Los
fantasmas de la canícula: historia,
memoria e imaginación en la obra de Miguel Méndez
Penn
State University
El centro de la obra de Miguel Méndez lo ocupa el territorio, el que se
ve re-articulado literariamente desde la memoria, como una forma de
resistencia histórica, social y cultural. Se trata de una metáfora
espacial, la cual consiste en la dolorosa identificación de la vida
comunal con el entorno agreste. Ahora bien, esa escritura que persigue
la autodefinición no sólo confronta, como se podría pensar en primera
instancia, a la hegemonía cultural y académica de los Estados Unidos,
sino que también debate fuertemente con el centro del país (México),
respondiendo con sorna a la insolencia que ha caracterizado a algunas
de sus voces e instituciones.
A las inclemencias del
desierto y sus riesgos naturales debe aunársele el arribo de la rapiña
humana, representada mayormente por los empleados federales.
Curiosamente, contra los abusos de los caciques y empleados
gubernamentales corruptos, y contra la sequía canicular que desmenuza
los sesos, la narrativa que se levanta desde esta comunidad en la pluma
de Méndez es aún capaz del humor, edulcorando así una tragedia
verdadera, la de la gente abandonada y abusada sistemáticamente por las
incontables perversiones del poder y/o la mala fortuna.
Recorrer la obra de Miguel
Méndez es toparse una y otra vez con la evocación enraizada en el solar
primigenio, suerte de paraíso perdido que en la imaginación del
exiliado adquiere por momentos la estatura de lo épico; otras veces, en
cambio, la alusión se encuentra mediatizada por la fantasía desaforada
del autor, otras tantas -muchas más- por un humor depuradamente
escatológico (1). De este modo, el autor
revalora la condición marginal a la que se adscribe, provocando y
satirizando a aquellas buenas conciencias de la intelectualidad oficial
que han desdeñando o ignorado totalmente a la cultura del desierto;
puede afirmarse con toda justificación que su estilo es fruto de un
sostenido y calculado desaliño. Ya en el prefacio de Peregrinos
de Aztlán se declara:
No obstante,
terminamos compungidos y alicaídos; ellas, las palabras hambrientas, de
puro despecho e impotencia y yo de saber que mi eterno sueño de niño,
de llegar a ser escritor en un mundo sin verdor y sin letras, es sólo
eso…un sueño infantil a lomos de un potro desbocado, devorador de
rumbos deshabitados, a través de las superficies inmensas de un
desierto inculto. (9-10)
El espacio que, como ya lo he
dicho, es central en la obra del autor, consiste en un ambiente
canicular de mediodía en pleno. La luz es tan intensa que enceguece,
las piedras reverberan, las chicharras se fijan en el tiempo, los chanates (zanates) jadean bajo la sombra del garambullo,
la gente permanece encerrada tras las gruesas paredes de adobe
esperando el fin de los vendavales de fuego. Sin embargo, allá afuera
hay voces, hay diálogos incesantes de una nación que peregrina en el
espacio y el tiempo. Pasado, presente y futuro se confunden y así la
historia, la memoria y la imaginación pactan, provocando además la
irrupción de un espectáculo esperpéntico, el cual refleja de un modo
acabado la realidad social de la región del desierto de Sonora. No es
exagerado decir que la hora canicular en el páramo yermo tiene para el
autor sonorense un carácter sagrado: se trata de la hora de las
invocaciones. El autor dialoga con esos fantasmas de la canícula, que
son muertos que viven, mueren y resucitan incesantemente en la
remembranza; pero también, y aquí la importancia del diálogo cultural
en la vida de Méndez, con la tradición literaria española, a la que es
tan afecto.
Peregrinos de Aztlán
Puede decirse que Peregrinos
de Aztlán nace junto con los estudios chicanos, los que comenzaron
a desarrollarse primeramente en las universidades norteamericanas y que
han alcanzado gran difusión en otras partes del mundo durante los
últimos veinte años. La fortuna que este libro ha alcanzado es cosa muy
sabida y es importante destacar que, además de su innegable
popularidad, Peregrinos de Aztlán ha gozado también de
la extraña suerte de ser una obra muy leída, situación doblemente
excepcional si se considera que la estructura refractaria del texto
demanda una disposición sumamente activa de parte del lector.
Peregrinos de Aztlán,
los peregrinos, como la llama Méndez, es un testimonio literario de los
miserables y olvidados; el autor mismo lo declara en el ya mencionado
prefacio: “…,pero las palabras rebeldes me aseguraron que se impondrían
en mi escrito para contar del dolor, el sentimiento y la cólera de los
oprimidos…”(9). Al mismo tiempo, su novela más popular es también un
recorrido por el espacio norfronterizo, lugar donde el
desierto, geográfico y ético, obliga a los personajes a sumirse en la
introspección metafísica (2). Tanto los mojados
como los indígenas yaquis, los miserables urbanos arracimados en las
cañadas de Tijuana o de cualquier otra ciudad de la frontera entre
México y los Estados Unidos, comparten un sentimiento de profunda
soledad en medio de la apatía social y la calculada indiferencia de las
instituciones. La novela denuncia la injusticia y, sobre todo, la hace
patente en sus formas visibles: el gueto, la ruina ejidal, la
sempiterna marginación indígena. Por ello su valor de documento
histórico-social, porque usando la estructura novelada y sus infinitas
posibilidades, esta obra consigue desenmascarar al rostro del poder y
sus trampas. Por un lado, la fantasía norteamericana del éxito material
representado por el consumo; por el otro, la demagogia de los gobiernos
“emanados de la revolución”, los que con base en un sistema piramidal
represivo fueron capaces de controlar el rumbo de México, aplazando
perpetuamente el progreso de las mayorías y devorando impunemente el
patrimonio nacional. En este sentido, la prosa de Méndez no recupera el
tema de la revolución mexicana para apoyarse en la iconografía y el
mito sino que, en concordancia con el sentido general del texto, ejerce
la crítica y el análisis de dicho movimiento político. Roland Walter afirma lo
siguiente: “Peregrinos de Aztlán and The Dream of Santa
María de las Piedras belong to the category of novels which,
according to the critic Juan Loveluck, finds fault with the Revolution
or describes the betrayal of its programs and ideals” (101). Los héroes de la
revuelta social de principios de siglo XX no son arquetipos, más bien
son presentados como seres humanos capaces del honor y la vileza; sobre
todo, la revolución triunfante es expuesta como una posibilidad
frustrada por el lastre de la corrupción.
Técnicamente esta novela
persigue la simultaneidad y para ello despliega una realidad narrativa
a través de un vertiginoso fresco en el que las voces se traslapan y
confunden. Al mismo tiempo y en relación a los espacios, estos
consisten en la fuente rural de la pobreza, el doloroso desplazamiento
a través del desierto, el lugar común de la zona fronteriza y, por
último, los campos agrícolas de los Estados Unidos (California y
Arizona): la zona del desencanto. El título de la obra representa muy
bien el desplazamiento de interés del relato, es decir, la constante
movilidad de los marginados hacia un espacio que evidentemente no les
pertenece y en el que se espera conseguir una vida mejor, todo a través
de un largo peregrinaje que tiene visos de no acabar nunca, puesto que
se muestra siempre repetitivo y circular. Bonnemaison afirma lo
siguiente:
My survey of migration
patterns outlined two types of network. The first network dealt with a
series of temporary migrations over relatively short distances and
short duration, in other words, a process called circulation.
In contrast, the second network entailed a long-term or even permanent
form of migration- a kind of rural outmigration. (6)
Es decir, en el caso de los peregrinos dibujados por Méndez estamos en
presencia de un desplazamiento lastimoso, que sube por las espinosas
llanuras de Aridoamérica en la búsqueda de la supervivencia. Sin
embargo, la esperanza nace muerta y así contemplamos, por ejemplo, al
indio Loreto, quien al igual que sus
antepasados tiene que anteponer el orgullo para tolerar con dignidad la
humillación sistemática; el Chuco, venido a menos por los años, sólo
tiene en la interlocución la posibilidad de recuperar el tiempo
perdido, es decir, narrando y siendo narrado recupera supuestas glorias
ya agostadas. Se trata, pues, de los antiguos nahuatlacas que así
invierten la dirección de su marcha inicial y que vuelven por sus
fueros, intentando recuperar el sitial mítico que los ha de justificar
dentro de un mundo que insiste en negarlos:
Se había agregado
al grupo cuando por azar se encontraron, juntándose para repartirse la
miseria. Del sur iban, a la inversa de sus antepasados, en una
peregrinación sin sacerdotes ni profetas, arrastrando una historia sin
ningún mérito para el que llegara a contarla, por lo vulgar y repetido
de su tragedia.
(Méndez, Peregrinos de Aztlán 58)
En específico y en relación al
espacio, es posible recomponer la constitución espacial del relato,
comenzando con el pasado revolucionario en la región de la tribu yaqui,
lugar en el que Rosario Cuamea combate y muere durante un ardoroso
coito con la Muerte. Posteriormente, el sitio de tránsito, el que
consiste en la llanura abierta del desierto sonorense, espacio que en
su agresividad permite la exaltación terrorífica y el arrobo extático
que genera en el individuo la percepción de lo inconmensurable. La
frontera es representada como el espacio esencial, suerte de bisagra,
territorio urbano por excelencia, instancia pública en el que las vidas
más que entrelazarse colapsan y generan un estado de constante
alteración moral. Se trata de la ciudad en la que los vicios, la
degeneración y la promiscuidad son presentados físicamente a través de
la contaminación del medio ambiente y el crecimiento caótico:
En aquella ciudad
fronteriza tan peculiar, en apariencia tan alegre y en el fondo tan
trágica, de entre todos los que flotaban sin asiento se dolía el indio
Loreto de ver tanto espalda mojada pululando con sus caras de hambre en
espera de cruzar rumbo a gringuía. Como todo campesino que llega a la
ciudad, se portaban tímidos; tanta desolación demostraban y tan
hambrientos aparecían que simulaban un ejército zapatista derrotado,
sentenciado a buscar la alimentación de sus familiares en el exilio.
(Méndez, Peregrinos de Aztlán 46)
Sin embargo, en
el corazón de la obra permanece el desierto como ese territorio que
interactúa con los migrantes, que les sirve de escenario. La hora de la
canícula y las reverberaciones de la arena incandescente hacen que los
peregrinos, los desarrapados, se confundan con la misma nada; el vapor
y la intensa radiación solar los vuelven fantasmas:
Por esos caminos,
eternos calvarios, muchos sobrevivirían a su agonía de sed y de hambre
mirando a los autos pasar veloces por otro estadio del tiempo con la
casual coincidencia en el espacio. Algunos conductores los han
percibido de soslayo, pero han seguido de largo indiferentes, porque
saben que al fin no son otra cosa que sombras, fantasmas, seres
inexistentes.
(Méndez, Peregrinos
de Aztlán 48)
Si la inmensidad del páramo
elimina las individualidades, para el peregrino, es decir, para el
migrante en tránsito, el enorme desierto le mueve a la reflexión
ontológica: “Lorenzo se puso de pie mirando el desierto. Su corazón de
poeta anhelante del misterio que no se alcanza, contemplaba en el
páramo la evidencia que no se revela a la conciencia, pero que se finca
hondo, tan hondo que sólo la presienten las potencias del alma”.
(Méndez, Peregrinos de Aztlán 57). Por tanto, estamos
en presencia de una apropiación de carácter fenomenológico de la
realidad material que circunda al individuo. Denis Cosgrove realiza con
precisión y economía de lenguaje el siguiente apunte:
The unifying principle derives
from the active engagement of a human subject with the material object.
In other words landscape denotes the external world mediated through
subjective human experience in a way that neither region nor area
immediately suggest. Lanscape is not merely the world we see, it is a
construction, a composition of that world. (13)
Yo podría
afirmar que esa fusión es, al mismo tiempo que una revelación de
la experiencia física, una indicación de la condición particular de la
conciencia que así espiritualiza, a través de los afluentes sensibles,
la condición de estar en un determinado contexto espacial.
Hemos llegado al punto toral: el territorio abierto, la batalla de la sobrevivencia y la pérdida de la esperanza hacen que este espacio represente el drama del exilio. Los miembros de la diáspora vuelven sin pena ni gloria desde el fondo de un pasado histórico que, siendo fastuoso y celebrado siempre, esconde una realidad inmediata: la incurable miseria de la nación mexicana. Esta novela es, así, una respuesta a la grandilocuencia de los discursos laudatorios que sobre la historia nacional se formulan a ambos lados de la frontera; pretende exponer con eficacia una realidad incómoda que por serlo ha merecido siempre permanecer en los rincones del olvido.
Es ésta una obra altamente
sofisticada en la que el cuidado composicional, así como un profundo
conocimiento de la realidad de los mexicanos y chicanos, produce un
texto con un carácter testimonial sorprendente. Al mismo tiempo resulta
doloroso reconocer que la crudeza de las realidades ahí relatadas,
contrario a lo que debería ser, ha conocido a lo largo de los últimos
treintaicuatro años más terribles honduras. Por ello, mientras el clima
de persecución e injusticia impere en México y los Estados Unidos, Peregrinos de Aztlán seguirá interpelando a los poderosos
con la misma fuerza, dignidad y entereza ética con que lo ha hecho a lo
largo ya de tres décadas y media. En ese sentido, Miguel Méndez puede y
debe sentirse profundamente satisfecho de su aportación a la historia
social de nuestras comunidades.
El sueño de Santa María de las
Piedras
Si Peregrinos de
Aztlán es una épica de la movilidad sin esperanza, El
sueño de Santa María de las Piedras es la crónica del viaje al
corazón de la memoria. Esta novela, a pesar de incluir el célebre
periplo de Timoteo Noragua, permanece en un área no mayor a la plazuela
pública, ese lugar común en el que el diálogo es a un tiempo el
elemento fundacional, la recreación de los anales y, sobre todo, el
vínculo capaz de justificar históricamente a una comunidad.
Como recién he señalado,
existe en el interior de esta novela un relato subyacente, el cual
consiste en el viaje que Timoteo Noragua y su burro Salomón realizan
por los Estados Unidos en busca de Huachusey, quien a la postre resulta
ser una suerte de deidad terrible. Este periplo puede ser entendido
como una expresión de la esperanza, la ingenua fe del héroe en su
empresa y el posterior desengaño. La alegoría encierra una realidad
aterradora: el doble rostro que los Estados Unidos poseen; por un lado,
la democracia que encarna los más altos valores, así como el país
bendecido por Dios en su riqueza; por otra parte, el imperio que
asesina y reprime de modo inmisericorde con tal de mantener sus
prerrogativas de nación regente. Creo que este relato no tiene más
vínculo con el resto de la novela que el hecho de que Timoteo pertenece
a la estirpe Noruaga, tronco familiar indispensable en la
reconstrucción de la historia total de Santa María de las Piedras. Por
tal motivo me centraré en las relaciones de los hechos del pueblo
expresadas por boca de los viejos Teófilo, Nacho, Abelardo y el Güero
Paparruchas.
Se trata de una cadena de
relatos que recuperan, bajo el simple pretexto de narrar, la historia
de México y, más concretamente, del noroeste: el arribo de los primeros
exploradores, la evangelización, la explotación minera, la irrupción
del cacique, la revolución, la lucha cristera, la migración de
jornaleros hacia los Estados Unidos. Así pues, es la palabra lo que
construye la geografía, la que hace que el mundo material tenga sentido
y se recubra con el fulgor de la significación. El mismo Méndez-autor
ha querido utilizar estas páginas para mostrar cómo el proceso creativo
le ha servido para construir un espacio propio, el de la niñez
recuperada (3).
Sucede con Santa
María de las Piedras lo que ocurre con otros estadios narrativos
que funcionan como el escenario en el que se ha de representar un trozo
de la tragicomedia humana; tal es el caso de la Comala de Rulfo, el
Macondo de García Márquez o, más recientemente y dentro de la
literatura del norte de México, el Santa María del Circo, del escritor
regiomontano David Toscana. Esta clase de espacios parecen estar
vacíos, habitados solamente por voces o personajes no del todo
definidos; es como si se tratara de un conjunto de fantasmas
verdaderos, encarnados sólo para representar un papel, un discurso. Ya
en las primeras líneas de esta novela se plantea la inmaterialidad del
espacio en el que se han de desarrollar las acciones: “Pero pues este
pueblo de Santa María de las Piedras no está fincado en ninguna
cartulina, sino aquí, en este pedregal circundando de duneríos que
derrotan a las miradas de los extraños” (Méndez, El sueño
de Santa María de las Piedras 9). Así, no son las referencias a las
geografía concreta lo que legitima al pueblo, ni la historia oficial lo
que lo vuelve material e histórico; más bien, el narrador de esta
novela considera que la realidad sólo existe, y ésta es la idea
fundamental, porque alguien la pronuncia.
De la historia
verdadera, queda sólo una idea falsa con mil caras. Para Santa María de
las Piedras no hubo historiador oficial. Los jirones de historia que
subsisten de ese pueblo de piedras, sol, arena y cactos, andan de
lengua en lengua salpicándose de babas. Son infundios de borrachos que
ruedan tal las monedas falsas, argüendes de viejos seniles y vaya usted
a saber muy señora o señor mío.
(Méndez, El sueño de Santa María de las Piedras 242)
Méndez construye con esta
novela una estructura de caja china en la que los personajes narradores
-los viejos- recuperan el pasado y lo materializan ante los ojos del
lector; mientras que el narrador, a su vez, conforma a los viejos
cronistas de banqueta. Por otra parte, la intrusión de Abelardo, el
viejo aunque novel escritor, así como la presencia de algunos datos
biográficos que corresponden con la vida del autor, hacen que el
círculo se cierre, apuntando al hecho de que la novela misma tiene
existencia porque el escritor, es decir, Miguel Méndez, ha organizado
la totalidad del discurso. De esta manera, la memoria de los viejos no
es distinta a la memoria del autor de la novela, la que fabrica a estos
histriones que tienen plena conciencia de su papel dentro de la
comunidad, pues al narrar por placer hacen que la historia viva y hacen
también de la expresión oral una suerte de nemotopía o
geografía del recuerdo en la que el relato, por el poder amplificador
que otorga la ficción, alcanza realidades más profundas que aquellas
que le son accesibles al simple registro historiográfico.
En cuanto el espacio, el deseo
del narrador de escapar de las coordenadas de la realidad hace que no
se defina un punto específico, localizable en el mapa, en donde fijar
la existencia de este pueblo. Se trata, claro está, de una alegoría con
explícitas referencias al desierto de Sonora y a poblaciones tales como
Santa Ana, Caborca, El Claro, Magdalena o Trincheras. Existe, sin
embargo, y a pesar de esta aparente inmaterialidad del territorio, un
perfecto acoplamiento entre los habitantes de este páramo y su entorno;
Roland Walter afirma: “The Inhospitable enviroment influences the life
of all living creatures in and around Santa María de las Piedras. It creates a fevered, static
atmosphere in which time seems to stand still…”. (96) Como en
otras de sus obras, el territorio desértico cumple un papel fundamental
al servir de escenario a las acciones y al corresponder con cierto
vaciamiento o sequedad ontológica de los personajes. El ya mencionado Walter
menciona:
At the same time nature is a
component of the magic reality. Anthropomorphism and man´s
consubstantiality with nature characterize Méndez´magico-realist
delineation of nature. As in Peregrinos de Aztlán and Los Criaderos Humanos y Sahuaros, the
desert is so thoroughly personified that it assumes the importance of a
separate character. (97)
Si en Peregrinos
de Aztlán la crítica se dirige al abuso del poder con una clara
intención de denuncia, en Santa María de las Piedras más
que negar se afirma, y se confirma, que la oralidad desempeña un papel
imprescindible dentro de las comunidades humanas, ya que preserva,
organiza y selecciona eventos del pasado, los que sirven como raíz al
ondulante árbol del presente, al que por cierto, todos estamos
encadenados. A Méndez parece importarle particularmente este punto, el
que concierne a la preservación de las historias que la memoria evoca.
Así, los personajes fijan en el texto una cierta tradición que
permanece flotando y que por arte de la letra se materializa ante los
ojos del lector. Así también, el autor participa de la cadena de
historias que sólo existen en los recuerdos de la persona y que al ser
comunicadas se transportan a un futuro que vendrá, es decir, se fijan
en el tiempo.
El circo que se perdió en el
desierto de Sonora
En esta su última novela, Méndez transita de la geografía del noroeste
(México)-suroeste (Estados Unidos) al mundo de la imaginación. Tomando
como pretexto la inducción onírica producida por la canícula, el autor
hacer salir de los arenales a un multicolor grupo de cirqueros
miserables. Méndez coloca sobre el escenario del más absoluto vacío un
ágil diálogo entre fantasmas; lo curioso es que estos personajes
aparentemente salidos de la nada y destinados a hundirse nuevamente en
el silencio de la inexistencia, articulan un diálogo con la tradición
literaria, una suerte de reivindicación de las formas regionales frente
al autoritarismo patriarcal del canon. El circo que se
perdió en el desierto de Sonora es una novela de delirios en la que
el espacio desolado reclama atención sobre sí: “Señores, aquí entre
Caborca y Punta Peñasco, en medio de estos eriales donde no hay fondas
que cubran este enorme incendio que nos abrasa, descansaremos”. (7) De igual modo y como es clásico en las novelas
de Méndez, el lenguaje da muestra de un cuidado trabajo de elaboración
que busca reflejar con nitidez la condición estamental de la sociedad.
Los personajes, cómicos de la legua, deambulan por un páramo que
amenaza con devorarlos, pero que al mismo tiempo sirve de escenario a
la enunciación de sus discursos rayados de ironía y caracterizados por
un fuerte talante expresionista. Es posible afirmar que en dicha novela
Méndez articula una crítica burlesca de las instituciones culturales
canónicas representadas por los autores consagrados, quienes
movilizados fuera de su contexto sacramental se muestran torpes y
desorientados, incapaces de lidiar con las despiadadas condiciones
climáticas y lingüísticas del vasto páramo de Altar.
La expresión de estos
personajes se encuentra marcada por su relación con el espacio; de
hecho, su existencia depende de una región sin límites aparentes, pues
dicha condición errante permite que las voces y las situaciones se
entretejan. Son ellos los que con sus acciones convierten las
tolvaneras y dunas en un territorio humano, desarrollando a través del
uso de la palabra una suerte de levantamiento cartográfico en los
territorios de la alucinación y la fantasía. Así, el lector es capaz de
trazar sobre su propia mente los límites de aquella tierra de nadie en
la que las acciones de los cirqueros se ubican. Al mismo tiempo, el
espacio es el lugar en donde se establece una suerte de relación
dialéctica, la que se da como resultado del encuentro entre los
desarrapados saltimbanquis y las visiones, las que se materializan
desde su condición de privilegiados por la tradición culta. Entre los
escritores canónicos que aparecen se encuentran: Jorge Luis Borges,
Miguel de Cervantes, Federico García Lorca, Fyodor Dostoievski, Octavio
Paz, Elena Poniatowska y Juan Rulfo, entre algunos otros. “A algunos
autores y caracteres ficticios los identifico, mas no a los
misteriosos, pues que provienen de libros que no he leído y me llegan
de intrusos. Estoy harto de toparme con el Dante, pero me contenta.”
(Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 14)
Está hablando el Poeta loco, personaje andrajoso,
alucinado y fundamental en la narración. Es una suerte de altera
persona del propio autor.
Así, el espacio desértico es
escenario y es mecanismo de retribución; por su representación se
aspira, tal es mi parecer, a recuperar el aire de legitimidad que
Méndez siente arrebatado por manos canónicamente alevosas, amafiadas y
despóticas. No es exagerado lo anterior si tenemos en cuenta que la
situación medular del relato es el encuentro de los cómicos locales e
itinerantes con los fuereños despistados, agobiados siempre por el
sopor cruel de la canícula. La pugna acaba con la victoria de los
habitantes del páramo, que si bien son andrajosos, malhablados,
gritones y metiches, también es cierto que poseen una imaginación
desbordante, y sobre todo, una capacidad de adaptación literalmente a
prueba de fuego. Al respecto, de nuevo el poeta loco
alecciona: “Aquí, en este desierto retocado al son de mis locos
caprichos, en medio yo, vertical, giro en redondo cacheteando mi visión
contra los horizontes. Río con ganas. Soy el ombligo de la tierra. Soy
quien soy y donde me la pinten brinco. ¡Chingue a su madre el amor
mientras la pasión me dure!” (Méndez, El circo que se
perdió en el desierto de Sonora 17)
Esta obra encarna una visión
social de la literatura; por un lado, Méndez usa su novela para
elaborar un discurso legitimador, es un vehículo de ideas; por otra
parte, ese derecho de autodefinición cultural se formaliza en la imagen
del desierto, la que en su vastedad es descrita por el autor como una
presencia que todo lo llena:
Ahora mismo,
amiguito, estamos embotellados en temas propios del entorno sonorense,
porque además de estar imbuidos de la contemplación de su naturaleza
por crianza y herencia, necesitamos de cargar ese sentimiento
nostálgico y bebernos con los ojos la visión de sus topografías y de
las cosas inanimadas o vivas que la pueblan.
(Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 111)
Aún más, la voz
que narra en El circo… llega a ser bastante explícita
en cuanto a la función argumentativa de su discurso:
Un escritor del
desierto tan puede perderse en vastos eriales solitarios, sólidos,
trastocados los rumbos y la memoria, por ser éstos cosa ajena a alguna
experiencia correlacionada con lo imaginario, como que también pudiera
saberse impotente para hilar sobre temas fantasiosos por carecer de una
mínima realidad susceptible de expansión. La vida entonces consiste de
lo vivible externa e interiormente. La literatura que verdaderamente
refleja el vivir tiene por fuerza que ser tanto real como ficticia, en
dosis variables.
(Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 130)
En conclusión, esta novela
tiene como mecanismo central el de la parodia; se trata de una
representación dramática de estamentos en constante roce: lo regional y
lo universal, lo norfronterizo y lo capitalino, lo
culto y lo popular. El autor finca su obra en un escenario concreto y
no es ello un asunto circunstancial, sino que entraña así la
apropiación cultural del territorio. De nuevo en la novela: “Este
Desierto de Sonora de nosotros o nosotros de él puede ser la
personificación de lo arrolladoramente determinista que conceda a la
narrativa de la frontera que nos ocupa, tanta o más fuerza como la que
el mismo mundo selvático amazónico ha dado a las letras de aquellos
panoramas imponentes.” (El
circo que se perdió en el desierto de Sonora146-7)
Conclusiones
He tratado de delinear el
sentido general de un corpus literario de amplio
aliento y múltiples matices; he querido también relacionar la vida y la
obra de un autor que insiste en unir ambas en el entendido de que la
literatura tiene, además de sus obvias funciones estéticas, la
posibilidad de incidir en el devenir social a través de la denuncia.
Miguel Méndez ha tenido la capacidad de ser consciente de su realidad
histórica y cultural, pudiendo expresarlo a través de las letras y, al
mismo tiempo, dando voz a aquellos que por algún motivo no tienen
acceso a la atención pública; es decir, se trata de uno de esos casos
en que se ha cobrado la conciencia de que los textos implican siempre
un ascendente moral. Sin embargo, su sensibilidad de escritor verdadero
le ha impedido caer en las tentaciones del alarido panfletario; ha
logrado, sí, mostrar con expresionismo verdadero la desesperación y el
desgarramiento de los miserables, pero lo ha conseguido sin los
amaneramientos ideológicos de quien no conoce de primera mano la
intensidad de los padecimientos de los fantasmas del hambre.
Miguel Méndez vivió primero y
escribió después, seguro ya de que aquellas experiencias vividas desde
la infancia habían alcanzado el necesario sosiego y la madura reflexión
que se requiere para trazar la primera palabra. Desde esa encrucijada
existencial, el sonorense ha volteado hacia atrás en busca de la
memoria, pero también hacia adelante, en busca de la justicia. Todo su
arte se finca en la necesaria simbolización de un espacio que siente
propio y del que se siente parte. En la obra de Méndez existe una obvia
condición tripartita constituida por historia, memoria e imaginación.
La mayoría de las veces estas tres facetas de su labor escritural se
encuentran entrelazadas, ocasionando con ello un paradojal efecto de
realidad transfigurada y de imaginación fidedigna. La historia en su
generalidad concierne a los movimientos sociales en el noroeste de
México, con un énfasis particular en la revolución mexicana y, más
específicamente, en las revueltas de la tribu Yaqui. En este sentido,
Méndez intenta contar su versión de los hechos, enfatizando la
injusticia constantemente presente en el devenir de los sucesos
acontecidos. Dentro de esta línea escritural destaca una idea capital:
la corrupción de los caudillos revolucionarios. La narrativa de Méndez
nos otorga un buen número de ejemplos en los que las personas y las
instituciones de la revolución triunfante acusan los síntomas de una
profunda corrupción; es decir, los justicieros de ayer son los sátrapas
de hoy.
Si la reescritura histórica
busca la reivindicación, la memoria es más bien el puente a zona
sagrada. La evocación es un escenario semejante a la página, en el cual
la persona monta la recreación de lo vivido, combinando de manera
libérrima trozos de diálogos con deseos retrospectivos, pulsiones y
añoranzas insondables. Este venero no es menos rico y ha servido para
que Méndez reconstituya el páramo natal y, sobre todo, para que en él
represente la tragicomedia regional. Que no se olvide que Miguel Méndez
es un escritor transfronterizo y que por ello reclama como territorio
existencial a la región, sin las limitaciones arbitrarias de las
fronteras o linderos políticos.
La memoria agrupa y recopila,
selecciona, inventa, urde lienzos en los que se despliegan las figuras
de la intuición que así se materializan. Los personajes de obras como El Sueño de Santa María de las Piedras comprenden, sin
entenderlo del todo, el importante aporte social que consiste en
narrar, en decir para otros, siendo cada uno, sobre todo los viejos,
compendios de los anales. En ninguna otra obra de este autor resulta
tan clara la función social de la palabra como en ésta; tampoco en
ninguna otra novela se aprecia con tanta nitidez la función
constitutiva del relato, es decir, esa posibilidad intrínseca que tiene
el cronista para construir espacios. La escritura que tiene como suelo
común la memoria posee un sentido primordial: el de organizar los
hechos a través de la instrumentalización secuencial del relato, tal
como han sido seleccionados por la persona; así, la recopilación de lo
que sucedió es una versión íntima y es, por tanto, producto de un
interés absolutamente subjetivo. El cronista pretende acceder a la
significación con base en la “menudencia” cotidiana, en las costumbres
observadas desde adentro, como si a través de su palabra pudiera
también re-vivir y compartir con los demás cierta esencialidad
innombrable, aunque reconocible, de la vida comunal. Por tal motivo, lo
que yo llamo la vertiente memorística de la obra de Méndez se
constituye en un discurso un tanto más íntimo y en el que, además,
existen códigos secretos, guiños, señales predispuestas para que el
lector que comparte con el autor la misma experiencia social y
geográfica pueda reconocerse. Se trata de un texto-espejo en el que la
geografía pretende ser una mera reflexión de la realidad material e
histórica.
En cuanto a la tercera línea
propuesta en el presente trabajo, la imaginación encarna en la
literatura de Méndez un papel preponderante, puesto que sirve de base
para conseguir uno de sus efectos estilísticos más socorridos: el
esperpento. A través de recursos imaginativos, lo desaforado se
presenta con verdadera fuerza expresionista y esto es instrumentalizado
por el autor para mostrar con suma intensidad una realidad desgarrada.
El recurso implica una provocación, pero el autor entiende también que
esa provocación es necesaria para producir una reacción de desengaño,
una súbita recuperación de la conciencia alienada. Él conoce también la
tradición a la que pertenece, ha leído con cierta sistematicidad a los
novelistas ibéricos e hispanoamericanos más importantes del siglo XX y
con ellos ha aprendido a afiliarse, pienso por ejemplo en Rulfo o en
Arguedas, a un cuidado supremo en el uso del habla cotidiana y al
desarrollo de un imaginario provocador.
En su novela El
circo que se perdió en el desierto de Sonora, Méndez busca la
superación de la función reflexivo-costumbrista e intenta, más allá de
la estructura episódica y de tiempo dislocado de Peregrinos
de Aztlán, el despliegue de una realidad escindida en la que es
posible realizar el viaje de ida y vuelta, es decir, en la que es
factible trascender la frontera entre el unitario estadio de la lógica
causal y el del irracionalismo.
Ahora bien, ¿cuál es la
función de esta construcción narrativa de naturaleza fantástica?
Veamos: las fantasmagorías literarias encarnan
al discurso canónico y, puestas en acción en un escenario ajeno a todo
interés -en contraposición además con esos heterodoxos seres de la
región- se consigue generar un efecto de
contraste y de crítica intelectual que se fundamenta en la inversión de
las jerarquías consideradas naturales. Méndez nuevamente critica y
señala lo que él considera desviaciones o injusticias, pero ahora no en
lo social, sino en el plano de las instituciones culturales, las que
repiten la estructura piramidal de sus pares políticas. En resumen, en
esta obra podemos ver cómo es que la imaginación sirve al autor para
patentizar, para incorporar con mayor facilidad a los sentidos del
lector un discurso ético, que no por tener una manifiesta
intencionalidad moral abandona las tesituras de lo festivo y
humorístico.
Para concluir, es posible
afirmar con base en lo revisado hasta aquí, que la raíz del discurso de
la novelística de Miguel Méndez se encuentra en el espacio, el cual se
ve transfigurado y elevado a la categoría de territorio, estadio donde
se dirimen las marcas de identidad cultural. Para este escritor, la
novela adquiere una función de narrativa dialogante dentro de un
contexto regional; su prosa interactúa con otras formas del discurso
tales como el político, sociológico, antropológico y, también, con la
tradición literaria hispanoamericana, de la cual forma parte con entera
justicia. Debo concluir afirmando, y no como una exageración propia de
los panegíricos, que el desierto de Sonora, su historia y sus
posibilidades de representación imaginativa no son los mismos después
de haber formado parte de la obra literaria de Miguel Méndez; ahora,
además de ser geografía bruta, es también territorio: fuente de signos
culturales.
Notas
(1).
Sirva de ejemplo la descripción de las costumbres de los habitantes de
Loquistlán, en El circo que se perdió en el desierto de
Sonora.
(2).
Por norfronterizo me refiero a la región
aridoamericana, más o menos homogénea, que se encuentra escindida por
el lindero político. Es decir, lo norfronterizo
implica desde mi punto de vista un territorio con marcadores culturales
comunes, a pesar de la pertenencia a dos naciones tan diferidas como lo
son México y los Estados Unidos.
(3). Obsérvese
la función metatextual de Abelardo, quien se asume como el autor de los
episodios de Timoteo Noragua y quien asevera: “Pero ¿cómo es que pasan
todas esas cosas raras en un pueblo y uno no se da cuenta? Porque hay
muchas historias: las que pulen los historiadores en un tanto obra
literaria con una sola ventana y la que anda de boca en boca por
contraesquinas y plazas es leyenda que se labra”. (El sueño
de Santa María de las Piedras 106)
Obras citadas
Bonnemaison, Joël. Culture
and Space. London: I.B. Tauris, 2005.
Cossgrove, Dennis. Social
Formation and Symbolic Landscape. Sideny: Croom Helm. 1974
Méndez, Miguel. El
circo que se perdió en el desierto de Sonora. Mexico, D.F.:
Fondo de Cultura Económica, 2002.
—.Peregrinos de
Aztlán. Mexico, D. F.: ERA, 1989.
—. El sueño de
Santa María de las Piedras. Guadalajara: Universidad de
Guadalajara, 1986.
Padilla, Ramón Gutierrez y
Genaro. Recovering the
Rodrigues, Alfonso. «El sueño
de Santa María de las Piedras: Del realismo crítico al realismo
mágico.» Rey, María Jesús Buxo. Culturas hispanas de los
Estados Unidos de América. Madrid: ICI,
Ediciones de cultura hispánica, 1990. 513-517.
Walter, Roland. Magical Realism
in Contemporaray Chicano Fiction. Frankfurt: Iberoamericana,
1993.