Liberalismo
y etnicidad:
University of
South Carolina-Columbia
En
1966, Luis
A
Baralt en la introducción a su edición de las
crónicas de
Martí, traducidas por él mismo al inglés, alertaba
a la
crítica norteamericana sobre el intento del gobierno cubano de
convertir
a Martí en un precursor de la Revolución socialista.
“Nada,” decía Baralt, “puede estar más alejado
de la verdad.” Y agregaba que “aunque Martí siempre fue un
apasionado defensor de los pobres […] era un liberal típico del
siglo XIX” (xiii) [traducción nuestra]. En 1973, Isabel Monal,
regresa sobre esta idea en un artículo publicado en la revista Casa de las Américas, afirmando
que el cubano había sido influenciado en un primer
período por el
liberalismo decimonónico, pero que más tarde, a mitad de
la
década de 1880,
éste cambió de opinión y se convirtió en un
“demócrata antiimperialista” (25). Siguiendo esta
“salvedad,” quienes han escrito sobre Martí en Cuba han
enfatizado este segundo momento de la prédica del cubano, (Noel
Salomón,
Julio Le Riverend, Fernández Retamar, Callejas). Todos ellos
prefieren,
sin embargo, explicar al cubano comenzando por sus últimos
escritos, los
más radicales, (Nuestra
América, “Mi raza,” “Vindicación a
Cuba” etc.) y dejando a un lado los que Monal consideraba
típicos
del “liberalismo decimonónico”. ¿Por qué?
habría
que preguntarse. En lo que sigue me interesa ahondar la relación
que
tiene esta doctrina con la cuestión étnica, en este caso,
con los
indígenas de México y Guatemala. Me interesa
señalar en
estos escritos las formas que adopta esta doctrina, la cual debe
tomarse muy en
cuenta cuando se hable en términos generales de la
concepción que
tenía Martí de las razas.
Para
empezar, a juzgar por la sugerencia de Monal,
los escritos que apoyarían la tesis de un Martí
“antiimperialista”
serían los posteriores a 1887, no sus primeras crónicas,
que
fueron las de México, Guatemala y la mayoría de las
escenas sobre
los Estados Unidos. ¿Qué dicen estos textos? Beatriz
Bernal en Cuba: fundamentos de la democracia.
Antología
del pensamiento liberal cubano desde fines del siglo XVIII hasta fines
del
siglo XX, incluye varios de ellos. El primero de 1873: un alegato
dirigido
a la Primera República española, y los otros dos
publicados en
Nueva York en 1883. En estos ensayos Martí apoya los fundamentos
republicanos y democráticos, defiende las libertades de la
industria,
fustiga el proteccionismo económico, y alaba la iniciativa
privada (33).
Todo esto, como dice Carlos Alberto Montaner en el prólogo a la
misma
antología, harían de Martí un “liberal cabal y
convencido” (18).
Charles
Hale en su artículo sobre las ideas
políticas y sociales en Hispanoamérica en las tres
últimas
décadas del siglo XIX, afirma que una de las formas en que
influyó en el continente la doctrina liberal fue a través
de la
imposición de un modelo similar al europeo, y las discusiones
que se
derivaron en torno a la raza, la evolución social y la
nacionalidad. El
positivismo de Augusto Comte, la adaptación que hizo Herbert
Spencer de
las teorías de Darwin e incluso las ideas de Taine sobre la
literatura
inglesa fueron los pilares fundamentales de esta forma de interpretar
las
diferencias, en donde el indígena y su modo de sociabilidad y
producción
se veían como un elemento antagónico del proyecto moderno
(396-406). ¿Cuál será entonces la posición
del
cubano en relación a estos temas y cómo influyen estas
teorías en su concepción de lo humano en esta etapa
mexicana?
Martí
llega a México en febrero de 1875 y pronto
se incorpora a la vida social y literaria de la ciudad. Comienza a
colaborar en
la Revista Universal, escribe y presenta su drama “Amor con amor se
paga” y conoce a quien más tarde sería su esposa, Carmen
Zayas Bazán. En los periódicos de la época se
discute con
frecuencia las políticas económicas que el Estado
debía
seguir y el tema del indígena es uno de ellos. Según T.
G.
Powell, en 1875, cerca del cuarenta por ciento de la población
de
México, (entonces de 9 millones y medio de habitantes) era
indígena. Tenían una economía de subsistencia
fuera del
circuito nacional, lo cual les condenaba a una vida de pobreza y
malnutrición. En 1850, dice Powell, el gobierno mexicano
comenzó
a dividir las tierras comunales de los nativos (los llamados ejidos) en
granjas, algo a lo que estos se opusieron. Los liberales pensaban que
el
indígena era un obstáculo para el progreso de la
nación, precisamente
por su falta de individualismo (Powell 20). La respuesta que se
proponían entonces para “remediar” este
“problema” era que o bien se trajeran colonos extranjeros para que
explotaran la tierra fértil del país, o se les pidiera a
los
indígenas que lo hicieran en base al motivo de la ganancia
(Powell 21). Pero
a juzgar por los trabajos de filólogos como Francisco Pimentel y
demógrafos como Antonio García Cubas, los intelectuales
mexicanos
tenían muy pocas esperanzas en que los indígenas
así lo
hicieran, por lo cual los criticaron con severidad, y plantearon que
había que incentivar la inmigración europea, y si era
posible
hasta eliminar las lenguas indígenas.
Francisco
Pimentel en La
economía política aplicada a la propiedad territorial en
México (1866), se preguntaba “¿Quién tiene la
culpa de la pereza, de la imprevisión, del despilfarro de
nuestra clase
pobre?” a lo cual se respondía: el mismo jornalero
indígena
(146). Se gasta, decía, gran parte del sueldo en aguardiente, en
lugar
de llevárselo a la familia, contrae matrimonio sin calcular si
puede o
no educar a sus hijos, es indolente y, sólo está motivado
por la
necesidad inmediata (146). Las razones que menciona Pimentel, no
obstante, son
las mismas que terratenientes, colonizadores, y criollos esgrimieron
por siglos
en contra de los indígenas, por el simple hecho de que se
negaban a
trabajar porque no recibían a cambio una remuneración
justa. Lo
cierto es, como dice Severo Martínez Peláez en La patria del criollo, al refutar estos
mismos argumentos en el caso de Guatemala, que estos prejuicios y
falacias
nunca se hubieran arraigado en la mente
del criollo, “si no hubiera estado de por medio la necesidad de
justificar el trabajo forzado”(227).
Dos
años antes, Pimentel había publicado otro libro en el que
trataba la misma cuestión, Memoria
sobre las causas que han originado la situación actual de la
raza
indígena y medios de remediarla (1864). Allí daba
otras
razones para demostrar por qué era necesario buscar un
“remedio” para la situación de los indígenas. Pensaba
Pimentel que de acuerdo a como eran ellos, México no
podía
aspirar a ser una Nación (217). No podía serlo,
decía, si
existían dos mundos completamente distintos, el de los blancos y
el de
los indígenas, si ambos profesaban creencias diversas, e incluso
si
hablaban distintos idiomas. Era necesario “homogenizar” el
país (216). Pimentel pensaba, además, que los
indígenas,
ya que eran una especie de “enemigos” del resto del país,
siempre listos y al acecho para alzarse en armas cuando quisieran, era
imprescindible prestarles atención a estos problemas. Que como
la
historia había demostrado los indígenas habían
participado
en muchas guerras anteriormente y que por tanto siempre podían
volver a
levantarse en armas. Se pregunta Pimentel, entonces, qué hacer
con
ellos. Si se debía exterminarlos, como había hecho el
gobierno
norteamericano o reformarlos. Su respuesta era que no había
necesidad de
hacer lo primero, siempre que con la inmigración europea pudiera
llegarse
a lograr lo segundo. A través de la mezcla racial, el
indígena
dejaría de ser indígena para ser primero mestizo y luego
blanco.
“Afortunadamente,” decía, “hay un medio con el cual no
se destruye una raza sino que sólo se modifica, y ese medio es
la transformación. Para conseguir la
transformación de los indios lo lograremos con la inmigración
europea” [énfasis en el original]
(234).
Una
preocupación similar a ésta de Pimentel, la
compartía otro intelectual mexicano, García Cubas, quien
en
sus Apuntes relativos a la
población de la república mexicana
(1870) planteó “la decadencia, y degeneración en general
de
la raza indígena” y
exclamaba casi eufórico después de proponer
medidas
similares a las de su compatriota: “¡Cuántas ventajas
obtendría la República con la enseñanza e
ilustración de esos indios y con la colonización de los
extensos
y feraces terrenos, casi despoblados, que aquellos poseen!” (59).
Martí,
quien siempre estuvo muy al tanto de la
política interna y externa de México, seguramente
conoció
algunos de estos intelectuales, ya que es posible ver en sus
crónicas
mexicanas y guatemaltecas la influencia de sus ideas. Incluso, en 1875,
al
hablar de una ceremonia, dice que allí estaba presente el
“geógrafo modesto” Antonio García Cubas, (OC VI,
287), y más adelante habla de Pimentel, de quien afirma, es un
“gran filólogo y un perfectísimo caballero” (OC
XXIII, 298). En otro lugar agrega que Pimentel era un “erudito” y
que siempre participaba en los debates del Liceo Hidalgo de
México (OC
VI, 308). En sintonía pues con las ideas de estos intelectuales,
Martí
fustiga en sus escritos a los indígenas mexicanos por su falta
de
aspiración en la vida, por su indolencia en el trabajo y por su
poco
interés en el dinero. Dice:
el
ahorro es inútil para quien no conoce los placeres que produce
el
capital, el ahorro inteligente, honrado y acumulado. Nada tiene porque
nada
desea. No trabaja por su bienestar porque no quiere hogar más
amoroso,
lecho más blando, vestido más valioso, mesa mejor
provista que
los que tiene ya” (OC VI,
283).
A
esta descripción, luego agrega que en ellos
“el hombre inteligente está dormido en el fondo de otro hombre
bestial (OC VI, 283). En la misma crónica, Martí les
reprocha que
no tengan previsión de futuro ya que al vivir satisfaciendo
sólo
sus necesidades inmediatas una vez que la naturaleza, casi siempre
abundante en
América, aflige la tierra con “imprevistas escaseces,”
éste sufre. Y por actuar así Martí los llama: “la
raza imbécil: he aquí a nuestro juicio la
explicación de
la raza miserable” (OC VI, 283). Para explicar mejor su opinión,
Martí recurre en esta crónica a comparar al
indígena con
una hormiga que debe guardar comida de una estación para la otra
con el
fin de sobrevivir el invierno. El indígena mexicano es entonces
una
“hormiga mísera” que habiendo olvidado acumular comida en su
granero, pasa una temporada ruda y amarga. En su opinión,
había
que atender entonces a dos males cuando se trataba de ellos: uno el
inmediato y
el que debe solucionarse (el hambre que sufren) y el otro que llama:
“el
mal en esencia, la constitución de la raza, el sacudimiento
vigoroso de
esa existencia aletargada” (OC VI, 283). Por ende, en sus escenas
mexicanas, el cubano cuanto más les concede a los
indígenas un
valor de espontaneidad, actuar según el momento en que viven,
pero sin
ninguna previsión de futuro. Esto, a pesar de que como afirma en
otro
lugar, pensaba que el ahorro era un “instinto innato” en el hombre,
algo que el Estado no debía descuidar (OC XIX, 154). El trabajo
de los
estadistas y de los intelectuales entonces era hacerles ver lo que era
mejor
para ellos: hacer que abandonaran el modo en que eran y adoptaran las
formas
capitalistas y occidentales de producción y desarrollo. En una
palabra,
aculturarlos.
En
otro artículo de la misma época, Martí
sigue diciendo sobre los nativos: “echados sobre la tierra no la dejan
producir; satisfacen el apetito, desconocen las noblezas de la
voluntad.
–Corren como los brutos; no saben andar como los hombres; hacen la obra
del animal: el hombre no despierta en ellos” (OC VI, 266). Tal
crítica es consecuente, pues, con las que les hacían
muchos de
estos intelectuales, cuyos debates se extienden durante toda la
década
del setenta, llegando a ocupar una importancia capital bajo el mandato
de
Porfirio Díaz (1876-1911). A México había que
modernizarlo
y ésta era la única forma de evitar guerras civiles,
intervenciones extranjeras y que los Estados Unidos se tragara el
país
de un bocado (Powell 20).
En
estas crónicas, pues, el letargo, la pereza, la
constitución física de los indígenas y la
exuberante
imaginación de los mexicanos se unían para conspirar
contra la
nación y el avance económico. Martí tacha por eso
la
“imaginación de estorbo para el progreso” (OC VI, 270).
¿Cómo
entender entonces que también alabe la herencia pre-colombina?
Powell
asegura que a pesar de que muchas de las medidas económicas de
aquella
época perjudicaron a los indígenas, el gobierno mexicano
no
trató de ocultar su pasado precolombino, y por ejemplo, en 1883,
mientras los intelectuales discutían la importancia de la
educación, se erigió
un monumento al emperador azteca Cuauhtemoc en el Paseo de la Reforma
de la ciudad
de México (24). No son incompatibles entonces la
exaltación del
pasado y el abogar por un proyecto nacional que tratara de convertirlos
en un
resorte más de la economía del país. El problema
está, lógicamente, en la duplicidad que resulta de este
gesto.
Por un lado, la historia precolombina se percibe como un elemento capaz
de ser
recuperado en el presente moderno, pero por otro, el nativo de carne y
hueso,
es visto como una amenaza y desdeñado por no seguir las reformas
del
gobierno o simplemente por ser indígena.
Dos
años después, en
1877, Martí viaja de México a
Guatemala y sus ideas sobre estos asuntos no cambian. De hecho, llega a
Guatemala en medio de la revolución liberal que habían
liderado
Miguel García Granados (1809-1878) y el entonces Presidente
Justo Rufino
Barrios (1835-1885). Entre las principales medidas que adoptaron ambos
gobiernos estuvieron la expulsión de varias comunidades
religiosas
--entre ellas los jesuitas--, la expropiación de las tierras y
edificios
que pertenecían al clero, y una fuerte campaña
educacional que se
extendió a los indígenas en la década del 1880.
Desde un
inicio ambos gobiernos impusieron leyes que aceleraran el progreso
económico del país, y estimularan la inmigración
extranjera, ya sea reclutando profesores en Estados Unidos o
favoreciendo las
medidas que normalizaran el matrimonio de los extranjeros. Este paquete
de
leyes seguramente atrajo al joven cubano quien llega a Guatemala con la
esperanza de rehacer su vida en el exilio y fundar una familia.
En breve, Martí consigue trabajo como
profesor de literatura y gramática en la Escuela Normal de
Guatemala,
que dirigía entonces su compatriota, José María
Izaguirre.
A éste, el gobierno de Barrios lo había contratado en
Nueva York
como parte de su campaña de atraer profesores calificados.
Martí,
según Izaguirre, pronto se da a conocer en los círculos
literarios de la capital por sus capacidades oratorias y su
inteligencia. Es
querido por todos sus alumnos, y conoce al antiguo Presidente de la
República García Granados, cuya hija se enamora de
él. En
1877, Martí va México a casarse con Carmen Zayas
Bazán, y
allí publica un folleto titulado Guatemala
(1878). Sin embargo, poco tiempo después de su regreso, recibe
la
noticia de que Izaguirre ha sido destituido de su puesto como director
de la
escuela por el propio Barrios y la razón, dice Izaguirre, fue
que los
enemigos del colegio le dijeron al presidente que él no
atendía
bien el centro educativo, que sólo pensaba en divertirse y que
de esta
forma, malgastaba el dinero del país (340). Martí, para
solidarizarse con su amigo, renuncia entonces a su puesto en la Escuela
Normal
y decide desde entonces marcharse a Nueva York. Los escritos que nos
quedan de
su estancia en Guatemala, sin embargo, indican que estaba muy de
acuerdo con
las medidas que habían tomado los gobiernos liberales de
García
Granados y de Barrios.
En
el titulado “La América Central,” por ejemplo,
publicado originalmente en francés y con un carácter
evidentemente propagandístico, Martí habla de Guatemala
como de
una región bendita, hecha “para aplacar la ardiente sed de los
hijos de los países viejos” (OC, XIX, 75). En el mismo escrito,
Martí llama la guerra de los liberales “una guerra de
filosofía” (75), la cual, afirma, le permitió al
país, salir de su estado de miseria “cuyas grandes riquezas se
mantenían estériles por la incuria de sus hijos” (76).
Igualmente,
en su folleto Guatemala
(1878) reitera su apoyo al programa
de Barrios y en especial, a la actitud que tuvo el gobierno en
relación
con los indígenas. Martí llega a decir, después de
pensar
“las causas de nuestro estado mísero, los medios de renacer y de
asombrar,” “derribaré el cacazte de los indios, el huacal
ominoso, y pondré en sus manos el arado, en su seno dormido la
conciencia” (OC
Según Rafael Almanza, Martí
proponía: “el modelo pequeño burgués de progreso
social” para los indígenas guatemaltecos, ya que debían
participar “en calidad de propietario y de trabajador libre” de la
tierra (125). El hecho cierto, sin embargo, es otro. Las medidas
liberales de
Barrios, que apoya en este folleto, iban mucho más allá
de
convertir a los indígenas en trabajadores. En la
práctica, estas
leyes llevaron a la expropiación de sus tierras, a su trabajo
forzado y
a su endeudamiento. En la época que Martí llega a
Guatemala, la
situación del indígena es una de las peores en la
historia de
este país, ya que con la excusa de aumentar la producción
del
café, se les enlistaba para que fueran a trabajar a las tierras
de los
colonos, donde los mestizos utilizaban la fuerza y el alcohol para obligarlos a trabajar. Como lo explica Severo
Martínez Peláez en La
patria del criollo: al amparo de la doctrina liberal de Barrios que
“recomienda multiplicar el número de propietarios, […] se
legisló y se actuó de modo que dicha
multiplicación
favoreciera a la capa media alta rural ―los ladinos de los pueblos―
y lanzara al mercado de mano de obra una masa creciente de indios
despojados de
sus tierras y espantados” (578).
El proyecto económico de Barrios
implicó la instauración de un sistema de
plantación
cafetalero para lo cual fue necesario primero saber con qué
tierras
contaba el gobierno y con tal objetivo, Barrios mandó a censar
los
terrenos baldíos, y le quitó a la iglesia los que
había
heredado de católicos devotos. Todo aquel que no mostrara un
título
de propiedad, así hubiera vivido toda su vida en ellos,
también
sería despojado de sus tierras. Según Thomas Herrick,
como la
mayoría de los indígenas no pudo encontrar el dinero para
comprar
sus pacerlas en los 18 meses que le dio el Estado, “mucha de esta
tierra
fue vendida en mercado abierto” (133). Se los expulsó entonces
de
sus terrenos y se los obligó a trabajar en las plantaciones de
los
colonos. Estas medidas de fuerza fueron justificadas por el gobierno,
según Herrick, dada la “convicción general de que los
indios eran gente inferior y que por tanto podían ser sometidos
a la
fuerza para ‘favorecer el progreso de la agricultura de
Guatemala’” (134).
El objetivo de estas leyes era buscar mano de
obra barata para desarrollar la industria cafetalera que se
expandió en
los años que siguieron y trajo enormes ganancias para muchos
hacendados.
Como otro de los tantos
emigrantes, que fueron en aquella época a Guatemala,
Martí
llegó, incluso, a pensar en dedicarse a la agricultura y sacar
provecho
del boom del que tanto se hablaba.
Sólo por falta de dinero sus planes nunca llegaron a
concretarse. En una
carta a Manuel Mercado, el 8 de marzo de 1878, Martí le dice:
“tengo decidido, cuando pague mis deudas, irme de aquí. Si
tuviera
medios de cultivar la tierra, no; me encerraría en ella” (OC XX,
41). Y seguidamente, le aconseja al amigo que con sus ahorros y
conexiones:
“se arregle una finquita de café, allá como aquí
riqueza segura” (OC XX, 41).
En
su folleto, Guatemala (1878),
Martí ya había hablado de las bondades de esta planta, y
lo
fácil que era hacer dinero cosechándola en aquel
país. El
café “el rico grano, que enardece la sangre, inquietísimo
salta en las venas, hace llama y aroma en el cerebro; el que afama a
Uruapan,
mantiene a Colina y realza a Java, el haschisch
de América, que hace soñar y no embrutece” (OC
Bien
hacen los que hoy rigen la vida guatemalteca. La raza indígena,
habituada, por imperdonable y bárbara enseñanza, a la
pereza
inaspiradora y a la egoísta posesión, ni siembra, ni deja
sembrar, y enérgico y patriótico, el Gobierno a sembrar
la
obliga, o permitir que siembren. Y lo que ellos, perezosos, no
utilizan,
él, ansioso de vida para la patria, quiebra en lotes y lo da.
Porque
sólo para hacer el bien, la fuerza es justa. (OC
El
reglamento que institucionalizó el trabajo forzado de los
indígenas en Guatemala, dice Herrick, apareció el 3 de
abril de
1877, esto es, cuatro meses después que Martí llegara a
Guatemala. Este reglamento fue apoyado por las leyes en contra de la
vagancia,
y de una “admonición de los jefes políticos para
suministrar en base a un contrato obligatorio, trabajadores a los
finqueros que
lo solicitaran” (135). Esto significó en la práctica el
endeudamiento de muchos de ellos, el descontento y la pobreza. Como
dice
Martínez Peláez, representó una
“brusca reactivación del
trabajo forzado colonial” (579-580). Todo bajo la justificación
de
que había que hacer progresar al país, y poner a producir
las
tierras que antes permanecían ociosas. Los indígenas no
tenían ni voz ni voto en esta política, pero con ellos
contaba el
Estado para mover la rueda del progreso. Si antes eran un estorbo,
ahora eran
una necesidad.
No
es casual entonces que en su drama “Patria y Libertad,”
escrito para celebrar la fiesta de independencia de Guatemala,
Martí retome
varias de las preocupaciones fundamentales que tenía con
respecto al
indígena de este país:
1.
Su pasividad, (expresado en metáforas como “el
letargo”, “el sueño” y su condición de
“niños”). 2. la necesidad de unificar el país bajo
una misma ideología, para lo cual Martí recurre a la
metáfora del casamiento, y 3. El imperativo de acabar con la
influencia
de la iglesia ya que se suponía, siguiendo el precepto liberal,
que
ésta apoyaba a los conservadores y simbolizaba la antigua
colonia. Su
crítica a la iglesia en este escrito no puede desvincularse,
pues, de la
política de Barrios, quien se enfrentó al clero,
expulsó a
los jesuitas, prohibió el pago obligatorio del diezmo y les
quitó
sus bienes. Y aquí vale nuevamente recordar el testimonio de
Izaguirre,
quien da a entender en su artículo sobre Martí en
Guatemala que
fueron los mismos partidarios de la iglesia y sus amigos quienes
provocaron su
destitución e indirectamente la partida del cubano. Recuerda
Izaguirre
que cuando comenzó a trabajar en la Escuela Normal, el entonces
Secretario de Instrucción Pública de Guatemala, Marco
Aurelio Soto
le dijo: “La Escuela Normal tiene muchos enemigos por hallarse situada
en
un edificio que perteneció a la congregación de los
Padres
Paulinos; aquí hay muchos fanáticos: todos ellos son
enemigos de
ese establecimiento, y es necesario hacerlo simpático si
queremos que no
decaiga” (333).
En
el escrito titulado “La América Central,” Martí
se hace eco de las medidas
del gobierno en contra de la iglesia, y dice que de lo que se trataba
era “del
hombre que despierta y el cura que lo ahoga” (OC XIX, 76), y del
“convento,
que mira extrañado a la máquina de vapor” (OC XIX, 77). Y
afirma Martí, que el colegio donde ahora trabajaba, antes era
“la
casa de los hermanos Paúles, ocultos hoy en una casita
ignorada”. Dice
que por donde antes se paseaban los sacerdotes, ahora lo hacen “una
multitud de jóvenes indios” que estudian las ciencias y los
descubrimientos modernos (OC XIX, 77). Para los liberales, como afirma
Hubert
Millar, la religión era “el principal obstáculo para el
desarrollo del país,” y “la “ambición e inmoralidad
de los clérigos mantenía al pueblo en la esclavitud” (La Iglesia y el Estado 345). En su lugar
había que establecer una economía vigorosa y una
educación
práctica encaminada a resolver las necesidades de la
nación.
A
pesar de que Martí, en “Patria y libertad,” y en sus
artículos
de Guatemala y México fustiga con vigor a los indígenas,
e
incluso acepta que fueran sometidos por la fuerza al trabajo, busca
también
reconciliar ambas razas en el país, y acude por esto a la
metáfora del matrimonio entre una indígena y un mestizo.
En
este drama el principal protagonista, Martino, es un “mestizo de
alma fiera,” quien le daría al buen español, que es capaz
de morir defendiendo los derechos de los americanos, su hermana: “a ese
español yo lo honraré en mi casa y le daré a mi
hermana
por esposa” dice (OC XVIII, 146). El argumento aparece en el momento en
que Martino le responde a Indio, quien no entiende por qué hay
que
llamarles “hermanos” a los españoles, que el amor a la
libertad debía ser en “este continente de Bolívar” lo
que nos uniera, y que se abrieran por ello “los brazos generosamente al
español” (OC XVIII, 146). Y para probar sus palabras, el mismo
protagonista al final de la obra, contrae matrimonio con una
indígena de
nombre Coana con cuya alianza racial completa el pacto de la nueva
república.
Doris
Sommer en Foundational Fictions
ha señalado cómo estos matrimonios interraciales
sirvieron en el
período post-independentista para consolidar las
ideologías
triunfadoras y buscar un consenso común a nivel nacional. Esta
esperanza
en un futuro político que implicara una unión entre
etnias
diferentes proviene de los movimientos revolucionarios de principios de
siglo,
los cuales definían la ciudadanía como algo inclusivo,
pasando
por alto los particularismos de raza y religión. En “Patria y
Libertad” esta es la idea que corona el drama, ya que al final exclama
el
protagonista: “Patria libre… Coana… esposa mía…
/ la inmensa procesión que se levanta / marca la feliz ruta del
futuro.
/ Ya veo el porvenir que se agiganta / Ya veo el porvenir amplio y
seguro /
Hombres libres serán los descendientes / de tu amor y el
mío” (OC XVIII, 151). La unión interracial implica por
tanto un pacto político y la seguridad de la paz y el bienestar
para
todos. Implica también que el indígena no es el centro de
la nación
ni el único con derecho, sino todos incluyendo los blancos de
descendencia europea partidarios del gobierno y los mestizos.
Poco
después de escribir este drama, Martí publica en 1882 un
artículo para La Opinión
Nacional de Caracas, donde reseña justamente el ensayo de
Ernest
Renan, “¿Qué es la nación?” (1882).
Martí escribe sobre las ideas de Renan con visible regocijo ya
que
siguiendo el modelo francés, que borra los particularismos y se
opone a
cualquier exclusión basado en la etnia, ―como era el caso de los
nacionalistas alemanes―, Martí dice que “Renan dijo que era
para montar en ira o mover a risa, la creencia de que los hombres han
de ser
guiados, como por guía suma, por lo que han dado en llamar
espíritu de raza,” (OC XIV, 449). Y afirma más adelante:
no
es la historia humana ―decía Renan― un
capítulo de Zoología. El hombre es ser racional y ser
moral. La
libre voluntad está por encima de las sugestiones ruines del
espíritu de raza. Una nación es un alma, un principio
espiritual
elaborada de lo pasado, con vida en lo presente, y toda gran junta de
hombres
con mentes saludables y corazones generosos puede crear la conciencia
moral que
constituye una nación.’ (OC XIV, 449-50)
De
modo que no es extraño que diez años
después, cuando organiza el Partido Revolucionario Cubano, el
cubano
regrese al concepto de un alma nacional, al Ser moral, y al peligro del
racismo, para fundar sobre un grupo tan heterogéneo de seres
humanos un
nuevo Estado.
Almanza Alonso, Rafael. En torno al
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