Nueva narrativa argentina:

el realismo “agrietado” en Los mares de la luna, de Luis Sagasti

 

 

Vera Helena Jacovkis

Universidad de Buenos Aires

 

 

Como señala Drucaroff (1996), Lukács basa su Teoría de la novela en la idea de que aquello que distingue a la novela de la épica es la aspiración a una totalidad: si en la épica el mundo era homogéneo y los personajes se correspondían con él, la novela aspirará a recuperar esta totalidad que se ha perdido:

 

La novela consigue representar esas vidas empíricas con la tensión entre su riqueza, autonomía y heterogeneidad, por un lado, y una fuerza estética totalizadora, por el otro, fuerza que es más bien un deseo, una necesidad, una aspiración, que nace no de un sentido previo sino de una nostalgia, un recuerdo de que hubo un sentido y vale la pena intentar encontrarlo nuevamente. (Drucaroff, 1996: 92).

 

En este sentido, una de las características del realismo decimonónico es precisamente que, en su pretensión de “mímesis” de la realidad, aspira a una totalidad, ambición que podemos encontrar, por ejemplo, en el proyecto de la Comedia Humana de Balzac. En efecto, Balzac pretendía construir una obra que, enfocando diversos aspectos de la sociedad, diera “una representación global de la sociedad francesa del siglo XIX” (Auerbach, 1950: 449): se trataba de un proyecto “universal” y “enciclopédico” (451). De esta forma, el realismo decimonónico muestra una fuerte confianza en el lenguaje como capaz de representar la realidad, confianza que se perderá en el siglo XX.

Una de las líneas que traza Drucaroff (2007), en relación con la llamada “nueva narrativa argentina”, es lo que ella denomina el “realismo fantasmal”:

 

Con importantes excepciones, la estética predominante [de la nueva narrativa argentina] discute el realismo. [...] Pero casi siempre se trata de un no realismo con grietas realistas, o de un realismo agrietado. En diferentes grados, en la escritura siempre hay algo que contradice las certezas del realismo: a veces remite a lo fantástico (...), otras al expresionismo, el esperpento, la desmesura... (Drucaroff, 2007: 130).

 

En este sentido, encontramos en Los mares de la luna, de Luis Sagasti, lo que podríamos llamar una “declaración de principios” formulada por el narrador: “Observa que las columnas que él [Julián] creía altorrelieves están pintadas simulando el estilo corintio: un realismo absurdo, como todo realismo absoluto, ya bastante tenemos con el mundo como para querer duplicarlo.” (Sagasti, 2006: 56). La distancia que el narrador toma del realismo “mimético” se verá a lo largo de la novela de diversas formas, tanto en relación con la estructura del texto, de diálogos cortados y un narrador particularmente irónico, como con la introducción de diversos aspectos fantásticos en el texto que nos permiten ligar esta novela a la serie del “realismo fantasmal” de la nueva narrativa argentina. En este punto, cabe tener en cuenta la distinción que realiza Jakobson (1969) entre dos formas diferentes de realismo: por un lado, el realismo que, como corriente estética, se distingue por una serie de características particulares; por el otro lado, una “actitud realista” que se puede encontrar en diversos textos que no forman parte de este movimiento del siglo XIX. Así, Jakobson señala que muchas corrientes estéticas postulan su perspectiva artística como aquella que, superando a las anteriores, es capaz de mostrar la “verdadera” realidad (el impresionismo, el futurismo, el expresionismo). De esta forma, si bien la nueva narrativa argentina muestra en un punto una “actitud realista” en la medida en que utiliza convenciones realistas y contiene (y es el caso de Los mares de la luna) referencias directas o indirectas al contexto de producción del texto, al mismo tiempo se distancia de un realismo “clásico” para presentar, por el contrario, un mundo agrietado donde se pone en juego permanentemente la imposibilidad de totalización.

En este sentido, la relación del texto con el realismo así como con lo “fantástico” se liga directamente con dos cuestiones fundamentales en la novela, que analizaremos a lo largo de este trabajo: en primer lugar, si un realismo mimético busca o pretende una forma de “totalidad”, la novela señalará la imposibilidad de llegar a ella. Por el otro lado, si el realismo decimonónico trabaja con la separación dicotómica entre realidad y apariencia, el texto problematizará esta separación a partir de la desestabilización y puesta en crisis de diferentes pares de opuestos (1).

Así, veremos cómo la novela trabaja con un realismo que se establece precisamente a partir de la contradicción: es decir, es a través de ella como se plasma “la realidad” en tanto contradictoria e inacabada. En las grietas que surgen en las unidades de tiempo y espacio y en la mediación del lenguaje se filtra el efecto de lo fantástico bajo la forma de lo siniestro.

 

Tiempo y espacio

Los mares de la luna se inicia con una escena en un parque en la cual Julián observa a una pareja de amantes:

 

...con la mirada fija en esa pareja (...) que, desde que él llegó (...), se ha abrazado de tal forma que ha dejado de ser pareja: cada uno ha entregado su cuerpo al otro y se ha alumbrado así uno solo que no es varón ni mujer y que se mueve sin desplazarse, leve, casi aéreo. El cuerpo desconoce las leyes del tiempo pero no así su sombra... (Sagasti: 11).

 

De esta forma, la novela inaugura una aspiración o deseo de totalidad: el sexo se revela como un momento en que el hacerse uno es (o parece ser) posible. El traspaso de la frontera de los cuerpos, la fusión y la anulación del tiempo y del espacio se presentan así como un ideal encarnado en esa pareja que Julián observa, precisamente, desde afuera, y que retorna recurrentemente como fantasía a lo largo de la novela.

Luego de esta escena inicial Julián y Emilia realizan el viaje a la fiesta: es un desplazamiento que inscribe a la fiesta en un universo particular y, aparentemente, cerrado. En efecto, si bien se trata de un lugar rodeado por un halo de irrealidad (pues no figura en el mapa y no se hace mención a ningún punto geográfico que sirva como referencia), al mismo tiempo parecería contar con una unidad espacial y temporal que permitiría una descripción totalizadora. Sin embargo, esta expectativa se verá defraudada, ya que la fiesta establece desde el comienzo una contradicción al plantear un juego permanente entre la finitud y la infinitud, tanto desde el punto de vista espacial como desde la perspectiva temporal.

Con relación al espacio, ya desde el comienzo se señala esta yuxtaposición entre finitud e infinitud: la fiesta está rodeada por “rejas infinitas”. De la misma forma, el otro límite de la fiesta, el bosque, es al mismo tiempo señalado como un espacio ilimitado. Así, el vaivén es constante: si la fiesta se percibe como un espacio limitado, sus límites son al mismo tiempo infinitos. A su vez, si la fiesta se desarrolla en un lugar al aire libre, es un espacio de donde, a lo largo de la novela, se irá percibiendo la imposibilidad de salir. En este sentido, si al comienzo los guardias son aquellos que protegen la fiesta del espacio exterior, es decir, los guardianes de la seguridad, serán precisamente ellos quienes se erijan como símbolos del peligro, como los perseguidores. De esta forma, al principio Julián “... ve que las luces se esfuerzan por distinguir y separar cualquier forma que intente llegar desde afuera.” (25, la cursiva es nuestra), pero luego será Julián mismo, un invitado, un personaje del interior, el que será perseguido por las linternas.

En este sentido, la fiesta es también un espacio que incluye y excluye: los personajes ignoran por qué ellos han sido invitados y otros no, pero este haber sido invitados se muestra como signo distintivo. Genera vanidad por momentos, culpa o extrañeza en otras ocasiones. La fiesta, como espacio cerrado, provoca así una sensación de exclusividad y, a su vez, la circulación de las personas genera el efecto de un circuito predeterminado: como señala Sebastián Hernaiz, “los invitados van de sus habitaciones a las instalaciones del lugar -pileta, bar salón principal, cuarto de juegos- y de las instalaciones a sus habitaciones” (Hernaiz, 2006).

Ahora bien, al mismo tiempo, este circuito presenta grietas: aquellos que están adentro desaparecen misteriosamente (los Garmendia, Azul, Emilia) y a su vez aparecen, igual de misteriosamente, otros personajes en su reemplazo (Enrique y Elisa reemplazan a los Garmendia, Lucrecia reemplaza a Azul). De la misma manera, la dimensión de la fantasía también genera la circulación de personas, ya sea bajo la forma del pensamiento o imaginación de Julián (que evoca permanentemente a personajes que no están presentes: Juan Pablo y Patricia, Miranda, el Diego), ya sea porque hay personajes que son recurrentemente evocados en diálogos (Miraglia).

Así, se produce una circulación constante entre quienes no están y aparecen, en la imaginación o de forma fantástica (Juan Pablo y Patricia, Miranda, Miraglia, el Diego), y aquellos que están y desaparecen misteriosamente (los Garmendia, Azul, Emilia). En este sentido, el espacio cerrado, exclusivo (en tanto excluyente y, por eso mismo, elitista) presenta grietas por las cuales se filtran pasajes.

Asimismo, desde el punto de vista temporal la fiesta presenta ciertas particularidades. Se trata de una fiesta que parece ser infinita, al punto de que los personajes pierden la noción del tiempo: Julián ya no sabe cuándo es el último día. Pero, al mismo tiempo, la fiesta parece ser circular: se abre y se cierra con una fiesta de gala (2) ; los días son todos casi iguales, con ligeras variaciones: la pierna de cordero, siempre igual, aunque una noche “levemente dulzona”, otra noche “más rica que nunca”. Como “Michelle” interpretada por la banda, una misma melodía con ligeras variaciones se sucede a lo largo de la novela. Pero el tiempo, al igual que el espacio, se fractura en esas “ligeras” variaciones. Para Julián, quedarse despierto hasta el amanecer implica quebrar el día como unidad de tiempo; y si el tiempo se quiebra, el espacio se disloca:

 

Emilia habita en esa franja cada vez más ancha en el horizonte, que cambia al violeta por el azul y al azul por un celeste intenso en la parte más baja. Qué lenguaje podría llegar a comunicarlos cuando se encuentren, si es que logran encontrarse alguna vez. (Sagasti: 155).

 

De esta forma, el texto establece una relación indisoluble entre tiempo, espacio y lenguaje: “Vivir en días distintos no solamente cancela el lenguaje sino, acaso, hace invisible el uno al otro.” (156). Es en esas fracturas donde el tiempo se disloca y emerge no sólo el pasado, el tiempo de los recuerdos, sino también el tiempo de la fantasía, que permite la aparición del Diego.


Apariencia y realidad

Los mares de la luna establece un amplio campo semántico en relación con la apariencia y la realidad que se liga fundamentalmente con la visibilidad e invisibilidad de las formas así como con metáforas de oscuridad y claridad.

Se postula, en este sentido, una tesis general: la invisibilidad de lo evidente. Como el procedimiento de “La carta robada” de Poe, es lo evidente aquello que no se ve: los actos reflejos se perciben únicamente cuando se omiten, los sonidos se escuchan sólo cuando dejan de sonar: “El hábito torna invisibles ciertas formas que sólo vuelven a aparecer cuando ya se han ido.” (22). Así, también, todo el personal en la fiesta es invisible: los mozos pasan “como fantasmas entre toda la gente” (186), los músicos no se escuchan hasta que dejan de tocar. Dice Stevenson “...el truco consiste simplemente en hacer que el público mire para otro lado y se convenza de que, precisamente, en el otro lado suceden las cosas, aunque la acción se desarrolle a la vista de todos, nadie la ve, nadie hace el menor esfuerzo por verla.” (94). Esta última frase agrega un punto: no se trata de que lo evidente no se vea sino que muchas veces no se quiere ver. Esto es justamente lo que ocurre con las desapariciones, de las cuales nadie parece darse cuenta salvo Julián.

A su vez, la tesis de que lo evidente es invisible, o no se quiere ver, se complementa con una primacía de la apariencia en la fiesta. Así, se impone la frivolidad y la importancia de la vestimenta, y así también las sonrisas impostadas se diseminan: “sonrisa forzada” (71), “sonrisa de utilería” (124), “sonrisa Oscar” (178). Ahora bien, el problema que se presenta en este punto es en qué medida es posible diferenciar la apariencia de la realidad:

 

El hombre que ríe, las máscaras del teatro noh, la demora en demostrar facialmente cualquier emoción, el miedo a que el fuego de un asado termine por derretir lo que la obra social no cubre. En una cara así, todo pelo termina siendo peluca... (110, la cursiva es nuestra).

 

Si todo pelo termina siendo peluca, la apariencia sustituye la realidad. Así, se construye un universo de apariencia que culmina con el baile de máscaras, en el cual Julián “sopla en la cara del Papa, se abraza con el Presidente, y saluda en ruso a Stalin...” (245): la máscara se ha pegado al cuerpo, ya no es posible distinguir la apariencia de la realidad.

Asimismo, en el universo de apariencia que construye la fiesta los personajes se vuelven intercambiables: Emilia y Azul no pueden distinguir quién es Ramiro y quién Mauricio, así como éstos tampoco saben quién de ellas es quién; los personajes que desaparecen son sustituidos por otros “como si se tratara de una obra de teatro” (75). Así, si el nombre funciona como un núcleo de identidad (3), en el universo de las identidades reemplazables éste pierde su carácter aglutinador.

Ahora bien, en contraposición con esta hipótesis hay algo del orden del exceso que emerge permanentemente en esta impostación, en esta apariencia. En este sentido, la fiesta se construye, como señala Hernaiz, sobre contradicciones: la sonrisa es “demasiado cordial para ser franca” (64), la amabilidad de los guardias es excesiva, la hospitalidad del anfitrión, violenta. De esta forma, los límites de la apariencia están siempre a punto de ser sobrepasados: “No todo es lo que parece. Ya a los mares de la luna se los creía llenos de agua, dice Stevenson divertido (...). No se puede ocultar todo, siempre hay algo que delata, es inevitable (...).” (182). De esta forma, si bien se establece un posible reemplazo de la apariencia por sobre la realidad, al mismo tiempo la apariencia nunca es total porque siempre hay un núcleo que retorna, que emerge desde el límite de la máscara.

Este mismo procedimiento podemos encontrarlo en los diálogos: la novela establece un continuum de diálogos superficiales que se encadenan unos con otros, donde se encuentran temas recurrentes y respuestas previsibles. Pero al mismo tiempo, la estructura cortada de los diálogos puede leerse de diversas maneras: por un lado, se marca la limitación del lenguaje para representar la realidad de forma mimética, y se muestra también la contingencia de estos diálogos, que parecen ser todos superficiales e intrascendentes; pero al mismo tiempo, en estos diálogos cortados se filtra lo siniestro: las caras en el mar, la historia de Miraglia. De esta forma, los cortes en los diálogos señalan un vacío de información, el ocultamiento de algo que no se está diciendo, o bien porque no se puede decir o bien porque no se quiere decir, pero cuya presencia es constante y se filtra permanentemente. Así, lo siniestro se presenta precisamente como lo no dicho, aquello imposible de verbalizar, y muestra de esta forma el límite del lenguaje: “Mientras más cerca se encuentre de la casa, menos probabilidades tienen Bogart y los suyos de hacer algo, algo que Julián no alcanza a imaginar bien del todo, a la vista de quienes aún no se han acostado o recién se levantan.” (204, la cursiva es nuestra).

Por otro lado, tal como señalamos con respecto a la apariencia, también en relación con la dicotomía oscuridad – claridad se plantea una contradicción: en efecto, si, por un lado, “demasiada luz no deja ver nada, las cosas no se comprenden” (176), al mismo tiempo “sólo cuando hay luz se puede razonar, la luz permite distinguir y por lo tanto separar una cosa de otra; así obran las palabras...” (204). La luz se relaciona con el lenguaje y la comprensión en tanto capacidad de discernir y separar, y en este sentido la oscuridad incapacitaría para distinguir (justamente como ocurre en el bosque, donde con la oscuridad todo se confunde); pero a su vez el exceso de luz también lleva a la confusión. De hecho, las categorías mismas de la comprensión y la incomprensión se encuentran relativizadas: “[Emilia y Azul] Cada vez tienen las cosas más confusas, o más claras, según se mire, en todo caso distintas de lo que siempre fueron.” (108). En este sentido, la percepción de las cosas se vuelve subjetiva, relativa: “El mundo no es el mundo de uno, ya hemos dicho antes, no todos ven lo que uno ve.” (245).


La totalidad imposible

Si la clausura de un universo particular parecería permitir una descripción “realista”, el realismo muestra sus fisuras de la misma manera que el espacio que parecía cerrado se abre, y así los personajes y lo fantástico circulan por esas grietas. El narrador ya lo ha enunciado: un realismo mimético deviene absurdo.

Si el realismo no puede ser mimético es, en primer lugar, porque, tal como señala el narrador, el lenguaje separa y ordena. Reflejar o reconstruir la realidad en su totalidad es, de esta forma, imposible. Ya desde el comienzo, el primer intento de definir el lugar donde se desarrolla la fiesta resulta fallido:

 

El camino llega casi hasta los pies del palacio o, tal vez, deberíamos decir hotel, pero no es ni una cosa ni la otra, es un casco de estancia. Palacio convoca a las hadas y castillo a los reyes, las mansiones son urbanas y oscuras. El casco es entonces una casa, una casa enorme, tan grande como un palacio, sin las hadas, o un hotel a campo abierto. (25).

 

De esta forma, desde el inicio se ve tanto la dificultad de “encontrar la palabra”, la limitación del lenguaje como medio de representación, como la intromisión de una dimensión que liga la fiesta a lo maravilloso, al cuento de hadas, bajo la forma de la negación. Esta limitación del lenguaje se señala en la novela de forma permanente y se relaciona con la capacidad o incapacidad de comprensión:

 

Cuando las cosas ocurren en forma acelerada, al punto de superponerse las imágenes de una sucesión, llega a anularse el mismo principio de identidad, o sea: el ser es y no es al mismo tiempo, y un mismo círculo puede abarcar dos caras, la de Emilia y la de Azul, la de Stevenson y la del hombre que asoma por allá atrás, por ejemplo; cuando las cosas así suceden, decía, no se dice lo que se quiere sino lo que se puede, porque es atributo del lenguaje encadenar las imágenes entre sí, como bien se sabe. (195).

 

La estructura cortada del texto da cuenta de una recursividad de los diálogos, interminables y superfluos. En este sentido, Jakobson señala que el realismo del siglo XVIII, a diferencia del realismo ruso, evitaba los detalles contingentes, es decir, en él todo aquello que figuraba en el texto respondía a una necesidad desde el punto de vista de la intriga. En Los mares..., en cambio, la exacerbación de los detalles inútiles y las conversaciones frívolas responden a una economía del relato basada en la acumulación y la recursividad, una acumulación bajo la cual se trasluce una imposibilidad de decir algo. De esta forma, nuevamente el lenguaje se muestra insuficiente: así, lo siniestro se señala como aquel núcleo irreductible a la comprensión:

 

Tiene náuseas, Julián; se siente un poco mareado. Tal vez ese olor tan dulzón como penetrante. No quiere pensar en lo que no quiere entender, en estos casos es síntoma de salud abandonarse a la confusión, adivinar al tacto lo que se anhela encontrar más que encender la luz y descubrir lo que se sospechaba. (214).

 

Tal como señalamos anteriormente, el sexo se revela como un momento en el cual la conjunción de los cuerpos y el traspaso de las fronteras parecen ser posibles: así, si en la primera escena de sexo entre Julián y Emilia el ideal parece ser alcanzado, y “las formas, al igual que en los jardines, se desdibujan, pierden sus límites, se transfiguran”, en la segunda escena, en cambio, justo antes de la desaparición de Emilia,

Julián quiere hacer el amor con Emilia, pero esta noche va a terminar haciendo el amor con Rocío. (...) Emilia le va a hacer el amor al cuerpo de Julián y Julián le va a hacer el amor a Rocío, queda dicho, por eso los cuerpos no logran traspasar la frontera que impone la piel, no pueden ir más allá de su propia superficie... (146).

 

De esta forma, “la distancia que los separa no puede resolverse en el espacio.” (147).

La escena inicial en el parque es desde el comienzo equiparada a la escena en el bosque: “...volver a ser uno con el bosque, con las sombras del bosque, con el cuerpo que fue dos y ahora es uno.” (11). El bosque implica la animalización, un regreso al estado de naturaleza, que entraña también la anulación del lenguaje: en efecto, en los momentos de persecución todo se vuelve “ininteligible: retroceso, involución, retorno a lo puramente biológico, como sucediera antes en la carrera hacia el bosque; Julián ya no es más Julián, sino de nuevo un animal encerrado que se desplaza por instinto...” (232, la cursiva es nuestra). De esta forma, el bosque, en tanto anulación del lenguaje, implica también la pérdida del nombre, de la identidad, pues como señala el narrador, el acto de nombrar “constituye una ceremonia cuyos orígenes se confunden con el nacimiento del lenguaje: pronunciar un nombre, una palabra, para que algo se haga presente.” (191). Por eso en el momento de la persecución Julián “ya no es más Julián” y los perseguidores “...ya no son Bogart y Ernesto y los otros dos sino los hombres: si él ha perdido espesor, cosa que no ha advertido todavía, a sus perseguidores la distancia los ha privado de cualquier signo que los distinga de las sombras.”(198).

El bosque como espacio está en el interior de la fiesta pero al mismo tiempo es el límite con el exterior y es, como ya señalamos, caracterizado como “infinito”. Es, así, un espacio particular, de frontera, y como tal presenta ciertas particularidades. En efecto, es desde el bosque desde donde lo siniestro comienza a avanzar y penetra en la casa: allí ve Julián un zapato (anticipación de lo que le ocurrirá luego a él mismo) y las luces de las linternas por primera vez; allí es donde comienza la persecución que luego seguirá en la casa: pero si al comienzo a Julián le alcanza con esconderse en la habitación para sentirse a salvo de las luces que ve en el parque (124), cuando sea buscado por los guardias la casa dejará de ser un espacio seguro para pasar a ser un nuevo lugar de persecución.

El bosque se presenta como el espacio del sueño, de la fantasía: “Acodado en la baranda del balcón (...) piensa que el bosque debe tener algún significado psicológico, es decir, debe ser símbolo de algo (...). El útero, la madre, el deseo, quién sabe.” (97). En este sentido, podríamos decir que es el espacio previo al lenguaje, un espacio ligado al inconsciente (4) . Es, así, el lugar donde Julián fantasea con encontrar a Emilia cuando ella ha desaparecido, y es también el espacio que posibilita la aparición del Diego. Al mismo tiempo, el bosque refiere al ideal romántico de volver a ser uno armónico con la naturaleza, el regreso al estado de naturaleza. Pero se trata de un ideal que se encuentra problematizado dado que las ocasiones en las cuales las sombras del bosque confunden las formas son precisamente los momentos de persecución: no hay, en este sentido, una armonía.

Si la representación mimética y totalizadora es imposible es porque, en primer lugar, el narrador es perfectamente consciente de la naturaleza ordenadora del lenguaje: en este sentido, el ideal de totalización puede lograrse en la novela únicamente cuando la animalización en el bosque conlleva ausencia de lenguaje e ininteligibilidad. Desde el momento en que el lenguaje se restablece, la totalidad se vuelve imposible. Así, el narrador sabe que se trata de un ideal inalcanzable.

A su vez, el bosque es también comparado con la fiesta:

 

En el centro de la pista se ha desatado una tormenta de papel picado y serpentinas, espuma, matracas y silbatos. Hacia el centro de la escena, del bosque, marcha Julián; uno con los cuerpos que se mojan y salpican, se adhieren y despedazan a un ritmo sostenido que así mismo se desborda.” (244, la cursiva es nuestra).

 

Pero, en este sentido, si el ideal al que se aspira es armónico y totalizador, la fiesta, en cambio, despedaza.En efecto, si se espera la confusión en un abrazo, lo que se logra es, por el contrario, la mutilación. Es una indiferenciación violenta y contradictoria, no armónica: “La mirada con que Julián recorre las mesas es un látigo tan seco y violento que no sólo separa de un golpe a los cuerpos sino que además los secciona por partes: bocas, narices, peladas, peinados bordó, rubios y caobas...” (186). En esa indiferenciación, Julián cree ver todos los rostros de los que han desaparecido en una confusión que no se resuelve: “Su cabeza es un trompo lento, y cada rostro es el rostro de Bogart y no hay mujer que por un momento no sea Emilia.” (246). Al mismo tiempo, en el baile de máscaras es precisamente la máscara aquello que le permite a Julián ocultarse de sus perseguidores, es decir, justamente ese volverse indiferenciable de la multitud, perder la identidad, volverse intercambiable, tal como ocurría en la oscuridad del bosque.   

El realismo decimonónico trabaja con la separación dicotómica: los personajes se caracterizan como tipos sociales, definidos además por el lugar que ocupan en la sociedad, la oscuridad se opone a la luz, de acuerdo con una simbología, los espacios se presentan como cerrados, el tiempo sigue una linealidad. Ahora bien, Los mares... desestabiliza todas las  dicotomías: los guardianes de la seguridad invierten su rol, los opuestos se relativizan, la confusión no se opone a la comprensión como tampoco la apariencia a la realidad, y así tampoco el horror es externo a la “normalidad”, sino que surge de ella misma. En efecto, salvo en el caso de la “aparición” del Diego (que no está problematizada en lo absoluto), no se trata de que haya eventos sobrenaturales en sí mismos sino de la imposibilidad de dar una explicación a acontecimientos siniestros, explicación que de hecho podrían tener. Así, lo extraño, lo siniestro, no se opone al mundo cotidiano sino que lo desestabiliza.

De esta forma, la novela presenta una forma de realismo particular, un “realismo agrietado”, como señala Drucaroff. Por un lado, hay un fuerte anclaje en el contexto socio-histórico de la novela: de forma alegórica, las desapariciones se vinculan al período de la dictadura en Argentina, y a su vez la fiesta refiere al neoliberalismo de los 90 en Argentina (5). También el trabajo con las identidades reemplazables en la novela sugiere una aproximación a los procedimientos de los militares, que “borraban” la identidad de sus víctimas (6). Pero al mismo tiempo, se trata de un realismo que, dentro de la serie de la nueva narrativa argentina, juega con lo sugerido, lo elidido, lo no dicho. Así, es un realismo que se hace cargo del relato de la historia de una manera diferente: no ya desde el relato testimonial sino a través de una ficción literaria que, mediante la inclusión de lo fantástico y la plasmación de una realidad inacabada y contradictoria, requiere un lector activo, un lector dispuesto a reflexionar.


Conclusiones

La realidad no puede representarse de forma objetiva porque no existe tal objetividad. A su vez, la totalidad es imposible de reflejar porque el lenguaje siempre media en su representación. De esta forma, lo único posible de representar es una realidad agrietada, inacabada y contradictoria.

Así, la novela misma establece una circularidad que se rompe, tanto desde el punto de vista de la intriga como desde el punto de vista formal: si la primera escena remite, en su alusión al bosque, las linternas y los perros, a la persecución que tendrá lugar hacia el final del texto, el epílogo representa, desde el punto de vista de la intriga, un desvío, una vuelta al pasado, la fiesta. Asimismo, desde el punto de vista genérico implica la irrupción de una suerte de crónica de revista de la farándula, que, junto con el género del drama (que también irrumpe en determinados momentos del texto), muestra las grietas en el género mismo, en la novela.

En este sentido, la novela trabaja con un realismo particular que no elude las dificultades de la representación (relacionadas tanto con el problema de la mediación del lenguaje inherente a todo texto como con la dificultad particular de pensar el período de la dictadura en Argentina y sus consecuencias, la “fiesta neoliberal”) sino que, por el contrario, las explota en la ficcionalización.

 


Notas

 

(1). Cabe aclarar, en este punto, que tomaremos las características generales de la poética realista para contraponerlas a aquellas que observamos en la novela de Sagasti, aunque es claro que cada obra del realismo decimonónico, en sí misma, tiene particularidades que desbordan dichas características.

 

(2). “Por esta última noche de la fiesta, lo mismo que la primera, entre tantos globos y luces muy chillonas, la sobriedad ha quedado relegada a los vestidos largos, negros en su mayoría, y los moños impecables.” (236).

 

(3).  “Julián puede reconstruir a Emilia parte por parte hasta conformar la totalidad de su nombre, que en él excluye todo apodo, incluso Emi. Es la única persona con la que consigue hacer algo semejante, el resto es Garmendia, es decir, una totalidad conformada por partes brumosas, inarticuladas, que no funcionan de manera independiente, aun Juan Pablo y Patricia.” (179).

 

(4). La caracterización del bosque remite a muchos aspectos de la teoría del psicoanálisis que superan el eje de este trabajo, por lo cual nos limitaremos a señalar estos puntos fundamentales de su caracterización.

 

(5). Al mismo tiempo, también se podría leer como una referencia al Campeonato Mundial de Fútbol del ´78, que fue caracterizado de forma irónica como “la fiesta de los argentinos”, en particular por la referencia en la novela a Diego Maradona, cuya ausencia en este mundial fue muy criticada.

 

(6). Hay en la novela también un trabajo con términos relacionados con la guerra: las chicas que hacen gimnasia “ejecutan con esforzada alegría órdenes rítmicas casi militares” (171); Julián, al sentirse perseguido, camina con “la sensación de estar haciéndolo sobre un campo minado” (208); las chicas del bar trabajan con una sincronicidad “un poco escalofriante” y Julián escucha a través de una puerta órdenes en un tono “casi militar” (210).

 

Bibliografía

 

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Drucaroff, Elsa. Mijaíl Bajtín. La guerra de las culturas. Buenos Aires: Almagesto, 1996.

 

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