El amanuense de Borges

Roberto Alifano
Director de Proa

Con Borges uno siempre es parcial. Fui primero su devoto lector después la vida me otorgó el raro privilegio de estar cerca de él durante sus últimos diez años casi diariamente. Su sabiduría estuvo a mi disposición Ħqué mejor regalo que escuchar a Borges no tan sólo en charlas literarias sino también en las grandes y pequeñas cosas de la vida! Borges modificó mi mundo, lo iluminó con su luz única. Estar a su lado fue como compartir los días de Shakespeare, Dante o Quevedo. Me otorgó la singularidad de su amistad, me brindó sus confidencias, a pesar de que bien sabemos no era hombre de confidencias. Mi memoria está enriquecida de la amistad con Borges. En los viajes que hiciéramos, en sus dictados, en la afable condescendencia de las traducciones que me permitió compartir, o simplemente en las caminatas del Buenos Aires que tanto amaba, Borges me colmó la vida. Resulté finalmente su amanuense y esto, creo, me justifica la existencia.

Si hubo alguien que despreció la fama, fue Borges. Nunca le interesó ni la buscó. Le llegó bruscamente y la asumió con molestias. Para él la fama era un embuste, una trampa, una máscara equívoca, ajena a la soledad del poeta. No era afecto a las celebraciones ni a los homenajes y, como Shakespeare, los equiparaba a una burbuja. Paradójicamente, quien buscaba ser el hombre de Wells, debió soportar la fama y aún más la gloria en vida. Borges el poeta agnóstico quería desaparecer completamente después de muerto, apenas quizá ser recordado por algún verso. Sabía muy bien que una obra no existe sin un lector que la rescate de la quietud del libro y la anime, dialogue con ella y, literalmente, la reviva. Cada lector es una resurrección, cada lector modifica los textos, les infunde vida, los levanta y echa a andar. Y la obra resulta otra sin dejar de ser ella misma.

Borges fue un imaginativo y ávido lector de toda la literatura que consideró válida y, lo que es mejor, recordaba y correlacionaba sabiamente cada una de esas lecturas. Creo que aún no se lo ha estudiado en esa dirección. Un lector maravillosso que nos devolía , encantando por su genio, lo que él había leído.

Divertido y travieso se burlaba de los mitos nacionales: el Martín Fierro, Carlos Gardel, el tango, y de casi toda la literatura española (salvaba a Cervantes y a Quevedo) y le negaba méritos literarios al venerado mártir García Lorca, calificándolo de "andaluz profesional".

Borges amaba las palabras, tenía por ellas un respeto sagrado. Las palabras eran su fundamento y así llegó a al quintaesencia de la literatura. Es uno de los pocos escritores que soporta el peso de una obra completa, es decir, de una obra inobjetable hasta el último adjetivo. Allí está la belleza, la sensibilidad, el talento siempre, "la inminencia de una revelación que no se produce", para decirlo con sus propias palabras al definir el hecho estético. El secreto de su observación, me parece, está en la palabra inminencia; todos los seres y las cosas están a punto de revelarnos algo; si se produjera la revelación desaparecería el misterio.

Borges fue un solitario aún ajeno para sus reconocidos maestros, Cansinos-Asséns y Macedonio Fernández. En Borges, aparecen a lo largo de su obra las grandes verdades dichas sin grandilocuencia. Fue un maestro de la ironía, la forma más incisiva de decir la verdad. Tal vez una de las funciones de la literatura es poner en marcha el pensamiento ajeno a través de la sugestión adecuada. Allí bien pueden aparecer las revelaciones.

Tímido irreductible, temeroso de los demás, no por lo que comúnmente se tiene miedo a los otros, por aquello que puede afectarnos, sino porque al vivir en un mundo propio de constante agudeza se le hacían temibles los posibles diálogos elementales con que lo abordaban. Cuando se enfrentaba al público, antes de empezar una charla les confesaba que era más tímido que todos ellos juntos y que sin embargo se iba a atrever a hablarles. Más tarde la fama le trajo una seguridad social de sí mismo que lo hizo ganar en desparpajo y osadía. Ese nuevo modo de ser hizo de él, de los diálogos con él un personaje a veces desopilante, sin ningún freno, a no ser el de la inteligencia. Por lo general los interlocutores que iban a entrevistarlo no entendían el sarcasmo que Borges usaba para responder a preguntas ingenuas. Un escucha sagaz podía notar que a la vez que contestaba toda respuesta muy solemnemente, por lo común, también tomaba el pelo muy solemnemente. Esencialmente Borges se divertía mucho consigo mismo. La difícil correlación de ceguera e inteligencia lo aislaban de maravillas. El Borges verbal solía resultar tan maravilloso como el Borges escrito, aún cuando se lo sacara de contexto era siempre genial, prodigioso, un verdadero prestidigitador del idioma.

En México, en casa de Octavio Paz ­y acompañados por Juan José Arreola-, llegamos a la conclusión de que Borges era, antes que nada, un gran humorista. Contaba Arreola que cuando lo conoció se arrodilló aparatosamente y besándole la mano le dijo: "Borges, le entrego en este beso treinta años de admiración". Y Borges le contestó: "Pero señor, qué manera de perder el tiempo". Claro que el humor de Borges era sarcasmo, ironía pura, al más puro estilo del doctor Johnson, de Bernard Shaw o de Oscar Wilde.

Recordar a Borges es recrearnos. El repetía que "cuando muere un hombre muere un universo". Recordar ese universo es tarea que trae felicidad y encanto.