“No somos
antillanos”: La identidad
puertorriqueña en Insularismo
A finales de la
década de los 20, la intrusión neocolonial de los Estados
Unidos
dentro de América Latina era ya innegable, y la combatividad
orgullosa
preconizada por autores como Rubén Darío y José
Enrique
Rodó al terminar la guerra hispanoamericana había perdido
fuerza.
La victoria del materialismo yanqui sobre la autocomplaciente
tradición
humanista latinoamericana empujaba a la introspección y la
autocrítica a toda una nueva generación de ensayistas:
Pedro
Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Alfonso Reyes,
José Carlos Mariátegui, Jorge Mañach y Ezequiel
Martínez Estrada se dedicaron a indagar una definición
más
profunda de la identidad latinoamericana.
De entre todos
estos pensadores, sólo Antonio Salvador Pedreira cargó
con la
circunstancia única de vivir en el único territorio
latinoamericano bajo ocupación directa de los Estados Unidos. Su
nombre
encabeza el de la llamada “generación treintista” que
acometió la tarea de reconstruir la cultura
puertorriqueña a base
tanto de resistir como de acomodarse al control norteño. Lanzado
desde
su posición de primer director del nuevo departamento de
Estudios Hispánicos
en la Universidad de Puerto Rico, su ensayo Insularismo
consiguió
convertirse inmediatamente en una interpretación canónica
de la
identidad puertorriqueña.
La
crítica reciente ha sido inmisericorde con los aspectos
más
caducos de la obra de Antonio Pedreira, pero sin intentar situarlo en
su
contexto. En este trabajo me propongo reexaminar la posición de
su
ensayo Insularismo en la discusión de la identidad
puertorriqueña. En primer lugar hay que aclarar ciertas
idiosincrasias de
su estilo discursivo que tienen relación directa con sus
preocupaciones
temáticas. Más adelante defino el tratamiento que
Pedreira hace
de los condicionantes raciales y geográficos de Puerto Rico, y
por
último determinaré cómo el ensayista extrae de su
análisis
previo unas recomendaciones para el desarrollo nacional de la isla.
Insularismo
ha sido un libro más mencionado y blandido sea como arma o como
prueba
incriminatoria que leído en profundidad, y una razón
principal de
esta situación es su dificultad de lectura. Incluso para la
norma dentro
del género ensayístico, es un texto abiertamente ambiguo
y
tentativo. Como señala el análisis estilístico del
crítico Alberty Fragaso, si según Pedreira la censura
colonial es
el origen del “merodeo expresivo” como discurso nacional, con Insularismo,
más que atacar esa tradición retórica de lo
indirecto y la
alusión, Pedreira la eleva a la categoría de
estética.
Alberty parte de preguntar por qué Insularismo da la
impresión de “falsear” Puerto Rico, y llega a la
conclusión de que el estilo ambiguo de su autor aúna
propósito
y procedimiento, al intentar definir algo todavía no plenamente
formado
(la nación puertorriqueña) mediante un acercamiento
indirecto.
Más
interesante aún es su tesis de que Pedreira forma parte de la
tradición retórica o retoricista que él mismo
critica
explícitamente. Para Pedreira, la necesidad de eludir la censura
colonial convirtió el “merodeo expresivo” en la
característica nacional de Puerto Rico:
He aquí
el doloroso vía crucis de nuestras letras. […] Nuestros
autores regionalistas
tenían que dedicarse a la prestidigitación, al
barroquismo
expresivo, a componer alegorías prudentes para expresar a medias
sus
sentires. (Insularismo, p. 64)
Por otra parte,
el ensayista parece atribuir a la escuela pública estadounidense
la
perpetuación de esas prácticas discursivas, mencionando
el caso
concreto de los fragmentos del Quijote aprendidos en su
infancia:
“¡El párrafo menos cervantino de la obra se
convertía, por obra y gracia del retoricismo importado, en un
bello
modelo ejemplarizante!” (p. 142) Nótese la calificación
de
“importado” con que Pedreira desnaturaliza el barroquismo
superpuesto al legado renacentista hispánico. Sin embargo,
más
adelante califica ese atavismo de “herencia racial, que nos traspasaron
con el pomposo nombre de la isla” (p. 148), un nombre que nunca se
correspondió con la mísera realidad local. “El nombre de
Puerto Rico fue nuestra primera lección de retórica al
borde de
la pila bautismal.”
Además
de ambigüedad respecto al origen histórico del retoricismo
puertorriqueño, hay también contradicción respecto
a su
alcance geográfico, pues al principio del capítulo
había
citado a Hostos para generalizar a toda Hispanoamérica lo que
Picón Salas llamó “tropicalismo” o “incapacidad
para llamar las cosas por su justo nombre.” En este punto es
conveniente
contrastar su opinión con la de su coetáneo y
co-caribeño
José Lezama Lima, quien dedicó su obra crítica a
reivindicar el estilo barroco colonial que antes se había tenido
por una
copia degenerada de lo europeo.
En el barroco, aparte de la
consumación de lo español (y a través de él
de la
tradición grecolatina), el poeta cubano vio también la
raíz de una identidad americana que ya incorporaba lo africano y
lo
indígena, pues su mirada abarcaba todo el continente pese a no
haber
salido de Cuba prácticamente nunca. En cambio, el ensayista
puertorriqueño educado en Nueva York y Madrid discrepaba incluso
del
más modesto proyecto antillano de Palés Matos para dar
prioridad
a la definición de la particularidad puertorriqueña:
“Para
utilizar el acento integral, de conjunto, hay primero que definir el
acento
particular de las tres islas; una vez aclarado el tono y la
dimensión de
cada pueblo, buscar entonces la síntesis expresiva del
triángulo
antillano”. (p. 73)
Al considerarse
heredero tan sólo del pasado local, Pedreira declara los tres
primeros
siglos coloniales “mar muerto” y “en blanco para nuestras
letras”, con lo que su juicio de la tradición barroca es mucho
más severo. Al contrario de Lezama Lima, no escoge apropiarse de
las
glorias de México, Perú o Brasil; si menciona otros
países
de la América colonial es para fijarse sólo en los
síntomas más cuantificables del desarrollo
(población,
imprentas, universidades), y siempre subrayando la inferioridad de
Puerto Rico.
También se restringe a lo literario sin buscar síntomas
de
vitalidad cultural en las artes.
Cabe dar la
razón a Luis Felipe Díaz, pues, cuando escribe que el
filohispanismo de Pedreira es más supuesto que real. En su
historia
literaria puertorriqueña, el peso de “las normas ya caducas de
la
literatura española” y de los “convencionalismos
extranjeros” tiene sólo un efecto esterilizador y es un
obstáculo que los regionalistas del XIX tienen que vencer para
desarrollar una literatura nacional. Pedreira relativiza la inmanencia
de la
cultura hispánica en Puerto Rico recordándonos la
época
colonial “las invasiones extranjeras, que tan a menudo nos expusieron a
ser franceses, holandeses e ingleses” (p. 83). Este legado accidental,
siendo sólo “una actitud en la escala de la cultura occidental”
(p. 15), no encuentra un lugar definido entre el universalismo y el
criollismo
extremos que él defiende por igual. Con el propósito de
apoyar el
segundo, cita a Unamuno: “De cada país me interesan los que
más
del país son, los más castizos, los más propios,
los menos
traducidos y menos traducibles.” (p. 76) Lo paradójico es que
haya
que acudir a una autoridad metropolitana para autorizar e incluso
ordenar el
localismo, que más que oponerse al universalismo u ofrecer una
alternativa,
será su complemento. La metrópoli dicta pues la
división
del trabajo literario, con la periferia satisfaciendo el hambre de
exotismo del
centro. Sintomáticamente, el criollismo de Pedreira no se
propone tanto
reflejar la psique local como el paisaje exterior, y critica a Gautier
Benítez porque “no sabía recoger el espíritu del
paisaje y reproducirlo objetivamente en sus poesías.” (p. 68)
Por otra parte,
el denostado retoricismo es parte de la realidad local que habrá
que
reflejar. A la hora de explicárselo como precaución
criolla
frente a la autoridad colonial, Pedreira lo relaciona directamente con
la
“jaibería jíbara”. Así, lo que antes era
símbolo de desunión (el recelo del campesinado blanco
frente a la
burguesía criolla y la competencia negra) se convierte en rasgo
nacional.
En sus notas a Insularismo, Mercedes
López Baralt trata de definir la jaibería como estrategia
protectora del colonizado relacionándola con las teorías
de
Frantz Fanon. El nexo resultaría plausible si la
identificáramos
con la incredulidad desconfiada que Llorens Torres inmortalizó
en su
célebre décima “Njú”, reproducida en Insularismo.
No obstante, el silencio del jíbaro en Llorens vuelve del
revés
el merodeo expresivo del ensayista; más que dejarse enredar en
una
logomaquia donde tiene las de perder, el colonizado “coge su
machete” y se encastilla, impermeable al adoctrinamiento. En
términos de Fanon: “La violencia con la cual se ha afirmado la
supremacía de los valores blancos […] hace que, por una
justa
inversión de las cosas, el colonizado se burle cuando se evocan
frente a
él esos valores.” (p. 38)
En verdad, nada
resulta más ajeno a Fanon y al lenguaje de la violencia descrito
por el
martiniqués que el retoricismo tipificado por Pedreira. Mayor
semejanza
muestra con lo que Édouard Glissant llama “diversión”
o desvío, la estrategia de camuflaje que él identifica en
los
orígenes de la lengua criolla martiniquesa, en el slang
afroamericano o
en la jerga joal del Quebec sometido a dominación
anglófona.
Según este teórico, la desaparición de ambas
jergas con el
proceso de afirmación nacional sugiere que esta estrategia de
ocultamiento no conduce a ninguna parte a no ser que el pueblo afectado
empiece
a verse como nación viable. Mientras que ese fue el caso de
Haití, “la creencia popular en Martinica es tal que
todavía
funciona como si el Otro estuviese escuchando” (p. 22).
El concepto
parece aplicable a Pedreira si bien no muy halagador. Por otra parte,
no es una
excusa para precipitarse a criticar los yerros ideológicos del
puertorriqueño, puesto que Glissant mismo reclama “el derecho a
la
oscuridad”, atacando “el ideal de universalidad transparente,
impuesto por Occidente” (p. 2). Desde su punto de vista, la oscuridad
en
los estudios postcoloniales es inevitable y refleja la naturaleza
fluctuante de
las metamorfosis culturales que investiga. También Pedreira,
pese a
dedicar todo el capítulo “Nuestro retoricismo” a fustigar el
“entusiasmo atávico por la sofistería” con que los
isleños esconden sus intenciones “en la ornamentación de
los párrafos, en la hojarasca protectora” (p. 143), es él
mismo culpable de esta “hidropesía retórica”; sirva
como ejemplo cualquiera de sus párrafos con sus insólitas
metáforas. Parafraseando a Fanon, también en el cerebro
del
contradictorio intelectual puertorriqueño hay “un centinela
vigilante encargado de defender el pedestal grecolatino” (p. 41), en
este
caso el de la claridad aticista.
La cuestión del jibarismo y su papel
en la formación de Puerto Rico se enlaza con otro tema
fundamental: la
raza. Pedreira retrotrae el despertar de la nación
puertorriqueña
a El Gíbaro y al legado espiritual de
Agüeybaná el
Bravo que los criollos se apropian. Su análisis del
jíbaro o
criollo aindiado se anticipa bastante al concepto de
transculturación
lanzado después por el cubano Fernando Ortiz: los
españoles,
desgarrados de su país de origen y aislados, se adaptaron al
nuevo
ambiente abandonando rasgos de su tradición propia y adoptando
otros de
la cultura india. Aún así, la eliminación
física de
los indios impidió la transmisión biológica del
espíritu de resistencia tan ausente, según Pedreira, en
Puerto
Rico: “De su organización primitiva heredaron nuestros
campesinos
el bohío, la hamaca, la tinaja, las higueras... mas no la
bravía
independencia guerrera que los lanzaba a expediciones arriesgadas fuera
del
Boriquén.” (p. 21)
Lo que separa a Pedreira de otros ensayistas
antillanos coetáneos es precisamente la importancia que da a lo
indígena ausente. En su análisis de la
estructuración
ternaria en Insularismo, Eduardo Béjar hace notar que
casi todo
en el ensayo aparece en tríadas, incluyendo los componentes de
la
orquesta típica (el güiro indio, el tambor africano y la
guitarra
española), las opciones literarias coetáneas (el
vanguardismo de
Evaristo Ribera, el neojibarismo de Luís Llorens Torres y el
negrismo de
Luís Palés Matos), y especialmente las razas
constituyentes de la
nación puertorriqueña. Por otra parte, lo mulato no es en
Pedreira una síntesis dialéctica en el sentido hegeliano
como sucede
en la poesía palesiana, ya que desde su punto de vista no
consigue
llenar el vacío dejado por el exterminio del componente
indígena.
La influencia de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler
interpretado por Ortega y Gasset le hace dudar del poder creador de la
sociedad
criolla: “La cultura y la civilización que tanto nos envanecen
—ha dicho Ortega— son una creación del hombre salvaje y no
del hombre culto y civilizado.’ Si el valor de la vida primitiva es ser
fontana de la organización cultural y civil, nosotros no hemos
tenido
esa fontana. Todo nos vino hecho y manoseado, y así se
acostumbró
el pueblo al consumo y no a la producción de valores vitales”.
(p.
32)
Se percibe muy
bien aquí la separación spengleriana entre cultura y
civilización, como dos pulsaciones diferentes en un crecimiento
orgánico. La cultura, estando todavía ligada a la
barbarie y al
aislamiento precedentes, es el fermento de desarrollo interior previo a
la fase
de crecimiento externo sin innovaciones que llamamos
civilización. Tal
concepto orgánico implica que para Spengler y Pedreira, igual
que para
Ortiz, los pueblos o “razas” no emigran realmente, sino que deben
crear su cultura en el solar que ocupan. Es este enraizamiento en la
tierra lo
que los indígenas podrían haber aportado según
Pedreira.
Su falta tiene graves consecuencias: “Para corregir las aportaciones
extrañas nos faltó la base autóctona.” (p. 31)
La
mutilación de la tríada originaria indio-blanco-negro nos
permite
contextualizar el controvertido aserto de que la fusión de razas
provoca
“con-fusión” y abona la interpretación de
Rubén Ríos Ávila de que para Pedreira un
país doble
y dividido en lo cultural, racial y político es un país
desunido.
Por un lado, tenemos indicios de su desdén rencoroso a los
afroportorriqueños, como cuando los opone al nacionalismo
blanco:
“Pero cuando el gesto viene empapado de oleadas de sangre africana
quedamos indecisos, como embobados ante las cuentas de colores.” (p.
29)
Por otro lado, Pedreira piensa muy concretamente en la situación
política de su tiempo, con un Partido Republicano anexionista y
preponderantemente negro, al definir Puerto Rico como “un pueblo cuya
principal debilidad radica en una incapacidad para la acción
conjunta y
desinteresada. Cuando el blanco protesta el negro acata y viceversa
—¿se
entenderá este símbolo?—.” (p. 31) No es esta una
interpretación que puedan suscribir el muñocismo
estadolibrista y
otros que ven en Pedreira el adalid de separar política y
cultura, tal
como recoge José Juan Beauchamp; no obstante, hay que tomarse a
Pedreira
en serio cuando dice que los puertorriqueños son imprecisos por
necesidad y no por gusto, y aquí nos da un buen ejemplo de rodeo
al
tratar la silenciosa “guerra civil biológica”.
Respecto al
supuesto racismo de Insularismo, Sonia Labrador
Rodríguez despeja
muchas incógnitas en su estudio de la biografía que el
ensayista
escribió sobre el político mulato anexionista José
Celso
Barbosa. Tanto Barbosa como Pedreira eran de origen humilde y
habían
conseguido una educación en Estados Unidos, encontrando
problemas para
ser admitidos en la eurocéntrica élite criolla. Sin
embargo, en
vez de reclamar el legado cultural de la decadente clase
señorial como
el ensayista, Barbosa lo atacó con un proyecto de unión a
los
Estados Unidos, sólo para quedar atrapado en la
contradicción
entre la retórica democrática del gobierno federal de un
lado y
del otro las prácticas racistas de la sociedad estadounidense.
Sería este caso un ejemplo práctico de cómo para
Pedreira
el conflicto de intereses encarnado en la mulatez genera
confusión
política y obstaculiza el proyecto nacional, a falta de un
tercero en
discordia que posibilite las alianzas.
Rubén
Ríos Ávila contrasta las insolubles oposiciones binarias
en Insularismo
(España-EEUU, blanco-negro, hombre-mujer) con la
celebración
carnavalesca de la confusión y del rítmico “ten con
ten” en la poesía negrista de Luis Palés Matos. La
dicotomía entre Pedreira y Palés es una
simplificación muy
útil a la hora de organizar el canon puertorriqueño, si
bien
minimiza las semejanzas señaladas por Carmen Vázquez
Arce.
Según ésta, ambos autores basan su respectivo modelo
cultural en
la interrelación orgánica entre cultura, raza y paisaje,
frente a
aproximaciones como la de Tomás Blanco en su Prontuario
que
privilegian factores históricos en la formación de la
identidad
puertorriqueña. Los dos han leído a Spengler, pero
Palés
parece tomarse más en serio el augurio de la decadencia de
Occidente,
mientras que Pedreira define todavía una “cultura universal”
que, según él, Spengler divide “en dos grandes estadios:
la
cultura antigua de alma apolínea y la occidental de alma
fáustica.” (p. 15) Para Pedreira no hay ninguna solución
de
continuidad entre ambas, ni puede la civilización arábica
reclamar el legado griego con la misma autoridad que Europa. Esta
cultura universal
no puede, por definición, decaer. En cambio, Palés hace
suyo el
relativismo cultural implícito en Spengler y ve en la decadencia
occidental la oportunidad de alumbrar en suelo antillano un nuevo ciclo
cultural parangonable con los de Europa, China, la India y el
México
precolombino.
Otro punto de
divergencia es el nexo entre cultura y raza. Pedreira se adhiere a la
definición tradicional de “raza” usada por Spengler frente a
Palés, quien la interpreta en el sentido biológico igual
que
Vasconcelos en La raza cósmica, de manera que el
mestizaje
sería conditio sine qua non para engendrar una nueva
civilización. Ahora bien, del mismo modo que Vasconcelos
profetiza un
mestizo de mente universal (léase occidental), la Mulata-Antilla
de
Palés es mestiza más que nada por su piel, mientras que
sus
prácticas culturales son inequívocamente africanas sin
revelar un
sincretismo profundo. Tenemos aquí un caso similar a lo que
Glissant
denomina reversión: “el primer impulso de una población
trasplantada que no está segura de mantener el viejo orden de
valores en
el nuevo lugar” (p. 16).
Lo curioso del
caso es que sea un poeta blanco quien se deje seducir por este “retorno
a
África”. Más que reflejar procesos de
criollización
tal como los entiende Glissant, Palés subvierte el discurso
colonialista
de los medios estadounidenses que, al presentar Puerto Rico como una
nación mulata y salvaje, impedía a los criollos el
dejarse
representar por políticos de color como Barbosa. El poeta
convierte los
estereotipos negativos en un arma de resistencia: rasgos como la
sexualidad
desatada, la suciedad, el mal olor, el canibalismo, el paganismo o
especialmente la combatividad que los racistas estadounidenses
imputaban al
negro “inasimilable” pasan a expresar una identidad
puertorriqueña global que, no siendo occidental y teniendo una
base
biológica, no puede ser absorbida tampoco. En ese sentido y a
pesar de
las apariencias, Palés es un continuador indirecto de la
poesía
jibarista por seguir vinculando la autenticidad isleña a un Otro
hostil
a Occidente. Por otro lado, en su análisis de Palés,
Vázquez advierte que todo contradiscurso parasita su contrario;
la
estrategia palesiana es esencialista también por atribuir a la
cultura
negra una raíz biológica que requiere el mestizaje como
punto de
encuentro con la nación, situado ahora en el futuro mulato en
vez del
pasado indígena como sucedía en el jibarismo.
Al tipo mestizo
que él llama ‘grifo’, Pedreira le atribuye los rasgos
positivos que Palés otorga al mulato, concretamente la
rebeldía combativa.
No obstante, lo opone al mulato “armónico”, que él
describe “indefinido y titubeante”, gregario, dividido entre dos
fidelidades y desprovisto de impulso creador. Por otro lado el
ensayista, al
describir su propia generación como “fronteriza”, se
identifica también con esa confusión, igual que cuando se
refiere
al retoricismo y el “mestizaje en nuestra expresión”.
Claramente, lo mulato en Insularismo es, más que
categoría
racial, una metáfora cultural y política, caracterizada
por el
autor en términos ambiguos que mezclan lo negativo (la
indecisión) con lo positivo (la armonía de contrarios);
también sugiere un futuro, pero más abierto que el
trazado por
Palés.
Mucho
más peso que el determinismo racial parece tener el
geográfico en
Insularismo, como indica el título mismo. Pedreira dedica
todo un
capítulo a explicar su idea spengleriana de que “la tierra
reduce
el escenario en que ha de moverse la cultura” (p. 48). Es aquí
donde convierte el “aplatanamiento” en característica
nacional, que es lo que menos le ha perdonado la crítica
posterior;
también aquí dogmatiza un pesimismo innato causado por el
efecto
de la irregularidad meteorológica en la agricultura, y cita a
Samuel
Gili Gaya para pintar el paisaje isleño como “amable y
profundamente femenino”, lo que hace de Puerto Rico “un pueblo
ajeno a la violencia y cortésmente pacífico, como nuestro
paisaje” (p. 43). Llega a afirmar que el clima tropical acelera y
acorta
la juventud en exceso, de lo que diagnostica varios problemas de la
educación universitaria en Puerto Rico.
Aquí conviene traer a colación
los informes oficiales que médicos y militares como Bailey
Ashford,
Henry Carroll y Margherita Hamm enviaban a Washington poco
después de la
ocupación, donde, para complementar el mito del Puerto Rico
negro e
incivilizado que diseminaba la prensa estadounidense, se teje un
discurso
paralelo sobre la degeneración del jíbaro blanco en el
clima
tropical; la misión civilizadora de la nueva metrópoli se
tiñe así de tonos médicos y respetabilidad
científica. Noel Luna utiliza esos textos para examinar
cómo en
los poemas de Llorens Torres la defensa del jíbaro, de su
paisaje
amenazado por el monocultivo azucarero y sobre todo de su vital
sensualidad,
encierra una refutación directa de la anemia enfermiza que los
invasores
anglosajones querían imputar a Puerto Rico. Este empeño
lo
aproxima a su aparente antagonista Palés Matos, también
dedicado
a glosar las danzas que con su agitación prueban la
erótica e
incluso violenta vitalidad de las masas puertorriqueñas, en su
caso
negras. En cambio, Pedreira acepta la retórica del Puerto Rico
enfermo,
e incluso parece envidiar el cuerpo del invasor nórdico cuando
compara
la danza criolla con el foxtrot: “Pueblo deportivo, motriz y fuerte,
necesitaba un ejercicio coreográfico en consonancia con su
constitución atlética, su capacidad gimnástica y
su
higiénico alpinismo. Puerto Rico, en cambio, país
tropical y
anémico, buscó acomodo a su expresión en una
fórmula bailable lenta y recatada.” (p. 204)
¿Por
qué Pedreira interioriza un estereotipo tan desventajoso para
Puerto
Rico? Una razón primordial es la influencia de Spengler y su
teoría de la cultura, sumada a su interpretación de la
tradición jibarista. El determinismo geográfico le
proporciona la
única vía para enlazar hombre y paisaje de tal manera que
Puerto
Rico sea algo más que una masa de españoles emigrados,
ocasionalmente de piel negra. Más aún, añadido al
efecto
darwiniano de la selección natural y el paso del tiempo, el
factor
geográfico se vuelve biológico facilitando el
resurgimiento de
una raza nativa pese al exterminio de los taínos. Por eso define
al
campesino de las montañas diciendo que “a fuerza de luchar con
la
inclemente naturaleza, ha desarrollado una admirable resistencia
física,
casi inmune a las mismas enfermedades que tantos estragos causan a los
europeos.” (p. 25) Pese a contradecir la caracterización del
paisaje puertorriqueño como tierno y blando, Insularismo
exagera
los “rigores del trópico” (huracanes, terremotos,
enfermedades, calor) para convertir el clima isleño en una
fortaleza
inexpugnable tal como Palés hizo con la raza: si la
geografía es
lo que determina el carácter nacional, éste no
sólo no
cambiará por imperativos políticos sino que
absorberá al
invasor. Tanto Palés como Pedreira le dan la vuelta a los mitos
creados
por el ocupante y subvierten sus valores haciendo positivo lo tenido
por
negativo. Esta puede ser la razón de que al contrario que el
discurso
colonial oficial Pedreira raras veces achaque los rasgos físicos
y culturales
del jíbaro a la desnutrición; desde su punto de vista,
Puerto
Rico es inmune a la domesticación alimentaria. Por
añadidura,
mencionar la resistencia a las enfermedades tropicales subraya el
mejoramiento
racial causado por la adaptación al ambiente y antagoniza la
nórdica
resistencia al frío, la cual causó la superioridad
anglosajona
según el racismo de la época.
Respecto a la languidez de la danza criolla,
Pedreira no silencia su carácter burgués ni su origen
extranjero.
Aunque ve en ella un ejemplo de asimilación al espíritu
isleño, no descuida elogiar la racial “música brava”
del interior, y veladamente se disculpa de la atención que
concede a la
danza haciendo responsable al pueblo por preferir La
Borinqueña
para las funciones de himno oficioso: “Sin ofender a nadie, La
Borinqueña como himno es una hija natural de nuestro
patriotismo;
como danza es una hija legítima de nuestra cultura. Y esto basta
por
ahora.” (p 207)
A su manera
ambigua, Pedreira usa pues el símbolo de la danza para revelar
el
extranjerismo sumiso de la burguesía criolla aplatanada por el
clima
costero, y también su control ideológico sobre la
opinión
pública. La incómoda observación surtió
efecto, y
la reacción inmediata de Tomás Blanco y Palés
Matos fue
reivindicar la plena como verdadera música nacional.
Pese a abrazar
el determinismo climatológico, el ensayista expresa sus reservas
respecto al geográfico. Desautoriza a Ángel Ganivet,
quien
atribuye agresividad a los pueblos isleños, diciendo que
estaría
pensando en Inglaterra, si bien, como se vio antes, presume que los
taínos poseyeron esa belicosidad hoy irremediablemente perdida.
Más que un determinante geográfico insalvable, Pedreira
ve en la
insularidad cultural de Puerto Rico un atavismo provocado por la
colusión
histórica del monopolio comercial español y la
piratería
extranjera; igual que las murallas de San Juan, el aislamiento ha
desaparecido,
pero persiste el “angostamiento de la visión estimativa” que
produjo. Por esta razón Insularismo conmina a la
juventud
puertorriqueña a viajar, ya
que el único condicionante geográfico que reconoce es la
pequeñez del territorio: “En proporción a su
tamaño
se desarrolla su riqueza, y por lo tanto su cultura” (p. 47). La
paradoja
es pues que Puerto Rico no puede crear una cultura nacional digna de
tal nombre
sin comunicar con el exterior.
Por otra parte,
el llamado al cosmopolitismo no privilegia ni los Estados Unidos ni
Hispanoamérica, sino que pone a ambos al mismo nivel, ya que
Pedreira
redefine la pertenencia del Puerto Rico colonial al imperio
español en
términos puramente políticos. Numerosas páginas de
Insularismo
reconstruyen con vívido detalle “el aislamiento impenetrable en
que vivía nuestra colonia” (p. 160), sin olvidar las
restricciones
gubernamentales a la emigración y al comercio. Su imagen del
Puerto Rico
colonial, a medio camino entre isla de Robinsón Crusoe y colonia
penitenciaria, justificaba su escepticismo hacia la antillanía
de la
isla (entendida como sus vínculos culturales con Cuba y Santo
Domingo; Insularismo
nunca plantea la cuestión de una semejanza con las Antillas no
hispanas)
y movió a Tomás Blanco a escribir el Prontuario
histórico de Puerto Rico para refutar la idea de un Puerto
Rico
periférico y abandonado en favor de las otras Antillas Mayores.
Luis Felipe Díaz coincide en que la
adhesión de Pedreira al filohispanismo de la decadente
élite
hacendada criolla es sólo superficial. Cuando el ensayista
escribe que
“nosotros fuimos y seguimos siendo culturalmente una colonia
hispánica” (p. 17) lo hace para fustigar la falta de creatividad
de la élite hispanófila, no para halagarla. Frente al
sentir
popular que considera el desarrollo de la identidad
puertorriqueña
abortado e interrumpido por la intervención estadounidense, y
que
también Pedreira repite a veces de manera formulaica, Pedro
Álvarez Ramos es de la opinión que Insularismo
describe el
surgimiento de la personalidad isleña más bien causado
por el
intervencionismo español y la contradicción entre los
intereses
políticos y económicos criollos y los metropolitanos. De
este
modo, el nacionalismo no sólo tendría una
motivación
política más que cultural sino que por añadidura
se
desarrollaría en abierta contradicción con las afinidades
culturales, lo que abre la posibilidad de un desarrollo autónomo
de
política y cultura (quizás un término más
apropiado
para lo que Pedreira describe que “separación”): “El
nativo no renunció jamás a su españolidad
puertorriqueña; se consideró siempre español de
acá con ideas y reacciones distintas a los de allá.
El
puñado de separatistas no formó nunca ambiente: los
liberales,
reformistas, abolicionistas y autonomistas, formaban legión.”
(p.
97)
José
Juan Beauchamp explora los artículos de Pedreira previos a
Insularismo para confirmar su distancia respecto a los postulados
independentistas. Este punto de vista lo lleva a minimizar el Grito de
Lares y
a atribuir más relevancia en la formación del
espíritu
nacional al “terrible año de 1887” y los Compontes.
Además del carácter minoritario de la revuelta armada, su
visión del autonomismo decimonónico como un proceso
reactivo
más que endógeno lo hace subrayar el alcance popular de
la
conspiración del 1887 y la crudeza de su represión. Sin
embargo,
hay otra razón todavía más determinante: Pedreira
cita a
Barbosa literalmente para insinuar que la conspiración fue un
intento de
consumar la independencia económica de la isla antes que la
política, ya que la sociedad secreta obligaba a sus miembros “a
no
realizar transacción alguna en compra, venta o negocio
cualquiera con
una firma, tienda o corporación en que no se emplease a
puertorriqueños, ni los aceptase como dependientes” (p. 191). El
ensayista sostiene que la “nueva masonería […] dejó
prontamente sentir
su influencia en el rápido florecimiento del comercio, la
industria y
los negocios de los nativos” (p. 191).
Es posible que
Pedreira estuviese pensando aquí en la célebre Marcha de
la Sal
de Gandhi y en el movimiento de desobediencia civil que éste
había iniciado en 1920 llamando a los indios al boicot de los
productos
textiles británicos en favor de los de producción casera.
Aunque
era demasiado realista para proponer un modelo hindú a la
provinciana
clase terrateniente puertorriqueña, no se privó de
señalar
su responsabilidad en la pérdida de la soberanía
territorial y
económica:
La tierra, ayer
no más, nos caía por el corazón en el regazo de la
cultura; hoy se nos cae de las manos en los vaivenes de la compraventa
alterando su patriótico sentido por uno exclusivamente
económico.
[…] La tierra,
pues, se encuentra en este apenado proceso de transacción, que
es como
decir de transición histórico-económica. ¿A
dónde va la tierra? Nadie podrá decirlo en tanto no se
sepa
qué pueblo ha de decir la última palabra. (p. 50)
Este es el momento más dolorosamente
lúcido en Pedreira, cuando critica la hipocresía y la
inconsistencia del nacionalismo hacendado: “Hablamos de nuestra tierra
y
la hemos vendido.” (p.138) Es bajo este prisma como hay que entender
las
referencias a la dicotomía Ariel-Calibán lanzada por
José
Enrique Rodó hacía tres décadas y ya familiar para
la
élite isleña. Insularismo se hace eco de la
retórica arielista denunciando el materialismo yanqui, pero
siempre da
ejemplos concretos de su contagio en los puertorriqueños mismos
y en su
economía interna, sobre todo en el auge del consumismo
improductivo:
“El esparcimiento se tornó negocio; hay que pagar por todo.”
(p. 114) Por otra parte, en algunos pasajes parece subvertir
abiertamente la
escala de valores nacionalista: “Todo puertorriqueño que no
tenga
sus facultades empañadas por antagonismos e idolatrías
tiene que
reconocer el maravilloso progreso alcanzado en los últimos
treinta
años.” (p. 100)
En otros
momentos constata también el desarrollo del telégrafo, la
luz
eléctrica, las carreteras, los hospitales, y por encima de todo
del
sistema escolar público, que acapara páginas y
páginas de Insularismo.
Pedreira describe con lujo de detalles el patético estado de la
instrucción pública bajo la colonia española, y
siente
agudamente la paradoja de ser él mismo un fruto de la
campaña
educativa lanzada por el gobierno estadounidense, por lo que no puede
aceptar
la ideología rodoniana tal cual. Por esta razón, aun
desvinculándose del discurso anexionista y negando la
relación
entre la ocupación colonial y el progreso material, acepta este
último como un signo inevitable de los tiempos que no es posible
disociar del progreso del materialismo:
...o achaquemos
a ninguno las condiciones universales que en cada época han
prevalecido;
muchos de los cambios que se adjudican en nuestro país a los
norteamericanos, no provienen precisamente de ellos, sino de la
época
que los impone igualitariamente en Australia, en España, en
Chile, en
Puerto Rico... Cada transformación provechosa, venga de donde
venga, es
ineludible y necesaria. Todo pueblo que quiera mantener la sanidad de
sus
pulmones tiene que respirar aires de fuera. (p. 114-115)
El proyecto que Insularismo bosqueja
es pues una armonización de lo material y lo espiritual,
envuelto en
metáforas rodonianas que lo hagan digerible para la élite
puertorriqueña. Si por un lado consuela su catastrofismo
concediendo que
“hoy somos más civilizados, pero ayer éramos más
cultos” (p. 103), por el otro el panorama histórico que pinta no
deja duda de que el legado hispánico es incompleto y de segunda
mano;
Pedreira sugiere que las verdaderas oportunidades para la cultura yacen
en el
futuro. He aquí su recomendación para vencer los
límites
del territorio y la superpoblación: “No cabe otro recurso que la
expansión vertical: ir hacia arriba, hacia adentro, hacia abajo,
para
cultivar ideas y sentimientos viriles. De no aumentarnos culturalmente
estaremos condenados a la ingrata condición de peones.” (p. 46)
Además
de subrayar el beneficioso resultado del fomento de la cultura, esta
exhortación deja claro que el referente ideológico
pedreriano no
es Rodó sino Spengler, quien introdujo la metáfora del
árbol para explicar los ciclos culturales (“la
civilización
es horizontal; la cultura, vertical”, p. 103), la misma metáfora
que Palés usó para organizar su poemario Tuntún
de pasa
y grifería: el tronco y las ramas. En repetidas veces
Pedreira
advierte que el problema que plantea “no es el de la
civilización,
sino el de la cultura”, definiendo la segunda como “asunto
más cualitativo que cuantitativo” (p. 101). Es el desarrollo no
de
lo material sino de las ideas, que no se puede contar ni medir con
medios
estadísticos como quisieran los apologetas de la
ocupación.
Frente a la obsesión del jibarismo y
el negrismo por lo ancestral y racial, Pedreira es tajante: “Volver
atrás es inútil.” (p. 219) Significativamente pone su
capítulo “He aquí las raíces” casi al final
del libro, después del viaje en la simbólica nave
nacional, y las
presenta (la equitación, la danza, el acento) en un cuadro
deliberadamente
heteróclito, que hace exclamar a su comentarista Tomás
Blanco: “¿Y
estas son ‘Las raíces’? Más bien son fenómenos
episódicos, fruto del ambiente, la historia y la casualidad.”
(p.
333)
Claramente el
ensayista no ve en estos elementos inconexos y de origen dispar un
asidero para
refugiarse del presente sino las piezas con que construir un futuro
nuevo con
un criterio selectivo, y lo dice explícitamente: “Arranquemos
las
raíces ya secas y afiancemos las que tiene estirpe.” (p. 215) El
proyecto nacional de Insularismo se convierte así en una
propuesta que asiente por igual las raíces culturales y
materiales de
este crecimiento futuro. Aunque no olvide mencionar la supresión
de
todas las subvenciones de carácter artístico por el
ocupante
estadounidense, el libro también señala la dificultad de
hacer
comprender a las autoridades locales “que una biblioteca municipal es
tan
importante como una plaza del mercado o un matadero” (p. 113). Sin
dejar
de alabar a los compatriotas que han aprendido del ocupante “la
técnica de los negocios y el secreto de la economía”,
también les recuerda su responsabilidad para con la cultura y
recrimina
su filisteísmo: “Se puede ser mecánico, o profesor, o
médico, o business man sin desleales agresiones a la
cultura.” (p. 112)
El mismo estilo
de Pedreira es un ejemplo de su “mulatez” y del sincretismo que
propugna: ciencia y poesía, civilización y cultura,
modernidad y
tradición, economía y espíritu, universalidad y
localidad.
Como ha indicado Díaz, Insularismo amalgama las
reminiscencias de
la literatura decimonónica con las metáforas
médicas y
económicas, lo que da una impronta tan particular al libro. Su
autor
conmina a las élites puertorriqueñas a engendrar una
nueva
generación de maestros que sean médicos y
filósofos a un
tiempo.
Es precisamente
ese elitismo lo que ha acarreado más críticas a Pedreira.
Se le
ha llamado racista, machista, paternalista, enemigo de la democracia...
Pocos
han querido conceder que todas esas características eran antes
que nada
las de la élite terrateniente y burguesa de su época, a
la cual
Pedreira no pertenecía por origen y cuyo lenguaje tenía
que usar
si quería entablar diálogo con ella, a la vez
adulándola y
criticándola entre evasivas. En vez de juzgarlo con el rasero de
nuestra
mentalidad actual, resulta más provechoso rescatar lo positivo
de su
pensamiento, que es su modelo antiesencialista de la identidad
nacional. Aunque
el estadolibrismo de Muñoz se apropiase luego de algunos
aspectos de sus
ideas, Pedreira difícilmente reconocería como herederos a
los
tecnócratas muñocistas, ya que siempre criticó a
los
profesionales de la demagogia. Insistiendo sin cesar en que su proyecto
era
puramente cultural, poco podría imaginar que tras su muerte se
convertiría en un pretexto para perpetuar el status quo
político y mantener Puerto Rico en un limbo. Pese a todo, la
nave al
garete de Pedreira, con su vaivén móvil y fluctuante,
continúa siendo una sugestiva invitación a aceptar la
ambigüedad, incluso para naciones independientes, ahora que el
rumbo
marcado por la civilización occidental ha sido puesto en
cuestión.
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