Liberalismo y etnicidad: las crónicas mexicanas y guatemaltecas de José Martí

 

Jorge Camacho

University of South Carolina-Columbia

 

En 1966, Luis A Baralt en la introducción a su edición de las crónicas de Martí, traducidas por él mismo al inglés, alertaba a la crítica norteamericana sobre el intento del gobierno cubano de convertir a Martí en un precursor de la Revolución socialista. “Nada,” decía Baralt, “puede estar más alejado de la verdad.” Y agregaba que “aunque Martí siempre fue un apasionado defensor de los pobres […] era un liberal típico del siglo XIX” (xiii) [traducción nuestra]. En 1973, Isabel Monal, regresa sobre esta idea en un artículo publicado en la revista Casa de las Américas, afirmando que el cubano había sido influenciado en un primer período por el liberalismo decimonónico, pero que más tarde, a mitad de la década de 1880, éste cambió de opinión y se convirtió en un “demócrata antiimperialista” (25). Siguiendo esta “salvedad,” quienes han escrito sobre Martí en Cuba han enfatizado este segundo momento de la prédica del cubano, (Noel Salomón, Julio Le Riverend, Fernández Retamar, Callejas). Todos ellos prefieren, sin embargo, explicar al cubano comenzando por sus últimos escritos, los más radicales, (Nuestra América, “Mi raza,” “Vindicación a Cuba” etc.) y dejando a un lado los que Monal consideraba típicos del “liberalismo decimonónico”. ¿Por qué? habría que preguntarse. En lo que sigue me interesa ahondar la relación que tiene esta doctrina con la cuestión étnica, en este caso, con los indígenas de México y Guatemala. Me interesa señalar en estos escritos las formas que adopta esta doctrina, la cual debe tomarse muy en cuenta cuando se hable en términos generales de la concepción que tenía Martí de las razas.

Para empezar, a juzgar por la sugerencia de Monal, los escritos que apoyarían la tesis de un Martí “antiimperialista” serían los posteriores a 1887, no sus primeras crónicas, que fueron las de México, Guatemala y la mayoría de las escenas sobre los Estados Unidos. ¿Qué dicen estos textos? Beatriz Bernal en Cuba: fundamentos de la democracia. Antología del pensamiento liberal cubano desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XX, incluye varios de ellos. El primero de 1873: un alegato dirigido a la Primera República española, y los otros dos publicados en Nueva York en 1883. En estos ensayos Martí apoya los fundamentos republicanos y democráticos, defiende las libertades de la industria, fustiga el proteccionismo económico, y alaba la iniciativa privada (33). Todo esto, como dice Carlos Alberto Montaner en el prólogo a la misma antología, harían de Martí un “liberal cabal y convencido” (18).

Charles Hale en su artículo sobre las ideas políticas y sociales en Hispanoamérica en las tres últimas décadas del siglo XIX, afirma que una de las formas en que influyó en el continente la doctrina liberal fue a través de la imposición de un modelo similar al europeo, y las discusiones que se derivaron en torno a la raza, la evolución social y la nacionalidad. El positivismo de Augusto Comte, la adaptación que hizo Herbert Spencer de las teorías de Darwin e incluso las ideas de Taine sobre la literatura inglesa fueron los pilares fundamentales de esta forma de interpretar las diferencias, en donde el indígena y su modo de sociabilidad y producción se veían como un elemento antagónico del proyecto moderno (396-406). ¿Cuál será entonces la posición del cubano en relación a estos temas y cómo influyen estas teorías en su concepción de lo humano en esta etapa mexicana?

Martí llega a México en febrero de 1875 y pronto se incorpora a la vida social y literaria de la ciudad. Comienza a colaborar en la Revista Universal, escribe y presenta su drama “Amor con amor se paga” y conoce a quien más tarde sería su esposa, Carmen Zayas Bazán. En los periódicos de la época se discute con frecuencia las políticas económicas que el Estado debía seguir y el tema del indígena es uno de ellos. Según T. G. Powell, en 1875, cerca del cuarenta por ciento de la población de México, (entonces de 9 millones y medio de habitantes) era indígena. Tenían una economía de subsistencia fuera del circuito nacional, lo cual les condenaba a una vida de pobreza y malnutrición. En 1850, dice Powell, el gobierno mexicano comenzó a dividir las tierras comunales de los nativos (los llamados ejidos) en granjas, algo a lo que estos se opusieron. Los liberales pensaban que el indígena era un obstáculo para el progreso de la nación, precisamente por su falta de individualismo (Powell 20). La respuesta que se proponían entonces para “remediar” este “problema” era que o bien se trajeran colonos extranjeros para que explotaran la tierra fértil del país, o se les pidiera a los indígenas que lo hicieran en base al motivo de la ganancia (Powell 21). Pero a juzgar por los trabajos de filólogos como Francisco Pimentel y demógrafos como Antonio García Cubas, los intelectuales mexicanos tenían muy pocas esperanzas en que los indígenas así lo hicieran, por lo cual los criticaron con severidad, y plantearon que había que incentivar la inmigración europea, y si era posible hasta eliminar las lenguas indígenas.

Francisco Pimentel en La economía política aplicada a la propiedad territorial en México (1866), se preguntaba “¿Quién tiene la culpa de la pereza, de la imprevisión, del despilfarro de nuestra clase pobre?” a lo cual se respondía: el mismo jornalero indígena (146). Se gasta, decía, gran parte del sueldo en aguardiente, en lugar de llevárselo a la familia, contrae matrimonio sin calcular si puede o no educar a sus hijos, es indolente y, sólo está motivado por la necesidad inmediata (146). Las razones que menciona Pimentel, no obstante, son las mismas que terratenientes, colonizadores, y criollos esgrimieron por siglos en contra de los indígenas, por el simple hecho de que se negaban a trabajar porque no recibían a cambio una remuneración justa. Lo cierto es, como dice Severo Martínez Peláez en La patria del criollo, al refutar estos mismos argumentos en el caso de Guatemala, que estos prejuicios y falacias nunca se hubieran arraigado en la mente  del criollo, “si no hubiera estado de por medio la necesidad de justificar el trabajo forzado”(227).

Dos años antes, Pimentel había publicado otro libro en el que trataba la misma cuestión, Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena y medios de remediarla (1864). Allí daba otras razones para demostrar por qué era necesario buscar un “remedio” para la situación de los indígenas. Pensaba Pimentel que de acuerdo a como eran ellos, México no podía aspirar a ser una Nación (217). No podía serlo, decía, si existían dos mundos completamente distintos, el de los blancos y el de los indígenas, si ambos profesaban creencias diversas, e incluso si hablaban distintos idiomas. Era necesario “homogenizar” el país (216). Pimentel pensaba, además, que los indígenas, ya que eran una especie de “enemigos” del resto del país, siempre listos y al acecho para alzarse en armas cuando quisieran, era imprescindible prestarles atención a estos problemas. Que como la historia había demostrado los indígenas habían participado en muchas guerras anteriormente y que por tanto siempre podían volver a levantarse en armas. Se pregunta Pimentel, entonces, qué hacer con ellos. Si se debía exterminarlos, como había hecho el gobierno norteamericano o reformarlos. Su respuesta era que no había necesidad de hacer lo primero, siempre que con la inmigración europea pudiera llegarse a lograr lo segundo. A través de la mezcla racial, el indígena dejaría de ser indígena para ser primero mestizo y luego blanco. “Afortunadamente,” decía, “hay un medio con el cual no se destruye una raza sino que sólo se modifica, y ese medio es la transformación. Para conseguir la transformación de los indios lo lograremos con la inmigración europea” [énfasis en el original] (234).

Una preocupación similar a ésta de Pimentel, la compartía otro intelectual mexicano, García Cubas, quien en sus  Apuntes relativos a la población de la república mexicana (1870) planteó “la decadencia, y degeneración en general de la raza indígena” y  exclamaba casi eufórico después de proponer medidas similares a las de su compatriota: “¡Cuántas ventajas obtendría la República con la enseñanza e ilustración de esos indios y con la colonización de los extensos y feraces terrenos, casi despoblados, que aquellos poseen!” (59).

Martí, quien siempre estuvo muy al tanto de la política interna y externa de México, seguramente conoció algunos de estos intelectuales, ya que es posible ver en sus crónicas mexicanas y guatemaltecas la influencia de sus ideas. Incluso, en 1875, al hablar de una ceremonia, dice que allí estaba presente el “geógrafo modesto” Antonio García Cubas, (OC VI, 287), y más adelante habla de Pimentel, de quien afirma, es un “gran filólogo y un perfectísimo caballero” (OC XXIII, 298). En otro lugar agrega que Pimentel era un “erudito” y que siempre participaba en los debates del Liceo Hidalgo de México (OC VI, 308). En sintonía pues con las ideas de estos intelectuales, Martí fustiga en sus escritos a los indígenas mexicanos por su falta de aspiración en la vida, por su indolencia en el trabajo y por su poco interés en el dinero. Dice:

el ahorro es inútil para quien no conoce los placeres que produce el capital, el ahorro inteligente, honrado y acumulado. Nada tiene porque nada desea. No trabaja por su bienestar porque no quiere hogar más amoroso, lecho más blando, vestido más valioso, mesa mejor provista que los que tiene ya”  (OC VI, 283).

A esta descripción, luego agrega que en ellos “el hombre inteligente está dormido en el fondo de otro hombre bestial (OC VI, 283). En la misma crónica, Martí les reprocha que no tengan previsión de futuro ya que al vivir satisfaciendo sólo sus necesidades inmediatas una vez que la naturaleza, casi siempre abundante en América, aflige la tierra con “imprevistas escaseces,” éste sufre. Y por actuar así Martí los llama: “la raza imbécil: he aquí a nuestro juicio la explicación de la raza miserable” (OC VI, 283). Para explicar mejor su opinión, Martí recurre en esta crónica a comparar al indígena con una hormiga que debe guardar comida de una estación para la otra con el fin de sobrevivir el invierno. El indígena mexicano es entonces una “hormiga mísera” que habiendo olvidado acumular comida en su granero, pasa una temporada ruda y amarga. En su opinión, había que atender entonces a dos males cuando se trataba de ellos: uno el inmediato y el que debe solucionarse (el hambre que sufren) y el otro que llama: “el mal en esencia, la constitución de la raza, el sacudimiento vigoroso de esa existencia aletargada” (OC VI, 283). Por ende, en sus escenas mexicanas, el cubano cuanto más les concede a los indígenas un valor de espontaneidad, actuar según el momento en que viven, pero sin ninguna previsión de futuro. Esto, a pesar de que como afirma en otro lugar, pensaba que el ahorro era un “instinto innato” en el hombre, algo que el Estado no debía descuidar (OC XIX, 154). El trabajo de los estadistas y de los intelectuales entonces era hacerles ver lo que era mejor para ellos: hacer que abandonaran el modo en que eran y adoptaran las formas capitalistas y occidentales de producción y desarrollo. En una palabra, aculturarlos.

En otro artículo de la misma época, Martí sigue diciendo sobre los nativos: “echados sobre la tierra no la dejan producir; satisfacen el apetito, desconocen las noblezas de la voluntad. –Corren como los brutos; no saben andar como los hombres; hacen la obra del animal: el hombre no despierta en ellos” (OC VI, 266). Tal crítica es consecuente, pues, con las que les hacían muchos de estos intelectuales, cuyos debates se extienden durante toda la década del setenta, llegando a ocupar una importancia capital bajo el mandato de Porfirio Díaz (1876-1911). A México había que modernizarlo y ésta era la única forma de evitar guerras civiles, intervenciones extranjeras y que los Estados Unidos se tragara el país de un bocado (Powell 20).

En estas crónicas, pues, el letargo, la pereza, la constitución física de los indígenas y la exuberante imaginación de los mexicanos se unían para conspirar contra la nación y el avance económico. Martí tacha por eso la “imaginación de estorbo para el progreso” (OC VI, 270). ¿Cómo entender entonces que también alabe la herencia pre-colombina? Powell asegura que a pesar de que muchas de las medidas económicas de aquella época perjudicaron a los indígenas, el gobierno mexicano no trató de ocultar su pasado precolombino, y por ejemplo, en 1883, mientras los intelectuales discutían la importancia de la educación, se  erigió un monumento al emperador azteca Cuauhtemoc en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México (24). No son incompatibles entonces la exaltación del pasado y el abogar por un proyecto nacional que tratara de convertirlos en un resorte más de la economía del país. El problema está, lógicamente, en la duplicidad que resulta de este gesto. Por un lado, la historia precolombina se percibe como un elemento capaz de ser recuperado en el presente moderno, pero por otro, el nativo de carne y hueso, es visto como una amenaza y desdeñado por no seguir las reformas del gobierno o simplemente por ser indígena.

Dos años después, en 1877, Martí viaja de México a Guatemala y sus ideas sobre estos asuntos no cambian. De hecho, llega a Guatemala en medio de la revolución liberal que habían liderado Miguel García Granados (1809-1878) y el entonces Presidente Justo Rufino Barrios (1835-1885). Entre las principales medidas que adoptaron ambos gobiernos estuvieron la expulsión de varias comunidades religiosas --entre ellas los jesuitas--, la expropiación de las tierras y edificios que pertenecían al clero, y una fuerte campaña educacional que se extendió a los indígenas en la década del 1880. Desde un inicio ambos gobiernos impusieron leyes que aceleraran el progreso económico del país, y estimularan la inmigración extranjera, ya sea reclutando profesores en Estados Unidos o favoreciendo las medidas que normalizaran el matrimonio de los extranjeros. Este paquete de leyes seguramente atrajo al joven cubano quien llega a Guatemala con la esperanza de rehacer su vida en el exilio y fundar una familia.

En breve, Martí consigue trabajo como profesor de literatura y gramática en la Escuela Normal de Guatemala, que dirigía entonces su compatriota, José María Izaguirre. A éste, el gobierno de Barrios lo había contratado en Nueva York como parte de su campaña de atraer profesores calificados. Martí, según Izaguirre, pronto se da a conocer en los círculos literarios de la capital por sus capacidades oratorias y su inteligencia. Es querido por todos sus alumnos, y conoce al antiguo Presidente de la República García Granados, cuya hija se enamora de él. En 1877, Martí va México a casarse con Carmen Zayas Bazán, y allí publica un folleto titulado Guatemala (1878). Sin embargo, poco tiempo después de su regreso, recibe la noticia de que Izaguirre ha sido destituido de su puesto como director de la escuela por el propio Barrios y la razón, dice Izaguirre, fue que los enemigos del colegio le dijeron al presidente que él no atendía bien el centro educativo, que sólo pensaba en divertirse y que de esta forma, malgastaba el dinero del país (340). Martí, para solidarizarse con su amigo, renuncia entonces a su puesto en la Escuela Normal y decide desde entonces marcharse a Nueva York. Los escritos que nos quedan de su estancia en Guatemala, sin embargo, indican que estaba muy de acuerdo con las medidas que habían tomado los gobiernos liberales de García Granados y de Barrios.

En el titulado “La América Central,” por ejemplo, publicado originalmente en francés y con un carácter evidentemente propagandístico, Martí habla de Guatemala como de una región bendita, hecha “para aplacar la ardiente sed de los hijos de los países viejos” (OC, XIX, 75). En el mismo escrito, Martí llama la guerra de los liberales “una guerra de filosofía” (75), la cual, afirma, le permitió al país, salir de su estado de miseria “cuyas grandes riquezas se mantenían estériles por la incuria de sus hijos” (76). Igualmente, en su folleto Guatemala (1878) reitera su apoyo al programa de Barrios y en especial, a la actitud que tuvo el gobierno en relación con los indígenas. Martí llega a decir, después de pensar “las causas de nuestro estado mísero, los medios de renacer y de asombrar,” “derribaré el cacazte de los indios, el huacal ominoso, y pondré en sus manos el arado, en su seno dormido la conciencia” (OC VII, 117). ¿Qué significa esto?

Según Rafael Almanza, Martí proponía: “el modelo pequeño burgués de progreso social” para los indígenas guatemaltecos, ya que debían participar “en calidad de propietario y de trabajador libre” de la tierra (125). El hecho cierto, sin embargo, es otro. Las medidas liberales de Barrios, que apoya en este folleto, iban mucho más allá de convertir a los indígenas en trabajadores. En la práctica, estas leyes llevaron a la expropiación de sus tierras, a su trabajo forzado y a su endeudamiento. En la época que Martí llega a Guatemala, la situación del indígena es una de las peores en la historia de este país, ya que con la excusa de aumentar la producción del café, se les enlistaba para que fueran a trabajar a las tierras de los colonos, donde los mestizos utilizaban la fuerza y el alcohol para obligarlos a trabajar. Como lo explica Severo Martínez Peláez en La patria del criollo: al amparo de la doctrina liberal de Barrios que “recomienda multiplicar el número de propietarios, […] se legisló y se actuó de modo que dicha multiplicación favoreciera a la capa media alta rural ―los ladinos de los pueblos― y lanzara al mercado de mano de obra una masa creciente de indios despojados de sus tierras y espantados” (578).

El proyecto económico de Barrios implicó la instauración de un sistema de plantación cafetalero para lo cual fue necesario primero saber con qué tierras contaba el gobierno y con tal objetivo, Barrios mandó a censar los terrenos baldíos, y le quitó a la iglesia los que había heredado de católicos devotos. Todo aquel que no mostrara un título de propiedad, así hubiera vivido toda su vida en ellos, también sería despojado de sus tierras. Según Thomas Herrick, como la mayoría de los indígenas no pudo encontrar el dinero para comprar sus pacerlas en los 18 meses que le dio el Estado, “mucha de esta tierra fue vendida en mercado abierto” (133). Se los expulsó entonces de sus terrenos y se los obligó a trabajar en las plantaciones de los colonos. Estas medidas de fuerza fueron justificadas por el gobierno, según Herrick, dada la “convicción general de que los indios eran gente inferior y que por tanto podían ser sometidos a la fuerza para ‘favorecer el progreso de la agricultura de Guatemala’” (134).

El objetivo de estas leyes era buscar mano de obra barata para desarrollar la industria cafetalera que se expandió en los años que siguieron y trajo enormes ganancias para muchos hacendados. Como otro de los tantos emigrantes, que fueron en aquella época a Guatemala, Martí llegó, incluso, a pensar en dedicarse a la agricultura y sacar provecho del boom del que tanto se hablaba. Sólo por falta de dinero sus planes nunca llegaron a concretarse. En una carta a Manuel Mercado, el 8 de marzo de 1878, Martí le dice: “tengo decidido, cuando pague mis deudas, irme de aquí. Si tuviera medios de cultivar la tierra, no; me encerraría en ella” (OC XX, 41). Y seguidamente, le aconseja al amigo que con sus ahorros y conexiones: “se arregle una finquita de café, allá como aquí riqueza segura” (OC XX, 41).

En su folleto, Guatemala (1878), Martí ya había hablado de las bondades de esta planta, y lo fácil que era hacer dinero cosechándola en aquel país. El café “el rico grano, que enardece la sangre, inquietísimo salta en las venas, hace llama y aroma en el cerebro; el que afama a Uruapan, mantiene a Colina y realza a Java, el haschisch de América, que hace soñar y no embrutece” (OC VII, 133). En el mismo folleto, agrega Martí, que muchos emprendedores ya estaban cosechando en el Pacífico y que el gobierno les daba generosamente la tierra para cultivarla. La vendían a 500 pesos la caballería, con amplios descuentos de pago. “Y ya el terreno falta,” dice Martí, “para los que lo quisieran poseer” (OC VII, 133). Lógicamente, Martí sabía que muchos de estos terrenos antes pertenecían a los indígenas, que nunca fue su intención venderlos, y que el gobierno ahora los estaba echando de sus tierras con el pretexto de que los colonos la harían producir. En su folleto, Martí aplaude esta medida, y afirma:

Bien hacen los que hoy rigen la vida guatemalteca. La raza indígena, habituada, por imperdonable y bárbara enseñanza, a la pereza inaspiradora y a la egoísta posesión, ni siembra, ni deja sembrar, y enérgico y patriótico, el Gobierno a sembrar la obliga, o permitir que siembren. Y lo que ellos, perezosos, no utilizan, él, ansioso de vida para la patria, quiebra en lotes y lo da. Porque sólo para hacer el bien, la fuerza es justa. (OC VII, 134)

El reglamento que institucionalizó el trabajo forzado de los indígenas en Guatemala, dice Herrick, apareció el 3 de abril de 1877, esto es, cuatro meses después que Martí llegara a Guatemala. Este reglamento fue apoyado por las leyes en contra de la vagancia, y de una “admonición de los jefes políticos para suministrar en base a un contrato obligatorio, trabajadores a los finqueros que lo solicitaran” (135). Esto significó en la práctica el endeudamiento de muchos de ellos, el descontento y la pobreza. Como dice Martínez Peláez, representó una  “brusca reactivación del trabajo forzado colonial” (579-580). Todo bajo la justificación de que había que hacer progresar al país, y poner a producir las tierras que antes permanecían ociosas. Los indígenas no tenían ni voz ni voto en esta política, pero con ellos contaba el Estado para mover la rueda del progreso. Si antes eran un estorbo, ahora eran una necesidad.

No es casual entonces que en su drama “Patria y Libertad,” escrito para celebrar la fiesta de independencia de Guatemala, Martí retome varias de las preocupaciones fundamentales que tenía con respecto al indígena de este país:

1. Su pasividad, (expresado en metáforas como “el letargo”, “el sueño” y su condición de “niños”). 2. la necesidad de unificar el país bajo una misma ideología, para lo cual Martí recurre a la metáfora del casamiento, y 3. El imperativo de acabar con la influencia de la iglesia ya que se suponía, siguiendo el precepto liberal, que ésta apoyaba a los conservadores y simbolizaba la antigua colonia. Su crítica a la iglesia en este escrito no puede desvincularse, pues, de la política de Barrios, quien se enfrentó al clero, expulsó a los jesuitas, prohibió el pago obligatorio del diezmo y les quitó sus bienes. Y aquí vale nuevamente recordar el testimonio de Izaguirre, quien da a entender en su artículo sobre Martí en Guatemala que fueron los mismos partidarios de la iglesia y sus amigos quienes provocaron su destitución e indirectamente la partida del cubano. Recuerda Izaguirre que cuando comenzó a trabajar en la Escuela Normal, el entonces Secretario de Instrucción Pública de Guatemala, Marco Aurelio Soto le dijo: “La Escuela Normal tiene muchos enemigos por hallarse situada en un edificio que perteneció a la congregación de los Padres Paulinos; aquí hay muchos fanáticos: todos ellos son enemigos de ese establecimiento, y es necesario hacerlo simpático si queremos que no decaiga” (333).

En el escrito titulado “La América Central,”  Martí se hace eco de las medidas del gobierno en contra de la iglesia, y dice que de lo que se trataba era “del hombre que despierta y el cura que lo ahoga” (OC XIX, 76), y del “convento, que mira extrañado a la máquina de vapor” (OC XIX, 77). Y afirma Martí, que el colegio donde ahora trabajaba, antes era “la casa de los hermanos Paúles, ocultos hoy en una casita ignorada”. Dice que por donde antes se paseaban los sacerdotes, ahora lo hacen “una multitud de jóvenes indios” que estudian las ciencias y los descubrimientos modernos (OC XIX, 77). Para los liberales, como afirma Hubert Millar, la religión era “el principal obstáculo para el desarrollo del país,” y “la “ambición e inmoralidad de los clérigos mantenía al pueblo en la esclavitud” (La Iglesia y el Estado 345). En su lugar había que establecer una economía vigorosa y una educación práctica encaminada a resolver las necesidades de la nación.

A pesar de que Martí, en “Patria y libertad,” y en sus artículos de Guatemala y México fustiga con vigor a los indígenas, e incluso acepta que fueran sometidos por la fuerza al trabajo, busca también reconciliar ambas razas en el país, y acude por esto a la metáfora del matrimonio entre una indígena y un mestizo.

En este drama el principal protagonista, Martino, es un “mestizo de alma fiera,” quien le daría al buen español, que es capaz de morir defendiendo los derechos de los americanos, su hermana: “a ese español yo lo honraré en mi casa y le daré a mi hermana por esposa” dice (OC XVIII, 146). El argumento aparece en el momento en que Martino le responde a Indio, quien no entiende por qué hay que llamarles “hermanos” a los españoles, que el amor a la libertad debía ser en “este continente de Bolívar” lo que nos uniera, y que se abrieran por ello “los brazos generosamente al español” (OC XVIII, 146). Y para probar sus palabras, el mismo protagonista al final de la obra, contrae matrimonio con una indígena de nombre Coana con cuya alianza racial completa el pacto de la nueva república. 

Doris Sommer en Foundational Fictions ha señalado cómo estos matrimonios interraciales sirvieron en el período post-independentista para consolidar las ideologías triunfadoras y buscar un consenso común a nivel nacional. Esta esperanza en un futuro político que implicara una unión entre etnias diferentes proviene de los movimientos revolucionarios de principios de siglo, los cuales definían la ciudadanía como algo inclusivo, pasando por alto los particularismos de raza y religión. En “Patria y Libertad” esta es la idea que corona el drama, ya que al final exclama el protagonista: “Patria libre… Coana… esposa mía… / la inmensa procesión que se levanta / marca la feliz ruta del futuro. / Ya veo el porvenir que se agiganta / Ya veo el porvenir amplio y seguro / Hombres libres serán los descendientes / de tu amor y el mío” (OC XVIII, 151). La unión interracial implica por tanto un pacto político y la seguridad de la paz y el bienestar para todos. Implica también que el indígena no es el centro de la nación ni el único con derecho, sino todos incluyendo los blancos de descendencia europea partidarios del gobierno y los mestizos.

Poco después de escribir este drama, Martí publica en 1882 un artículo para La Opinión Nacional de Caracas, donde reseña justamente el ensayo de Ernest Renan, “¿Qué es la nación?” (1882). Martí escribe sobre las ideas de Renan con visible regocijo ya que siguiendo el modelo francés, que borra los particularismos y se opone a cualquier exclusión basado en la etnia, ―como era el caso de los nacionalistas alemanes―, Martí dice que “Renan dijo que era para montar en ira o mover a risa, la creencia de que los hombres han de ser guiados, como por guía suma, por lo que han dado en llamar espíritu de raza,” (OC XIV, 449). Y afirma más adelante:

no es la historia humana ―decía Renan― un capítulo de Zoología. El hombre es ser racional y ser moral. La libre voluntad está por encima de las sugestiones ruines del espíritu de raza. Una nación es un alma, un principio espiritual elaborada de lo pasado, con vida en lo presente, y toda gran junta de hombres con mentes saludables y corazones generosos puede crear la conciencia moral que constituye una nación.’ (OC XIV, 449-50)

De modo que no es extraño que diez años después, cuando organiza el Partido Revolucionario Cubano, el cubano regrese al concepto de un alma nacional, al Ser moral, y al peligro del racismo, para fundar sobre un grupo tan heterogéneo de seres humanos un nuevo Estado.

Resumiendo entonces, tanto el ideal nacionalista como el modelo liberal de desarrollo económico son los que ejercen más influencia en estos años en el pensamiento de Martí. Su liberalismo lo hereda de una larga tradición de cubanos, especialmente separatistas, que se oponían al gobierno español, criticaban la iglesia por apoyarlo. Pero sobre todo, hay que entender su reacción a los indígenas de México y Guatemala tomando como punto de referencia la de los intelectuales que por la misma época apoyaban el proyecto liberal y formaron parte de los gobiernos de ambos países. Las ideas de Martí en tales casos no irían en contra de ellos, sino a favor de las medidas que promovía el Estado. Estas ideas forman el centro de su ideología modernizadora y con los años va a fortalecer su creencia de que para sacar adelante el país era necesario explotar la tierra y educar a su gente en las ideas que ayudaran mejor al país. En el contexto de Guatemala, y en gran parte de toda Centroamérica, la respuesta para lo primero estaba en la explotación del café. La respuesta para lo segundo en la secularización y el aprendizaje de las ciencias modernas.

Obras citadas

 

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