Violencia
y espacios
políticos en Días de llamas
de Juan Iturralde
David
Gómez-Torres
Las
producciones artísticas centradas en la Guerra Civil
española,
pasan, inevitablemente, por la representación de una violencia
que tiene
como origen un conflicto de carácter eminentemente
político (1).
La narrativa derivada de la guerra se enfocó, en líneas
generales, hacia la explicación o justificación de la
contienda,
especialmente en el caso de los escritores que vivieron el conflicto (2),
y que o bien tienen la necesidad de justificar el nuevo régimen
o bien
de explicar las causas de la derrota, y en ambos casos, de encontrar
una
justificación de la violencia. En época más
reciente, la
violencia de esos años se ha interpretado, como indica
López-Quiñones “desde una óptica ennoblecedora”
(105), planteándose la cuestión desde la posición
de la
legitimidad de un tipo de violencia frente a otra.
Las
narraciones de los últimos años, además de carecer
de un
elaborado análisis político, según
López-Quiñones, “no pueden ser entendidas sin considerar
previamente sus esfuerzos por otorgar legitimidad un tipo de violencia
y
desprestigiar simultáneamente otros” (105). La novela en la que
se
centra este trabajo, Días de
llamas
de
Juan
Iturralde (3), se desmarca de ambas tendencias
en un doble sentido: el
autor vivió la Guerra Civil pero no publicó la novela
hasta 1978,
y no aborda la violencia desde un punto de vista justificativo ni
ennoblecedor.
Apunta Constantino Bértolo, que la novela “ofrece la posibilidad
de entrar en el mundo de la guerra civil española sin que se
haga
presente la incómoda sensación de que nos están
situando
frente a un solo lado del espejo, situación incómoda por
muy de
acuerdo que se esté con una u otra visión” (“Nuevos
acercamientos” 75). Desde la óptica del narrador, la violencia
se contempla
como un factor destructivo, inútil y embrutecedor, como un
componente en
las relaciones humanas que niega no sólo la libertad sino
también
la lucidez.
Este
trabajo se centra en la representación de esa violencia en Días de llamas tomando como
referencia los distintos espacios construidos en la novela y el
estrangulamiento que, como consecuencia de la instauración de la
violencia y el terror, sufre el espacio político moderado. Puede decirse que uno de los aspectos
que se tratan en esta novela es la negación del espacio
público
en el sentido habermasiano (Boladeras 53), ya que no sólo se le
obstaculiza a una parte de la ciudadanía el acceso a ese
espacio, sino
que también se le niega la libre concertación y, por
supuesto la
manifestación de su opinión.
Es
una novela política no sólo porque la política
permea la
trama y los personajes y es una constante en los diálogos, sino
porque uno
de los ejes sobre los que discurre es la contemplación del papel
de la
violencia en las relaciones políticas y en el poder judicial. Se
ajustaría a la definición de Bertrand de Muñoz de
la
novela política en cuanto “denuncia una situación que
parece intolerable” (“La subversión” 21), pero
escapa a sus limitaciones porque no
defiende un ideal político determinado, ni se denigra al
enemigo, ni se
ensalza al correligionario. De hecho, las nociones de enemigo y
correligionario
están muchas veces difuminadas e incluso confusas,
relativizadas, y
dependen de los intereses de los personajes en un momento dado,
situación a la que no escapa el narrador.
Otro
aspecto en el que incide la novela es sobre la legitimidad de los
poderes que
emanan de la aplicación de esa violencia. Para Hannah Arendt
El
poder surge allí donde las personas se juntan y actúan
concertadamente, pero deriva su legitimidad de la reunión
inicial
más que de cualquier acción que pueda seguir a
ésta. La
legitimidad, cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al
pasado
mientras que la justificación se refiere a un fin que se
encuentra en el
futuro. La violencia puede ser
justificable pero
nunca será legítima (72).
Para
Tomás Labayen, narrador y protagonista de Días
de llamas, perteneciente a la clase media liberal, el
dilema que se plantea es cómo actuar—y cómo
sobrevivir—en una situación en la que la legitimidad
política se ve desafiada desde dos frentes como consecuencia del
fallido
golpe de estado: por un lado los militares golpistas levantados contra
el poder
legítimo nacido de las urnas en las elecciones de febrero de
1936; por
otro, la toma del poder real, en la calle, por parte de milicianos que
acabarán, muchos de ellos, convirtiéndose en elementos
incontrolados e incontrolables y que, como consecuencia, se
sitúan
también fuera de los límites del poder legítimo. A
esto se
añade, en ambos casos, el recurso a la violencia como
instrumento de
poder.
Al
comienzo del relato, el narrador, Tomás Labayen, Juez de Primera
Instancia e Instrucción del Juzgado número diez de
Madrid, da
cuenta, desde un garaje reconvertido en checa, de los acontecimientos
diarios
de la cárcel y recuerda mientras escribe los sucesos anteriores
a su
encarcelación. Si, como decía Francisco Umbral, “escribir
no es más que recordar conscientemente y toda
rememoración implica
una recreación” (Ardavín 153-54), Labayen recrea
conscientemente los acontecimientos desde el inicio de la guerra en
Madrid en
un intento de encontrar la causa y la explicación de su
confinamiento. Señala
María Helena Rueda que cuando el escritor escribe desde la
cárcel
“debe elaborar un discurso que mitigue o anule la criminalidad del acto
que lo llevó allí” (104); cabría por tanto
considerar la posibilidad de que además de una
explicación, la
escritura también sirva como un proceso mitigador de sus
hipotéticas
culpas.
La estructura espacio-temporal de la
novela es doble: una, la correspondiente al del relato de la checa, y
otra, la
de los episodios recordados desde julio del 36:
Empiezo
a escribir...suelto el lápiz… me pregunto en qué
encrucijada de mi vida tomé el camino que me conduciría
aquí y, al instante, lo encuentro en mi memoria como si
estuviese
señalada con un palo de los que usan los agrimensores […].Fue
aquel sábado del mes de julio
[…] Espinel me dijo que se había sublevado el
ejército de África. (13)
Tomás
Labayen pertenece a una familia de la clase media de natural
conservador (4):
el padre coronel retirado a la fuerza, la madre religiosa y
conservadora, su
hermano Miguel, capitán de artillería y su hermana Laura
de
simpatías republicanas. Es una familia que podría
agruparse, con
matices en cada uno de ellos, dentro de lo que Luis Iñigo
Fernández califica como el republicanismo conservador, un centro
político que ve la República como una democracia en la
que todos
caben. En sus reflexiones, el narrador irá desgranando una
ideología que concuerda a grandes rasgos con ese centro
político
que
simpatiza
en parte con las reivindicaciones obreras, en las que ve una
cuestión de
justicia, pero aconseja calma a sus organizaciones porque teme su
excesiva
radicalización; aconfesional, pero respetuoso con la
religión, se
apartará a la vez del anticlericalismo visceral de la izquierda
y del
clericalismo trasnochado de la derecha: republicano pero sin
estridencias, no
verá en la República la encarnación de un programa
político socialmente revolucionario, sino la quintaesencia de la
democracia, con sitio para todos los españoles” (253).
La
instauración de la violencia a resultas del levantamiento
militar supone
la desaparición de ese espacio político, que termina
ahogado por
los extremos, y que va a empujar a las clases medias de la
burguesía a
tomar partido por uno u otro bando, pero en cualquier caso, su
elección
estará determinada por el terror.
Chaves Nogales, uno de los desencantados con la situación
que se
vive en España en esos momentos,
escribirá que “vi entonces convertirse en comunistas
fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos
burgueses
acomodados. La guerra y el miedo lo
justificaban todo” (11). Esta
reacción que Chaves describe, ocurre alterando las
denominaciones
políticas, de una manera similar en el bando de los militares
sublevados
(5).
Si
bien el conflicto entre la República y los militares sublevados
constituye el telón de fondo de la novela, ésta articula,
como
apunta Constantino Bértolo, dos tensiones existentes durante la
Segunda
República: por un lado la tensión producida por “una
fracción de la burguesía tradicional que se resiste a
abandonar
sus privilegios frente a otra fracción de la burguesía
que ve
como necesario incorporarse a los modelos económicos modernos”,
y
por otro “la tensión revolucionaria: el enfrentamiento ya no
sobre
el uso o gestión sino sobre la propiedad de las
plusvalías, la
lucha entre explotadores y los beneficiados de esa explotación y
los
explotados” (“Días de llamas”). A su vez, el
protagonista experimenta un desgarro, producto del conflicto
ideológico,
similar al que se produce en los espacios de los que habla. De
ahí que
la “encrucijada” en la que se encuentra, haga referencia tanto al
espacio físico de la cárcel del que no puede salir como a
su
postura ideológica y a su incapacidad de resolver
intelectualmente el
dilema que se plantea.
Este
primer espacio de la novela, un
“sitio extraño”
(7) la
checa, es el de la escritura. Es un
espacio que permite
establecer desde esa cárcel una
lejanía espacial y otra temporal y que tiene un detrás y
un
delante, “el detrás constituido por la historia, que no es tan
sólo tiempo sino tejido en que se inserta la existencia; el
delante,
expectativa hacia el futuro”(Gullón 23), aunque en el caso del
narrador el único futuro sea la expectativa constante sin
solución: “Y encima esperar, esperar, esperar, esperar, y seguir
esperando hasta que llegue la hora en la que no haya que esperar
más” (301). También es el espacio que incita a la
creación de lo que Gullón denomina “los espacios del
tiempo…un espacio mental [al] que recurre una vez y otra, tendiendo a
desplazar el de la realidad” (23). La creación de esos espacios
se
hace mediante el ejercicio consciente de recordar pero también
por medio
de asociaciones de eventos que se producen en el presente de la
cárcel y
que remiten al pasado, o bien a causa de estados de ánimo o
sueños. También
en el espacio físico de la checa y en el presente narrativo,
acabarán
reproduciéndose las tensiones del exterior entre los diversos
personajes
que la van habitando y que van desapareciendo.
El denominador
común de todos los espacios es la violencia, sea la ejercida
directamente sobre los sujetos o, en su lugar, el terror que produce
invocarla
o verla padecer en otros. El primer espacio que aparece dominado por la
violencia es el de la ciudad, Madrid, que a su vez remite a un espacio
global
que apunta a todo el territorio nacional “un Madrid dominado por los
retratos de Marx, Lenin y Stalin y por los cañonazos de los
fascistas” (10). La naturaleza agobiante de este espacio se irá
perfilando mediante la imposibilidad del escape—representado por el
tren—tanto de los acontecimientos políticos, “la tormenta
que se avecinaba” (15), como de los personales, debido a “mis
hábitos burgueses, mis sesudos treinta y cuatro años y mi
incapacidad para la ensoñación” (18), lastres que
Tomás
Labayen identifica como los causantes de su indecisión natural.
El
primer signo de ruptura del Madrid cotidiano y familiar que el narrador
advierte es la presencia de numerosos grupos con las maletas listas
para huir,
un preludio del miedo y del terror que comienza a extenderse por la
capital,
pero también la primera señal de que la convivencia de
opciones
políticas de signos opuestos ha llegado a su fin y de que ha
llegado el
momento de decantarse o huir a Francia. El Madrid que el narrador
detalla en su
recorrido de vuelta a casa es el Madrid familiar a un miembro de las
clases
altas y medias. Asumiendo que los espacios físicos pueden ser
también espacios simbólicos, apunta Sergi Valera que, “la
carga simbólica puede ser dictada o determinada desde instancias
de
poder dominante, de manera que su significado se orienta hacia un
referente
político-ideológico e institucional” (“Análisis”).
El Madrid habitado por la burguesía es a su vez símbolo
de orden
y sede física del poder político central. De ahí
que se
produzca un progresivo extrañamiento del paisaje urbano como
consecuencia de la irrupción en él de situaciones o de
grupos
marginales que, en principio, le son ajenos (6).
La
desfamiliarización gradual se evidencia en la presencia de
elementos
armados que no pertenecen al aparato estatal garante del orden: “en la
esquina de la fábrica de perfumes…hay diez o doce obreros y
reflejos de escopetas de caza. Esto va de mal en peor” (25-26) en la
quema de las iglesias de San Nicolás y San Sebastián
(35), y
culmina con la ocupación total de la capital mediante una
“inundación
de milicianos que recorrían las calles en grupos, en coches o en
camiones erizados de fusiles y escopetas” (60). El cambio
frenético del signo político del espacio urbano se
materializa en
los “pistolones, sobacos sudorosos que oscurecían los monos o
las
camisas, coches que corrían, patrullas pidiendo la
documentación” (76), y en la ocupación de edificios
pertenecientes a fuerzas políticas sospechosas de apoyar la
sublevación
militar: “había una bandera roja con la hoz y el martillo en un
balcón de una casa donde había tenido su domicilio un
centro de
derechas” (79). Ello produce una pérdida de significación
del antiguo espacio, en el que los individuos que usualmente lo
habitaban se
encuentran enajenados como consecuencia de la pérdida de
seguridad. A
partir de ese momento la seguridad personal sólo la garantiza el
carnet
de pertenencia a alguno de los sindicatos. Tomás irá
apreciando
una situación similar en los cafés—sitio por excelencia
del
diálogo y la convivencia—donde la “jovialidad precaria y las
risitas medrosas” (61) irán dando paso a la ocupación por
los milicianos, a la vez que algunos de los contertulios habituales
irán
desapareciendo.
Tras la
percepción del narrador se hace evidente el cambio
político
originado como consecuencia del fallido golpe de estado y de la
incapacidad del
gobierno de Casares Quiroga—así como la del previo y
brevísimo de Martínez Barrio—de abordar la crisis,
así como de la movilización masiva de las distintas
organizaciones obreras. Es decir, caída efectiva del poder
establecido y
desaparición de la legalidad dado que el carnet de pertenencia a
un
sindicato se convierte en un instrumento de control. Las ropas se
semantizan,
adquiriendo una nueva significación, la de la
identificación
ideológica de los que las llevan: “las miradas hostiles
atraídas por mi corbata, mis pantalones planchados y mis zapatos
veraniegos” (33). Hugh
Thomas
indica
que “in this
customarily elegant, even dandy-conscious city, to be well dressed
risked an
accusation of Fascism” (184).
El
sombrero, la corbata o los zapatos son los
marcadores identitarios de una clase burguesa—y de su influencia
política—repentinamente desplazada por la revolución (7).
La ropa
es el primer signo por el que se hace la identificación del
individuo y
su seguridad se mantiene en estado precario hasta que se le adjudique
alguna
clase de identificación ideológica que denote
algún tipo
de identidad intragrupal. Esta suele hacerse de una manera
genérica,
mediante demostrativos o posesivos, de ahí el peligro que
Tomás
corre al ser identificado como “no de los nuestros” por los
milicianos: “¿De los nuestros? ¿Un tío con
corbata?”( 21). Los “nuestros” (como “estos”,
“aquellos”, o los “otros”) se llenan de significado
dependiendo del espacio desde el que se hable y de las suposiciones del
que
hable. Esto da lugar a confusiones,
como en el caso de la muerte de Miguel, cuando Orestes le
comunica a
Tomás que “le han matado éstos” y Tomás
pregunta “¿Éstos? ¿Quiénes son
éstos?” “Estos mismos, los suyos. Pero ¿cómo
no me entiende? Digo que no han sido los fascistas, sino algún
oficial,
o el comisario, o el ruso” (462). Aquí los posesivos y los
demostrativos se vuelven confusos porque, para Tomás, la
filiación
política de los asesinos de su hermano puede ser la de
cualquiera de los
dos bandos.
El
único espacio físico en que Tomás se encuentra
seguro es,
en principio la casa, aunque entre los miembros de la familia (con la
excepción de la madre, caracterizada por su religiosidad y la
preocupación por los demás) se manifiesten tensiones
lógicas de la nueva situación. Las simpatías del
coronel
se inclinan hacia los “otros”, los golpistas y cuando pueda
escuchará Radio Sevilla, aunque Tomás lo
regañará
por ello. El coronel reniega del yerno, Juan Andrade, al que llama
“traidor y encima tonto porque se pone del lado de los que van a
perder”. Laura, la esposa de Juan, lo defiende porque “los
traidores son los sublevados que han jurado fidelidad a la
República”. Miguel es el hermano, incapaz de decidirse por un
bando o el otro, partido entre su fidelidad a la República y la
fidelidad a la casta militar a la que pertenece, y al que el padre
indica
“no le preguntes a tu hermano [Tomás], que es otro
rojo”(332). Este estado de cosas se mantiene tras las muertes del
coronel
y de Miguel, y cuando una familia de Ferraz sea realojada en el piso,
la mujer
exclamará asustada: “¡Dónde nos han metido!
¡Si
son rojos todos menos la vieja!” (462). La esposa, que había
estado haciendo comentarios abiertamente pro franquistas, había
asumido con
toda naturalidad que esta familia de la clase media era de derechas.
El
coronel representa la mentalidad de las clases medias burguesas,
aquellas
empujadas a la derecha por la pérdida del orden y la
instauración
del terror mediante registros y sacas, de ahí que justifique la
rebelión de los militares: “¿Y qué iban a hacer
con
un Gobierno que se cruza de brazos y se deja arrebatar el orden
público por
cuatro desarropados?”(62). Obviamente para él, la
violencia—quizás influenciado por los discursos de Calvo
Sotelo—es patrimonio exclusivo de las izquierdas, mientras que para
Tomás la situación no es tan nítida. Sin embargo,
aunque
parezca haber unas tendencias políticas establecidas, lo que
verdaderamente
caracteriza a la familia es la indefinición. Miguel se
había
sublevado contra la dictadura de Primo y no quiso disparar contra los
huelguistas en octubre de 1934 cuando estaba destinado en Barcelona. El
coronel
tras escuchar el discurso políticamente sensato y conciliador
del
socialista Antonio Ruiz, que se manifiesta contra las detenciones, los
registros y las ejecuciones, admite que “si todos los socialistas
fueran
como Antonio yo también lo sería”. No deja de ser
irónico que sea García Atadell (8),
Jefe de la Brigada del
Amanecer, quien encuentre y libere a “Juan Andrade, conocido por su
significación izquierdista” (298) y que Tomás acabe
diciendo “mi padre dándole las gracias al asesino de tantos
otros,
porque había salvado a su yerno” (299). Ello parece indicar que
las simpatías oscilan dependiendo del mayor o menor grado de
vulnerabilidad en que se encuentren.
Las desavenencias que surgen a veces no
impiden que la casa siga siendo todavía el espacio privado y
seguro,
mientras que el exterior se levanta cada vez más violento y
amenazante:
“no salgas [dice el coronel a su esposa]. Hoy no. Hoy hay milicianos
armados” (32). La
tensión, que
aumenta progresivamente en la novela, se manifiesta no sólo por
el miedo
a salir, sino también, cuando se inicien las visitas de las
cuadrillas
de incontrolados y los paseos, por
las reacciones de los personajes:
El
coronel se había parapetado tras el periódico, Antonia
leía la Biblia con las gafas sobre la frente y el libro pegado a
la
nariz, se oían los cacharros de Petra, el runruneo del gato, un
suspiro
de nuestra madre, un coche que, al pasar por la calzada, cortó
nuestras
respiraciones y obligó al coronel a asomar unos ojos
desorbitados por
encima del periódico. Hasta el gato se alarmó y
levantó
sus orejas (339).
La
engañosa paz y la tranquilidad familiares
vuelven a reanudarse, aunque están siempre prestas a quebrarse
tras
cualquier comentario sobre la situación. El espacio de la casa
dejará de ser refugio contra el vendaval político cuando
Tomás reciba la visita de dos activistas, “el albino” y
“el de las gafas” para hacerle un intimidante interrogatorio sobre
sus inclinaciones políticas.
El apartamento es también un refugio físico contra
la
inseguridad de la calle. Sin
embargo, dejará de serlo cuando comiencen los bombardeos de la
aviación franquista y la familia se vea obligada a abandonarlo y
refugiarse en el sótano del edificio mientras dure la alarma. La sensación de amparo que daba
el espacio físico de la casa, termina desvaneciéndose,
para dar
paso a la inseguridad constante.
Tomás
Labayen mantiene en esa situación de anormalidad, al menos
durante un
cierto tiempo, una actitud de escapismo y de no compromiso. Por un lado
enredado en su relación con Luisa y por otra en su
ocupación en
el juzgado. Los dos escapes se ven anegados por las implicaciones de
peligro
que conllevan; la primera debido a la personalidad política del
marido,
la segunda porque las circunstancias van a exigir de él una
implicación política más directa, sobre todo
cuando se la
pide que forme parte de los tribunales populares creados por el
gobierno.
El juzgado es el espacio al que Tomás huye para
librarse de la atmósfera de su casa. La
oficina es el lugar al que acude para “mantener la continuidad”
(60) y para establecer una distancia que le permite escapar a la
dicotomía que se establece entre malos y buenos, culpables y
más
culpables: “Había otras bestialidades [además del
asesinato
de Calvo Sotelo] y la imposibilidad de decir qué bando las
había
comenzado (22). Pero sobre todo va “para no significarme con mi
ausencia.” Quizás haya pocos verbos en español tan
cargados
de connotaciones históricas y políticas y que funcione,
como en
este caso, como la piedra clave del arco en que sostiene la novela y la
encrucijada en la que se encuentra el protagonista. Significarse,
destacar,
pero por la ausencia o la presencia en los espacios que suponen una
actitud
política. Esos espacios delatan, de manera mortal, a los que se
encuentran en ellos y no significarse en un bando indica, de manera
inmediata,
significarse en el otro. Cuando su padre le sugiere que deje su papel
como juez
de la rebelión, Tomás responde: “me significaría,
me
señalarían,…”,
“y así te estás significando ante los otros”
(253) le responde el padre, en referencia a los sublevados. La
aserción
del coronel indica que las ilusiones de imparcialidad de Tomás
son una
quimera: “siempre has sido un iluso, siempre has creído que el
mundo puede volverse al revés”, y le vaticina que volverá
el viejo orden en el que “un soldado seguirá siendo un soldado y
un capitán un capitán” (258). El coronel reproduce la
noción de orden del esquema ideológico de la derecha que
“was one which did not challenge “national interest’. In
the vocabulary of the Right such interests tended
to be identical which those of the oligarchy” (
Su
incorporación al Juzgado le hace entrar en
contacto de forma inmediata con el resultado del terror que se ha
impuesto en
el Madrid revolucionario y que ha ido anunciando mediante rumores de
registros
y muertos
que empiezan a aparecer “en las
tapias de los cementerios y las cunetas de las carreteras” (60).
Siendo juez, le incumbe levantar acta de los
cadáveres que, como un detritus de la violencia política,
van
apareciendo en los aledaños de Madrid: los cementerios, los
caminos, las
carreteras, las cunetas, los pinares,… los espacios marginales que se
convierten ahora en los espacios centrales de la represión.
El
Juzgado, en principio lugar de
escape y de refugio, pasa a convertirse en lugar de complicidad y
estrategia de
supervivencia. Tanto el juzgado—como símbolo del sistema
judicial—como la cárcel moderna son dos instituciones que emanan
del orden liberal burgués. No es de extrañar que, cuando
su
hermano Miguel esté en la Modelo como consecuencia de su
participación en la sublevación en el cuartel de la
Montaña, su padre respire aliviado porque “en la cárcel
es
donde estará más seguro” (62). La tragedia sin
solución para Tomás es que tanto uno como otro, al igual
que
había ocurrido con el espacio urbano, han sido tomados por la
revolución. Las posibilidades de no significarse
políticamente
quedan definitivamente ahogadas desde que se ve en la disyuntiva de
tener que
elegir ser nombrado juez especial de la rebelión o rechazar el
cargo, un
puesto que intentará usar para poder ayudar a su hermano. Su
maniobra
falla porque, cuando se hace con el trabajo, es destinado a Toledo y ya
no
puede volverse atrás. Tomás es consciente de que, a pesar
del
ritual del nombramiento oficial, el poder que le concede el cargo es
“un
poder que carecía de poder” (227), porque el poder real ha
desaparecido de las estructuras que habitualmente ocupa, las del estado
que las
monopoliza, y se encuentra ahora—“terrible,
arbitrario”—en manos de los milicianos.
El
intento de regular las atrocidades apunta a dos objetivos: la tentativa
por
parte de la clase política de recuperar el poder restableciendo
la
legalidad y resolver el espinoso asunto del prestigio internacional de
la
República (9). En el juzgado se
reproduce el mismo conflicto
ideológico que en el resto de los espacios de la novela: los que
intentan justificar la revolución y los que la condenan. Para
Oñoro el pueblo es una chusma manipulada que aterra, mientras
que para
Sanabria se trata de los hambrientos que han sufrido una
represión
continua. A las quejas de caos que Oñoro presenta “cuando no hay
tricornios”, Sanabria contrapone la existencia de un terror similar en
“el otro bando” y añade que “el caos no es peor que un
orden injusto y en el otro bando hay un terror propio del otro bando”
(186). Desde el punto de vista de dos posturas encontradas, la
creación
de los tribunales puede ser tanto un intento de acabar con el terror
como de
legalizarlo.
En
Toledo, Labayen se da cuenta inmediatamente de la inevitabilidad de las
condenas a muerte. A pesar de su
intento de mitigar algunas de las acusaciones, los detenidos que
desfilan ante
él (el conde y el monje combativos, el estudiante, u oficiales
que podrían
haber sido su hermano Miguel) van a ser irrevocablemente enviados al
paredón. Aunque sus gestiones en Madrid para librar algunos de
los
presos tienen algún éxito, al volver a Toledo, se
encuentra con
que ya los han fusilado. Al preguntar por qué “el maestrillo
cogió el Código de Justicia Militar y nos leyó un
artículo que dispone que las sentencias se pueden ejecutar en
las plazas
sitiadas sin más autorización que la del comandante de la
plaza.” (315) El asunto no deja de tener su ironía cruel, puesto
que uno de los pasos de Azaña fue suprimir las capitanías
generales
y la subordinación del poder civil al poder militar en momentos
de
tensión o desorden (10).
El
juicio de Miguel en Madrid revela el estado de la justicia en Madrid
similar al
de Toledo. El salón de actos donde tiene lugar y la
composición
del jurado (fiscal, presidente, abogados) son de apariencia formal,
pero
aquí las contestaciones de los acusados son recibidas con
insultos y
pateos lo que se traduce en la impotencia del presidente “para hacer
cumplir sus órdenes” (11). El
primer impulso de Tomás,
ante la amenaza evidente que se cierne ante su hermano Miguel es
calificar a
los asistentes de “chusma ignorante, pueril, estúpida, manejada
con habilidad o con toscos golpes demagógicos”, aunque
inmediatamente cuestiona la pretendida imparcialidad de la justicia:
“Pero ¿cuándo hay imparcialidad? Sólo apariencias,
buenos modales, ritos, privilegios protegidos por los fusiles” (261).
En
una reflexión más personal, Tomás acaba
confesándose que las preguntas que les hacen a los sublevados no
son ni
más ni menos que “lo que yo preguntaba en Toledo” (262), una
admisión que le pone de hecho, y a pesar de sus reticencias y
escrúpulos, en el mismo asiento que los que condena.
El
último espacio en el que se encuentra Tomás Labayen es el
de la
checa. A diferencia de la cárcel, la checa no es un lugar para
controlar
al individuo ni para purgar penas. La checa es un lugar de paso y la
duración en ella no depende de ninguna imposición legal,
ni tiene
la función disciplinaria ni educativa que le asigna la
mentalidad liberal
burguesa. Es la antítesis del sistema judicial en el que ejerce
Tomás. La salida de la checa tiene como punto final, en la
mayoría
de los casos, el paredón. En el caso de Tomás, hasta este
destino
es indefinido. En su última entrevista con el albino Isidoro, el
mismo
que lo interrogó en su casa, uno de sus jueces carceleros
escribe junto
a su nombre una “L”: “Liquidado, o libre” (482),
lucubra Tomás, pero nadie le aclara el dilema (11),
por lo que no
sabrá hasta que lo llamen, si lo llaman, porque tampoco el
lector lo
sabe nunca.
En las
reflexiones que hace en la cárcel se va develando la naturaleza
política del protagonista y su posición en el conflicto
que le ha
tocado vivir. Tomás Labayen se decanta hacia la actitud que
dominó el primer bienio republicano admitiendo “que se puede
evolucionar, ir recortando privilegios, ir satisfaciendo aspiraciones
sin
acorralarlos” (34). Una posición que contrasta con la
política de la derecha del gobierno de Lerroux y las presiones
de la
CEDA, cuyo principal objetivo fue paralizar y dar marcha atrás a
las
reformas que se habían iniciado con el gobierno de Azaña.
No le
extraña la explosión de odio que se produjo tras la toma
del
cuartel de la Montaña: “[un odio] que surgía desde muchos
años atrás y que era una acusación irrefutable, de
un
enorme chancro que habíamos intentado curar con aspirinas y
compresas
calientes” (48), afirmación similar a la que hizo con Largo
Caballero en relación a la reforma agraria y a los consecuentes
sucesos
sangrientos—entre ellos Casas Viejas—que tuvieron lugar en el campo
(12). Tomás es consciente de que la
violencia que ocurre a su
alrededor es consecuencia “de la subversión, pero era horrible,
eran jaurías de asesinos dispuestos a acabar con mi padre, con
Juan, con
Miguel, con Molina, incluso conmigo” (98-99). Para él no es una
violencia instrumentada desde el gobierno, pero no por ello menos
horrenda,
sobre todo cuando puede ser víctima de ella.
Al
contrario que su padre, no considera que la rebelión militar sea
inevitable, ni tampoco una solución, sino al contrario “que era
peor [el remedio que la enfermedad] y además no era un remedio”
(23) y se reconoce partidario de una vía que no se decante por
los
extremos: “para mí, la cuestión no estaba en cambiar el
mundo de cualquier forma, sino elegir la mejor forma de cambiarlo
(253-54). Es
consciente, sin embargo, de que se encuentra en minoría entre la
creencia general de que la única solución posible se
encuentra en
las armas (“Sólo unos pocos, muy pocos, pensamos lo
contrario” (34), el único punto en el que parecen estar de
acuerdo
los extremos.
La
clave para Labayen está en la libertad del individuo para poder
actuar, y
no sólo rechaza la violencia, sino que se niega a justificarla y
a
establecer grados de legitimidad de la violencia, puesto que
ésta es,
por definición, ilegítima: “No se trata de saber
quién hace más salvajadas, sino quién tiene
razón,
la otra España [negra], la de los sublevados tiene aún
peor pinta
que la España roja” (117). Dada la imposibilidad de elegir, la
única postura que ve factible “una tercera postura, ni con unos
ni
con otros, ni la España roja ni la negra, sino alejarse,
dejarlos que se
mataran, negarse al dilema, huir, emigrar” (315). El estado mental de
Labayen es, de hecho, el mismo por el que Chaves Nogales justifica su
escape de
España:
en
mi
deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de
asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que
vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños
inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los
moros,
los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los
analfabetos
anarquistas y comunistas (12)
El
único descanso que podría tener, la checa, se vuelve
imposible,
porque en ella se reproduce el conflicto que ha venido viviendo. Entre
sus
habitantes están un profesor latifundista, absentista,
irreverente, al
que los compañeros acusan de ateo, antimiliarista y
antipatriota; un
seminarista que reza tanto como la madre de Tomás, un
capitán
amante del orden, como su padre; un conde que parece dar a entender que
tiene
alguna simpatía por los republicanos, pero que “hurgando en
él aparecerán los prejuicios de los de su clase” (190),
lo
que hace pensar a Tomás que se está volviendo como sus
carceleros; un sastre, cuyo pecado es haber hecho uniformes para los
militares,
un acaparador, un estudiante que insulta al acaparador, unos gemelos
agresivos
pro rebeldes, un cura que parece un alter ego de Tomás pero que
se
siente incapaz de alinearse con la República a causa de la
condena
papal,…Unos y otros, a la postre, acaban enfrentados: “se han
dividido en dos bandos los dos grupos de siempre, los moderados y los
energúmenos” y los carceleros entre risas gritan: “a ver si
se zurran…” “O se matan, mejor” (133), un microcosmos
que repite ad nauseam el exterior.
Si algo
caracteriza a esta novela es la heteroglosia y es lo que le permite
escapar a
una postura partidista. En ella se da voz a todas las posturas
ideológicas, a las que apoyan la rebelión y a las que la
condenan; a las que justifican la violencia revolucionaria y a las que
la rechazan,
independientemente de la postura personal del narrador. Por ella
desfilan Badajoz
y Paracuellos, ejecutores milicianos y fascistas, justicia popular y
burguesa,
ambas igualmente inicuas; egoísmos, odios y amores; decididos e
indecisos…, pero por encima de todo ello, el manto de terror que domina
la vida de todos los que, voluntariamente o no, viven la tragedia. La estructura de la novela, similar al
relato de largo aliento, sin capítulos y en muchos casos sin
acotaciones
para indicar quién dice qué, exige al lector un ejercicio
de
concentración para ubicar a los personajes y lo que dicen, y a
seguir un
proceso de reconstrucción memorística similar al proceso
trabajoso de la escritura del narrador. Es también un proceso
circular,
de la checa al exterior y del exterior a la celda mediante el cual el
narrador
refleja el laberinto mental y personal en el que se halla inmerso. A
diferencia
de Foxá o de Barea (13), la
única postura clara que toma
el narrador es que no acepta ni la guerra ni la revolución,
puesto que
ambas estrangulan una tercera vía que se define por el
diálogo y
la evolución consensuada.
Notas
(1). La sublevación militar se justificó, en
su tiempo,
por el desorden imperante y por la incapacidad del gobierno de acabar
con la
violencia política. Para
Joan-Eugeni Sánchez “el
conflicto no es sólo, ni fundamentalmente, la respuesta a
una
situación de «desorden» social, ni una
oposición ni
ataque a una forma de Estado—la republicana […]. Se trata, en
esencia, de la oposición a que se implanten unas nuevas
relaciones
sociales de producción que, al tiempo que embrionariamente
pretenden
sustituir a los modos de producción vigentes, cuestionan los
principios
legitimadores —y por tanto ideológicos—que los sustentan”
(227). De hecho, las ofertas de una
solución política de Martínez Barrio—“the
archi-priest of compromise” lo llama H. Thomas (142) —a Mola fueron
rechazadas por este.
(2).
Quizás
habría que hablar de una narrativa que incluya tanto la
novelística como la producción cinematográfica;
los límites
son ciertamente borrosos, sobre todo en los casos en que las
películas
son el resultado de la adaptación de novelas o relatos. Basten como ejemplo La fiel
infantería o los más recientes de Soldados
de Salamina o Los girasoles ciegos.
(3).
Juan Iturralde es
el pseudónimo de José María Pérez Prat. Dice Betrand de Muñoz que
“en realidad, en toda obra ficticia el autor pone una parte de
sí
mismo” (“Historia y ficción”245) y esto especialmente
cierto en los que vivieron la Guerra Civil. En
una entrevista a El País en
1980 confesaba que en la novela, aun siendo ficción, había muchas de sus vivencias
personales, “sobre todo, el miedo. El miedo primero en la zona
roja, en Ciudad Real. […] yo
era requeté en una pequeña ciudad, y más conocido
que la Moños... Volví a pasar
miedo en La Solaná, cuando a los que llamaban rojos
se les mantenía en aquella especie de cuadras o
almacenes. […]. Viví
el horror, y otro lo conocí por otras gentes. […].
Saber que lo que había vivido
como miedo en la zona roja iba a seguir
siéndolo en la zona nacional...
Pensé que más valía que me escondiera, que me
pusiera a
salvo y pasara inadvertido” (“Juan Iturralde”).
(4).
Según G.
Jackson, la clase media española había sido en gran parte
apolítica, y achaca a su falta de participación el
fracaso de la
Primera República y de los gobiernos liberales de la
Restauración. Tras
la caída de la Monarquía, “in general, they had welcomed
the Second Republic, and the liberal minority among them were the
financial
supporters of Azaña’s Acción
Republicana and of the Radical Socialist Party (103).
Añade
que los que
se decantaron por el activismo
político lo hacen más a favor de Lerroux que de
Azaña,
más por una cuestión de personalidades que de programas
políticos.
(5).
In the Insurgent
zone the more conservative supporters of the rising referred to the
Falange as
the “FAIlange” and as “our reds”. Among
the new enrolled Falangists there
were a considerable number of anarchists and Communists who had
“changed
shirt.” In the Popular Front zone left-wing terrorist squads were
easily
infiltrated by the Falange” (
(6).
Este sentimiento
del espacio propio invadido y agredido se advierte muy claramente en la
novela
de corte nacionalista fascista, como las de Tomás Borrás
o Agustín
de Foxá: “la multitud invadía Madrid.
Era una masa gris, sucia,
gesticulante. Rostros y manos
desconocidas que subía como lobos desde los arrabales” (Madrid de corte a checa 79); “las
masas armadas invadían la ciudad” (258); “Eran la autoridad
los limpiabotas, los que arreglan las letrinas, los mozos de
estación y
los carboneros” (262). La consecuencia que se derivan de la
apropiación del espacio por fuerzas ajenas y extrañas es
el
trasvase de poder hacia el invasor, al que, aunque pueblo, no se
considera el legítimo
depositario del poder.
(7). Más
adelante, Tomás se sentirá
perfectamente seguro en compañía de Monroy y Langa “todo
ropas de cuero y barba a lo Lenin […] arbitrariamente uniformados pero
con sus correajes y sus pistolas colgando de los respaldos de las
sillas (Días 328)
(8).
Según George
Hills, “the tchekas came to vie with each other as to how many
‘fascists’
they could kill per night […] the most notorious was the ‘Dawn
Patrol’ under the command of Manuel Tagüeña Lacorte, and
the Brigada de Investigación Social,
whose chief, Agapito Atadell, was a printer”(45). Foxá
también
hará referencia a él irónicamente como
“ídolo
de los periódicos” (324).
Atadell, capturado en las Canarias a finales de 1936,
será
ajusticiado mediante garrote vil en julio de 1937.
(9). En el bando
rebelde también hubo alguna preocupación en
cuanto a las repercusiones internacionales de la represión:
“Ambassador Cantalupo received instructions to discuss the
Málaga
executions with General Franco as a moral question afecting the
reputations of
both Spain and Italy. He [Franco]
intimated that he was in no position to
control the local courts easily”. (
(10).
“The military courts, formerly
constituting a jurisdiction of their own, were subordinated to the
civil courts
by the creation of a Cuerpo
Jurídico of civilian lawyers to act in military cases and by
making
the Supreme Court the highest court of appeal for military as well as
civil
cases” (Jackson 67). Lo
que
hacen los militares rebeldes con sus bandos de guerra es legalizar la
sublevación al restaurar, ilegalmente, los privilegios de las
antiguas
capitanías.
(11).
“Sentences of deaths by these
‘courts’ were indicated in the appropriate document by the letter
‘L” for
(12).
“This law [ la Ley Agraria de 1932]
might be, as Largo Caballero (still Minister of Labour) put it, ‘an
aspirin to cure appendicitis’” (Thomas 51).
(13). Para Barea la neutralidad es imposible: “ninguno de nosotros tenía el derecho de permanecer neutral” (La llama 420) y en cuanto a Agustín de Foxá, toda la tercera parte de Madrid de corte a checa es un ejercicio de partidismo sin remisión.
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