Cultura letrada y archivos de
la memoria en La virgen de los sicarios
de Fernando Vallejo e Insensatez
de Horacio Castellanos Moya
Universidad Nacional
Autónoma de México
La literatura por supuesto, no disuelve todos los problemas planteados, ni puede explicarlos, pero en ella, un narrador siempre piensa desde afuera de la experiencia, como si los humanos pudieran apoderarse de la pesadilla y no sólo padecerla.
Las dos novelas que abordaré en este
trabajo, La virgen de los sicarios (1994) e Insensatez
(2004), se
pueden relacionar entre sí por el papel central que
desempañan las temáticas de
la violencia, la
importancia del espacio urbano de América del sur, el corte
autobiográfico, el erotismo y el desencanto social, entre otros.
Resulta
significativo, además, que dichas problemáticas recreadas
en
ambos relatos publicados con diez años de diferencia, evoquen
explícitamente
el contexto social de la década de los noventa en el escenario
latinoamericano. De las diversas marcas textuales que hacen referencia
al
periodo antes mencionado, dos en especial serán clave en el
desarrollo
de este ensayo: en La virgen de los sicarios se hace
alusión a la
Constitución Política de Colombia en su
versión de
1991, y en Insensatez el narrador es contratado para corregir el Informe del proyecto interdiocesano de
recuperación de la
memoria histórica: Guatemala: nunca más, de 1998.
Los
documentos señalados
se proponen, directa o indirectamente, como proyectos fundacionales de
nuevos
modelos de Estado latinoamericano, la renovación de las
instituciones
políticas y resultan, cada uno a su manera, un intento de
establecer mecanismos
modernos, capaces de inclinar el poder en beneficio de determinado
grupo.
Sumado a lo anterior, tenemos la configuración de los narradores
como hombres letrados, intelectuales en la
urbe hispanoamericana: un gramático y un corrector de
estilo-editor en La virgen de los sicarios y en Insensatez, respectivamente. Emisores,
por lo tanto, ligados semánticamente al dominio del discurso
escrito, a
la norma de la palabra, así como a la eficacia comunicativa y al
archivo
de la memoria a través de la escritura, como se verá
posteriormente.
Si bien
en el caso de
la obra de Castellanos Moya la denuncia de los abusos del Estado ocupan
un
lugar central en la trama y en el destino de los personajes
principales, en la
novela de Vallejo, por el contrario, la constitución parece un
elemento
secundario, meramente incidental en el trasfondo de la modernidad
decadente que
el narrador intenta evidenciar. Sin embargo, la intención de
este ensayo
es proporcionar una lectura de ambas novelas que evidencie, por un
lado, la
importancia en las obras analizadas de la memoria histórica
reciente, y por
otro, el papel del hombre letrado y las relaciones establecidas entre
éstos
y el espacio descrito.
Fernando Ainsa señala que el escritor iberoamericano
fue, desde
su origen, ciudadano de “la ciudad letrada” (1),
polis concebida en los imaginarios y en las construcciones
discursivas como
centro político al que se
suma el
centro del intelecto. Esto es, a través de la historia los
letrados se
incorporaron con su aguda arma de la palabra a la construcción
de un
espacio que condensa todo tipo de poderes. Las ciudades, añade
Ainsa, se
levantan con materiales que no sólo provienen de canteras,
aserraderos y
fundiciones, sino también de los archivos de la memoria
(todas
las cursivas son mías a menos que se indique lo contrario), y
citando La selva en el damero de Rosalba Campra,
agrega que las ciudades “están hechas de ladrillos, de hierro,
de
cemento. Y de palabras. Ya que es el modo en que han sido nombradas,
tanto como
los materiales con las que se las construyó, lo que dibuja su
forma y su
significado” (20).
La propuesta de Ainsa busca, entre
otras cosas, subrayar la estrecha relación histórica
entre el
hombre letrado (el intelectual) y la concepción de la ciudad;
señala además el papel del letrado como ser privilegiado
dentro
de un orden y conjunto de instituciones que son consideradas inherentes
a la
ciudad: el poder eclesiástico, el administrativo y el
político.
Hay que advertir además, el acierto de relacionar cultura
letrada y
memoria dentro de la concepción de la polis,
dado que es una constante
ampliamente abordada desde diversos enfoques en la historia cultural de
América Latina. Alberto Julián Pérez, en Los
dilemas
políticos de la cultura letrada, por ejemplo, notaba que
[l]as ideas
políticas del Enciclopedismo y la práctica
política
revolucionaria en Francia y el continente americano, ampliaron la
esfera de
acción del intelectual moderno. A diferencia del consejero de la
monarquía absoluta, que debía prestar servicios
personales al
monarca, el intelectual republicano se transformó en actor y
líder político de su sociedad. (14)
De esta manera emplearé el término “cultura letrada” u “hombre letrado”, no para designar al hombre alfabetizado en general (de acuerdo a una tendencia actual en los estudios sociales), sino al intelectual en su acepción clásica de heredero de la cultura enciclopedista de la ilustración, al “hombre dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”, definición más cercana a la del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. El intelectual, en este sentido, es el hombre o mujer generador o articulador de los discursos sociales ligados al saber social o artístico. Este sujeto vendrá a relacionarse con el otro concepto del que me ocuparé: el archivo, según lo hemos definido anteriormente, y a propósito del cual, Jacques Derrida señalaba y comentaba su etimología:
Arkhé, recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato. Este nombre coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza o la historia, allí donde las cosas comienzan -principio físico, histórico u ontológico-, mas también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado -principio nomológico. (9; en cursivas en el original)
Por tanto, el concepto de archivo, en el presente ensayo, posee una amplitud mayor a la habitual, mantiene esta estrecha relación con su origen etimológico: recinto que puede ser o no emplazamiento material; principio que designa el origen, pero también la norma, el modelo. En base a lo anterior podemos proponer las siguientes hipótesis con respecto a las dos novelas de las que me ocuparé. Primero: en ambas se presenta una problematización de la cultura letrada que representa, por un lado, un gramático en el texto de Vallejo, y un corrector de estilo en el caso de la novela de Castellanos Moya. Segundo: existe una problemática del espacio urbano, ligada a la recuperación de la memoria que se da mediante el archivo, entendido como bagaje histórico y/o construcción del pasado a través del testimonio, que puede estar representado por una persona o institución.
Me interesa apreciar de qué
manera se articulan los anteriores puntos en el texto y cuáles
son las
implicaciones que se pueden desprender de una lectura que se oriente
desde
estos aspectos.
1. El problema de la memoria en La virgen de
los sicarios
Celina Manzoni que en su artículo “Fernando Vallejo y
el
arte de la traducción”, analiza La virgen de los sicarios,
observa:
[u]na estructura
fluctuante dominada por el extrañamiento y el desamparo tanto en
el
espacio público como en el de lo íntimo siempre amenazado
por el
ruido: de la música, de los automóviles, de los tiroteos,
de las
ráfagas de ametralladora, por el olor de la fritanga, los
atentados a la
gramática de los locutores de televisión, la banalidad de
los
relatos de hazañas deportivas, los discursos vacíos de
las
figuras emblemáticas de Estado. (46)
Mas
esta condición de ser ajeno sólo puede ser entendida y
asumida
por el narrador al confrontar su condición actual con aquella
otra
imagen de Medellín que habita en su memoria. Ante la nueva
realidad que
tiene que enfrentar, el universo de su infancia se erige como trasfondo
desde
el que se proyecta su perspectiva: Sabaneta la del fin del mundo, la de
los
globos que se elevan contrastando su color rojo con el cielo azul;
Sabaneta, la
que al acercarse Navidad era el vivo retrato de un pesebre con un
pesebre
dentro. Imagen que resume el Medellín de su infancia y que poco
tiene
que ver con el Medallo, el Metrallo actual, asediado por el narco,
invadido de
ritmos vallenatos y saturado de pobreza. El ejercicio de la memoria se
muestra
desde las primeras líneas como un recurso para desencadenar el
relato, al
tiempo que proporciona un modelo de comparación, un principio
necesario
para entender el cambio y decodificar el ahora de su narración.
Si
bien el narrar supone siempre dar cuenta desde un presente de la
enunciación, de sucesos ubicados en el pasado de quien habla, en
el caso
de La virgen de los sicarios el mecanismo supera esta
función,
apuntalándose como un eje temático que articula la novela
y que
vendrá a problamatizarse con otros elementos. El primero de los
cuales es
un recurso que aparentemente poco tiene que ver con la memoria: el
ejercicio de
la traducción que ya ha analizado Celina Manzoni, y acerca del
cual
apunta: “el narrador de La virgen de los sicarios pone en
escena
los recuerdos y las palabras que los nombran o las nuevas palabras que
designan
sea viejos o nuevos conceptos” (47). Posteriormente, Manzoni enfatiza
la
tensión entre saber /no saber, sin la cual no sería
necesaria la
traducción. Sin embargo, para la finalidad del presente trabajo,
es
necesario detenerse en la mención de la memoria y los recuerdos.
En la
novela el proceso de traducción no se da de una lengua a otra,
sino
entre un registro y otro que, en este caso, es entre el argot de los
barrios
bajos y una lengua más o menos estandarizada, aquella que se
supone es
esgrimida el receptor. Este tipo de traducción, como cualquier
otro, ssugiere
la presencia de un sujeto que tiene acceso a ambos registros, con la
diferencia
de que, en este caso, el sujeto se sitúa no sólo entre el
habla
culta y el argot, sino en el cruce de dos registros generacionales. Sin
embargo
le es posible articularlos, primero porque pide explicaciones a Alexis,
el
amante sicario, pero además porque identifica ese nuevo argot que,
como el narrador apunta:
está formado en esencia
de un viejo fondo de idioma local de
Antioquía, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo el
arameo), más una que otra supervivencia del malevo antiguo
del
barrio de Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya
muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nuevos, feos,
para
designar ciertos conceptos viejos (31)
Esta explicación filológica del lenguaje de Alexis, muestra el nuevo argot como un sistema formado de un lenguaje que incorpora lo viejo y lo nuevo. Tal descripción es posible porque el narrador se inserta en uno de los dos polos, no dice sólo un idioma que se habló antes aquí, sino que “fue el que hablé yo”; el sujeto se introduce y se identifica como usuario del argot cuyos remanentes se filtran en el nuevo argot. De ahí que podamos mencionar que la competencia lingüística del narrador no se debe sólo al conocimiento (paulatino) del argot y del lenguaje culto, sino que dicha comprensión representa la intersección de dos momentos en el tiempo. Así, el proceso de traducción no se revela sólo como el paso de un sistema a otro, sino como una constante (auto)actualización.
Memoria
y el espacio urbano, crónica de una decadencia
La representación del narrador como intersección de dos momentos adquiere una dimensión histórica conforme avanza la narración. Llegado el momento profiere:
Señor Procurador: Yo soy la memoria de Colombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera aquí sí que va a ser el acabóse, el descontrol. Señor Fiscal General o Procurador o como se llame, mire que ando en riesgo de muerte por la calle: con las atribuciones que le dio la nueva Constitución protéjame.” (29)
Y más adelante:
Dios aquí sí se siente y el
alma de Medellín que mientras yo viva no muere, que va
fluyendo
por esta frase mía con los ciento y tantos gobernadores que tuvo
Antioquía,
a tropezones, como don Pedro Justo Berrío, quien sigue afuera,
en su
parque, en su estatua, bombardeado por las traviesas e
irreverentes
palomas que lo abanican y demás. O como don Recaredo de Villa a
quien,
apuesto, usted no ha oído ni mencionar. Yo sí, lo
conozco. Yo
sé más de Medellín que Balzac de París, y
no lo
invento: me estoy muriendo con él. (58)
El emisor se asume como la memoria no
sólo de una ciudad, sino de una nación al ubicarse en el
cruce
del ayer y del ahora desde el que enuncia; instancia que enviste la
capacidad
de traducir de un registro a otro; sujeto, en síntesis, no
sólo
depositario de un saber histórico, sino lingüístico
por su
oficio de gramático. Sin embargo otra problemática
comienza a
mostrarse plenamente en las citas anteriores y se conjugará de
manera
inseparable: la de la decadencia, mostrada por el eminente final que
proclama
para sí mismo ese sujeto que enuncia y se autoproclama la
memoria; que comienza a mostrarse con un desfase, el del
régimen, el del
control personificado que lejos de imponerse, se muestra desplazado,
inútil, porque si él es la memoria de Colombia, es una
memoria
rota: "Yo ya no soy yo, Virgencita
niña,
tengo el alma partida" (44).
Este
gramático
descubre un nexo entre la norma de la palabra y la memoria. Ambas
representan
lo que perdura y asegura el control. Asimismo, la semántica
ocupará cada vez un lugar más preponderante dentro de la
novela y
se vinculará también con la memoria. De ahí que
retome con
frecuencia el nexo entre la semántica y el recuerdo:
Cuestión pues de semántica,
como diría nuestro presidente Barco, el inteligente, que nos
gobernó cuatro años con el mal de Alzheimer y le
declaró la guerra al narcotráfico y en plena guerra se
le
olvidó. "¿Contra quién es que estamos
peliando?" preguntó y se acomodó la caja de dientes (o
sea
la dentadura postiza). "Contra los narcos, presidente", le
contestó
el doctor Montoya, su secretario y memoria. "Ah..." fue todo
lo que contestó, con esa sabiduría suya. (59)
Y posteriormente
vuelve al mismo personaje:
Y
el doctor Montoya,
su memoria y conciencia, le corregía: "El
presidente es
usted, doctor Barco, no hay otro". "Ah... –decía
él pensativo–. Entonces vamos a declarársela".
"Ya se la declaramos, presidente". "Ah... Entonces vamos a
ganarla". "Ya la perdimos, presidente –le explicaba el
otro–. Este país se jodió, se nos fue de las manos".
"Ah..." Y eso era todo lo que decía. Después
tornaba a su obnubilación, a las brumas de su
desmemoria.
(85)
La
semántica
desarticulada a la que acusa, y la memoria desvanecida, derivan en la
pérdida de control que encarnada en un presidente, figura de
autoridad,
adquieren proporciones que lindan entre lo cómico y lo absurdo.
La voz
narrativa se
ensaña y pasa por las armas de la ironía a la figura del
mandatario que rige los destinos de una nación desde “el mal de
Alzheimer”, pero que lo elige por sobre otros, como si su amnesia
fuera,
paradójicamente, más fiel a la realidad de ese sujeto,
que el
intrincado mundo de leyes y códigos que nada tienen que ver con
la
realidad. Pero no es una anarquía lo que propone el narrador al
burlarse
de la Nueva Constitución o del naciente (y presunto) Estado de
Derecho y
su nuevo argot. Lo que ocupa el centro de sus reclamos es el
desplazamiento de
un sistema por otro, es el desplazamiento de un sistema sólido
por un
conjunto de sistemas tan diversificados que se vuelven ininteligibles e
impracticables: “en
Colombia hay leyes pero no hay ley”, en donde leyes
hace referencia a una serie de prácticas diferenciadas y
carentes de
unidad.
Este conjunto de códigos
(jurídicos y lingüísticos) de la Nueva
Constitución,
según la visón del narrador, se incorporan por su nueva
jerga, su
vacuidad de significados e inviabilidad de sus contenidos, al ruido de
la urbe.
Pululan los “presuntos”, los “derechos humanos”, las
“garantías individuales”, las “nuevas
atribuciones”... que se mezclan con “[j]irones de frases hablando
de robos, de atracos, de muertos, de asaltos....” y las
“infaltables delicadezas de ‘malparido’ e
‘hijueputa’ sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la
boca. Y ese olor a manteca rancia y a fritangas y a gases de
cloaca...
¡Qué es! ¡Qué es! ¡Qué es! Se
ve. Se
siente. El pueblo está presente.” (92- 93).
Pero
¿Cuál es la relación entre esta visión del
espacio
urbano y la representación del sujeto que habla? Hasta
aquí, he
partido del análisis de la memoria como recurso que subyace
incluso en
la traducción y por medio de la cual el sujeto letrado se asume
como
memoria de un mundo en decadencia. Del pasaje anterior surgen otros dos
aspectos que pueden ser abordados brevemente en relación con la
identidad del narrador: la diferenciación entre individuo y
colectividad, y la relación vacío versus
saturación.
En La
virgen de
los sicarios existe una constate referencia a la saturación
contrastante con el vacío que invade la vida de todos:
vacío de
significado, de finalidad, de contenido. La saturación se
manifiesta en
las descripciones del espacio narrativo: la violencia, los medios de
comunicación,
la suciedad, el ruido, los excesos... en tanto, el vacío
persiste a
pesar de todo lo anterior. Resulta significativo por tanto, que el
narrador no
sólo detecte esa saturación y vacío de
significado, sino
que se represente al margen de éstos, no como si él fuera
el
centro, sino como elemento lanzado hacia la periferia:
El
vacío de la vida de Alexis, más incolmable que el
mío, no
lo llena un recolector de basura. Por no dejar y hacer algo, tras la
casetera
le compré un televisor con antena parabólica que
agarra
todas las estaciones de esta tierra y las galaxias (…) Sin saber
ni inglés ni francés ni japonés ni nada
sólo comprende
el lenguaje universal del golpe... El televisor de Alexis me
acabó de
echar a la calle. Alexis, por lo visto, no requería de mi
presencia…
(30- 31)
Hay un
desplazamiento del narrador
(gramático, sujeto letrado) por el televisor (en la
narración
asociado al ruido y al vacío de contenidos y significados) que
es
además el desplazamiento de un lenguaje a otro. El
gramático representa
la corrección de una cultura escrita y la normatividad; el
televisor,
por el contrario, se expresa en el “lenguaje universal del golpe”,
en palabras del narrador. Asistimos pues, a un universo ficcional en
donde un
sistema de códigos y valores pierden toda utilidad y es
desalojado,
echado a la calle, por un sistema que actúa con otras reglas.
A esta
relación de saturación y
vacío se une la problemática del individuo y de la
colectividad.
Si el sujeto emisor se representa como un ser fuera de un sistema
(aún
cuando lo analiza), también lo hace desde fuera de la
colectividad. Se
había señalado que él personifica un conglomerado
de
valores que ha sido desplazado, lo cual no supone que forme parte de
otro
grupo. Su grupo ha desaparecido y él es, según sus
propias
palabras, “el último gramático de Colombia”. La
instancia narrativa acentúa la importancia del sujeto
individual, quien
se exhibe como personificación, primero de la memoria, luego, de
la
gramática, y posteriormente es el desplazamiento mismo.
Condición
enfatizada por su constante movilidad a través de la ciudad, y
en que se
inscribe uno de los elementos más significativos del texto: sus
constantes visitas por los templos, otros sobrevivientes de aquel
Medellín desaparecido.
Persistencia del archivo
Alexis
se incluye como un sujeto por medio del cual el narrador pudo
momentáneamente ocupar un lugar en el presente. Recordemos que
la
narración se exhibe como la reconstrucción de un pasado:
en el
momento en que narra, ya Alexis y Wílmar han muerto y Fernando
se
dispone a organizar su estancia en Medellín como si de un libro
se
tratara. Se trata de una historia que debe ser ordenada de acuerdo a
principios
propios de una narración, de ahí que veamos constantes
alusiones
al orden y lo que debió de ser:
“Alexis
debió llegarme cuando yo tenía veinte años...” (22)
“La trama
de mi vida es un libro absurdo...” (23)
“Pero estoy
anticipando, rompiendo el orden cronológico e introduciendo el
desorden...” (42)
“Pero
retomando el orden del discurso...” (59)
La
preocupación de Fernando traspasa los límites personales.
Se
convierte en una denuncia de una sociedad que le niega todo espacio y
toda
oportunidad. El fracaso de Fernando se muestra, no obstante, como una
derrota
anunciada. No hay cambio en Colombia, ha sido siempre la misma: “...cuando yo
nací ya Colombia había perdido la vergüenza,” dice
el
narrador conforme reconstruye la historia. Lo único que
podría
salvarlo es su memoria, y ésta es lo único que ha ganado
al paso
de los años además de su oficio de gramático. Pero
ni los
viejos ni los gramáticos son necesarios en una sociedad como la
que
representa. La memoria no será salvada por las nuevas
atribuciones que
pueda ganar alguien con la Nueva Constitución; la cultura
letrada que
él representa no cabe en ese mundo:
Si por los menos Alexis
leyera... Pero esta criatura en eso era
tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga
vida un
solo libro no leyó. Esta pureza incontaminada de letra impresa,
además, era de lo que más me gustaba de mi niño.
¡Para libros los que yo he leído! y mírenme,
véanme.
(64)
Y en otro fragmento:
Y ahora
qué, sin miniUzi, sin moto, ¿qué nos ponemos a
hacer?
"Ponte a leer Dos Años de Vacaciones,
niño". ¡Qué iba a leer! No tenía la
paciencia.
Todo lo quería ya, como un tiro por entre un tubo. (71)
Sujeto
letrado,
representación de la memoria de un pueblo. No obstante, la
memoria de
Fernando se construye por un lado de sus vivencias personales, pero
también por una cultura libresca y académica; de una
historia personal
y otra oficial; por una parte, como señalé, recuerda:
“...cuando yo
nací ya Colombia había perdido la
vergüenza,” y por otra, comenta: “en este que fuera
país de gramáticos, siglos ha”. Hay en Fernando un
desfase que puede ser entendido como el fracaso de una
generación que
vivió sus primeros años, defendiendo el proyecto de una
cultura
letrada que sería la salvación, misma que ahora se revela
obsoleta en ese universo ficcional que propone el narrador.
El narrador, como la memoria y la
clase letrada, son el centro desplazado, pero su relato está
lejos del
cinismo: hay una solidaridad con los animales al ser considerados la
parte no
corrupta de la humanidad y que por lo tanto, merece ser salvada. Del
mismo
modo, la memoria persiste pese a que se le niegue y la palabra se hace
un lugar
en el mundo, cuando habita el otro que la lee. No es, por lo tanto,
nada
más el fracaso de una sociedad y el desfase de una cultura
letrada lo
que subyace, desde esta visón, en La virgen de los sicarios,
es
también la confirmación de la fe en la palabra, es la
certeza de
que la excepción es un asidero de la existencia que puede dar
lugar al
amor y al sentido, es la confirmación de que los archivos
sociales
hablarán de lo que fuimos y anuncian lo que vendrá.
2. Insensatez, la memoria
como documento escrito
El narrador de Insensatez comparte con Fernando, narrador de La virgen de los sicarios, su condición de extranjero y de exiliado. Pero el narrador de Insensatez no regresa al país de origen (lo cual implica una gran diferencia), sino que huye a Guatemala porque ha sido expulsado de su patria a causa de un comentario en contra del Presidente de la República. Por su parte, recordemos que Fernando termina por abandonar una vez más Medellín a causa de la muerte de sus últimos dos amantes, que se vio favorecida por la descomposición social. Ambos narradores, en síntesis, actúan no sólo por motivos personales, sino que se muestran críticos de su entorno, hecho que causa su expatriación y adoptan una posición de extrañamiento ante la realidad narrativa desde la que recrean su historia.
El narrador de Insensatez tiene como encargo corregir un documento en que se consignan los crímenes cometidos por los militares guatemaltecos en contra de la población civil, y su participación como provocadores y cómplices de las guerras étnicas, es decir, desde un primer momento, la relación del narrador con la memoria histórica reciente del país queda manifiesta. Pero esta relación no será unívoca a lo largo del texto: la posición del narrador respecto a lo que lee y respecto al contexto que él mismo describe, atraviesa por una gran variedad de matices.
La primera oración de la novela “yo no estoy completo de la mente” (13), es una frase extraída del testimonio de una de la víctimas de los militares. Esta expresión, que el narrador extrae de su contexto y trascribe en su cuaderno, revela la dimensión de la tragedia, y muestra la toma de conciencia del sujeto que la emite en relación a su circunstancia psíquica y social de sujeto truncado. Por otro lado, nos remite a una práctica que será común a lo largo del texto por parte del narrador, esto es, la selección y combinación de frases testimoniales que fuera de su contexto original adquieren dimensiones poéticas.
En una primera instancia el narrador se asume como un instrumento inocuo para el régimen militar contra el que se dirige el Informe, pero muy pronto toma conciencia de su calidad de instrumento y de la relación que se establece entre el discurso y sus usuarios, que consiste en que nadie puede estar al margen del discurso cuando éste encierra implicaciones morales y políticas tan evidentes como en su caso:
...estaba iniciando un trabajo con los curas que ya me habría puesto en la mira de los militares de este país, como si no me bastara con los enemigos en mi país, estaba a punto de meter mi hocico en este avispero ajeno, a cuidar que las católicas manos que se disponían a tocarle los huevos al tigre militar estuvieran limpias y con el manicure hecho, que de eso trataría mi labor, de limpiar y hacer el manicure a las católicas manos que piadosamente se preparaban para tocarle los huevos al tigre...(16-17)
De esta manera, el narrador hace suya la frase inicial y la lleva al límite “¡Yo soy el menos completo de la mente de todos!” (16), y sin embargo, él se asume como la herramienta de un grupo, el de la Iglesia Católica, que lo ha contratado como corrector y que ante sus ojos aparece tan execrable como la milicia misma. Sujeto atrapado entre dos instancias de poder, asimila la frase en tanto que la puede actualizar para describir su propia circunstancia, que poco tiene que ver con el contexto en que se profirió originalmente. Es decir, ha quedado fuera de la frase la intención de designar la condición de un sujeto que sobrevive a una masacre, y define a un sujeto involucrado en un proyecto que lo pone en un fuego cruzado. Es su condición de instrumento y no de objeto lo que subraya la frase.
La distancia del narrador con respecto al texto se modifica drásticamente desde las primeras línea: es mayor en sus inicios, en tanto se autoimpone una racionalidad de los procesos que operan en el texto (racionalidad a la que tratará de volver al final del relato), y se va reduciendo conforme avanza. Las “mil cien cuartillas”, término con el que designa al Informe remarcando su condición de objeto y documento, no representan un gran problema; su trabajo consistirá, dice él, en “pegarle un empujoncito” a ese proyecto, es decir, se describe como un paso más en la cadena de producción de texto:
...comenzando con
los grupos de catequistas que habían logrado sacar los
testimonios de
aquellos indígenas testigos y sobrevivientes, la
mayoría de
los cuales ni siquiera hablaba castellano y temía por sobre
todas
las cosas referirse a los hechos de los que habían sido
víctimas,
siguiendo con los encargados de transcribir las cintas y
traducir los
testimonios de las lenguas mayas al castellano en que el informe
tendría
que ser escrito, y finalizando con los equipos de profesionales
destacados
para la clasificación y el análisis de los testimonios, y
también para la redacción del informe... (18)
Visto de
esta manera, el sujeto se posiciona fuera del texto, por más que
se vea
involucrado en una cadena de trabajo con intenciones políticas.
Se subraya
además el largo proceso de mediación que ha operado sobre
las “mil cien
cuartillas” en donde él está más allá del
final, su trabajo se relaciona con el
retocado, está más cercano al detallado estético
que a la complicidad, y con
esto remarca su condición de sujeto externo a la realidad
narrada en el Informe,
constituyéndose como una mediación más, y una
bastante inofensiva, según su
primera impresión.
Posteriormente
el lector asiste a la persistencia de la memoria trasmitida a
través de la
palabra escrita. Conforme su trabajo le exige una mayor cercanía
con el
documento, él comienza a verse afectado por lo escrito.
La memoria como decodificadora del texto
Su cuaderno de apuntes es
un elemento importante a lo largo de la
narración. Asoma a cada paso ese documento que contiene una
selección de lo que
él considera lo más representativo de los testimonios.
Adopta la costumbre de
recitar algunos fragmentos a sus amigos, quienes no reconocen en
aquellos pasajes
más que atrocidades, nada qué ver con ese halo
poético que él percibe. Para
esto él elige de entre sus amigos a su compadre Toto, quien se
define a sí
mismo como poeta y agricultor. Tomando en cuenta lo anterior, le quiere hablar
de esas frases cuya sonoridad y fuerza expresiva despiertan
interés en él: “Se
queda triste su ropa”, y en seguida para reforzar su
intención continúa con
otras frases: “Las casas estaban tristes porque ya no había
personas dentro
(...) Quemaron nuestras casas, quemaron nuestros animales, mataron
nuestros
niños, las mujeres los hombres, ¡ay!, ¡ay!...
¿quién va a reponer todas las
casas? (30- 31, en cursivas en el original), y agrega:
...lo
que yo buscaba, tal como se lo dije [a mi compadre] ya un tanto
encabronado por
la circunstancia, era mostrarle la riqueza del lenguaje de sus mal
llamados
compatriotas aborígenes, y ninguna otra cosa más,
suponiendo que él como poeta hubiera podido estar interesado en
ello, en
esas intensas figuras del lenguaje y la curiosa construcción
sintáctica que me recordaba a poetas como el peruano
César
Vallejo... (31) (2)
Los dos sujetos, lector y
receptor, adoptan una posición distinta ante los
testimonios. Una primera explicación se puede encontrar en que
el narrador se
inserta desde fuera de la realidad narrada en el Informe, en
tanto que su
compadre Toto ha formado parte de ésta, de hecho es un viejo
combatiente de una
guerrilla de izquierda. Él, participante, se identifica con esas
frases en un
sentido que no llega a lo estético, instala su corporeidad y su
experiencia en
una relación más directa con el texto a través de
la memoria, en tanto que el
narrador sigue moviéndose en el límite textual. Otra
explicación, más ligada al
tema a la temática de este ensayo, es que Toto no pertenece a la
clase
intelectual, su visión carece de los referentes que permiten
identificar el
sentido poético de las frases.
Esta situación se
hace más compleja porque se crea una contradicción entre
la frase que profiere el narrador: “Toto, más agricultor que
poeta, como lo
descubrí con pena” (31), y la frase con la que burlonamente
intenta cerrar el
diálogo el mismo Toto: “Sólo ya el no querer es lo que
quiero” (33), como si se
tratara de insertar a sí mismo en la cultura
enciclopédica del narrador. Mas
éste último entiende en la frase una evasiva, una salida
en la que irá
descubriendo la diferencia entre los horizontes de un sujeto que se
inscribe
dentro de la experiencia y otro que se inscribe fuera de ella.
Esta situación
lejos de negar la importancia de la cultura letrada, la
reafirma en tanto que texto escrito y
experiencia son dos elementos indisolubles, pensamiento sustentado en
una
sociedad de cultura escrita. Pero la diferencia entre ambos usuarios de
la
cultura escrita, reside en que lo que para unos es instrumento ligado a
la
memoria, para el narrador es la unión entre palabra y acto
estético. En lo que
respecta al narrador, su dimensión de memoria se forja
día tras día con la
cercanía del texto y es una creación paulatina que lo
incluirá en la
experiencia del “contenido”.
Esta situación se
repite en dos ocasiones más, una con Pilar, la chica
española que trabaja con el narrador en las oficinas del
arzobispado; el
resultado es similar al anterior: una evasión y una mirada de
extrañamiento
ante el hombre que pretende darle calidad de creación
poética a un testimonio,
alterando la semántica original. La tercera vez que se repite
este suceso, es
frente a un grupo de arqueólogos que trabajan en la
búsqueda de fosas comunes, desenterrando
los restos de los indígenas masacrados. Entre los
arqueólogos destaca Yul
Bryner, un militar uruguayo que está de visita en Guatemala. En
el lugar, el
narrador había estado “declamando” una misma frase: “Que
siempre los sueños
allí están todavía” (122). Significativamente
no son los arqueólogos los
que reaccionan ante la frase, sino el militar: “Impresionante, che.
Parece un
verso de Vallejo” (123). Si observamos la composición del grupo
en que se
encuentra el narrador, notamos que es nuevamente un extranjero que no
está
ligado al campo de trabajo del Arzobispado ni al Informe, quien
puede
fijar la atención en el aspecto poético de un testimonio.
Posteriormente, el lector
puede apreciar un cambio drástico en el narrador,
a quien no sólo le aterra la idea de haber estado hablando con
un militar (que
puede ser el esposo de una mujer con la que se acostó hace unos
días), sino que
parece notar lo que envuelve contemplar un testimonio como un acto
poético sin
tomar en cuenta la experiencia.
Archivo oculto y archivo abierto
Si bien el encuentro con
el militar uruguayo es determinante para que el
narrador comprenda la dimensión del testimonio, es hacia la
mitad de la novela
cuando este mismo entiende que su trabajo se relaciona abiertamente con
una
labor de archivo. De hecho, el Informe se traza como archivo
alterno con
pretensiones de hacerse público, lo que significa una franca
lucha con el
archivo oficial y cerrado. Esto tiene lugar cuando conoce al psiquiatra
encargado de coordinar el Informe: Joseba, español
oriundo del País Vasco
radicado desde hace años en Guatemala:
[Joseba]
me preguntó como al vuelo lo que era el Archivo, una pregunta
hecha con
el candor de quien se refiere a una biblioteca infantil o la gaveta
donde los
niños guardan los rompecabezas (...) no se hablaba del Archivo
en un
lugar público, menos en un restaurante ubicado a menos de dos
calles del
palacio presidencial, en cuyos aposentos tenía precisamente su
sede el
Archivo.
El
Archivo era precisamente la oficina de inteligencia militar desde donde
se
planificaban y ordenaban los crímenes políticos
mencionados en el
informe que reposaba sobre mi escritorio... (87- 88)
El Informe, en
este momento, se revela como la contraparte del
Archivo militar. Ambos se encuentran resguardados: el primero por el
edifico
del Arzobispado, el segundo por una oficina gubernamental; los dos se
mantienen
como documentos secretos y son respaldados, asimismo, por instancias de
poder
social y político. Hasta este punto no hay gran diferencia entre
uno y otro,
pero la amenaza que constituye el Informe como archivo, pese a
que los
dos contengan detalles de los crímenes de estado, es su
inminente publicación,
lo que traerá seguramente una respuesta por parte del
ejército.
De ahí que podamos
unir, por una parte, la revelación de que en el archivo
subyace la recuperación de la memoria, la identidad, la lucha
política y la
legitimación de la verdad, y por otra, el hecho de que es un
militar uruguayo
quien nota el efecto poético de los testimonios, producto de la
extrañeza y
alejamiento del lenguaje oficial. Tal fenómeno termina por dar
una idea general
del poder del archivo.
El hombre como archivo
El poder del archivo no
termina aquí, ya que ahora que se ha completado la
certeza del narrador de que su papel no se limita a la de un sujeto que
detalla
desde el afuera del texto, sino que participa del saber y del ejercicio
de
exteriorizar una verdad contraria al poder militar. Lo anterior
terminará por
crear en él un delirio de persecución. Y en ese delirio
el personaje retoma
fragmentos de los testimonios, no ya para apreciar su aspecto
estético, sino su
valor de verdad. Esto es posible porque ahora inscribe su ser dentro
del texto:
hay un perseguidor en común, él es semejante a la
víctima.
De esta forma, en el
fragmento en que el narrador describe su abrupta
huída, al creer que los militares lo persiguen (hecho que no se
constata, pero
que tampoco se niega), repite una frase que ha extraído de los
testimonios, se
apropia de ella, la adapta a su propia experiencia y descubre su
significado en
una solidaridad que no surge sólo de la palabra, sino de la
cercanía recién
creada por la situación:
...una
frase que a primera vista no parecía tener nada especial, pero
que a la
velocidad de mi huída tomo el canto de esos cantos que los
contingentes
de combatientes gritan para encenderse a medida que marchan, la frase
herido
sí es duro quedar, pero muerto es tranquilo se convirtió
pues en
el grito de guerra que yo entonaba mientras iba trotando por la
carretera....(141)
Después de esta
experiencia, el narrador abandona Guatemala y emigra a
Alemania. Desde ahí él seguirá “recitando” las
frases del Informe, pero ya no le interesa lo
poético, sino el valor de verdad
que encierran. Ahora hace mención a “el informe”, con un tono
más solemne (154)
en contraposición a las “mil cien cuartillas” o al “mamotreto”,
que descansaba
en su escritorio, como llegó a calificarlo despectivamente.
Él se arroga ahora
como sujeto conocedor de una historia que el resto de las personas que
lo
rodean ignoran. Es poseedor de un archivo que fue secreto, documento
que tiene
el poder no sólo de hablar del pasado, sino de establecer un
nuevo rumbo en la
historia de un grupo humano dentro del cuál él se
inscribe por medio del poder
de la palabra. Palabra ajena hecha propia por la proximidad, por la
frecuencia,
pero sobre todo, por la experiencia que ahora comparte y que ha
desplazado,
aunque no suprimido, al valor poético. Con Insensatez,
estamos ante la
evidencia de que la palabra además de ser trasmisora de la
memoria, es también
creadora y propiciadora de la memoria.
Aquí el narrador
representa una cultura letrada desplazada por la
inutilidad de sus percepciones estéticas, y que sólo
logra incluirse cuando se
vuelve participe o, en este caso, víctima de un sistema que lo
identifica y
señala por su capacidad para ser herramienta prescindible. No
obstante lo
pesimista del final, la insensatez que ronda al narrador es evidencia
del poder
de la palabra.
A manera de conclusiones
Si aceptamos la idea de Derrida de que el archivo designa una posición de ley, que implica una categoría de jerarquía y de principio organizador, no debe extrañarnos que dos textos donde el narrador se auto-representa como un ser periférico, o más bien, llevados a la periferia por determinadas inercias (el cambio generacional y la descomposición social producto del narcotráfico, por un lado; la represión militar y las tensiones entre la oligarquía eclesiástica y la cúpula militar, por otro), no desaparezca su caracterización de archivo, por el contrario, estamos ante dos textos que, cada uno de una manera muy particular, evidencian y ponen en escena esta tensión semántica entre la memoria y el olvido. Representan la decadencia de sistemas fijos, como lo son la cultura letrada y la erudición enciclopédica, que en otro espacio y otro tiempo, garantizaban el control o al menos cierto reconocimiento a los sujetos que los dominaban.
Si el surrealismo se estrella en el piso ante la realidad que describe, como señala Fernando en La virgen de los sicarios, en el caso de Insensatez los versos vallejianos se antojan meras fantasías y explosiones de sentimentalismo. Ante un escenario urbano y un mundo decadente, la palabra una y otra vez surge como archivo y memoria. Fernando Vallejo y Horacio Castellanos Moya, dos autores común y cómodamente catalogados como partidarios de una estética del cinismo, muestran en su confrontación a los valores sociales, la evidencia de que es posible crear una afirmación por medio de la negación. Pese a ello, más allá de una visión nostálgica del pasado o una lamentación, lo que puede identificar ambos textos, en un sentido menos elemental, es su carácter desafiante, irreverente. Carácter que comúnmente es confundido con cinismo, de la forma con que encaran la derrota, el desfase, y se auto-afirman por esa noble negación que implica escribir de la pérdida de la memoria y la inutilidad de la literatura, desde la literatura misma: archivo y actualización del hombre.
(1). Con lo que alude a la obra de
Ángel
Rama, pero sobre todo, al trabajo de José Luis Romero Latinoamérica:
la ciudad y las ideas. Fernando Ainsa, “¿Espacio
mítico
o utopía degradada? Notas para una geopoética de la
ciudad en la
narrativa latinoamericana” en De Arcadia a
Babel: naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana. Javier Navascues (ed). Madrid: Iberoamericana- Frankfurt
am Main: Vervuert, 2002.
(2). Todas las citas que el
narrador extrae del Informe
se escriben en cursivas en el original.
Bibliografía
Ainsa Amigues, Fernando. Del topos al logos. Propuestas de geopoética. Madrid:
Iberoamericana- Frankfurt am Main: Vervuert, 2006.
- - - . Narrativa hispanoamericana del siglo XX: del espacio vivido al espacio del texto. Zaragoza, España: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2003. (Textos docentes, No. 95)
Castellanos Moya, Horacio. Insensatez.
Ciudad de México: Tusquets, 2004.
Derrida, Jacques. Mal de archivo. Una impresión freudiana. (tr) Paco Vidarte. Madrid: Trotta, 1997.
Manzoni, Celina: "Fernando Vallejo y el arte de la traducción", en Cuadernos Hispanoamericanos, núm.651-652, Madrid, septiembre-octubre de 2004, p. 45-56.
Navascues, Javier de (ed). De Arcadia a Babel: naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana. Madrid: Iberoamericana- Frankfurt am Main: Vervuert, 2002.
Vallejo, Fernando. La virgen de los
sicarios. Ciudad de México: Punto de Lectura, 2004.