“Porque
su derecho no perdieran”: la representación de la élite indígena (y la
marca criolla)
en la loa y la comedia de La Conquista del Perú (1748)
de Francisco del Castillo
Pontificia
Universidad Católica del Perú
En el marco de la realidad virreinal peruana, durante la
primera mitad del siglo XVIII, los sectores de la élite indígena se
agenciaron una serie de estrategias para tratar de ocupar un rol
preponderante en el sistema colonial. Por un lado, están las demandas y
tramitaciones formales que, a través de criollos y mestizos, el grupo
de élite intentaba hacer llegar a la Corona
para reclamar un mayor reconocimiento en diversos ámbitos, como, por
ejemplo, en el religioso (1). Por otro lado, se desarrolló toda una producción cultural
-principalmente iconográfica, pero también literaria- en la que estas
demandas y sus argumentos se materializaban en apropiaciones
ideológicamente codificadas del pasado de las élites indígenas y de sus
vínculos estrechos con los estamentos más representativos de las
instituciones peninsulares de poder (2). Estas versiones o reescrituras del pasado –en algunos
casos ficcionales- reafirmaban el orden imperial como marco válido para
toda negociación, pero simultáneamente exponían los intereses de la
nobleza andina.
Así como en el caso de las demandas formales que se guardaban en el archivo burocrático imperial,
algunas importantes muestras de la producción cultural en torno a estos
intereses también recurrían a la mediación de los sectores mestizos,
criollos e incluso peninsulares, los cuales no permanecían meramente
neutrales en su papel de intermediarios sino que también introdujeron
sutilmente sus propias perspectivas y agendas de negociación. Lejos de
borrar su participación en la factura de estos objetos culturales o,
como veremos, en los mismos intentos de supresión, la “marca” de las
“voces” criollas se hace visible en estos textos como verdaderos
“pasajes textuales imborrables” (3) de negociación. Este entramado de múltiples intereses
convergentes, pero también en tensión, hace que nosotros –lectores
contemporáneos- podamos reconocer en estos textos dramáticos y
pictóricos una suerte de archivo en el que se registran los puntos de
encuentro, pero también de fuga, de las ambiciones de diferentes grupos
del orden colonial.
Pero no todas las ambiciones indígenas cursaron por los
marcos institucionales reconocidos por el Imperio –los trámites
burocráticos y la producción simbólica/ cultural, sino que durante
estos años también se gestaron rebeliones indígenas que intentaban
cancelar parcial o totalmente el orden establecido y que fueron
peleadas en diferentes frentes: “uno que contrapuso a las etnias
locales con los demás actores del mundo colonial[;] y otro que las
enfrentó consigo mismas, desatando conflictos, entre las formas de
jerarquización internas, surgidas en los diversos universos de los
poderes político-religiosos precolombinos y drásticamente desquiciadas
en el escenario colonial, y, por otro lado, unos esbozos de formas
nuevas de jerarquización y acción social engendradas en el mundo
colonial” (Faverón 225).
Tales conflictos evidencian que las élites indígenas no eran
un grupo homogéneo y que sus proyectos para alcanzar mayores cotas de
poder presentaban diferentes matices que iban desde los intentos para
hacer progresar sus reclamos y solicitudes por las vías institucionales
reconocidas cultural y burocráticamente, pasando por una cancelación
del poder español que conservara estructuras de poder establecidas con
la colonia – como la Iglesia y el vínculo con otras voces criollas
disidentes, hasta proponer incluso una
abierta cancelación del orden colonial, acompañada
por un intento utópico y de ribetes
arcaizantes de volver a estructuras de poder previas a toda
colonización, aunque hay quienes creen que éstas sobrevivieron
parcialmente en la memoria de la élite nativa (4). Estos diferentes tipos de posiciones no pueden servir
para encasillar de manera determinante a los actores políticos de la
élite nativa, sino que operan más bien como “posiciones-sujeto” (5) que pueden haber sido asumidas por diversos actores en
diferentes momentos y según circunstancias cambiantes (6). De modo similar, la posición de los sectores mediadores y
garantes de las demandas burocráticas
y las negociaciones culturales tampoco es fija, sino que su función de
intermediarios es fruto de alianzas contingentes que varían según
escenarios y necesidades políticas específicas, las cuales podían
variar en diferentes textos, e incluso en un mismo texto. En este
contexto de heterogeneidad y contingencia, las múltiples voces resuenan
con acentos y tonalidades particulares que traen consigo distintos
idearios y formas de concebir la posición de los indios principales
dentro de las estructuras del poder.
Tomando en cuenta la complejidad política de este escenario
histórico y cultural, me propongo analizar en este ensayo una obra del
siglo XVIII -pero con evidentes vínculos intertextuales con el archivo
cultural aurisecular- en la que la dramatización del encuentro y los
contactos entre la élite indígena y los representantes del poder
colonizador imperial es actualizada ideológicamente y reescrita para
fijar las fuentes de origen -y los argumentos- de un poder indígena
local. Me refiero a la loa y la comedia de La Conquista
del Perú (1748), un texto escrito por un criollo limeño, fray
Francisco del Castillo, pero que fue encomendado a este autor por un
grupo de élite indígena residente en el cercado de Lima con motivo de
las fiestas por la proclamación de Fernando VI en la sede del
Virreinato.
En el contexto de las fiestas públicas promovidas por el
Estado, en las que participaban los
diferentes estamentos de la realidad colonial, se podía observar una
suerte de fresco de la jerarquía del poder y los diferentes estamentos
del orden colonial. Esto se puede apreciar en las diversas secciones en
que las fiestas se dividían: aquella en la que participaban las
autoridades virreinales; la destinada a los distintos gremios de la
ciudad; y la llamada “fiesta de naturales”, es decir, aquella en la que
participaban los grupos indígenas (Parra 1). La peculiaridad de la obra
de Del Castillo es, sin embargo, que fue escrita para ser escenificada
en el marco de la participación del grupo de los naturales como un
gremio; antes de 1748, las fiestas de los naturales se limitaban a un
desfile en el que los indios principales desfilaban vestidos de incas,
en una suerte de afirmación de la memoria indígena sobre los orígenes
de su monarquía natural. Desfile escenográfico que hallaba su correlato
iconográfico en el motivo pictórico de las dinastías de los reyes del
Perú, que empezaba con los reyes incas y continuaba, en sucesión
ininterrumpida, con los monarcas españoles (7). No obstante, sería arriesgado afirmar que en esta ocasión
la participación de “los naturales” dejó de ser sólo un desfile y se
complejizó a través de la obra de Del Castillo, ya que esta pieza no
aparece consignada en El día de Lima (1748), la
relación oficial de la fiesta por la celebración imperial. Por el
contrario, lo que sí consigna este documento es el desfile de los
indios principales disfrazados de incas y “precedidos del Gran Chimo,
antiguo gobernante, anterior a los incas, de los valles de la costa a
los que pertenecían los organizadores de la fiesta” (Rodríguez Garrido,
2007: 280).
A pesar de que probablemente la pieza no haya sido puesta en
escena en esta ocasión, esto no opaca el que la representación del
pasado de la nobleza inca que el drama expone sea un intento de
negociación que, si bien se vio frustrado por otros intereses (8), contenía un mensaje ideológico capital que revela la
manera en que un criollo imaginaba el espacio que las élites indígenas
debían ocupar en el ordenamiento social y político del Imperio.
Imaginación que también consigna, censurándolas, las ambiciones
subalternas y las agendas ocultas de aquellos sectores indígenas que no
aceptaban el marco imperial de demandas institucionales. Para probar
estas ideas pondré la obra de Del Castillo en contacto con las
coordenadas históricas de su producción, con los textos auriseculares
con los que entra en polémica, con los textos iconográficos cuyos
motivos se relacionan con ciertos pasajes de la loa y la comedia, y con
la información que tenemos sobre las distintas demandas de la élite de
los “naturales”; todo esto con el fin de develar algunas aristas e
implicancias ideológicas relevantes en su dramatización del pasado de
la conquista y de los pactos que hicieron posible el orden colonial.
Vale la pena señalar que, lejos de ofrecer una lectura sistemática y
detenida de la pieza, me limitaré a estudiar aquellos aspectos que
considero fundamentales para trazar con ellos -con idas y vueltas- un
tejido conectivo de ideas que me permita explorar las posibles
significaciones que el texto pudo haber evocado
en una celebración imperial tan importante, al margen de que
haya o no haya pasado a las tablas en esa ocasión específica.
1.
El
fresco imperial (con una ausencia inquietante…)
Sobre la cohesión simbólica de los distintos elementos del
orden colonial que se logra en este fresco, vale señalar que, si bien
para dejar de ser grafías flotantes y adquirir sentido, las iniciales
de los nombres de los personajes en cuestión deben reunirse y formar el
nombre del monarca; por otra parte, la fuente misma del poder del
monarca reside en la manera en que puede cohesionar los elementos
políticos del fresco. Los diversos grupos sociales, para adquirir una
identidad colectiva, necesitan que el monarca trascienda la suma de las
partes; pero el hecho de que el rey requiera
de la articulación de estas partes para formar su nombre, apunta a que
su figura no se sostiene sola, sino que depende simbólicamente de las
partes que se someten a su poder.
Estas partes que se presentan ante el retrato del rey, es
decir, del virrey, y que representan a distintos sectores de la
sociedad colonial, son las siguientes: 1) Europa –que bien puede
designar a las autoridades de la Audiencia local y a otros funcionarios
presentes de procedencia peninsular, 2) la Nación Peruana (9) –que representa al grupo de los “naturales”, 3) la Nobleza
–que alude a los principales dentro del grupo de estos naturales; pero
que también se refiere a la nobleza española (es más, el vínculo de los
principales indígenas con la nobleza española es fundamental para
entender el significado de la loa). En el fresco del ordenamiento
político imperial que forman estas partes, los representantes más
encumbrados de los peninsulares y de los nativos aparecen, junto con el
resto de la Nación Peruana, como los súbditos que celebran con “amor” y
“conocimiento” (con el amor que proviene del conocimiento) la
entronización de la cabeza visible del Imperio.
No obstante, el gran grupo ausente de este fresco son los
criollos, lo cual puede resultarnos desconcertante si tomamos en cuenta
que la obra fue escrita por un criollo, quien al parecer trataría de no
dejar ninguna marca de la parte del fresco a la que pertenece. Esta
ausencia se puede justificar, en parte, porque la obra estaba destinada
para la celebración de un sector específico del fresco imperial, la
fiesta de los nativos; pero ¿esta fiesta no se estaba dando dentro de
una fiesta imperial mayor?... Y, para ingresar plenamente dentro de esa
celebración, ¿no era necesario tomar en cuenta a los diferentes
estamentos presentes en la fiesta?... (10). Otro aspecto que
justificaría parcialmente esta ausencia es el carácter de encargo de la
obra, lo que llevó al autor a eludir su responsabilidad y la del grupo
a la que pertenecía; pero ¿fue acaso Del Castillo un escritor a sueldo
que era capaz de prestar sus servicios de redacción sin dejar ninguna
marca de autoría?...
Volveré sobre este punto hacia el final de mi ensayo; pero
ahora me interesa explorar otra posibilidad de lectura: no solo es que
la pluma de Del Castillo respondiera al ideario de vindicación de otra
“nación”, es decir, de otro grupo étnico dentro de la monarquía, sino
que para cumplir con los intereses de la élite indígena, la presencia
de los criollos pudo haber sido un elemento desestabilizador. Tengamos
en cuenta que desde el siglo anterior se puede observar en los criollos
–en especial los nacidos en la zona andina- un deseo de desplazar a las
figuras de autoridad indígena (curacas, caciques) con el fin de
desempeñar ellos mismos la función de bisagra entre las autoridades
peninsulares y la nación de los indios. Un autor de conciencia criolla,
como Juan de Espinosa Medrano, había tratado de agenciarse a través de
sus textos la capacidad de negociar –verticalmente- entre el orden
colonial y los indígenas, con una cancelación de la mediación de la
élite nativa, que era presentada en el campo semántico de lo pecaminoso
y lo transgresivo (11).
Aunque, a lo largo de la experiencia colonial, el discurso
criollo fue rearticulando sus demandas y las vías para canalizarlas en
distintos escenarios (12), la línea anteriormente expuesta no desapareció plenamente
en el siglo XVIII y su recuerdo debería quedar entre las élites
nativas. En este contexto, la representación del grupo criollo junto a
la nobleza inca hubiera generado, eventualmente, tensión entre dos
sectores que se disputaron –en algún momento- el papel de bisagras que
controlaran y regularan el sometimiento de la nación de los indígenas
al sistema imperial. Para evitar esta tensión, la ausencia de la nación
criolla en el fresco imperial cumple un papel importante en la
concepción ideológica de la obra. No obstante, la ausencia misma del
elemento criollo reafirma, en cierto sentido, la capacidad del sujeto
criollo para negociar los intereses
de la élite nativa ante el orden imperial, adecuándose a las exigencias
y demandas de un grupo de esa élite, incluso si aquello implica la
necesidad de borrarse del escenario mismo de la negociación. En ese
sentido, por la misma ausencia de su grupo en el escenario
representado, el sujeto criollo termina reafirmando su capacidad de que
su pluma sea la vía de canalización de las demandas de los diversos
grupos del poder, aun cuando esto requiera que ponga entre paréntesis
–al menos parcialmente- los intereses de su propio estamento.
2.
Santidad
y nobleza: dos argumentos para apoyar las demandas del grupo
El pasaje de la loa que ofrece información más rica al
respecto es aquél en el que la Nobleza (inca) narra el enlace de
Beatriz Clara Coya y Martín de Loyola, empleándolo como un argumento
del vínculo existente entre la nobleza europea y los indios
principales. De los motivos iconográficos que representaron este enlace
y las subsiguientes alianzas matrimoniales de ese linaje, resaltan las
reproducciones del cuadro conocido como el “Matrimonio de Don Martín de
Loyola y Doña Beatriz Ñusta” [Fig. 1], siendo las más destacables las
ubicadas en el beaterio de Copacabana. El cuadro fue probablemente
pintado por un indio de la escuela cusqueña, hacia finales del siglo
XVII. En un extremo del cuadro, se puede leer una leyenda que termina
así: “Con este matrimonio emparentaron entre sí y con la Real Casa de
los Reyes Incas del Perú las dos casas de Loyola y Borja cuya sucesión
está hoy en los Excmos. Señores Marqueses de Alcañices grandes de
primera clase”.
La filiación con las casas de la alta nobleza española sirve
para resaltar el entroncamiento de los descendientes de la nobleza inca
con lo más encumbrado de la nobleza española, compartiendo ambos grupos
nobiliarios un lugar privilegiado en la celebración de la fiesta en
honor del monarca. La relación entre ambos órdenes es enfatizada
metafóricamente cuando la Nobleza (inca) le dice a Europa que:
Ya soy contigo tan una
que la
separación niego,
porque la unión
de la sangre
cuasi identidad
ha hecho (Castillo, 1996: 211).
La igualdad en que se funden Nobleza (inca) y Europa no debe
hacer perder de vista que la motivación de la obra es articular un
espacio de poder diferenciado para el grupo de indios principales y no
sólo fusionarlos o disolverlos en el estamento privilegiado de la
nobleza de origen peninsular. De tal modo, la “cuasi identidad” que
comparten ambos órdenes es una estrategia para trasladar, por
contigüidad, el prestigio de la nobleza europea a la indígena,
traslación que repercutiría en la construcción de un lugar de poder
específico dentro de la colonia para la élite indígena. Así, los
descendientes de los indios principales estarían emparentados con lo
más encumbrado de la nobleza peninsular, los Grandes de España.
Por otra parte, un aspecto capital es que los nobles
peninsulares emparentados con santos de la Iglesia Católica, en
especial, con San Ignacio de Loyola -el fundador de la Compañía de
Jesús- se relacionen con una ñusta inca. En consecuencia, la nobleza
indígena estaría también emparentada con santos y con el fundador de
una orden religiosa. Quiero sugerir, entonces, que en el escenario de
las demandas para llegar a tener curas indios y, en especial, para
poder insertar en el altar de los santos de la Iglesia Católica a un
indio, la vinculación de la élite indígena con una figura fundacional
de una orden religiosa y con figuras memorables del altar de santos
jesuitas (también se menciona a San Francisco de Borja) sirve para
hacer prosperar las reivindicaciones indígenas en el plano religioso,
una de las esferas capitales del poder en la realidad colonial.
Esta lectura también tiene la ventaja de hacer visible la
manera en que, en nombre del estamento indígena, se realiza una
apropiación de un dispositivo ideológico-iconográfico de la Compañía de
Jesús. Si bien lo más probable es que la pintura en la que se inspira
la narración del enlace haya sido hecha por un indio, éste obedecía
necesariamente las instrucciones de “un mentor intelectual, sin duda un
jesuita… [que se] dirige, por mano del pintor [indio] local, a una
audiencia indígena” (García Saiz 212) con la finalidad de representar
en el mismo cuadro a las figuras principales de la orden como los
garantes que hacen posible la unión entre la nobleza indígena y los más
altos estamentos de los sectores peninsulares. Perdida la pasividad con
que el indígena reproducía aquello que le señalaba su mentor, ahora
estamos ante un escenario con un matiz muy diferente. Así como el
mentor jesuita transmitía su mensaje a través de la mano de un indio,
ahora el sector indígena es el que, apropiándose del mismo motivo que
había sido empleado por los jesuitas, pretende ocupar el papel de
control, transmitiendo su mensaje de reivindicación a través de la
pluma de un criollo. Así, mediante los servicios de un criollo, la
élite indígena hace prosperar, en un plano simbólico-cultural, aquellas
demandas de reconocimiento que seguían su curso en el plano
legal-institucional.
Podemos ver que, mientras que la Compañía de Jesús había
capitalizado la representación iconográfica de los enlaces
matrimoniales en cuestión para hacer prosperar su propia agenda
política entre los indios, ahora, unos cincuenta años después de
pintado el cuadro, la estrategia que Del Castillo diseña para los
indios principales consiste en recapitalizar esos enlaces en una
dirección inversa: lo cual hace perceptibles las dos direcciones de la
alianza entre la Compañía y las élites nativas, entre la fusión de “la
línea de sucesión real incaica con el destino de la orden jesuita”
(Stastny 139) (14). Ahora son los indios los que se apropian, a través de una
puesta en escena, de los linajes ignacianos, y no sólo con el fin de
hacer visible su vínculo de sangre con la nobleza más importante del
Imperio, sino que posiblemente también con el fin de hacer progresar
sus demandas eclesiásticas. La
comparación entre el motivo iconográfico codificado por la Compañía de
Jesús y el intento de su reformulación teatral con una tonalidad
ideológica marcadamente diferenciada, nos muestra cómo un mismo motivo
de la historia colonial puede ser empleado con diversos fines y sin
alterar su contenido, dependiendo siempre de los intereses que están
detrás de sus empleos.
3.
Sometimiento,
pacto imperial y sus vicisitudes
Si entre la obra de Calderón y la
de Del Castillo se establece una suerte de “polémica” (16), es porque en ambas los Comentarios
cumplen la función de ser una suerte de archivo cultural del que cada
una toma ciertos elementos particulares, relacionándolos con datos de
otras fuentes e ignorando aquellos elementos contrapuestos al sesgo
ideológico desde el que cada autor lee al Inca. Cada apropiación del
texto garcilasiano y la manera de vincularlo con otras fuentes, resulta
muy elocuente en la comprensión del ideario de cada autor. Mientras que
Calderón quiere cancelar la posibilidad de
un poder para la élite de los naturales, al señalar que la fuente
ilegítima de su poder es un engaño, Del Castillo pretende “defender la
legitimidad del poder de los incas y reinterpretar el momento de la
ruptura de ese poder y corregir así la versión que se plasmaba en
Calderón” (Rodríguez Garrido, 2007: 289). Así, en La
conquista del Perú el fin del Imperio y su inserción casi pacífica
en la Monarquía española –sólo perturbado por las luchas de poder entre
Huáscar y Atahualpa, aparece como un proceso natural que ya había sido
anticipado en la tradición andina.
Por eso, la sumisión al nuevo orden es presentada en este
texto como inspirada por una voz que bien puede ser divina y es seguida
con sabiduría por el monarca. Además, la voluntad divina de que haya
una sumisión pacífica aparece en voz de Pedro de Candía cuando afirma
que Dios lo ha hecho salir ileso de las pruebas que los indios le
habían puesto para saber si era un enviado divino de manera que “porque
su derecho no perdieran/ quiso Dios que en la Cruz prodigios vieran”
(Castillo, 1996: 293). La voluntad divina y el anuncio que hace el
monarca legítimo sobre la sumisión debida al nuevo orden, son los
fundamentos que se utilizan para proponer una versión utópica de la
conquista, en la que, al someterse pacíficamente, los indios pudieran
conservar su jerarquía natural de poder, siempre y cuando se sometieran
como un grupo social más dentro del orden imperial.
Esta utópica sucesión pacífica del orden del Imperio Incaico
al orden del Imperio Español es representada en la obra de Del Castillo
como una continuidad en el trono entre los reyes Incas y los nuevos
monarcas del reino que pasa a ser parte de la Monarquía Hispana, cuando
Atahualpa cumple finalmente la voluntad de su padre y lo que éste había
anticipado:
Ya
sabes las tradiciones
distintas
que hemos tenido
sobre
el fin de nuestro Imperio
y
que Huayna Cápac dijo
que
en mis días pasaría
mi
dominio a otro dominio;
mas,
pues tienen mejor ley,
estos,
que la que seguimos,
es
fuerza que a sus preceptos
nos
sujetemos rendidos (Castillo, 1996: 338).
El sometimiento al orden no es, pues, una cancelación del
orden anterior, sino una sucesión de dominios y dinastías, ocupantes de
un mismo trono, que ahora estaría reservado para el monarca español.
Sucesión similar a la que era representada en otro motivo iconográfico
común del siglo XVIII, denominado “Efigies
de los Ingas o Reyes de Perú [...] y de los Cathólicos Reyes de
Castilla y de León” (17). Así, la vindicación de la élite nativa (a través de la figura de los incas) y el sometimiento
del reino al poder imperial apuntarían, en la obra de Del Castillo, a
la producción simbólica de un pacto imperial en el que la élite
indígena merecería los privilegios de un estamento noble dentro de la
Monarquía. La finalidad de esta obra sería apelar, a través de una
producción simbólico-cultural, al establecimiento de un nuevo pacto
político en el que una nobleza nativa acataría plenamente el poder
imperial, reescribiéndose -o más bien cancelándose- las guerras de la
conquista.
A pesar de eso, hay un elemento que aparece hacia el final
de la obra que cuestiona el establecimiento de ese nuevo pacto. Me
refiero a la figura de Rumiñagui, que no llega a convertirse al
cristianismo, y que cuando es interpelado por su pareja Huacolda por
ello, responde diciendo: "Eso después lo veremos, que tengo que hacer
en Quito” (Castillo, 1996: 340), y se retira. Esta respuesta aludiría,
históricamente, a la resistencia que este militar mantuvo en contra del
poder español y en nombre de Atahualpa. Pero
en esta obra, la resistencia misma sería ir en contra de los deseos del
mismo Atahualpa. Al mostrarnos un elemento
disidente dentro del sector de la élite indígena, la obra estaría
haciendo visible que este sector no es homogéneo, sino que tiene
algunos componentes que pondrían en peligro el pacto imperial que el
mismo texto propone. A
pesar de esto, disiento parcialmente de cierto sector de la crítica
sobre la comedia, según el cual, “Rumiñagui’s retreat and his refusal
to accept Christianity offer the drama an open ending where waiting for
the right moment to act could be viewed as an alternative way to resist
and survive colonial rule” (Chang-Rodríguez, 1999: 114). Considero que la obra no presenta la salida de Rumiñagui
como una posibilidad alternativa de resistencia, sino que, con la negación de Rumiñagui a convertirse al
cristianismo se hace evidente el carácter disidente de esta resistencia
frente al orden imperial que sí propone la obra. No se trata de que la
obra quede abierta al presentar una opción que no encaja con el orden
imperial, sino que con esta presentación se señala aquello que está
fuera de toda negociación y, pensando en el contexto de recepción de la
obra, se puede advertir una intención de interpelar a los naturales
sobre aquello que trastoca radicalmente el orden y no puede entrar
dentro de sus agendas de peticiones.
Quiero sugerir, además, que puede ser uno de los pocos
momentos del drama donde podemos percibir la perspectiva crítica
del sujeto que ha escrito la obra. Así, en este punto, el texto no se
cierra porque al sujeto criollo le interesa señalar a los estamentos
presentes en la celebración imperial que la posibilidad de un pacto
imperial que le otorgue mayores privilegios a la nobleza inca debe
alcanzar a los que llegan a negociar dentro de los marcos
institucionales del imperio, pero –al hacer visible las intenciones de
Rumiñagui a través de los que dice aparte- el sujeto criollo también
sugiere que hay sectores de la élite inca que no pueden entrar en esta
negociación.
En un agudo estudio cultural sobre las rebeliones indígenas
del siglo XVIII, Gustavo Faverón (2006) plantea que las élites
indígenas rebeldes no sólo se tuvieron que enfrentarse al poder
colonial, sino también a elementos disidentes dentro de su mismo grupo.
Esto nos llevaría a percibir a los grupos de élite indígena como grupos
en pugna que tienen diferentes agendas políticas que, como
Huáscar y Atahualpa en la obra, intentan hacerlas progresar para
adquirir poder. La obra de Del Castillo no tematiza los matices
existentes entre los diferentes intereses que se presentan en el seno
de las élites indígenas, pero sí nos ofrece una polarización entre
indios nobles que se someten al marco imperial e indios que no lo hacen
y hasta quieren negar la religión católica. Por extraño que nos
parezca, dentro de los movimientos de sublevación sí hubo algunos que
incluso pretendieron aunarse con “los diversos universos de los poderes
político-religiosos precolombinos […] drásticamente desquiciadas en el
escenario colonial” (Faverón 225). Vinculando aún más la obra con el
contexto de su representación, el personaje de Rumiñagui aludiría a
este tipo de sectores drásticamente desquiciados que no podrían
encontrar ninguna instancia de negociación dentro del escenario
político-religioso colonial.
Además, relacionado este aspecto con la interpretación que
he sugerido, en el segundo apartado, sobre la relación de la obra con las
demandas eclesiásticas que otros grupos de la élite indígena cursaban
por las vías institucionales, el personaje de Rumiñagui estaría
radicalmente desquiciado frente a esos grupos. La obra, entonces, no
estaría sugiriendo que la actitud de Rumiñagui es una posibilidad si
las demandas de reconocimiento no son satisfechas, sino que revela que
hay un sector de la élite que sería radicalmente antagónico a las
posibilidades de negociación que la obra sugiere. Al mostrar ese
sector, el sujeto criollo se distancia del grupo de los que le han
asignado la escritura del texto y trata de señalar que hay una
presencia dentro de ellos que simplemente no puede formular demandas
institucionales porque sus agendas están completamente en contradicción
con los marcos que hacen posible cualquier negociación.
4.
La
“marca” de factura ‘criolla’
Mas la presencia de una perspectiva criolla dentro de la
obra no es sólo una posibilidad especulativa de lectura, sino que se
materializa hacia el final de la misma a través de un tópico. Así hacia
el final, justo cuando la actitud de Rumiñagui hace patente su
disonancia frente al orden imperial y el pacto que se buscaba
establecer en la obra queda en peligro, aparece un comentario en la voz
de Lupanguillo, quien opera como una suerte de gracioso. Este dice:
Pues,
señores, ya parece
que
en el teatro se ha visto
la
conquista del Perú;
muchos
yerros ha tenido,
mas
no se espanten que el poeta
dicen
que a tiento ha escrito
y
así, porque de limosna
se
le pueda dar un vítor,
pues
es discreto el senado,
no
se dé por entendido (Castillo, 1996: 340).
En un primer nivel de lectura, la “escritura a tientas” a la
que apunta este pasaje ironiza sobre un defecto físico de su autor: su
ceguera (18). Se suele recordar a fray Francisco del Castillo por su
apelativo, el ciego de la Merced, si bien, como señalan testimonios de
la época, su ceguera no fue total, sino una aguda miopía (Reverte 18).
A pesar de estos elementos biográficos, lo más interesante de este
nivel de lectura es su posible alusión a un posicionamiento subalterno
del autor, como un difusor de “romances de ciegos”, composiciones de
vena popular que eran pregonadas por invidentes y muy consumidas en la
época. Por esta línea casi literal de
interpretación, se puede resaltar el rol de transmisor o de mediador de
la perspectiva del enunciador, además de una pretendida posición
popular. No obstante, se debe también resaltar el carácter convencional
y tópico de este pasaje: justamente por tal carácter, este final
sugiere la ambivalencia de un sujeto criollo que quiere y no quiere
traslucir su distancia frente al texto que ha producido para transmitir
las demandas políticas de otro grupo. Por un lado, el final podría
parecer un ejercicio del tópico de la falsa modestia y captatio
benevolentiae, convenciones a través de las cuales el autor intenta
relativizar la importancia de su obra para granjearse la simpatía de
sus receptores. Este aspecto convencional hace que cualquier alusión a
las condiciones concretas de la escritura del texto quede parcialmente
velada y que no sea válido establecer
una conexión directa entre ciertas referencias posibles del tópico a
las condiciones puntuales que motivan la escritura de este texto.
Pero, por otro lado, no se puede descuidar un segundo nivel
de lectura, donde las alusiones indirectas conectan-veladamente- con
referentes muy puntuales. Se puede percibir esa conexión velada en el
verso en el que se mencionan los “muchos yerros” que supuestamente ha
tenido “la conquista del Perú”. Estos yerros podrían referirse a las
graves discrepancias entre la Historia y la historia –ideológicamente
codificada- que el drama ha presentado. Si bien estas discrepancias se
justificaban por la versión de una conquista utópica que no ocurrió,
los receptores de la obra -en especial los sectores sociales ajenos a
la nación de los nativos- pudieron al menos haberse sorprendido con tan
peculiar versión de la conquista. Además, el verso “porque de limosna
la ha escrito” (Castillo, 1996: 340), sugiere que el sujeto criollo ha
sido contratado para proyectar en su escritura contenido y mensajes de
otros y que no se identifica con ellos y confía en el “discreto senado”
para lograr percibir la distinción entre el sujeto que ha compuesto la
pieza y el contenido que ésta transmite.
Es momento, ahora, de retomar enfáticamente aquella
reflexión que había emprendido en el segundo apartado de este ensayo
sobre la manera en que, simultáneamente, la perspectiva del sujeto
criollo aparece y desaparece del universo representado en la obra.
Había planteado que, al no aparecer en el fresco imperial de la loa, el
sujeto criollo reafirma su capacidad para mediar entre los diversos
órdenes del mundo colonial, incluso cuando -para favorecer a uno de
estos órdenes- la ausencia de la perspectiva de su grupo es necesaria.
Aquí, en cambio, podemos percibir que, cuando la obra se acerca a su
fin, el sujeto recurre a un subterfugio (un tópico) para hacer patente
que su perspectiva no es la representada en la obra, sino que escribe
para reivindicar los intereses de otro. No obstante, al hacerlo, no
puede evitar señalar que esos intereses no son homogéneos y no todos
pueden ser considerados dentro del orden imperial. Al señalar estos
aspectos, su perspectiva crítica emerge y, como la intelectualidad
criolla de la época, “cautamente insinúa reclamos y demandas de poder”
a la vez que opera como una autoridad simbólica “que intenta canalizar
tales pretensiones fuera de todo exceso” (Rodríguez Garrido, 2000: 261).
Esta perspectiva utiliza el comentario final de la obra para
insinuar la “marca” criolla de factura de su texto. Marca que queda
como un verdadero “pasaje textual imborrable”, como una huella interna
de distanciamiento, en la que la identidad criolla
borrada del texto se hace patente por el hecho mismo de no
reconocerse plenamente con lo presentado en la obra.
(1). En los últimos estudios al respecto, se ha planteado
que “[e]ntre 1693 y 1750 los indios, como estamento, logran de la
Corona las mayores concesiones de reconocimiento social de toda la
historia colonial” y que la causa de la santificación de un indio,
Nicolás de Dios, generó “múltiples cartas enviadas durante el proceso
[que] muestran que las élites se ha[bían] puesto en contacto y
organizado gracias a Nicolás cuyo estatus de santidad pueden hacer
retroceder las fronteras coloniales y probar que los indios deben gozar
de los mismos privilegios que los cristianos viejos” (Estenssoro 493).
(2). Según Francisco Stastny, esta producción, promovida
por la nobleza inca, propulsó “un verdadero renacimiento inca en las
artes y en el pensamiento” que puso en escena sus demandas de
reivindicación dentro de “una verdadera guerra iconográfica que
movilizó a su favor o en contra a los demás grupos” (44).
(3). Rolena Adorno propone el término de “textos
imborrables” para analizar aquellos pasajes textuales que corresponden
a distintas posiciones diacrónicamente asumidas que generan tensión
entre sí al verse ubicadas dentro de “un [mismo] texto (una entidad
sincrónica)” y que, por esa tensión, intentan ser borrados
materialmente; mas la misma convivencia de las huellas que quedan
revela la existencia “[de varios] momentos en sucesión como si fueran
simultáneos” (1995: 33). Hacia el final de este texto, emplearé el
término de “pasaje textual imborrable” de una manera sutilmente
diferente.
(4). No obstante, en su clásico ensayo sobre “El
movimiento nacional inca del siglo XVIII” John Murray Rowe se pregunta
“¿Cuánto quedó de la tradición cultural inca allá en el siglo XVIII?” y
su respuesta es sorprendente: “Tal vez más de lo que sospechaba. Al
evaluarlo, debemos mantener una distinción clara entre la masa de la
población tributaria y la aristocracia de los caciques; ambos grupos
conservaron una parte diferente. La
distinción ya existía en el imperio inca; hubo una distinción notable
entre el campesino y la corte. La nobleza cultivó una religión más
filosófica, se vistió de una manera más lujosa, se interesó por las
artes decorativas y la epopeya de la historia imperial” (21).
(5). Adorno emplea este término, de factura foucaultina,
para referirse a “un paradigma que posible y típicamente opera dentro
del discurso colonial, es decir, una simultaneidad de varias posiciones
del sujeto exigidas por las diversas facetas
.
. . del proyecto del colonialismo” (1988: 14).
(6). Así, hacia 1750, la estrategia de algunos indios para
buscar reconocimiento irá por una vía radicalmente diferente al vínculo
con sus orígenes incas, sino que para ese entonces “les correspondía a
ellos escindirse de su pasado, volviendo así insostenible toda
exclusión en su nombre” (Estenssoro 513).
(7). Richard Parra plantea que “[e]l análisis de la
relación de fiestas permite establecer que las fiestas políticas en
Lima del siglo XVIII servían, entre otras cosas, como medio para
privilegiar ciertos intereses políticos de las elites indígenas, así
como para subrayar el protagonismo de ciertos grupos y celebrar ciertas
tradiciones y linajes” (1).
(8). Se ha señalado que, si bien la obra
pudo ser representada en algún momento -ya que llevaba en
encabezamiento de famosa, en el contexto específico de celebración
imperial para el que fue compuesta, el éxito de la representación del
drama mitológico de Calderón, Ni amor es más laberinto,
opacó una serie de piezas que no
llegaron a ser puestas en escena (Rodríguez Garrido, 2007: 179). Por
otra parte, también se ha propuesto que es eventualmente posible que el
calificativo de “famosa” hay sido empleado como una estrategia para
darle mayor importancia a la pieza (Chang-Rodríguez, 1999: 100).
(9). En un análisis sobre las
variaciones semánticas del significante “nación” entre los siglo XVIII
y XIX, Marcel Velásquez comenta brevemente el significado del término
en la loa de La Conquista del Perú y plantea que el
marco para entender el término en esta obra es el del Antiguo Régimen
(Velásquez 126). En este marco, todo el cuerpo político de la Monarquía
era concebido como una nación, léase, como “una comunidad de hombres
que se sienten unidos por unos mismos sentimientos, valores, religión,
costumbres . . . y lealtad al rey (Guerra 324). No obstante, la nación
estaba formada por el “conjunto de cuerpo y estamentos de la sociedad
del Antiguo Régimen” (325). Por otra parte, en América, “nación” se
empleaba para referirse a la Monarquía, pero también a los reinos que
componen esta monarquía. Por lo anteriormente expuesto, considero que
el significante “Nación Peruana” alude, en la obra de Del Castillo, al
grupo de los naturales (indios) que forman un grupo social de los que
componen el cuerpo total de la Monarquía.
(10). Según Parra, “estas fiestas eran momentos de
encuentro festivo entre todos esos sectores sociales. En un sentido, en
efecto, eran fiestas donde todos los estratos sociales se encontraban
en un mismo espacio y eran participes del mismo lenguaje espectacular.
En esas fiestas, los sectores altos de de la sociedad compartían plaza
con los menos favorecidos, pero guardando un estricto orden” (1).
(11). Mencionaré el ejemplo de su obra que más conozco de
ese autor colonial, el autor sacramental llamado El Hijo
Pródigo. En esta obra, el personaje de “El Mundo” que representa a
uno de los enemigos del alma, es decir, el demonio, viste un signo
evidente de poder inca: la mascaipacha. Si bien el empleo de este signo
puede entenderse como un traducción cultural hacia el mundo andino de
un elemento alegórico del poder mundano (si la escenificación fuera en
España, se emplearía una corona); también se puede sugerir una lectura
menos alegórica y más histórica: en esta lectura, la mascaipacha no
solo sería un signo que aludiría al poder mundano en abstracto, sino a
las élites de poder indígenas. En este plano de lectura, se requiere
que, para conducir al personaje de Cristiano hacia la fe, se requiere
de apartarlo de las influencias de la influencia de la nobleza inca.
(12). Para el tema de la ambigüedad del discurso criollo,
véanse los ensayos de Agencias criollas. La ambigüedad
“colonial” en las letras hispanoamericanas (2000),
editado por José Antonio Mazzotti, de igual valor es el libro Las promesas ambiguas: ensayos sobre el criollismo colonial
de los Andes (1993) de Bernard Lavallé. Sobre el caso de cómo se
canalizaban las demandas institucionales de la élite criolla en la
primera década del XVIII, es de particular interés el ensayo “La voz de
las repúblicas: poseía y poder en la Lima de inicios del XVIII” de José
Antonio Rodríguez Garrido contenido en el primer libro. Para el caso
específico de Espinosa Medrano, revísese el artículo “Juan de Espinoza
Medrano: el personaje y su contexto” (1995) de Pedro Guibovich.
(13). La crítica ha enfatizado aquello que es evidente en
la loa, que en ella se “remite al histórico enlace de la princesa
incaica [Beatriz Clara Coya] y el capitán español [Martín de Loyola] en
1572, recogido en varios óleos y aprovechado por los autores de la
Ilustración, por un escritor criollo para recalcar el indisoluble nexo
de dos linajes nobles y de dos continentes distantes” (Chang-Rodríguez,
1996: 61). Asimismo, se ha planteado la diferencia entre los distintos
tipos de argumentos que emplea la nobleza inca para hacer valer su
poder, que van desde el que se basa en el mero ingenio hasta la
argumentación histórica (Rodríguez Garrido, 2007: 289)
(14). Sobre este asunto, resulta interesante la relación
entre la Compañía de Jesús y los caciques nativos, en especial en el
ámbito educativo, tema sobre el que Monique Alapèrrine-Bouyer escribe
en la Segunda Parte de su estudio titulado La educación de
las élites indígenas en el Perú colonial (2007).
(15). Utilizo el término “nación” en el sentido de uno de
los reinos que forma parte de la Monarquía.
(16). Me remito a la lectura comparativa que Rodríguez
Garrido hace de las dos obras en “Guerra y orden colonial en los dramas
sobre la conquista del Perú de Calderón de la Barca y Francisco del
Castillo” (2007).
(17). Para un análisis de este motivo, ver “Incas y reyes
españoles en la pintura colonial perruna. La estela de Garcilaso”
(1991) de Gustavo Buntinx y Luis Eduardo Wuffarden.
(18). Debo la alusión a este elemento a un gentil
comentario de José Antonio Rodríguez Garrido.
Obras
citadas
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Rolena: “Nuevas perspectivas en los estudios literarios coloniales
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Alpèrrine-Bouyer,
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