Fisuras y alteridad historiográfica en El retablo de Eldorado y Naufragios de Alvar Núñez/de José Sanchis Sinisterra



 

Manuel Sosa-Ramirez

University of South Florida

 

 

Kitsch o bricollage intelectual, pastiche histórico intencional e hibridación entregenérica, son sólo algunas de las marcas que atestiguan la presencia del postmodernismo en el teatro español de las últimas décadas.(1) Otras de sus huellas serían la multiplicidad de tendencias y lenguajes operando en un mismo espacio (textual o escénico); la crítica paródica y representación de la alteridad, diferencia y marginalidad; y la revisión y enjuiciamiento de la Historia como discurso.(2) El postmodernismo aludido, sin embargo, no es al que se acusa de rigidez en sus planteamientos, de relativismos infinitos y de auspiciar productos culturales indiferentes a la realidad del mundo; sino el que apuesta por la fractura y el fragmentarismo, la ironía y la parodia, la diferencia y la discontinuidad. Se trata de un postmodernismo de baja intensidad que no obstruye el “acceso racional o estético a la realidad”, o niega la “relación entre la realidad literaria o extraliteraria” (Floeck 193). De ahí que lo histórico-social dialogue sin problemas con una estética de dispersión y de desajuste como la que ofrece el postmodernismo. En los textos que examinaremos veremos de qué manera Sanchis combina técnicas del teatro postmoderno con una clara intención de interrogar la textualidad discursiva de la Historia que por más de cinco siglos ha vinculado a España y América Latina. Según declara sanchis, su objetivo es concretar “un teatro para la duda”, un teatro que socava las certidumbres y fomenta el desorden auto-reflexivo en un tejido social que siempre tiende al conformismo.(3) El enjuiciamiento de la Historia desde una perspectiva postmoderna se hace a través de un mecanismo de “reapropiación de la memoria.”(4) Los sedimentos del documento histórico se examinan en un contexto relativo; esto es, renunciando a la supuesta objetividad de sus enunciados y aceptando – no sólo que el mundo lo experimentamos exclusivamente a través del lenguaje – sino que toda lectura-escritura de textos sobre el pasado está sujeta a la posición histórica, valores, e intereses políticos de cada individuo (Newton 152). En sus obras, Sanchis se propone reinscribir el pasado tal como lo que es, una construcción discursiva plagada de relatos y textualizaciones muy cercana a la ilusión teleológica de ordenamiento progresivo. De esta manera, el sustrato político-ideológico que subyace en la versión oficial de la Historia queda al descubierto perdiendo su validez. El procedimiento permite, además, que las voces no autorizadas en el contexto cultural privilegiado adquieran horizontalidad plurivocal.

Así las cosas, la Historia deviene una epistemología altamente sospechosa, impregnada de prefiguraciones narrativas, en la que los límites entre realidad y ficción desaparecen. Según la crítica post-estructuralista, ya no es posible establecer una clara diferencia entre los procedimientos narrativos de la Historia y los literarios, ya que los documentos históricos no son menos opacos que los textos literarios (White 43). Tampoco es concebible la tendencia de los historiadores a fabricar relatos y argumentos sobre la base de los eventos del pasado. Éstos ya no hablan por sí mismos, como lo hacían en la visión totalizadora y universalizante de la Historia tradicional, sino que se presentan como narrativas concientemente estructuradas y sometidas al orden impuesto por el sujeto que las organiza. La perspectiva homogénea y de continuidad del dato histórico – especialmente ahora que contamos con historiografías (en plural) de los perdedores, los ganadores, lo regional, lo colonial, de los tantos anónimos, de los pocos privilegiados, de mujeres y hombres – es cosa del pasado (Hutcheon 63).(5)

Michel Foucault, en su Arqueología del saber, refuta la propensión de los historiadores a siempre ver teleologías en progreso en los registros históricos y favorecer los largos períodos, como si, por debajo de las peripecias políticas y de sus episodios, se propusieran sacar a la luz, los equilibrios estables y difíciles de alterar, los procesos irreversibles, las regulaciones constantes, los fenómenos tendenciales que culminan y se invierten tras de las continuidades seculares… los grandes zócalos inmóviles y mudos que el entrecruzamiento de los relatos tradicionales había cubierto de una espesa capa de acontecimientos (3).

Al contrario, señala el crítico, la atención debería fijarse no en las “vastas unidades” descritas como “épocas” o “siglos” sino en los “fenómenos de ruptura”, las “discontinuidades” (5). En vez de insistir en la estructuración monolítica de una época determinada el historiador debería constatar las “redistribuciones recurrentes” que muestra cada periodo; los “varios pasados, varias formas de encadenamiento, varias jerarquías… varias redes de determinaciones, varias teleologías, para una sola y misma ciencia, a medida que su presente se modifica: de suerte que las descripciones históricas se ordenan necesariamente a la actualidad del saber, se multiplican con sus transformaciones y no cesan a su vez de romper con ellas mismas” (6).  

En el seno de este escepticismo crítico que rechaza toda forma de saber absoluto es que se instala el discurso dramático de Sanchis Sinisterra. Su teatro se ajusta a una especie de “realismo posmoderno” o “neorrealismo”, tendencia estética que marca la producción de la llamada “Generación de 1982”, en cuyas obras destaca la re-escritura de los clásicos, el rescate de la palabra y el argumento, y el deseo de contar historias. El manejo de los temas historiográficos se verifica de dos maneras: a través de la mirada del autor que escudriña los resquicios del documento histórico oficial y la del receptor-productor que reflexiona libremente sobre el producto observado. En su propuesta dramática el autor no rectifica las posibles incoherencias de los eventos ni restablece significados omitidos; su discurso textual no busca más verosimilitud que la que ofrece el escenario. Tampoco niega que manipula sus materiales – introduciendo, por ejemplo, inexactitudes espacio-temporales – ni que proyecta “una visión mínima y voluntariamente mutilada de la historia” (Pavis 235-237). En los planteamientos de las obras se proporciona una concepción mínima de la historia en cuyo seno los grandes personajes y pueblos ya no obedecen a una “lógica previsible” sino más bien a una desmitificadora (Pavis 237).

En los textos de Sanchis que nos ocupan, sin ser radicalmente postmodernos, temas y personajes (ficticios e históricos) son vistos desde una óptica alternativa a la exégesis de las Crónicas de Indias.(6) La retórica legalista, glorificadora, de los eventos asociados al descubrimiento y conquista de América, al ser carnavalizada se desploma. Sin importar si se maneja o no el contenido de las crónicas, en ambas obras se recrea ante el espectador de hoy el mundo europeo-americano del siglo XVI, el del descubrimiento y conquista de América. Podría ser que por falta de los referentes históricos necesarios el diálogo entre escena-espectador no ocurra; podría ser que el espectáculo no sea más que un simple acto receptivo que envuelva el aquí y ahora de la representación únicamente. En cualquiera de los casos, la propuesta inicial y su pluralidad de sentidos no se invalida ya que el receptor cumple con su función de “rellenar los huecos” dejados por el autor, interrogar el texto en “el espacio de la connotación”(7) y ser “co-productor” del texto-espectáculo, tareas sin las cuales la empresa no estaría completa (de Marinis  27).

El retablo de Eldorado y Naufragios de Alvar Núñez – conjuntamente con Lope de Aguirre, traidor – integran la llamada Trilogía americana. Los tres textos obedecen a una especie de dramaturgia de cohesión que Sanchis denomina “fronteriza.”(8) Estructuras esencialmente híbridas que comparten coherencia y unidad en los temas y formulaciones estéticas, pero son núcleos autónomos que se adecuan a una flexible movilidad que les permite internarse en el territorio de los “géneros espurios” y la hibridación multifacética (Pérez Coterillo 12). El retablo se organiza sobre la base de una compleja intertextualidad y juego de perspectivas múltiples: Crónicas de Indias, coplas populares, entremeses, personajes en préstamo de El retablo de las maravillas de Cervantes, manejo de tiempos disímiles y teatro-en-el-teatro. Los cuatro personajes – Chirinos y Chanfalla, los dos pícaros cervantinos; don Rodrigo, un viejo indiano maltrecho; y Doña Sombra una misteriosa india – son figuras circenses, reflectadas en el “espejo de la picaresca” (Pérez Coterillo 12).

La pieza es un “tragientremés” en dos partes, modalidad híbrida que examina la dualidad referencial, la doble representación dramática y el acceso a dos públicos.(9) El primer público lo integran  los locales de una villa española del siglo XVI, el otro observa desde la sala en el aquí y ahora de la representación. El público de la villa (primario) debe ser ficticio y real a la vez: es ficticio para Chirinos y Chanfalla y, para el público de la sala (secundario), que sabe que se trata de un ardid de los pícaros para engañar a Rodrigo. Para este último, no obstante, ese público es real. El trueque de miradas posibilita el entrecruce de múltiples sentidos juntando a ambos públicos y ambos tiempos en una unidad fragmentada en dos partes. De manera que pasado y presente se ven las caras en ese espejo de dos temporalidades en el que se convierte el espacio escénico. Del mismo modo, la persecución y marginalidad de los cómicos bajo la rígida mirada autoritaria del llamado Siglo de Oro español es contrapuesta a la que sufre América bajo la conquista, siendo el público de la sala el que completa el triángulo equilátero. Esta doble fisura del texto marca, asimismo, la conciencia de Rodrigo, el protagonista, quien al igual que Cabeza de Vaca a su regreso de la fracasada misión de la Florida, sin ser indígena ya no se sentía español.

Al igual que en Cervantes, el factor que desencadena las acciones en El retablo es el engaño. Chirinos y Chanfalla han prometido ayudar a Rodrigo en el montaje de su retablo – el recuento de cuarenta años de penurias como soldado en América – para juntar el dinero necesario que el viejo “tuerto, tullido y loco” (Llanos Salas 90) necesita para volver a América, utopía en la que espera encontrar las ilusiones perdidas y las riquezas de El Dorado. Pero los pícaros, más que ayudarle, quieren robarle una pequeña bolsa que el viejo esconde con gran cuidado porque creen que contiene perlas preciosas. Chirinos y Chanfalla quieren convencer al viejo de que aunque no ve al público (primario) convocado para la representación de su retablo, éste se encuentra ahí en la oscuridad de la nada. Es aquí donde el público otro, el de la sala, juega un doble rol: el de “Macarelo y su garrulla”, que nunca llegarán, y el público real que participa en el proyecto aunque manteniendo la distancia crítica. La guasa se agranda dada la dualidad impostora del público ficticio: Rodrigo cree que se trata de los “nobles señores de la villa”, pero se trata del “bajo mundo” representado por Macarelo (Aznar, El retablo 403). De pronto, todo el juego se desploma debido a que cerca de la villa el Santo Oficio dispone la quema de herejes en un Auto de Fe.(10)

En El Retablo se detectan por lo menos tres núcleos de interés temático: 1) marginalidad  y persecución de los cómicos en el marco del Siglo de Oro, 2) revisión crítica de la conquista y sus causas-efectos en el binomio conquistador-conquistado, 3) examen de los niveles de alteridad sufridos por personajes víctimas como doña Sombra (Serrano 67-68). El uso de materiales y caracteres dramáticos considerados “menores”, permite al autor sondear los oscuros territorios de la “otra” cara de la moneda y rehabilitar lo omitido por el discurso oficial. Chirinos y Chanfalla son los cómicos-tipo de ese “teatro menor” que en el esplendor del Siglo de Oro estaban condenados a la marginalidad  como resultado del dogmatismo político-religioso de la época. Sanchis asegura que la escritura del Barroco, más que la de otra época, exigía “la sumisión a las leyes, la obediencia a los príncipes, a los magistrados y superiores”. Al teatro se le había convertido en un “arma de dominio, enajenación, subyugación del pueblo y ocultamiento de crueldades”; era “un domesticado organismo de domesticación colectiva” (Condición 74). Ante este teatro “institucionalizado” se erige uno “marginal, liminal y fragmentario” que se instala en la periferia del orden inmovilista desde la cual subvierte los cimientos y burla los sistemas de control, y dispositivos punitivos. Es un teatro “que renace una y otra vez, extendiéndose y propagándose como el fuego y como la peste” (76). En El retablo, la amenaza del Santo Oficio siempre en persecución de los considerados herejes y desafectos al régimen funciona como telón de fondo. Los cómicos, como siempre, lograrán escapar pero en la estampida perderán lo poco que poseen. Grita Chanfalla en algún momento de la pieza: “¡Levantemos el campo, que el Santo Oficio viene a hacernos visita, y temo no ha de ser de cortesía! ¡Presto, presto, Chirinos! ¡Arrambla con lo que más valga, que ello será de hoy más nuestro remedio!” (353-54).

En cuanto al segundo eje temático, Sanchis inserta su obra en el corazón mismo de la tragedia de la conquista, en “el triunfo de la mirada ciega, de la palabra muda, sobre la de aquellos que quisieron atestiguar la otredad como parte de una nostredad” (Serrano 65-66). Para el autor lo ocurrido entre la España de los Austrias y la América indígena fue un choque traumático de culturas, una “miope relación con lo otro… protagonizada por españoles violentos y dogmáticos, bárbaros, sadistas, traicioneros y malvados, esclavizadores [y] homofóbicos” (Aznar, Introducción 406). A través de Rodrigo, víctima atrapada entre dos realidades que no controla, se cuestiona la experiencia americana. La desarrapada figura del viejo conquistador –  “fracasado  quijotesco, desesperado, enfermo, suicida y loco” – personifica la escritura épico-triunfalista del imperio desde los inicios del saqueo de Indias (Aznar, Introducción 395). Los versos puestos en boca de Rodrigo cantando las bellezas y riquezas americanas recuerdan la retórica colombina en la que se conjuga una visión idílica del paisaje con la codicia de tesoros naturales y humanos. Pero es a través de un ropaje bucólico engañoso, según los pícaros, que debe venderse la quimera de Indias si es que se quiere convencer a alguien de viajar a ultramar y sumarse a la jornada de Eldorado. Rodrigo conviene que con una “mitad basta y sobra para encender los ánimos y levantar los corazones en pos de esa jornada” (276); pero el peso de su conciencia cercenada le traiciona y en vez de hablar de bellezas habla de atrocidades:


Yo he visto con mis ojos multitudes de hombres perdidos y estragados, muy peores que fieras sin entrañas, cometer mil traiciones y maldades en aquel vastísimo y Nuevo Mundo de las Indias. Como lobos y tigres y leones cruelísimos y hambrientos, ellos cometen tiranías feroces y obras infernales por la codicia y la ambición de riquezas. Por las tales riquezas infinitas manos en violencias, opresiones, matanzas, robos, destrucciones, estragos y despoblaciones, que han dejado aquellas tierras perdidas y extirpadas para siempre... (275-76)

 

El texto, que recuerda La Brevísima del padre Las Casas, demuestra el deseo quijotesco de Rodrigo de reparar los males causados por la ceguera mental de su época: “¿Qué he de hacer, sino enmendar este Nuevo Mundo de la desolación que el Viejo le ha causado?” (352). Al final, el noble espíritu del viejo se resquebraja. Cae en la cuenta que su empresa reivindicativa no es posible y opta por el suicidio.

Doña Sombra representa la conciencia culpable de Rodrigo, la verdad reclamante de la alteridad indígena que busca ser escuchada. Ante el intento de ocultar el genocidio cometido en América, Sombra reclama en Náhuatl: “Pocas palabras para muchas muertes no son palabras verdaderas”. Y señalando al público de la sala, increpa a Rodrigo, “Ellos quieren saberlo todo. Ellos quieren que tengas el valor de decirlo todo” (322). La ambigua relación entre Sombra y Rodrigo, al igual que entre Shila y Alvar Núñez, como veremos más adelante, el autor la bosqueja con el propósito de restituir la innegable presencia de la mujer indígena (omitida por la versión oficial) en la vida de los conquistadores.

Pero Sombra es más de lo que su nombre sugiere. Ella sabe los secretos de la vida y la muerte; viaja libremente por el tiempo y el espacio; y percibe la presencia de humanos de otras épocas. Donde los otros ven (o creen ver) las siluetas las “gentes nobles de la villa”, la india asegura que “ahí en las sombras hay espíritus de otros tiempos que nos miran y ríen de vuestra necedad” (301). Al romperse la cuarta pared se verifica la convergencia heteroglósica de los múltiples registros lingüísticos y el cruce de miradas de sujetos pertenecientes a otros espacios y temporalidades. Sombra representa, a su vez, el objeto deseado (sexual y de otros tipos) por el colonizador. En un pasaje de la pieza, “Chanfalla se abalanza sobre Sombra y, cubriéndole la boca con una mano, la arrastra detrás de la carreta” (299). Sombra “aparece...con los cabellos en desorden...Echa lumbre por los ojos”. Chanfalla “entra también desastradísimo, medio bajados los calzones, cubriéndose la mejilla con una mano y la entrepierna con la otra, ambas zonas evidentemente doloridas” (300). Con estos simples trazos satíricos Sanchis pone en entredicho la supuesta buena fe y heroísmo del español en América.

Naufragios de Alvar Núñez o La herida del otro, toma como base el texto Naufragios, crónica de viaje del conquistador Cabeza de Vaca escrita a su regreso a España después de andar perdido por nueve años en la Florida.(11) La expedición de Pánfilo de Narváez (1527), de la que Núñez era alguacil tesorero, partió de España con cuatrocientos hombres. De estos volvieron solamente cuatro: Núñez, Castillo, Dorantes y Esteban (el Negro). La textura de Naufragios, de estructura sumamente compleja, está impregnada de relatos de todo tipo: hostilidad del terreno y el clima, estrategias de sobrevivencia ante la escasez de comida, convivencia de múltiples lenguas, vida indígena, imposibilidad de comunicación, distintas formas de esclavitud practicadas por los nativos, fallida expedición, etc. La retórica del cronista se despliega a través de una literalidad épica tan excesiva que vuelve difícil para los estudiosos clasificar su contenido de veraz y objetivo. Núñez complica aún más las cosas al apoyar su relato en un yo protagónico que convierte el informe en una serie de aventuras que resquebraja la hipotética credibilidad objetiva del documento histórico. Se dice que en los nueve años en que el conquistador anduvo perdido debieron ocurrirle cientos de cosas. Él, sin embargo, documenta únicamente aquellas en las que salió triunfante: ante la estrechez de comida, Núñez aprende rápidamente a distinguir las raíces e insectos comestibles de los que no lo son. Su ardua experiencia como esclavo le vuelve un experto en transacciones comerciales. Su aparente superioridad étnica le permite desarrollar poderes mágicos que lo convierten en “Chamán”, médico curandero que revive hasta muertos. En fin, el protagonista del relato siempre saca ventaja de las adversidades.

Pupo-Walker puntualiza que las crónicas – por su carácter de Relación que sintetizaba la fluidez de las comunicaciones entre funcionarios e instituciones de la corona – eran “documentos informativos preparados por funcionarios, conquistadores y clérigos [que] al pasar los años, se convertían en un estrato fundamental del discurso histórico y cultural que produjeron los descubrimientos y colonización del Nuevo Mundo” (86). El texto de Núñez, sin embargo, abulta las acciones, señala cosas en las que dice haber sido protagonista que posiblemente no ocurrieron. Naufragios, como documento informativo, no provee “‘precisión geográfica’..., información sobre climas, hidrografía, fertilidad del suelo, distancias, flora y fauna” (Pupo-Walker 103). La intención de Núñez, al parecer, no es reconstruir un período histórico específico – como ocurre en los escritos de Cortés, Bernal Díaz y el Inca Garcilaso – sino formular un testimonio muy cercano al diario de viaje; al recuento del dato suelto que busca recuperar la “vivencia inmediata”, pero que cae en “la glosa, casi desesperada”, del que no logra expresar con certeza lo que sabe (Pupo-Walker 87-90). Posiblemente las incongruencias textuales tengan más que ver con la naturaleza de la obra misma, el ser la cronología de un fracaso y no la Relación exaltada de una hazaña victoriosa.

Efectivamente, para Silvia Molloy Naufragios es “la historia de un fracaso cuyo signo negativo se busca borrar con la escritura”(12) (425). El designio de Núñez es cautivar la atención del rey para que repare en la ‘heroicidad’ que entraña el sobrevivir en condiciones hostiles y premie la valentía de preservar la vida cuando se cumple el honroso deber del buen vasallo. El escritor busca el reconocimiento y desde esta posición de diferencia “hacer del relato mismo su servicio”. Su testimonio ya no es sobre hazañas de “conquistar y gobernar” de un Cortés o un Pizarro, sino sobre “informar y convencer” de un Aguirre o un Bernal Díaz (Molloy 425-26). En el informe de los triunfadores se narran los eventos al mismo tiempo que se erige la propia heroicidad; en el de los perdedores, se constatan los actos nobles presentes aún en los fracasos reclamando heroicidad donde no existe.

Dos de los temas que destacan en Naufragios son la aquiescencia del protagonista de saberse una entidad dividida y la resolución de representar al indígena en términos no del todo negativos. Sobre el primer tema, la crítica conviene en que el título de la crónica representa la propia experiencia de Núñez en tierra americana: el desplome de la supuesta “esencialidad” hispana versus el ascenso de una identidad oscilante entre un yo español e indígena. No hay duda que en el proceso de redacción de la obra, Núñez advierte que “el desplazamiento traumático de un marco cultural a otro” le fuerza incidentalmente a reconocerse “en la marginalidad extrema de un ser que se siente totalmente ajeno a lo que le rodea” (Pupo-Walker 98). Es posible que el hallazgo de ese otro yo y el constante “replanteo de una alteridad cambiante” condujese a Núñez a reivindicar la negada humanidad del nativo (Molloy 427). En su relato, la imagen del indígena ya no es la del simple bruto, supersticioso, antropófago y traicionero; sino la del padre que cuida amorosamente a sus hijos; la del hermano que siente como propios la muerte y el sufrimiento de los otros; la del vecino que comparte su alimento y practica la tolerancia sexual.

La pieza en dos actos de Sanchis se alza justo al medio de las fisuras que rasgan el relato de Núñez, en el centro de la duplicidad que sufre el protagonista. Esta textura bifocal permite ver lo que ocurre en la vida diaria de Alvar – el personaje ficcional con el que Sanchis recrea la individualidad de Núñez – en sus pensamientos y pesadillas. La obra parte del momento en que Núñez ha vuelto a España (la del siglo XVI y por extensión la del presente) después de nueve años. Lo mismo que en El retablo, la multiplicidad de acciones y paralelismos concurre en dos planos que se entrecruzan y separan indistintamente: uno histórico, apoyado en Naufragios, y otro ficcional, cosecha del autor. Los enlaces se suceden a varios niveles siendo los verbales, situacionales y de personaje los más importantes. Los personajes son Shila, Mariana, Claudia, Figueroa, Alvar y los cuatro náufragos.

El primer acto abre con un escenario dividido en dos planos: en uno se ve a un hombre desnudo moviéndose agitadamente bajo una fuerte tormenta acompañada de truenos y relámpagos; en el otro, un hombre duerme en un camastro febrilmente conmocionado por pesadillas. Este último, se levanta bruscamente, se despoja de la ropa y se tira al suelo a dormir donde parece sentirse más cómodo. Se trata del mismo sujeto pero en dos situaciones espacio-temporales distintas. Shila es la india mujer de Alvar en América, nunca mencionada en su escritura, pero que todavía vive en su memoria.(13) Mariana, la compañera actual del protagonista, contrasta con la humana dulzura de la india y representa la frívola modernidad e incomunicación que éste padece (98). Shila, como doña Sombra en El retablo, es la conciencia indígena acusadora que interpela la escritura del cronista buscando reinstalar el dato omitido. Los otros tres sobrevivientes, desde su marginalidad, repudian de igual manera la falta de veracidad histórica del relato de Núñez y exigen la verdad: “Dilo tal como fue”, dice Dorantes, “Importa que se sepa todo lo que ocurrió, con pelos y señales... Y sólo tú sabes de letras. Has de contarlo paso a paso...” (100).

Los tres náufragos, de simples voces en la memoria del protagonista, incursionan súbitamente en su nueva realidad espacial, pero sólo él y el público pueden verlos. Esteban – el más marginal de todos dada su doble condición de negro y esclavo – es el emisario de las víctimas que reclaman fidelidad en el texto. Al igual que Bernal Díaz, en su Verdadera historia, reclama los méritos negados al simple soldado en los escritos de Cortés, Esteban increpa a Cabeza de Vaca: “He venido a buscarte... Me han enviado. Se trata de ese libro que escribiste. No están conformes con lo que cuentas... o cómo lo cuentas. Dicen que no se reconocen en sus palabras, que callas muchas cosas, que te ocultas...” (108). Al intentar los tres soldados enmendar lo borrado en el relato recreando los eventos tal como sucedieron, Núñez se niega a participar en las acciones. A través del teatro-en-el-teatro, los tres repiten lo que Núñez escribe que ellos dijeron, pero sus palabras y gestos subrayan la ambivalencia en los enunciados del cronista. Para distanciarse aún más de la voz autoritaria del historiador, los náufragos apelan a una versión de Naufragios, lingüísticamente más modernizada, que les permite hacer comentarios socarrones sobre las palabras atribuidas a cada uno de ellos. De esta manera, Sanchis formula una crítica metateatral, metahistórica y metaliteraria.

En un escenario convertido en las costas de Florida, el espectador observa simultáneamente lo que ocurre dentro y fuera de la mente del protagonista. Ante el intento de Núñez de escaparse del lugar y de sus recuerdos, Castillo y Dorantes le sujetan: “¡Soltadme! ¡No Quiero volver! ¡Aquello ya ocurrió! ¡Ya lo viví, lo conté, lo escribí! ¡No quiero soñarlo!” (120). El forcejeo evoca el compendio de la lucha espiritual que sufre el protagonista. Las bifurcaciones textuales de Naufragios, Castillo y Dorantes las refutan “...todos preferiríamos ser algo más de lo que somos... a nadie le gustan estas medias tintas, este sí pero no, este quiero y no puedo... aquí estamos: hinchando el pecho y apretando el culo para enmendar la Historia con mayúscula” (121). La exigencia de los ex–compañeros de infortunio de reescribir la Historia y ajustar su nimia representación se asemeja a la del indígena.

En el segundo acto se exponen detalladamente los pormenores del fracaso de la expedición de Narváez. El cuadro es desolador, de los gallardos y feroces conquistadores lo único que queda es “una tropa famélica, sucia, derrengada” portando ramas en vez de lanzas y estandartes (135). El espantajo de Narváez desvaría sobre el esqueleto de un caballo que ha sido devorado por la hambrienta tropa. Destaca en esta segunda parte la iniciación del mestizaje de Núñez; una india pinta una raya oscura en la mitad de su cara que anuncia la doble condición que le marcará para siempre (141). El rito representa para Sanchis “La herida del otro”, la co-presencia de dos mundos en uno solo sin ser ninguno a la vez. Lamenta el protagonista, “esta herida se abrió por sí misma, sin ayuda de nadie. Este animal herido no soy yo. Este salvaje desnudo, que durante años sólo ha pensado en salvar el pellejo, no soy yo”. Y confiesa a Shila “saldrías huyendo si supieras todo lo que he perdido, todo lo que he negado. Saldrías huyendo si supieras todo lo que soy capaz de traicionar” (163-64). El acto termina con el alegre reencuentro de Núñez y sus compatriotas después de nueve años de extravío. El otrora férreo conquistador está casi irreconocible “con la cara, el pecho y los brazos tatuados al modo indígena” (170). Ya en España, el protagonista reniega de su dualidad y desea recuperar su compostura europea: “Sintió vergüenza”, dice Esteban, “toda una noche estuvo frotándose la piel con arena” para borrar toda marca que atestiguara la presencia del otro. Al final, cada quien recobra sus privilegios perdidos y status social, excepto la india y Esteban el Negro, que reprende a Shila: “Te lo diré más claro: yo no tendría que estar aquí. Ni tú tampoco... Aquí tú y yo sobramos” (175).

Finalmente, las obvias transgresiones de las coordenadas espacio–temporales que introduce Sanchis en su texto obedecen a sus investigaciones sobre la física cuántica.(14) El personaje de Claudia, por ejemplo, conversa sin dificultad con el marido que ha partido veinticinco días antes y se encuentra a cientos de millas de distancia. En otro pasaje, Claudia y Mariana discuten las acciones según estas ocurren: la primera, es la mujer de Alvar en el presente, la segunda, pertenece a un lejano pasado. Asimismo, la india se junta con Alvar en un moderno aeropuerto para entregarle los restos de la hija muerta que ambos procrearon en los tiempos de la Florida. Es claro que en la cabeza de Alvar, como en el teatro, todo es posible.

 

Notas


(1)   Aparte de la profusa intertextualidad o hibridación entregenérica, en lo que llamaríamos estilo destaca el “pastiche histórico intencional,” que voluntariamente se auto-parodia, y el kitsch, o bricollage intelectual, una mezcla ambivalente de múltiples ingredientes. Todos estos dispositivos entrelazados con una “modalidad multifacética irreverente y lúdica”, y una densa “heteroglosia” en los registros verbales, dan cuenta de la postmodernidad en el teatro de los últimos tiempos (Volek 259). En cuanto al debate sobre lo que debería entenderse por ‘postmodernismo’ (la crítica literaria comúnmente emplea el concepto en sus dos formas claves: ‘postmodernidad’ y postmodernismo’), Malpas asegura que no es posible adjudicar a ambas nociones significados exentos de toda controversia. No existe un consenso entre detractores y defensores en torno a qué aspectos de la cultura, pensamiento y sociedad, el discurso postmodernista estaría directamente relacionado, o si éste en verdad ofrece medios de comprender el mundo (4). Generalmente, el postmodernismo se enfoca en cuestiones de estilo y representación artística; en cambio, la noción de postmodernidad se emplea para designar un contexto cultural especifico o época histórica. 

 

(2)   Nos referimos a la tipología compuesta de cuatro modelos que Alfonso de Toro introduce en su caracterización del teatro postmoderno: 1) teatro pluridimensional o interespectacular: significados, interpretación pero no tradicional. 2) teatro gestual o kinésico: no interpretación, puros significantes. 3) teatro de deconstrucción: altamente intertextual e historizante. 4) teatro restaurativo: tradición. Las cuatro modalidades se examinan en el seno de “categorías operatorias” como son la “ambigüedad, discontinuidad, ritual, metadiscurso, reconstrucción… (F. de Toro 156)

 

(3)   Asegura Sanchis no haber renunciado “a hacer un teatro vinculado a un compromiso ético… Yo soy una persona tremendamente dubitativa, me muevo en el terreno de la duda y me he acomodado a ella… Creo que el trabajo del artista es el de hacer dudar…”. José Sanchis Sinisterra, “Un teatro para la duda”. Primer Acto 240, 1991: 136.

 

(4)   Una forma de “inscripción de estructuras, temas, personajes, materiales, procedimientos retóricos del pasado en el tejido mismo de un nuevo texto… empleados paródicamente en una doble codificación articulada en pasado/presente”. Fernando de Toro,  “Elementos para…” (33). 

 

(5)   Según Hutcheon, una de las tareas del postmodernismo es subrayar el proceso de fabricación de relatos y argumentos históricos basados en documento tales como las crónicas, los diarios de viaje, las cartas de relación, etc. Esto no implica negar la existencia de un pasado real, sino poner de relieve la tendencia de imponer orden sobre él y las estrategias de codificación y fabricación de significados que se emplean en el acto de representación (63).

 

(6)   En las dos piezas de Sanchis que nos ocupan, tanto el personaje ficcional de Don Rodrigo, como el histórico de Cabeza de Vaca, epítome de conquistadores fracasados, de vuelta en España después de mucho tiempo en América, ya no saben si son españoles o indígenas, o diferenciar el amor del odio.
 
(7)   Según Sanchis, es tarea del espectador rellanar los “huecos vacíos”, la “zona de los silencios” dejados en el texto. A esta modalidad el autor la llama “teatralidad del enigma”, la cual consiste en retener un saber propio, que no se revela en los signos del texto o enunciados escénicos, pero como espacios en blanco, sugerentes, corresponde al receptor rellenar (Cambio de folio 86).

 

(8)   Aunque las obras presentan una temática y estructura dramática distintas, las tres obedecen a los principios de la “teatralidad menor” o “fronteriza”. Una estética “empobrecedora” que se inclina por los “aspectos parciales, discretos, quizás insignificantes de la existencia humana” y los grandes referentes temáticos de “ángulos humildes, no totalizadores”. En general, las obras del autor están siempre pobladas de “personajes mutilados” (de filiación beckettiana), sujetos insignificantes de carácter parcial y enigmático, poco revelador. José Sanchis Sinisterra, “Por una teatralidad menor”. TEATRO / CELCIT Nº 5 (1995): 9-11.

 

(9)   El retablo es un “tragientremés”, disfraz fronterizo diría el autor, en el que se expresa no una simple e irónica burla de las costumbres populares, sino que se muestra “el terrible final de unos seres destruidos por su propio destino” (Serrano 30). La pieza – al igual que Lope de Aguirre, traidor – es una propuesta dramática intercultural, pluri-lingüística y pluri-fonética llena de plasticidad metafórica y de elementos escenográficos instalada en los intersticios del teatro moderno y postmoderno.

 

(10)   Sanchis enfatiza el fanatismo religioso e intolerancia ideológica de la época a través de la constante presencia del Santo Oficio. A partir de Buero Vallejo muchas de las propuestas dramáticas españolas abordan ambos temas empleando la siniestra imagen de la Inquisición.

 

(11)  Según Serrano, Naufragios de Alvar Núñez o la herida del otro es un texto que se inserta en los parámetros de la dramaturgia de “participación”. La alternancia entre participación psicológica (expresada mediante visiones y audiciones) y distanciamiento objetivador (especialmente a través de los comentarios y actitudes metateatrales que devuelven al receptor su conciencia de “espectador”) que permite al receptor la reflexión crítica (Serrano 28-29).

           

(12)  Beatriz Pastor, lo mismo que Molloy, opina que la Relación de Núñez se presenta “como mérito equiparable a una acción cuyo valor no podía ser reivindicado en razón misma de su carácter fracasado; de ahí que la relación pretendiera ocupar el lugar de la acción fallida que narraba y presentarse como servicio de valor equiparable al de cualquier acción coronada por el éxito” (307). Discursos narrativos de la conquista: mitificación y emergencia. New Hampshire: Ediciones del Norte, 1988. 307.

 

(13) Pupo-Walker no parece tener duda sobre la intimidad de Núñez con mujeres indígenas. Como “Chamán”, nos dice el crítico, Núñez tenía todos los privilegios que quisiese. Estas y otras sugerencias son explícitas en los capítulos XIII y XXXV de Naufragios.

 

(14) En la Trilogía Americana, Sanchis rompe las convenciones espacio-temporales y quiebra los estereotipos condicionantes del tiempo “euclidiano” y “newtoniano” (Fondevila 150). El mecanismo que emplea es un juego de simultaneidades y alternancias que dialécticamente se niegan y complementan en el interior de un plano en el que coexisten espacios y tiempos diferenciados, personajes reales y ficticios de épocas distintas. La empresa del autor es mostrar la naturaleza del conflicto interior-exterior que desgarra y secciona a personajes como Núñez, la simultaneidad entre la ‘otredad’ indígena y española “de un hombre que ya no es ni blanco ni negro, ni cristiano ni pagano”, sino un extranjero en todas partes, prototipo de un hombre futuro (Fondevila 150).  

 

 

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