“El polvo del deseo”:
sujeto imaginario
y experiencia sensible en la poesía de Gonzalo Rojas

 

 

Valeria Añón

UBA-UNLP-CONICET


 
¿Qué otra cosa es el erotismo sino poesía?

                                                                                                                                          Margo Glantz

 

 “Poesía visionaria”, de un “erotismo místico”( Coddou 213); poesía atravesada por un “aire de eroticidad sana”( Rojas, Antología); poesía de “aproximación sensual obstinada” entre sujeto –poético- y objeto –del deseo- (Giordano 319); poesía que consuma ese “vacío donde el poeta y el místico coinciden” (Jiménez 187): de estas diversas maneras, entre muchas otras, heteróclitas y coincidentes, ha sido caracterizada la poesía de Gonzalo Rojas, desde su primer libro, La miseria del mundo (1948), hasta Oscuro (1977), volumen fundamental en el que reescribe, reformula, entrecruza y reinventa sus poemas anteriores, en una trayectoria en “espiral”, como la define Enrique Giordano. (1)

Si esta lógica espiralada vuelve imposible o inútil la búsqueda de un origen o un comienzo, la crítica ha insistido en subrayar las constantes de la obra poética de Rojas, organizándolas en tres grandes zonas, de acuerdo con la auto percepción de su poesía que él mismo propone: “la angustia numinosa, la revelación del amor y el testimonio del tiempo” (Eugenio Montejo 21). Así lo explica el crítico Marcelo Coddou:

Al suyo Gonzalo Rojas lo llama ‘ejercicio ciego pero incesante, larvario, tal vez’, y lo ofrece en tres vertientes que, visibles, lo acompañan desde sus inicios: una reflexión poética rigurosa sobre el alcance de lo lírico y su función; una presencia del amor en dimensiones tales que, con razón, ha permitido que se hable de ‘erotismo místico’ cuando se la considera con detención; y un apreciar el quehacer del hombre en la historia y la sociedad (220).

 

En sus diversas configuraciones, estas vertientes conforman el sujeto imaginario de la poesía de Rojas (2). Sujeto imaginario articulado en una temporalidad discontinua –moderna–, a partir de “esa confluencia del instante poético en el seno mismo de lo pasajero, como un momento de apertura a la alteridad” (Monteleone 75). Dicha apertura a la alteridad adquiere una peculiar modulación cuando se trata de la erótica lírica que esta obra poética propone, siempre en el intento de atrapar el instante fugaz de la unión que evoca lo sagrado, lo divino. Siempre en la conciencia de lo terrenal y lo trascendente del cuerpo, el cuerpo propio y el cuerpo del otro, ese cuerpo femenino omnipresente en esta poesía, que permite definir un sujeto deseante, gozoso.

Así, el sujeto imaginario se conforma a través de una memoria del cuerpo en goce y en huída, del clímax y de la pérdida, del Paraíso y de la Caída –para usar metáforas bíblicas que esta poesía escoge a través de imágenes como las que aparecen en “Culebra o mordedura”, por ejemplo– (3); en la afirmación de una “poesía centellante por la inminencia de un sentido en permanente fuga”, como ha sido tantas veces señalado por la crítica (4).

Para comprender esa “metamorfosis de lo mismo” que el sujeto imaginario de la poesía de Rojas configura diacrónicamente en su obra, hemos seleccionado una de las tres vertientes de su poesía, la amorosa-erótico-mística, para leerla en sus primeros poemarios: La miseria del hombre y, publicado más de tres lustros después, Contra la muerte (5).

Conformamos así un corpus de variable extensión que nos permitirá realizar una serie de afirmaciones acerca del sujeto imaginario en esta vertiente, para luego centrarnos específicamente en algunos poemas (tres en cada poemario) y así detallar las modulaciones semánticas, formales, rítmicas que hacen a este sujeto ante el decir amoroso –ante el decirse (6).

Una erótica de lo concreto


El erotismo es un cuerpo que se escamotea a la materialidad aunque parta de ella, o mejor, es un cuerpo que se recrea o un cuerpo sobre el que se construye la poesía. Es por ello algo concreto, algo tangible, pero a la vez es un cuerpo inexistente en su concreción para detentarse en la concreción de la palabra. Margo Glantz


El sujeto imaginario de esta poesía pone en escena la celebración del amor erótico –del cuerpo y su memoria– y la celebración del lenguaje, no sublimados ni idealizados sino entrelazados en la experiencia cotidiana. Conforma así una erótica de la memoria del cuerpo en gozo que re-erotiza el propio cuerpo en la escritura. La “parte visceral” de esta poesía (López Morales), la proliferación de imágenes sensoriales y metáforas corporales –asociadas, en compleja oscilación, tanto a lo animal como a lo universalmente humano– evoca y hace presente, a partir de la representación del placer de los sentidos, el placer del texto, como puede verse en “La loba” y en “Culebra o mordedura”, por ejemplo.

Placer de la palabra y del recuerdo: amor doloroso, pero no melancólico, la escritura convoca un duelo que suele ser furor y arrebato en la pérdida, como narran “La salvación”, “Elegía” o “Retrato de mujer”. Escenifica así un sujeto activo, desagregado en el deseo –cumplido y pasado o bien incumplido– y en su fugacidad, aunque no arrasado ni desintegrado en la pérdida.

En medio del recuerdo, de la evocación, del consciente trabajo de traer a la memoria que la escritura posibilita, se conforma un sujeto entregado a la coloquialidad y a la vida cotidiana, que entrecruza su voz con los clásicos –Rojas no ha dejado de señalar su deuda con Quevedo o fray Luis de León y, más cercanos, con Rimbaud, Celan, Vallejo–, la vertiente romántica –ya identificada por Octavio Paz como una de las corrientes fundamentales de esta poesía–, y una mirada más límpida y prosaica, más acá del sujeto imaginario totalizante de las vanguardias históricas latinoamericanas, estridentes y de “ostensible presencia pública” (7).

En “Las hermosas”, incluido en Contra la muerte, esta compleja articulación se asienta en la obsesiva recurrencia de vocativos y adjetivos que delinean los cuerpos femeninos, heteróclitos, plurales incluso en su singularidad: las hermosas, las altas, las hembras, “tan livianas, tan hondas, tan certeras las suaves”. En estas imágenes de bellas connotaciones, el sujeto imaginario se conforma a partir de una alteridad tan complementaria como fugaz, tan sensible como inasible. No se trata solamente de la fugacidad del tiempo, de la “paradoja de la eternidad en el instante” con que esta poesía resuelve la imagen discontinua de la temporalidad que impone la modernidad tal como lo explica Jorge Monteleone con respecto a las obras de Paz y Rojas en el ya citado “Temporalidad moderna y poesía”.

Se trata de la inextinguible cercanía y de la dolorosa ajenidad que, en irresoluble paradoja, constituye la experiencia sensible del erotismo. Por eso, la palabra, como caricia a veces, pero en su mayoría como “frase acerada” –de tal modo ha definido Rojas su poesía– asedia los límites de un cuerpo gozado, cercano y ajeno, y plantea la pregunta por el sentido del erotismo como modo de conocimiento: la pregunta por la humanidad misma.

En este sentido es que “a quien vela, todo se le revela”: si “bello es dormir al lado de una mujer hermosa/ después de haberla conocido/ hasta la saciedad”, lo cierto es que:

 

es mejor velar, no sucumbir

a la hipnosis, gustar la lucha de las fieras

detrás de la maleza. […]

Después, llamar a su alma

y arrancarla un segundo de su rostro,

y tener la visión de lo que ha sido

mucho antes de dormir junto a mi sangre,

cuando erraba en el éter;

como un día de lluvia. (La miseria del hombre.).

 

Retomando motivos y escenarios clásicos de la poesía amorosa y del romanticismo –la noche, el sueño, la vigilia–, el sujeto poético propone un deslizamiento que evita la antítesis mujer ideal-mujer real, mujer ángel-mujer demonio, para conjurarlas y reunirlas en el sintagma “mujer hermosa”, que alcanza y contamina con su belleza toda acción que el sujeto poético lleve a cabo: dormir, correr, velar, llamar, oír, hundirse… La imagen fálica, sensual y sexual que cierra el poema, anuda el erotismo como modo de conocimiento, en un hundirse en la materialidad del propio cuerpo en el cuerpo del otro, para trascenderlo en el saber:

 

Todo es cosa de hundirse

de caer hacia el fondo, como un árbol

parado en sus raíces, que cae y nunca cesa

de caer hacia el fondo.

 

Esta configuración del sujeto vinculado al erotismo se metamorfoseará en sucesivos poemas –y poemarios– con algunas inflexiones, pero, al mismo tiempo, con cierto núcleo irreductible de mismidad, conformando, en sucesivas capas del lenguaje –del sentido– un erotismo de los cuerpos, un erotismo del corazón y un erotismo de lo sagrado, para usar los sintagmas que propone Georges Bataille en su Breve historia del erotismo, ese otro gran interrogador de lo humano desde lo sensible.

Respecto de la imaginería de la obra de Rojas, afirma Enrique Giordano que “las imágenes concretas, proyectadas por vía sensorial y erótica, son los elementos más recurrentes con que el sujeto configura su discurso poético”. Utilizo el término “imaginería”, que en una de sus acepciones se vincula al bordado en seda que imita la pintura, para reforzar la asociación con esa acción de entrelazar enunciados que evocan la experiencia sensible –de los cinco sentidos–, anclando en lo concreto la relación entre sujeto –lírico e imaginario– y objeto –del deseo–. Por eso, la insistencia en reiterar lexemas que marcan el ritmo –pausado o agitado, esdrújulo, tartamudo, vivencial, prosaico, respiratorio–; términos claros, simples (“bello”, “cuerpo”, “mujer”, “olor”, “dios”) que adquieren sus sentidos y sus complejidades en el sistema de escritura y reescritura que propone este sujeto poético.

En la línea ya clásica de la interpelación al ser amado u objeto de deseo que la poesía amorosa convoca, este corpus pone en escena invocaciones y vocativos de poderosa pregnancia, casi como un grito cortante, semejante a la metáfora del cuchillo que define la posibilidad de la escritura para este poeta (8). No se trata entonces de un aire suave, de pausados giros –aludiendo a una estética que ha marcado el siglo XX hispanoamericano, aún a pesar de las vanguardias y las resistencias posvanguardistas- sino de:

 

Un aire, un aire, un aire

un aire

un aire nuevo:

no para respirarlo

sino para vivirlo.

 

Quizá con más impacto que muchas otras escenas de concreta sensualidad, este breve poema titulado “La palabra” escenifica las concepciones que definen al sujeto imaginario de toda esta poesía: la respiración, la lengua, la vida que no se mira en el espejo del poema sino que se constituye en él, en la mediación que convoca el lenguaje. 

 

Una erótica de la ausencia

…este desesperado hundirse en el abismo

que se abre entre el deseo y su inasible objeto…

Giorgio Agamben

Se ha reiterado innumerables veces, usando el título de su segundo poemario, que la poesía de Rojas se escribe y se estructura contra la muerte. Incluso ya en La miseria del hombre –libro poblado de imágenes en las cuales la muerte es tema, motivo, metáfora–, la actitud vitalista del deseo-pasión conforma un sujeto imaginario capaz de conjurar, velar y develar el horror y el vacío de lo mortuorio, sin olvidar la imposibilidad aunque sin rendirse ante ella.

Basten para ejemplificar algunos pocos versos de los poemas ya referidos:

 

Me enamoré de ti cuando llorabas

a tu novio, molido por la muerte. […]

Pero fui delicado,

y lo que vino a ser una obsesión

habría sido apenas un vestido rasgado,

unas piernas cansadas de correr y correr

detrás del instantáneo frenesí, y el sudor

de una joven y un joven, libres ya de la muerte.

 

O bien:

 

Acabo de matar a una mujer

después de haber dormido con ella una semana,

después de haberla amado con locura

desde el pelo a las uñas, después de haber comido

su cuerpo y su alma, con mi cuerpo hambriento.

 

Comer, amar, dormir, morir, matar: intento de acabar el cuerpo del otro en y a través del cuerpo propio y, si eso no es posible, intento de cercarlo por medio del aliento que exhalan las palabras cuando vienen a colmar y nombrar lo incompleto: la sensibilidad, el deseo, el amor erótico.

En ese sentido es posible afirmar que este sujeto imaginario se conforma al abrazar la “pequeña muerte” para conjurar la muerte atroz. En la perspectiva de Bataille, el deseo erótico se constituye en sí y se distingue del instinto sexual animal en el conocimiento de la muerte. “La ‘pequeña muerte’ –afirma Bataille- tiene pocas cosas que ver con la muerte, con el frío horror de la muerte… Mas, ¿desaparece la paradoja cuando está en juego el erotismo?” (28). Recordemos aquí que la paradoja que define el erotismo vinculado al conocimiento, a la percepción, a la certeza de la muerte conjurada y pospuesta, es la figura que, según Octavio Paz, define también la poesía en la modernidad, la poesía como “la otra voz” (134). Esta figura inscribe una tensión, una oscilación entre dos polos aparentemente opuestos, pero que, en verdad, tal como este sujeto poético los presenta, se presuponen: lo concreto-corporal-deseante y lo místico.

Entonces, aquí, cuerpo, memoria, goce y evocación del goce en la escritura confluyen para subrayar la paradoja representacional de la presencia-ausencia que define el lenguaje. De hecho, la “tesitura vitalista” de esta poesía (así la caracteriza Marcelo Coddou) podría ser leída como reconocimiento de esa tensión y de la imposibilidad de hacer presente lo nombrado; objeto que se escapa, que huye y fluye en la misma articulación sintagmática que inscribe su estela, su olor –ya que no su sentido.

El sujeto imaginario conformado en este corpus es obstinado en su aproximación sensorial y corpórea al amor. Hay idealización del lenguaje y del objeto amado –por eso la fea puede volverse bella– y hay también conciencia del límite de la corporalidad, la fugacidad de esa pequeña muerte, la posibilidad representacional de las palabras. En ese punto, el vitalismo ya no remite a la experiencia concreta, sino que se convierte en el tono mismo del quehacer poético tal como lo concibe este sujeto imaginario. Estamos ante un nuevo giro, un nuevo forzamiento de los límites, escenificado en la escritura, la reescritura, el reordenamiento y la relectura, desde La miseria del hombre hasta La metamorfosis de lo mismo.

En esa atmósfera, el trabajo del poeta consiste en sugerir y enhebrar imágenes a partir de estrategias de lectura y escritura que adquieren visos de encantada –y encantadora– nostalgia de cierta unidad primigenia, irremisiblemente perdida. Se erige “eso que no se cura sino con la presencia y la figura” (25); y aquí este sujeto imaginario se distancia cabalmente del sujeto que la Breve historia del erotismo de Bataille configura. No se trata de abrazar el fragmento en la certeza de la incompletud y como forma que remite a la unidad pretérita, subrayando su pérdida. No: este sujeto imaginario apuesta a la palabra poética en tanto posible evocación de lo perdido y en la porfiada insistencia en las posibilidades de la representación metonímica. Sin ingenuidad y con una nostalgia cada vez más difusa en la reescritura, si el sujeto poético no se solaza en el fragmento es porque no renuncia a la búsqueda.

Por eso, de un poema a otro de este corpus erótico-amoroso-místico proliferan las enumeraciones heteróclitas, las metáforas asociadas a la naturaleza y a la vida cotidiana, y un delicado trabajo con la adjetivación que produce sinestesias para ampliar el impreciso campo de la significación. Temas e imágenes se articulan dando forma a una sutil coherencia interna, cada vez más visible en las reiteraciones, en el reordenamiento de los textos, en la insistencia con que ciertas escenas se van pero regresan, emulando un oleaje. El beso o mordedura, el fuego y el ardor, la sangre –metonimia de lo femenino y signo de la herida, u oscurecida en la muerte–, la desnudez, las visiones, los ojos, las lágrimas (pena o mar que hace posible el viaje). Metamorfoseados en distintas imágenes o figuras, estos elementos conforman el cuerpo de este corpus, de cada uno de estos poemas, y evocan, en la materialidad del sintagma –del texto–, la elusiva materialidad del deseo.   

 
 
Una erótica de la memoria

Aquel mundo ya sólo existe en la memoria que inventa. Emilio Pacheco

 

Por último, articulado con lo ya referido en los apartados anteriores, el papel de la memoria, la evocación de lo vivido y la rebelión ante lo que se ha negado a ser conforman otra veta fundamental de esta vertiente amorosa.

Detengámonos por un momento en “Retrato de mujer”, incluido en Contra la muerte y recuperado luego en Oscuro. Este retrato –forma clásica en la poesía occidental, en especial en la amorosa, desde la Edad Media al menos– (9), juega su ironía a la contraposición entre la tradición de pintar el objeto amado (sujeto femenino) y la prosaica presencia-ausencia de esta mujer “libre de marido”:

Siempre estará la noche, mujer, para mirarte cara a cara,

sola en tu espejo, libre de marido, desnuda

en la exacta y terrible realidad del gran vértigo

que te destruye. Siempre vas a tener tu noche y tu cuchillo

y el frívolo teléfono para escuchar mi adiós de un solo tajo.

La temporalidad de esta noche permanente, perpetua (anafóricamente sostenida en el adverbio “siempre”), evoca el tipo de conocimiento ya referido en otros poemas: una duermevela, una vigilia que tradicionalmente ha sido el espacio en que el entendimiento se abre a lo distinto, a la alteridad. Sin embargo, aparece aquí el espejo, y la alteridad se hace presente en el yo invocado por el sujeto lírico que dice el poema, que intenta decir a ese otro –a esa otra– que impone su ausencia.

“Siempre” y “nunca”, dos adverbios que son “dos pétalos de un mismo lirio tronchado” –para usar otros versos de Rojas–, articulan la temporalidad a la que el sujeto poético condena a lo que se le resiste; una temporalidad fugaz y perenne, un más allá del tiempo porque alude a lo que permanece y se enquista, a lo inmutable de un cierto tipo de dolor. Tal como lo plantea el poema, se trata del dolor de no atreverse a ser, de no atreverse a “hundirse, a caer hasta el fondo” –como vimos en el primer poema–, “en la exacta y terrible realidad del gran vértigo que te destruye”.

En esta escena, el sujeto poético alcanza su límite, se muestra irreductible, actitud vital que se desplaza al sujeto imaginario de todo el corpus: ya hemos visto en el primer poema que el conocimiento sensible –perfectible, fugaz, oleaje constante de la búsqueda lírica– es apuesta irrenunciable que constituye el sentido mismo del deseo y la palabra. Caer hacia el fondo, hundirse, arder, matar –matarse– para conocer: imágenes que se reiteran verso a verso, poema a poema, subrayando una concepción fálica, penetrante y desgarrante del deseo y la sensibilidad. El sentido mismo de la poesía se juega en este atreverse a: mostrarse, herirse, desnudarse, decir y volver a decir aún ante la certeza de la incompletud de las palabras, del tartamudeo de la voz, de la falta de aire, de una pregunta siempre retórica –otra de las modalidades que definen esta poesía.

Ahora bien, si esta mujer tiene “su noche y su cuchillo” para verse a sí misma, ¿qué rol juega entonces la poesía, ese retrato que el poeta erige con palabras-pinceladas, esa “figura”? Este retrato funciona como cierre o quemadura, parteaguas de lo aceptable y concebible y de lo abominable por cobarde. Se entrelaza y anuda con otros versos, que separan las lágrimas del recuerdo porque se niegan a la melancólica inmovilidad de la nostalgia:

 

No. Nunca lloraré sobre ningún recuerdo,

porque todo recuerdo es un difunto

que nos persigue hasta la muerte.

Me acostaré con ella. La enterraré conmigo.

Despertaré con ella.

 

El difunto o cadáver -lexema que se reitera en todo el corpus-, presentifica la muerte permitiendo su negación: del “no” y del “nunca” de los primeros versos a la afirmación vital del cierre de este poema titulado “Elegía”; afirmación que ancla en la futuridad de la palabra poética la potencia del decir contra la muerte.

En cambio, en “Retrato de mujer”, el “nunca” se entrelaza con la “nada” y con el “vacío” de unas palabras que se niegan a no ser, a no decir, a no existir: que se niegan a la ausencia.

 

Te juré no escribirte. Por eso estoy llamándote en el aire

para decirte nada, como dice el vacío: nada, nada,

sino lo mismo y siempre lo mismo de lo mismo

que nunca me oyes, eso que no me entiendes nunca,

aunque las venas te arden de eso que estoy diciendo.

 

Esta ausencia no es el silencio, imprescindible entre sonido y sonido, entre respiro y respiro, entre aire y aire para hacer la poesía. Esta ausencia es el no decir de quien niega su propio deseo (su propio cuerpo) y falsea por tanto su retrato. La frase acerada del sujeto poético instala el tajo que remite al sexo y al deseo femenino, a la sangre en tanto elemento vital y regenerador, como metáfora de esa otra metáfora: la “pequeña muerte”.

En el cierre del poema, aparece el relámpago, iluminación o destello que define al sujeto imaginario de toda esta poesía: un aire y una luz, fugaces; un sujeto capaz de irse, de estar yéndose constantemente, y de quedarse siempre en la escritura.

 

No te me mueras. Voy a pintarte tu rostro en un relámpago

tal como eres: dos ojos para ver lo visible y lo invisible,

una nariz arcángel y una boca animal, y una sonrisa

que me perdona, y algo sagrado y sin edad que vuela de tu frente,

mujer, y me estremece, porque tu rostro es rostro del Espíritu.

 

Contra la muerte, el retrato. En la figura de mujer, la cifra, literal, prosaica. pero también metafórica y mística del erotismo, cuando lo sagrado y lo divino se instalan en el poema. “Retrato de mujer” modula así un sujeto imaginario que dista de estar “ahíto de sí”, como en cambio ocurre en Muerte sin fin de José Gorostiza (Monteleone 337). Aquí, la muerte viene y va, regenera en el deseo y en otros cuerpos –en otros sexos– y sólo se aquerencia con quien se ha negado a mirar la sonrisa burlona y solitaria que le devuelve el espejo (10).

El estremecimiento, el temblor que acompaña el relámpago –y que, según Bataille, define la verdad del erotismo–, articula la voluntad de la palabra poética como gesto de vitalidad irrenunciable. Se conforma así un sujeto imaginario definido por la ráfaga y el instante, fugazmente ahíto de otro y en perpetua búsqueda de esa presencia que sólo el lenguaje ofrece al negar. En esta paradoja se conforma un sujeto imaginario vivo en la certeza de una ráfaga de univocidad primigenia: ráfaga posible en el encuentro con el otro-cuerpo de mujer, y con el otro-divinidad, a partir de la experiencia sensible del deseo y de la escritura, del deseo de la palabra poética. Por eso, el último verso de este poema es cierre y apertura, mojón que marca la distancia con aquello a lo que el sujeto imaginario convoca y aquello que rechaza o a lo que renuncia: “Aquí, mujer, te dejo tu figura”.  

 

Notas

 

 (1). Despliega Giordano: “el proceso de su desarrollo poético, desde sus primeros textos (1948-1964) hasta 50 poemas se registra como una espiral, volviendo sobre sí misma y re engendrándose continua e inagotablemente, como una suerte de intertextualidad interna o infratextualidad. […] Es por lo tanto inútil preguntarnos qué poema sucede al anterior para establecer un esquema de evolución cronológica” (318).

 

(2). Para este concepto, remitimos a al desarrollo teórico propuesto por Jorge Monteleone. En su artículo “El fin de Narciso” despliega la noción de “imaginario poético”, articulada en la lectura interpretativa, y define el “sujeto imaginario” como aquél que “corresponde a todas las representaciones subjetivas mediadas por la categoría de ‘persona’ que se concretizan en el acto interpretativo de la lectura de un conjunto de textos poéticos o metapoéticos” (2004: 330).

 

(3). Incluido en Contra la muerte (1964) y en Oscuro ([1977] 1999). Para este trabajo hemos cotejado las dos versiones en sus ediciones de Antología del aire en el primer caso y en su edición de 1999, ya citada, en el segundo.

 

(4). (López Morales.) La poesía de Rojas asociada al relámpago o a la centella tiene su origen en una escena de infancia construida por el poeta mismo como vertiente fundamental de su obra. 

 

(5). El sintagma “metamorfosis de lo mismo” proviene del propio Rojas, quien, en 1970, afirma respecto de su poesía: "Que todo es todo en la gran búsqueda del desnacido que salió de madre a ver el juego mortal, y es Uno: repetición de lo que es. 'Antología de aire', metamorfosis de lo mismo". La obra completa del autor, publicada por Visor en 2000, lleva este título que la define; incluye, además de toda su poesía reordenada en seis secciones temáticas, un apartado de prosa y ensayos breves.

 

(6). En la Miseria del hombre seleccionamos con “A quien vela, todo se revela”, “La salvación” (*), “Carta del suicida” (*), “A una perdida”, “El polvo del deseo”, “Elegía”. En Contra la muerte, con “Oscuridad hermosa” (*), “Culebra o mordedura” (*), “Las hermosas”, “Cítara mía” (*), “Retrato de mujer” (*), “La loba” (*). (Los poemas marcados con asterisco han sido recopilados también en Oscuro, 1977.)

 

(7). Al respecto, trabajamos con la tesis de Jorge Monteleone que sostiene el año de 1940 como “umbral en el desarrollo de la poesía hispanoamericana de este siglo”, ruptura que “corresponde al ocaso de las vanguardias y al surgimiento de nuevas manifestaciones poéticas que extreman y modifican los recursos que aquellas descubrieron” (2004: 328).

 

 (8). Es conocida esta escena de escritura. Monteleone la explica del siguiente modo: “Allí el poeta tenía un cuarto, con una mesa de madera, adonde arrojaba un cuchillito de punta acerada. Sólo si se clavaba y quedaba vibrando, el poeta se decía ‘Sí, puedo escribir’. Desde entonces la palabra le cae así, silbando en el aire, como un filo clavado en el mundo, lanzada en un acto de atención pura”.

 

(9). La crítica ha establecido una tipología de retratos, que organiza el corpus desde el Renacimiento español en anclaje con la tradición medieval, en dos tipos básicos: aquellos que constan de la descripción física del relatado y aquellos que realizan referencias metafóricas vinculadas a los tópicos del carpe diem y del paso del tiempo.

 

(10). Parafraseo, traduciendo, unos bellos versos de Borges en “Two English Poems”: “I want your hidden look, your real smile/ that lonely, mocking smile your cool mirror knows”.

 

 

Obras citadas

 

Bataille, Georges. Breve historia del erotismo. Trad. Alberto Drazul. Montevideo: Ediciones del Caldén, 1970.


Coddou, Marcelo. “Las claves visionarias”. Nuevos estudios sobre la poesía de Gonzalo Rojas. Santiago: Ediciones del Maitén, 1986.

Giordano, Enrique. “Gonzalo Rojas: variaciones del exilio”. Poesía y poética de Gonzalo Rojas. Santiago: Ediciones del
         Maitén, 1987.

López Morales, Berta. “Gonzalo Rojas, metamorfosis de lo mismo”. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001.

Monteleone, Jorge. “Temporalidad moderna y poesía”. Hablar de Poesía. III-6 (noviembre de 2001): 75-79.

-----. “El fin de narciso”. Heinen, Valeire et al. Pasajes=Pasajes=Passagem: homenaje a Christian Wentzlaff-Eggebret.
        
Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2004.

-----. “Gonzalo Rojas, el habitante del relámpago”. La Nación. “Cultura y Nación”. 14.12.2003.


Montejo, .Eugenio. “Gonzalo Rojas. A 20 años de Oscuro”. Rojas, Gonzalo. Oscuro y otros textos. Santiago: Pehuén, 1999.

Olivo Jiménez, José. “El pensamiento poético de Gonzalo Rojas”. Homenaje a Luis Leal. Madrid: Ínsula, 1978.

Paz, Octavio. La otra voz. Poesía y fin de siglo. Barcelona: Seix Barral, 1990.

Rojas, Gonzalo. Antología del aire. México: FCE, 1999.

-----. Oscuro y otros textos. Santiago: Pehuén, 1999.


-----. Metamorfosis de lo mismo. Madrid: Visor, 2000.

-----. Antología poética (Serie Entre Voces). México: unam-fce, 2000.