Cultura letrada y archivos de la memoria en La virgen de los sicarios

de Fernando Vallejo e Insensatez de Horacio Castellanos Moya



 

Juan Tomás Martínez Gutiérrez

Universidad Nacional Autónoma de México

 

La literatura por supuesto, no disuelve todos los problemas planteados, ni puede explicarlos, pero en ella, un narrador siempre piensa desde afuera de la experiencia, como si los humanos pudieran apoderarse de la pesadilla y no sólo padecerla.

    Beatriz Sarlo, Tiempo pasado

 

Las dos novelas que abordaré en este trabajo, La virgen de los sicarios (1994) e Insensatez (2004), se pueden relacionar entre sí por el papel central que desempañan  las temáticas de la violencia, la importancia del espacio urbano de América del sur, el corte autobiográfico, el erotismo y el desencanto social, entre otros. Resulta significativo, además, que dichas problemáticas recreadas en ambos relatos publicados con diez años de diferencia, evoquen explícitamente el contexto social de la década de los noventa en el escenario latinoamericano. De las diversas marcas textuales que hacen referencia al periodo antes mencionado, dos en especial serán clave en el desarrollo de este ensayo: en La virgen de los sicarios se hace alusión a la Constitución Política de Colombia en su versión de 1991, y en Insensatez el narrador es contratado para corregir el Informe del proyecto interdiocesano de recuperación de la memoria histórica: Guatemala: nunca más, de 1998.

Los documentos señalados se proponen, directa o indirectamente, como proyectos fundacionales de nuevos modelos de Estado latinoamericano, la renovación de las instituciones políticas y resultan, cada uno a su manera, un intento de establecer mecanismos modernos, capaces de inclinar el poder en beneficio de determinado grupo. Sumado a lo anterior, tenemos la configuración de los narradores como hombres letrados, intelectuales en la urbe hispanoamericana: un gramático y un corrector de estilo-editor en La virgen de los sicarios y en Insensatez, respectivamente. Emisores, por lo tanto, ligados semánticamente al dominio del discurso escrito, a la norma de la palabra, así como a la eficacia comunicativa y al archivo de la memoria a través de la escritura, como se verá posteriormente.

Si bien en el caso de la obra de Castellanos Moya la denuncia de los abusos del Estado ocupan un lugar central en la trama y en el destino de los personajes principales, en la novela de Vallejo, por el contrario, la constitución parece un elemento secundario, meramente incidental en el trasfondo de la modernidad decadente que el narrador intenta evidenciar. Sin embargo, la intención de este ensayo es proporcionar una lectura de ambas novelas que evidencie, por un lado, la importancia en las obras analizadas de la memoria histórica reciente, y por otro, el papel del hombre letrado y las relaciones establecidas entre éstos y el espacio descrito.

 

El archivo, y el papel del intelectual en la urbe

Fernando Ainsa señala que el escritor iberoamericano fue, desde su origen, ciudadano de “la ciudad letrada” (1), polis concebida en los imaginarios y en las construcciones discursivas como centro político al que se suma el centro del intelecto. Esto es, a través de la historia los letrados se incorporaron con su aguda arma de la palabra a la construcción de un espacio que condensa todo tipo de poderes. Las ciudades, añade Ainsa, se levantan con materiales que no sólo provienen de canteras, aserraderos y fundiciones, sino también de los archivos de la memoria (todas las cursivas son mías a menos que se indique lo contrario), y citando La selva en el damero de Rosalba Campra, agrega que las ciudades “están hechas de ladrillos, de hierro, de cemento. Y de palabras. Ya que es el modo en que han sido nombradas, tanto como los materiales con las que se las construyó, lo que dibuja su forma y su significado” (20).

La propuesta de Ainsa busca, entre otras cosas, subrayar la estrecha relación histórica entre el hombre letrado (el intelectual) y la concepción de la ciudad; señala además el papel del letrado como ser privilegiado dentro de un orden y conjunto de instituciones que son consideradas inherentes a la ciudad: el poder eclesiástico, el administrativo y el político. Hay que advertir además, el acierto de relacionar cultura letrada y memoria dentro de la concepción de la polis, dado que es una constante ampliamente abordada desde diversos enfoques en la historia cultural de América Latina. Alberto Julián Pérez, en Los dilemas políticos de la cultura letrada, por ejemplo, notaba que

 

[l]as ideas políticas del Enciclopedismo y la práctica política revolucionaria en Francia y el continente americano, ampliaron la esfera de acción del intelectual moderno. A diferencia del consejero de la monarquía absoluta, que debía prestar servicios personales al monarca, el intelectual republicano se transformó en actor y líder político de su sociedad. (14)

 

De esta manera emplearé el término “cultura letrada” u “hombre letrado”, no para designar al hombre alfabetizado en general (de acuerdo a una tendencia actual en los estudios sociales), sino al intelectual en su acepción clásica de heredero de la cultura enciclopedista de la ilustración, al “hombre dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”, definición más cercana a la del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. El intelectual, en este sentido, es el hombre o mujer generador o articulador de los discursos sociales ligados al saber social o artístico. Este sujeto vendrá a relacionarse con el otro concepto del que me ocuparé: el archivo, según lo hemos definido anteriormente, y a propósito del cual, Jacques Derrida señalaba y comentaba su etimología:

 

Arkhé, recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato. Este nombre coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza o la historia, allí donde las cosas comienzan -principio físico, histórico u ontológico-, mas también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado -principio nomológico. (9; en cursivas en el original)

 

Por tanto, el concepto de archivo, en el presente ensayo, posee una amplitud mayor a la habitual, mantiene esta estrecha relación con su origen etimológico: recinto que puede ser o no emplazamiento material; principio que designa el origen, pero también la norma, el modelo. En base a lo anterior podemos proponer las siguientes hipótesis con respecto a las dos novelas de las que me ocuparé. Primero: en ambas se presenta una problematización de la cultura letrada que representa, por un lado, un gramático en el texto de Vallejo, y un corrector de estilo en el caso de la novela de Castellanos Moya. Segundo: existe una problemática del espacio urbano, ligada a la recuperación de la memoria que se da mediante el archivo, entendido como bagaje histórico y/o construcción del pasado a través del testimonio, que puede estar representado por una persona o institución.

Me interesa apreciar de qué manera se articulan los anteriores puntos en el texto y cuáles son las implicaciones que se pueden desprender de una lectura que se oriente desde estos aspectos.

 

1. El problema de la memoria en La virgen de los sicarios

Celina Manzoni que en su artículo “Fernando Vallejo y el arte de la traducción”, analiza La virgen de los sicarios, observa:

 

[u]na estructura fluctuante dominada por el extrañamiento y el desamparo tanto en el espacio público como en el de lo íntimo siempre amenazado por el ruido: de la música, de los automóviles, de los tiroteos, de las ráfagas de ametralladora, por el olor de la fritanga, los atentados a la gramática de los locutores de televisión, la banalidad de los relatos de hazañas deportivas, los discursos vacíos de las figuras emblemáticas de Estado. (46)

 

Mas esta condición de ser ajeno sólo puede ser entendida y asumida por el narrador al confrontar su condición actual con aquella otra imagen de Medellín que habita en su memoria. Ante la nueva realidad que tiene que enfrentar, el universo de su infancia se erige como trasfondo desde el que se proyecta su perspectiva: Sabaneta la del fin del mundo, la de los globos que se elevan contrastando su color rojo con el cielo azul; Sabaneta, la que al acercarse Navidad era el vivo retrato de un pesebre con un pesebre dentro. Imagen que resume el Medellín de su infancia y que poco tiene que ver con el Medallo, el Metrallo actual, asediado por el narco, invadido de ritmos vallenatos y saturado de pobreza. El ejercicio de la memoria se muestra desde las primeras líneas como un recurso para desencadenar el relato, al tiempo que proporciona un modelo de comparación, un principio necesario para entender el cambio y decodificar el ahora de su narración.

Si bien el narrar supone siempre dar cuenta desde un presente de la enunciación, de sucesos ubicados en el pasado de quien habla, en el caso de La virgen de los sicarios el mecanismo supera esta función, apuntalándose como un eje temático que articula la novela y que vendrá a problamatizarse con otros elementos. El primero de los cuales es un recurso que aparentemente poco tiene que ver con la memoria: el ejercicio de la traducción que ya ha analizado Celina Manzoni, y acerca del cual apunta: “el narrador de La virgen de los sicarios pone en escena los recuerdos y las palabras que los nombran o las nuevas palabras que designan sea viejos o nuevos conceptos” (47). Posteriormente, Manzoni enfatiza la tensión entre saber /no saber, sin la cual no sería necesaria la traducción. Sin embargo, para la finalidad del presente trabajo, es necesario detenerse en la mención de la memoria y los recuerdos. En la novela el proceso de traducción no se da de una lengua a otra, sino entre un registro y otro que, en este caso, es entre el argot de los barrios bajos y una lengua más o menos estandarizada, aquella que se supone es esgrimida el receptor. Este tipo de traducción, como cualquier otro, ssugiere la presencia de un sujeto que tiene acceso a ambos registros, con la diferencia de que, en este caso, el sujeto se sitúa no sólo entre el habla culta y el argot, sino en el cruce de dos registros generacionales. Sin embargo le es posible articularlos, primero porque pide explicaciones a Alexis, el amante sicario, pero además porque identifica ese nuevo argot que, como el narrador apunta:

 

está formado en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquía, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo el arameo), más una que otra su­pervivencia del malevo antiguo del barrio de Guaya­quil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nue­vos, feos, para designar ciertos conceptos viejos (31)

 

Esta explicación filológica del lenguaje de Alexis, muestra el nuevo argot como un sistema formado de un lenguaje que incorpora lo viejo y lo nuevo. Tal descripción es posible porque el narrador se inserta en uno de los dos polos, no dice sólo un idioma que se habló antes aquí, sino que “fue el que hablé yo”; el sujeto se introduce y se identifica como usuario del argot cuyos remanentes se filtran en el nuevo argot. De ahí que podamos mencionar que la competencia lingüística del narrador no se debe sólo al conocimiento (paulatino) del argot y del lenguaje culto, sino que dicha comprensión representa la intersección de dos momentos en el tiempo. Así, el proceso de traducción no se revela sólo como el paso de un sistema a otro, sino como una constante (auto)actualización.

 

Memoria y el espacio urbano, crónica de una decadencia

La representación del narrador como intersección de dos momentos adquiere una dimensión histórica conforme avanza la narración. Llegado el momento profiere:

 

Señor Procurador: Yo soy la memoria de Co­lombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera aquí sí que va a ser el acabóse, el descontrol. Señor Fiscal General o Procurador o como se llame, mire que ando en riesgo de muerte por la calle: con las atribuciones que le dio la nueva Constitución protéjame.” (29)

 

Y más adelante:

 

Dios aquí sí se siente y el alma de Medellín que mientras yo viva no muere, que va fluyendo por esta frase mía con los ciento y tantos gobernadores que tuvo Antioquía, a tropezones, como don Pedro Justo Berrío, quien sigue afuera, en su parque, en su estatua, bom­bardeado por las traviesas e irreverentes palomas que lo abanican y demás. O como don Recaredo de Villa a quien, apuesto, usted no ha oído ni mencionar. Yo sí, lo conozco. Yo sé más de Medellín que Balzac de París, y no lo invento: me estoy muriendo con él. (58)

 

El emisor se asume como la memoria no sólo de una ciudad, sino de una nación al ubicarse en el cruce del ayer y del ahora desde el que enuncia; instancia que enviste la capacidad de traducir de un registro a otro; sujeto, en síntesis, no sólo depositario de un saber histórico, sino lingüístico por su oficio de gramático. Sin embargo otra problemática comienza a mostrarse plenamente en las citas anteriores y se conjugará de manera inseparable: la de la decadencia, mostrada por el eminente final que proclama para sí mismo ese sujeto que enuncia y se autoproclama la memoria; que comienza a mostrarse con un desfase, el del régimen, el del control personificado que lejos de imponerse, se muestra desplazado, inútil, porque si él es la memoria de Colombia, es una memoria rota: "Yo ya no soy yo, Virgencita niña, tengo el alma partida" (44).

Este gramático descubre un nexo entre la norma de la palabra y la memoria. Ambas representan lo que perdura y asegura el control. Asimismo, la semántica ocupará cada vez un lugar más preponderante dentro de la novela y se vinculará también con la memoria. De ahí que retome con frecuencia el nexo entre la semántica y el recuerdo: 

 

Cuestión pues de semán­tica, como diría nuestro presidente Barco, el inteligente, que nos gobernó cuatro años con el mal de Alzheimer y le declaró la guerra al narcotráfico y en plena guerra se le olvidó. "¿Contra quién es que estamos peliando?" preguntó y se acomodó la caja de dientes (o sea la den­tadura postiza). "Contra los narcos, presidente", le con­testó el doctor Montoya, su secretario y memoria. "Ah..." fue todo lo que contestó, con esa sabiduría suya. (59)

 

Y posteriormente vuelve al mismo personaje:

 

Y el doctor Montoya, su memoria y conciencia, le co­rregía: "El presidente es usted, doctor Barco, no hay otro". "Ah... –decía él pensativo–. Entonces vamos a declarársela". "Ya se la declaramos, presidente". "Ah... Entonces vamos a ganarla". "Ya la perdimos, presidente –le explicaba el otro–. Este país se jodió, se nos fue de las manos". "Ah..." Y eso era todo lo que decía. Des­pués tornaba a su obnubilación, a las brumas de su des­memoria. (85)

 

La semántica desarticulada a la que acusa, y la memoria desvanecida, derivan en la pérdida de control que encarnada en un presidente, figura de autoridad, adquieren proporciones que lindan entre lo cómico y lo absurdo.

La voz narrativa se ensaña y pasa por las armas de la ironía a la figura del mandatario que rige los destinos de una nación desde “el mal de Alzheimer”, pero que lo elige por sobre otros, como si su amnesia fuera, paradójicamente, más fiel a la realidad de ese sujeto, que el intrincado mundo de leyes y códigos que nada tienen que ver con la realidad. Pero no es una anarquía lo que propone el narrador al burlarse de la Nueva Constitución o del naciente (y presunto) Estado de Derecho y su nuevo argot. Lo que ocupa el centro de sus reclamos es el desplazamiento de un sistema por otro, es el desplazamiento de un sistema sólido por un conjunto de sistemas tan diversificados que se vuelven ininteligibles e impracticables: “en Colom­bia hay leyes pero no hay ley”, en donde leyes hace referencia a una serie de prácticas diferenciadas y carentes de unidad.

Este conjunto de códigos (jurídicos y lingüísticos) de la Nueva Constitución, según la visón del narrador, se incorporan por su nueva jerga, su vacuidad de significados e inviabilidad de sus contenidos, al ruido de la urbe. Pululan los “presuntos”, los “derechos humanos”, las “garantías individuales”, las “nuevas atribuciones”... que se mezclan con “[j]irones de frases hablando de robos, de atracos, de muertos, de asaltos....” y las “infaltables delicadezas de ‘malparido’ e ‘hijueputa’ sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la boca. Y ese olor a manteca ran­cia y a fritangas y a gases de cloaca... ¡Qué es! ¡Qué es! ¡Qué es! Se ve. Se siente. El pueblo está presente.” (92- 93).

Pero ¿Cuál es la relación entre esta visión del espacio urbano y la representación del sujeto que habla? Hasta aquí, he partido del análisis de la memoria como recurso que subyace incluso en la traducción y por medio de la cual el sujeto letrado se asume como memoria de un mundo en decadencia. Del pasaje anterior surgen otros dos aspectos que pueden ser abordados brevemente en relación con la identidad del narrador: la diferenciación entre individuo y colectividad, y la relación vacío versus saturación.

En La virgen de los sicarios existe una constate referencia a la saturación contrastante con el vacío que invade la vida de todos: vacío de significado, de finalidad, de contenido. La saturación se manifiesta en las descripciones del espacio narrativo: la violencia, los medios de comunicación, la suciedad, el ruido, los excesos... en tanto, el vacío persiste a pesar de todo lo anterior. Resulta significativo por tanto, que el narrador no sólo detecte esa saturación y vacío de significado, sino que se represente al margen de éstos, no como si él fuera el centro, sino como elemento lanzado hacia la periferia:

 

El vacío de la vida de Alexis, más incolmable que el mío, no lo llena un recolector de basura. Por no dejar y hacer algo, tras la casetera le compré un televi­sor con antena parabólica que agarra todas las estacio­nes de esta tierra y las galaxias (…) Sin sa­ber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo com­prende el lenguaje universal del golpe... El televisor de Alexis me acabó de echar a la ca­lle. Alexis, por lo visto, no requería de mi presencia… (30- 31)

 

Hay un desplazamiento del narrador (gramático, sujeto letrado) por el televisor (en la narración asociado al ruido y al vacío de contenidos y significados) que es además el desplazamiento de un lenguaje a otro. El gramático representa la corrección de una cultura escrita y la normatividad; el televisor, por el contrario, se expresa en el “lenguaje universal del golpe”, en palabras del narrador. Asistimos pues, a un universo ficcional en donde un sistema de códigos y valores pierden toda utilidad y es desalojado, echado a la calle, por un sistema que actúa con otras reglas.

A esta relación de saturación y vacío se une la problemática del individuo y de la colectividad. Si el sujeto emisor se representa como un ser fuera de un sistema (aún cuando lo analiza), también lo hace desde fuera de la colectividad. Se había señalado que él personifica un conglomerado de valores que ha sido desplazado, lo cual no supone que forme parte de otro grupo. Su grupo ha desaparecido y él es, según sus propias palabras, “el último gramático de Colombia”. La instancia narrativa acentúa la importancia del sujeto individual, quien se exhibe como personificación, primero de la memoria, luego, de la gramática, y posteriormente es el desplazamiento mismo. Condición enfatizada por su constante movilidad a través de la ciudad, y en que se inscribe uno de los elementos más significativos del texto: sus constantes visitas por los templos, otros sobrevivientes de aquel Medellín desaparecido.

 

Persistencia  del archivo

Alexis se incluye como un sujeto por medio del cual el narrador pudo momentáneamente ocupar un lugar en el presente. Recordemos que la narración se exhibe como la reconstrucción de un pasado: en el momento en que narra, ya Alexis y Wílmar han muerto y Fernando se dispone a organizar su estancia en Medellín como si de un libro se tratara. Se trata de una historia que debe ser ordenada de acuerdo a principios propios de una narración, de ahí que veamos constantes alusiones al orden y lo que debió de ser:

 

“Alexis debió llegarme cuando yo tenía veinte años...” (22)

“La trama de mi vida es un libro absurdo...” (23)

“Pero estoy anticipando, rompiendo el orden cronológico e introduciendo el desorden...” (42)

“Pero retomando el orden del discurso...” (59)

 

La preocupación de Fernando traspasa los límites personales. Se convierte en una denuncia de una sociedad que le niega todo espacio y toda oportunidad. El fracaso de Fernando se muestra, no obstante, como una derrota anunciada. No hay cambio en Colombia, ha sido siempre la misma: “...cuando yo nací ya Colombia había perdido la vergüenza,” dice el narrador conforme reconstruye la historia. Lo único que podría salvarlo es su memoria, y ésta es lo único que ha ganado al paso de los años además de su oficio de gramático. Pero ni los viejos ni los gramáticos son necesarios en una sociedad como la que representa. La memoria no será salvada por las nuevas atribuciones que pueda ganar alguien con la Nueva Constitución; la cultura letrada que él representa no cabe en ese mundo:

 

 Si por los menos Alexis leyera... Pero esta cria­tura en eso era tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga vida un solo libro no leyó. Esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño. ¡Para libros los que yo he leído! y mírenme, véanme. (64)

 

Y en otro fragmento:

 

Y ahora qué, sin miniUzi, sin moto, ¿qué nos ponemos a hacer? "Ponte a leer Dos Años de Vacacio­nes, niño". ¡Qué iba a leer! No tenía la paciencia. Todo lo quería ya, como un tiro por entre un tubo. (71)

 

Sujeto letrado, representación de la memoria de un pueblo. No obstante, la memoria de Fernando se construye por un lado de sus vivencias personales, pero también por una cultura libresca y académica; de una historia personal y otra oficial; por una parte, como señalé, recuerda: “...cuando yo nací ya Colombia había perdido la vergüenza,” y por otra, comenta: “en este que fuera país de gramáti­cos, siglos ha”. Hay en Fernando un desfase que puede ser entendido como el fracaso de una generación que vivió sus primeros años, defendiendo el proyecto de una cultura letrada que sería la salvación, misma que ahora se revela obsoleta en ese universo ficcional que propone el narrador.

El narrador, como la memoria y la clase letrada, son el centro desplazado, pero su relato está lejos del cinismo: hay una solidaridad con los animales al ser considerados la parte no corrupta de la humanidad y que por lo tanto, merece ser salvada. Del mismo modo, la memoria persiste pese a que se le niegue y la palabra se hace un lugar en el mundo, cuando habita el otro que la lee. No es, por lo tanto, nada más el fracaso de una sociedad y el desfase de una cultura letrada lo que subyace, desde esta visón, en La virgen de los sicarios, es también la confirmación de la fe en la palabra, es la certeza de que la excepción es un asidero de la existencia que puede dar lugar al amor y al sentido, es la confirmación de que los archivos sociales hablarán de lo que fuimos y anuncian lo que vendrá.

 

2. Insensatez, la memoria como documento escrito

El narrador de Insensatez comparte con Fernando, narrador de La virgen de los sicarios, su condición de extranjero y de exiliado. Pero el narrador de Insensatez no regresa al país de origen (lo cual implica una gran diferencia), sino que huye a Guatemala porque ha sido expulsado de su patria a causa de un comentario en contra del Presidente de la República. Por su parte, recordemos que Fernando termina por abandonar una vez más Medellín a causa de la muerte de sus últimos dos amantes, que se vio favorecida por la descomposición social. Ambos narradores, en síntesis, actúan no sólo por motivos personales, sino que se muestran críticos de su entorno, hecho que causa su expatriación y adoptan una posición de extrañamiento ante la realidad narrativa desde la que recrean su historia.

El narrador de Insensatez tiene como encargo corregir un documento en que se consignan los crímenes cometidos por los militares guatemaltecos en contra de la población civil, y su participación como provocadores y cómplices de las guerras étnicas, es decir, desde un primer momento, la relación del narrador con la memoria histórica reciente del país queda manifiesta. Pero esta relación no será unívoca a lo largo del texto: la posición del narrador respecto a lo que lee y respecto al contexto que él mismo describe, atraviesa por una gran variedad de matices.

 

Dentro y fuera del texto      

La primera oración de la novela “yo no estoy completo de la mente” (13), es una frase extraída del testimonio de una de la víctimas de los militares. Esta expresión, que el narrador extrae de su contexto y trascribe en su cuaderno, revela la dimensión de la tragedia, y muestra la toma de conciencia del sujeto que la emite en relación a su circunstancia psíquica y social de sujeto truncado. Por otro lado, nos remite a una práctica que será común a lo largo del texto por parte del narrador, esto es, la selección y combinación de frases testimoniales que fuera de su contexto original adquieren dimensiones poéticas.    

En una primera instancia el narrador se asume como un instrumento inocuo para el régimen militar contra el que se dirige el Informe, pero muy pronto toma conciencia de su calidad de instrumento y de la relación que se establece entre el discurso y sus usuarios, que consiste en que nadie puede estar al margen del discurso cuando éste encierra implicaciones morales y políticas tan evidentes como en su caso:

 

...estaba iniciando un trabajo con los curas que ya me habría puesto en la mira de los  militares de este país, como si no me bastara con los enemigos en mi país, estaba a punto de meter mi hocico en este avispero ajeno, a cuidar que las católicas manos que se disponían a tocarle los huevos al tigre militar estuvieran limpias y con el manicure hecho, que de eso trataría mi labor, de limpiar y hacer el manicure a las católicas manos que piadosamente se preparaban para tocarle los huevos al tigre...(16-17)

  

De esta manera, el narrador hace suya la frase inicial y la lleva al límite “¡Yo soy el menos completo de la mente de todos!” (16), y sin embargo, él se asume como la herramienta de un grupo, el de la Iglesia Católica, que lo ha contratado como corrector y que ante sus ojos aparece tan execrable como la milicia misma. Sujeto atrapado entre dos instancias de poder, asimila la frase en tanto que la puede actualizar para describir su propia circunstancia, que poco tiene que ver con el contexto en que se profirió originalmente. Es decir, ha quedado fuera de la frase la intención de designar la condición de un sujeto que sobrevive a una masacre, y define a un sujeto involucrado en un proyecto que lo pone en un fuego cruzado. Es su condición de instrumento y no de objeto lo que subraya la frase.

La distancia del narrador con respecto al texto se modifica drásticamente desde las primeras línea: es mayor en sus inicios, en tanto se autoimpone una racionalidad de los procesos que operan en el texto (racionalidad a la que tratará de volver al final del relato), y se va reduciendo conforme avanza. Las “mil cien cuartillas”, término con el que designa al Informe remarcando su condición de objeto y documento, no representan un gran problema; su trabajo consistirá, dice él, en “pegarle un empujoncito” a ese proyecto, es decir, se describe como un paso más en la cadena de producción de texto:            

       

 

...comenzando con los grupos de catequistas que habían logrado sacar los testimonios de aquellos indígenas testigos y sobrevivientes, la mayoría de los cuales ni siquiera hablaba castellano y temía por sobre todas las cosas referirse a los hechos de los que habían sido víctimas, siguiendo con los encargados de transcribir las cintas y traducir los testimonios de las lenguas mayas al castellano en que el informe tendría que ser escrito, y finalizando con los equipos de profesionales destacados para la clasificación y el análisis de los testimonios, y también para la redacción del informe... (18)

 

Visto de esta manera, el sujeto se posiciona fuera del texto, por más que se vea involucrado en una cadena de trabajo con intenciones políticas. Se subraya además el largo proceso de mediación que ha operado sobre las “mil cien cuartillas” en donde él está más allá del final, su trabajo se relaciona con el retocado, está más cercano al detallado estético que a la complicidad, y con esto remarca su condición de sujeto externo a la realidad narrada en el Informe, constituyéndose como una mediación más, y una bastante inofensiva, según su primera impresión.

Posteriormente el lector asiste a la persistencia de la memoria trasmitida a través de la palabra escrita. Conforme su trabajo le exige una mayor cercanía con el documento, él comienza a verse afectado por lo escrito.

 

La memoria como decodificadora del texto

Su cuaderno de apuntes es un elemento importante a lo largo de la narración. Asoma a cada paso ese documento que contiene una selección de lo que él considera lo más representativo de los testimonios. Adopta la costumbre de recitar algunos fragmentos a sus amigos, quienes no reconocen en aquellos pasajes más que atrocidades, nada qué ver con ese halo poético que él percibe. Para esto él elige de entre sus amigos a su compadre Toto, quien se define a sí mismo como poeta y agricultor. Tomando en cuenta lo anterior, le quiere hablar de esas frases cuya sonoridad y fuerza expresiva despiertan interés en él: “Se queda triste su ropa”, y en seguida para reforzar su intención continúa con otras frases: “Las casas estaban tristes porque ya no había personas dentro (...) Quemaron nuestras casas, quemaron nuestros animales, mataron nuestros niños, las mujeres los hombres, ¡ay!, ¡ay!... ¿quién va a reponer todas las casas? (30- 31, en cursivas en el original), y agrega:

 

...lo que yo buscaba, tal como se lo dije [a mi compadre] ya un tanto encabronado por la circunstancia, era mostrarle la riqueza del lenguaje de sus mal llamados compatriotas aborígenes, y ninguna otra cosa más, suponiendo que él como poeta hubiera podido estar interesado en ello, en esas intensas figuras del lenguaje y la curiosa construcción sintáctica que me recordaba a poetas como el peruano César Vallejo... (31) (2)

 

Los dos sujetos, lector y receptor, adoptan una posición distinta ante los testimonios. Una primera explicación se puede encontrar en que el narrador se inserta desde fuera de la realidad narrada en el Informe, en tanto que su compadre Toto ha formado parte de ésta, de hecho es un viejo combatiente de una guerrilla de izquierda. Él, participante, se identifica con esas frases en un sentido que no llega a lo estético, instala su corporeidad y su experiencia en una relación más directa con el texto a través de la memoria, en tanto que el narrador sigue moviéndose en el límite textual. Otra explicación, más ligada al tema a la temática de este ensayo, es que Toto no pertenece a la clase intelectual, su visión carece de los referentes que permiten identificar el sentido poético de las frases.

Esta situación se hace más compleja porque se crea una contradicción entre la frase que profiere el narrador: “Toto, más agricultor que poeta, como lo descubrí con pena” (31), y la frase con la que burlonamente intenta cerrar el diálogo el mismo Toto: “Sólo ya el no querer es lo que quiero” (33), como si se tratara de insertar a sí mismo en la cultura enciclopédica del narrador. Mas éste último entiende en la frase una evasiva, una salida en la que irá descubriendo la diferencia entre los horizontes de un sujeto que se inscribe dentro de la experiencia y otro que se inscribe fuera de ella.

Esta situación lejos de negar la importancia de la cultura letrada, la reafirma en tanto que  texto escrito y experiencia son dos elementos indisolubles, pensamiento sustentado en una sociedad de cultura escrita. Pero la diferencia entre ambos usuarios de la cultura escrita, reside en que lo que para unos es instrumento ligado a la memoria, para el narrador es la unión entre palabra y acto estético. En lo que respecta al narrador, su dimensión de memoria se forja día tras día con la cercanía del texto y es una creación paulatina que lo incluirá en la experiencia del “contenido”.

Esta situación se repite en dos ocasiones más, una con Pilar, la chica española que trabaja con el narrador en las oficinas del arzobispado; el resultado es similar al anterior: una evasión y una mirada de extrañamiento ante el hombre que pretende darle calidad de creación poética a un testimonio, alterando la semántica original. La tercera vez que se repite este suceso, es frente a un grupo de arqueólogos que trabajan en la búsqueda de fosas comunes, desenterrando los restos de los indígenas masacrados. Entre los arqueólogos destaca Yul Bryner, un militar uruguayo que está de visita en Guatemala. En el lugar, el narrador había estado “declamando” una misma frase: “Que siempre los sueños allí están todavía” (122). Significativamente no son los arqueólogos los que reaccionan ante la frase, sino el militar: “Impresionante, che. Parece un verso de Vallejo” (123). Si observamos la composición del grupo en que se encuentra el narrador, notamos que es nuevamente un extranjero que no está ligado al campo de trabajo del Arzobispado ni al Informe, quien puede fijar la atención en el aspecto poético de un testimonio.

Posteriormente, el lector puede apreciar un cambio drástico en el narrador, a quien no sólo le aterra la idea de haber estado hablando con un militar (que puede ser el esposo de una mujer con la que se acostó hace unos días), sino que parece notar lo que envuelve contemplar un testimonio como un acto poético sin tomar en cuenta la experiencia.

 

Archivo oculto y archivo abierto

Si bien el encuentro con el militar uruguayo es determinante para que el narrador comprenda la dimensión del testimonio, es hacia la mitad de la novela cuando este mismo entiende que su trabajo se relaciona abiertamente con una labor de archivo. De hecho, el Informe se traza como archivo alterno con pretensiones de hacerse público, lo que significa una franca lucha con el archivo oficial y cerrado. Esto tiene lugar cuando conoce al psiquiatra encargado de coordinar el Informe: Joseba, español oriundo del País Vasco radicado desde hace años en Guatemala:

 

 

[Joseba] me preguntó como al vuelo lo que era el Archivo, una pregunta hecha con el candor de quien se refiere a una biblioteca infantil o la gaveta donde los niños guardan los rompecabezas (...) no se hablaba del Archivo en un lugar público, menos en un restaurante ubicado a menos de dos calles del palacio presidencial, en cuyos aposentos tenía precisamente su sede el Archivo.

El Archivo era precisamente la oficina de inteligencia militar desde donde se planificaban y ordenaban los crímenes políticos mencionados en el informe que reposaba sobre mi escritorio... (87- 88)

 

El Informe, en este momento, se revela como la contraparte del Archivo militar. Ambos se encuentran resguardados: el primero por el edifico del Arzobispado, el segundo por una oficina gubernamental; los dos se mantienen como documentos secretos y son respaldados, asimismo, por instancias de poder social y político. Hasta este punto no hay gran diferencia entre uno y otro, pero la amenaza que constituye el Informe como archivo, pese a que los dos contengan detalles de los crímenes de estado, es su inminente publicación, lo que traerá seguramente una respuesta por parte del ejército.

De ahí que podamos unir, por una parte, la revelación de que en el archivo subyace la recuperación de la memoria, la identidad, la lucha política y la legitimación de la verdad, y por otra, el hecho de que es un militar uruguayo quien nota el efecto poético de los testimonios, producto de la extrañeza y alejamiento del lenguaje oficial. Tal fenómeno termina por dar una idea general del poder del archivo.
 

El hombre como archivo

El poder del archivo no termina aquí, ya que ahora que se ha completado la certeza del narrador de que su papel no se limita a la de un sujeto que detalla desde el afuera del texto, sino que participa del saber y del ejercicio de exteriorizar una verdad contraria al poder militar. Lo anterior terminará por crear en él un delirio de persecución. Y en ese delirio el personaje retoma fragmentos de los testimonios, no ya para apreciar su aspecto estético, sino su valor de verdad. Esto es posible porque ahora inscribe su ser dentro del texto: hay un perseguidor en común, él es semejante a la víctima.

De esta forma, en el fragmento en que el narrador describe su abrupta huída, al creer que los militares lo persiguen (hecho que no se constata, pero que tampoco se niega), repite una frase que ha extraído de los testimonios, se apropia de ella, la adapta a su propia experiencia y descubre su significado en una solidaridad que no surge sólo de la palabra, sino de la cercanía recién creada por la situación:

 

 

...una frase que a primera vista no parecía tener nada especial, pero que a la velocidad de mi huída tomo el canto de esos cantos que los contingentes de combatientes gritan para encenderse a medida que marchan, la frase herido sí es duro quedar, pero muerto es tranquilo se convirtió pues en el grito de guerra que yo entonaba mientras iba trotando por la carretera....(141)

 

Después de esta experiencia, el narrador abandona Guatemala y emigra a Alemania. Desde ahí él seguirá “recitando” las frases del Informe, pero ya no le interesa lo poético, sino el valor de verdad que encierran. Ahora hace mención a “el informe”, con un tono más solemne (154) en contraposición a las “mil cien cuartillas” o al “mamotreto”, que descansaba en su escritorio, como llegó a calificarlo despectivamente. Él se arroga ahora como sujeto conocedor de una historia que el resto de las personas que lo rodean ignoran. Es poseedor de un archivo que fue secreto, documento que tiene el poder no sólo de hablar del pasado, sino de establecer un nuevo rumbo en la historia de un grupo humano dentro del cuál él se inscribe por medio del poder de la palabra. Palabra ajena hecha propia por la proximidad, por la frecuencia, pero sobre todo, por la experiencia que ahora comparte y que ha desplazado, aunque no suprimido, al valor poético. Con Insensatez, estamos ante la evidencia de que la palabra además de ser trasmisora de la memoria, es también creadora y propiciadora de la memoria.

Aquí el narrador representa una cultura letrada desplazada por la inutilidad de sus percepciones estéticas, y que sólo logra incluirse cuando se vuelve participe o, en este caso, víctima de un sistema que lo identifica y señala por su capacidad para ser herramienta prescindible. No obstante lo pesimista del final, la insensatez que ronda al narrador es evidencia del poder de la palabra.

 

A manera de conclusiones

Si aceptamos la idea de Derrida de que el archivo designa una posición de ley, que implica una categoría de jerarquía y de principio organizador, no debe extrañarnos que dos textos donde el narrador se auto-representa como un ser periférico, o más bien, llevados a la periferia por determinadas inercias (el cambio generacional y la descomposición social producto del narcotráfico, por un lado; la represión militar y las tensiones entre la oligarquía eclesiástica y la cúpula militar, por otro), no desaparezca su caracterización de archivo, por el contrario, estamos ante dos textos que, cada uno de una manera muy particular, evidencian y ponen en escena esta tensión semántica entre la memoria y el olvido. Representan la decadencia de sistemas fijos, como lo son la cultura letrada y la erudición enciclopédica, que en otro espacio y otro tiempo, garantizaban el control o al menos cierto reconocimiento a los sujetos que los dominaban.

Si el surrealismo se estrella en el piso ante la realidad que describe, como señala Fernando en La virgen de los sicarios, en el caso de Insensatez los versos vallejianos se antojan meras fantasías y explosiones de sentimentalismo. Ante un escenario urbano y un mundo decadente, la palabra una y otra vez surge como archivo y memoria. Fernando Vallejo y Horacio Castellanos Moya, dos autores común y cómodamente catalogados como partidarios de una estética del cinismo, muestran en su confrontación a los valores sociales, la evidencia de que es posible crear una afirmación por medio de la negación.     Pese a ello, más allá de una visión nostálgica del pasado o una lamentación, lo que puede identificar ambos textos, en un sentido menos elemental, es su carácter desafiante, irreverente. Carácter que comúnmente es confundido con cinismo, de la forma con que encaran la derrota, el desfase, y se auto-afirman por esa noble negación que implica escribir de la pérdida de la memoria y la inutilidad de la literatura, desde la literatura misma: archivo y actualización del hombre.




Notas

 

(1). Con lo que alude a la obra de Ángel Rama, pero sobre todo, al trabajo de José Luis Romero Latinoamérica: la ciudad y las ideas. Fernando Ainsa, “¿Espacio mítico o utopía degradada? Notas para una geopoética de la ciudad en la narrativa latinoamericana” en De Arcadia a Babel: naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana. Javier Navascues (ed). Madrid: Iberoamericana- Frankfurt am Main: Vervuert, 2002.

(2). Todas las citas que el narrador extrae del Informe se escriben en cursivas en el original.

 

Bibliografía

Ainsa Amigues, Fernando. Del topos al logos. Propuestas de geopoética. Madrid: 

Iberoamericana- Frankfurt am Main: Vervuert, 2006.

 

- - - . Narrativa hispanoamericana del siglo XX: del espacio vivido al espacio del texto. Zaragoza, España: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2003. (Textos docentes, No. 95)

 

Castellanos Moya, Horacio. Insensatez. Ciudad de México: Tusquets, 2004.

 

Derrida, Jacques. Mal de archivo. Una impresión freudiana. (tr) Paco Vidarte. Madrid: Trotta, 1997.

 

Manzoni, Celina: "Fernando Vallejo y el arte de la traducción", en Cuadernos Hispanoamericanos, núm.651-652, Madrid, septiembre-octubre de 2004, p. 45-56.

 

Navascues, Javier de (ed). De Arcadia a Babel: naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana. Madrid: Iberoamericana- Frankfurt am Main: Vervuert, 2002.

 

Vallejo, Fernando. La virgen de los sicarios. Ciudad de México: Punto de Lectura, 2004.