El nacional-catolicismo, o la Santa Cruzada contra el Evangelio:

La buena nueva de Helena Taberna


 

Jacqueline Cruz

New York UniversityMadrid

           

 

“Otra película (o novela) más sobre la guerra civil”, oímos a menudo por parte de cierta crítica, como si existiera tal saturación que el tema ya estuviera agotado. Lamentablemente, no es así. Es cierto que a veces se percibe cierto oportunismo en el uso del tema y que ningún escritor o escritora mediático/a ha dejado de escribir una novela sobre la guerra civil y el franquismo en la última década, desde que se inició el movimiento de recuperación de la memoria histórica.(1) Sin embargo, como han señalado otros críticos, lo que existe en realidad es “una inflación cuantitativa y una devaluación cualitativa de la memoria” (Colmeiro 19). Así, muchas películas utilizan la guerra civil como simple telón de fondo, haciendo “una mera ilustración epidérmica de la época, limitándose a crear meramente un ‘efecto de pasado’ [mediante] el uso de la nostálgica cita visual” (Colmeiro 187). Existen algunas excelentes películas, pero muchos aspectos de la guerra civil y el franquismo siguen intocados: los campos de concentración; los trabajos forzados; los niños robados, tema que ha abordado Benjamín Prado en la novela Mala gente que camina (2006) y, curiosamente, la telenovela Amar en tiempos revueltos, pero ninguna obra cinematográfica; el maquis, del que sólo se ha ocupado en profundidad Silencio roto (2001), de Montxo Armendáriz; los topos, representados sólo en Los girasoles ciegos (2008), de José Luis Cuerda; o la participación de las mujeres en la guerra y la resistencia antifranquista posterior, que trató de manera bastante discutible Vicente Aranda en Libertarias (1996) y, con mejor fortuna, Emilio Martínez-Lázaro en Las 13 rosas (2007) y, sobre todo, Armendáriz en Silencio roto.

En diversos lugares Helena Taberna ha descrito La buena nueva (2008)(2) como la primera película que aborda frontalmente el papel de la Iglesia en la guerra civil española.(3) A primera vista, esta declaración suena pretenciosa y exagerada. Sin embargo, una reflexión más profunda nos obliga a darle la razón a la cineasta y concluir que, si bien es cierto que en casi todas las películas sobre la época aparecen curas o monjas, y se alude a su complicidad con el bando franquista durante la guerra, y con la dictadura después, suele ser como personajes secundarios: en su rol más conocido de educadores (adoctrinadores, sería más exacto decir), como confesores que asistían a las ejecuciones ilegales o semilegales, o en alguna imagen sobrecogedora por grotesca (como la camioneta llena de monjas con el brazo en alto en una de las escenas iniciales de Las 13 rosas). Pero hasta ahora ninguna se había atrevido a cartografiar las relaciones entre la Iglesia y las diversas facciones que participaron en el bando nacional, ni las disidencias (que, aunque pocas, existieron) dentro de la institución eclesiástica.(4)

La buena nueva tiene el propósito deliberado de contribuir al proceso de recuperación de la memoria histórica. Como lo explica la directora:

 

Siempre recuerdo una frase de Juan Gelman que decía: “Se fueron los dictadores y aparecieron los organizadores del olvido”. En España, están disfrazados de críticos, modernitos que definen al film como “otra película de la Guerra Civil”. Pero hay que seguir luchando mientras tengamos la vergüenza histórica de muertos en cunetas y ningún proceso de castigo a los culpables. La transición tapó la historia y me da pena que se olvide. (cit. en Treibel)

 

Este esfuerzo de recuperación de la memoria se pone también de manifiesto a nivel intradiegético, cuando el personaje de Miguel dice: “Nadie puede devolverles la vida [a los asesinados en el monte], pero podemos evitar que los maten otra vez con el olvido”. La película tiene el interés añadido de ser el primer largometraje de ficción dirigido por una mujer que trata este tema directamente. En otro lugar he señalado la ausencia de películas de mujeres sobre la guerra civil y el franquismo, y me preguntaba si podía deberse a que “la Historia (con mayúscula) sigue siendo considerado un territorio ‘masculino’” (Cruz 31). La explicación, sin embargo, puede ser de orden estrictamente económico: las cineastas suelen disponer de presupuestos más reducidos que sus colegas masculinos y las películas de época son siempre más costosas.(5)

Al hablar del cine sobre la guerra civil, José Enrique Monterde resalta “la ausencia en la cinematografía española de una película verdaderamente épica que refleje la resistencia colectiva frente a la barbarie fascista” (cit. en Colmeiro 189). José F. Colmeiro matiza esta afirmación, señalando que Tierra y libertad (1995), de Ken Loach, sí “aporta la épica del pasado”, aunque, significativamente, está dirigida por un cineasta extranjero (192). Pues bien, yo diría que La buena nueva es también una película épica, un perfecto complemento a la de Loach. Si ésta se enfoca en el desarrollo de la guerra en el frente y la retaguardia del bando republicano (incluidos los conflictos entre las diversas facciones), la de Taberna se centra en los efectos de la guerra en una zona que cayó casi instantáneamente bajo el dominio franquista. Como observa Santos Juliá: “En Navarra, los sublevados obtuvieron desde las primeras horas un masivo apoyo popular: allí no fueron sólo ni principalmente los terratenientes latifundistas quienes asistieron a los militares, sino pequeños y medianos propietarios, que habían alimentado durante un siglo las filas carlistas” (19). Aun así, fueron asesinadas más de 3.500 personas.(6)

Al igual que el mediometraje de ficción Alsasua 1936 (1994) y el cortometraje documental Recuerdos del 36 (1994), obras anteriores de Taberna, La buena nueva está inspirada, en este caso libremente, en la historia de Marino Ayerra (1903-1988), un tío suyo que, como párroco de Alsasua, apoyó a los vencidos y, posteriormente, se exilió en América y abandonó el sacerdocio; cuenta su historia en el libro No me avergoncé del Evangelio, publicado en Buenos Aires en 1958.(7) En la película, el párroco se llama Miguel (Unax Ugalde) y, cuando llega al ficticio pueblo de Alzania el 16 de julio de 1936, en sustitución del anterior párroco, quien se enemistó con el alcalde socialista y medio pueblo (el otro medio es carlista), su único objetivo es “traer la buena nueva de Jesucristo resucitado”. Irónicamente, la única nueva que podrá transmitir es la mala nueva del inicio de la guerra civil; el mensaje de amor al prójimo de Jesucristo lo convertirá la propia Iglesia en un mensaje de odio y venganza; y los “crucificados” por los franquistas no experimentarán más resurrección que el homenaje de la memoria que le rinden Miguel, las mujeres del pueblo… y la película misma.(8)

Al estallar la guerra civil, horrorizado por las ejecuciones y torturas que llevan a cabo carlistas y falangistas, Miguel se pone del lado de “los débiles”, monta una cooperativa textil para que las mujeres puedan ganarse la vida e intenta ayudar a escapar a dos nacionalistas vascos (y católicos) que están a punto de ser fusilados, pese a que cuentan con cartas de recomendación de personas de derechas a quienes escondieron en zona republicana.(9) Es detenido, maniatado y arrastrado por un caballo (en una imagen con reminiscencias del calvario de Cristo) y, tras pasar tres significativos días en el calabozo, expulsado de su parroquia. Aun así, regresa al pueblo, contra las órdenes del Obispo, para celebrar una especie de funeral clandestino en homenaje a los asesinados y finalmente huye con Margari (Bárbara Goenaga), maestra del pueblo y viuda de un médico socialista, Antonino (Guillermo Toledo), asesinado poco después del golpe.

Según Elisa Costa-Villaverde, “[l]a película muestra también por primera vez la existencia en la contienda de las dos iglesias: una Iglesia oficial represora que apoyó el levantamiento . . . y . . . otra Iglesia que, aunque minoritaria, también fue represaliada por el bando nacional” (24). Porque, como lo explica de manera gráfica Santos Juliá:

 

En Bilbao . . . durante las primeras semanas de guerra, las iglesias estaban llenas a rebosar, como en Pamplona, y los católicos que a ellas asistían y los curas que en ellas celebraban misas podían ser fusilados, como así ocurrió, por otros católicos, vascos también, y navarros, bendecidos por otros curas, que luchaban por la defensa de la civilización cristiana contra la hidra marxista. (20)(10)

 

En este sentido, resulta irónico que, al llegar a Alzania, Miguel reciba en la plaza del pueblo las burlas de tres republicanos que cantan la versión popular del Himno de Riego: “Si supieran los curas y frailes / la paliza que les vamos a dar, / subirían al coro cantando / ‘Libertad, libertad, libertad’”. En efecto, Miguel sufrirá varias palizas (literales y metafóricas), pero no por parte de los republicanos, sino de los miembros y cómplices de su propia institución.

Al igual que en su primer largometraje, Yoyes (2000), donde logra sintetizar la enorme complejidad del conflicto vasco sin maniqueísmos y sin demonizar a ETA,(11) en La buena nueva Taberna presenta el desarrollo de la guerra en la zona franquista con toda su diversidad ideológica. En un pueblo dominado por los carlistas, la llegada de los falangistas es recibida con entusiasmo y los primeros colaboran alegremente con los segundos en la represión de los republicanos. Más tarde, sin embargo, Hugo (quien regenta la tienda de ultramarinos del pueblo y cuyo abuelo, que padece demencia senil, viste siempre el uniforme carlista) se queja de que, con la unificación de los distintos ejércitos que lleva a cabo Franco en abril de 1937, los carlistas han salido perdiendo. Las discrepancias entre ambos grupos, que históricamente afectaban a diversas cuestiones, se centran aquí en el papel de la Iglesia y la religión. Mientras que los carlistas son ultracatólicos y sus lemas son “¡Viva el clero!”, “¡Viva Cristo Rey!” y “¡Viva Dios!”, el Capitán falangista (Mikel Tello) le dice a Miguel que, en su opinión, los curas tienen demasiado poder en España pero les resultan útiles para ganar la guerra, y se refiere a los carlistas con epítetos como “comehostias” y “chupacirios”. Esta divergencia se plasma visualmente en la escena en que el Capitán grita “¡Me cago en la Virgen Santa!” mientras juega a las cartas con Hugo (Gorka Aginagalde), y éste se enfurece y lo amenaza. Además de estas dos facciones del bando vencedor, la película muestra el caso intermedio de los nacionalistas vascos, católicos, y por tanto ideológicamente más cercanos a los sublevados, pero que permanecen fieles a la República por su defensa de la autonomía de Euskadi.

Tampoco la institución eclesiástica es monolítica y, durante el almuerzo que se celebra en la casa parroquial en la primavera de 1937, y al que asisten también Hugo y el Capitán falangista (mientras Margari, de acuerdo con el papel subordinado de las mujeres bajo el franquismo, sirve la mesa[12]), vemos las tres tendencias existentes dentro de ella: la minoritaria en oposición a su participación en la guerra, que encarna Miguel, el fanatismo belicoso de su antiguo compañero de seminario, Rodrigo Sáenz de Heredia y la actitud ambivalente del Obispo (Joseba Apaolaza), quien, tras señalar que “la doctrina oficial de la Iglesia es obedecer al poder establecido”, matiza que “cuando empezó la sublevación también había un gobierno legítimo en Madrid”.(13) En su caso prevalecerán las directrices de la jerarquía, de apoyo incondicional a la sublevación. La posición eclesiástica está inspirada por un oportunismo que Pablo Castellano describe como:

 

una sabia colaboración: yo te doy el monopolio de las creencias, de la enseñanza, de la propaganda-catequesis, te exonero de cargas en tus bienes, los cuido y los vigilo, y a ser posible aumento, y tú pasas por carros y carretas, legitimándome y otorgándome toda clase de bendiciones y silencios cuando así convenga, sean cuales fueren las atrocidades y atropellos. (77)

 

El oportunismo del Obispo se percibe desde el principio de la película, cuando le da indicaciones a Miguel para su nuevo destino en Alzania: debe hacer ver al pueblo, sin decirlo, que “si ellos son de izquierdas, el nuevo párroco es el más rojo de todos”.(14) “Mano izquierda”, le aconseja, y con ello no se refiere a una toma de postura ideológica, sino al camaleonismo por el que la Iglesia opta a veces para no perder su poder. Posteriormente, al despedirse de Miguel tras el mencionado almuerzo, le recomendará que sea “prudente” y “cuide las formas”, a lo que el párroco responderá en tono irónico: “Mano izquierda”.

Pese a estos matices, La buena nueva muestra un mundo claramente polarizado en dos bandos, que, a nivel visual, se ejemplifica mediante varios montajes en paralelo. El primero se presenta al inicio de la película, con los títulos de crédito, que aparecen sobreimpresos en unas imágenes blancas, borrosas y oscilantes, sobre un fondo negro, alternando con escenas de Miguel jugando a la pelota vasca y bromeando con el Obispo en el patio del palacio episcopal, iluminado con violentos claroscuros. Las difuminadas formas blancas se transforman progresivamente en imágenes nítidas de cirios blancos colgando en manojos, en una imagen de resonancias fálicas que la inquietante música de Ángel Illarramendi y el sonido de la pelota al golpear el suelo o la pared, que semeja disparos, convierten en ominosa. El ruido seco con que Miguel resbala y choca contra la pared se funde con el que hacen los cirios al ser depositados y embalados en una caja de madera con el rótulo “Cerería San Andrés”. Por si las connotaciones fálicas no estuvieran lo bastante claras, posteriormente, tras la llegada de Miguel a Alzania, vemos abrirse la caja de cirios al mismo tiempo que otra idéntica que contiene fusiles enviados desde Italia. El destinatario de ambas es Hugo.

La presencia de símbolos fálicos no es casual, puesto que la polarización central que se establece en la película es entre los universos masculino y femenino. El primero aparece representado por los vencedores, los carlistas del pueblo y los falangistas que llegan de fuera, y es un universo extremadamente violento, como corresponde al modelo de masculinidad preconizado por el fascismo. Sin embargo, pese a ser todos hombres están desprovistos de cualquier atributo “viril” (positivo o negativo). O llevan sotana (vestimenta “feminizante”), o son cobardes (como Hugo, quien se dispara deliberadamente en el pie para evitar ir al frente), o están mental y/o físicamente incapacitados. De ello es un perfecto emblema la familia que le queda al final de la película a la ultracatólica sacristana Benita (Iñake Irastorza): un suegro senil, un hijo, Fermín, al que la guerra ha dejado en estado vegetal, y otro hijo cojo (Hugo). Ya antes, Benita se había burlado amargamente del alarde proteccionista de este último respecto a la necesidad de tener un hombre en casa: “¡Hombres! Ya tengo dos, y sólo me dais trabajo”. No hay más hombres en el pueblo: los demás, los republicanos, los vencidos, han sido ejecutados o han huido al monte.

Excepto Miguel, claro, pero él encaja en el otro mundo de la película, el mundo femenino, que es el que resulta más redondo, vital, resistente y moralmente superior.(15) Miguel aparece siempre rodeado por mujeres. Al principio, Benita, Margari y otras cuatro mujeres que le ayudan a limpiar la iglesia (cuya suciedad inicial simboliza la podredumbre de la institución) y, tras el inicio de la guerra y la renuncia de Benita (quien se niega a compartir los víveres de la iglesia con las “rojas”), Margari y las viudas de los asesinados. Bautiza a sus hijos cuando los falangistas las amenazan con raparles el pelo si no lo hacen y las ayuda a montar una cooperativa textil en la que fabrican uniformes para el ejército franquista.(16) Cuando Resu (Maribel Salas) se queja de que están “trabajando para el enemigo”, Miguel la corrige: “No, Resu, trabajando para dar de comer a vuestros hijos”, mostrando así la “mano izquierda” que le aconsejara el Obispo, pero con un fin mucho más noble que la supervivencia de una institución corrupta.

Además, Miguel está representado siempre con atributos femeninos. Así, lo vemos a menudo en el espacio “doméstico”: sus austeras habitaciones de la casa parroquial (el dormitorio, un pequeño despacho y la cocina),(17) donde se asea (se le enfoca afeitándose, peinándose y arreglando su sotana), come, escribe y recibe a diversas personas. También aparece a menudo ataviado con un delantal y haciendo labores típicamente femeninas, como coser y pelar patatas, y exhibe un comportamiento “maternal” tanto con Remigio, el hijo de Resu que oficia de monaguillo, como con la hija de Margari. En varias ocasiones ocupa el espacio público de la iglesia, pero el hecho de que sus primeras apariciones en el edificio tuvieran relación con la limpieza lo convierte, de alguna manera, en una extensión del espacio doméstico. El otro espacio en el que se presenta con frecuencia a Miguel es el de la naturaleza, un espacio que la ideología patriarcal ha asociado tradicionalmente con las mujeres, por oposición al mundo de la cultura que encarnan los hombres: cultiva el pequeño huerto de la iglesia y recorre los campos circundantes para visitar a los republicanos huidos (aunque estos encuentros no están escenificados) y/o dejar constancia en un cuaderno de los lugares en que reposan sus cadáveres. El cayado en el que se apoya durante algunas de estas excursiones lo representa simbólicamente como un pastor, pero un pastor que no pretende “meter a todas las ovejas en el redil, tanto si quieren como si no”, según los deseos del Capitán, o “a cristazo limpio”, como dice Ayerra (212), sino ayudarlas a mantenerse a salvo de él.(18) Al final, le lega el cuaderno a Remigio, para que se lo enseñe a sus hijos y, de ese modo, no se olvide lo que ha ocurrido en el pueblo. A primera vista, esta transmisión de hombre a hombre parece una traición al espíritu femenino de Miguel y de la película misma, pero también puede interpretarse como un llamamiento a una masculinidad distinta a la de los vencedores y a un comportamiento distinto por parte de la Iglesia (aunque no es probable que Remigio se convierta en cura, al ser monaguillo representa de alguna manera el futuro de la institución).


Fig. 1

El valor positivo del carácter “femenino” de Miguel se ve reforzado por el valor de las mujeres. Las republicanas del pueblo son fuertes, y, aun acomodándose a las nuevas circunstancias políticas, se mantienen fieles a sus principios. Así, cuando llevan a bautizar a sus hijos dejan claro que no es por convicción religiosa sino para evitar represalias; como dice Resu, “No crea que nos ha entrado la fe así, de repente”(19). Y, aunque es Miguel quien impulsa el proyecto de la cooperativa, ellas exhiben una solidaridad mutua que se corresponde perfectamente con el espíritu del mismo. Cuando Margari se pone de parto, la ayudan Resu y María (cuyos maridos fueron asesinados junto con el suyo), y Arantxa (Susana Gómez), mientras Miguel espera en otra habitación, nervioso como si fuera el padre; sin embargo, al entrar tras el nacimiento del bebé, parece una mujer más, puesto que, al igual que ellas tres, viste un delantal (Fig. 1).(20) Posteriormente, cuando los falangistas le cortan el pelo a Arantxa y la humillan públicamente obligándola a tomar aceite de ricino, Resu, María y Margari la bañan y la consuelan, mientras, de nuevo, Miguel espera fuera. Estos personajes muestran claramente la fuerza de las mujeres que, de manera un tanto retorcida, propició la guerra, puesto que en los dos bandos las obligó, según señala Helen Graham, a adoptar nuevas funciones públicas y sociales. Aunque en la mayor parte de los casos lo hicieran “in an instinctive way and from a perception of their traditional roles, not in a self-conscious attempt to change that status or role permanently” (110). Por su parte, las mujeres que originalmente estaban, o habrían podido estar, de acuerdo con el nuevo régimen, evolucionan. Margari pasa de ser carlista y creyente a perder la fe (puesto que los asesinos de su marido matan “en nombre de Dios”) y huir con Miguel, mientras que Benita, la más carlista de todas, termina desengañándose al ver lo que su Iglesia le ha hecho a sus hijos (no es casual que su hijo regrese mutilado del frente mientras se oye por los altavoces de la plaza el telegrama de felicitación de Pío XII). Además de ellas, está Antxoni (Magdalena Aizpurua), quien parece encarnar el estereotipo de la mujer provocativa y engañosa, puesto que trabaja en la cooperativa y, al mismo tiempo, mantiene relaciones sexuales con el Capitán falangista. Al final, sin embargo, después de que él la abofetea, le roba (merecidamente) el dinero y una lista de nombres que guarda en un cofre, le entrega a Margari la lista, que demuestra que fue Hugo quien denunció a su marido, y se va del pueblo. (21)

El final de la película confronta visualmente, en palabras de Costa-Villaverde, “las dos Españas, las dos Iglesias: vencedores y vencidos” (29) y, yo añadiría, el mundo masculino y el femenino. Se trata de un montaje en paralelo que funciona como cierre circular del que ocupa el lugar central de la película, en el cual se alternaban escenas de la primera misa que celebró Miguel en el pueblo con imágenes del progresivo acercamiento de los camiones con las tropas falangistas. Cautivo y desarmado el “dichoso Evangelio” de Miguel, como lo califica el Obispo en la película (y Olaechea en las memorias de Ayerra [315]), gracias a lo que Ayerra define como comportamiento “epicochaplinesc[o] de ¡¡bandolerismo español con báculo y mitra!!” (170; cursivas de Ayerra), en el montaje final vemos, por un lado, la ceremonia de celebración de la victoria franquista en la plaza del pueblo, con un desfile militar y una misa a la que asisten, en el lugar de honor, el alcalde, un cura de la jerarquía, un jefe falangista y el soldado (ahora sargento) que al principio confesó a Miguel sus asesinatos. El desfile, con su marcha militar y su despliegue de banderas falangistas, españolas bicolor y carlistas (por orden de importancia), y estandartes con imágenes de Jesucristo y de la Virgen, ejemplifica lo que dice Paloma Aguilar Fernández respecto a la presunta “paz” impuesta al final de la guerra:

 

Se celebra la paz, sí, pero es una paz al acecho, es una calma que vigila, que no se olvida de que tiene al enemigo en casa; es una paz que advierte a la oposición de la capacidad defensiva y ofensiva del régimen. Es una paz casi agresiva, incapaz tanto de producir integración social como de crear una identidad colectiva válida para todos. (114)(22)

 


Fig. 2


Fig. 3


Fig. 4

Por su parte, la escena de la misa ejemplifica el nacional-catolicismo, o lo que Castellano denomina “militarcatolicismo” (82), en todo su apogeo. En el momento de la eucaristía, suena la Marcha Real y los falangistas se ponen en pie con los brazos en alto (Fig. 2); la imagen en segundo plano de sus brazos es perfectamente simétrica a la que forman los del nuevo párroco (el antiguo compañero de seminario de Miguel) al elevar la hostia, en una magistral muestra de la “liturgia barroca política-religiosa” de la que habla Julián Casanova (62) y de esa “Iglesia, más que militante, ‘militarizada’” a la que se refiere Ayerra (121). Pocas veces se ha plasmado de manera tan visualmente escalofriante el “totalitarismo divino” anhelado por el Cardenal Gomá, lo que Casanova describe como “[l]a espada y la cruz unidas por el pacto de sangre forjado en la guerra y consolidado por la victoria” (20). (Otra imagen escalofriante es la de los curas armados con bayonetas que posan para una foto en las escaleras del palacio episcopal, imagen que está tomada de una fotografía real [Fig. 3].)

Alternando con estas imágenes, vemos la ceremonia de homenaje a los republicanos asesinados que organiza Miguel. Vestido con la sotana y un roquete blanco, dirige una procesión de unas veinticinco mujeres que se encaminan al monte, con cirios también blancos en la mano hacia la imponente sima por la que los falangistas tiraban los cadáveres y frente a la cual Miguel fue detenido.(23) Se ponen en marcha de día, entonando la oración “Kyrie eleison” (“Señor, ten piedad”), cruzan el bosque en solemne silencio (Fig. 4), con música sacra de fondo, y llegan a la sima con las bienaventuranzas recitadas en off. El montaje en paralelo se interrumpe aquí y la escena termina, repentinamente de noche, cuando las mujeres encienden los cirios unos con otros y Miguel esparce agua bendita sobre la gigantesca e inalcanzable tumba donde yacen los restos de los republicanos de la zona. Se trata de una ceremonia que cumple todos los requisitos de la liturgia católica (el roquete, el hisopo, las oraciones), pero funciona casi como una ceremonia pagana (el escenario natural, la transgresión de Miguel al contravenir la orden del Obispo de no regresar a Alzania, la participación de las mujeres ateas[24]). Se trataría de una religión “otra”, más cercana al ideal del cristianismo primitivo, basada en el mensaje de amor al prójimo y apoyo a los oprimidos que no exige necesariamente la creencia en un ser superior, en la línea de los curas obreros de los años sesenta en España y de la teología de la liberación latinoamericana.

Miguel ha sido derrotado y han sido derrotadas las mujeres, pero son moralmente vencedores, de ahí que los cirios hayan dejado de representar, como al principio, ominosos símbolos fálicos similares a fusiles, para convertirse en símbolos de paz, dadores de luz. Miguel y las mujeres se reapropian de estos objetos y, al hacerlo, se apropian de la dignidad, el valor y el heroísmo tradicionalmente asociados a lo masculino. Esta escena establece también un contraste visual con la primera imagen de la iglesia del pueblo, que aparecía en contrapicado en lo alto del mismo, como emblema de su poder. Ahora, en cambio, vemos una imagen en picado de Miguel y las mujeres asomados a la sima, enfocados de espaldas, mientras la cámara se mueve hasta quedar en posición horizontal frente a ella (lo que puede simbolizar el hecho de que, mediante esta ceremonia, aprenden a confrontar el horror). Del mensaje que Miguel transmitió en su primera homilía, “He venido a pensar alto, sentir hondo y hablar claro”, sólo queda el sentimiento hondo: los pensamientos elevados han sido aniquilados por el bárbaro comportamiento de la Iglesia y el “hablar claro” ha sido amordazado, provocando su expulsión de la parroquia. De modo análogo, si en su primera aparición pública Miguel hablaba desde lo alto del púlpito, y en sus siguientes misas estaba siempre a ras de suelo, con sus feligreses y feligresas, ahora se encuentra al borde del abismo, como éstas.

Existe aún otro elemento de cierre circular en la película, el tren (también fálico) en el que Miguel llega al pueblo y en el que finalmente lo abandona, vestido de calle, con lo que llamaba su “traje de pecador”, en compañía de Margari y su hija. En el primer viaje, el tren cruzaba un túnel excavado en la roca, penetrando en la negrura de éste para salir a un verde paisaje y, luego, a un fundido en blanco. En el último, en cambio, el tren se interna en el túnel en sentido contrario y la luz que antes aparecía al fondo ahora queda a sus espaldas, para desembocar en el fundido en negro con que concluye la película.(25) Miguel ha huido del mundo represivo de Alzania y ha unido su vida a la de Margari, pero no se trata de un final feliz, puesto que ha fracasado en su misión de llevar la “buena nueva” y salvar a los alsasuarras, y lo aguardan posibles represalias.


Fig. 5

La confrontación entre lo masculino y lo femenino que he señalado no deja de ser lógica, por otra parte. Según Teresa Vilarós, “[e]l capital intelectual y de resistencia política, la herencia legitimizada en los anales de la historia española y secuestrada durante cuarenta años por una figura patriarcal totalitaria como la del general Franco, lleva por los cuatro costados la firma del padre” (44-45). La buena nueva transmite, sin embargo, la idea contraria: en un mundo tan patriarcal como el franquista, la resistencia sólo puede representarse como femenina, incluso cuando la llevan a cabo los hombres. Por otra parte, de acuerdo con la tradicional división sexual de la violencia, que vincula a los hombres con la guerra y a las mujeres con la paz (Osborne 161), ellas son las principales víctimas de la guerra civil y la posguerra (en Alsasua 1936 son presentadas como “Las Dolorosas”).(26) No es casual, entonces, que, cuando Miguel llega a Alzania, veamos en la plaza del pueblo un enorme cartel de la película La madre, de Vsevolod Pudovnin, en el Cine Popular.(27) Este cartel será luego quemado, coronando una enorme pira, junto con los demás enseres de la Casa del Pueblo, por unos falangistas que ríen y beben, con música coral sacra de fondo y una imagen del campanario de la iglesia en segundo plano (Fig. 5), lo que muestra la destrucción que lleva a cabo el franquismo, en complicidad con la institución eclesiástica, de las mujeres y de la vida que éstas están encargadas de procrear. En este sentido, el nacimiento de la hija de Margari en el otoño de 1936 y la fuerza con que las demás mujeres protegen a sus hijos representan una esperanza dentro de este mundo de destrucción. En contraste, no hay padres en la película (aparte del nacionalista vasco ejecutado junto a su hijo), quizás para sugerir que el rol de Padre totalitario de Franco y la forma violentamente patriarcal que adopta el catolicismo de la “Cruzada”, no dejan espacio para ningún otro padre.

Jo Labanyi divide las obras sobre la guerra civil entre las que la abordan mediante presencias fantasmagóricas (haunting motif), con un componente de terror, y las que utilizan un acercamiento realista, siendo éstas las que dominan a partir de la década de los 90. Para Labanyi, las primeras, entre las que destaca El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y la más reciente El espinazo del diablo (2001), de Guillermo del Toro, son mucho más eficaces, en la medida en que muestran el horror de lo innombrable (107), así como la pervivencia del pasado en el presente y la necesidad de confrontarlo (101); mientras que las segundas, al ofrecer una imagen esteticista y dejar claro que las atrocidades escenificadas pertenecen al pasado, acaban reconfortando a los espectadores (103). En el caso de La buena nueva, sin embargo, no ocurre esto. Quizás porque, aunque al principio hay algunas escenas idílicas de la vida bajo la República, se interrumpen tan abruptamente que no dan cabida a la nostalgia. O quizás, más tristemente, porque lo que cuenta no nos resulta demasiado lejano, si pensamos en las recientes manifestaciones multitudinarias organizadas por los obispos contra leyes como las del matrimonio homosexual y el aborto, o en las fosas comunes que intentó abrir de una vez por todas el juez Baltasar Garzón y por lo cual ha sido procesado y suspendido de su cargo. De todos modos, es preciso señalar que La buena nueva se queda corta a la hora de mostrar las atrocidades tanto verbales como propiamente bélicas de La Iglesia de Franco, que recogen Casanova en el libro homónimo y Ayerra en sus memorias. Es posible que Taberna haya optado por suavizar la historia porque la extrema militarización y violencia de la Iglesia resultaría inverosímil para gran parte del público actual, lo que le restaría eficacia a su mensaje concientizador.

La sima en la que yacen los restos de los republicanos de Alzania se convierte en un lugar de la memoria, según la terminología de Pierre Nora, en un monumento natural a los vencidos que suple la carencia prácticamente total de monumentos “construidos” que les rindan homenaje. Y, pese al dolor que impregna la película, ésta contiene entre líneas (entre imágenes) el mensaje esperanzador de que algún día los españoles y las españolas podremos rendir un homenaje de despedida y de respeto como el que celebra Miguel a los 114.266 cuerpos que aún permanecen ocultos en diversas fosas (Garzón 24). Y que la Iglesia por fin pedirá perdón por su complicidad en la barbarie de cuarenta años.

 

Notas

(1). Aunque es a partir de 1995, aproximadamente, cuando empiezan a editarse abundantes testimonios sobre la guerra civil y el franquismo, a publicarse obras narrativas y a realizarse películas sobre el tema, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que de alguna manera emblematiza esta tendencia, se funda en el año 2000.

 

(2). La película fue galardonada con el Premio del Público a la Mejor Película en el XIX Festival de Cine Español de Nantes y con el Premio al Mejor Actor (Unax Ugalde) en la 53ª edición de la SEMINCI de Valladolid, entre otros premios. Sorprendentemente, no recibió ni una sola nominación a los Premios Goya, mientras que Los girasoles ciegos, del mismo año y similar temática, pero muy inferior en todos los sentidos, recibió quince nominaciones, aunque sólo un premio (al Mejor Guión Adaptado, posiblemente como homenaje póstumo a Rafael Azcona, puesto que la adaptación del libro de Alberto Méndez es bastante mediocre).

 

(3). “Nunca se había tratado el rol encubridor y verdugo de la Iglesia durante este período en cine” (cit. en Treibel); “La película incorpora . . . una temática nunca vista en el cine sobre la Guerra Civil: el papel que jugó la Iglesia durante este período de nuestra historia reciente” (Taberna, “Notas” 13).

 

(4). Podría argumentarse que Los girasoles ciegos tiene como tema central la Iglesia, pero en realidad no es así. Al principio, la denuncia del papel de la Iglesia en la guerra es casi tan contundente como en La buena nueva, cuando el diácono Salvador (Raúl Arévalo) le pregunta al Rector (José Ángel Egido) por qué lo envió a luchar en la guerra, a presenciar – y perpetrar – tanto horror, a meterlo de lleno en las garras del “pecado”, y el Rector le suelta el conocido discurso sobre la Cruzada mientras guarda tranquilamente la pistola de Salvador. Sin embargo, al ser “contada” y no visualizada, como en La buena nueva, la denuncia resulta bastante menos potente. Además, muy pronto la película pasa a enfocarse en la obsesión de Salvador con Elena (Maribel Verdú), y el carácter enfermizo de dicha obsesión y la sobreactuada interpretación de Arévalo acaban convirtiendo su comportamiento en una desviación meramente individual, idea que se ve reforzada por el hecho de que, aunque no la condena, el Rector tampoco la aplaude.

 

(5). Para que no me olvides (2005), de Patricia Ferreira, aborda también el tema de la recuperación de la memoria histórica, pero lo hace desde el presente, mostrando la necesidad de confrontar el olvido mediante una imbricación de la memoria personal y colectiva (ver mi artículo “Para que no olvidemos: La propuesta de recuperación de la memoria histórica de Patricia Ferreira”). En cambio, existen numerosos documentales dirigidos o codirigidos por mujeres, lo que sugiere que la falta de películas de ficción no se debe precisamente a una falta de interés en el tema. Entre ellos destacan: Los niños perdidos del franquismo, de Montse Armengou y Ricard Belis (2002), Las fosas del olvido, de Alfonso Domingo e Itziar Bernaola (2003), Mujeres en pie de guerra, de Susana Koska (2004), Que mi nombre no se borre de la historia (2006), de Verónica Vigil y José María Almela, y Death in El Valle (1996) y La memoria es vaga (2004), dirigidos por las estadounidenses C.M. Hardt y Katie Halper, respectivamente.

 

(6). Francisco Moreno da la cifra de 2.789 (411). Según Roldán Jimeno, serían unas 3.500 (48). Sin embargo, el auto del juez Baltasar Garzón sobre los desaparecidos en la guerra civil y el franquismo cifra el número de desaparecidos en Navarra en 3.431 (24), lo que sugiere que la cifra total debió de ser muy superior, puesto que no todos los asesinados están “desaparecidos”.

 

(7). Alsasua 1936, protagonizado por Fernando Guillén Cuervo, escenifica, con diálogos y palabras textuales, varias de las situaciones relatadas por Ayerra en su libro. Por su parte, Recuerdos del 36 recoge testimonios de alsasuarras que conocieron al párroco y de historiadores. Aprovecho para agradecer a Lamia Producciones que me haya facilitado copias de ambos.

 

(8). En contraste, los “mártires de la Cruzada” no sólo recibieron todos los homenajes imaginables durante el franquismo, sino que, en el caso concreto de los curas asesinados en la zona republicana, fueron beatificados y canonizados masivamente durante el papado de Juan Pablo II.

 

(9). Ayerra cuenta dos casos parecidos de nacionalistas vascos represaliados (126; 131-32 y 138-46). Las citas del libro de Marino Ayerra incluidas en este trabajo están tomadas de la edicion de Mintzoa de 2002, que es la única fácilmente accesible. Aprovecho para aclarar, sin embargo, que dicha edición no sólo no tiene autorización de la familia del autor, sino que añade un antetítulo que cambia el sentido del libro (Helena Taberna, comunicación personal).

 

(10). Nicolás Sartorius y Javier Alfaya estiman que en el País Vasco 16 sacerdotes fueron ejecutados, 278 encarcelados y unos 1.300 desterrados a diócesis lejanas (205). Jimeno Jurío menciona, con nombres y apellidos, a catorce sacerdotes vascos asesinados (269). Por su parte, Julián Casanova indica que en un solo día en Guipúzcoa, el 26 de octubre de 1936, fueron asesinados 16 sacerdotes, 13 diocesanos y tres religiosos (161).

 

(11). La película muestra los excesos sangrientos de ETA en los años 80, pero también la existencia de distintas posturas dentro de la banda, así como la complicidad de los gobiernos de Felipe González en su perpetuación, “gracias a” la trama de los GAL.

 

(12). Con el café, el Obispo invita a Margari a sentarse a la mesa, pero, cuando ella expresa su rechazo al “glorioso Alzamiento” que la ha dejado viuda, el Capitán la expulsa con un “No se ofenda, pero ésta es una conversación entre hombres”.

 

(13). Según cuenta Ayerra en su libro, es él quien defiende esta opinión, apoyándose en la Encíclica Au milieu des sollicitudes (1892) de León XIII, en la que se dice que “cualesquiera que fueren las aflictivas circunstancias en que veamos sumergida a la Iglesia”, no se justifica la “rebelión armada” contra el poder establecido (180), ante el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea. Éste, de nuevo según Ayerra, mostró cierta ambivalencia durante la guerra, aunque en ningún momento dejó de apoyar al bando franquista. Por su parte, Casanova señala que Olaechea fue el primer obispo que convocó una “procesión de rogativa” a la Virgen en favor de la “Cruzada” y el primero que llamó así a la sublevación (73; 78), pero también pidió muy pronto, en noviembre de 1936, que no hubiera “más sangre que la decretada por los Tribunales de Justicia” (139). En la película, el Obispo no tiene nombre (sólo vemos fugazmente que se llama Marcelino Bengoechea, cuando la cámara enfoca su dedicatoria en el ejemplar del Evangelio que le regala a Miguel).

 

(14). Este parlamento del Obispo está tomado casi textualmente del libro de Ayerra (29).

 

(15). Algo similar ocurre en Silencio roto, que también se desarrolla en Navarra, donde, aparte de los sanguinarios guardias civiles, no hay “hombres” en el pueblo: los que no están en el monte (en una lucha, por otra parte, ya inútil), están mutilados físicamente (el fascista Cosme) o emocionalmente (los republicanos Hilario, apático y amargado tras su estancia en la cárcel, y Jenaro, demenciado tras la muerte de su hijo). Aquí son las mujeres las que llevan la carga de la lucha cotidiana por la supervivencia, el horror de las torturas y la zozobra por la situación de sus esposos, hijos o padres, y ello es extensible a las mujeres del bando vencedor (por ejemplo, la mujer del cabo de la guardia civil, quien, tras la muerte de su marido a manos de los maquis, aparece tan victimizada como Benita en La buena nueva).

 

(16). En la vida real, lo que Marino Ayerra organizó para ayudar a las mujeres y los niños fue una “limosna parroquial” (las Hijas de María recaudaban dinero entre la gente pudiente y una Junta Católica se encargaba de repartirlo entre las familias necesitadas), algo bastante menos revolucionario y “empoderante” que una cooperativa. Aun así, al cabo de un mes, le fue prohibido continuar con su proyecto (157-61).


(17). Mucho más austeras y modestas, por cierto, que las que presenta Taberna en Alsasua 1936, donde, sin ser opulenta, la casa parroquial tiene un aire claramente burgués.

 

(18). La del “Buen Pastor” es una de las metáforas recurrentes de Ayerra, quien rechaza los “regímenes o situaciones . . . en que no les quede más remedio a las pobres ovejas que pasar por el aro y entrar, quieran o no, en el redil, a disgusto, a su pesar, de mala gana tal vez y aun odiando acaso al mismo Jesús, a quien pomposamente decimos obedecer trayéndole a la fuerza, a empellones y a palos, sus queridas y siempre delicadas ovejas” (154).

 

(19). Según Jurío, sólo había siete niños sin bautizar en Alsasua (109), y siete son los niños y las niñas que bautiza Miguel.

 

(20). Agradezco a Lamia Producciones la autorización para reproducir este y los demás fotogramas de la película.

 

(21). En suma, las mujeres de Alzania muestran la misma “mezcla entre fragilidad y fortaleza, tan común en muchas mujeres del País Vasco” que Taberna destaca como característica central del personaje de Yoyes en la película homónima (Camí-Vela 199).

 

(22) Según Ayerra, el sermón pronunciado ese día por el Padre Guardián de los capuchinos de Alsasua decía algo parecido: “¿Quiere esto decir que terminó la guerra? ¡Ah, no! ¡De ninguna manera! . . . ¡La vida del hombre es un permanente estado de guerra contra los enemigos de Dios . . . . ¡No! La guerra no ha terminado. Siempre estamos en guerra y siempre hay que estar sobre las armas, en un alerta ininterrumpido, avizor y suspicaz” (391).

 

(23) La sima aparece por primera vez hacia la mitad de la película, cuando Enrique, el acordeonista novio de Arantxa, es empujado a ella, todavía vivo, de una patada. En su libro, Ayerra cuenta que el cadáver del primer republicano asesinado en Alsasua recibió sepultura, pero después los cuerpos aparecían en las cunetas y “ya, para ellos, no hubo autopsia, ni oficio de sepultura canónica, ni cementerio sagrado, ni un poco de tierra con que cubrir su putrefacción, ni escrúpulos de conciencia tampoco”; ello se hacía con el fin de “crear ‘científicamente’ el clima del terror, la psicosis colectiva del pánico” (61-62). Más tarde, los franquistas empezaron a deshacerse de los cadáveres en una sima de la Sierra de Urbasa, para que no fueran encontrados.

 

(24) Sólo Clara, la viuda del nacionalista vasco, es creyente y, por eso, ella carga un enorme crucifijo durante la procesión.

 

(25) En medio, Miguel hace otros dos viajes en tren. En uno, de regreso de su infructuoso intento de ver al Obispo poco después del golpe de estado, se tira del alzacuellos como si le molestase. En el otro regresa clandestinamente a Alzania en el mismo tren al que se sube Antxoni para huir del pueblo.

 

(26) No se trata aquí, sin embargo, de la “polarización jerárquica – activo/pasiva, armado/desarmada, combativo/cobarde, etcétera” de la que habla Raquel Osborne, citando a Ana Bravo (162), pues, como hemos visto, estas mujeres son activas y combativas, mientras que muchos de los hombres (incluidos los vencedores) son pasivos y cobardes.

 

(27) La película, de 1926, cuenta la toma de conciencia de una madre tras el asesinato de su marido y el encarcelamiento de su hijo por su activismo político, y su propia implicación en la revolución. Refleja perfectamente el proceso que sufren las mujeres de Alzania, especialmente Margari.

 

 

Obras citadas

 

Aguilar Fernández, Paloma. Memoria y olvido de la Guerra Civil española. Madrid: Alianza, 1996.

 

Ayerra Redín, Marino. ¡Malditos seáis!: No me avergoncé del Evangelio. Iruña: Mintzoa, 2002.

 

Camí-Vela, María. “Entrevista a Helena Taberna”. Mujeres detrás de la cámara: Entrevistas con cineastas españolas 1990-2004. Madrid: Ocho y Medio, 2005. 194-207.

 

Casanova, Julián. La Iglesia de Franco. Barcelona: Crítica, 2005.

 

Castellano, Pablo. Por Dios, por la Patria y el Rey: Una visión crítica de la transición española. Madrid: Temas de Hoy, 2001.

 

Colmeiro, José F. Memoria histórica e identidad cultural: De la postguerra a la postmodernidad. Barcelona: Anthropos, 2005.

 

Costa-Villaverde, Elisa. [Texto.] La Buena Nueva: Guía didáctica. Coord. Helena Taberna. Pamplona: Lamia Producciones, 2009.

 

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Juliá, Santos. “De ‘guerra contra el invasor’ a ‘guerra fratricida’”. Víctimas de la guerra civil: Una aportación imprescindible a un debate que sigue abierto. Coord. Santos Juliá. Madrid: Temas de Hoy, 2006. 11-54.

 

Jurío, Jimeno. Notas. ¡Malditos seáis!: No me avergoncé del Evangelio. De Marino Ayerra Redín. Iruña: Mintzoa, 2002.

 

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Nora, Pierre. Les lieux de mémoire. 3 vols. París: Gallimard, 1984-1992.

 

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Vilarós, Teresa. El mono del desencanto: Una crítica cultural de la transición española (1973-1993). Madrid: Siglo XXI, 1998.

 

Filmografía

 

Alsasua 1936. Dir.: Helena Taberna. 1994.

 

La buena nueva. Dir.: Helena Taberna. Cameo Media, 2008.

 

Los girasoles ciegos. Dir.: José Luis Cuerda. Alta Films, 2008.

 

Para que no me olvides. Dir.: Patricia Ferreira. Alta Films, 2005.

 

Recuerdos del 36. Dir.: Helena Taberna. 1994.

 

Silencio roto. Dir.: Montxo Armendáriz. Alta Films, 2001.

 

Tierra y libertad. Dir.: Ken Loach. Alta Films, 1995.

 

Las 13 rosas. Dir.: Emilio Martínez-Lázaro. Sony Pictures, 2007.

 

Yoyes. Dir.: Helena Taberna. Columbia TriStar, 2000.

 

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