Méndez de Francisco
González Ledesma
o la escritura de una Barcelona
en trance de desaparición
University of Orléans (France)
Considerado
como uno de los mejores representantes de la novela policíaca
española contemporánea, Francisco González Ledesma
se
sitúa en la encrucijada de dos corrientes narrativas. De la
novela negra
norteamericana puesta de moda por Dashiell Hammett, el autor
barcelonés
recupera una serie de códigos que han conformado el imaginario
de la
ciudad desde los años 20. De la corriente social representada
por la
serie de los Maigret de Georges Simenon, recoge la mirada
comprensiva y
humanista de un detective que adopta el punto de vista de la gente
humilde. Esta
doble influencia da a la narrativa del escritor catalán un tono
particular en el que se mezclan la ironía amarga y una dolorosa
melancolía que impregna la visión del narrador y los
ambientes
por los que se desarrolla la acción.
En
su libro de relatos titulado Méndez y publicado en el
año 2007, Francisco González Ledesma
reúne
veintidós historias protagonizadas por su personaje favorito,
Ricardo
Méndez, un viejo policía desencantado y compasivo que
recorre
solitario las calles de la ciudad condal. A través de su largo
deambular
se va diseñando progresivamente la imagen de una ciudad
más
añorada que real, una ciudad que se perfila como la verdadera
protagonista de lo que Francisco Gónzalez Ledesma nos invita a
leer como
la "crónica sentimental" de una Barcelona en trance de
desaparición.
Deambular por la ciudad
En
los relatos recogidos bajo el título Méndez, la
percepción de la ciudad nace de modo natural, al ritmo del
recorrido del
inspector de policía por las calles de Barcelona. A lo largo de
las
veintidós historias, Ricardo Méndez no deja de transitar
incesantemente
de un barrio a otro en un callejeo salpicado de topónimos cuya
existencia
se puede comprobar en un mapa cualquiera. Sin embargo,
"referencialidad"
no significa "objetividad". Francisco González Ledesma no
escoge un tipo de instancia narrativa que favorezca la
distanciación
documental o la ilusión realista. Si el narrador, según
la
terminología de Gérard Genette, es
heterodiegético, o sea
que no participa como personaje en la historia que nos cuenta, en
cambio el
punto de vista es interno. Con este tipo de focalización, la
visión de la ciudad nos aparece filtrada por la subjetividad de
Méndez, un policía, "viejo y tronado", "sin
porvenir", "que ya no creía en nada" ["La serpiente
vieja": 32]. Hasta podemos decir que la Barcelona que evoca
Méndez
es un espacio traspasado de sensaciones, profundamente marcado por los
afectos
del protagonista. En este aspecto, los relatos de Francisco
González
Ledesma entran en el marco del género negro de
inspiración
norteamericana en la que la ciudad encarna las emociones y sentimientos
de los
personajes y se transforma en un espejo que refleja los estados de
ánimo
del héroe (Blanc: 34).
Es
de notar sin embargo que, pese a este punto común, la escritura
de la ciudad tal como la concibe el autor catalán se aparta en
realidad de
la del género negro. Los relatos de Méndez nada
tienen que
ver con el ritmo rápido y trepidante del estilo "hard-boiled",
seco, sincopado y brutal que pretende dar cuenta de un mundo urbano
estridente
y despiadado en el que reinan el acero, el hormigón, el asfalto
y la
velocidad. El ritmo del recorrido del inspector por las calles es el de
un
callejeo al estilo del flâneur de Baudelaire. La
actividad
favorita de Méndez es el paseo con paradas en alguna esquina o
algún bar en los que el protagonista se impregna de los olores,
de los
ruidos, de los ambientes, de la atmósfera de su ciudad. El viejo
policía se siente a gusto en ciertos lugares como el Paralelo
que "tiene
aromas conocidos que embalsaman a la gente" ["La casa": 17].
Hasta es capaz de percibir "el color del aire" ["El ladrón
de recuerdos": 167].
En
los relatos de Méndez, la escritura es más bien
lenta, pausada, y se amolda a una narración en la que la
contemplación sustituye a la acción. En este aspecto, se
aproxima
a la escritura de Simenon y a la manera con que el comisario Maigret
capta los
ambientes de las ciudades en las que lleva a cabo su
investigación. En Méndez,
además, el lento deambular del policía por las calles de
Barcelona llega a constituir un soporte para su reflexión como
lo muestra
claramente el íncipit del relato titulado
"Engañar a
la mujer": «El amor se ha hecho para la eternidad, pero el sexo,
no.» Así pensaba Méndez mientras deambulaba por las
calles
de su distrito con la mirada perdida [139].
La
mención de la "mirada perdida" sugiere que, en los
relatos de Francisco González Ledesma, la ciudad es sujeto de
una
visión interior antes que objeto de descripción (Blanc:
33). Pero,
si en este aspecto se aproxima otra vez a la novela negra, es para
distanciarse
en seguida de ella. En la narrativa del
género negro, la ciudad
es un
espacio dramático en el que no tiene cabida todo lo que no sea
desgracia, desamparo y desesperación. Los relatos de Méndez
en
cambio nos hablan de solidaridad, de compasión y de humanismo.
La
escritura de la ciudad en la novela negra es estridente y disonante. El
detective considera la gran urbe y habla de ella, sea con amargura, sea
con
odio, pero siempre con una agresividad en la que se mezcla el sarcasmo.
Cierto
es que los relatos de Méndez no están exentos de
ironía porque, como lo explica el autor en una entrevista a El
País,
"esa ironía es también típica de los barrios
obreros como lo era mi Poble Sec: o te lo tomabas así o mejor
morirse (1).
Sin embargo, la burla aquí no es mordaz ni cruel. No pretende
zaherir ni
humillar sino que al contrario se tiñe de ternura a la hora de
hablar de
una Barcelona muy querida por el autor. En sus descripciones de la
ciudad,
Méndez nos brinda una visión personal basada en un humor
que
estriba en la hipérbole y la paradoja como en este fragmento del
relato
titulado "Acoso sexual": “Méndez se largó a
través de avenidas cuyos embotellamientos llegaban hasta los
primeros
pisos, enjambres de motos aparcadas en las ramas de los árboles,
nubes
de palomas a las que daba de comer una viejecita hambrienta y parterres
tan
amarillos que parecían regados exclusivamente con orina de
alcalde”
[137].
Este
tipo de descripción parece remontar el vuelo hacia las altas
esferas de la fantasía y nos pinta una ciudad más cerca
del
universo de los dibujos animados que del realismo que se suele achacar
a la
novela negra. Por
lo general, el humorismo y la ironía de Méndez suelen
aparecer en
los momentos en que se establecen comparaciones entre los distintos
barrios de Barcelona.
Si la ciudad de la narrativa negra es única, absoluta, abstracta
(es "la
Ciudad mayúscula"), aquí se aparta del modelo en la
medida
en que la Barcelona de Méndez es polifacética. Aparece
como una
ciudad compleja y diversa, pero también cotidiana y familiar. No
representa ni la perversión o la corrupción que aniquila
al ser
humano que se halla cogido en sus redes ni la fascinación de
todos
aquellos personajes idealistas y cándidos que esperan encontrar
en ella
el bienestar material y afectivo. No se encarna al fin y al cabo en el
mito eterno
de la mujer fatal. Los relatos de Méndez dan cuenta de
la
diversidad y de la pluralidad de una Barcelona que está
más cerca
de la realidad que de los mitos urbanos de la novela negra.
Sin
embargo, notamos que esta complejidad no es más que una
apariencia. La representación de Barcelona se estructura
alrededor de
unos ejes semánticos que reintroducen en realidad el viejo
esquema de la
ciudad doble: ciudad visible / ciudad oculta para la novela negra;
ciudad alta
/ ciudad baja para la novela de corte social a lo Simenon. En Méndez,
esta dicotomía aparece en una oposición constante,
primero entre
el Barrio chino y los otros distritos y, segundo, entre el
Barrio chino
actual y el Barrio chino fantaseado, añorado, que es en realidad
el
espacio de la nostalgia del protagonista y del autor.
Méndez
y el "Barrio chino" de Barcelona
"Yo
sólo soy un policía que no se mueve del barrio":
así es como se autodefine Méndez al principio del relato
titulado
"La casa" [13]. Este barrio es evidentemente el Barrio chino, el
Barrio por antonomasia para Méndez. Es, como lo explica el
narrador, "el
corazón barato de la ciudad" ["Una felicidad así de
pequeñita": 87]. La imagen del corazón no es fortuita y
se
repite en otros relatos llamando la atención en su doble
sentido, propio
y figurado. El Barrio chino que descubrimos a lo largo del lento paseo
de
Méndez es, en efecto, un paisaje mental y sentimental, pintado
con los
colores de la ternura y la nostalgia, un paisaje entrañable en
consonancia con los estados de ánimo del viejo policía.
Pero la
palabra "corazón" se ha de interpretar también en
sentido recto. El Barrio chino, es decir, la ciudad vieja, es un centro
vital,
no sólo para Barcelona sino, sobre todo, para Méndez que
no puede
vivir lejos de él. Apartarse de sus calles, de sus casas, le
provoca un
malestar físico como se lo explica a la viuda de la Ciutat
Meridiana a
la que ha venido a interrogar: "A mí ya sabe que no me gusta
moverme de Ciudad vieja, donde lo tengo todo a mano. Para venir
aquí he
de tomar antes un reconstituyente" ["Una felicidad así de
pequeñita": 92].
Frecuentemente,
el narrador escenifica, con una fuerte dosis de humor e
ironía, esta relación particular que el viejo
policía mantiene
con su barrio. El relato titulado "El orgullo" empieza de la forma
siguiente: "«Bueno», pensó Méndez, «voy
a
morir»" |33]. Pero el narrador desdramatiza en seguida la
situación en que se encuentra el policía. Este íncipit
no
es el arranque de una novela negra en la que el protagonista
está
acorralado por un pistolero o un gángster a punto de
pegarle un
tiro. Si Méndez siente miedo y angustia, es porque "le
habían destinado de repente a los barrios altos", "a la parte
noble de la Diagonal", donde "el aire era demasiado limpio y no
traía ningún olor de confianza" [33-34]. Mientras iba
adentrándose en esta parte moderna de la ciudad, "Méndez
se
ahogaba ", "las piernas empezaban a fallarle", como si fuera un
montañero que padeciera los efectos del soroche o del
aire
enrarecido de la sierra. Pero el humor no estriba tan sólo en la
hipérbole sino en la paradoja. En efecto, lo que le hace
daño al
protagonista es precisamente el aire puro, puesto que el narrador
apunta que "sus
pulmones echaban en falta los productos tónicos de toda la
vida", o
sea el ambiente viciado de los bares y colmados de su barrio [34].
Regresar a
su distrito significa entonces, para Méndez, recobrar el
aliento, la vitalidad
y las fuerzas perdidas durante esa expedición a los altos
barrios de la
ciudad. Ya en los aledaños de su Comisaría,
“Méndez
sintió que estaba de nuevo en su territorio, aspiró el
aire de
los cafetines, los efluvios de las pensiones baratas, los aromas de los
supermercados indios y, como si llevara dos meses en un balneario, se
notó reconstruido” ["El ladrón de recuerdos": 169].
El
recorrido de Méndez por la ciudad no es lineal sino circular. El
Barrio chino constituye el centro de gravedad alrededor del cual se
construyen
los relatos, que empiezan a menudo con la salida del viejo
policía y
terminan con la vuelta "a sus barrios, a sus tabernas conocidas, a sus
humildes mujeres amadas" ["Las migas de pan": 116]. El regreso
de Méndez es siempre un momento de alivio y de plenitud en el
que se vuelve
a encontrar a sí mismo. El Barrio chino representa así,
para
él, una bocanada de aire fresco. El exterior de esta especie de
burbuja
de oxígeno es el que provoca el malestar y la angustia. A este
respecto,
Francisco Gónzalez Ledesma invierte los códigos de la
novela
negra, la cual introduce de manera obsesiva los temas del encerramiento
y del ahogo.
Los personajes del género negro son aspirados por la ciudad como
en una
espiral de la que no pueden salir a pesar de sus esfuerzos
desesperados. En
cambio, lejos de sentirse aprisionado, Méndez anhela volver a la
Ciudad
vieja con la que se siente identificado. El narrador de "La rutina de
la
historia" recalca esta especie de ósmosis, de
compenetración
íntima entre el protagonista y su entorno: "Méndez
logró lanzar una carcajada donde parecían flotar todos
los grises
de la ciudad, todos los metales en suspensión y todas las
miasmas del
aire" [77].
Los
relatos de Francisco González Ledesma no dibujan la imagen de
una ciudad lóbrega y sórdida en la que los personajes
vagan entre
los desperdicios de los solares o de la fábricas abandonadas.
Las investigaciones
de Méndez no lo llevan a los bajos fondos tenebrosos azotados
por la
lluvia persistente y las ráfagas de viento. Tampoco descubrimos
cadáveres en callejones sin salida bajo la luz vacilante de las
farolas en
una noche siniestra. Cierto es que Méndez frecuenta sobre todo
"bares
y casas de comida de urgencia" y se aloja en los "cuchitriles"
de un "barrio miserable" (2). Pero Francisco González Ledesma
recupera
tan sólo una parte de los lugares predilectos de la novela
negra. Lo que
nos hace descubrir son los barrios bajos, los barrios populares en que
el
policía encuentra una humanidad doliente y digna de
compasión. Y
si alguna vez llueve en la ciudad de Méndez, en lugar de abrumar
a los
personajes y acentuar el aspecto siniestro del decorado, la lluvia
cobra el
valor de un agua lustral que a la par vivifica y purifica:
“[Méndez]
salió a la calle y se empapó de la lluvia que lava, la
lluvia que
renueva, la lluvia que purifica, aunque en Barcelona sólo llueve
agua de
fábrica [...]" ["El arte de mentir" 106].
Asimismo,
el terreno baldío lleno de desperdicios y cascotes que es una
de las figuras urbanas más representativas de la novela negra,
se
convierte aquí en un solar para la construcción de nuevos
edificios. Francisco González Ledesma invierte así el
tema clave
de la derelicción urbana. La ciudad destruida o deconstruida de
la
narrativa negra luce sus barrios arruinados, sus almacenes y sus
depósitos abandonados, sus muelles solitarios. Al revés,
la
Barcelona de Méndez es una ciudad preocupada por el urbanismo,
que se
caracteriza por una voluntad de renovación de los barrios
más degradados
o desgastados por el paso del tiempo.
Méndez
frente a la modernización de Barcelona
Por
lo general, el personaje de Méndez se muestra muy reacio y
crítico frente a la política urbanística llevada a
cabo en
los últimos años en Barcelona. Algunos relatos como "La
casa"
lo muestran contemplando obras de derribo. En otros, como "El orgullo",
Méndez investiga en barrios nuevos, recién construidos o
renovados.
Pero cada vez lo vemos aferrarse a sus antiguas casas sin revocar, sus
calles
estrechas y populosas, sus bares de decorado anticuado. El narrador se
burla de
este personaje anacrónico que difícilmente acepta los
avances del
progreso y de la modernidad. En "El ladrón de los recuerdos",
describe con mucha ironía a un Méndez apesadumbrado,
obligado a
moverse por un barrio antiguo en plena renovación
urbanística.
Como en sus expediciones fuera del Barrio chino, el viejo
policía se
siente desazonado y desorientado y sólo recobra la serenidad
cuando
encuentra “por las cercanías bares con calamares fosilizados,
croquetas
de mamut y caracoles pasados por la piedra en algunos de los mesones
más
próximos" [166].
Estos
lugares constituyen pequeños enclaves que logran resistir las
embestidas de la modernidad. Si el narrador los enfoca con la lente
deformante
de la hipérbole, vemos que, para Méndez, son remansos de
paz a
los que viene a regenerarse antes de arrostrar la ciudad de las
multinacionales.
Dos relatos del libro recuperan así el viejo tópico del
progreso
que ha de matar al hombre. En "La casa", leemos que "Méndez
se ahogaba cuando llegó a las flamantes oficinas de la World
Internet
Association" [34]. Asimismo, el narrador de "El orgullo" resalta
la desconfianza y hasta el temor del viejo policía frente a un
mundo
para él desconocido e inquietante: «Aquí un hombre
puede
quedar destruido para siempre», seguía pensando
Méndez.
«Hasta a software recién instalado huele el aire
(¿o
será hardware?). Bueno, es igual: toda la gente honrada
sabe que
esos productos son cancerígenos de siempre»" [33].
El
conjunto de los relatos dibuja la figura de un personaje totalmente
"desbordado",
como él mismo lo reconoce en "El orgullo" (3).
Méndez aparece como el último representante de una
especie en trance
de desaparición, un cavernícola en el sentido recto de la
palabra
al que le gusta "comer en un bar de los suyos unos calamares de la
época del mioceno" ["La casa": 14]
Pero
Méndez no se muestra reacio tan sólo a los barrios
ultramodernos donde impera la alta tecnología de las
multinacionales. El
policía se siente abrumado también en los barrios
periféricos
de la ciudad, esos barrios nuevos en los que se aloja la gente humilde
que ha
tenido que dejar las casas del centro cuyo alquiler se disparó
como
consecuencia de la especulación inmobiliaria. Es un
Méndez
abatido el que contempla las "altas torres iguales", los "bloques
iguales", "las calles [que] subían hacia la montaña y
bajaban hacia el abismo sin un solo rincón que mereciese tener
nombre"
["Una felicidad así de pequeñita": 89]. Es, para
él, una visión urbana desesperante. Susana
Guillén, la
mujer de la limpieza del relato "El orgullo", ha tenido que mudarse a
un "desmonte que todo lo tenía lejos: la ciudad, el trabajo, los
autobuses, la esperanza" [39]. Vive en una de estas calles
desangeladas, “una
calle sin pasado, sin historia, sin un abuelo que hubiera luchado en la
FAI y
sin una vecina que hubiese engañado al marido con el conductor
del
autobús. La calle tenía un sitio en el plano municipal
pero, a
diferencia de las que amaba Méndez, no tenía alma” ["El
orgullo": 41].
A
pesar de las apariencias y del uso de la hipérbole de que se
vale
el narrador para pintarnos a un viejo policía totalmente
desfasado con
su época, Méndez no es un personaje caricaturesco. En el
relato
titulado "Acoso sexual", el inspector reconoce los aspectos positivos
del progreso, mostrando así que no está radicalmente en
contra de
la modernización. La calle Nueva de la Rambla donde se encuentra
la comisaría
en que trabaja merece este comentario: “[...] había sido
inventada
otra vez, lo cual -la verdad sea dicha- no disgustaba del todo a
Méndez.
Ahora había más luz, más casas nuevas, más
duchas y
más encuentros de cama entre tía y tío [...]
realizadas en
condiciones sanitarias. Pero la historia estaba siendo expulsada de la
calle”
["Acoso sexual": 132].
Lo
que lamenta el policía es que el proceso de renovación de
la ciudad se lleve a cabo en detrimento de su idiosincrasia. Desde los
tiempos
más remotos, las viejas calles del Barrio chino han abrigado un
mundo
abigarrado, cosmopolita, bullicioso, una especie de microcosmo que
contribuyó
a darle su proyección internacional y su dimensión
mítica.
Por eso lo que critica el inspector Méndez no es la
destrucción
de los edificios sino, sobre todo, la deshumanización que
conlleva. La
nueva ciudad que ha de nacer, moderna, limpia, con sus calles
rectilíneas y anchas, supone la muerte de la vieja ciudad
pintoresca y
viva, una ciudad que era, para Méndez, familiar y
entrañable: "Varias
casas -no se sabía cuáles- serían derribadas, y de
ese
parto nacería un solar nuevo, donde a su vez se alzarían
apartamentos sin ningún alma, pero con muchos números:
escalera
A, bloque 2, piso 3, apartamento 208. No habría jardincillos
privados,
ni un árbol solitario, ni un número de cerámica
con un
gato estampado" ["La casa": 17].
Así,
por medio de la escritura y a través de un personaje
emblemático que es un poco su portavoz, Francisco
González
Ledesma intenta salvaguardar algún que otro recuerdo de este
mundo en trance
de desaparición. Esas tascas típicas a las que acude el
viejo inspector,
estos prostíbulos de mujeres acogedoras y metidas en carnes a
las que
recuerda al contemplar las obras de derribo, son los últimos
vestigios
de una Barcelona que quisiera retener aún. En el relato "Las
migas de
pan", tras una expedición fuera de su distrito, "Méndez
volvió a sus barrios, a sus tabernas conocidas, a sus humildes
mujeres
amadas. Ante una barra de vinos baratos y coñacs de garrafa
estuvo
bebiendo más de una hora y brindando por no se sabía
quién"
[116]. Si el narrador finge ignorar por quién, el lector puede
suponer
que será por su Barcelona querida y otra vez recuperada, aunque
sea por
muy poco tiempo. Es esta ciudad con la sentencia en suspenso la que
quiere
celebrar Méndez, como lo indica otro relato titulado "El
ladrón de recuerdos", donde el reencuentro con sus lugares
predilectos
"le demostró sin lugar a dudas que, a pesar de las
multinacionales,
Barcelona aún seguía viva" [166].
Mención
aparte merece al respecto este último relato del
libro, ya que pone en escena a una serie de personajes que contribuyen,
como
Méndez, a la conservación del pasado. Son, por una parte,
los chamarileros
que recogen y almacenan en sus tiendas los objetos viejos arrinconados
por el
avance de la modernidad. Como lo dice al inspector uno de los
personajes: "El
pasado sentimental de la ciudad, Méndez, descansa en esos
cementerios a
los que no lleva flores nadie" [165]. A esta clase de almacenistas se
añaden los anticuarios con los que Méndez se siente
aún
más identificado porque participan no sólo en la
conservación sino en el proceso de resurrección de estos
objetos
sepultados en el olvido, como lo explica uno de ellos: "Nosotros
desenterramos esos cadáveres, los pulimos, los maquillamos, les
damos
dignidad y los devolvemos a la vida" [165].
Todo
el libro se estructura alrededor de la nostalgia de una Barcelona en
trance de desaparición. Sus personajes intentan ya conservar, ya
rescatar, algo del pasado añorado. Unos lo hacen con una
acción
concreta como es el caso de los chamarileros, los anticuarios e incluso
el
ladrón de recuerdos mencionado en el título. Otros, como
Méndez, procuran grabar en su memoria lo que está a punto
de
desaparecer derribado por las piquetas o tragado por el tiempo y el
olvido:
Francisco González Ledesma recupera aquí, como en otros
relatos de su libro, uno de los tópicos de la escritura
realista.
Basándose en la figura de la metonimia, la descripción
permite,
en efecto, adecuar la ruina material de la casa con la decadencia
física
de sus habitantes (sean hombres o animales). Pero la mirada aguda de
Méndez
es capaz de detectar detrás de las apariencias y de la realidad
desoladora que contempla, un motivo de esperanza para que su Barcelona
querida
no muera del todo: "Méndez miró al hombre. Miró el
terrado, el color de las baldosas, el de la ropa tendida, el color del
aire.
Miró los ojos muertos. Y pensó que, a pesar de todo,
aún
hay un corazón en la ciudad" ["El ladrón de recuerdos":
170].
En busca de la Barcelona perdida
De
lo anterior se deduce que, para Méndez, la verdadera Barcelona,
la Barcelona auténtica, no es la que luce su fachada brillante y
ultramoderna. Ni es la ciudad de las multinacionales ni la de los
barrios
nuevos sin alma. Es una Barcelona recóndita, oculta,
subterránea
que la mirada de Méndez hace aflorar a lo largo de los relatos.
Como lo
indica el propio autor en el prólogo de la edición
francesa, su
protagonista "deambula por las entrañas de la ciudad y los
recovecos íntimos por decirlo así de una Barcelona que no
se ve
pero que palpita en el aire (4).
Francisco
González Ledesma reanuda así con la temática
tradicional de la novela negra. En efecto, en Méndez,
como en la
narrativa clásica del género, la finalidad del relato es
el
desciframiento de la ciudad con la consiguiente revelación de su
verdad
profunda. La ciudad auténtica no es la que se ve sino la que se
descubre
debajo de las apariencias, del otro lado del espejo en los que los
valores
están invertidos. El trabajo del detective consiste en sacar a
luz los
secretos de la ciudad, revelar su verdadera cara. La novela negra es un
recorrido urbano en el que el objeto de la investigación es la
propia
ciudad. En Méndez, el viejo policía busca
también
la verdad de su Barcelona, la que se esconde bajo la superficie
brillante y
helada de la modernización. Intenta rescatar la ciudad
auténtica que
la nueva urbe amenaza con engullir y enterrar en el olvido.
Lo
primero que constata Méndez en el relato "Acoso sexual"
mencionado anteriormente, es que frente al empuje de la ciudad moderna,
"la
historia est[á] siendo expulsada de la calle"[132]. Ahora bien,
la
historia a la que se refiere Méndez es ante todo lo que Unamuno
llamaba
la "intrahistoria", es decir la historia sencilla de los habitantes
del barrio, de la gente común que, con su vida oscura y su
"felicidad
así de pequeñita", ha escrito la crónica de las
calles de Barcelona: "Méndez sabía que en esas baldosas
gastadas, esos cristales empañados, esos patios de atrás
está escrita la historia de la ciudad que no se escribe nunca"
["El
ladrón de recuerdos": 167].
Pero
lo que se trasluce a través de estas "historias mínimas"
es también la Historia con hache mayúscula. A lo largo de
sus
relatos, el autor procura rescatar la memoria colectiva de
España, la
que escribieron todos aquellos héroes anónimos y
silenciados por
el "Pacto del olvido" de la Transición democrática.
Así
es como la narrativa de Francisco González Ledesma entronca con
la de
otros autores contemporáneos como Javier Cercas o Juan
Marsé.
Para Méndez, "una calle sin pasado" es, como lo dice por
ejemplo en "El orgullo", una calle sin historia, sin un abuelo que
hubiera luchado en la FAI" [41]. La Barcelona de los relatos de
Francisco
González Ledesma es ante todo la de los vencidos: vencidos de la
vida
primero, es decir todos aquellos personajes abrumados por el peso de la
soledad
o de la pobreza; vencidos de la guerra civil segundo, a los que va
dedicado un
relato entero. En "La estatua", en efecto, asoma una crítica a
la vez social y política a través de un personaje
lastimoso, el
de la mujer de un escultor cuya obra había sido sepultada en un
almacén municipal durante más de cuarenta años. A
pesar de
la generalización que encierran sus palabras, en este relato el
narrador
denuncia la actuación de la censura franquista que amordazaba a
los
artistas: "En los países que han tenido muchas guerras son
retiradas las estatuas de los vencidos para poner las de los
vencedores,
cambian los nombres de las calles y algunos artistas ven proscritos sus
nombres" [96].
En
"La estatua", el narrador da fe de un acto de justicia (o,
mejor aún, de reparación de una injusticia) hacia el
marido de la
protagonista. "Con aquel acto", escribe el narrador," la ciudad
pagaba una deuda" [98]. Es más, la instalación de la
estatua
esculpida por un artista "rojo" en una plazuela de Barcelona
participa en la recuperación de la memoria colectiva.
Este
trabajo de rescate corre a cargo no sólo de los concejales o de
los prohombres de la ciudad sino del propio inspector. En el relato
titulado "Los
gemelos", Méndez se propone así contarles a sus colegas
un
caso acaecido durante la guerra civil. A uno de los jóvenes que
se burla
de sus viejas historias asimilando la época de la guerra civil a
los "tiempos
de Arca de Noé", Méndez replica: "Te
parece a ti, pero mucha gente que la sufrió aún vive, y
mucha
gente que murió en ella aún sigue dejando un recuerdo en
las
esquinas" [123].
La
ciudad lleva así los estigmas del pasado. Sus calles dan fe de
los muertos, son un recordatorio o un museo inmaterial en el que se
conserva la
memoria colectiva de la ciudad y, más allá, de
España. Con
su relato sobre la guerra civil, Méndez a su vez intenta
preservar y
transmitir a la nueva generación esta historia no escrita ni
vindicada
por las autoridades oficiales. Y lo hace partiendo de su barrio, de los
edificios, de los rincones de su distrito. Como lo declara en el relato
titulado "Nadie escribirá esta historia": "Yo, como es
natural, conocía la historia de todas esas casas, como conozco
la
historia de toda la Barcelona vieja"[156]. Ya al principio del relato,
el
narrador comentaba la extraña relación que mantiene el
viejo
inspector con su ciudad: "[...] se
detenía a veces a contemplar las ruinas, como si quisiera hablar
con los
fantasmas que aún habitaban en ellas: malas lenguas
decían que
los fantasmas también querían hablar con él" [155].
En
realidad, como guardián de la memoria colectiva, Méndez
es
un archivo por sí solo, o como se lo dice su jefe: "Usted mismo,
ahora que lo pienso, es un museo en trance de derribo, Méndez"
["El
ladrón de los recuerdos": 161]. La memoria de Méndez es,
utilizando la terminología de Colmeiro (1992: 35-36) "un reducto
nostálgico de valores esencialmente humanos" entre los que
destacan
la solidaridad y la lucha por el ideal.
Es más, lo que quiere
grabar y conservar en su memoria es ante todo lo que fue su mundo en
otro
tiempo. La contraportada de la edición española presenta
en
efecto a Méndez como un "cazador de sueños perdidos y
heridas ocultas" que va "arrastrando entre coñac y
coñac la nostalgia de su antiguo mundo". La Barcelona
añorada por el viejo policía es pues la de su juventud o
sea la de
la juventud del autor como lo reconoce el mismo Francisco
González
Ledesma en una entrevista publicada en El País. Al
periodista que
le pregunta de qué se puede tener nostalgia cuando el
período
añorado es el de posguerra con su séquito de hambre,
miseria y
represión, el novelista catalán responde:
"De la juventud, por cabrona que sea, si lo superas con
dignidad. Y
del espíritu de complicidad y de lucha por grandes ideales. Se
batía por una bandera, por un muerto..." (5)
Esto
explica quizá que la reflexión sobre el tiempo ocupe una
posición central en los relatos de Méndez. La
conciencia
del transcurrir de los días y del consiguiente desgaste sufrido
por los
hombres y las cosas provoca en el viejo inspector una especie de
vértigo
como en "La estatua", cuando "tuvo que cerrar los ojos [porque]
a veces le ahogaba la sensación del tiempo" [97]. En otro relato
titulado "La casa", el narrador explica que a Méndez, "le
horrorizaba perder su memoria, es decir su identidad, es decir la
necesidad de
formar parte del tiempo que ya se había ido" [17].
El
rescate de la memoria colectiva de Barcelona viene así
estrechamente relacionado con la conservación de la memoria
individual, íntima
y sentimental en la que se funda la identidad. La evocación
recurrente
de las obras de derribo cobra por tanto un valor simbólico. Es,
a la vez,
el espacio desde el cual el protagonista recupera el pasado y la
memoria
(personal y colectiva) a la par que deconstruye, y reconstruye el mito
de Barcelona.
La reinvención
de la ciudad
En
Méndez, la reconstrucción de Barcelona se verifica
en su doble vertiente, urbanística y literaria. Desde el punto
de vista
material y concreto, las obras de derribo y los solares señalan
la
emergencia de una ciudad nueva y moderna planificada por las
autoridades
municipales. En el plano de la escritura, se invierte el proceso. En
vez de
situarse de cara al futuro, Méndez lleva a cabo un viaje de
retorno
hacia el pasado. Lo que surge ante sus ojos no es la ciudad real en
construcción sino una Barcelona reinventada, reelaborada a
partir de una
serie de estereotipos literarios y de la mitología personal del
autor.
Como
lo señala Jean-Louis Blanc, el personaje de la novela negra no
se coloca frente a la ciudad a la manera de un testigo sino que da
cuenta de
ella mediante "visiones emocionales" que pretenden restituir su
verdad profunda (Blanc: 49). Los relatos de este género han
forjado
así una imaginería de carácter ambivalente que se
nutre de
la visión fantasmática de una ciudad dual, a la par
fascinante y
repulsiva, cuya máxima encarnación es la figura de la
mujer
fatal. En la primera mitad del siglo XX, la literatura española
se
inspiró en la representación de las ciudades
norteamericanas para
construir su propia visión de Barcelona. Como lo explica Sophie
Savary,
a partir de un barrio popular real, el Raval, se edificó el mito
de una "Barcelona-Chicago",
una especie de "Chinatown" de inspiración norteamericana con
su población abigarrada y marginal, sus tráficos y su
violencia [93].
El
mito se enriqueció con los aportes de algunos escritores
europeos, franceses en particular (como Francis Carco o Pierre Mac
Orlan), que
construyeron un espacio fantasmático, el de un París a la
vez
romántico y popular. Así nació el Pigalle
literario (y
cinematográfico), con sus cabarets, sus prostitutas de
corazón
tierno, sus chulos de habla sabrosa y su hampa respetuosa del
código del
honor y de la amistad. La imagen de Barcelona se situaría en la
confluencia de estos dos mitos literarios que participaron en la
construcción
de un Barrio chino mucho más imaginario que real, un espacio que
la
narrativa policíaca española reciente procura mantener
vivo a
pesar de la acción destructora de las piquetas (Savary: 94).
Aunque
Francisco González Ledesma comparte con Eduardo Mendoza o
Vázquez Montalbán la misma preocupación por el
rescate de
la memoria urbana, no por eso echa mano de los estereotipos que han
conformado
la imagen tradicional del Barrio chino barcelonés. El Raval que
rememora
no es el de los tráficos y de los crímenes violentos. Es
el de
los pequeños delincuentes, los estafadores de poca monta, las
gentes
vencidas por la soledad y el desencanto. Es la Barcelona de los
perdedores de
la vida. Pero es también la de las luchas revolucionarias de
principios
del siglo XX. El narrador de "Acoso sexual" recuerda, con tanta
nostalgia como Méndez, a "los obreros en huelga, los anarquistas
que no creían en Dios (y además lo decían), las
mujeres de
los revolucionarios, [...] los jornaleros de las fábricas del
Raval"
[131-132]. La Barcelona que intenta rescatar y reencontrar
también es la
de los republicanos del 36 que lucharon contra el avance de las tropas
franquistas en una época en la que soplaba un viento de
ilusión y
esperanza.
Esto
es lo que busca Méndez a lo largo de su recorrido, incluso
cuando se aleja de su distrito y se adentra en otras zonas de la
ciudad. En el
relato titulado "La rutina de la historia", vuelve al barrio de Santa
María del Mar que no había pisado por años y halla
milagrosamente un reducto protegido en el que el viejo Marcos conserva
fotos y
canciones que "parecía[n] llegar desde el fondo del tiempo,
gritada
por un coro de muertos" [69]. Al llegar allí, Méndez da
cuenta de que: "El barrio no había cambiado [...] desde tiempos
de
las banderas rojas, las barricadas y las mujeres que acompañaban
a sus
hijos con un fusil, y quizá de esa eternidad sacaba el
señor
Marcos su memoria y su vida" [67].
Entre
los lugares predilectos evocados por Méndez en su recorrido
por la ciudad figuran tambien los antiguos prostíbulos, no
porque los
haya frecuentado como cliente sino porque le remiten al principio de su
carrera, es decir a su juventud, a una época en la que
todavía
era un policía lleno de ilusión y con la esperanza de un
ascenso
rápido. Son lugares cargados de memoria que hacen surgir ante
los ojos de
Méndez visiones pintorescas y subidas de color, muy alejadas de
la
imagen sórdida y violenta que de la prostitución nos
brinda la
novela negra. Dos relatos del libro sitúan la acción,
total o
parcialmente, en este tipo de establecimiento. En "La casa", el
prostíbulo constituye el único "punto de referencia en la
memoria de Méndez" [15]. Como lo explica el narrador,
"Méndez
llevaba años y años sin ir a aquella otra parte de la
ciudad y
por lo tanto había ido perdiendo todas las referencias menos
una." El
imán que atrae al viejo inspector, permitiéndole
orientarse por el
laberinto de un barrio que no reconoce, es la casa de la señora
Bou.
Al
contemplar la fachada del viejo establecimiento, Méndez resucita
por unos minutos los fantasmas del pasado. Surge la visión
pintoresca y
vívida de una casa selecta y elegante en la que reinan el orden,
la
discreción y el buen humor. Las "chicas" no son profesionales
sino mujeres ligeras, solícitas y alegres a las que la
señora Bou
trata con bondad y comprensión. El segundo relato "La rutina de
la
historia" es interesante a este respecto porque opone dos tiempos: la
época actual y la época dorada añorada por
Méndez. El
narrador presenta la casa de "Madame Kissinger" señalando desde
el principio que, antaño, "pasaba por ser una de las más
selectas, discretas y minoritarias de Barcelona " [57]. Como la de la
señora Bou, estaba adornada con gusto, como una casa burguesa,
con
muebles "nobles, macizos y artesanos". "Las flores naturales abundaban,
y abundaban también las alfombras regionales, los estantes con
cristalería, las acuarelas marinas" [58]. Pero al entrar en el
salón, Méndez constata que "esto ha cambiado mucho" [60].
No sólo la decoración ha cambiado sino que han cambiado
los clientes
y las chicas de las que "ninguna se somete a un horario y a un saber
estar",
como lo lamenta la señora Kissinger antes de concluir con pesar:
"No
es como antes" [60].
La
contraposición de las dos épocas permite entender que
tanto el narrador como Méndez restituyen una visión
más
literaria que realmente recordada de los prostíbulos "a la
antigua".
En efecto, ésta parece inspirarse en la representación
que nos
daban los escritores decimonónicos de los pisos de las mujeres
galantes
como la Nana de Zola. Es bastante significativo a este respecto que la
decoración del salón de la señora Bou sea
calificada de "parisina"
y que la otra patrona se llame "Madame". El modelo que sirve de base
para la reconstitución del ambiente de los antiguos
prostíbulos
de Barcelona podría ser también el de la "Maison Tellier"
de Maupassant, en la que las chicas formaban una especie de familia
bajo la
tutela de una patrona bondadosa y maternal (6).
La
Barcelona que brota de la memoria del protagonista para desplegarse
ante
los lectores es una ciudad reinventada por Méndez, un personaje
que
tiene "una desmedida afición por la lectura" ["Engañar
a la mujer": 140]. Y es de pensar que, entre los libros que deforman
los
bolsillos del viejo inspector y que devora entre coñac y
coñac en
sus cafetuchos de mala muerte, figura algún que otro relato del
género realista o naturalista. La representación del
prostíbulo a la antigua o la evocación de los movimientos
revolucionarios (y del mundo obrero en general) son, en efecto,
totalmente ajenas
a la temática de la novela negra e incluso del relato
detectivesco a lo
Simenon. Como lo explica Méndez en uno de sus soliloquios: "las
ciudades y las calles necesitan ser inventadas [...] y no las inventan
los
urbanistas ni los coroneles de caballería: las inventan los
seres
más o menos desamparados que viven en ellas" ["Acoso sexual":
131].
Estos
"seres más o menos desamparados" no son tan
sólo los obreros del Raval, las prostitutas de corazón de
oro y
los delincuentes de poco fuste. Son también los viejos
inspectores que,
como Méndez, arrastran su desencanto y su ironía amarga
por unas calles
tan viejas y tronadas como ellos. Y son los escritores que, como Juan
Marsé o el propio Francisco González Ledesma necesitan
reinventar
el escenario vital de su juventud para que se vaya convirtiendo
progresivamente
en una geografía mental, secreta e íntima, o en un
"paisaje
moral" (7).
Conclusión
Aunque
Francisco González Ledesma está considerado como un
maestro del género negro, se echa de ver que, en Méndez,
su
representación de Barcelona poco tiene que ver con el mito de la
urbe
monstruosa que destruye y engulle al hombre. El viejo inspector nos
brinda el
retrato de una ciudad entrañable, portadora de valores sociales
y
urbanos que dejan al descubierto la profunda humanidad de sus
habitantes. Los
relatos de Francisco González Ledesma comparten con los de
Georges
Simenon el gusto por la descripción de los paisajes y ambientes
sociales
que los relaciona con el realismo tradicional. Pero el escritor
catalán les
añade un componente afectivo que convierte su libro de relatos
en una declaración
de amor a la ciudad de su juventud.
La
Barcelona de Méndez es, en efecto, una ciudad más
fantaseada
que real, una ciudad "reinventada", pintada con los colores de la
melancolía y de la nostalgia. Si, como lo pretende el narrador
de "La
casa", lo que se nos cuenta es "una verídica historia urbana"
[24], también es cierto que todo viene filtrado por la memoria
selectiva
y afectiva de Méndez y el poder de su imaginación. Por lo
tanto,
aunque Francisco González Ledesma deconstruye aquí el
mito del
Barrio chino heredado de la novela negra para reivindicar una
visión de
tipo más social y realista (8),
la verdad es que, a su vez, su obra va construyendo, página tras
página, una nueva mitología elaborada a partir de la
geografía sentimental del autor.
Saliendo
ahora del terreno propiamente literario, quizás sea posible
establecer un vínculo entre la visión de Francisco
González Ledesma y la reflexión del cineasta José
Luis
Guerín sobre la ciudad de Barcelona. En efecto, en su documental
En
construcción del año 2001, el realizador filma un
solar del
Barrio chino del que va emergiendo a lo largo de los meses un edificio
nuevo.
Como en Méndez, el gran tema de la película es el
de la transformación
urbana que va arrinconando a la gente humilde, con su historia y su
memoria, para
acabar expulsándola definitivamente del "viejo corazón"
de Barcelona. El novelista y el cineasta escriben así, cada uno
con sus
medios propios, una especie de "crónica sentimental" de
Barcelona que Francisco González Ledesma ha convertido, a lo
largo de su
dilatada carrera, en un verdadero himno a Barcelona.
Notas
(1). "En
España todavía
falta
cultura lectora para la novela negra", Entrevista de Carles Geli a
Francisco
González Ledesma, El País, 8 de septiembre de
2007.
(2).
"La estatua", p. 96 y "Una
felicidad así de pequeñita", p.87.
(3). "Todo aquel mundo de la Nueva
Economía lo desbordaba. Para que nada faltase, el aire era
demasiado
limpio y no traía ningún olor de confianza; seguro que de
vez en
cuando lo desinfectaban, y el Ayutamiento cobraba por ello una tasa
municipal" ["El orgullo": 33-34].
(4). "Les
histoires que vous tenez entre vos mains, ami lecteur, n'apparaissent
pas dans
les rapports de police, ce sont les histoires d'un Méndez
souterrain qui
déambule dans les entrailles de la ville et les recoins intimes,
pour
ainsi dire, d'une Barcelone qu'on ne voit pas mais qui palpite en
l'air"
(Francisco González Ledesma, août 2003, in Méndez,
Nantes: l'Atalante, 2003, p.9.)
(5). Entrevista de Carles Geli, El
País, 8 de septiembre de 2007. En las páginas del
mismo
periódico, Francisco González Ledesma evocará otra
vez
esta nostalgia de la juventud: "Lo que añoro no es el pasado,
sino
la juventud perdida." (Rosa Mora, El País, 5 de febrero
de
2007). Quizá se transparente la figura del autor en un personaje
de "El
regalito" que Méndez presenta como "un amigo lleno de
otoños interiores y de ilusiones muertas" [127]. Los valores de
solidaridad y de humanidad, la lucha por un ideal que pregonan los
personajes
del libro serán los del autor que luchó desde las filas
de la
oposición antifranquista junto con otros escritores y
periodistas como
Manuel Vázquez Montalbán.
(6). Tanto la
novela corta de
Maupassant como los dos relatos
de Francisco González Ledesma pasan por alto los temas de la
explotación o de la violencia infligida a las prostitutas. Y si,
en
"La rutina de la historia", Sandra, una de las chicas, se siente
amenazada por su ex chulo, es en el interior de la casa de Madame
Kissinger
donde encuentra amparo y protección.
(7). "Así, con el tiempo y casi
sin darme
cuenta, el escenario vital de mi infancia se me fue convirtiendo poco a
poco en
un paisaje moral, y así ha quedado grabado para siempre en mi
memoria" (Juan Marsé: 196). Asimismo, en su entrevista a Carles
Geli (El País, 08-09-2007), Francisco González
Ledesma
confesaba: "Uno está marcado por las emociones de
niño".
(8). "[...] nunca pretendí hacer
novela
negra, siempre quise escribir novela social, aunque, quizá, en
el fondo
venga a ser lo mismo" (Rosa Mora, El País, 05-02-2007).
A lo
que añade el autor algunos meses más tarde: "La novela
negra
es el mejor género para explicar una realidad social" (Carles
Geli,
El País, 08-09-2007).
Bibliografía
BLANC,
Jean-Noël
(1991). Polarville. Images de la ville dans le roman policier. Lyon: Presses de l'Université.
COLMEIRO, José F. "Posmodernidad, posfranquismo y
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GELI, Carles. "En España todavía falta cultura
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para la novela negra". Entrevista a Francisco González Ledesma,
Barcelona, El País, 8-9-2007.
GENETTE, Gérard (1972). Figures III. Paris,
Seuil.
GONZÁLEZ LEDESMA, Francisco (2007). Méndez.
Barcelona:
Almuzara.
GONZÁLEZ LEDESMA, Francisco (2003). Prólogo de
la
edición francesa de Méndez, Nantes: l'Atalante.
MARSÉ, Juan. El embrujo de Shanghai (1993).
Barcelona: Plaza
y Janés "Debolsillo", 2002.
MORA, Rosa. "El recuperado Méndez", El País,
5 de febrero de 2007.
SAVARY, Sophie. "Comment des polars barcelonais modèlent l'imaginaire de la ville", Géographie et culture, n°61, 2007.