer en la obra queda en peligro, aparece un comentario en la voz de Lupanguillo, quien opera como una suerte de gracioso. Este dice:

 

Pues, señores, ya parece

que en el teatro se ha visto

la conquista del Perú;

muchos yerros ha tenido,

mas no se espanten que el poeta

dicen que a tiento ha escrito

y así, porque de limosna

se le pueda dar un vítor,

pues es discreto el senado,

no se dé por entendido  (Castillo, 1996: 340). 

    

En un primer nivel de lectura, la “escritura a tientas” a la que apunta este pasaje ironiza sobre un defecto físico de su autor: su ceguera (18). Se suele recordar a fray Francisco del Castillo por su apelativo, el ciego de la Merced, si bien, como señalan testimonios de la época, su ceguera no fue total, sino una aguda miopía (Reverte 18). A pesar de estos elementos biográficos, lo más interesante de este nivel de lectura es su posible alusión a un posicionamiento subalterno del autor, como un difusor de “romances de ciegos”, composiciones de vena popular que eran pregonadas por invidentes y muy consumidas en la época. Por esta línea casi literal de interpretación, se puede resaltar el rol de transmisor o de mediador de la perspectiva del enunciador, además de una pretendida posición popular. No obstante, se debe también resaltar el carácter convencional y tópico de este pasaje: justamente por tal carácter, este final sugiere la ambivalencia de un sujeto criollo que quiere y no quiere traslucir su distancia frente al texto que ha producido para transmitir las demandas políticas de otro grupo. Por un lado, el final podría parecer un ejercicio del tópico de la falsa modestia y captatio benevolentiae, convenciones a través de las cuales el autor intenta relativizar la importancia de su obra para granjearse la simpatía de sus receptores. Este aspecto convencional hace que cualquier alusión a las condiciones concretas de la escritura del texto quede parcialmente velada y que no sea válido establecer una conexión directa entre ciertas referencias posibles del tópico a las condiciones puntuales que motivan la escritura de este texto.

Pero, por otro lado, no se puede descuidar un segundo nivel de lectura, donde las alusiones indirectas conectan-veladamente- con referentes muy puntuales. Se puede percibir esa conexión velada en el verso en el que se mencionan los “muchos yerros” que supuestamente ha tenido “la conquista del Perú”. Estos yerros podrían referirse a las graves discrepancias entre la Historia y la historia –ideológicamente codificada- que el drama ha presentado. Si bien estas discrepancias se justificaban por la versión de una conquista utópica que no ocurrió, los receptores de la obra -en especial los sectores sociales ajenos a la nación de los nativos- pudieron al menos haberse sorprendido con tan peculiar versión de la conquista. Además, el verso “porque de limosna la ha escrito” (Castillo, 1996: 340), sugiere que el sujeto criollo ha sido contratado para proyectar en su escritura contenido y mensajes de otros y que no se identifica con ellos y confía en el “discreto senado” para lograr percibir la distinción entre el sujeto que ha compuesto la pieza y el contenido que ésta transmite.

Es momento, ahora, de retomar enfáticamente aquella reflexión que había emprendido en el segundo apartado de este ensayo sobre la manera en que, simultáneamente, la perspectiva del sujeto criollo aparece y desaparece del universo representado en la obra. Había planteado que, al no aparecer en el fresco imperial de la loa, el sujeto criollo reafirma su capacidad para mediar entre los diversos órdenes del mundo colonial, incluso cuando -para favorecer a uno de estos órdenes- la ausencia de la perspectiva de su grupo es necesaria. Aquí, en cambio, podemos percibir que, cuando la obra se acerca a su fin, el sujeto recurre a un subterfugio (un tópico) para hacer patente que su perspectiva no es la representada en la obra, sino que escribe para reivindicar los intereses de otro. No obstante, al hacerlo, no puede evitar señalar que esos intereses no son homogéneos y no todos pueden ser considerados dentro del orden imperial. Al señalar estos aspectos, su perspectiva crítica emerge y, como la intelectualidad criolla de la época, “cautamente insinúa reclamos y demandas de poder” a la vez que opera como una autoridad simbólica “que intenta canalizar tales pretensiones fuera de todo exceso” (Rodríguez Garrido, 2000: 261).

Esta perspectiva utiliza el comentario final de la obra para insinuar la “marca” criolla de factura de su texto. Marca que queda como un verdadero “pasaje textual imborrable”, como una huella interna de distanciamiento, en la que la identidad criolla  borrada del texto se hace patente por el hecho mismo de no reconocerse plenamente con lo presentado en la obra.

 

Notas

(1). En los últimos estudios al respecto, se ha planteado que “[e]ntre 1693 y 1750 los indios, como estamento, logran de la Corona las mayores concesiones de reconocimiento social de toda la historia colonial” y que la causa de la santificación de un indio, Nicolás de Dios, generó “múltiples cartas enviadas durante el proceso [que] muestran que las élites se ha[bían] puesto en contacto y organizado gracias a Nicolás cuyo estatus de santidad pueden hacer retroceder las fronteras coloniales y probar que los indios deben gozar de los mismos privilegios que los cristianos viejos” (Estenssoro 493).

 

(2). Según Francisco Stastny, esta producción, promovida por la nobleza inca, propulsó “un verdadero renacimiento inca en las artes y en el pensamiento” que puso en escena sus demandas de reivindicación dentro de “una verdadera guerra iconográfica que movilizó a su favor o en contra a los demás grupos” (44).

 

(3). Rolena Adorno propone el término de “textos imborrables” para analizar aquellos pasajes textuales que corresponden a distintas posiciones diacrónicamente asumidas que generan tensión entre sí al verse ubicadas dentro de “un [mismo] texto (una entidad sincrónica)” y que, por esa tensión, intentan ser borrados materialmente; mas la misma convivencia de las huellas que quedan revela la existencia “[de varios] momentos en sucesión como si fueran simultáneos” (1995: 33). Hacia el final de este texto, emplearé el término de “pasaje textual imborrable” de una manera sutilmente diferente.

 

(4). No obstante, en su clásico ensayo sobre “El movimiento nacional inca del siglo XVIII” John Murray Rowe se pregunta “¿Cuánto quedó de la tradición cultural inca allá en el siglo XVIII?” y su respuesta es sorprendente: “Tal vez más de lo que sospechaba. Al evaluarlo, debemos mantener una distinción clara entre la masa de la población tributaria y la aristocracia de los caciques; ambos grupos conservaron una parte diferente. La distinción ya existía en el imperio inca; hubo una distinción notable entre el campesino y la corte. La nobleza cultivó una religión más filosófica, se vistió de una manera más lujosa, se interesó por las artes decorativas y la epopeya de la historia imperial” (21).

 

(5). Adorno emplea este término, de factura foucaultina, para referirse a “un paradigma que posible y típicamente opera dentro del discurso colonial, es decir, una simultaneidad de varias posiciones del sujeto exigidas por las diversas facetas

. . . del proyecto del colonialismo” (1988: 14).

 

(6). Así, hacia 1750, la estrategia de algunos indios para buscar reconocimiento irá por una vía radicalmente diferente al vínculo con sus orígenes incas, sino que para ese entonces “les correspondía a ellos escindirse de su pasado, volviendo así insostenible toda exclusión en su nombre” (Estenssoro 513).

 

(7). Richard Parra plantea que “[e]l análisis de la relación de fiestas permite establecer que las fiestas políticas en Lima del siglo XVIII servían, entre otras cosas, como medio para privilegiar ciertos intereses políticos de las elites indígenas, así como para subrayar el protagonismo de ciertos grupos y celebrar ciertas tradiciones y linajes” (1).

 

(8). Se ha señalado que, si bien la obra pudo ser representada en algún momento -ya que llevaba en encabezamiento de famosa, en el contexto específico de celebración imperial para el que fue compuesta, el éxito de la representación del drama mitológico de Calderón, Ni amor es más laberinto, opacó una serie de piezas que no llegaron a ser puestas en escena (Rodríguez Garrido, 2007: 179). Por otra parte, también se ha propuesto que es eventualmente posible que el calificativo de “famosa” hay sido empleado como una estrategia para darle mayor importancia a la pieza (Chang-Rodríguez, 1999: 100).

(9).  En un análisis sobre las variaciones semánticas del significante “nación” entre los siglo XVIII y XIX, Marcel Velásquez comenta brevemente el significado del término en la loa de La Conquista del Perú y plantea que el marco para entender el término en esta obra es el del Antiguo Régimen (Velásquez 126). En este marco, todo el cuerpo político de la Monarquía era concebido como una nación, léase, como “una comunidad de hombres que se sienten unidos por unos mismos sentimientos, valores, religión, costumbres . . . y lealtad al rey (Guerra 324). No obstante, la nación estaba formada por el “conjunto de cuerpo y estamentos de la sociedad del Antiguo Régimen” (325). Por otra parte, en América, “nación” se empleaba para referirse a la Monarquía, pero también a los reinos que componen esta monarquía. Por lo anteriormente expuesto, considero que el significante “Nación Peruana” alude, en la obra de Del Castillo, al grupo de los naturales (indios) que forman un grupo social de los que componen el cuerpo total de la Monarquía.

 

(10). Según Parra, “estas fiestas eran momentos de encuentro festivo entre todos esos sectores sociales. En un sentido, en efecto, eran fiestas donde todos los estratos sociales se encontraban en un mismo espacio y eran participes del mismo lenguaje espectacular. En esas fiestas, los sectores altos de de la sociedad compartían plaza con los menos favorecidos, pero guardando un estricto orden” (1).

 

(11). Mencionaré el ejemplo de su obra que más conozco de ese autor colonial, el autor sacramental llamado El Hijo Pródigo. En esta obra, el personaje de “El Mundo” que representa a uno de los enemigos del alma, es decir, el demonio, viste un signo evidente de poder inca: la mascaipacha. Si bien el empleo de este signo puede entenderse como un traducción cultural hacia el mundo andino de un elemento alegórico del poder mundano (si la escenificación fuera en España, se emplearía una corona); también se puede sugerir una lectura menos alegórica y más histórica: en esta lectura, la mascaipacha no solo sería un signo que aludiría al poder mundano en abstracto, sino a las élites de poder indígenas. En este plano de lectura, se requiere que, para conducir al personaje de Cristiano hacia la fe, se requiere de apartarlo de las influencias de la influencia de la nobleza inca.

 

(12). Para el tema de la ambigüedad del discurso criollo, véanse los ensayos de Agencias criollas. La ambigüedad “colonial” en las letras hispanoamericanas  (2000), editado por José Antonio Mazzotti, de igual valor es el libro Las promesas ambiguas: ensayos sobre el criollismo colonial de los Andes (1993) de Bernard Lavallé. Sobre el caso de cómo se canalizaban las demandas institucionales de la élite criolla en la primera década del XVIII, es de particular interés el ensayo “La voz de las repúblicas: poseía y poder en la Lima de inicios del XVIII” de José Antonio Rodríguez Garrido contenido en el primer libro. Para el caso específico de Espinosa Medrano, revísese el artículo “Juan de Espinoza Medrano: el personaje y su contexto” (1995) de Pedro Guibovich.

 

(13). La crítica ha enfatizado aquello que es evidente en la loa, que en ella se “remite al histórico enlace de la princesa incaica [Beatriz Clara Coya] y el capitán español [Martín de Loyola] en 1572, recogido en varios óleos y aprovechado por los autores de la Ilustración, por un escritor criollo para recalcar el indisoluble nexo de dos linajes nobles y de dos continentes distantes” (Chang-Rodríguez, 1996: 61). Asimismo, se ha planteado la diferencia entre los distintos tipos de argumentos que emplea la nobleza inca para hacer valer su poder, que van desde el que se basa en el mero ingenio hasta la argumentación histórica (Rodríguez Garrido, 2007: 289)

(14). Sobre este asunto, resulta interesante la relación entre la Compañía de Jesús y los caciques nativos, en especial en el ámbito educativo, tema sobre el que Monique Alapèrrine-Bouyer escribe en la Segunda Parte de su estudio titulado La educación de las élites indígenas en el Perú colonial (2007).

 

(15). Utilizo el término “nación” en el sentido de uno de los reinos que forma parte de la Monarquía.

 

(16). Me remito a la lectura comparativa que Rodríguez Garrido hace de las dos obras en “Guerra y orden colonial en los dramas sobre la conquista del Perú de Calderón de la Barca y Francisco del Castillo” (2007).

 

(17). Para un análisis de este motivo, ver “Incas y reyes españoles en la pintura colonial perruna. La estela de Garcilaso” (1991) de Gustavo Buntinx y Luis Eduardo Wuffarden.

 

(18). Debo la alusión a este elemento a un gentil comentario de José Antonio Rodríguez Garrido.

 

Obras citadas

 

Adorno, Rolena: “Nuevas perspectivas en los estudios literarios coloniales hispanoamericanos”, Revista de crítica literaria latinoamericana, 14, 28 (1988): 11-27.

 

--- “Textos imborrables: posiciones simultáneas y sucesivas del sujeto colonial”. Revista de crítica literaria latinoamericana, 21, 41 (1995): 33-49.

 

Alpèrrine-Bouyer, Monique (2007): La educación de las élites en el Perú colonial. Lima: IFEA, IRA, IEP.

 

Buntinx, Gustavo y Luis E. Wuffarden. “Incas y reyes españoles en la pintura colonial peruana: la estela de Garcilaso”, Márgenes, 4, 8 (1991): 151-210.

 

Calderón de la Barca, Pedro. La aurora en Copacabana, London: Tamesis Books, 1994.

 

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Chang-Rodríguez, Raquel: “La princesa incaica Beatriz Clara y el dramaturgo ilustrado Francisco del Castillo”. Mujer y cultura en la colonia hispanoamericana. Mabel Moraña (ed.) Pittsburg: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1996. 51-66.

 

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Estenssoro, Juan Carlos. Del paganismo a la santidad: la incorporación de los indios del Perú al catolicismo, 1532-1750. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. Instituto Riva-Agüero: IFEA, 2003.

 

Espinosa Medrano, Juan de. El hijo pródigo, en Literatura Inca. Federico Schwab (trad.). París: Desclée de Brouwer, 1938. 265- 334.

 

Faverón Patriau, Gustavo. Rebeldes. Sublevaciones indígenas y naciones emergentes en Hispanoamérica en el siglo XVIII. Madrid: Tecnos, 2006.

 

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