La mayor desgracia de Carlos V:
didáctica y propaganda al servicio del régimen de Olivares

 

María del Carmen Saen de Casas

Lehman College, CUNY

 

El 28 de mayo de 1623, la compañía de Antonio Prado estrena en el Alcázar Real de Madrid una comedia histórica de Vélez de Guevara en la que se dramatiza la derrota sufrida por la armada de Carlos V en las playas de Argel (1541). En un primer momento, y a partir de su publicación en la Parte 24, extravagante, de las Comedias de Lope de Vega, la versión que de esta obra se conocía se le atribuyó al autor del Arte nuevo de hacer comedias. Así lo hizo, por ejemplo, Marcelino Menéndez Pelayo, quien la publica en el volumen 12 de las Obras de Lope de Vega de la Real Academia Española con el título La mayor desgracia de Carlos V y hechicerías de Argel (1901). (1). Pero en fechas recientes, William R. Manson y C. George Peale han demostrado que esta versión no es más que una refundición del texto de Vélez que estrenó Antonio Prado en 1623, refundición que llevó a cabo Diego Jiménez de Enciso hacia 1626. Esta clarificación ha sido posible gracias a la aparición de dos testimonios escritos de la comedia original: el Ms. 3490 de la Colección Barberini de la Biblioteca Apostólica Vaticana, y una suelta en la que no se especifican ni la fecha ni el lugar de publicación. Si el manuscrito lleva por título Carlos V sobre Argel, en la suelta la misma comedia aparece identificada como La mayor desgracia de Carlos V y jornada de Argel. Tenemos que agradecer a Manson y Peale, además, la edición crítica de las dos versiones de la obra en textos paralelos bajo un único título: La mayor desgracia de Carlos V (2).

Que en mayo de 1623 se estrene una comedia histórica en la que se recrea un importante episodio bélico del reinado de Carlos V no es casual. Como explica Harry Sieber, fueron muchas las comedias de tema carolino que se estrenaron en España después de la muerte de Felipe II (3). Los fracasos acumulados durante los últimos años de vida del Rey Prudente generaron un enjuiciamiento negativo de su labor como gobernante que llevó a los españoles a idealizar la España de Carlos V, a quien se venera como monarca perfecto. Esta añoranza del príncipe borgoñón explica, por ejemplo, la publicación de la Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V de fray Prudencio de Sandoval (1604-1606), obra historiográfica dedicada al joven Felipe III a quien se le propone su abuelo como modelo que debía imitar (“Politics” 652-53).

La tendencia a mirar con nostalgia los tiempos del Emperador continúa una vez que sube al trono Felipe IV (1621) y se consolida la privanza de Olivares. El Conde-Duque estaba convencido de que era su misión perpetuar la grandeza de la monarquía española en la persona del nuevo monarca hasta conseguir restaurar la antigua reputación de la misma en el extranjero. En su opinión, esta grandeza, que había alcanzado sus más altas cotas durante los reinados de Carlos V y Felipe II, se había visto seriamente mermada como consecuencia del desastroso mandato de Felipe III (1598-1621). Consciente de las carencias del nuevo soberano, se propuso conseguir que aprendiera su oficio sirviéndose, entre otras cosas, del ejemplo de sus antepasados,  alentándolo a que emulara la astucia de Fernando el Católico, las gloriosas hazañas de Carlos V, la prudencia de su abuelo, Felipe II y la piedad de su padre, Felipe III (Elliott, The Count-Duke 171).

En este proceso de aprendizaje, además de la lectura de la historia, la asistencia a representaciones teatrales de tema histórico jugó un papel esencial. Con el objetivo de ir moldeándolo como gobernante, Olivares supo aprovechar el gusto por el teatro del joven rey para animarlo a que acudiera a las cada vez más frecuentes representaciones teatrales del Alcázar de Madrid. Dichas representaciones, auspiciadas por el valido con el objetivo de engrandecer la corte del nuevo soberano dotándola de una intensa vida cultural, servirían también para entretener y, sobre todo, educar, al inexperto Felipe IV. En esta tarea lo ayudaron numerosos hombres de letras que pululaban por los aledaños de la corte en busca de mecenazgo. Muchos de los dramaturgos cuyas obras se estrenaban mostraban su agradecimiento reflejando en sus comedias cortesanas los presupuestos sociales y políticos sobre los que se basaba el régimen de Olivares, particularmente durante sus primeros años (Elliott, The Count-Duke 171-75).

En este contexto hay que situar el ascenso definitivo de Vélez de Guevara en la corte madrileña (4). Concretamente, en mayo de 1623, acababa de ser nombrado portero de cámara del Príncipe de Gales, que por entonces estaba en Madrid, y cuya visita fue celebrada con numerosas representaciones teatrales. Y es lógico que entre ellas se produjera el estreno de la comedia de Vélez, La mayor desgracia de Carlos V. Lo que sí puede sorprender a primera vista, como apunta Sieber, es que Vélez eligiera representar uno de los más estrepitosos fracasos militares del Emperador, la derrota de Argel, ante una delegación extranjera a la que se pretendía impresionar (“Politics” 654). Sin embargo, ya Gareth Davies demostró que era frecuente que Vélez de Guevara ofreciera una visión parcialmente crítica de reyes del pasado para poder influir de forma indirecta en el quehacer político de su soberano (31). Además, al rematar la comedia, como ya veremos, con una ficticia segunda toma de Túnez, el dramaturgo consigue mantener el prestigio alcanzado por Carlos V a través de sus hazañas militares, celebrándolo como rey soldado ejemplar (1).

El objetivo que persigo en este artículo es demostrar cómo, en La mayor desgracia de Carlos V, Vélez de Guevara utiliza un fracaso de los ejércitos imperiales para impartir una lección de buen gobierno al joven Felipe IV, apoyar la política nobiliaria del Conde-Duque de Olivares y expresar su rechazo personal a los privilegios de la nobleza de sangre (5). En este intento, la dramatización de un enfrentamiento ficticio entre el Duque de Alba y Hernán Cortés, dos de los principales dirigentes de la expedición, sobre la estrategia que se debía seguir, juega un papel esencial.

Este enfrentamiento ficticio entre Alba y Cortés tiene su fundamento en un episodio que registró Francisco López de Gómara en tres de sus obras historiográficas y que fray Prudencio de Sandoval, que utiliza a López de Gómara como una de sus fuentes sin citarlo, también incluye en su Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V (6). Teniendo en cuenta que fue la crónica de Sandoval una de las principales fuentes históricas en las que se documentó Vélez para escribir su comedia (Menéndez Pelayo 53), resumiré su versión de los hechos. Como Gómara, fray Prudencio resalta la decepción que sufrió el conquistador de México por no haber sido incluido por el Emperador en el Consejo de Guerra que determinó la estrategia que se siguió en el malogrado ataque a Argel. Además, explica que Cortés también se sintió ofendido porque, después de haber fracasado el primer asalto a la ciudad norteafricana, el Emperador no aceptó su propuesta de volver a intentar una nueva ofensiva que él mismo hubiera estado dispuesto a encabezar. Según Sandoval, una vez pasada la gran tormenta que abortó el primer intento de tomar la ciudad, los restos de las tropas imperiales se refugiaron en Metafuz, una ciudad cercana. Allí se produjo un debate entre los expedicionarios partidarios de repetir el ataque y aquellos otros que preferían abandonar la empresa y regresar a Europa, en su mayoría españoles:

 

Otros hubo que dijeron que lo mejor era embarcar, aunque ya no lo quisieran los soldados españoles ni muchos caballeros, y señaladamente, Hernán Cortés, marqués del Valle, que sabía de semejantes trabajos y hambres, y últimos aprietos, y fue el que más perdió después del Emperador, porque se le cayeron en un cenegal tres esmeraldas riquísimas, que se apreciaban en cien mil ducados y nunca se pudieron hallar; y era tal su ánimo, que no sintió tanto esta pérdida como el poco caso que de él se hizo en esta jornada, porque con haber sido tan valeroso como era, y es notorio, no le metieron en Consejo de guerra ni le dieron parte de cosa que en ella se hiciese, y aún después de pasada la tormenta, porque decía él que se viniese el Emperador y le dejase con la gente que allí tenía, que se obligaba de ganar con ella Argel, no le quisieron oír, y aún dicen que hubo algunos que hicieron burla de él.

 

Ningún discreto habrá que no entienda la causa de esto, y más si conoce y sabe la soberbia del español, como si la virtud y nobleza propia no valiese tanto, y según algunos, más que la heredada (Enfasis mío.)

 

A lo mismo que Hernando Cortés, dicen que se ofrecía don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete y capitán general de Orán; o el Emperador no lo supo, o sus consejeros le quitaron de ello (3: 112).

 

Como ya mencionamos, Sandoval utiliza como fuente a Francisco López de Gómara, y relata el episodio combinando elementos procedentes de dos de las versiones redactadas por el historiador soriano. De manera que usa como base la que incluye en el Compendio de las Guerras de mar del Emperador Carlos V, a la que le añade la anécdota de las pérdidas de las esmeraldas, que Gómara sólo menciona en el capítulo CCLI de la Conquista de México, en el que narra la muerte de Cortés. Sin embargo, y a pesar de las críticas que han descalificado la obra historiográfica de Sandoval por copiar literalmente sus fuentes, he marcado en bastardilla dos comentarios que proceden de la pluma de Sandoval y que demuestran que fray Prudencio no se limitaba a reproducir el contenido de sus fuentes, sino que lo reinterpretaba para expresar sus propios posicionamientos ideológicos, en este caso, de índole social. Y me propongo demostrar que son precisamente estos dos comentarios los que sirven como punto de partida a la ficcionalización que del episodio hace Vélez de Guevara en La mayor desgracia de Carlos V. De hecho, y expresándonos en términos retóricos, puede afirmarse que la cuestión infinita que Vélez de Guevara intenta probar al dramatizar un enfrentamiento ficticio entre Cortés y Alba coincide plenamente con la reflexión añadida por Sandoval, en el sentido de que él también defiende la superioridad de la nobleza que se deriva de la virtud interior y valía personal del individuo, representada en su comedia por Cortés, sobre aquella otra que se transmite por la sangre y que encarna el Duque de Alba.

Veamos cómo recrea Vélez la anécdota referida por Sandoval para defender sus puntos de vista, educar al rey y apoyar la política nobiliaria de su mecenas, Olivares. Nuestro dramaturgo introduce la figura de Cortés en el Acto I de la comedia. Carlos V reúne a su armada en Mallorca antes de iniciar la ofensiva de Argel. Allí se encuentra con los efectivos procedentes de las distintas partes del Imperio y con sus generales: el Duque de Alba, general de la armada española, Andrea Doria, a cargo de los contingentes venidos de Italia, y Jorge Frontispero, líder de los efectivos alemanes. El Emperador los saluda efusivamente y, en ese momento, se produce la llegada de Cortés y sus dos hijos, ocasión que Vélez aprovecha para reflejar el antagonismo de Alba hacia el recién llegado sirviéndose de un aparte:

 

                        DUQUE:          (Ap. Porque la Envidia calle

                                                hable la fama y su valor confiese)

                                                Es Fernando Cortés, marqués del Valle. (vv. 158-59)

 

Una importante alteración de los acontecimientos tal y como los refieren López de Gómara y Sandoval se produce cuando Vélez hace que Carlos V, después de dedicar un encendido panegírico a la figura de Cortés, lo invite a ser miembro de su Consejo de Guerra (v. 188).

En el Acto II, una vez en Argel, Carlos V se reúne con el mencionado Consejo de Guerra para debatir la estrategia del ataque. El Duque de Alba recomienda prepararse tomando primero ciertos puntos estratégicos donde atrincherar las tropas antes de pasar a la ofensiva. Por el contrario, Cortés defiende la necesidad de acometer el asalto de la ciudad nada más desembarcar, sin tomar precauciones, para evitar ser sorprendidos por un empeoramiento de las condiciones climatológicas (7). Alba desaconseja la estrategia de Cortés minusvalorando su experiencia en América, y el tono agrio y despectivo de sus comentarios provoca una enérgica reacción del Marqués del Valle, quien, para defender su honor de soldado, reta al Duque a que se bata con él en duelo:

 

DUQUE:          Señor, como Hernán Cortés

                                    aunque son tantos sus hechos,

tuvo con gente desnuda

                                    sus batallas y reencuentros,

                                    gente, en fin, que se espantaba

                                    de un caballo y de los ecos

                                    de un arcabuz, imagina

                                    que ha de ser aquí lo mesmo.

                                    Esta es guerra diferente.

Los corsarios son tan diestros

como nosotros; no saben

tener a las balas miedo.

Encargo de mi conciencia

lo que conviene a consejo,

que el marqués dará su voto

con los desnudos y leños.

 

                        FERNÁN:        ¿Cómo puedo yo negar

                                                lo que se sabe tan cierto?

                                                Tropas de desnudos hombres

                                                a mi espada se rindieron.

                                               Pero no añade el vestido

                                                bizarro valor al pecho,

            ni el acero de las armas

            dará al corazón aliento.

                                                No fue gente tan cobarde

                                                los desnudos que nos hicieron

                                                cosas que dieron asombro

                                                en un tan prolijo cerco.

                                                Y para que vuecelencia

                                                no haga de ellos desprecio

                                                yo le aguardo en la campaña

                                                tan desnudo como ellos.

                                                Salga vuecelencia armado

                                                de todas piezas. Veremos

                                                si como vencí a desnudos

                                                desnudo, yo a armados venzo. (vv. 1501-1535)

 

Carlos V, alarmado, detiene el duelo y le pide a Antón de Oria que recoja el guante tirado por Cortés, a quien acusa de alterar su Consejo (vv. 1546-1552). Y zanja la discusión optando por seguir las recomendaciones del Duque de Alba, en quien delega todo poder de decisión:

 

                        CARLOS:        ¡Por mi vida

                                                no se hable más de ello!

                                                Mucho enojo me habéis dado

                                                poco amor, poco respeto.

                                                ¡Sígase el voto del Duque!

                                               

                                                Duque, amigo, a vuestro cargo

                                                todo lo importante dejo.

                                                poned en orden la armada. (vv. 1553-1567)

 

Cortés, dolido con el Emperador y con el desprecio del Duque, salta a un esquife, se pone una celada (8), abraza una rodela (9) y se dirige a tierra para desembarcar ante las puertas de Argel. Sus hijos, asustados, intentan convencerlo de que regrese, pero él se niega, dispuesto a demostrar su valentía.

 

                        FERNÁN:        Yo, yo tengo que ser quien aventure

                                                la vida por la fama. Sepa Carlos

                                                y sepa el Duque, que sabrá Fernando

pelear con armados escuadrones

jenízaros de Argel, turcos altivos.

¡Salid, salid, si el miedo os tiene vivos!

Un hombre solo os llama y os espera

antes que España ocupe la ribera.

Y porque mi valor mejor se advierta,

desclavad mi puñal de aquesta puerta. (vv. 1607-1616)

 

Después de clavar el puñal, una piña arrojada por el enemigo golpea a Cortés, quien se retira con sus hijos, satisfecho de haber dado prueba de su valor: “¡Aquesto es hecho!/Quedara, aunque muriera, satisfecho!” (vv. 1620-1621). Qué duda cabe que esta última escena resulta enormemente estrambótica, sobre todo para un lector o espectador de nuestro tiempo, pero sin embargo, tiene su lógica en el contexto de la mentalidad militar de aquel entonces, como demostraré más adelante.

Naturalmente, este episodio que acabamos de referir ha llamado la atención de los escasos críticos que han estudiado la obra. Menéndez Pelayo, después de identificar a Sandoval como la fuente histórica empleada por el dramaturgo (él le atribuyó la comedia a Lope) para escribir ese incidente, explica que altera los hechos “para que resalte todavía más el arrojo de Hernán Cortés, sin agravio de la magnanimidad de Carlos V.” Subraya la contraposición existente entre Alba, “vástago…de una estirpe heroica,” es decir, representante de la nobleza de sangre, y Cortés “hijo de sus maravillosas obras.” Y explica que “el Emperador quedó agriado con Cortés desde entonces” (66). Harry Sieber sugiere que las estrategias propuestas por Cortés y Alba para llevar a cabo el asalto final a la ciudad de Argel le recordarían a los espectadores los debates que se produjeron en el seno del Consejo de Estado en el año 1625 en torno a la política con Francia. Mientras un grupo de consejeros proponía un ataque inmediato, al igual que Cortés en Túnez, otro sector cercano a la figura de Olivares pensaba, como éste, que era mejor recurrir a la diplomacia, es decir, apoyaba, como Alba, la reflexión, la prudencia. Vélez, al hacer que el Emperador respaldara la estrategia de Alba, estaría reforzando las tesis de Olivares a favor de la prudencia (Introducción 35-36). Por su parte, Peale señala que Vélez se sirve del episodio para contraponer la prudentia de Alba y la virtus audax de Cortés, aclarando que ésta última, que había sido muy útil en América, “al frente de las huestes aliadas del Imperio parece estrambótica” (83).

A mi parecer, ninguna de estas lecturas es totalmente satisfactoria. Menéndez y Pelayo acierta al indicar que el autor de la comedia busca amplificar la valentía de Hernán Cortés, y al subrayar el hecho fundamental de que los aristócratas enfrentados representen a dos concepciones opuestas de la nobleza, la que se transmite por la sangre y aquella otra que se fundamenta en los méritos del individuo, y creo que ésta es su aportación más importante a la correcta interpretación del episodio. Pero no es cierto que las relaciones entre Carlos V y Cortés quedaran agriadas de forma definitiva en el contexto de esta comedia, como se verá al seguir interpretándola. El análisis de Sieber es cuestionable si tenemos en cuenta que la comedia de Vélez se estrenó en 1623 y no en 1625, cuando se debatía la política exterior con Francia en el Consejo de Estado. Y, como aclara Peale, los versos que reflejan con una mayor contundencia la animadversión entre Cortés y Alba no pasan del manuscrito de la colección Barberini a la suelta, ni tampoco a la refundición de Enciso, quizás, sugiere Peale, porque se buscaba concentrar el discurso en los hechos históricos que se dramatizaban y no en la rivalidades de la alta nobleza (53-57). En cuanto a la lectura del propio Peale, no cabe duda que, como él indica, Vélez establece un contraste entre la prudentia de Alba y la virtus audax de Cortés, pero no para presentar esta última como desfasada e inoperante en un contexto diferente al americano, sino para apoyarla.

En mi opinión, el defecto común que presentan estas tres lecturas es que ninguno de sus autores tiene en cuenta el desarrollo posterior de los acontecimientos tal y como se narran en la comedia. Si seguimos con atención el desarrollo de la trama argumental de la misma, es claro que el objetivo de Vélez es respaldar la figura de Cortés por su valor y avalar su estrategia para desautorizar, a su vez, la actitud y la propuesta de Alba. Al hacerlo, también critica de forma subrepticia a Carlos V quien, al no saber reconocer en Cortés al líder militar más idóneo y optar por Alba como dirigente supremo de la operación, es también responsable de la derrota.

En efecto, ya vimos cómo, Carlos V, enojado con Cortés, pone al frente de sus ejércitos al todo poderoso Alba, y éste se hace cargo de coordinar la ofensiva siguiendo la estrategia que había defendido con anterioridad. Cortés, dolido, se pone una celada, abraza una rodela y se lanza en solitario sobre la puerta de Argel en la que clava su puñal. Este episodio, aparentemente esperpéntico, como ya comenté, recobra todo su sentido si tenemos en cuenta que Vélez se inspira para construirlo en una escena típica de la historiografía grecolatina que tenía como tema principal la guerra, la llamada escena del estandarte. Como explica Carmona Centeno, esta escena, que utiliza por primera vez César en la Guerra de las Galias, constaba en sus inicios de los siguientes elementos: un ejército romano se encuentra indeciso o atemorizado ante el enemigo. Para estimularlo, uno de sus miembros agarraba un estandarte y se lanzaba en solitario sobre las tropas enemigas despreciando el peligro de muerte. En ocasiones, en vez lanzarse él mismo, arrojaba el estandarte entre las filas del contrario. Este acto forzaba a sus compañeros de armas a superar sus incertidumbres y emprender la lucha para recuperar el estandarte. El papel de este último como acicate para mover la voluntad de las tropas era esencial, pues las enseñas eran consideradas objetos de culto en la religión oficial, por lo que perderlas suponía una deshonra para el ejército. Por supuesto, es evidente que también servía de estímulo para los soldados el arrojo del portador del estandarte.

Después de César, la escena del estandarte será utilizada por otros historiadores griegos y latinos, como Tito Livio, Dionisio de Halicarnaso, Plutarco o Apiano de Alejandría (274-75). Pero algunos de estos autores, particularmente los griegos de época imperial, van introduciendo pequeñas modificaciones que resultan en una disminución de la importancia de la enseña como elemento motivador en favor de la decisión y valentía del que la porta. Es Apiano de Alejandría en el siglo II d. C. el que lleva este proceso a sus últimas consecuencias, pues llega a sustituir en muchas ocasiones el estandarte por un escudo, consiguiendo de este modo establecer como único estímulo para la acción el deseo de emular el coraje del que lo lleva, personaje que en sus textos es siempre uno de los generales responsables del engrandecimiento de Roma. Con esta escena, muchos de estos historiadores buscaban promover la regeneración moral de la Roma de sus tiempos proponiendo exempla de conducta que encarnaran aquellas virtudes militares que hicieron posible la construcción de un gran imperio, tales como el valor, el arrojo o el desprecio a la muerte, incluso si para ello tenían que contravenir las teorías de tratadistas militares como Jenofonte o Polibio, quienes recomendaban que el general practicara la prudencia y se mantuviese apartado durante la batalla y renunciara a correr riesgos innecesarios (287-94).

Si tenemos en cuenta esta tradición de la historiografía clásica, el episodio en el que Cortés se pone una celada y agarra una rodela, es decir, un escudo, para arrojarse sobre las puertas de Argel arriesgando su vida e ignorando los posibles peligros cobra un nuevo significado. Como los generales romanos, Cortés busca dar una lección a sus compañeros de armas dando muestra de su valor. De ahí que, aunque deba retirarse ayudado por sus hijos y después de haber sido golpeado con una piña arrojada por sus enemigos, exprese orgulloso su satisfacción (vv. 1620-1621). La escena es también perfectamente coherente con los propósitos de Vélez, interesado en promover, como Olivares, la recuperación de la antigua grandeza de los españoles a partir de una vuelta a unas antiguas virtudes militares míticas que, en su opinión, hicieron posibles los éxitos de los ejércitos de Carlos V (10). Para ello, como Apiano de Alejandría, también tiene que ignorar las recomendaciones de muchos tratadistas de su época que apostaban por la práctica de la prudencia en el arte militar (11).

Pero es que, además, la estrategia que finalmente se sigue, es decir, la propuesta por Alba, conduce a un estrepitoso fracaso. Cuando está claro que todo se ha perdido porque, como había previsto Cortés, el tiempo empeoró y una gran tormenta anegó a las tropas atrincheradas en las cercanías de Argel, con la consiguiente pérdida de armas y víveres, reaparece el conquistador de México ante el Emperador, desnudo y sin camisa, y se desarrolla el siguiente diálogo:

 
            CARLOS:        ¿Quién es?

                       
            FERNÁN:        El Marqués del Valle.

 

            CARLOS:        ¡Oh, agravio de Julio César,

                                     cuánto sintiera el perderos!

 

            DUQUE:          ¡Cuánto mi error me avergüenza!

 

            FERNÁN:        ¡Y cuánto siento, señor,

                                    el veros de esta manera!

 

            CARLOS:        ¿Vuestros hijos?

 

            FERNÁN:        Mientras pude

                                    los guardé, porque eran prendas

del alma, y por socorrerlos

                                    consentí que se perdieran

                                    unos vasos de esmeralda,

                                    señor, cuyo precio era

                                    de trescientos mil escudos,

                                    ya estando en vuestra presencia,

                                    no me preguntéis por hijos.

                                    Vivid vos, y todos mueran,

                                    que lo más priva a los menos

                                    y de nadie se me acuerda.

 

            CARLOS:        ¡Ah, Marqués!

 
            FERNÁN:        ¡Ah, mi señor…!

 

            CARLOS:        …ya no importa que os entienda!

 

            DUQUE:          ¡Ah, canas mal advertidas…

 

            CARLOS:        Amigo Duque, paciencia…


            FERNÁN:        …si por dicha…

 

            CARLOS:                     …ya está hecho…

 

            DUQUE:          …si pensara….

 

            CARLOS:                      …¿Quién lo niega?

 

            FERNÁN:        …si al llegar…

 

            CARLOS:                   Ya no se hizo…

 

            DUQUE:          …si entonces…

 

            CARLOS:                   …ya no aprovecha (Las bastardillas son mías.) (vv. 1867-1893)

 

Esta escena es de suma importancia. Por un lado, la recreación de la anécdota de las esmeraldas perdidas, sirve para presentar a Cortés como vasallo leal con su señor, a pesar de que lo desautorizó ante su rival, el duque de Alba, en el Consejo de Guerra. También revela que las relaciones de Carlos con Cortés no quedaron ni mucho menos dañadas para siempre, como argumentaba Menéndez Pelayo, pues el recibimiento que le dispensa el Emperador está cargado de admiración, ya que  lo sitúa por encima de Julio César. Pero lo más importante es que el mismo Duque de Alba reconoce explícitamente lo erróneo de su estrategia, y los lamentos de todos los personajes indican que, de un modo u otro, se arrepienten de la decisión tomada. Termina el Segundo Acto con un comentario del Emperador con el que se sitúa en el punto más bajo de su carrera militar:

 

                     CARLOS:     ¡Hijos, nada me consuela,

                                                     que ésta es mi mayor desgracia,

                                                     y es forzoso que la sienta. (vv. 1902-1904)


Cuando Carlos V propone volver a Europa en los inicios del Tercer Acto, Cortés insiste en quedarse con algunos efectivos españoles para volver a intentar hacerse con la ciudad, pero el Emperador rechaza amablemente su ofrecimiento y propicia una reconciliación con Alba que se escenifica por medio de un abrazo.

Pero es también en este Tercer Acto donde Vélez  juega con la historia de una forma más creativa, haciendo que la comedia termine con una gran victoria del Emperador. Para ello, en lugar de hacer regresar al Emperador a Europa, que es lo que realmente ocurrió, Vélez lo lleva a una nueva batalla, esta vez sobre Túnez, donde logra una aplastante victoria sobre los ejércitos enemigos. Tanto Menéndez Pelayo (67) como Sieber (Introducción 36-37)  han explicado el episodio diciendo que la estrategia de Vélez consiste en alterar la cronología de los acontecimientos históricos, ya que la toma de Túnez por Carlos V se produjo en 1535, es decir, seis años antes del fracaso de Argel, y no inmediatamente después. Esta alteración buscaría terminar la comedia con uno de los más importantes triunfos militares de Carlos V para dejar una imagen positiva de su persona en la mente de los espectadores y contribuir así a la exaltación de la dinastía.

En realidad, la maniobra de Vélez es aún más atrevida que la que proponen estos críticos. Una lectura atenta del texto revela que Vélez no ha retrasado cronológicamente la histórica captura de Túnez de 1535, sino que se inventa una segunda victoria de Carlos V ante sus muros. En efecto, en 1535 Carlos V intervino para expulsar de Túnez a Barbarroja, quien se había proclamado rey de la ciudad tras destronar a su legítimo monarca, Muley Hazén. La victoria del Emperador devolvió el trono a su antiguo propietario, quien, según nos cuenta Paolo Giovio en uno de sus Elogios, fue de nuevo derrocado después de siete años, esta vez por Amida,  un hijo suyo:


Con lo qual Muley Hazen, siendo por merced del Emperador restituydo en su reyno, reynó syete años, perseuerando siempre en sus antiguas costumbres de crueldad y cudicia, hasta que Barbarroxa fue embiado por Solimán con su armada, a socorrer al rey de Francia. Porque entonces Muley Hazén, temiendo el armada de Barbarroxa, su antiguo y brauo enemigo, vino de África a Nápoles, para por tierra yr a Génoua a pedir mayor socorro al Emperador. Pero como el Emperador estuuiesse ocupado en la guerra que quería hazer al Duque de Cleues, mandóle que aguardasse en Nápoles. Con esto tomóle el reyno (no Barbarroxa de quien se temía) sino el traydor de Amida, su hijo. Porque pareciendo en todos los vicios a su padre, echó fama que su padre auía fallecido en Nápoles, y que hauía renegado de la seta de Mahoma, y apoderose del reyno de Túnez. Lo qual sabido por Muley Hazén, alterose, y determinando castigar la trayción del hijo y recobrar su reyno juntó a priessa gente en Nápoles, y yendo por su capitán Lofredo Napolitano pasó a África, y llegando a la Goleta, tiró con su gente muy heruoroso ribera del Estaño hazia Túnez muy colérico, por vengarse de su hijo, y por recobrar presto el reyno…Y Muley Hazén fue herido, y preso, y su hijo Amida, que no era punto mejor que él, le quitó la vista de los ojos, dándole en las lumbres con una lanceta ardiendo. Mas poco después, siendo Amida echado del reyno, por vn tío suyo, hermano de Muley Hazén, su padre, el nueuo rey uvo lástima de Muley Hazén, su hermano, y sacándolo de la prisión, Muley Hazén llegó a la Goleta (por beneficio de los Españoles) y partiéndose de ay a poco, tornó a pasar a Nápoles, y por gran milagro vino el miserable hombre a Roma, donde preguntándole yo lo que importaua para escreuir verdad en mi historia, me informó muy humanamente (fol. 203v).

 

 Pues bien, lo que hace Vélez es imaginar que Muley Hazén, ciego y destronado por segunda vez, en lugar de refugiarse en Italia, como cuenta Giovio, tuvo la inmensa suerte de que el Emperador pasara por Túnez después de la derrota de Argel, oportunidad que aprovechó para pedirle nuevamente ayuda. En un emotivo y largo discurso, Muley Hazén le refiere a Carlos V cómo, habiendo sabido que Solimán planeaba enviar de nuevo a Barbarroja a recuperar Túnez, decidió dirigirse a Nápoles para intentar advertir al Emperador y solicitar su ayuda, sin conseguirlo:

 

            MULEY:          […] A mi reino volví, pero en mi ausencia,

                                    riguroso ministro de la vida,

                                    usando la más bárbara violencia

                                    que fue en árabes lenguas repetida,

                                    el reino me quitó, fiera inclemencia

                                    de un hijo que engendré llamado Amida,

y el límite excediendo a sus enojos,

agora me ha sacado entrambos ojos. (vv. 2519-2526).

 

Continúa Muley explicando que su hijo Amida invitó a Barbarroja a que viniera sobre Túnez, y que las galeras del corsario están “En un seno del mar que a Túnez mira” (v. 2536), y le pide a Carlos V que lo ataque para matarlo o, en su defecto, conseguir su fuga. Una vez más, Carlos V decide consultar con Alba y Cortés si se debe o no atacar:

 

            DUQUE:                                  Señor,

                                    después de tantas tormentas

en la tierra y en el mar,

fuerza es que la gente venga

                                    sin aliento y sin valor.

 

            FERNÁN:        Si la gente se refresca

                                    con algún socorro, puede

acometer cosas nuevas. (vv. 2579-2586).

 

Carlos V consulta, además, a sus tropas. Mientras alemanes e italianos apoyan las tesis de Alba y proponen regresar a Europa, los españoles secundan a Cortés y se muestran dispuestos al ataque. En esta ocasión, Carlos se deja llevar por el arrojo de Cortés y de los españoles, rechazando la prudencia de Alba. Y cuando, en mitad de la batalla éste sugiere al Emperador que se refugie en su tienda para que no lo alcance la artillería enemiga, Carlos V recuerda que así lo hizo en la primera toma de Túnez, siguiendo los consejos del marqués de Basto, pero que esta vez va a participar personalmente en la batalla. Tampoco Marimontana, la mujer varonil de la comedia, escucha a Alba cuando pide que permanezcan las mujeres y los heridos en las embarcaciones en vez de saltar a tierra (vv. 2634-2661). El resultado es una aplastante victoria del Emperador, que consigue volver a restaurar a Muley Hazén en el trono de Túnez por segunda vez, aunque éste se lo cede a otro de sus hijos, Abderramén.

Inmediatamente después de la victoria, llegan a entrevistarse con Carlos V los embajadores de Solimán, y los reyes de Francia e Inglaterra. El triunfo de Túnez permite que Carlos V los reciba en la apoteosis de su poder, según lo describe las siguientes direcciones escénicas: “Suenan chirimías. Descúbrese un trono en que está CARLOS QUINTO,/con un manto, corona imperial y el mundo a los pies, la/ espada desnuda y el cetro armado de punta en blanco” (398). Qué duda cabe que, como afirman Menéndez Pelayo y Sieber, esta inventada campaña de Túnez hace posible terminar la comedia con una victoria del Emperador para exaltar su imagen como señor del mundo y prestigiar la dinastía ante la delegación inglesa dramatizando una gran victoria del bisabuelo de Felipe IV. Por otro lado, es evidente que la obra también contribuye a educar al joven Felipe IV con el ejemplo de sus antepasados, como pretendía Olivares, quien deseaba que emulara las hazañas de su bisabuelo, rey guerrero por excelencia.

Pero, si como muy bien señalaba Peale, Vélez contrapone en esta comedia la prudentia de Alba y la virtus audax de Cortés, ésta segunda victoria de Túnez sirve también para resolver esta contraposición a favor la estrategia del Marqués del Valle, pues si Argel se pierde por seguir los prudentes consejos del duque de Alba, en Túnez se vence gracias a la virtus audax de la que hacen gala Cortés, los soldados españoles, y el mismo Emperador, quien se niega a permanecer en su tienda y no rehúye el combate cuerpo a cuerpo.

Queda demostrado, por tanto, que Vélez utiliza el enfrentamiento ficticio entre Cortés y Alba como cuestión finita que prueba la cuestión infinita propuesta por una de las fuentes históricas en las que se basó para escribir su comedia, la crónica de Sandoval. La actitud despectiva y arrogante de Alba hacia la figura de Cortés y su valía como militar queda ridiculizada por el mismo desarrollo de los acontecimientos, que sitúan al representante de la nobleza de privilegio por encima de uno de los más ilustres exponentes de la nobleza de sangre castellana, y que demuestran que “la virtud y nobleza propia” valen tanto y quizás “más que la heredada,” como proponía Sandoval en el pasaje anteriormente citado (3: 112). Las burlas de Alba, el desprecio que manifiesta por la carrera militar de Cortés, al que en el fondo envidia, son fruto de su soberbia y reflejan el recelo de los antiguos linajes y de la grandeza de España ante el ascenso social de los cada vez más numerosos miembros de la nobleza titulada de privilegio, cuyo avance perciben como una amenaza para su supuesta superioridad social.

Por otro lado, hay que señalar que La mayor desgracia de Carlos V no es la única obra de Vélez de Guevara en la que éste se posiciona a favor de la nobleza que se deriva de los méritos y virtudes personales frente a aquella otra adquirida por herencia. Como ya apuntaba Gareth Davies, Vélez también expresa el mismo punto de vista en El caballero del sol, El conde don Pero Vélez, Virtudes vencen señales o La nueva ira de Dios (32-33). Al hacerlo, participa, junto con otros muchos literatos españoles, en un intenso debate que cobra especial fuerza a partir del Renacimiento, pero que hunde sus raíces en escritores de la Antigüedad (Juvenal, Séneca…) y que pervivió de forma soterrada durante la Edad Media gracias a la difusión de las colecciones de proverbios y sentencias de Publilio Siro y Cecilio Balbo. En realidad, la idea de que la verdadera nobleza se fundamentaba en la valía personal nunca pasó de la teoría a la práctica. Ningún miembro de la nobleza de sangre perdió su título por sus carencias morales, y todos aquellos que, como Cortés, ingresaron en las filas del estamentos nobiliario como reconocimiento a sus logros individuales lo hicieron por designación regia, y no sólo por sus virtudes personales. Pero la progresiva equiparación de este último grupo con la nobleza hereditaria  dio lugar a una importante controversia entre los intelectuales de la época. Por un lado, el sector más pro aristocrático (Téllez de Meneses, Sáez de Varrón, José Manuel Trelles, Núñez de Castro) defendía el derecho innato de la nobleza de casta a ocupar los altos cargos. En el extremo contrario se encontraban aquellos otros que se pronunciaban con más o menos acritud en contra de los privilegios de una nobleza que, con frecuencia, se mostraba indigna de los mismos (Juan Matienzo, Rodrigo de Zamora, Moreno de Vargas, Dámaso de Frías o Suárez de Figueroa). Finalmente, existía un grupo mayoritario de pensadores (Núñez de Avendaño, Campoy, Gutiérrez de los Ríos, entre otros) que, aunque no cuestionaba la preferencia que se le debía dar a los nobles en la provisión de cargos, establecía algún tipo de condicionamiento que la matizaba: exigencia de virtud y formación letrada del noble, equiparación de las distintas fuentes o tipos de nobleza etc (Domínguez Ortiz 186-97).

Dentro de este último grupo habría que situar a un pensador político que había sido marginalizado por el gobierno de Lerma y cuya figura y obra reivindicó Olivares. Nos referimos al octogenario Juan de Mariana, quien, bajo los auspicios del Conde-Duque, es nombrado cronista real con el encargo de prolongar su Historia de España para que incluyera el reinado de Felipe IV. Para John Elliot, este apoyo de Olivares se explica por la sintonía que puede apreciarse entre muchas de las reformas políticas que intentó implementar el valido de Felipe IV y las ideas políticas expuestas por Mariana en sus escritos, principalmente en el conocido espejo de príncipes De rege (175-76).

Por lo que se refiere a su valoración del estamento nobiliario, Mariana, aunque partidario de que el príncipe diera  prioridad a la nobleza de sangre en la provisión de cargos políticos, administrativos y militares, especifica que esta prioridad sólo se justifica si el representante de dicho estamento posee aquellos atributos personales y morales que deben acompañar a todo miembro de la aristocracia: “Debe, a mi modo de ver, el príncipe proteger a la aristocracia y dar algo a los nobles en consideración a los esclarecidos méritos de sus antepasados; mas sólo cuando al brillo de la cuna se añada el ingenio, el valor, la integridad y pureza de costumbres” (540) (12). En el caso específico de la guerra, no se debe encomendar la dirección de los ejércitos a aquellos “nobles débiles y afeminados, más notables por la virtud de sus antepasados que por su propio valor,” sino que se le dará preferencia  “a todos los hombres fuertes y valientes cualquiera que sea la familia o nación a que pertenezcan,” ya que el verdadero noble será aquél “que sepa obligar a la fuga al enemigo, el que con indomable esfuerzo sepa, en una palabra, despreciar la muerte…” (541). Es evidente que, en La mayor desgracia de Carlos V, la actuación que parece ajustarse a estos parámetros es la de Hernán Cortés, quien arriesgó su vida al arrojarse en solitario para clavar su puñal en los muros de Argel, y cuyo arrojo y virtus audax permiten al Emperador triunfar en una ficticia segunda toma de Túnez.

Vélez de Guevara, al dramatizar mediante este episodio las tesis expuestas por Mariana en su espejo de príncipes, además de exponer su posicionamiento personal en el debate sobre la nobleza desarrollado entre sus contemporáneos, imparte una lección de buen gobierno al joven, Felipe IV, recién ascendido al trono, lección que pretende hacerle asumir las líneas maestras que guiaron la política nobiliaria de su valido, el Conde-Duque de Olivares. Explica Elliott que, desde un principio, el nuevo valido nunca intentó ocultar su animosidad hacia los grandes de la Corte, a quienes trataba con aspereza, dirigiéndose a ellos con la fórmula de “Vuestra Señoría” en vez de utilizar otras fórmulas más hiperbólicas (13). Esta actitud agresiva frente a la alta nobleza puede explicarse, en parte, como expresión de un resentimiento personal heredado de sus antepasados en sus años de lucha por ser admitidos en las filas de la alta nobleza (14). Resentimiento que se acrecentaba porque los grandes miraban desdeñosamente a Olivares, ya que, a pesar de gozar del favor del nuevo monarca, que termina concediéndole un título de grandeza, para ellos el Conde-Duque seguía siendo miembro de una rama menor de la familia de los Guzmanes (The Count Duke 111-12).

Pero la beligerancia hacia los grandes del nuevo valido también hay que entenderla como manifestación de una opción política. En efecto, según se desprende del contenido del Gran Memorial con el que Olivares intentara tiempo después instruir a Felipe IV en sus funciones de gobierno (diciembre 1624), el valido se veía a sí mismo como el defensor de la autoridad real frente a las pretensiones de los grandes, quienes habían adquirido demasiada influencia sobre el ocupante del trono. Una de las estrategias que sugiere para marginalizarlos procedía del siglo XVI, y consistía en fomentar la emulación de otros grupos nobiliarios menos prestigiosos (nobleza titulada, caballeros, hidalgos) para que constituyeran una nobleza de servicio que reemplazara a los ambiciosos grandes en sus antiguas funciones, también en las militares (The Count Duke 187).

Los grandes reaccionaron al trato recibido alejándose cada vez más del trono, hasta el punto de que, según Domínguez Ortiz, puede hablarse de una “huelga de grandes,” y fue éste uno de los factores que más influyeron en la caída del favorito, quien pagó duro sus insultos a las casas de Alba y Osuna (81). (15)

Todo lo dicho prueba que Vélez de Guevara concibió esta comedia como un instrumento didáctico y propagandístico. Con el fin de colaborar con su paisano y protector, el Conde-Duque de Olivares, en el proceso de formación del joven Felipe IV, Vélez sitúa en el centro de la trama un enfrentamiento ficticio entre dos de los participantes en la campaña de Argel, el duque de Alba y Fernando Cortés, para dramatizar las líneas directrices que debían presidir la política nobiliaria del nuevo reinado. Una política nobiliaria que primaría los méritos del individuo sobre las glorias de su ascendencia a la hora de proveer cargos. Para lograr su objetivo, Vélez no duda en representar uno de los mayores fracasos de Carlos V para ofrecer sus acciones como exemplum de conducta que su bisnieto debería evitar. Si Argel se pierde es porque Carlos V, al elegir a la persona encargada de dirigir la operación, no tuvo en cuenta las enseñanzas de Mariana, quien recomienda, como ya vimos, que en los momentos de peligro, el rey debería optar siempre “por los hombres fuertes y valientes, cualquiera que sea la familia o nación a que pertenezcan” (541). Para rematar la comedia y con el objetivo de no disminuir la talla del fundador de la dinastía ante su rey y la delegación inglesa a la que se pretendía impresionar, Vélez juega una vez más con la historia. Inspirándose en uno de los Elogios de Giovio, inventa una segunda victoria de Carlos V sobre Túnez que le sirve para insistir en la conveniencia de seguir los consejos de Mariana y para hacer vencer la virtus audax de Cortés y los españoles sobre la prudentia de Alba.

Pero La mayor desgracia de Carlos V no se representó únicamente ante una audiencia cortesana. Si el 28 de mayo de 1623 se estrenó en el Alcázar de Madrid, dos días después la disfrutó un grupo de espectadores mucho más heterogéneo en el Corral del Príncipe. Por lo tanto, el único propósito de Vélez no sería educar al monarca, sino también difundir los presupuestos sociales del régimen de Olivares entre un público más amplio y así fortalecer desde el escenario el poder de su protector.


Notas

(1). Citaré el estudio introductorio de Menéndez Pelayo por la reimpresión de la BAE de 1969.

 

(2). Centro mi análisis en la edición publicada por estos dos especialistas de la versión primitiva de la comedia tal y como la concibió Vélez de Guevara, sin tener en cuenta la reelaboración de Jiménez de Enciso.

 

(3). Sieber remite a Paz y Meliá 1: 61 y a Restori 487-507 para tener una visión más completa de  las obras de teatro que giran en torno a la figura del Emperador en este periodo (Introducción 13). Por lo que se refiere al siglo XVI vale la pena consultar también Díez Borque 229-57.

 

(4). Un buen resumen de la carrera cortesana de Vélez en Davies 20.

 

(5). Quizás esta postura esté relacionada con biografía del dramaturgo. Kennedy comenta que Vélez intentó de todas las formas posibles ennoblecer su linaje converso, incluso cambiando su nombre auténtico, Luis Vélez de Santander, por Luis Vélez de Guevara (220). Puede que, como argumenta Davies, al no conseguirlo, criticara en muchas de sus obras la fascinación de sus compatriotas por la nobleza de sangre (31).

 

(6). López de Gómara participó en la batalla de Argel como sacerdote. Probablemente, se unió a las tropas del Emperador a su paso por Italia. En esta batalla coincidió con Hernán Cortés. De éste su primer encuentro deja constancia López de Gómara, con variantes, en  tres de sus obras: la Crónica de los Barbarrojas (1545), la Conquista de México (1552), y el Compendio de las Guerras de mar del Emperador Carlos V (1560). Al hacerlo se posiciona de forma clara como defensor del conquistador, postura que también asume Sandoval.

 

(7). El énfasis es mío.

 

(8). Estaba ya bien entrado el otoño, y la posibilidad de tormentas era real. Por este motivo, fueron muchos los consejeros de Carlos V que intentaron evitar que organizara una expedición a Argel en esa época del año (Kohler 274).

 

(9). Celada: “Pieza de la armadura que servía para cubrir y defender la cabeza” (D.R.A.E).

 

(10). Rodela: “Escudo redondo y delgado que, embrazado en el brazo izquierdo, cubría el pecho al que se servía de él peleando con la espada” (D.R.A.E).

 

(11). Es frecuente que Vélez representara en su teatro acciones individuales de tipo heroico en las que exalta la actuación de guerreros valientes, fuertes e impetuosos. (Davies 31). De hecho, una de las palabras que más se repite en sus textos es el término valor (Ashcom 235). Y es que la superación del miedo era esencial para triunfar en una batalla, por lo que el arrojo y el desprecio a la muerte eran considerados como virtudes militares esenciales que el teatro debía difundir (García Herrán 47).

 

(12). Fray Juan de Salazar escribía “que para formar y constituir un capitán general, tres cosas son necesarias: ventura, experiencia y prudencia…” (167).
 

(13). De forma parecida se expresa Fray Juan de Salazar cuando escribe que el cargo de capitán general debe dárseles, en primer lugar, a los nobles de nacimiento si es que están cualificados para ocuparlo, prefiriéndose, en su defecto, a personas de diferente extracción social pero que demuestren una mayor preparación. “Y porque este punto no quede desnudo de ejemplos,” añade, “referiré algunos personajes de humilde nacimiento que de bajos principios alcanzaron por su mucho valor, no sólo este cargo, pero aún las mejores diademas del mundo” (174).

 

(14). En realidad Olivares estaba aplicando la legislación suntuaria aprobada en 1611, la cual, para frenar específicamente el abuso de las mencionadas formas hiperbólicas, que eran percibidas como manifestación de un desorden social, prefirieron establecer el “Vuestra Señoría” como única opción posible (Elliott, The Count Duke 111).

 

(15). Don Gaspar era el tercer hijo de una rama menor de la familia de los Guzmanes. Ya sus antepasados iniciaron la lucha para conseguir ascender dentro del estamento nobiliario. Es el caso de don Pedro de Guzmán, nombrado primer Conde de Olivares por Carlos V en 1535, quien intentó hacerse con el título de Duque de Medina Sidonia impugnando legalmente los derechos de sus hermanos mayores. Su fracaso no impidió que sus herederos continuaran peleando para conseguir que la Corona les concediera títulos de mayor prestigio, pues soñaban con convertirse en Grandes de España. Este objetivo no se alcanzaría hasta que, el 10 de abril de 1621, Felipe IV le pidiera públicamente a Don Gaspar que se cubriera en su presencia (Elliott, The Count Duke 7-45)

 

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