La Habana (im) posible de Ponte
o las ruinas de una ciudad atravesada por una guerra que nunca tuvo lugar

 

 

Damaris Puñales-Alpízar

Universidad de Iowa

 

Tuguria, la ciudad subterránea fundada por Antonio José Ponte en “Un arte de hacer ruinas”, no es copia de la ciudad exterior, de La Habana en ruinas que sobrevive en la superficie, sino réplica de lo que la ciudad ha sido antes: allá abajo se reproducen edificios que se han derrumbado arriba, en una especie de traslación a través de una frontera permeable e intangible: la ciudad que va dejando de ser arriba se va erigiendo debajo. Tuguria no es una ciudad paralela, ni imagen en el espejo, ni existencia refractada; es la ciudad que comienza a ser cuando va desapareciendo la otra. Ese espacio que en el cuento se representa subterráneo es el que ocupa la ciudad en el imaginario colectivo, en la nostalgia. Es también la existencia de la ciudad en un tiempo que no es ni presente, ni pasado, ni futuro.

La ciudad fundada por Ponte no existe ante los ojos del transeunte, del mismo modo que van dejando de existir edificios habaneros. Si la Tuguria de Ponte está bajo la tierra, lo que ha sido La Habana comienza a existir en otra dimensión, la de la nostalgia y la imaginación. No es la representación de una ciudad, de sus signos; es la lectura del recuerdo. Como espacio habitable, Tuguria es una imposibilidad, y para Ponte “La Habana se ha ido convertido en los últimos tiempos en un lugar imposible, e imprescindible también” (Puñales-Alpízar).


Luego percibí unas líneas, un plano de ciudad trazado a escala natural. Y no demoré en ver, aquí y allá, distantes unas de otras, algunas edificaciones (…)

De no salir inmediatamente, tendría que reconocer que allí existía una ciudad muy parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido planeada por quienes propiciaban los derrumbes. Y frente a un edificio al que faltaba una de sus paredes, comprendí que esa pared, en pie aún en el mundo de arriba, no demoraría en llegarle (…)

Habría llegado a Tuguria, la ciudad hundida, donde todo se conserva como en la memoria (Ponte, “Un arte de hacer ruinas”, Cuentos de todas partes del Imperio 39).

 

Tuguria es, sobre todo, la mirada estructural del ingeniero hidráulico que es Antonio José Ponte a una ciudad tan contradictoria como La Habana: al crecimiento poblacional que no halla correspondencia en la oferta de viviendas; a sus casi 500 años de historia, de expansión urbana y arquitectónica; a la destrucción y el abandono de los últimos años. A los ojos del ingeniero no escapa el milagro del equilibrio de una ciudad que parece a punto de derrumbarse, pero que se mantiene en pie.

La Habana es una ciudad de paredes tan despintadas que parece estar siempre bajo la lluvia. Y es que en ellas, sin pintar desde hace años, queda impresa la lluvia. Quedan en ellas las mismas manchas de limo que en las fuentes secas (…)

La ciudad de hoy apenas existe. Más que de hoy, es una ciudad del pasado. Es por eso que habitándola uno llega a sentir nostalgia de La Habana (…) En una ciudad donde parece estar lloviendo siempre en las paredes, el tiempo echa su aliento demasiado pegado a los muros. Tumba vigas, desprende balcones, y en tanto el habanero (permiso para imponer este arquetipo) opone al tiempo su único lujo, el lujo de vivir (Ponte, “Los ojos en La Habana”, Un seguidor de Montaigne mira La Habana. Las comidas profundas 40-41)

 

La proliferación de ruinas urbanas en La Habana actual ha marcado la forma de concebir la vida en la ciudad, la concepción del espacio, y también la manera en que la ciudad misma es representada, pensada y leída. Estas ruinas, sin embargo, no lo son en el sentido estricto de la palabra: no se trata de ruinas antiguas, memoria de alguna civilización anterior, como la maya de México y Guatemala; tampoco las de una ciudad bombardeada. La parte más antigua de la ciudad, La Habana Vieja, muchas de cuyas construcciones datan del siglo XVI, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1982, y a partir de entonces los edificios y fortalezas han comenzado a ser restaurados. Es el rincón romántico de la ciudad, la mejor cara que se ofrece al turista.

Las ruinas de La Habana, concentradas mayormente en el municipio de Centro Habana, datan del siglo XIX, así como algunas mansiones de principios del siglo XX en el Vedado y otras barriadas habaneras. El estado ruinoso no lo da la antigüedad, sino el abandono que han sufrido durante las últimas cuatro décadas.

Al igual que el resto de las ciudades modernas, La Habana es objeto literario y a la vez, objeto de lectura. Además de escrita, La Habana es una ciudad leída: los cambios en su fisonomía, los derrumbes, los apagones, los camellos –camiones convertidos en autobuses-, las colas, el Malecón y sus prostitutas, la música, los coches antiguos que circulan por sus calles y todos los otros signos que la constituyen, ofrecen lecturas diferentes para el cubano que vive en ella y para el extranjero que la visita. Objeto de representación y lectura casi desde su fundación, La Habana es hoy una ciudad-metáfora a la espera de tiempos diferentes.

La literatura de y acerca de la ciudad se fundamenta sobre las relaciones entre el sujeto literario y el objeto formado por el espacio urbano y sus habitantes. Hay ciudades apocalípticas del presente, ciudades problemáticas del pasado, ciudades soñadas y añoradas del mito cosmogónico o de las mitologías contemporáneas y ciudades del futuro (Giraldo XIV).

 

Pero la ciudad de Ponte no es nada de eso y lo es todo: ciudad en suspensión donde los skitalietz –palabra rusa que significa vagabundos- deambulan, ruinas habitadas que desafían el tiempo con apuntalamientos. Existe también otra Habana, estereotipada, de la cual Ponte nos da noticias, pero que no constituye el eje de su narrativa, y es esa ciudad del comercio sexual, malhablada y escandalosa vista por el ojo a veces morboso de los extranjeros. La ciudad de Ponte, la Tuguria real, está sobrepoblada y sus habitantes se las ingenian para burlarlo todo y sobrevivir.

Aunque el estado ruinoso de sus edificaciones y la difícil situación económica, que le han dado un atractivo literario mayor a la ciudad y han propiciado incluso una especie de turismo de arqueología social, son representativos de las últimas décadas, La Habana, como la mayoría de las ciudades, ha sido objeto de representación literaria desde mucho antes. El siglo XIX, con la aparición de Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, en 1882 como versión definitiva, marcó la epifanía de la novela urbana cubana. De las cuatro partes en que se divide la novela, sólo una transcurre en el campo; las tres restantes son, en cierta medida, un retrato de La Habana, de sus calles, sus plazas, sus casas, y las relaciones sociales.

La Habana de Villaverde es todavía una ciudad legible, que ofrece la posibilidad de narrarse de una  manera coherente y exhaustiva. Pero esta oportunidad que tuvo Villaverde de ofrecer la ciudad como un estuche ordenado, en el que encajan perfectamente todos los elementos que lo componen y que puede guardarse y transportarse como una especie de arca de la identidad territorial y cultural, había dejado de ser viable incluso para la fecha en que se publica la versión definitiva de Cecilia Valdés. Y ya no será posible volver a intentar una visión abarcadora. A partir de entonces, como ya habían advertido Casal y Meza, los escritores cubanos sólo podrán ofrecer visiones fragmentarias de La Habana (Alvarez-Tabío 79).

 

Esta coherencia y visión abarcadora de la ciudad de la que habla Emma Alvarez-Tabío Aldo tiene que ver también con el hecho de la que la trama de Cecilia Valdés ocurre al interior de la ciudad amurallada que fue La Habana hasta la década de 1860. A partir de la instauración de la República, a principios del siglo XX, La Habana no sólo se expande geográficamente, sino que deja de tener un núcleo central, localizado originalmente al interior de las murallas, para comenzar a convertirse en una ciudad urbana con múltiples centros funcionales. El crecimiento arquitectónico no sólo cambia la fisonomía de la ciudad, sino la manera en que es pensada y leída. Según Armando Silva, al correrse el centro de la ciudad, también cambia el modo de representar y recorrer la urbe (Silva 16). Entre otros cambios, la ciudad vive un crecimiento demográfico importante entre 1899 y 1931, al pasar de 235,981 a 728,500 habitantes (Segre 120). El incremento en el número de pobladores también supuso un problema logístico en cuanto a la oferta de viviendas. En el plano arquitectónico, el próspero período económico comprendido entre 1914 y 1920 –durante el cual el precio del azúcar se disparó en el mercado internacional, y conocido históricamente en Cuba como “de las vacas gordas”-, se caracterizó por la construcción de lujosas residencias por parte de los nuevos ricos. Sin embargo, la demanda superó la oferta, debido a la inmigración proveniente de otras ciudades y provincias. Según Segre, el primer edificio de apartamentos apareció en el centro de la ciudad en 1910. Seis años antes, cuando tenía sólo un cuarto de millón de habitantes, había en La Habana 2,839 solares (viejas casonas subdividas en pequeñas habitaciones, para los pobres) en los que vivían 86,000 personas.

Este mismo problema de falta de vivienda, de la división de antiguas residencias para crear solares y ciudadelas, la vida en estos sitios, es uno de los temas de la novela La Habana para un Infante Difunto. Aunque publicada por Guillermo Cabrera Infante en 1979, en el exilio, la trama de la obra se ubica a partir de 1941, cuando el protagonista llega a La Habana y se instala con su familia en un solar.

…No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (palabra que oí ahí por primera vez, que aprendería como tendría que aprender tantas otras: la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país)… (Cabrera Infante 10)

 

La novela, casi completamente autobiográfica –Cabrera Infante vivió en Zulueta 408 en la misma época en que se ubica la historia del personaje-, nos revela La Habana de mediados del siglo XX, sus formas de transporte, sus parques, sus calles y avenidas, el Malecón.

Poco más de medio siglo después, en La Habana de Ponte, la oferta de vivienda sigue siendo un problema, se le da poco o ningún mantenimiento a los edificios existentes, no hay opciones para la adquisición –mediante renta o compra- de ningún inmueble, y los solares siguen siendo una de las soluciones que encuentran los habaneros, nacidos o llegados a la ciudad, para tener un sitio donde vivir. Según el último Censo de la Población, de 2002, Cuba tiene 11,241,291 habitantes, de los cuales 2,188,256 viven en Ciudad de La Habana. De éstos, el 32%, es decir, 700,242 personas, no nació en la capital (Chang). Aunque el informe oficial consultado habla de hacinamiento en Ciudad de La Habana, no se ofrecen datos concretos al respecto.

A diferencia de otras ciudades modernas, que se caracterizan por un crecimiento constante de construcciones, al punto de sobrepasar cualquier planificación urbanística y de prestación de servicios, La Habana ha vivido, en los últimos años, una inmovilidad compleja. Aunque el número de inmigrantes de otras provincias y ciudades ha seguido creciendo, la oferta de vivienda se ha mantenido bastante inmóvil. Para resolver el problema básico de dónde vivir, los nuevos habitantes de la ciudad no han fundado ciudadelas o barrios marginales en las orillas, no han construido casas de cartón y cinc en las afueras, tampoco han tenido la opción de adquirir una vivienda en el mercado de bienes raíces –inexistente en Cuba- sino que han comenzado a fragmentar edificios, antiguas residencias. La ciudad ha comenzado a crecer hacia adentro, dividiéndose hasta lo inimaginable y expandiéndose por dentro, robando espacio al espacio interior, sin rebasar los límites exteriores. La inmovilidad constructiva ha ocasionado, además, que las viejas edificaciones, al no recibir ningún tipo de mantenimiento, comiencen a desplomarse. Se caen balcones, paredes, habitaciones y hasta casas completas. Los nuevos inquilinos –y los viejos- buscan prolongar lo más posible la vida útil de las viviendas, y apuntalan como pueden y donde pueden, paredes y techos, en una especie de malabarismo arquitectónico y funcional. Esta ciudad, a medio camino entre el derrumbe y la estática, esta ciudad en la que los espacios se multiplican hacia adentro, es sobre la que el ingeniero hidráulico Ponte pasa su mirada, flâneur asombrado para quien es “paradójico que ciertas edificaciones, dispuestas a caerse como puede juzgar cualquier testigo a simple vista, continúen desafiando las leyes de gravedad y sigan en pie” (Puñales-Alpízar).

Durante los primeros 58 años del siglo XX, La Habana experimentó su mayor crecimiento urbano y expansión territorial. Se crearon barrios como Miramar, la Víbora, Luyanó y Santos Suárez, y los hasta entonces pueblos vecinos, como Guanabacoa, Regla, Marianao y Casablanca, quedaron integrados a la nueva geografía citadina. Hacia el este, la ciudad creció también a lo largo de la línea costera. En este período, además, se construyó la mayoría de los hospitales que actualmente funcionan en La Habana, así como los más importantes centros culturales y simbólicos, como el Capitolio, el Teatro Nacional, la Biblioteca Nacional, el Monumento a José Martí –en lo que actualmente se conoce como Plaza de la Revolución-, la Terminal Nacional de Omnibus, los túneles: dos bajo el río Almendares para conectar Marianao y Miramar (1953) y el Vedado y Miramar (1959), y uno bajo la Bahía de La Habana, para conectar La Habana Vieja con la Habana del Este (1958), el Hotel Nacional, Tropicana.

Al triunfar la revolución en 1959, residían en La Habana 1,860,000 cubanos. Tras la aprobación y puesta en práctica de las primeras leyes revolucionarias de expropiación, la mayor parte de la aristocracia habanera salió del país, y las antiguas mansiones y palacetes abandonados fueron convertidos en escuelas o divididos en viviendas.

Since the 1959 revolution, the neighborhoods in which the ruling class had resided have lost their charm. Isolation, physical and social deterioration, and difficult accessibility by vehicles plague these neighborhoods. Central city functions have also changed. With the cautious opening of market forces, the Miramar neighborhood is once again adapting itself to major changes. The old boardinghouses, mansions and shelters that were used for students who had scholarships back in the early years of the revolution are now being refurbished with hard currencies. Revitalization efforts strive to accommodate new business offices and joint-venture operations even though the traditional commercial center (Centro Habana) shows empty stores and precariously adapted housing in substandard buildings (Segre 137).

 

Entre otros muchos factores, la profunda crisis económica de los últimos 15 años en Cuba, conocida como “período especial en tiempo de paz”, así como el continuo flujo migratorio hacia La Habana desde otras ciudades, ha profundizado no sólo los problemas de vivienda en la capital, sino también el mantenimiento de los edificios. La  imagen de una ciudad que una vez fue próspera ha devenido en pasado. La nueva cara de La Habana es la de una ciudad que ha salido de una guerra que nunca tuvo lugar. Es la imagen del tiempo congelado, detenido, una especie de postal antigua que el sol, las lluvias, los ciclones, pero sobre todo el abandono institucional, han desteñido y ajado. La ciudad ha ido perdiendo los colores y del brillo de antaño sólo queda un poco de gris-polvo.

La contradicción entre el contenido del discurso político del gobierno cubano y la realidad social diaria, principalmente en cuanto a prestación de servicios e infraestructura, no sólo han atraído la mirada de los extranjeros, sino que han convertido a la isla, y en particular, a La Habana, en un mito social, también en un mito literario:

Capital de un Estado revolucionario la ciudad, sin embargo, parece un intento grandioso de detener el tiempo: los cambios sociales, en definitiva, no fueron acompañados por una modernización de las instituciones y las estructuras urbanas. De este modo, el conflicto entre tradición y revolución, entre subdesarrollo y modernidad, que atormentaría a los intelectuales cubanos desde fines del siglo XIX, señaladamente, desde que se planteara en la obra de Julián del Casal, aún se representa vívidamente en la ciudad. Una opulencia arquitectónica que, por otra parte, se revela bastante ruinosa cuando se examina de cerca, circunstancia que magnifica la sensación de extrañamiento del observador. Producidas por décadas de olvido y abandono, estas ruinas ubicuas y persistentes, sin embargo, parecen haber formado parte de la propia constitución de la ciudad, como se deduce de las observaciones de la condesa de Merlín, en 1840, o de Alejo Carpentier, justo cien años después. Ambos, habaneros de visita en La Habana, como los turistas contemporáneos (Alvarez-Tabío 17).

 

Ponte ha encontrado la explicación a la actualidad arquitectónica de La Habana en los conceptos urbanísticos de tugurización y estática milagrosa. Aunque de manera explícita ambos conceptos aparecen en la trama de “Un arte de hacer ruinas”, del libro Cuentos de todas partes del Imperio, su presencia parece ser casi una obsesión en su obra, dígase poesía, cuento, novela o ensayo. Otro nuevo concepto, no urbanístico, sino sociológico, es definido e incorporado también por el escritor ahora, la llamada “dinámica milagrosa”.

En La Habana no sólo los edificios son testigos del milagro de la suspensión, de la no caída, en contra de cualquier previsión de la lógica, las matemáticas o la simple observación; sus habitantes son los protagonistas de otro milagro no menos llamativo: el de sobrevivir día a día, inventar formas cada vez más ingeniosas para engañar a la realidad y tener fuerzas suficientes para amar y vivir en una ciudad que es prácticamente infuncional. Para Ponte, matancero habanizado, vivir entre las ruinas que es La Habana, habitar casas ruinosas, ambiente ruinoso, le ha dado un tono que no lo va a abandonar nunca y que lo introduce en una especie de novela gótica (Serna y Solana 132).

Al respecto, ha comentado:

Sí, (la comida y las ruinas) son metáforas de Cuba. Yo si tuviera que elegir una de dos elegiría las ruinas. Una vez leí una entrevista de Heinrich Böll, el novelista alemán, donde habla de la literatura de ese momento en Alemania y del grupo de escritores al que pertenecía, denominada “la literatura de las ruinas”. Y la impresión que les hizo a él y a su esposa cuando terminó la guerra. Fueron a una de las ciudades no bombardeadas por la guerra y dicen que esa ciudad les produjo una sensación de desasosiego porque faltaban las ruinas. Como si no estuviese completa. Y hace poco leí uno de los últimos libros que han aparecido en español de Sebald, el alemán: La historia natural de la destrucción. En él se habla de que cuando se mudó con su familia a una nueva ciudad lo aquietó, le dio sosiego, descubrir que faltaban casas. Yo creo que hay un momento de tu vida que si tú te has criado entre ruinas, si tú te has criado así, ése es un sentimiento que te va a acompañar siempre. Del mismo modo, se da una apetencia arqueológica. Para mí lo  más importante son las ruinas habitadas. Eso es lo que diferencia el sentido de las ruinas para mí de los demás (Serna y Solana 132).

 

En la entrevista con Nestor Rodríguez, titulada “Un arte de hacer ruinas”, que apareció en la Revista Iberoamericana, Ponte explica un poco la creación del cuento de este mismo nombre que apareció en su libro Cuentos de todas partes del Imperio. Según Ponte, la tugurización es la capacidad que tiene una ciudad sobrepoblada para hacer divisiones dentro del espacio urbanizado, y de convertir esos lugares en tugurios hasta devaluarlos arquitectónicamente, de buscar nuevos espacios habitables dentro de unos límites físicos fijos. Esto se hace palpable en las llamadas “barbacoas” que se construyen en La Habana, principalmente en Centro Habana. Entre las numerosas formas de convivencia hacinada que a través de los años han encontrado los habitantes de La Habana –recuérdense los solares y ciudadelas de principios del siglo XX, vigentes aún como formas habitacionales-, una de las últimas modalidades es precisamente la barbacoa: el espacio entre el suelo y el techo se divide y en ese nuevo nivel se instala una cama más, una persona, una familia más. Las viejas casonas se dividen en su interior, horizontal y verticalmente, para dar paso a los solares o a las barbacoas; se apuntalan para evitar su derrumbe y hacer habitables espacios inseguros, tambaleantes. Esos apuntalamientos, ese desafío a las leyes de la gravedad y de la lógica, constituyen la “estática milagrosa”. Esta capacidad provoca el asombro de los arquitectos, urbanistas y planificadores en general. Al respecto, Ponte ha declarado que

De igual modo, las circunstancias cubanas llevan ya mucho tiempo amenazando con derrumbe y, sin embargo, permanecen bastante inamovibles. Miro a mi alrededor y estaría tentado a hablar también de dinámica milagrosa. ¿Cómo puede existirse de este modo durante tan largo tiempo? Uno de los personajes de mis cuentos, un gato, el gato de una astróloga, un gato que habla, desliza en un momento de "Corazón de skitalietz" esta interrogante: "¿A qué acude la gente para seguir viviendo?" Yo cada día me hago la pregunta del gato (Puñales-Alpízar).

 

En “Un arte de hacer ruinas”, antes de descubrir Tuguria el protagonista del cuento ha debido conceptualizar qué está pasando con la ciudad –esa ciudad que no se nombra, pero que fácilmente se reconoce como La Habana, y no sólo por el cruce de las calles Cuba y Lamparilla-: no crece, sus límites siguen siendo los mismos y en el sitio de los edificios derrumbados sólo quedan espacios vacíos, transformados a veces en parques. La ciudad crece hacia adentro, verticalmente, pero no más allá de los  límites marcados por el techo de los edificios:

Cuando necesitas aumentar el tamaño de tu casa y no hay patio donde construir más, ni jardín que ocupar, ni siquiera balcón, cuando necesitas ampliarte y vives con la familia en un apartamento interior, lo único que te queda es elevar los ojos al cielo y descubrir que en tanta altura de techo bien cabría otro piso, una barbacoa. Descubres, en suma, la generosidad vertical de tu espacio, que permite levantar otra casa allá adentro.

Cuando ya has fabricado la barbacoa y vives (…) (Ponte, “Un arte de hacer ruinas”, Cuentos de todas partes del Imperio 23).

 

Este mismo proceso de conceptualizar la ciudad, de entender qué está pasando con ella, lo ha vivido el propio Ponte. En su libro de ensayos Un seguidor de Montaigne mira La Habana, publicado por Ediciones Vigía en Matanzas, en 1985, el escritor hace una especie de declaración de principios sobre La Habana. Para Ponte la ciudad no sólo es tema; es obsesión, es pasión; la lee como flâneur, como escritor, pero también como ingeniero. Analiza sus trazos, su fundación, su plano. La mirada de Ponte, en los seis ensayos y dos poemas que constituyen Un seguidor… no es casual, no es sólo la del poeta, el escritor enamorado de una ciudad. Es una mirada consciente, premeditada, estructural, arquitectónica y urbanísticamente analítica, aun cuando esté expresada luego en términos tan poéticos como los de sus ensayos. En este libro, Ponte va desde los sitios

íntimos, los rincones personales donde habita y donde no, desde su propio origen –incluso, la probabilidad de su no origen- hasta su lugar en la ciudad, o visto desde el otro lado, el lugar que la ciudad ocupa en él:

La mayoría de las veces recorro la ciudad para rectificarla. Doy lo que llaman una vuelta. Fundador, agrimensor y paseante, ha sido un poco de desasosiego lo que me ha puesto así. Entonces camino… ( “Un poco de desasosiego” 18).

 

En otro ensayo, “La Habana de Paradiso”, Ponte repasa la ciudad literaria en la obra de Cirilo Villaverde, de Guillermo Cabrera Infante y de José Lezama Lima, deteniéndose con más calma en Paradiso. Para él, esta última novela, junto a Cecilia Valdés y Tres tristes tigres, son “novelas urbanas, escrituras hambrientas de espacio” (30). La Habana de Paradiso es para Ponte lo que se ve y lo que se escurre, lo lejos y lo cerca. Las calles aparecen como si estuvieran techadas, semejantes a calles dentro de un estudio cinematográfico. Los personajes caminan por ellas en una ciudad interior. “La ciudad entera se asemeja a un interior” (31).

El paisaje urbano se convierte, en la obra de Ponte, en lectura de la realidad social. En el cuento “Un arte de hacer ruinas”, D., un viejo arquitecto, ha escrito un libro explicando el concepto de estática milagrosa, que un joven –el protagonista- se propone estudiar. D. está a la espera de que le publiquen su libro, lo que nunca se concreta: muere en un derrumbe y con él se pierde el manuscrito.

“Barbacoas por arriba y explosiones por debajo.”

“Es un milagro seguir vivos”, murmuró mi tutor.

“El escándalo de todos los congreso de urbanistas”, sostuvo D. “Una ciudad con tan pocos cimientos y que carga más de lo soportable, sólo puede explicarse por flotación”.

Se dejó caer en el sofá.

“Estática milagrosa.” (30).

 

“Escribes tugurización en tu tesis”, anunció mi tutor, “y…”

La gente podía copar un edificio hasta hacerlo caer. Se hacían un espacio donde no parecía haber más, empujaban hasta meter sus vidas. Y tanto intento de vivir terminaba casi siempre en lo contrario.

(…)

Y estaba, por otra parte, el empeño de esos edificios en no caer, en no volverse ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía entenderse como lucha entre tugurización y estática milagrosa. (31)

 

Y renglón seguido apunta el narrador: “Llegó otro tren repleto”, repleto de nuevos inquilinos para una ciudad que no tiene más que ruinas para ofrecer, que no crece, que no se extiende, pero de lo que no se habla oficialmente.

…un jurado de la facultad no querría saber de derrumbes. La ciudad tenía los mismos bordes fijos, no daba ninguna seña de extenderse. Donde caía una edificación no levantaban otra. Salíamos del derrumbe del modo más barato, con la construcción de un parque, de un espacio vacío. Las parejas hallaban los rincones que podían, las mujeres quedaban preñadas en aquellas citas, las salas de maternidad se repletaban, los muertos demoraban en morirse (…)

Mi tutor y yo veíamos cómo se vaciaba otra vez la terminal de trenes, cómo arribaban a la ciudad oleadas de tugures (32).

 

El profesor D., quien había escrito el Tratado breve de estática milagrosa, y sobre este tema iba a trabajar el joven arquitecto su tesis. Ahora el protagonista debía seguir el consejo de su profesor: salvarse. Intentando descubrir algo más sobre el huésped que su profesor alojaba en su casa, decide seguirlo, y en esta persecución se interna por un túnel, que cree en un principio que es un ramal del metro que nunca se construyó en La Habana, pero que en realidad lo lleva a otra dimensión: a Tuguria. Las monedas que falsificaba su profesor en un cuarto de su casa servían como canje para franquear la entrada a la ciudad subterránea. Una vez adentro, era imposible salir.

En la configuración del personaje Ponte traza líneas de conexión hacia Paradiso, de José Lezama Lima. Como el coronel Cemí, que presenta una tesis de ingeniería titulada Triangulación de Matanzas, el protaganista de “Un arte…” también pretende cumplir con este trámite iniciático. Ambos pretenden descubrir, conquistar una ciudad.

Triangulación de Matanzas llamó a su tesis de graduación el coronel José Eugenio Cemí, Cemí padre. La graduación universitaria, prueba de adultez, rito iniciático que aún persiste, lo obligaba a conquistar una ciudad, a verla desde arriba, a planearla (Ponte, “La Habana de Paradiso”, Un seguidor de Montaigne mira La Habana. Las comidas profundas 29).

 

Como su personaje, como el de Lezama, Ponte mismo debe descubrir y conquistar la ciudad. “Hace un tiempo viví entre topógrafos, pasé con ellos casi tres años, y algunos días tuve la ilusión de ser uno más… Un topógrafo de campo puede emparejarse a un fundador de ciudades”, declara el escritor en ese mismo ensayo. El es ambas cosas: ingeniero hidráulico que trabaja entre topógrafos y fundador de Tuguria, ciudad subterránea, espacio de nuestra memoria.

En este ensayo, además, Ponte descifra la ciudad como mundo mágico, tanto como el de los bosques y las selvas, lleno de códigos de comunicación, prohibiciones; la ciudad como oráculo que ofrece respuestas:

Hacemos y habitamos ciudades simbólicas, procuramos el modo de leerlas a la manera en que se leen los libros. Ojeamos calles como lo haría un lector, las hojeamos. Y hallándolas en libros, el lector quisiera recorrerlas, convertirse así en un peatón de Utopía (26)

 

En otro ensayo del mismo libro, “Los ojos en La Habana”, Ponte compara la ciudad descrita por los viajeros de hace dos siglos, con la actual: ciudad aquella de colores vivos, “colores de frutas encendidas”, a la que se llegaba por mar; ciudad ésta plana, extendida, a la que se llega mayormente por aire; de noche, tablero de luces y sombras: municipios encendidos y municipios apagados.

En el cuento “Corazón de skitalietz”, Ponte da vida a los personajes que viven entre las ruinas, los skitalietz, los vagabundos a los que les van a negar incluso la libertad de no tener, voluntariamente, un hogar fijo, a quienes se les acusa de querer tener la ciudad como hogar, como casa. Tanto en este cuento, como en “Un arte de hacer ruinas”, Ponte representa la doble imposibilidad convertida en milagro: que la ciudad siga en pie, contra todo pronóstico de la arquitectura, y que sus habitantes, atravesados por la locura y el desamparo, sobrevivan y encuentren motivos para mantener la fe.

La ciudad de Ponte está poblada por dos tipos de seres: los tugures, que toman por asalto los edificios viejos y comienzan a poblarlos, a llenarlos con nuevos tugures que llegarán de lugares más lejanos, a hacer barbacoas, a dividir los pisos; y habitan en esa ciudad también los skitalietz, esos vagabundos que quieren tener una libertad mínima, la de andar la ciudad. Escorpión, un historiador, el personaje principal, encuentra su vocación de skitalietz tras ser despedido de su antiguo empleo. Sus opciones eran mínimas: o se iba al campo a trabajar en la agricultura, o comenzaba a vagabundear, aunque tuviera una casa propia. Está, como Ponte, maravillado con la ciudad, pero para poseerla debe descubrirla antes.

“Me gustaría vivir en una ciudad como ésta, me encantaría quedarme en ella”.

Salió del jardín y de la boda sin esperar a que dieran de comer, atravesó unas calles oscuras y llegó a un apartamento pequeño desde donde no se llegaba a ver el mar. Porque, a pesar del deseo pedido, vivía en esa misma ciudad (Ponte, “Corazón de skitalietz”, Un arte de hacer ruinas y otros cuentos 156).

 

En algún momento el personaje se pregunta “qué sentido tendría dirigir un departamento de historia cuando a la historia propia le faltaba sentido” (161). Para sobrevivir, el personaje toma pastillas para dormir durante muchas horas y así olvidarse y alejarse de la realidad:

“Te habrás preguntado entonces”, pronunció el animal, a qué acude la gente para seguir con vida.

“¿A qué acude? Dios mío, las pastillas!, pensó él con los ojos del gato enfrente, esos ojos que eran lo único visible de la casa” (158).

 

Sin posibilidades para convertirse en un skitalietz, el historiador es declarado oficialmente loco, y remitido a una clínica de día donde han ido a parar otros como él. El edificio que ocupa el hospital ha sido transformado, el viejo cascarón de una casona adquirió nuevas funciones y aunque la sala aún servía para conversar, el patio se había convertido en un terreno deportivo. Las ruinas, incluso ésta convertida en hospital, están habitadas. La ciudad, llena de ruinas también, es el recuerdo de una guerra. Escorpión camina por sus calles con la sensación de haber salido de una guerra, aunque no se escucharan las alarmas ni nadie esperara ataques del enemigo. Las esquinas tienen perfiles roídos; todo está devastado.

Donde antes se levantaba un edificio, habían construido un basurero y la luna brillaba en las botellas rotas. El se dijo que al menos por una vez no había tomado la decisión equivocada: fuera del instituto, de la vida de ella, le quedaba aún la ciudad, esas ruinas por las que atravesaba. Eran su abrigo, no podría alejarse (169)

 

El tema de la estática milagrosa aparece también representado en la novela Contrabando de sombras, donde Ponte establece un paralelismo entre la ciudad en ruinas y la ideología en ruinas, ambas sostenidas milagrosamente.

Atravesaron el patio de lo que había sido un palacio y era una ciudadela de habitaciones estrechas, y al fondo del patio dieron con un cuartico milagrosamente en pie. –Es la fe la que sostiene –sentenció una vieja al abrirles la puerta (Ponte, Contrabando de sombras 30).

 

Tenía veintitrés, guiaba en misión oficial a visitantes extranjeros. Los llevaba a construcciones disímiles y señalaba al andamio más alto. Si acaso no veían a nadie trabajar allí en ese momento era porque la cuadrilla tomaba un descanso y volvería al poco rato. Construían el futuro, el futuro se encontraba en la punta de aquel andamio (38).

 

Y, en realidad, ¿qué había pasado? Paralizadas todas las construcciones, los andamios habían sido colocados como apuntalamientos. De un día a otro pasaban de levantar andamios a disponer puntales con tal de que todo lo construido no se viniera abajo. Y no quedaba mañana alguno hacia el que señalar (38).

 

De vez en cuando, a solas, ella sacaba de su cartera el carné de miembro del partido para sacudirle los pedacitos de galleta metidos entre página y página. Tal como hacía con el viejo fotógrafo, ahora acompañaba a visitantes extranjeros por derrumbes. Derrumbes o alguna restauración era cuanto tenía para mostrar. Y se había hecho a la idea de vivir sin mañana (38).

 

Los andamios que en las primeras décadas de la revolución cubana constituían un orgullo social, el futuro que estaba por construirse, se han convertido ahora en puntales. Ante la imposibilidad de construir ningún futuro, lo único posible es tratar de sostener el pasado con puntales. No hay nada por construir; el hombre nuevo que constituiría el centro, el eje del proyecto revolucionario, murió antes de nacer, y al gobierno no le quedó más remedio que apuntalar para intentar evitar los derrumbes –ideológicos y físicos-.

En Contrabando…, un fotógrafo extranjero llega a La Habana a fotografiar ruinas y tumbas. Había estado en Beirut, había retratado sus calles devastadas por la guerra, pero esos lugares podían perfectamente pertenecer a La Habana.

Lo que lo desvelaba ahora llenaba una carpeta, eran imágenes de calles vacías, de edificios apuntalados o convertidos en escombros. Ruinas, en suma (…)

A esas ruinas seguían imágenes de sepulturas, panoramas de la ciudad de los muertos. El fotógrafo ojeó tan velozmente su trabajo, que a los ojos de Vladímir sepulturas y casas se hicieron parte de lo mismo, y preguntó si todas aquellas imágenes pertenecían a una misma serie (22).

 

En la novela, la ciudad aparece como insinuada detrás de una cortina que no deja distinguirla bien. Apenas hay recorridos por sitios concretos; todo transcurre, todo converge en el cementerio, representación a escala de la ciudad. Ahí también hay calles, intercambios, comercio, amor, paseos. La ciudad, lo poco que se deja ver de la ciudad, ofrece un aspecto ruinoso: ascensores que no funcionan, paredes despintadas, edificios apuntalados.

Ponte ha fundado una ciudad imposible, que transcurre al mismo tiempo en la realidad y en la irrealidad, que nos lleva de la mano por las calles a veces borrosas de la  memoria y de la nostalgia. Pero no es desesperanza; deja abierta una grieta mínima –aunque no hable de la caída de los Imperios-. Suscribiendo las palabras de Escorpión: “a causa de las lluvias habían ocurrido dos o tres derrumbes. Tendrían que renacer algunas cosas dentro de él…” (Ponte, “Corazón de skitalietz”, Un arte de hacer ruinas y otros cuentos 189).

 

Bibliografía

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