“No somos antillanos”: La identidad puertorriqueña en Insularismo

 

 

Rubén Fernández Asensio

University of Hawai‘i at Mānoa

 

 

A finales de la década de los 20, la intrusión neocolonial de los Estados Unidos dentro de América Latina era ya innegable, y la combatividad orgullosa preconizada por autores como Rubén Darío y José Enrique Rodó al terminar la guerra hispanoamericana había perdido fuerza. La victoria del materialismo yanqui sobre la autocomplaciente tradición humanista latinoamericana empujaba a la introspección y la autocrítica a toda una nueva generación de ensayistas: Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, José Carlos Mariátegui, Jorge Mañach y Ezequiel Martínez Estrada se dedicaron a indagar una definición más profunda de la identidad latinoamericana.

De entre todos estos pensadores, sólo Antonio Salvador Pedreira cargó con la circunstancia única de vivir en el único territorio latinoamericano bajo ocupación directa de los Estados Unidos. Su nombre encabeza el de la llamada “generación treintista” que acometió la tarea de reconstruir la cultura puertorriqueña a base tanto de resistir como de acomodarse al control norteño. Lanzado desde su posición de primer director del nuevo departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, su ensayo Insularismo consiguió convertirse inmediatamente en una interpretación canónica de la identidad puertorriqueña.

La crítica reciente ha sido inmisericorde con los aspectos más caducos de la obra de Antonio Pedreira, pero sin intentar situarlo en su contexto. En este trabajo me propongo reexaminar la posición de su ensayo Insularismo en la discusión de la identidad puertorriqueña. En primer lugar hay que aclarar ciertas idiosincrasias de su estilo discursivo que tienen relación directa con sus preocupaciones temáticas. Más adelante defino el tratamiento que Pedreira hace de los condicionantes raciales y geográficos de Puerto Rico, y por último determinaré cómo el ensayista extrae de su análisis previo unas recomendaciones para el desarrollo nacional de la isla.

Insularismo ha sido un libro más mencionado y blandido sea como arma o como prueba incriminatoria que leído en profundidad, y una razón principal de esta situación es su dificultad de lectura. Incluso para la norma dentro del género ensayístico, es un texto abiertamente ambiguo y tentativo. Como señala el análisis estilístico del crítico Alberty Fragaso, si según Pedreira la censura colonial es el origen del “merodeo expresivo” como discurso nacional, con Insularismo, más que atacar esa tradición retórica de lo indirecto y la alusión, Pedreira la eleva a la categoría de estética. Alberty parte de preguntar por qué Insularismo da la impresión de “falsear” Puerto Rico, y llega a la conclusión de que el estilo ambiguo de su autor aúna propósito y procedimiento, al intentar definir algo todavía no plenamente formado (la nación puertorriqueña) mediante un acercamiento indirecto.

Más interesante aún es su tesis de que Pedreira forma parte de la tradición retórica o retoricista que él mismo critica explícitamente. Para Pedreira, la necesidad de eludir la censura colonial convirtió el “merodeo expresivo” en la característica nacional de Puerto Rico:

 

He aquí el doloroso vía crucis de nuestras letras. [] Nuestros autores regionalistas tenían que dedicarse a la prestidigitación, al barroquismo expresivo, a componer alegorías prudentes para expresar a medias sus sentires. (Insularismo, p. 64)

 

Por otra parte, el ensayista parece atribuir a la escuela pública estadounidense la perpetuación de esas prácticas discursivas, mencionando el caso concreto de los fragmentos del Quijote aprendidos en su infancia: “¡El párrafo menos cervantino de la obra se convertía, por obra y gracia del retoricismo importado, en un bello modelo ejemplarizante!” (p. 142) Nótese la calificación de “importado” con que Pedreira desnaturaliza el barroquismo superpuesto al legado renacentista hispánico. Sin embargo, más adelante califica ese atavismo de “herencia racial, que nos traspasaron con el pomposo nombre de la isla” (p. 148), un nombre que nunca se correspondió con la mísera realidad local. “El nombre de Puerto Rico fue nuestra primera lección de retórica al borde de la pila bautismal.”

Además de ambigüedad respecto al origen histórico del retoricismo puertorriqueño, hay también contradicción respecto a su alcance geográfico, pues al principio del capítulo había citado a Hostos para generalizar a toda Hispanoamérica lo que Picón Salas llamó “tropicalismo” o “incapacidad para llamar las cosas por su justo nombre.” En este punto es conveniente contrastar su opinión con la de su coetáneo y co-caribeño José Lezama Lima, quien dedicó su obra crítica a reivindicar el estilo barroco colonial que antes se había tenido por una copia degenerada de lo europeo.

En el barroco, aparte de la consumación de lo español (y a través de él de la tradición grecolatina), el poeta cubano vio también la raíz de una identidad americana que ya incorporaba lo africano y lo indígena, pues su mirada abarcaba todo el continente pese a no haber salido de Cuba prácticamente nunca. En cambio, el ensayista puertorriqueño educado en Nueva York y Madrid discrepaba incluso del más modesto proyecto antillano de Palés Matos para dar prioridad a la definición de la particularidad puertorriqueña: “Para utilizar el acento integral, de conjunto, hay primero que definir el acento particular de las tres islas; una vez aclarado el tono y la dimensión de cada pueblo, buscar entonces la síntesis expresiva del triángulo antillano”. (p. 73)

Al considerarse heredero tan sólo del pasado local, Pedreira declara los tres primeros siglos coloniales “mar muerto” y “en blanco para nuestras letras”, con lo que su juicio de la tradición barroca es mucho más severo. Al contrario de Lezama Lima, no escoge apropiarse de las glorias de México, Perú o Brasil; si menciona otros países de la América colonial es para fijarse sólo en los síntomas más cuantificables del desarrollo (población, imprentas, universidades), y siempre subrayando la inferioridad de Puerto Rico. También se restringe a lo literario sin buscar síntomas de vitalidad cultural en las artes.

Cabe dar la razón a Luis Felipe Díaz, pues, cuando escribe que el filohispanismo de Pedreira es más supuesto que real. En su historia literaria puertorriqueña, el peso de “las normas ya caducas de la literatura española” y de los “convencionalismos extranjeros” tiene sólo un efecto esterilizador y es un obstáculo que los regionalistas del XIX tienen que vencer para desarrollar una literatura nacional. Pedreira relativiza la inmanencia de la cultura hispánica en Puerto Rico recordándonos la época colonial “las invasiones extranjeras, que tan a menudo nos expusieron a ser franceses, holandeses e ingleses” (p. 83). Este legado accidental, siendo sólo “una actitud en la escala de la cultura occidental” (p. 15), no encuentra un lugar definido entre el universalismo y el criollismo extremos que él defiende por igual. Con el propósito de apoyar el segundo, cita a Unamuno: “De cada país me interesan los que más del país son, los más castizos, los más propios, los menos traducidos y menos traducibles.” (p. 76) Lo paradójico es que haya que acudir a una autoridad metropolitana para autorizar e incluso ordenar el localismo, que más que oponerse al universalismo u ofrecer una alternativa, será su complemento. La metrópoli dicta pues la división del trabajo literario, con la periferia satisfaciendo el hambre de exotismo del centro. Sintomáticamente, el criollismo de Pedreira no se propone tanto reflejar la psique local como el paisaje exterior, y critica a Gautier Benítez porque “no sabía recoger el espíritu del paisaje y reproducirlo objetivamente en sus poesías.” (p. 68)

Por otra parte, el denostado retoricismo es parte de la realidad local que habrá que reflejar. A la hora de explicárselo como precaución criolla frente a la autoridad colonial, Pedreira lo relaciona directamente con la “jaibería jíbara”. Así, lo que antes era símbolo de desunión (el recelo del campesinado blanco frente a la burguesía criolla y la competencia negra) se convierte en rasgo nacional.

En sus notas a Insularismo, Mercedes López Baralt trata de definir la jaibería como estrategia protectora del colonizado relacionándola con las teorías de Frantz Fanon. El nexo resultaría plausible si la identificáramos con la incredulidad desconfiada que Llorens Torres inmortalizó en su célebre décima “Njú”, reproducida en Insularismo. No obstante, el silencio del jíbaro en Llorens vuelve del revés el merodeo expresivo del ensayista; más que dejarse enredar en una logomaquia donde tiene las de perder, el colonizado “coge su machete” y se encastilla, impermeable al adoctrinamiento. En términos de Fanon: “La violencia con la cual se ha afirmado la supremacía de los valores blancos [] hace que, por una justa inversión de las cosas, el colonizado se burle cuando se evocan frente a él esos valores.” (p. 38)

En verdad, nada resulta más ajeno a Fanon y al lenguaje de la violencia descrito por el martiniqués que el retoricismo tipificado por Pedreira. Mayor semejanza muestra con lo que Édouard Glissant llama “diversión” o desvío, la estrategia de camuflaje que él identifica en los orígenes de la lengua criolla martiniquesa, en el slang afroamericano o en la jerga joal del Quebec sometido a dominación anglófona. Según este teórico, la desaparición de ambas jergas con el proceso de afirmación nacional sugiere que esta estrategia de ocultamiento no conduce a ninguna parte a no ser que el pueblo afectado empiece a verse como nación viable. Mientras que ese fue el caso de Haití, “la creencia popular en Martinica es tal que todavía funciona como si el Otro estuviese escuchando” (p. 22).

El concepto parece aplicable a Pedreira si bien no muy halagador. Por otra parte, no es una excusa para precipitarse a criticar los yerros ideológicos del puertorriqueño, puesto que Glissant mismo reclama “el derecho a la oscuridad”, atacando “el ideal de universalidad transparente, impuesto por Occidente” (p. 2). Desde su punto de vista, la oscuridad en los estudios postcoloniales es inevitable y refleja la naturaleza fluctuante de las metamorfosis culturales que investiga. También Pedreira, pese a dedicar todo el capítulo “Nuestro retoricismo” a fustigar el “entusiasmo atávico por la sofistería” con que los isleños esconden sus intenciones “en la ornamentación de los párrafos, en la hojarasca protectora” (p. 143), es él mismo culpable de esta “hidropesía retórica”; sirva como ejemplo cualquiera de sus párrafos con sus insólitas metáforas. Parafraseando a Fanon, también en el cerebro del contradictorio intelectual puertorriqueño hay “un centinela vigilante encargado de defender el pedestal grecolatino” (p. 41), en este caso el de la claridad aticista.

La cuestión del jibarismo y su papel en la formación de Puerto Rico se enlaza con otro tema fundamental: la raza. Pedreira retrotrae el despertar de la nación puertorriqueña a El Gíbaro y al legado espiritual de Agüeybaná el Bravo que los criollos se apropian. Su análisis del jíbaro o criollo aindiado se anticipa bastante al concepto de transculturación lanzado después por el cubano Fernando Ortiz: los españoles, desgarrados de su país de origen y aislados, se adaptaron al nuevo ambiente abandonando rasgos de su tradición propia y adoptando otros de la cultura india. Aún así, la eliminación física de los indios impidió la transmisión biológica del espíritu de resistencia tan ausente, según Pedreira, en Puerto Rico: “De su organización primitiva heredaron nuestros campesinos el bohío, la hamaca, la tinaja, las higueras... mas no la bravía independencia guerrera que los lanzaba a expediciones arriesgadas fuera del Boriquén.” (p. 21)

Lo que separa a Pedreira de otros ensayistas antillanos coetáneos es precisamente la importancia que da a lo indígena ausente. En su análisis de la estructuración ternaria en Insularismo, Eduardo Béjar hace notar que casi todo en el ensayo aparece en tríadas, incluyendo los componentes de la orquesta típica (el güiro indio, el tambor africano y la guitarra española), las opciones literarias coetáneas (el vanguardismo de Evaristo Ribera, el neojibarismo de Luís Llorens Torres y el negrismo de Luís Palés Matos), y especialmente las razas constituyentes de la nación puertorriqueña. Por otra parte, lo mulato no es en Pedreira una síntesis dialéctica en el sentido hegeliano como sucede en la poesía palesiana, ya que desde su punto de vista no consigue llenar el vacío dejado por el exterminio del componente indígena. La influencia de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler interpretado por Ortega y Gasset le hace dudar del poder creador de la sociedad criolla: “La cultura y la civilización que tanto nos envanecen —ha dicho Ortega— son una creación del hombre salvaje y no del hombre culto y civilizado.’ Si el valor de la vida primitiva es ser fontana de la organización cultural y civil, nosotros no hemos tenido esa fontana. Todo nos vino hecho y manoseado, y así se acostumbró el pueblo al consumo y no a la producción de valores vitales”. (p. 32)

Se percibe muy bien aquí la separación spengleriana entre cultura y civilización, como dos pulsaciones diferentes en un crecimiento orgánico. La cultura, estando todavía ligada a la barbarie y al aislamiento precedentes, es el fermento de desarrollo interior previo a la fase de crecimiento externo sin innovaciones que llamamos civilización. Tal concepto orgánico implica que para Spengler y Pedreira, igual que para Ortiz, los pueblos o “razas” no emigran realmente, sino que deben crear su cultura en el solar que ocupan. Es este enraizamiento en la tierra lo que los indígenas podrían haber aportado según Pedreira. Su falta tiene graves consecuencias: “Para corregir las aportaciones extrañas nos faltó la base autóctona.” (p. 31)

La mutilación de la tríada originaria indio-blanco-negro nos permite contextualizar el controvertido aserto de que la fusión de razas provoca “con-fusión” y abona la interpretación de Rubén Ríos Ávila de que para Pedreira un país doble y dividido en lo cultural, racial y político es un país desunido. Por un lado, tenemos indicios de su desdén rencoroso a los afroportorriqueños, como cuando los opone al nacionalismo blanco: “Pero cuando el gesto viene empapado de oleadas de sangre africana quedamos indecisos, como embobados ante las cuentas de colores.” (p. 29) Por otro lado, Pedreira piensa muy concretamente en la situación política de su tiempo, con un Partido Republicano anexionista y preponderantemente negro, al definir Puerto Rico como “un pueblo cuya principal debilidad radica en una incapacidad para la acción conjunta y desinteresada. Cuando el blanco protesta el negro acata y viceversa —¿se entenderá este símbolo?—.” (p. 31) No es esta una interpretación que puedan suscribir el muñocismo estadolibrista y otros que ven en Pedreira el adalid de separar política y cultura, tal como recoge José Juan Beauchamp; no obstante, hay que tomarse a Pedreira en serio cuando dice que los puertorriqueños son imprecisos por necesidad y no por gusto, y aquí nos da un buen ejemplo de rodeo al tratar la silenciosa “guerra civil biológica”.

Respecto al supuesto racismo de Insularismo, Sonia Labrador Rodríguez despeja muchas incógnitas en su estudio de la biografía que el ensayista escribió sobre el político mulato anexionista José Celso Barbosa. Tanto Barbosa como Pedreira eran de origen humilde y habían conseguido una educación en Estados Unidos, encontrando problemas para ser admitidos en la eurocéntrica élite criolla. Sin embargo, en vez de reclamar el legado cultural de la decadente clase señorial como el ensayista, Barbosa lo atacó con un proyecto de unión a los Estados Unidos, sólo para quedar atrapado en la contradicción entre la retórica democrática del gobierno federal de un lado y del otro las prácticas racistas de la sociedad estadounidense. Sería este caso un ejemplo práctico de cómo para Pedreira el conflicto de intereses encarnado en la mulatez genera confusión política y obstaculiza el proyecto nacional, a falta de un tercero en discordia que posibilite las alianzas.

Rubén Ríos Ávila contrasta las insolubles oposiciones binarias en Insularismo (España-EEUU, blanco-negro, hombre-mujer) con la celebración carnavalesca de la confusión y del rítmico “ten con ten” en la poesía negrista de Luis Palés Matos. La dicotomía entre Pedreira y Palés es una simplificación muy útil a la hora de organizar el canon puertorriqueño, si bien minimiza las semejanzas señaladas por Carmen Vázquez Arce. Según ésta, ambos autores basan su respectivo modelo cultural en la interrelación orgánica entre cultura, raza y paisaje, frente a aproximaciones como la de Tomás Blanco en su Prontuario que privilegian factores históricos en la formación de la identidad puertorriqueña. Los dos han leído a Spengler, pero Palés parece tomarse más en serio el augurio de la decadencia de Occidente, mientras que Pedreira define todavía una “cultura universal” que, según él, Spengler divide “en dos grandes estadios: la cultura antigua de alma apolínea y la occidental de alma fáustica.” (p. 15) Para Pedreira no hay ninguna solución de continuidad entre ambas, ni puede la civilización arábica reclamar el legado griego con la misma autoridad que Europa. Esta cultura universal no puede, por definición, decaer. En cambio, Palés hace suyo el relativismo cultural implícito en Spengler y ve en la decadencia occidental la oportunidad de alumbrar en suelo antillano un nuevo ciclo cultural parangonable con los de Europa, China, la India y el México precolombino.

Otro punto de divergencia es el nexo entre cultura y raza. Pedreira se adhiere a la definición tradicional de “raza” usada por Spengler frente a Palés, quien la interpreta en el sentido biológico igual que Vasconcelos en La raza cósmica, de manera que el mestizaje sería conditio sine qua non para engendrar una nueva civilización. Ahora bien, del mismo modo que Vasconcelos profetiza un mestizo de mente universal (léase occidental), la Mulata-Antilla de Palés es mestiza más que nada por su piel, mientras que sus prácticas culturales son inequívocamente africanas sin revelar un sincretismo profundo. Tenemos aquí un caso similar a lo que Glissant denomina reversión: “el primer impulso de una población trasplantada que no está segura de mantener el viejo orden de valores en el nuevo lugar” (p. 16).

Lo curioso del caso es que sea un poeta blanco quien se deje seducir por este “retorno a África”. Más que reflejar procesos de criollización tal como los entiende Glissant, Palés subvierte el discurso colonialista de los medios estadounidenses que, al presentar Puerto Rico como una nación mulata y salvaje, impedía a los criollos el dejarse representar por políticos de color como Barbosa. El poeta convierte los estereotipos negativos en un arma de resistencia: rasgos como la sexualidad desatada, la suciedad, el mal olor, el canibalismo, el paganismo o especialmente la combatividad que los racistas estadounidenses imputaban al negro “inasimilable” pasan a expresar una identidad puertorriqueña global que, no siendo occidental y teniendo una base biológica, no puede ser absorbida tampoco. En ese sentido y a pesar de las apariencias, Palés es un continuador indirecto de la poesía jibarista por seguir vinculando la autenticidad isleña a un Otro hostil a Occidente. Por otro lado, en su análisis de Palés, Vázquez advierte que todo contradiscurso parasita su contrario; la estrategia palesiana es esencialista también por atribuir a la cultura negra una raíz biológica que requiere el mestizaje como punto de encuentro con la nación, situado ahora en el futuro mulato en vez del pasado indígena como sucedía en el jibarismo.

Al tipo mestizo que él llama ‘grifo’, Pedreira le atribuye los rasgos positivos que Palés otorga al mulato, concretamente la rebeldía combativa. No obstante, lo opone al mulato “armónico”, que él describe “indefinido y titubeante”, gregario, dividido entre dos fidelidades y desprovisto de impulso creador. Por otro lado el ensayista, al describir su propia generación como “fronteriza”, se identifica también con esa confusión, igual que cuando se refiere al retoricismo y el “mestizaje en nuestra expresión”. Claramente, lo mulato en Insularismo es, más que categoría racial, una metáfora cultural y política, caracterizada por el autor en términos ambiguos que mezclan lo negativo (la indecisión) con lo positivo (la armonía de contrarios); también sugiere un futuro, pero más abierto que el trazado por Palés.

Mucho más peso que el determinismo racial parece tener el geográfico en Insularismo, como indica el título mismo. Pedreira dedica todo un capítulo a explicar su idea spengleriana de que “la tierra reduce el escenario en que ha de moverse la cultura” (p. 48). Es aquí donde convierte el “aplatanamiento” en característica nacional, que es lo que menos le ha perdonado la crítica posterior; también aquí dogmatiza un pesimismo innato causado por el efecto de la irregularidad meteorológica en la agricultura, y cita a Samuel Gili Gaya para pintar el paisaje isleño como “amable y profundamente femenino”, lo que hace de Puerto Rico “un pueblo ajeno a la violencia y cortésmente pacífico, como nuestro paisaje” (p. 43). Llega a afirmar que el clima tropical acelera y acorta la juventud en exceso, de lo que diagnostica varios problemas de la educación universitaria en Puerto Rico.

Aquí conviene traer a colación los informes oficiales que médicos y militares como Bailey Ashford, Henry Carroll y Margherita Hamm enviaban a Washington poco después de la ocupación, donde, para complementar el mito del Puerto Rico negro e incivilizado que diseminaba la prensa estadounidense, se teje un discurso paralelo sobre la degeneración del jíbaro blanco en el clima tropical; la misión civilizadora de la nueva metrópoli se tiñe así de tonos médicos y respetabilidad científica. Noel Luna utiliza esos textos para examinar cómo en los poemas de Llorens Torres la defensa del jíbaro, de su paisaje amenazado por el monocultivo azucarero y sobre todo de su vital sensualidad, encierra una refutación directa de la anemia enfermiza que los invasores anglosajones querían imputar a Puerto Rico. Este empeño lo aproxima a su aparente antagonista Palés Matos, también dedicado a glosar las danzas que con su agitación prueban la erótica e incluso violenta vitalidad de las masas puertorriqueñas, en su caso negras. En cambio, Pedreira acepta la retórica del Puerto Rico enfermo, e incluso parece envidiar el cuerpo del invasor nórdico cuando compara la danza criolla con el foxtrot: “Pueblo deportivo, motriz y fuerte, necesitaba un ejercicio coreográfico en consonancia con su constitución atlética, su capacidad gimnástica y su higiénico alpinismo. Puerto Rico, en cambio, país tropical y anémico, buscó acomodo a su expresión en una fórmula bailable lenta y recatada.” (p. 204)

¿Por qué Pedreira interioriza un estereotipo tan desventajoso para Puerto Rico? Una razón primordial es la influencia de Spengler y su teoría de la cultura, sumada a su interpretación de la tradición jibarista. El determinismo geográfico le proporciona la única vía para enlazar hombre y paisaje de tal manera que Puerto Rico sea algo más que una masa de españoles emigrados, ocasionalmente de piel negra. Más aún, añadido al efecto darwiniano de la selección natural y el paso del tiempo, el factor geográfico se vuelve biológico facilitando el resurgimiento de una raza nativa pese al exterminio de los taínos. Por eso define al campesino de las montañas diciendo que “a fuerza de luchar con la inclemente naturaleza, ha desarrollado una admirable resistencia física, casi inmune a las mismas enfermedades que tantos estragos causan a los europeos.” (p. 25) Pese a contradecir la caracterización del paisaje puertorriqueño como tierno y blando, Insularismo exagera los “rigores del trópico” (huracanes, terremotos, enfermedades, calor) para convertir el clima isleño en una fortaleza inexpugnable tal como Palés hizo con la raza: si la geografía es lo que determina el carácter nacional, éste no sólo no cambiará por imperativos políticos sino que absorberá al invasor. Tanto Palés como Pedreira le dan la vuelta a los mitos creados por el ocupante y subvierten sus valores haciendo positivo lo tenido por negativo. Esta puede ser la razón de que al contrario que el discurso colonial oficial Pedreira raras veces achaque los rasgos físicos y culturales del jíbaro a la desnutrición; desde su punto de vista, Puerto Rico es inmune a la domesticación alimentaria. Por añadidura, mencionar la resistencia a las enfermedades tropicales subraya el mejoramiento racial causado por la adaptación al ambiente y antagoniza la nórdica resistencia al frío, la cual causó la superioridad anglosajona según el racismo de la época.

Respecto a la languidez de la danza criolla, Pedreira no silencia su carácter burgués ni su origen extranjero. Aunque ve en ella un ejemplo de asimilación al espíritu isleño, no descuida elogiar la racial “música brava” del interior, y veladamente se disculpa de la atención que concede a la danza haciendo responsable al pueblo por preferir La Borinqueña para las funciones de himno oficioso: “Sin ofender a nadie, La Borinqueña como himno es una hija natural de nuestro patriotismo; como danza es una hija legítima de nuestra cultura. Y esto basta por ahora.” (p 207)

A su manera ambigua, Pedreira usa pues el símbolo de la danza para revelar el extranjerismo sumiso de la burguesía criolla aplatanada por el clima costero, y también su control ideológico sobre la opinión pública. La incómoda observación surtió efecto, y la reacción inmediata de Tomás Blanco y Palés Matos fue reivindicar la plena como verdadera música nacional.

Pese a abrazar el determinismo climatológico, el ensayista expresa sus reservas respecto al geográfico. Desautoriza a Ángel Ganivet, quien atribuye agresividad a los pueblos isleños, diciendo que estaría pensando en Inglaterra, si bien, como se vio antes, presume que los taínos poseyeron esa belicosidad hoy irremediablemente perdida. Más que un determinante geográfico insalvable, Pedreira ve en la insularidad cultural de Puerto Rico un atavismo provocado por la colusión histórica del monopolio comercial español y la piratería extranjera; igual que las murallas de San Juan, el aislamiento ha desaparecido, pero persiste el “angostamiento de la visión estimativa” que produjo. Por esta razón Insularismo conmina a la juventud puertorriqueña  a viajar, ya que el único condicionante geográfico que reconoce es la pequeñez del territorio: “En proporción a su tamaño se desarrolla su riqueza, y por lo tanto su cultura” (p. 47). La paradoja es pues que Puerto Rico no puede crear una cultura nacional digna de tal nombre sin comunicar con el exterior.

Por otra parte, el llamado al cosmopolitismo no privilegia ni los Estados Unidos ni Hispanoamérica, sino que pone a ambos al mismo nivel, ya que Pedreira redefine la pertenencia del Puerto Rico colonial al imperio español en términos puramente políticos. Numerosas páginas de Insularismo reconstruyen con vívido detalle “el aislamiento impenetrable en que vivía nuestra colonia” (p. 160), sin olvidar las restricciones gubernamentales a la emigración y al comercio. Su imagen del Puerto Rico colonial, a medio camino entre isla de Robinsón Crusoe y colonia penitenciaria, justificaba su escepticismo hacia la antillanía de la isla (entendida como sus vínculos culturales con Cuba y Santo Domingo; Insularismo nunca plantea la cuestión de una semejanza con las Antillas no hispanas) y movió a Tomás Blanco a escribir el Prontuario histórico de Puerto Rico para refutar la idea de un Puerto Rico periférico y abandonado en favor de las otras Antillas Mayores.

Luis Felipe Díaz coincide en que la adhesión de Pedreira al filohispanismo de la decadente élite hacendada criolla es sólo superficial. Cuando el ensayista escribe que “nosotros fuimos y seguimos siendo culturalmente una colonia hispánica” (p. 17) lo hace para fustigar la falta de creatividad de la élite hispanófila, no para halagarla. Frente al sentir popular que considera el desarrollo de la identidad puertorriqueña abortado e interrumpido por la intervención estadounidense, y que también Pedreira repite a veces de manera formulaica, Pedro Álvarez Ramos es de la opinión que Insularismo describe el surgimiento de la personalidad isleña más bien causado por el intervencionismo español y la contradicción entre los intereses políticos y económicos criollos y los metropolitanos. De este modo, el nacionalismo no sólo tendría una motivación política más que cultural sino que por añadidura se desarrollaría en abierta contradicción con las afinidades culturales, lo que abre la posibilidad de un desarrollo autónomo de política y cultura (quizás un término más apropiado para lo que Pedreira describe que “separación”): “El nativo no renunció jamás a su españolidad puertorriqueña; se consideró siempre español de acá con ideas y reacciones distintas a los de allá. El puñado de separatistas no formó nunca ambiente: los liberales, reformistas, abolicionistas y autonomistas, formaban legión.” (p. 97)

José Juan Beauchamp explora los artículos de Pedreira previos a Insularismo para confirmar su distancia respecto a los postulados independentistas. Este punto de vista lo lleva a minimizar el Grito de Lares y a atribuir más relevancia en la formación del espíritu nacional al “terrible año de 1887” y los Compontes. Además del carácter minoritario de la revuelta armada, su visión del autonomismo decimonónico como un proceso reactivo más que endógeno lo hace subrayar el alcance popular de la conspiración del 1887 y la crudeza de su represión. Sin embargo, hay otra razón todavía más determinante: Pedreira cita a Barbosa literalmente para insinuar que la conspiración fue un intento de consumar la independencia económica de la isla antes que la política, ya que la sociedad secreta obligaba a sus miembros “a no realizar transacción alguna en compra, venta o negocio cualquiera con una firma, tienda o corporación en que no se emplease a puertorriqueños, ni los aceptase como dependientes” (p. 191). El ensayista sostiene que la “nueva masonería [] dejó prontamente sentir su influencia en el rápido florecimiento del comercio, la industria y los negocios de los nativos” (p. 191).

Es posible que Pedreira estuviese pensando aquí en la célebre Marcha de la Sal de Gandhi y en el movimiento de desobediencia civil que éste había iniciado en 1920 llamando a los indios al boicot de los productos textiles británicos en favor de los de producción casera. Aunque era demasiado realista para proponer un modelo hindú a la provinciana clase terrateniente puertorriqueña, no se privó de señalar su responsabilidad en la pérdida de la soberanía territorial y económica:


La tierra, ayer no más, nos caía por el corazón en el regazo de la cultura; hoy se nos cae de las manos en los vaivenes de la compraventa alterando su patriótico sentido por uno exclusivamente económico. [
] La tierra, pues, se encuentra en este apenado proceso de transacción, que es como decir de transición histórico-económica. ¿A dónde va la tierra? Nadie podrá decirlo en tanto no se sepa qué pueblo ha de decir la última palabra. (p. 50)

 

Este es el momento más dolorosamente lúcido en Pedreira, cuando critica la hipocresía y la inconsistencia del nacionalismo hacendado: “Hablamos de nuestra tierra y la hemos vendido.” (p.138) Es bajo este prisma como hay que entender las referencias a la dicotomía Ariel-Calibán lanzada por José Enrique Rodó hacía tres décadas y ya familiar para la élite isleña. Insularismo se hace eco de la retórica arielista denunciando el materialismo yanqui, pero siempre da ejemplos concretos de su contagio en los puertorriqueños mismos y en su economía interna, sobre todo en el auge del consumismo improductivo: “El esparcimiento se tornó negocio; hay que pagar por todo.” (p. 114) Por otra parte, en algunos pasajes parece subvertir abiertamente la escala de valores nacionalista: “Todo puertorriqueño que no tenga sus facultades empañadas por antagonismos e idolatrías tiene que reconocer el maravilloso progreso alcanzado en los últimos treinta años.” (p. 100)

En otros momentos constata también el desarrollo del telégrafo, la luz eléctrica, las carreteras, los hospitales, y por encima de todo del sistema escolar público, que acapara páginas y páginas de Insularismo. Pedreira describe con lujo de detalles el patético estado de la instrucción pública bajo la colonia española, y siente agudamente la paradoja de ser él mismo un fruto de la campaña educativa lanzada por el gobierno estadounidense, por lo que no puede aceptar la ideología rodoniana tal cual. Por esta razón, aun desvinculándose del discurso anexionista y negando la relación entre la ocupación colonial y el progreso material, acepta este último como un signo inevitable de los tiempos que no es posible disociar del progreso del materialismo:

 

...o achaquemos a ninguno las condiciones universales que en cada época han prevalecido; muchos de los cambios que se adjudican en nuestro país a los norteamericanos, no provienen precisamente de ellos, sino de la época que los impone igualitariamente en Australia, en España, en Chile, en Puerto Rico... Cada transformación provechosa, venga de donde venga, es ineludible y necesaria. Todo pueblo que quiera mantener la sanidad de sus pulmones tiene que respirar aires de fuera. (p. 114-115)

 

El proyecto que Insularismo bosqueja es pues una armonización de lo material y lo espiritual, envuelto en metáforas rodonianas que lo hagan digerible para la élite puertorriqueña. Si por un lado consuela su catastrofismo concediendo que “hoy somos más civilizados, pero ayer éramos más cultos” (p. 103), por el otro el panorama histórico que pinta no deja duda de que el legado hispánico es incompleto y de segunda mano; Pedreira sugiere que las verdaderas oportunidades para la cultura yacen en el futuro. He aquí su recomendación para vencer los límites del territorio y la superpoblación: “No cabe otro recurso que la expansión vertical: ir hacia arriba, hacia adentro, hacia abajo, para cultivar ideas y sentimientos viriles. De no aumentarnos culturalmente estaremos condenados a la ingrata condición de peones.” (p. 46)

Además de subrayar el beneficioso resultado del fomento de la cultura, esta exhortación deja claro que el referente ideológico pedreriano no es Rodó sino Spengler, quien introdujo la metáfora del árbol para explicar los ciclos culturales (“la civilización es horizontal; la cultura, vertical”, p. 103), la misma metáfora que Palés usó para organizar su poemario Tuntún de pasa y grifería: el tronco y las ramas. En repetidas veces Pedreira advierte que el problema que plantea “no es el de la civilización, sino el de la cultura”, definiendo la segunda como “asunto más cualitativo que cuantitativo” (p. 101). Es el desarrollo no de lo material sino de las ideas, que no se puede contar ni medir con medios estadísticos como quisieran los apologetas de la ocupación.

Frente a la obsesión del jibarismo y el negrismo por lo ancestral y racial, Pedreira es tajante: “Volver atrás es inútil.” (p. 219) Significativamente pone su capítulo “He aquí las raíces” casi al final del libro, después del viaje en la simbólica nave nacional, y las presenta (la equitación, la danza, el acento) en un cuadro deliberadamente heteróclito, que hace exclamar a su comentarista Tomás Blanco: “¿Y estas son ‘Las raíces’? Más bien son fenómenos episódicos, fruto del ambiente, la historia y la casualidad.” (p. 333)

Claramente el ensayista no ve en estos elementos inconexos y de origen dispar un asidero para refugiarse del presente sino las piezas con que construir un futuro nuevo con un criterio selectivo, y lo dice explícitamente: “Arranquemos las raíces ya secas y afiancemos las que tiene estirpe.” (p. 215) El proyecto nacional de Insularismo se convierte así en una propuesta que asiente por igual las raíces culturales y materiales de este crecimiento futuro. Aunque no olvide mencionar la supresión de todas las subvenciones de carácter artístico por el ocupante estadounidense, el libro también señala la dificultad de hacer comprender a las autoridades locales “que una biblioteca municipal es tan importante como una plaza del mercado o un matadero” (p. 113). Sin dejar de alabar a los compatriotas que han aprendido del ocupante “la técnica de los negocios y el secreto de la economía”, también les recuerda su responsabilidad para con la cultura y recrimina su filisteísmo: “Se puede ser mecánico, o profesor, o médico, o business man sin desleales agresiones a la cultura.” (p. 112)

El mismo estilo de Pedreira es un ejemplo de su “mulatez” y del sincretismo que propugna: ciencia y poesía, civilización y cultura, modernidad y tradición, economía y espíritu, universalidad y localidad. Como ha indicado Díaz, Insularismo amalgama las reminiscencias de la literatura decimonónica con las metáforas médicas y económicas, lo que da una impronta tan particular al libro. Su autor conmina a las élites puertorriqueñas a engendrar una nueva generación de maestros que sean médicos y filósofos a un tiempo.

Es precisamente ese elitismo lo que ha acarreado más críticas a Pedreira. Se le ha llamado racista, machista, paternalista, enemigo de la democracia... Pocos han querido conceder que todas esas características eran antes que nada las de la élite terrateniente y burguesa de su época, a la cual Pedreira no pertenecía por origen y cuyo lenguaje tenía que usar si quería entablar diálogo con ella, a la vez adulándola y criticándola entre evasivas. En vez de juzgarlo con el rasero de nuestra mentalidad actual, resulta más provechoso rescatar lo positivo de su pensamiento, que es su modelo antiesencialista de la identidad nacional. Aunque el estadolibrismo de Muñoz se apropiase luego de algunos aspectos de sus ideas, Pedreira difícilmente reconocería como herederos a los tecnócratas muñocistas, ya que siempre criticó a los profesionales de la demagogia. Insistiendo sin cesar en que su proyecto era puramente cultural, poco podría imaginar que tras su muerte se convertiría en un pretexto para perpetuar el status quo político y mantener Puerto Rico en un limbo. Pese a todo, la nave al garete de Pedreira, con su vaivén móvil y fluctuante, continúa siendo una sugestiva invitación a aceptar la ambigüedad, incluso para naciones independientes, ahora que el rumbo marcado por la civilización occidental ha sido puesto en cuestión.

 

 

Obras citadas

 

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