La conversión religiosa y su performance en verso: los ejemplos de los poetas argentinos Jacobo Fijman y María Raquel Adler

 

 

Eloy E. Merino

Northern Illinois University

 

To be converted, to be regenerated, to receive grace, to experience religion, to gain an assurance, are so many phrases which denote the process, gradual or sudden, by which a self hitherto divided, and consciously wrong inferior and unhappy, becomes unified and consciously right superior and happy, in consequence of its firmer hold upon religious realities.   

                                                                                                                        William James

 

Para el filósofo norteamericano William James, la conversión religiosa es el nombre de un salto de calidad existencial, entre dos circunstancias vitales; el ser, antes dividido, ‘inferior’ e infeliz, además de ‘equivocado’, deviene uno unificado, ‘superior’ y feliz, ahora dotado de absoluta certidumbre. Es como si la persona, antes irremediablemente disgregada, pudiera, mediante este traspaso de compromisos ideológicos, recoger todos los componentes de su esencia y por esta vía se compactase, se redondease. En cualquier caso, la conversión es, como también se sugiere en el epígrafe, tanto un proceso (“gradual or sudden”) como un resultado (“[a] firmer hold upon religious realities”) (Varieties 177); de esta forma puede considerarse una especie de representación personal y pública, una maniobra ontológica o diligencia social, un performance.(1)

James se refiere en otro lugar a la importancia que tiene el aspecto estético en determinar la orientación o el enfoque del relato de la conversión religiosa, “one’s choice of a religion”. Los seres humanos, escribe, tienden involuntariamente siempre a intelectualizar sus experiencias religiosas, a hallar fórmulas especiales de expresión y de representación: “It enriches our bare piety to carry these exalted and mysterious verbal additions [...] Epithets lend an atmosphere and overtones to our devotion”. Para el converso, la riqueza léxica del evento ha de constituir el requisito supremo de la imaginación con la que adopta su nueva realidad, “at every stage [with] adjectives of mystery and splendor” (Varieties 411, 412). Según Peter Stromberg, es a través del discurso en la narrativa de la conversión que la autotransformación tiene efecto; es con el lenguaje institucionalizado de la Iglesia que la conversión ocurrió en primera instancia y es con el discurso personal que el converso revive su evento para contarlo (xi, 3). Y esos adjetivos de misterio y esplendor a los que se refiere William James son necesarios, paradójicamente, para producir el significado de la experiencia: la conversión, escribe Stromberg, es aquel proceso de uso del lenguaje que expande los límites del sentido común, con miras a crear algo que no se puede comprender en el marco de lo familiar. Si el intento es exitoso, aquello que ha sido arcano se convierte en decible, “and a profound sense of meaning is generated”. El converso aspira, en su ritual, a ganar control de lo incierto por medio del uso de un lenguaje canónico, que es su certeza (17-18, 120).

La poesía, el discurso del misterio y del esplendor por excelencia, debe de ser entonces el vehículo idóneo para enunciar, testimoniar y reiterar esa recristalización del ser que se significa en la conversión religiosa. En el “Desengaño y conversión de un pecador” (1753) de Benito Jerónimo Feijóo, el infractor concluye oportunamente su tormentoso itinerario espiritual con la escritura –el poema mismo–, que “se obliga, / en que es un arpón la pluma, / purpúrea sangre la tinta. / Las telas del corazón / papel, o membrana fina / donde hace el dolor los rasgos, / y el amor echa la firma” (carta xxiv, 339). Porque la poesía, alega María Raquel Adler, es el ritmo del misterio de la vida en Dios, y el poeta religioso, por divino, es el sacerdote del arte (Sonetos 10); su vocación lo impele a montar un espectáculo dramático de pujanza retórica y performance sermonario, por medio de los cuales motiva a sus lectores a reproducir o a figurarse aquel estado de éxtasis religioso y estético que se les comunica (Sowder 3, 43).

Entre la conversión misma, el evento, y su crónica pública, el texto, media un proceso que reduce aquel torbellino de emociones a un nombre o etiqueta, que convierte la experiencia estética en una poética, según Karl Morrison. La relación que nos da la persona de su trasmutación es una metáfora de la vivencia misma. No podemos saber, afirma Morrison, lo que sucede realmente en una conversión porque trabajamos casi siempre con un texto escrito, una ficción poética, una especie de relato estructurado por omisiones y maniobras; trucos retóricos para definir a un lector, para asegurar su atención y para cautivarlo (2, 4, 23). El escritor/autor que refiere su caso está totalmente consciente de que su obra es ficticia y que lo es por necesidad, puesto que se ve obligado a usar pensamientos y términos naturales para hablar de eventos sobrenaturales, y ahí, en esa asimilación, ve Morrison la labor poética, el transmitir con palabras lo que está, o debe estar, más allá del lenguaje humano (39, 42). Ese proceso de mediación, al final del cual, en palabras de William James, el converso alcanza su estado superior de felicidad y consolidación (Varieties 177), se desarrolla para Morrison como una representación dramática, con el uso de la metáfora, que denota las variedades del cambio; con la ventaja del  predicamento sobre la peripecia (es decir, de la estimación a posteriori de la experiencia, sobre el conocimiento de la mudanza repentina); el desequilibrio entre la calidad sobrenatural de la conversión y su divulgación a través de las palabras; la oscuridad deliberada de las parábolas; el juego al escondite de la interpretación alegórica; la analogía de las travesuras entre amantes (ejemplo: el amado y la amada de San Juan de la Cruz) y el cliché del esposo celoso; las paradojas de la continencia fecunda y del acto de predicar a los sordos, ciertos lectores. La fábula de la conversión está llena de imaginación teatral (63, 137). En el lenguaje de la filosofía y la teología, la conversión, concluye Morrison, es una metáfora en préstamo de las profesiones y los oficios, en el sentido de verse como el resultado de tomarse la materia prima y convertirla en una obra de arte, como se hace con la alteración de los metales para conseguir el bronce, digamos (185); un tour de force de habilidad y talento.

La conversión religiosa es una posibilidad social siempre vigente; es, además, una práctica bastante común en el siglo XX y en el nuestro (sobre todo entre iglesias cristianas), pero es un concepto que adquiere cierta arista de singularidad cuando ocurre en un ámbito intelectual y artístico; el acto adquiere de pronto una dimensión especial, por el mismo hecho de que se hace literatura, poesía; en su escritura el converso reedita vitalmente sus simbolismos fideístas (Stromberg xiii). Juan Luis Lorda escribe que “desde el punto de vista literario, es un tema privilegiado, por su dramatismo y profundidad”. La transmutación del fervor religioso, del judaísmo al cristianismo –con su sabor arcaico, a siglo XV español, en nuestro ambiente lingüístico–, se da en Argentina con frecuencia, por ejemplo, en el primer tercio del siglo XX, en la población general, además de entre poetas y escritores. (2) Roque Raúl Aragón recuerda que en la Argentina de los años 20, “como había ocurrido en Francia una generación antes, se producen conversiones  y se despiertan vocaciones religiosas [...] Se bautizan los judíos Jacobo Fijman, Marcos y Julio Finguerit, María Raquel Adler” (41). Algunos católicos notables que se habían alejado de la Iglesia, regresan: Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez (Arancet 8).

La vida y obra de Jacobo Fijman (1898-1970) quedaron marcadas, entre otros aspectos, por sus vicisitudes personales (su internamiento en un hospital psiquiátrico por casi treinta años), su marginación social, su periplo estético y, en paralelo, reforzando la dimensión de estos eventos entre sí, por su conversión religiosa al catolicismo en 1929, “compleja como toda conversión”, al decir de Santiago Sylvester (“Jacobo” 12); Fijman se bautiza el 7 de abril de 1930 (Bajarlía 83). María Raquel Adler (1899-1974) va a llevar por el contrario una plácida vida, sin altibajos análogos, habiendo sido consejera y miembro de honor de instituciones culturales en Argentina e Hispanoamérica, preceptora y maestra de francés y castellano, dialoguista, conferenciante. (3) Fue nominada incluso en los años 60 por tres años consecutivos para el Nobel de literatura (Constanzo 29, 65). Su conversión al cristianismo tiene una fecha exacta: el 27 de octubre de 1927 “están tañendo las campanas del esclarecimiento, para que asista la mujer y su poesía al oficio del Evangelio. Ha quedado el Talmud con la intacta esencia de los libros del mundo que enseñan un destino, en las afueras del universo adleriano” (Constanzo 22, 63).

Karl Morrison afirma, como se notó, que la inmediatez, el poder y la duración del evento llamado ‘conversión’ ya están perdidos cuando el poeta –Adler o Fijman– se apresta a contárnosla: “We have only a text before us” (23). ¿Cuáles son los modos tropológicos de tal escrito, las peripecias o “proyecciones espirituales” (Adler, De la tierra 27), que definen su performance, despliegan el enigma de la conversión, y apelan a la imaginación del lector?

 

Hablar de Dios con su celeste lengua
María Raquel Adler escribió que su poemario De Israel a Cristo (1933) fue gestado a partir de un momento de sacudimiento integral de sus ideas “con el estado de alma necesario a estas proyecciones espirituales, en que la expresión bíblica únese a la exaltación y ésta al arrobamiento y a la acción espiritual” (De la tierra 23, 27-8). Eduardo Joubin Colombres añade que éste fue el libro inicial de “su estado de gracia”, compuesto de acuerdo a la verdad teológica (11, 13). Según otro comentarista, De Israel a Cristo produjo “un arrebatador revuelo intelectual” en la Argentina en el momento de su publicación (Arenas 63).

Este libro de poemas consta de dos partes; la primera es una suerte de compendio selectivo de figuras, eventos y lugares del Antiguo Testamento, tamizados por la visión de la autora y pensados para aquellos judíos irresolutos que, aunque deseosos, todavía vacilan ante el provecho de una conversión. Su proyecto cabe en la línea ideológica de otras épocas pretéritas, en la voz de otros conversos; como la del español Gerónimo de Santa Fe, que a principios del siglo XV “movido por un sentimiento de gratitud, se propuso exterminar a sus incrédulos compatriotas; y para conseguirlo, escribió una obra a la cual dio el título de Hebræmastix (azote de los hebreos)”.  Proponíase Santa Fe “convencer a los judíos de su perfidia”, explicar “las excelencias del cristianismo y poner de manifiesto las aberraciones y absurdos del Talmud”. O como la de fray Alonso de Espina, antes rabino, quien en 1458 publica su Fortalitium fidei, para dar fe del cumplimiento de las profecías antiguas del Mesías, en Jesucristo (Amador 334, 407). José Faur indica que estos intelectuales reconocían en sí mismos un profundo sentido de excelencia y de labor misionera, a la par que se consideraban superiores al resto en jerarquía espiritual, tal cual los cristianos más auténticos, “precisely because of their Jewish ancestry”. Desafortunadamente, plantea Faur, estos conversos nunca comprendieron el verdadero significado de la sociedad cristiana o del cristianismo, pues a la postre resultaron incapaces de distinguir entre la retórica teológica y los hechos históricos; enamorados de su propia retórica, permitieron que ésta condicionara y suprimiera la realidad (47-8).

Quizás les hace eco María Raquel Adler, cuando en su primer soneto de De Israel a Cristo caracteriza a ese pueblo judío del que ella procede como uno que con “el paso tardo / y encorvado camina bajo un pardo / cielo de la amargura”, turba “de mirada mustia”, muchedumbre “del llanto y la angustia” (3-4). Adler confiesa que una conmoción intensa se apoderaba de ella cuando releía sus poemas en este texto, y que había soñado que su raza se conquistaría del todo, si en su corazón albergase a Cristo, tarea que la había motivado a escribirlos: “Este canto responde en forma intrínseca a mi aspiración íntima, [para] que Israel, el pueblo elegido de Dios, reconozca y se una al fin al Mesías, que entonces desconocieron, y cuya segunda venida al mundo, anticipada en el Ante Cristo de hoy, lo aceptarían definitivamente” (De la tierra 23, 27). Adler dedica su libro “a los que dudan y a los que lo niegan” y le manifiesta a su lector que anhela conquistar el alma de Israel, que va “por el mundo sediento de convicciones”, porque le faltan. Jesús es el “Deseado de las Naciones” pero Israel lo desconoce, testarudo, “está cerca de ti y tú no lo ves; está en cada recodo de la vida, donde tu planta se acomoda o tropieza, y tú lo desechas” (vii). (4) Juan Luis Lorda justifica este proceder para los conversos que proceden del judaísmo, quienes “perciben la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y recorren un camino semejante al que recorrieron los primeros cristianos”.

En lo adelante, en la primera parte del poemario, Adler hace un repaso de los principales eventos y personajes del Antiguo Testamento (“Patriarcas”, “Reyes”, “Geografía mística”, “Mujeres bíblicas”, “Profetas”, “Canto de alianza”) desde la perspectiva de su ‘futuro’ común aglutinante, la aparición y emergencia del Mesías Jesús, que es el criterio ideológico que vincula todo el texto: “He trazado, en lo que me fue posible, una línea recta desde el Génesis hasta la exaltación de la Cruz. La persona central es Cristo, como exponente racial y espiritual de Israel” (De la tierra 24).

Sus conceptos, diseñados en base a hallar una continuidad lógica y simbólica entre las dos áreas de la tradición blíblica, judía y cristiana, no son originales; ella y sus apologistas (Constanzo, Arenas, Joubin) no lo postulan. Adler nos informa que tardó cuatro años en componer el libro, “con intervalos de lecturas y de documentación” (De la tierra 27); pudo basar su idea en el simbolismo usado por Teresa de Ávila en el Castillo Interior, donde cada una de las siete moradas está vinculada de modo central a ciertas figuras señeras del Antiguo Testamento, “que jalonan el proceso [y] en cierto modo ‘tipifican’ una a una las etapas [de su] itinerario espiritual” (Álvarez 620). Adler podría haber hallado inspiración también en otros autores del Siglo de Oro. Lope de Vega en su Salmo LXXI, pide a Dios que disponga de David para que de él descienda “aquel que haga / con tu sabiduría / juicio, que a los pobres satisfaga / [...] / tu Rey envía” (Herrero 150). O nos presenta a Abraham, en el soneto xciii de las Rimas sacras, como alguien que cree adorar una única divinidad, cuando en realidad “adoraba un Dios en tres personas” (Obras 367). Fray Luis de León justifica en 1562 su comentario del Cantar de los Cantares con la idea de que en la persona de Salomón y de su esposa, debajo de los requiebros amorosos, “el Espíritu Santo [explica] la Encarnación de Cristo y el entrañable amor que siempre tuvo a su Iglesia” (72). Aunque las figuras y la narrativa del Antiguo Testamento son populares en las letras y el discurso españoles (Sánchez-Prieto 78) –sobre todo en el período medieval antes de la expulsión de los judíos en 1492–, un proyecto de la naturaleza del de Adler tal vez tendría pocos antecedentes en la literatura contemporánea en lengua española. El mismo arzobispo de Toledo, Isidro Gomá y Tomás (1933-1940) celebró su originalidad, y la hispanista norteamericana Ruth Richardson reconoció que De Israel a Cristo era un libro único, que no pertenecía a ninguna clase. (5)

Según Adler, Dios santifica el sábado para justificar el domingo, el día de la resurrección. Adán ya anticipa el misterio de la trinidad, y Eva es una Virgen María en potencia, “madre, de un alto ministerio” (7, 8). Isaac, el hijo de Abraham, salvado de morir en Moriah por conducto del ángel, llevará en su estirpe desde aquel momento “la cruz a cuestas ya” (14). Moisés es el ‘otro’ varón de Dios, “hermano en Cristo-Rey”, pues sobre su propio Monte de los Olivos (¿el monte Sinaí?) cumple su sacrificio y expía con sangre el pecado y el vicio, y cuando recibe los mandamientos, las tablas “pueden forjar la cruz / del Monte del Calvario ahuecada en Jesús” (18, 37). Al rey David se le hace anunciar “extático y fuerte” que de Sión ha salir el esplendor de gloria, “así cantó David de Jehová la gloria / del árbol genesíaco de Cristo y su victoria”; lo dijo el rey en sus cánticos: ¡Allá desde el Oriente / subirá hasta los cielos el gran Dominador” (24, 41).

En la “Geografía mística”, el mar Rojo se abre primero al paso de Moisés y da luego los peces para la red de Cristo (33). Jerusalén judía sueña ya con Roma, hija del Occidente (41). Del tabernáculo, el santuario portátil de los judíos durante el éxodo en Egipto, “brota [la] cristiana divisa, / y en el pan y en el vino se anticipa la misa” (43). Raquel, en la sección “Mujeres bíblicas”, es enterrada en Belén, “donde luego a nacer / vino, y a padecer / el Cristo y Salvador: / la piedad y el amor”. Adler se inserta en el poema porque ella es la “Raquel de estos tiempos, [su] hermana en la raza, / en el óleo y la brasa”, y en la misma Belén halló al que buscó, al Mesías (48-9). Las profecías de Isaías casan bien con el propósito del libro y por ello es el primero en aparecer en “Profetas”: “¡Sabed que de una Virgen nacerá el Mesías, / brazo y virtud de Dios como planta pristina!” (58). Miqueas también profetiza el nacimiento de Jesucristo (64), así como Daniel, “profeta-apóstol, cumplió en sus profecías / la duda de Israel ante Cristo el Mesías” (67). Job se consuela en medio de sus miserias con la idea de que “habla [su] Redentor” y por concurso de él resucitará del polvo y el dolor (71).

En el “Canto de alianza”, el cierre apoteósico con el que termina la primera mitad del libro, se apostrofa a la ciudad de Jerusalén para que se prepare: que alce sus tiendas, que abra sus brazos y sus puertas, “que un nuevo pacto en Cristo sellarás!” (75-5). Llegan con las manos temblando Moisés, Daniel y Jeremías; un coro de voces celestiales saluda el arribo de David, Saúl y Salomón. “Isaías a Juan tiende las manos”; las ‘mujeres bíblicas’ (Esther, Judith, Raquel y Deborah) cantarán a la virgen María “mientras aguardan amorosas, dulces” –ellas son sus hermanas en Israel (142). A partir de ese momento de gloria cercano, la ciudad será más fúlgida y más pura; “hoy pasa el Elegido, tu Varón”. Los profetas miran, adoran y circundan a Jesús, “y a todos por igual besa el Señor”. Para Jerusalén debe ser el supremo día de redención y Adler expresa un anhelo: “¡Cómo te espero, oh, día de la gloria / y del pacto simbólico e inmortal, / en que Israel y Cristo se confundan / en un canto de paz y eternidad!” (75-8).

En la primera parte del poemario Adler persigue armonizar la tradición bíblica judía con el cristianismo; en la segunda se desarrolla la visión personal de Adler sobre algunos de los eventos y figuras que lo inician (“La adoración”, “San Juan Bautista”, “Apóstoles”), y la recreación poética de las vidas y acciones de algunos doctores de la Iglesia, de cuatro santos y dos santas, para concluir con un aparte dedicado al significado poético de la cruz. Antes ha querido justificarse ante sus posibles lectores judíos, o convencerlos; en la segunda parte del poemario quiere buscar una justificación para sí misma, la certitud entera sobre el paso que ha dado en su vida. Después que Adler nos entrega su fantasía sobre Jerusalén, se construye gradualmente su propio artificio cristiano, en la estela de su conversión (ella es ahora una “hija de Israel en Cristo”, 110). La autora selecciona de nuevo algunos eventos, lugares y personas, aquellos con los que se siente más identificada, o son conducentes del dramatismo que necesita su inspiración: “No sé porqué mandato especial debo de bucear casi siempre en las luchas o en los pasajes edificantes del Antiguo Testamento, para resaltar[los] con más fuerza y con idéntico convencimiento” (De la tierra 47). Todavía querrá, asimismo, vincular en ocasiones el hecho o el personaje con la tradición judía. Dedica tres muy breves poemas a la adoración, por María, los pastores del área y por los “tres reyes” de la ofrenda al niño Jesús a quienes los ha guiado “una estrella fija y cabalística, faro celestial de Israel”, estrella que Dios ha alzado de aquel, “toda multiplicada” (91, 103). Juan Bautista es importante en esta sección porque desciende “del linaje de Aarón” y en el “seno grave oculto” de su padre Zacarías, sacerdote, se mueve; Bautista, como hijo de tal, es un representante de influencia y es aquel que les grita a los judíos, cuando el Espíritu Santo ‘flamea en su corazón’: “¡Preparad los caminos, oh, raza de Abraham!” (97). Al Jesús ser crucificado en el monte Calvario, el pánico cunde en Israel, que se estremece; podría vislumbrar la luz pero se niega: “Cristo está delante de ellos, / pero no en ellos” (111, 121). Luego con María de Betania, “un estrecimiento / fulge de las cavernas de mi raza, que abreva / a todas las mujeres de Israel” (146). La traición de Judas ha maldecido la raza de Israel, con su boca de acíbar y su beso de hiel (159).

Precisada de la coartada emotiva, Adler pasa entonces a la conexión  íntima, personal, con su nuevo estado religioso hacia el final de De Israel a Cristo, en el apartado dedicado al simbolismo de la cruz (Adler la llama “árbol-cruz”, “madero suspendido con collares de estrellas [...] en tu fruto gustamos el anhelo de Dios”, 195). Habla en tercera persona, como testigo de su ‘relato’, excepto en contados casos cuando decide comparecer. Dentro de este “desdoblamiento a veces permanente, otras veces diluido, he escrito este canto como un testimonio de fe, y como un grito de la sangre que me alcanza desde Israel, y me hizo trasponer su umbral, para ir al encuentro de Cristo” (De la tierra 28). Antes de pasar a los últimos poemas sobre “La cruz”, hay un apóstrofe dirigido a Teresa de Jesús –descendiente ella misma de conversos–, como si Adler intentase procurarse de una intermediaria eficaz ante los nuevos patrones de su alma: “Santa Teresita, / bendice la unión / de mi alma intacta / y de la canción, / que de nuevo entono / en loor a Jesús” (194). En los sonetos “Cruz” y “La cruz a cuestas”, escuchamos la voz personal de Adler y una referencia más directa a su conversión. Ahora, sin embargo, como Jesús en su calvario, la voz poética lleva su cruz “a cuestas”, porque el zumo del árbol no ha llegado a madurar para “el vencido cuerpo que [se] tambalea”. No importa, concluye, porque mientras sostiene este árbol, siente a la vez un sopor dulcísimo y profundo, “y me duermo mirando al infinito / mi nombre que en el cielo estará escrito” (199-202).

El pretérito con el que Adler narra los hechos de sus figurantes sirve no sólo para presentar el pasado distinguido del personaje sino también para probar lo ya cumplido, aquello que certifica la razón y la necesidad de la comparecencia, la relación del pasado con el futuro, ambos igualmente gloriosos, a través de la actualidad promisoria de la representación. En ocasiones mezcla sabiamente los tres tiempos verbales, para enfatizar la intemporalidad de su iniciativa: “Job se retorcía en su inmenso dolor”, “Job se yergue y dice [...]”, “A cuyo acatamiento todos se postrarán” (70-1). Adler usa el presente de forma predominante cuando interviene Jesús en su recuento. Los eventos relacionados con él, ser-bisagra, no requieren de gradaciones temporales, porque la venida del poeta mayor es de tal forma inminente, que los tiempos verbales del futuro son insuficientes para describirlo (Sowder 47). “Los hombres esperan en la verdad mesiánica” (De Israel 120); es el presente proléptico, que anticipa y abarca el futuro y todas las objeciones que puedan presentársele.

Su ulterior poemario, los Sonetos de Dios, de1937, aparece cuando Adler nos asegura que está ya alejada un tanto “del dinamismo que desplegara en la compleja amalgama de lucha y de fe [que] alcanzara a balbucir en De Israel a Cristo”; cuando su actividad del espíritu se ha ausentado y queda el ámbito del reposo (Sonetos 9). Para la paz que dice ha conseguido ahora, tuvo que desplegar fuerzas potenciales y desligarse de “la noche de los sentidos”. Adler se refiere ahora de pasada a la odisea personal que significó su conversión: “¡Por amarte, Jesús, mil dardos rojos / clávense en [mí] / y se ha alzado a mi paso aquel murmullo / del voraz, del inquieto y del malvado / [...] / Por amarte, Jesús, todo he osado!” (Sonetos 25). Lírica y artísticamente, estas composiciones están más logradas que los poemas de su anterior libro; ha estado puliéndolas durante cuatro años de gradual normalización emocional. Ya no tiene aquel menester de probarse o representarse ante los lectores y puede dedicar más tiempo al aspecto formal, y a su comunicación privada con su nueva religión: “Te alzo, Jesús [y] así contigo en un coloquio eterno” (Sonetos 13).

Según Lewis Rambo, el converso adopta y adapta la nueva religión según corresponda a sus necesidades (42). Adler lleva a cabo una suerte de contrafactum inverso, según la definición que diera Bruce Wardropper del término, “una obra literaria [cuyo] sentido profano ha sido sustituido por uno sagrado” (6); ella reelabora la narrativa bíblica para fines proselitistas, aunque quizás la primera que necesita convencerse sea la poeta misma. En 1936 Adler recuerda con cautela (De la tierra 176) la sentencia del controvertido ensayista y crítico argentino Ramón Doll sobre la literatura y el pensamiento argentinos: una historia de deserciones, de evasiones, un apartarse de la sensibilidad popular. Es decir, de la propia sensibilidad de Adler, como si también se sintiese aludida en el grupo; ¿será ella asimismo una desertora más?

Su mejor herramienta de persuasión de cara al lector será la calidad inmediata de su entrega, por eso ella “versifica o canta o enaltece sus preocupaciones íntimas, objetivas o metafísicas. Su vida es, en consecuencia, una obsesión” (De la tierra 152). Así ha hecho desfilar en De Israel a sus selectos personajes bíblicos del Antiguo Testamento, sobre una suerte de escenario, como en fila por orden de importancia o de jerarquía, después que la poeta los habría tutelado y preceptuado para que se muevan en la manera deseada: “San Juan Bautista espera, y Jesucristo avanza” (100); para que ostenten su lustre: “¡Oh, dulce moabita, sobre tu frente brilla / un signo que responde a una divina mano”, le recuerda a Ruth (51); y para que declamen en consecuencia: “¡Oh, el salmo en que lo anuncias extático y fuerte”, dice del rey David (24). Es una especie de teatro dentro del teatro de la poesía. La voz poética se apropia de su función de acotadora, explicando al público lector las singularidades del ejecutante: “Pequeño de estatura”, afirma en relación con el profeta Miqueas, “de piel negra e hirsuta; el paso alerta y vivo, de aquilina mirada” (63); o se trasmuta en apuntadora, para otro de los adivinos: “¡Oh, como te lamentas / y lloras tu dolor! / [¡Oh], Jeremías, / [de] tus hondas pupilas / como vaciadas cuencas / viértese silencioso / [tu] inmenso dolor” (59-60).

 

Hice conducta de poesía

Comparado con María Raquel Adler y otros poetas judíos estrenados católicos de la época, Fijman sobresale seguramente por su calidad poética; y Roque Aragón en su antología de poesía argentina religiosa –donde no se incluye a aquélla o a los Finguerit– consiente que es “famoso por sus genialidades” (43), donde algunas son seguramente literarias, sin que lo puntualice. Ninguno de los demás autores anteriores, según el dictamen de María Amelia Arancet, logran la intensidad de Fijman (197).

Si Adler disculpa su nueva fe con la reelaboración ideológica del Antiguo Testamento (una conversión de ‘contenido’) y la celebra con “la melódica forma” de sus sonetos a Dios (10) , Fijman la canta en su lenguaje vanguardista de “delirio poético”, que es un “salirse del surco. Como si un arado se saliese del surco”, según le confiesa a Zito Lema (55) –una conversión de ‘forma’–, y la debe justificar porque, así nos dice en Hecho de estampas, él “estaba muerto bajo los grandes soles”, “rodaba [su] acento de mar desgarrado sobre siete caminos de nieve”, y ánimos de vapor yacían en sus profundas soledades (Poesía 107, 113, 114) antes de convertirse.

Fijman es el vanguardista más consecuente entre los poetas judíos de su generación (Lindstrom 19); de ahí que, cuando él entona su canto y su “boca grande de oración derrama vuelos” (Poesía 128), quiera tal vez actualizar o subvertir el lenguaje canónico, el mismo que le ha servido a Adler para su labor paralela en su versión tradicional. Fijman querrá que aquella “pura exterioridad escenográfica”, que criticaban sus correligionarios de Martín Fierro en la religión (Sarlo 65), se convierta ahora en ‘pura escenografía interior, íntima’, sin variar en el fondo la referencia, sí la intención.

De los tres poemarios que Fijman publicara (Molino rojo, Hecho de estampas y Estrella de la mañana), es en el tercero (1931) donde la imaginería religiosa es más patente y la voluntad de comunicarla más directa y consecuente. En el primer libro, de 1926, Fijman le asegura al lector con ironía que se hace “la señal de la cruz a pesar de ser judío” (Poesía 45), o se compara a San Lázaro, como él “siempre desnudo y blanco; / [...] vestido / de novio” (62), en alusión a su, entonces ocasional, bata blanca de enfermo mental. En Estrella de la mañana no se deja ver el equívoco irónico, y hay ahora un deseo en apariencia más franco de comulgar con el lector, o de significar para este lector la magnitud trágica o gozosa del cristianismo, en gesto de solidaridad ideológica. Fijman, en su conversación con Zito Lema, reconoce que Estrella se refiere a “los estados místicos que [él] había adquirido en esos años”; quiso expresar con ese título “la encarnación del verbo”. Hecho de estampas es, en cambio, un intento de acercamiento a la filosofía escolástica, para dejar atrás a Aristóteles. Es un poemario inspirado por los cuadros religiosos que contemplara en el Louvre de París (Zito 64, 80).

 A diferencia de Adler, donde el apremio no es de inmediato aparente, en Fijman escritor, ciudadano de su época y sus circunstancias, es patente, a partir de la urgencia con que el poeta publica su voto lírico de fe, la cualidad de performance que la lectura de su último libro, el texto del autor, sugiere. Fijman estaría actuando su nueva pasión religiosa para el lector y para sí mismo, dándole y dándose evidencia de su carácter genuino, testimonio de su alcance, una muestra de su certidumbre religiosa. El tercer poemario de Fijman es, entre otras caracterizaciones, un comunicado de asunción religiosa, el anuncio y la prueba de un cambio de fe religiosa y un llamado a la aquiescencia. Estrella de la mañana es una suerte de testamento lírico, como si Fijman anticipase su futuro de alienación mental, y se publica un año después de Hecho de estampas, donde todavía se refiere a la conversión como una apuesta: “yo quería jugar” (Poesía 114). Cuando Fijman, en este libro, se representa (performs), certifica el valor trascendental, para él y para el lector, de su conversión, y al certificarla, no puede menos que ‘escenificarla’, mediante la reiteración de las ideas; la combinación de imágenes vanguardistas con otras más accesibles; el empeño de originalidad al tratar temas tradicionales; el uso efectista del lenguaje figurado, y otros aspectos. Ese carácter de performance que podemos hallar en Estrella no es privativo de este, su último libro, por supuesto, pero adquiere en este poemario algunos rasgos específicos, dada la intención de la obra. No hay duda que la órbita literaria donde se insertará su obra poética (“Jacobo Fijman integra la generación de los vanguardistas, pero no desde el núcleo que irradia su sistematización, sino desde la periferia” – Arancet 18), le facilitará la tarea, en la forma seguramente. Fijman también, como artista vanguardista, querrá aspirar a la originalidad en su tratamiento de temas religiosos tradicionales. Para ello no tendrá quizás sino seguir la convocatoria del manifiesto de Oliverio Girondo en el periódico Martín Fierro, de mayo de 1924: todo es nuevo bajo el sol si todo se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo (Girondo). Fijman sabría que la novedad, como lo aseveraba el chileno Vicente Huidobro, no está en el tema sino en la manera de producirlo (Obras 686).

La repetición de vocablos (sustantivos, adjetivos, verbos) es un aspecto que se hace obvio desde el primer poema de Estrella de la mañana, lo que Arancet llama el dinamismo de este poemario, “un vértigo” o su “caos dinámico” (199, 248). Esta reiteración léxica está, para Aragón, compenetrada del “ritmo mental hebreo” de los salmos (43), y recuerda el gusto por lo sentencioso que se le atribuye a la literatura medieval española escrita por conversos. Se nota esta índole de sermón, que sugiere a un Fijman alentándonos desde su púlpito-escenario, en el poema número 36: “Pongo este llano de mi llanto”, “Pongo este llanto de soledad”, “Pongo este llanto dichoso”, “Pongo este llanto de acabado recogimiento” (Poesía 159). Algunos poemas parecen tener una palabra o un par de ellas que lo identifican mediante su reincidencia; así pasa para el poema I, donde se repite el adjetivo ‘desnuda’ cinco veces y ‘desnudo’ tres; el número III (‘fragancias’, cuatro veces), en el quinto (‘nada’ cinco veces), el sexto, el séptimo (‘soles’ cinco veces, ‘agua y luz’ cuatro veces, respectivamente, etc.). El poeta selecciona aquel motivo poético que merita la repetición no sólo por el efecto estético sino también, con probabilidad, por el efecto dramático, por la semántica misma del vocablo. Así, “desnudo” en el primero y en el décimo poema tiene cierto aire de insolencia, así como se presenta el sustantivo “fragancia” en el tercero: encarnan la arista de la vida, que Fijman contrapone a la muerte, según una simbología ya tradicional en el cristianismo, la de la paradoja que parte de la muerte de Cristo de cara a la vida de sus seguidores (“Veo la tierra sabrosa de vida y muerte”, 124). La repetición también adquiere una impronta hipnótica, en la acepción del diccionario, que la iguala con la intención de causar gran impresión, por la belleza o las cualidades de lo repetido. O la de producir un estado cercano al sueño, delicioso en su abandono reiterativo y en su fundamento, este canto al alborozo de la conversión que se entona para el lector con intención, diríamos, arrullarlo. En el poema número 14, por ejemplo, con once estrofas, hay un verbo, “levantan”, que se repite cuatro veces, así como se hace con el sustantivo “estrella”; el adjetivo “olorosas” y el sustantivo “suavidad” tres cada uno; otro verbo, “salta/saltan” cinco veces. La aliteración de los dos últimos versos de este poema es notable: “Y el agua salta albas, lunas, estrellas. / Saltan las albas, saltan las lunes y saltan las estrellas” (136). Arancet señala que la repetición quiere cumplir una función básica para Fijman: multiplicar el sentido, aumentarlo y ahondarlo. De forma paradójica, sin embargo, la reiteración también tiende a anular ese sentido, pues se produce la dispersión semántica, o, por el contrario, todos los poemas se confunden y el lector tiene la sensación de que son casi copias unos de otros (200, 296).

Otro efecto dramático es la alternancia o la cohabitación de contrarios, como juegos de palabras o ideas, malabarismos conceptuales: “Los ojos mueren en la alegría de la visión”; “mis noches iluminadas [...] alegres de muerte, / regocijadas de muerte” (123, 130). El poeta quiere ganar ante su lector en la lidia de ingeniosidad, con una suerte de conceptismo semántico, que no aspira a desafiar demasiado la comprensión, para no echar a perder la agilidad de sus imágenes; así es que Arancet aclara que esta práctica, lejos de confundir al lector, le sirve de “faro en el oceáno” (253). También, ocasionalmente, aparece el oxímoron: “el frío de la vida y las llamas de la muerte florecida” (126), “pavor amoroso” (128), “la luz oscura” (129), o la antítesis: “paz de los días, paz de las noches / nacidas en los espantos de muertes, / y en los gozos de muerte y esperanza de muerte” (137).

El pronombre que abunda más en el poemario será el del colectivo, el de la primera persona del plural. En el poema IX se recoge la impresión de que una poderosa razón para la conversión religiosa hubiera sido la soledad existencial del poeta, como si creyera encontrar en el colectivo católico lo que no hallara quizás en el judío, un nuevo paradigma de solidaridad humana. Así nos dice que antes de esta epifanía que representa Estrella de la mañana, ha estado cubierto de soledad hasta el presente, pero ha abierto ahora la puerta de la fraternidad y “vuelan los soles olorosos de soledad profunda”, en este momento transformada para bien, en su esencia; las manos antiguas del poeta se aniquilan a la vez que reconocen su soledad de criatura (133), una vez que este reconocimiento deja de ser doloroso. Fijman nos recuerda a través de sus imágenes líricas que la principal utilidad humana que encuentra en esta nueva religión suya es la percepción de universalidad, tal vez en contraposición al carácter de excepcionalidad o aislamiento de la fe judía, lo que Naomi Lindstrom llama el ‘particularismo judío’ (11). Será cierto que Fijman no procure la aceptación social por medio de su conversión, como lo interpreta Leonardo Senkman (295), tal y como hacían los judíos españoles en la Edad Media, porque ésta implica un sentido de subordinación, de admisión de derrota. Ninguno de los dos elementos puede comprenderse en el performance, en la proeza del escribir para deslumbrar, en el júbilo que se representa: “Dichosa el alba de las ciudades que hacen en Cristo sus murallas / [...] / Vigilo mis ojos cubiertos de púrpuras sonoras; / desfallecen las albas sobre las tierras amorosas” (135).

Este anhelo de comunión con el otro, en el seno de la nueva fe, se revela marcadamente en el carácter de diálogo múltiple, unidireccional, apóstrofe indirecta, que se percibe a lo largo de todo el poemario. En unos casos, el uso del plural, primera persona, inserta al lector automáticamente en el poema; es, de nuevo, como un hecho que se da por sentado, imperiosamente. En la composición número 23 se le insta a actuar al unísono con la voz poética: “Sacudamos las ataduras de toda muerte / y asistidos de gracia sobre los montes santos cantemos su mediodía” (144). El poeta, las más de las veces, no pide al lector su venia para incorporarlo, sino que parte de su incorporación: “Alcanzaremos el reposo de las palomas” (129), “Golpeamos llenos de horror [...] / Respiramos los gritos” (160).

Fijman también busca una compenetración en plano de igualdad, en un ágora común con el pronombre “tú”. En este sentido su conversión es muy moderna. El poeta también se dirige por momentos al lector, al espectador, para hacerlo parte integral de su exultación, como invistiéndolo de testigo, y garante a la vez, de la rectitud de sus alabanzas y razonamientos líricos: “He aquí que esperamos en el día de la Ciudad Santa” (166). A fin de cuentas es este lector quien ha de expedir el certificado de autenticidad en la profesión por Fijman de su recién adquirida fe. Se mezcla en el poemario la celebración del yo jubiloso del converso con la del lector. Esta afirmación de la primera persona, el anterior en Fijman “super-yo [de] las acciones de la vanguardia” (Masiello 21), ya no debe tener aquella angustia inicial en la búsqueda por la autenticidad: la transformación religiosa indica un acatamiento a una autoridad más sólida detrás del yo en minúscula (Masiello 136, 9), un delegar de expectativas, un rebajamiento de aquel super yo, a lo que se conforma el poeta anuente y tranquilo.

Desde esta plácida renuncia, la voz poética interpela al lector, lo llama a filas (lo emplaza) a través de la lectura, en una forma análoga a como el famoso policía de Louis Althusser intima al ciudadano de la calle: “Hey, you there!”, efectuando el reclutamiento, convirtiéndolo en sujeto. El poeta es nuestro agente del orden: “The writing I am currently executing”, escribe Althusser, “and the reading you are currently performing are also in this respect rituals of ideological recognition [and solidarity]” (“Ideology” 173-174). Michael Sowder, quien explica la intención religiosa en la poesía de Walt Whitman a partir del esquema de Althusser, sostiene que la conversión efectúa una reinterpelación del sujeto, en la estela de la primera, la que hace Dios con el poeta (72). Así Fijman. El poema IV comienza con la inserción del lector, alma gemela en acciones y religión: “Tu alma canta, mi alma reza” (126); más adelante: “Oye tu soledad mi soledad” (130); “cae en amor tu alma, cae en amor mi alma” (139). Es la simple constatación de un hecho, pero parecería también una especie de mandato. La voz poética, a partir de ahora, acudirá a menudo a este truco, algo melodramático, donde se adecúa su mismo trayecto mental a uno potencial del lector, en vía paralela “Tu corazón se enciende en tu esperanza; mi corazón se enciende en mi esperanza”, 138), como si se interpelaran mutuamente en el acto ideológico, reclutándose mutuamente para la gran tarea por delante, dándose de alta en la sociedad católica, uno frente al otro, performance ante performance.

Otros presentes en el poemario fungen de actores en el proscenio; uno es Cristo, otro es Amor. En estos otros diálogos intercalados el lector es mero testigo aquiescente; ahora sabe que el “tú” no es para él: “Tu voz levanta la carne de mi muerte / y los ángeles rezan el Nacimiento” (144). La voz poética no quiere distinguir a un interpelado del otro; los atributos del apostrofado revelan su singularidad. Aquí se dirige al Cristo ya divinizado: “Tu voz levanta la carne de mi muerte”  en el poema 23, o al bebé recién nacido, potencia del cristianismo: “Niño, tú tienes en el signo que trazan tus manos / el día y la noche [...] la vida y la muerte” en el poema “Canción de la visión real de la gracia” (169). Allí a Amor:  “Estamos en el abrazo de la tierra y el cielo”, en el tercer poema; “Se levanta tu luz y el agua salta”, en el número 14. Pero la ambigüedad –tal vez intencional– a veces nos hace dudar del interlocutor, como en “Amo tu nombre con pavor amoroso”, del sexto poema (128).  Nos dice aquí que su camino se alegra y regocija con su nombre, a quien pide oiga su soledad y se fije en su llanto. Pero luego cierra la composición con la soledad del otro, que se informa e infiltra su llanto: “Ha entrado la noche en nuestro llanto” (128), que igual puede significarse en la humanidad compartida de Cristo, o en la del lector por emanciparse. Fijman quiere tal vez ser ambiguo: “Ha entrado la noche: / y yo rezo en tu canto, / tu canto en la oración en la noche de los sentidos” (138); esta imprecisión es incluso un guiño al lector, cómplice entusiasta en el exclusivo trío (Fijman, el lector y Jesús).

El presente proléptico, algo intermitente en Adler, es el tiempo verbal predominante en Estrella de la mañana. Es como si la intensa actualidad de la conversión aspirase a eclipsar de forma apabullante la memoria dolorosa de cualquier pasado incierto o dudoso, el que a veces aflora: “En las tinieblas puse mis manos cuajadas de llanto. / [He] sido en lo interior de todo y nada” (127); ahora se está desnudo de “tinieblas y pavores” (140); “en mi gemido / conté mi soledad envejecida; conté las noches de mis días” (154). La permanencia de ese presente, que surge para anular el pasado “de todo llanto” (145), y para vaticinar con seguridad el futuro inmediato y el siguiente (“corren los bosques, / y el mar, los soles y la luna se igualan en éxtasis de cielo”, 151), ha de servirle a Fijman de salvaguardia emocional: “Paz, paz, en el camino delante de mis ojos” (130). Los verbos clave del presente de Fijman son también mayormente de acción, sugerentes de lo enérgico y y de lo urgente: “Corren fragancias de las aguas, corren fragancias de las llamas” (125), “arreó la gracia mis ojos perdonados” (127), “crecen palomas y un reino de corderos; / crecen palomas multiplicadas y un reino de corderos multiplicados” (142). Ese dinamismo se refueza con el imperativo –ya comentado– sobre todo en el poema “Adoración de los Reyes Magos”: “Tierra, levántate en belleza”, “Levántate de toda muerte”, “Hermosa mía, sé luminosa y ciega”, “Acude a la noche de plata del candor”, “[...] levántate junto a la estrella de la mañana” (163-66).

Es en la forma, claramente, donde hay para Fijman mayor espacio para la experimentación y para el ejercicio intelectual. Aquí es donde tiene la oportunidad de distinguirse, de conseguir la originalidad, de ganarse a ese lector tan quisquilloso que le debe tocar (un lector mucho más difícil de convencer, tal vez, que el de Adler). Ésta sería una de las paradojas de la poesía vanguardista religiosa: por un lado la necesidad de atenerse a lo ya consabido, porque en términos de fe, de fundamento ideológico, hay una fina línea entre la ortodoxia y la heterodoxia, y por el otro lado la urgencia por comunicarlo con el lenguaje más novedoso y deslumbrante posible. Es una tensión que nunca se resuelve, o cuando lo hace, como con los místicos clásicos españoles, se detiene momentáneamente el impulso del tanteo en la comunidad de los poetas, porque de pronto parece a todos que lo ya dicho no se puede decir de otra forma. La batalla por la forma es el mayor desafío del poeta Fijman al versar sobre asuntos de la fe. Y él estará consciente del desfase que inevitablemente aparece entre el significado y el significante. Pero no quiere meramente regalar una ofrenda lírica a su nueva iglesia; él quiere entrar a ella con salvas y cornetas.

 

Antiguas puertas se han abierto (6)

Tal vez las diferencias en sus vivencias, el grado previo de identificación con la cultura y religión judías, la motivación para la conversión religiosa (“Ésta conversión es una concepción de la gracia [...] He aceptado la pasión de Cristo”, le confiesa Fijman a Vicente Zito Lema [25, 78]; para Adler el cristianismo es “este otro equilibrio espiritual”, De la tierra 28), y su hecho mismo, pueden explicar los heterogéneos desenlaces textuales de estos dos poetas, al menos en los dos libros que me sirven de principal referencia para el análisis, Estrella de la mañana de Fijman (1931) y De Israel a Cristo (1933) de Adler. Aquél nos ofrenda una certificación lírica de su nueva fe, mientras la segunda compone un poemario de partidismo católico. No significa que Fijman prescinda de ganar adeptos para su nueva orientación religiosa, pero esta vertiente está implícita en sus poemas; lo mismo que está la aceptación pública y jubilosa de Adler de la fe católica en los suyos, al buscar simpatizantes. Cada uno se representa a su manera, según sus urgencias y sensibilidad: Adler calificó la poesía vanguardista en 1936 de “extremismo”, “nueva y entrecortada forma poética” que, para ella, y “ para asombro de muchos”, se había posesionado de “vidas tranquilas” (De la tierra 168).

Así y todo, en ambos subyace, como han propuesto otros lectores, un misticismo común, que los une en pasión y en  entrega, así como en la dimensión de su calidad religiosa: “The effort toward a new mystical expression provides the orienting principles of [Fijman’s] poetry” (Lindstrom 20); “María Raquel Adler [es] la mística de América” (Joubin 16). Michael Glatzer recuerda que para los rabinos del siglo XVI, entre todas las razones plausibles para la conversión del judío, “sólo la inclinación al misticismo explica que fuera posible dar el paso a la religión católica” (66).(7) Santiago Sylvester define la poesía mística como una revelación, “un flash metafísico”, con una intensidad de visión sagrada que se resuelve luego en el poema. Y admite la elaboración, el performance, “pero el recorrido entre el punto de partida y el de llegada es mucho menor” (“Ejemplo”). Ese flash requiere ensayo y entrenamiento. Como escribió Federico García Lorca, ningún artista labora en estado de fiebre; “aún los místicos trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo en las nubes” (67).

El poeta converso se ve en la necesidad, sentida individualmente, de aspirar a expresarse ‘mejor’ que sus competidores, por recurso de ese flash, para que nadie dude de su sinceridad, apasionamiento, honestidad; para probar que su lírica de contenido religioso tiene un carácter legítimo, no impostado. Chesterton decía que componer la narrativa de la conversión era una labor sumamente difícil de llevar a cabo, “and not often done well”; una palabra tonta, escrita desde ‘dentro’, pudiera hacer más daño que cien mil tonterías expresadas ‘afuera’ (27, 55). Éstos son los desafíos que el poeta supone ha de vencer, y serían los parámetros que un lector dado querría encontrar en su poesía. De otra forma, este lector puede sospechar que el tema del poema es sólo un pretexto de una “ficción retórica”, como advierte Aragón (9). El converso se ve casi obligado a mostrar más celo religioso de lo esperado o de lo razonable. Este celo en la Edad Media española, según Fernando Díaz Esteban, podía ser “peligroso para la paz de cristianos y [los mismos] judíos” (519). El converso exageraría, consciente o inconscientemente, todos los aspectos de su nuevo estado espiritual: el propósito de la conversión, su gozo en ella, las consecuencias personales.

El poeta se sitúa en el ágora porque su conversión no sólo es una ofrenda lírica, un artefacto verbal, sino también un evento social; al converso le hace falta la sanción colectiva para su nuevo estado religioso. Sin ella no llegaría a disfrutar de las posibles ventajas sociales que conllevaría la fe católica. En la Edad Media española “la conversión era un acto solemne y público; todo el mundo sabía quién y desde cuándo era converso” (Díaz 518). El procedimiento habrá cambiado en nuestros días, pero aún tiene el mismo fundamento. Por el discurso, el poeta estaría avisándoles a sus lectores, admiradores y censores, sobre su permuta definitiva y definitoria de fe religiosa; así es que el narrador en el cuento de Juan José Arreola concede que debe someterse “y aclarar públicamente [su] nueva situación. Han de saberlo todos, discípulos y enemigos” (137). El anuncio del nuevo o de la nueva cristiana es, en sí mismo, una invitación a la conversión (Lorda). No sólo ha tenido el converso que persuadirse a sí mismo, sino que tiene que convencer al prójimo también, y aquí su conducta inevitablemente se convierte en una suerte de actuación dramática, un espectáculo, con el cual buscará contagiar con su entusiasmo al lector-espectador y asegurarse su aplauso connivente. Aragón afirma que las imágenes de Fijman, casi oníricas, se mueven sobre un escenario cósmico –donde él es el primer actor–, un proscenio “proporcionado a su talla” (43).

Precisamente porque el poeta quiere alcanzar cotas singulares, y encantar al lector con el producto de su agonía –su imaginación teatral (Morrison 137)– es que los logros estéticos en De Israel a Cristo y en Estrella de la mañana, representan una paradoja, la mejor prueba de cómo Adler y Fijman ‘actúan’, perform, para sus lectores: el performance de la conversión, escribe Peter Stromberg, es mejor definirlo como una pérdida de control rigurosamente controlada (97). Habría una contradicción entre la afirmación del poeta diciéndonos que sus sentimientos y emociones son tan intensos que no puede expresarlos, y entre el poema mismo, que es la refutación de lo que nos acaba de afirmar. Mientras más lograda la imagen o la apuesta ideológica, mayor la seguridad de que el lector discrimine a ambos autores positivamente entre todos aquellos otros poetas que también componen loas a Cristo, y, a la vez, más lejos estarán Adler y Fijman del objetivo primario de su poemario, que es dar a entender sin equívocos el evento de su conversión, en última instancia un suceso que no debe connotar mucho misterio. Es aquí, con el lenguaje figurado, donde, además, los dos poetas consiguen lustre personal y artístico, y el tema de su dramático llamado a Cristo pasa a un apurado segundo o tercer lugar. Parecerá que en la poesía religiosa culta o vanguardista, no habrá manera fácil de casar la forma con su contenido, matrimonio que se da mejor en Adler que en Fijman, aunque pensemos del último como mejor poeta.

Es el riesgo del performance poético, y su redención asimismo. La práctica de la representación en la conversión, escribe Peter Stromberg, funciona de dos maneras. Además de facilitar la posibilidad de revivir, actuar, un conflicto sufrido, la narrativa escogida pudiera permitir al nuevo creyente liberarse finalmente de ese conflicto mismo (126). El poeta experimenta una catarsis o purgación; así alega Fijman, por sí mismo y postulemos que por Adler también, que le ha llegado la noche sin noche, como quería Santa Teresa; ahora puede extender sus manos reflorecidas, ahora “caen los muros” y su carne está –finalmente– sanada (124, 154, 161, 165).

 

Notas

(1). Neologismo que el diccionario de Seco, Andrés y Ramo define con tres acepciones: resultado de una actuación en público, resultado posible de una máquina o aparato, y representación teatral (3484).

 

(2). En 1921 Nachman Gesang, quien luego sería presidente de la Federación Zionista de Argentina en los años 40, alertaba a sus correligionarios sobre el creciente número de conversiones de judíos y de matrimonios mixtos (de aquellos con cristianos) en el país (Mirelman 103).

 

(3). Carlos Marcelo Constanzo, así y todo, reconoce que la poeta tenía sus “rarezas y sus pautas”. Algo que le desconcertaba en ella era su forma desusada de vestir, cierta imagen de desaliño y la decisión de Adler de negarse a calzar zapatos, no importase el evento, el lugar o la hora en cuestión: “Cuando sale de su casa de transparencias singulares, la poetisa va munida de todo aquello que hará feliz su viaje [...] Cayado, libros, alforjas con piadosos elementos y sandalias que nunca, nunca, se quitarán el polvo. [Las] sandalias la llevaron y trajeron. [Las] sandalias de la poetisa abrazaron la horizontalidad de los cuatro puntos cardinales [...] Serena, temperamental, a veces acerada para autodefinirse, no calza tentaciones ni vístese de zalamerías” (8, 40, 57, 63, 67).

 

(4). La paginación sin referencia al título se refiere a De Israel a Cristo.

 

(5).  “Algunos juicios emitidos acerca de la obra de María Raquel Adler” (Sonetos de Dios 90, 92).

 

(6). Las citas en los subtítulos provienen, por orden, de: Adler (Sonetos 73), Fijman (Zito Lema 24), Fijman (133).

 

(7). Las otras son la búsqueda de prebendas y honores, el error derivado de una excesiva especulación filosófica, y una posible desesperación por la situación social del judío (Glatzer 56).

                                                                                               

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