Todas las historias sobre exilio tienen sus momentos trágicos.
El
lector del siglo XXI recordará con certeza la historia de
Elián
González, el niño cubano que se escapó de la Isla
con su
madre y un puñado de compatriotas en noviembre de 1999. El bote
de
aluminio se hundió en altamar y su madre murió. Solamente
Elián y otros tres sobrevivieron después de navegar a la
deriva
por el estrecho de Florida hasta que finalmente llegaron a su destino
final,
Estados Unidos. Lo demás es una historia que ha sido contada
muchas
veces: su temporal refugio y la forzada repatriación del
niño a
Cuba. Pero hay historias que son igualmente conmovedoras, como la de la
niña Pastora, víctima de la guerra civil en El Salvador
en los
80s. Después de presenciar el asesinato de su padre y de sus dos
hermanos menores en su casa, tuvo que huir con su madre al exilio. Las
dos
tuvieron que trajinar con otro grupo de perseguidos a lo largo del
Río
Lempa y en el camino vieron cómo se morían los
bebés de
los iban con ellas cuando sus padres les ponían pañuelos
en la
boca para que no se escucharan los lamentos y los delataran ante sus
enemigos.
Algo similar nos cuenta la joven historiadora Verónica Sierra en
su
cabal libro, Palabras huérfanas.
Los niños y la Guerra Civil. Los protagonistas de su bien
documentado y grato libro son los más de 30,000 niños que
tuvieron que abandonar España por esa sangrienta guerra
(1936-1939).
Si bien cientos de libros y estudios han documentado diferentes facetas
de la Guerra Civil, Palabras
huérfanas aporta material que había sido
inédito hasta
la fecha. Sierra cuenta la historia de los niños que tuvieron
que
dejarlo todo atrás y fueron evacuados a Rusia, México,
Francia,
Inglaterra, Bélgica, Suiza y Dinamarca. Por otra parte, el
exilio
republicano a varios países logró un aporte cultural sin
límites. Por ejemplo en el caso de México, solamente en
el campo
literario, gracias a bienvenida que les dio del entonces Presidente
Lázaro Cárdenas, los intelectuales encontraron un refugio
donde
pudieron seguir ejerciendo su profesión. Diversos diarios y
revistas
como Letras de México, Cuadernos
Americanos y El Hijo Pródigo se nutrieron
de
las eruditas aportaciones de Luis Cernuda, José Bergamín,
Emilio
Prados y Ernestina de Champourcín,
por citar
algunos. A eso se añade el grupo de escritores más
jóvenes
cuya producción tuvo el mismo mérito, Max Aub,
Paco Ignacio Taibo I, Manuel Andujar y
José
Herrera Petere, entre otros.
También hubo una
“Segunda Generación” compuesta de los hijos de exiliados que
llegaron a México cuando eran niños. Su creación
es tan
amplia que muy bien se podría armar una biblioteca. Se trata de
los
escritores Tomás Segovia, Ramón Xirau,
César Rodríguez, Luis Rius y
Federico
Patán; en fin, la lista sería abarcadora. Sin embargo, Palabras huérfanas no se ocupa de
estos escritores que sí dejaron huella sino de aquellos
niños que
desde el exilio escribieron cartas y diarios; de aquellos que
delinearon dibujos
y que hasta en sus cuadernos escolares dejaron sus penas, sus
ilusiones, sus
esperanzas. A partir de esos documentos la estudiosa reconstruye la
historia de
esos niños.
Lo más conmovedor de esta historia es que muchísimas de
las cartas que enviaron los niños desde el exilio nunca llegaron
a sus
destinatarios. Entre 1937 y 1938, 2.895 niños fueron evacuados a
Rusia.
Desembarcaron en Yalta y Leningrado; de
ahí
continuaron a donde les tocaba refugiarse, a lugares como Jarkov,
Kiev, Miskhor, Moscú y Odessa. Una
vez en su
destino final, se incorporaban a las llamadas casas de niños,
instituidas exclusivamente para los pequeños de la Guerra Civil
española. Pero esos niños fueron víctimas
doblemente
porque una vez que España había sido vencida por el
fascismo y quedaron
con pocas esperanzas de volver a España, llegó la Segunda
Guerra
Mundial. Cuando Hitler invadió la Unión Soviética,
tuvieron que volver a ser evacuados porque las casas de niños
estaban
justamente en los lugares de los bombardeos. Perseguidos esta vez en
tierra
ajena, tuvieron que ir a parar a los montes Urales, a Siberia, a China,
a
Mongolia. Las cartas que les dirigieron a sus padres y amigos fueron
censuradas
por la tropas de Franco y se transformaron
en
documentos que utilizaron para sancionar y castigar a los
destinatarios. Esas
cartas fueron prácticamente robadas porque nunca llegaron a las
manos de
sus dueños, de ahí deriva el acertado título de
este gran
libro, las palabras que esos niños escribieron fueron nada menos
que
“palabras huérfanas.”
Palabras huérfanas es un libro muy generoso porque
muestra de una forma excepcional cómo la guerra asalta y
transforma el
universo infantil. Como quien se sienta a ver una desconsoladora
película
con un desventurado final, el libro muestra cómo el terror se
apropió de la vida de tantos niños que tuvieron que
sufrir
hambre, enfermedades y destierro. Pero ese desarraigo no sólo lo
sufrieron aquellos que tuvieron que ser evacuados al extranjero sino
aquellos
que se quedaron en España y
fueron perseguidos en su propio país por un enemigo cuyo
propósito desconocían. Ambulando entre trincheras y
tierras
desconocidas muchos huérfanos fueron a parar en asilos,
hospicios y
reformatorios. Ellos sufrieron lo que algunos estudiosos llaman “inxilio” que es precisamente vivir marginado y
perseguido en su propio país. Pero la actuación infantil en los campos de batalla no se
limita a los niños de ambos grupos que pelearon en la sangrienta
batalla
del Ebro, por dar un solo ejemplo; la autora también nos da
noticia de
aquellos que participaron en la II Guerra Mundial del lado de Stalin.
Es decir,
una vez terminada la Guerra Civil, las esperanzas de regresar a una
España--esta vez fascista--disminuyeron. La mayoría de
los
niños que habían sido evacuados a Rusia se quedaron y
muchos de
ellos estuvieron dispuestos a pelear ¡”Za
Ródinn, za
Stalina”! (¡Por la Patria y por
Stalin!). Otros
niños tuvieron un destino llanamente trágico porque
terminaron
encarcelados o murieron por los bombardeos; también hubo
aquellos que
terminaron en los campos de concentración y exterminio
alemán.
Palabras huérfanas sirve como paradigma de futuros
estudios. Aparte de estudiar las cartas, diarios y dibujos, la autora
analiza
fotografías, periódicos, posters, folletos,
periódicos
murales y currículos escolares. Después de ofrecernos un
amplio
esbozo sobre la “Guerra e Infancia”, título del primer
capítulo, en el segundo, estudia a fondo la forma en que la
guerra
transformó la escuela y cómo la “escolarización
bélica” tuvo prioridad. En el tercer capítulo nos ofrece
detalles de las diferentes evacuaciones y de la complejidad de la
repatriación. Es decir, las evacuaciones debían de ser
autorizadas por los padres de los niños pero al momento de la
repatriación todo se complicaba y, con la victoria de Franco,
Rusia y
México se opusieron a devolverlos porque no aprobaban el
régimen
franquista. A pesar de las diferentes ideologías, los
niños
también fueron protegidos por diversos organismos tanto
españoles
como del exterior; de eso nos habla el cuarto capítulo. En
“Escritura, dibujo y terapia”, uno de los capítulos
más densos con reproducciones pictóricas, analiza la
forma en que
los dibujos y escritos de los niños se utilizaron para
alentarlos a
comprender la situación del país y también
cómo
éstos fueron una suerte de terapia para combatir sus fobias.
Además,
se analizan las redacciones y ejercicios escolares de los niños
en
España y en el extranjero porque muestran notoriamente “el
proceso
de aculturación y socialización bélica de la
infancia”. Por ejemplo, a los niños se les pedía que le escribieran a los soldados que estaban al pie
de la
batalla. Y, del sexto al décimo capítulo, Sierra se ocupa
del
análisis de las cartas escritas por los niños en las
colonias y
desde el exilio.
El libro está poblado de pasajes conmovedores y además
presenta gráficamente las cartas “con sus letras temblorosas e
inexpertas” valga la acertada descripción de la autora. Se
muestran cartas escritas desde Inglaterra y desde Francia y
Bélgica
donde los docentes daban clases en español una vez por semana y
parte de
su obligación era pedirles a los niños que escribieran
cartas a
su familia. Desde las diversas casas de niños españoles
en Rusia
también salieron cientos de cartas pero, como mencioné, muchas fueron secuestradas. Dice uno de
los autores, “Durante los siete meses te estoy escribiendo muy a
menudo,
y nunca recibo ninguna carta, pues sabrás que no sé nada
de ti ni
de ninguno de la familia. Al tío no le he escrito, porque no
sabía sus señas. Aquí cuando llegan algunas cartas
siempre
me creo que alguna es para mí, pero siempre me quedo con las
ganas” (198). Además, otro factor que influía a que las
cartas nunca llegaran a su destinatario era la forzada movilidad de la
gente
durante el conflicto; la gente huía o desaparecía
y nunca volvía
a su lugar de origen.
Paradójicamente, los niños evacuados a Rusia recibieron
excelentes servicios y una buena educación. En cierto sentido
fueron
privilegiados por la inclinación política de sus padres
que eran
mayormente socialistas o comunistas. Por otra parte su sentimiento de
desarraigo se convirtió en una pesadilla porque cuando
volvían a
España los tildaban de “comunistas.” Muy pocos de ellos
regresaron para quedarse en su propio país. Lo mismo
sucedió con
aquellos que se marcharon a México, sólo un puñado
volvió.
Palabras huérfanas se publicó hace un
año pero ya forma parte los clásicos de la historia
española. Como todo buen estudio canónico, está
escrito en
una prosa exquisita y asequible. Las buenas historias son aquellas que
están bien contadas a pesar de que su contenido sea
trágico.
Además, el libro es un ejemplo a seguir porque alienta a
realizar nuevos
estudios a partir de la cultura escrita.
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