Fisuras y
alteridad
historiográfica en El retablo de
Eldorado y Naufragios de Alvar
Núñez/de José Sanchis Sinisterra
University
of South Florida
Kitsch o bricollage
intelectual, pastiche
histórico intencional e hibridación entregenérica,
son
sólo algunas de las marcas que atestiguan la presencia del
postmodernismo en el teatro español de las últimas
décadas.(1) Otras de sus huellas
serían la
multiplicidad de tendencias y lenguajes operando en un mismo espacio
(textual o
escénico); la crítica paródica y
representación de
la alteridad, diferencia y marginalidad; y la revisión y
enjuiciamiento
de la Historia como discurso.(2) El
postmodernismo aludido,
sin embargo, no es al que se acusa de rigidez en sus planteamientos, de
relativismos infinitos y de auspiciar productos culturales indiferentes
a la
realidad del mundo; sino el que apuesta por la fractura y el
fragmentarismo, la
ironía y la parodia, la diferencia y la discontinuidad. Se trata
de un
postmodernismo de baja intensidad que no obstruye el “acceso racional o
estético a la realidad”, o niega la “relación entre
la realidad literaria o extraliteraria” (Floeck 193). De ahí que
lo histórico-social dialogue sin problemas con una
estética de
dispersión y de desajuste como la que ofrece el postmodernismo.
En los
textos que examinaremos veremos de qué manera Sanchis combina
técnicas del teatro postmoderno con una clara intención
de
interrogar la textualidad discursiva de la Historia que por más
de cinco
siglos ha vinculado a España y América Latina.
Según
declara sanchis, su objetivo es concretar “un teatro para la duda”,
un teatro que socava las certidumbres y fomenta el desorden
auto-reflexivo en
un tejido social que siempre tiende al conformismo.(3)
El
enjuiciamiento de la Historia desde una perspectiva postmoderna se hace
a
través de un mecanismo de “reapropiación de la
memoria.”(4) Los sedimentos del documento
histórico se examinan en un contexto relativo; esto es,
renunciando a la
supuesta objetividad de sus enunciados y aceptando – no sólo que
el
mundo lo experimentamos exclusivamente a través del lenguaje –
sino que toda lectura-escritura de textos sobre el pasado está
sujeta a
la posición histórica, valores, e intereses
políticos de
cada individuo (Newton 152). En sus obras, Sanchis se propone
reinscribir el
pasado tal como lo que es, una construcción discursiva plagada
de
relatos y textualizaciones muy cercana a la ilusión
teleológica
de ordenamiento progresivo. De esta manera, el sustrato
político-ideológico
que subyace en la versión oficial de la Historia queda al
descubierto
perdiendo su validez. El procedimiento permite, además, que las
voces no
autorizadas en el contexto cultural privilegiado adquieran
horizontalidad
plurivocal.
Así las
cosas, la Historia deviene una epistemología altamente
sospechosa,
impregnada de prefiguraciones narrativas, en la que los límites
entre
realidad y ficción desaparecen. Según la crítica
post-estructuralista, ya no es posible establecer una clara diferencia
entre
los procedimientos narrativos de la Historia y los literarios, ya que
los
documentos históricos no son menos opacos que los textos
literarios
(White 43). Tampoco es concebible la tendencia de los historiadores a
fabricar
relatos y argumentos sobre la base de los eventos del pasado.
Éstos ya
no hablan por sí mismos, como lo hacían en la
visión
totalizadora y universalizante de la Historia tradicional, sino que se
presentan como narrativas concientemente estructuradas y sometidas al
orden
impuesto por el sujeto que las organiza. La perspectiva
homogénea y de
continuidad del dato histórico – especialmente ahora que
contamos
con historiografías (en plural) de los perdedores, los
ganadores, lo
regional, lo colonial, de los tantos anónimos, de los pocos
privilegiados,
de mujeres y hombres – es cosa del pasado (Hutcheon 63).(5)
Michel
Foucault, en su Arqueología del
saber, refuta la propensión de los historiadores a siempre
ver
teleologías en progreso en los registros históricos y
favorecer
los largos períodos, como si, por debajo de las peripecias
políticas y de sus episodios, se propusieran sacar a la luz, los
equilibrios estables y difíciles de alterar, los procesos
irreversibles,
las regulaciones constantes, los fenómenos tendenciales que
culminan y
se invierten tras de las continuidades seculares… los grandes
zócalos inmóviles y mudos que el entrecruzamiento de los
relatos
tradicionales había cubierto de una espesa capa de
acontecimientos (3).
Al contrario,
señala el crítico, la atención debería
fijarse no
en las “vastas unidades” descritas como “épocas”
o “siglos” sino en los “fenómenos de ruptura”,
las “discontinuidades” (5). En vez de insistir en la
estructuración monolítica de una época determinada
el
historiador debería constatar las “redistribuciones
recurrentes” que muestra cada periodo; los “varios pasados, varias
formas de encadenamiento, varias jerarquías… varias redes de
determinaciones, varias teleologías, para una sola y misma
ciencia, a
medida que su presente se modifica: de suerte que las descripciones
históricas
se ordenan necesariamente a la actualidad del saber, se multiplican con
sus
transformaciones y no cesan a su vez de romper con ellas mismas”
(6).
En el seno de
este escepticismo crítico que rechaza toda forma de saber
absoluto es
que se instala el discurso dramático de Sanchis Sinisterra. Su
teatro se
ajusta a una especie de “realismo posmoderno” o
“neorrealismo”, tendencia estética que marca la
producción de la llamada “Generación de 1982”, en
cuyas obras destaca la re-escritura de los clásicos, el rescate
de la
palabra y el argumento, y el deseo de contar historias. El manejo de
los temas
historiográficos se verifica de dos maneras: a través de
la
mirada del autor que escudriña los resquicios del documento
histórico oficial y la del receptor-productor que reflexiona
libremente
sobre el producto observado. En su propuesta dramática el autor
no
rectifica las posibles incoherencias de los eventos ni restablece
significados
omitidos; su discurso textual no busca más verosimilitud que la
que
ofrece el escenario. Tampoco niega que manipula sus materiales –
introduciendo, por ejemplo, inexactitudes espacio-temporales – ni que
proyecta “una visión mínima y voluntariamente mutilada de
la historia” (Pavis 235-237). En los planteamientos de las obras se
proporciona
una concepción mínima de la historia en cuyo seno los
grandes
personajes y pueblos ya no obedecen a una “lógica
previsible” sino más bien a una desmitificadora (Pavis 237).
En los textos
de Sanchis que nos ocupan, sin ser radicalmente postmodernos, temas y
personajes (ficticios e históricos) son vistos desde una
óptica
alternativa a la exégesis de las Crónicas de Indias.(6)
La retórica legalista, glorificadora, de los eventos asociados
al
descubrimiento y conquista de América, al ser carnavalizada se
desploma.
Sin importar si se maneja o no el contenido de las crónicas, en
ambas
obras se recrea ante el espectador de hoy el mundo europeo-americano
del siglo
XVI, el del descubrimiento y conquista de América. Podría
ser que
por falta de los referentes históricos necesarios el
diálogo
entre escena-espectador no ocurra; podría ser que el
espectáculo
no sea más que un simple acto receptivo que envuelva el
aquí y
ahora de la representación únicamente. En cualquiera de
los
casos, la propuesta inicial y su pluralidad de sentidos no se invalida
ya que
el receptor cumple con su función de “rellenar los huecos”
dejados por el autor, interrogar el texto en “el espacio de la
connotación”(7) y ser
“co-productor” del texto-espectáculo, tareas sin las cuales
la empresa no estaría completa (de Marinis 27).
El retablo de
Eldorado y Naufragios de
Alvar Núñez – conjuntamente con Lope de
Aguirre, traidor –
integran la llamada Trilogía
americana. Los tres textos obedecen a una especie de dramaturgia de
cohesión que Sanchis denomina “fronteriza.”(8)
Estructuras esencialmente híbridas que comparten coherencia y
unidad en
los temas y formulaciones estéticas, pero son núcleos
autónomos que se adecuan a una flexible movilidad que les
permite
internarse en el territorio de los “géneros espurios” y la
hibridación multifacética (Pérez Coterillo 12). El retablo se organiza sobre la base de
una compleja intertextualidad y juego de perspectivas múltiples:
Crónicas de Indias, coplas populares, entremeses, personajes en
préstamo de El retablo de las
maravillas de Cervantes, manejo de
tiempos disímiles y teatro-en-el-teatro. Los cuatro personajes –
Chirinos y Chanfalla, los dos
pícaros cervantinos; don Rodrigo, un viejo
indiano maltrecho; y Doña Sombra una
misteriosa india
– son figuras circenses, reflectadas en el “espejo de la
picaresca” (Pérez Coterillo 12).
La pieza es un
“tragientremés” en dos partes, modalidad híbrida que
examina la dualidad referencial, la doble representación
dramática y el acceso a dos públicos.(9)
El
primer público lo integran
los locales de una villa española del siglo XVI, el otro
observa
desde la sala en el aquí y ahora de la representación. El
público de la villa (primario) debe ser ficticio y real a la
vez: es
ficticio para Chirinos y Chanfalla y, para el público de la sala
(secundario),
que sabe que se trata de un ardid de los pícaros para
engañar a
Rodrigo. Para este último, no obstante, ese público es
real. El
trueque de miradas posibilita el entrecruce de múltiples
sentidos
juntando a ambos públicos y ambos tiempos en una unidad
fragmentada en
dos partes. De manera que pasado y presente se ven las caras en ese
espejo de
dos temporalidades en el que se convierte el espacio escénico.
Del mismo
modo, la persecución y marginalidad de los cómicos bajo
la rígida
mirada autoritaria del llamado Siglo de Oro español es
contrapuesta a la
que sufre América bajo la conquista, siendo el público de
la sala
el que completa el triángulo equilátero. Esta doble
fisura del
texto marca, asimismo, la conciencia de Rodrigo, el protagonista, quien
al igual
que Cabeza de Vaca a su regreso de la fracasada misión de la
Florida,
sin ser indígena ya no se sentía español.
Al igual que en
Cervantes, el factor que desencadena las acciones en El
retablo es el engaño. Chirinos y Chanfalla han prometido
ayudar a Rodrigo en el montaje de su retablo – el recuento de cuarenta
años de penurias como soldado en América – para juntar el
dinero necesario que el viejo “tuerto, tullido y loco” (Llanos
Salas 90) necesita para volver a América, utopía en la
que espera
encontrar las ilusiones perdidas y las riquezas de El Dorado. Pero los
pícaros, más que ayudarle, quieren robarle una
pequeña
bolsa que el viejo esconde con gran cuidado porque creen que contiene
perlas
preciosas. Chirinos y Chanfalla quieren convencer al viejo de que
aunque no ve
al público (primario) convocado para la representación de
su
retablo, éste se encuentra ahí en la oscuridad de la
nada. Es
aquí donde el público otro, el de la sala, juega un doble
rol: el
de “Macarelo y su garrulla”, que nunca llegarán, y el
público real que participa en el proyecto aunque manteniendo la
distancia crítica. La guasa se agranda dada la dualidad
impostora del
público ficticio: Rodrigo cree que se trata de los “nobles
señores de la villa”, pero se trata del “bajo mundo”
representado por Macarelo (Aznar, El
retablo 403). De pronto, todo el juego se desploma debido a que
cerca de la
villa el Santo Oficio dispone la quema de herejes en un Auto de Fe.(10)
En El Retablo
se detectan por lo menos tres
núcleos de interés temático: 1) marginalidad y persecución de los
cómicos en el marco del Siglo de Oro, 2) revisión
crítica
de la conquista y sus causas-efectos en el binomio
conquistador-conquistado, 3)
examen de los niveles de alteridad sufridos por personajes
víctimas como
doña Sombra (Serrano 67-68). El uso de materiales y caracteres
dramáticos considerados “menores”, permite al autor sondear
los oscuros territorios de la “otra” cara de la moneda y rehabilitar
lo omitido por el discurso oficial. Chirinos y Chanfalla son los
cómicos-tipo
de ese “teatro menor” que en el esplendor del Siglo de Oro estaban
condenados a la marginalidad como
resultado del dogmatismo político-religioso de la época.
Sanchis
asegura que la escritura del Barroco, más que la de otra
época,
exigía “la sumisión a las leyes, la obediencia a los
príncipes, a los magistrados y superiores”. Al teatro se le
había convertido en un “arma de dominio, enajenación,
subyugación del pueblo y ocultamiento de crueldades”; era “un
domesticado organismo de domesticación colectiva” (Condición
74). Ante este teatro
“institucionalizado” se erige uno “marginal, liminal y
fragmentario” que se instala en la periferia del orden inmovilista
desde
la cual subvierte los cimientos y burla los sistemas de control, y
dispositivos
punitivos. Es un teatro “que renace una y otra vez,
extendiéndose
y propagándose como el fuego y como la peste” (76). En El retablo, la amenaza del Santo Oficio
siempre en persecución de los considerados herejes y desafectos
al
régimen funciona como telón de fondo. Los cómicos,
como siempre,
lograrán escapar pero en la estampida perderán lo poco
que
poseen. Grita Chanfalla en algún momento de la pieza:
“¡Levantemos el campo, que el Santo Oficio viene a hacernos
visita,
y temo no ha de ser de cortesía! ¡Presto, presto,
Chirinos!
¡Arrambla con lo que más valga, que ello será de
hoy
más nuestro remedio!” (353-54).
En cuanto al
segundo eje temático, Sanchis inserta su obra en el
corazón mismo
de la tragedia de la conquista, en “el triunfo de la mirada ciega, de
la
palabra muda, sobre la de aquellos que quisieron atestiguar la otredad
como
parte de una nostredad” (Serrano 65-66). Para el autor lo ocurrido
entre
la España de los Austrias y la América indígena
fue un
choque traumático de culturas, una “miope relación con lo
otro… protagonizada por españoles violentos y dogmáticos,
bárbaros, sadistas, traicioneros y malvados, esclavizadores [y]
homofóbicos” (Aznar, Introducción
406). A través de Rodrigo, víctima atrapada entre dos
realidades
que no controla, se cuestiona la experiencia americana. La desarrapada
figura
del viejo conquistador –
“fracasado quijotesco,
desesperado, enfermo, suicida y loco” – personifica la escritura
épico-triunfalista del imperio desde los inicios del saqueo de
Indias
(Aznar, Introducción 395). Los
versos puestos en boca de Rodrigo cantando las bellezas y riquezas
americanas
recuerdan la retórica colombina en la que se conjuga una
visión
idílica del paisaje con la codicia de tesoros naturales y
humanos. Pero
es a través de un ropaje bucólico engañoso,
según
los pícaros, que debe venderse la quimera de Indias si es que se
quiere
convencer a alguien de viajar a ultramar y sumarse a la jornada de
Eldorado.
Rodrigo conviene que con una “mitad basta y sobra para encender los
ánimos y levantar los corazones en pos de esa jornada” (276);
pero
el peso de su conciencia cercenada le traiciona y en vez de hablar de
bellezas
habla de atrocidades:
Yo
he visto con mis ojos multitudes de hombres perdidos y estragados, muy
peores
que fieras sin entrañas, cometer mil traiciones y maldades en
aquel
vastísimo y Nuevo Mundo de las Indias. Como lobos y tigres y
leones
cruelísimos y hambrientos, ellos cometen tiranías
feroces y
obras infernales por la codicia y la ambición de riquezas. Por
las tales
riquezas infinitas manos en violencias, opresiones, matanzas,
robos,
destrucciones, estragos y despoblaciones, que han dejado aquellas
tierras
perdidas y extirpadas para siempre... (275-76)
El texto, que
recuerda La Brevísima del
padre Las Casas, demuestra el deseo quijotesco de Rodrigo de reparar
los males
causados por la ceguera mental de su época: “¿Qué
he
de hacer, sino enmendar este Nuevo Mundo de la desolación que el
Viejo
le ha causado?” (352). Al final, el noble espíritu del viejo se
resquebraja. Cae en la cuenta que su empresa reivindicativa no es
posible y
opta por el suicidio.
Doña
Sombra representa la conciencia culpable de Rodrigo, la verdad
reclamante de la
alteridad indígena que busca ser escuchada. Ante el intento de
ocultar
el genocidio cometido en América, Sombra reclama en
Náhuatl:
“Pocas palabras para muchas muertes no son palabras verdaderas”. Y
señalando al público de la sala, increpa a Rodrigo,
“Ellos
quieren saberlo todo. Ellos quieren que tengas el valor de decirlo
todo”
(322). La ambigua relación entre Sombra y Rodrigo, al igual que
entre
Shila y Alvar Núñez, como veremos más adelante, el
autor
la bosqueja con el propósito de restituir la innegable presencia
de la
mujer indígena (omitida por la versión oficial) en la
vida de los
conquistadores.
Pero Sombra es
más de lo que su nombre sugiere. Ella sabe los secretos de la
vida y la
muerte; viaja libremente por el tiempo y el espacio; y percibe la
presencia de
humanos de otras épocas. Donde los otros ven (o creen ver) las
siluetas
las “gentes nobles de la villa”, la india asegura que
“ahí en las sombras hay espíritus de otros tiempos que
nos
miran y ríen de vuestra necedad” (301). Al romperse la cuarta
pared se verifica la convergencia heteroglósica de los
múltiples
registros lingüísticos y el cruce de miradas de sujetos
pertenecientes a otros espacios y temporalidades. Sombra representa, a
su vez,
el objeto deseado (sexual y de otros tipos) por el colonizador. En un
pasaje de
la pieza, “Chanfalla se abalanza sobre Sombra y, cubriéndole la
boca con una mano, la arrastra detrás de la carreta” (299).
Sombra
“aparece...con los cabellos en desorden...Echa lumbre por los
ojos”. Chanfalla “entra también desastradísimo, medio
bajados los calzones, cubriéndose la mejilla con una mano y la
entrepierna con la otra, ambas zonas evidentemente doloridas” (300).
Con
estos simples trazos satíricos Sanchis pone en entredicho la
supuesta
buena fe y heroísmo del español en América.
Naufragios de
Alvar Núñez o La herida del otro,
toma como base el texto Naufragios,
crónica de viaje del conquistador Cabeza de Vaca escrita a su
regreso a
España después de andar perdido por nueve años en
la
Florida.(11) La expedición de
Pánfilo de
Narváez (1527), de la que Núñez era alguacil
tesorero,
partió de España con cuatrocientos hombres. De estos
volvieron
solamente cuatro: Núñez, Castillo, Dorantes y Esteban (el
Negro).
La textura de Naufragios, de
estructura sumamente compleja, está impregnada de relatos de
todo tipo:
hostilidad del terreno y el clima, estrategias de sobrevivencia ante la
escasez
de comida, convivencia de múltiples lenguas, vida
indígena,
imposibilidad de comunicación, distintas formas de esclavitud
practicadas por los nativos, fallida expedición, etc. La
retórica
del cronista se despliega a través de una literalidad
épica tan
excesiva que vuelve difícil para los estudiosos clasificar su
contenido
de veraz y objetivo. Núñez complica aún más
las
cosas al apoyar su relato en un yo protagónico que convierte el
informe
en una serie de aventuras que resquebraja la hipotética
credibilidad
objetiva del documento histórico. Se dice que en los nueve
años
en que el conquistador anduvo perdido debieron ocurrirle cientos de
cosas.
Él, sin embargo, documenta únicamente aquellas en las que
salió triunfante: ante la estrechez de comida,
Núñez aprende
rápidamente a distinguir las raíces e insectos
comestibles de los
que no lo son. Su ardua experiencia como esclavo le vuelve un experto
en
transacciones comerciales. Su aparente superioridad étnica le
permite
desarrollar poderes mágicos que lo convierten en
“Chamán”, médico curandero que revive hasta muertos.
En fin, el protagonista del relato siempre saca ventaja de las
adversidades.
Pupo-Walker
puntualiza que las crónicas – por su carácter de
Relación que sintetizaba la fluidez de las comunicaciones entre
funcionarios e instituciones de la corona – eran “documentos
informativos preparados por funcionarios, conquistadores y
clérigos
[que] al pasar los años, se convertían en un estrato
fundamental del discurso histórico y cultural que produjeron los
descubrimientos
y colonización del Nuevo Mundo” (86). El texto de
Núñez, sin embargo, abulta las acciones, señala
cosas en
las que dice haber sido protagonista que posiblemente no ocurrieron. Naufragios, como documento informativo,
no provee “‘precisión geográfica’...,
información sobre climas, hidrografía, fertilidad del
suelo,
distancias, flora y fauna” (Pupo-Walker 103). La intención de
Núñez, al parecer, no es reconstruir un período
histórico
específico – como ocurre en los escritos de Cortés,
Bernal
Díaz y el Inca Garcilaso – sino formular un testimonio muy
cercano
al diario de viaje; al recuento del dato suelto que busca recuperar la
“vivencia inmediata”, pero que cae en “la glosa, casi
desesperada”, del que no logra expresar con certeza lo que sabe
(Pupo-Walker
87-90). Posiblemente las incongruencias textuales tengan más que
ver con
la naturaleza de la obra misma, el ser la cronología de un
fracaso y no
la Relación exaltada de una hazaña victoriosa.
Efectivamente,
para Silvia Molloy Naufragios es
“la historia de un fracaso cuyo signo negativo se busca borrar con la
escritura”(12) (425). El designio de
Núñez es cautivar la atención del rey para que
repare en
la ‘heroicidad’ que entraña el sobrevivir en condiciones
hostiles y premie la valentía de preservar la vida cuando se
cumple el
honroso deber del buen vasallo. El escritor busca el reconocimiento y
desde
esta posición de diferencia “hacer del relato mismo su
servicio”. Su testimonio ya no es sobre hazañas de “conquistar
y gobernar” de un Cortés o un Pizarro, sino sobre “informar
y convencer” de un Aguirre o un Bernal Díaz (Molloy 425-26). En
el
informe de los triunfadores se narran los eventos al mismo tiempo que
se erige
la propia heroicidad; en el de los perdedores, se constatan los actos
nobles presentes
aún en los fracasos reclamando heroicidad donde no existe.
Dos de los
temas que destacan en Naufragios son
la aquiescencia del protagonista de saberse una entidad dividida y la
resolución
de representar al indígena en términos no del todo
negativos.
Sobre el primer tema, la crítica conviene en que el
título de la
crónica representa la propia experiencia de Núñez
en
tierra americana: el desplome de la supuesta “esencialidad” hispana
versus el ascenso de una identidad oscilante entre un yo español
e
indígena. No hay duda que en el proceso de redacción de
la obra,
Núñez advierte que “el desplazamiento traumático
de
un marco cultural a otro” le fuerza incidentalmente a reconocerse
“en la marginalidad extrema de un ser que se siente totalmente ajeno a
lo
que le rodea” (Pupo-Walker 98). Es posible que el hallazgo de ese otro
yo
y el constante “replanteo de una alteridad cambiante” condujese a
Núñez a reivindicar la negada humanidad del nativo
(Molloy 427).
En su relato, la imagen del indígena ya no es la del simple
bruto,
supersticioso, antropófago y traicionero; sino la del padre que
cuida
amorosamente a sus hijos; la del hermano que siente como propios la
muerte y el
sufrimiento de los otros; la del vecino que comparte su alimento y
practica la tolerancia
sexual.
La pieza en dos
actos de Sanchis se alza justo al medio de las fisuras que rasgan el
relato de
Núñez, en el centro de la duplicidad que sufre el
protagonista.
Esta textura bifocal permite ver lo que ocurre en la vida diaria de
Alvar
– el personaje ficcional con el que Sanchis recrea la individualidad de
Núñez – en sus pensamientos y pesadillas. La obra parte
del
momento en que Núñez ha vuelto a España (la del
siglo XVI
y por extensión la del presente) después de nueve
años. Lo
mismo que en El retablo, la
multiplicidad de acciones y paralelismos concurre en dos planos que se
entrecruzan y separan indistintamente: uno histórico, apoyado en
Naufragios, y otro ficcional, cosecha
del autor. Los enlaces se suceden a varios niveles siendo los verbales,
situacionales
y de personaje los más importantes. Los personajes son Shila,
Mariana,
Claudia, Figueroa, Alvar y los cuatro náufragos.
El primer acto
abre con un escenario dividido en dos planos: en uno se ve a un hombre
desnudo
moviéndose agitadamente bajo una fuerte tormenta
acompañada de
truenos y relámpagos; en el otro, un hombre duerme en un
camastro
febrilmente conmocionado por pesadillas. Este último, se levanta
bruscamente, se despoja de la ropa y se tira al suelo a dormir donde
parece
sentirse más cómodo. Se trata del mismo sujeto pero en
dos
situaciones espacio-temporales distintas. Shila es la india mujer de
Alvar en
América, nunca mencionada en su escritura, pero que
todavía vive
en su memoria.(13) Mariana, la
compañera actual del
protagonista, contrasta con la humana dulzura de la india y representa
la
frívola modernidad e incomunicación que éste
padece (98).
Shila, como doña Sombra en El
retablo, es la conciencia indígena acusadora que interpela
la
escritura del cronista buscando reinstalar el dato omitido. Los otros
tres
sobrevivientes, desde su marginalidad, repudian de igual manera la
falta de
veracidad histórica del relato de Núñez y exigen
la
verdad: “Dilo tal como fue”, dice Dorantes, “Importa que se
sepa todo lo que ocurrió, con pelos y señales... Y
sólo
tú sabes de letras. Has de contarlo paso a paso...” (100).
Los tres
náufragos, de simples voces en la memoria del protagonista,
incursionan
súbitamente en su nueva realidad espacial, pero sólo
él y
el público pueden verlos. Esteban – el más marginal de
todos dada su doble condición de negro y esclavo – es el
emisario
de las víctimas que reclaman fidelidad en el texto. Al igual que
Bernal
Díaz, en su Verdadera historia,
reclama los méritos negados al simple soldado en los escritos de
Cortés, Esteban increpa a Cabeza de Vaca: “He venido a
buscarte...
Me han enviado. Se trata de ese libro que escribiste. No están
conformes
con lo que cuentas... o cómo lo cuentas. Dicen que no se
reconocen en
sus palabras, que callas muchas cosas, que te ocultas...” (108). Al
intentar los tres soldados enmendar lo borrado en el relato recreando
los
eventos tal como sucedieron, Núñez se niega a participar
en las
acciones. A través del teatro-en-el-teatro, los tres repiten lo
que
Núñez escribe que ellos dijeron, pero sus palabras y
gestos subrayan
la ambivalencia en los enunciados del cronista. Para distanciarse
aún
más de la voz autoritaria del historiador, los náufragos
apelan a
una versión de Naufragios,
lingüísticamente más modernizada, que les permite
hacer comentarios
socarrones sobre las palabras atribuidas a cada uno de ellos. De esta
manera,
Sanchis formula una crítica metateatral, metahistórica y
metaliteraria.
En un escenario
convertido en las costas de Florida, el espectador observa
simultáneamente lo que ocurre dentro y fuera de la mente del
protagonista. Ante el intento de Núñez de escaparse del
lugar y
de sus recuerdos, Castillo y Dorantes le sujetan: “¡Soltadme!
¡No Quiero volver! ¡Aquello ya ocurrió! ¡Ya lo
viví, lo conté, lo escribí! ¡No quiero
soñarlo!”
(120). El forcejeo evoca el compendio de la lucha espiritual que sufre
el
protagonista. Las bifurcaciones textuales de Naufragios,
Castillo y Dorantes las refutan “...todos
preferiríamos ser algo más de lo que somos... a nadie le
gustan
estas medias tintas, este sí pero no, este quiero y no puedo...
aquí estamos: hinchando el pecho y apretando el culo para
enmendar la
Historia con mayúscula” (121). La exigencia de los
ex–compañeros de infortunio de reescribir la Historia y ajustar
su
nimia representación se asemeja a la del indígena.
En el segundo
acto se exponen detalladamente los pormenores del fracaso de la
expedición de Narváez. El cuadro es desolador, de los
gallardos y
feroces conquistadores lo único que queda es “una tropa
famélica, sucia, derrengada” portando ramas en vez de lanzas y
estandartes (135). El espantajo de Narváez desvaría sobre
el
esqueleto de un caballo que ha sido devorado por la hambrienta tropa.
Destaca
en esta segunda parte la iniciación del mestizaje de
Núñez; una india pinta una raya oscura en la mitad de su
cara que
anuncia la doble condición que le marcará para siempre
(141). El
rito representa para Sanchis “La herida del otro”, la co-presencia
de dos mundos en uno solo sin ser ninguno a la vez. Lamenta el
protagonista,
“esta herida se abrió por sí misma, sin ayuda de nadie.
Este animal herido no soy yo. Este salvaje desnudo, que durante
años
sólo ha pensado en salvar el pellejo, no soy yo”. Y confiesa a
Shila “saldrías huyendo si supieras todo lo que he perdido, todo
lo que he negado. Saldrías huyendo si supieras todo lo que soy
capaz de
traicionar” (163-64). El acto termina con el alegre reencuentro de
Núñez y sus compatriotas después de nueve
años de
extravío. El otrora férreo conquistador está casi
irreconocible “con la cara, el pecho y los brazos tatuados al modo
indígena” (170). Ya en España, el protagonista reniega de
su dualidad y desea recuperar su compostura europea: “Sintió
vergüenza”, dice Esteban, “toda una noche estuvo
frotándose la piel con arena” para borrar toda marca que
atestiguara la presencia del otro. Al final, cada quien recobra sus
privilegios
perdidos y status social, excepto la india y Esteban el Negro, que
reprende a
Shila: “Te lo diré más claro: yo no tendría que
estar aquí. Ni tú tampoco... Aquí tú y yo
sobramos” (175).
Finalmente, las
obvias transgresiones de las coordenadas espacio–temporales que
introduce
Sanchis en su texto obedecen a sus investigaciones sobre la
física
cuántica.(14) El personaje de Claudia,
por ejemplo,
conversa sin dificultad con el marido que ha partido veinticinco
días
antes y se encuentra a cientos de millas de distancia. En otro pasaje,
Claudia
y Mariana discuten las acciones según estas ocurren: la primera,
es la
mujer de Alvar en el presente, la segunda, pertenece a un lejano
pasado.
Asimismo, la india se junta con Alvar en un moderno aeropuerto para
entregarle
los restos de la hija muerta que ambos procrearon en los tiempos de la
Florida.
Es claro que en la cabeza de Alvar, como en el teatro, todo es posible.
(14) En la Trilogía
Americana, Sanchis rompe las convenciones espacio-temporales y
quiebra los
estereotipos condicionantes del tiempo “euclidiano” y
“newtoniano” (Fondevila 150). El mecanismo que emplea es un juego
de simultaneidades y alternancias que dialécticamente se niegan
y
complementan en el interior de un plano en el que coexisten espacios y
tiempos
diferenciados, personajes reales y ficticios de épocas
distintas. La
empresa del autor es mostrar la naturaleza del conflicto
interior-exterior que
desgarra y secciona a personajes como Núñez, la
simultaneidad
entre la ‘otredad’ indígena y española “de un
hombre que ya no es ni blanco ni negro, ni cristiano ni pagano”, sino
un
extranjero en todas partes, prototipo de un hombre futuro (Fondevila
150).
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