Araceli Tinajero: El lector de tabaquería: historia de una tradición cubana, Madrid, Editorial Verbum, 2007. 259 páginas.

 

 

Hemos de dar la enhorabuena a Araceli Tinajero y la bienvenida a este su preciado libro arcón de historias de lecturas colectivas entre hebras de tabaco y otras esencias literarias de la vieja Cuba. Sí, es un texto empeñado en desentrañar los recónditos recovecos de una noble tradición que cabalga en el tiempo desde conventos y monasterios medievales hasta las fábricas tabaqueras antillanas. La lectura en voz alta es el objeto del bello estudio con el que Tinajero trajina por las páginas que lo componen, pero localizada en un espacio tan sui generis como las tabaquerías de Cuba, sobre todo, España, Estados Unidos, Puerto Rico, México y la República Dominicana. Los que hacemos de la historia del libro y la lectura causa y efecto de nuestros desvelos profesionales bien sabemos que leer en alta voz es una práctica cultural en desuso, propia de sociedades en las que la gran masa de la población se distinguía por su analfabetismo o semianalfabetismo. Mas había también quienes torpemente leían, o mejor, reproducían oralmente las palabras; otros muchos se limitaban a imitar por escrito letras y rúbricas, para firmar por ejemplo.

En los tiempos medievales y modernos, en general, más del 80% de la población carecía de los rudimentos educativos necesarios, y de la capacidad intelectual, acordes a la expresión escrita y la comprensión lectora, fundamentalmente porque no les hacía falta para su devenir cotidiano y, menos, para subsistir. Como seguiría sucediendo hasta bien entrada la contemporaneidad, vivían en una realidad cultural cuyos principales medios de comunicación eran orales e icónico-visuales.  A estas carencias venían a compensarlas la lectura en voz alta, una modalidad, normalmente colectiva, habitual en hogares, mesones, plazas, iglesias, conventos y monasterios, barcos, durante el descanso de los campesinos y en otras diversas situaciones. Si bien esta práctica también podía ser individual, fundamentalmente en aquellas personas con un precario entrenamiento lector, que para facilitar su comprensión de lo que leen la llevan a cabo de forma oral. Es normal que los autores de estas épocas, en los prólogos de sus obras, jugosas en indicios de oralidad, lo mismo se dirijan a lectores que a oyentes; o que encontremos en sus textos alusiones del tenor de, entre muchos, la de Arce de Otalora en sus Coloquios de Palatino y Pinciano (1550) cuando escribe que En Sevilla dicen que hay oficiales que en las fiestas y las tardes llevan un libro de éstos –de caballerías- y le leen en las Gradas (las escalinatas que rodean la Catedral). Otra no menos ilustrativa es la que se encuentra en el acta inquisitorial de la visita a una nao (la “Santa María de Arratia) llegada a Veracruz en 1582, en la que el pasajero Alonso de Almaraz declara que estaba un día leyendo la vida de San Luis y desde entonces hacían que les leyera. Pero no creamos que esta modalidad lectora afectaba sólo a los iletrados, pues también fue muy corriente en medios cultos, incluso en las academias literarias renacentistas y barrocas.

La lectura silenciosa, en cambio, muy tímidamente comienza a hacer acto de presencia desde finales de la Edad Media, ante todo vinculada a la nueva espiritualidad, una forma interior de la religiosidad que no admitía más intermediario que un texto (el que aporta el motivo de la oración) entre Dios y el creyente; al igual, esta fórmula dotaba de mayor fuerza de persuasión a los relatos de ficción. En ambos casos el lector, a través de tramas narradas en primera persona, se sumergía en el mundo del texto y lograba una considerable independencia personal y libertad imaginativa, teniendo la oportunidad de conformar un universo mental alternativo a la ortodoxia del establecido. Por ello la jerarquía eclesiástica, desconfiada, prefería un ejercicio lector oral y dirigido; porque así podría controlarlo y orientarlo hacia los fines deseados e ideales culturales autorizados. El tipo de lectura en silencio común en nuestros días, por tanto, no empieza a generalizarse hasta finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, pero seguiría conviviendo mucho tiempo con la oral. Aun hoy en España e Iberoamérica pervive y genera sociabilidad en plazas, tertulias, veladas familiares, convivencias religiosas o en los talleres tabaqueros cubanos. Este último escenario es el que sedujo a la profesora Tinajero, ya consciente de la íntima y atávica relación entre tabaco y literatura, representada en los mismos textos y de mil formas expresada por una legión de escritores de ayer y de hoy.

Son muchas las bondades de este libro, fruto del diestro y certero quehacer de una autora que derrocha elegancia, exquisitez y sabiduría en cada uno de los capítulos que lo componen; todo un alarde, en definitiva, de las nuevas corrientes de la historia cultural, que superando la crítica textual más tradicional centra la atención, de manera implícita, en ejes tan sugerentes y charterianos como el lector y su apropiación de los textos, la práctica de la lectura y la bibliografía material. Mas tampoco esquiva la estética de la recepción, los presupuestos de Iser y Jauss que sitúan al lector en un primer plano y conciben el libro como texto o producto pensado para el consumo o uso de sus posibles receptores. Se rinde, pues, al contexto temporal en el que se desarrolla la obra, a la historicidad que lo envuelve y a su estética, plano este último en el que el lector adquiere un indiscutible protagonismo; de ahí la distinción entre las variopintas formas de la lectura y las experiencias previas de los lectores u oyentes.

El libro de Tinajero transita por fábricas de tabaco en las que alguien tiene el oficio de leer periódicos, revistas y libros a los trabajadores mientras realizan la labor que les corresponde. De esta manera, y con un matiz didáctico-moralizante, se instruían y recibían noticias y nociones del mundo que les rodeaba. Como venía ocurriendo en todos los episodios de lectura popular o masiva, la interdicción siempre hizo acto de presencia. Desde arriba se seleccionan y vigilan los discursos en escena, porque había que impedir la difusión de ideas que pudieran poner en duda el orden establecido, el milagroso e interesado “equilibrio” logrado a lo largo de los siglos; de ahí las prohibiciones de las que fue objeto. Era necesario y vital, pues, erradicar cualquier argumento que predispusiera los ánimos hacia las malas pasiones, el inconformismo y la sedición; no en vano la autora esgrime que  la lectura sería la voz evangelizadora, como si se estuviera leyendo un texto religioso y escuchando la palabra de Dios. El objetivo no era otro que enseñar y adoctrinar deleitando, inculcar patrones de conducta y pensamiento acordes a las directrices de un modelo socio-económico determinado. Pero creo que a la vez subyacen intenciones crematísticas, porque el ritmo de la lectura quizás fuera un método capaz de generar un mayor rendimiento laboral, es decir, una mejor concentración del obrero en su trabajo, segregar la pérdida de tiempo. La historia nos ha enseñado que toda iniciativa similar suele saldarse con la manipulación de conciencias y voluntades, sean del signo ideológico que fueren.

El lector de tabaquería, en principio uno de aquellos artesanos, devino oficio remunerado, por los mismos trabajadores o con el auspicio patronal o gubernamental. Se institucionaliza, claro está, una función de la que no querían verse privados, porque de alguna manera los enriquecía, unos empleados necesitados de evadir frustraciones espirituales y materiales propias de la dura realidad que los envolvía, que al mismo tiempo podía ponerlos en contacto con otro entorno, aunque virtual, dispensador de esperanzas cuanta solución vital alternativa. De todos estos trasuntos da oportuna y eficaz reflexión este precioso libro; de sus personajes, foros, circunstancias, textos y humaredas casuales. Nadie mejor que Araceli para hacerlo; ella misma, cual narra, en la Cuba de hoy pudo acariciar la esencia de tan emblemática experiencia lectora, que le hizo disfrutar de los gestos y actitudes (frunces de ceño, bailes de cejas y párpados) de unas gentes agradecidas que asintiendo o negando con el cuerpo, y sin retirar sus ojos de las hojas de tabaco en momento alguno, atentamente y con devoción escuchaban cada palabra emitida. Fue entonces cuando, entre lágrimas, tomó conciencia de que se había convertido en el objeto de su estudio.   

Hora es ya de dar la vez a los muchos, y casi seguro, discretos y juiciosos lectores de este libro; para que sean ellos quienes mejoren una opinión, la mía, que podría tildarse de estar inficionada por la amistad. Mas les aseguro que es hija de académica admiración, de la voz obligada con la excelencia de un trabajo excepcional. Termino sugiriendo a la autora, ya crecida en letras, que tras esta encomiable y denodada empresa no ceje en el empeño y, oyendo a Borges, siga deleitándose con la abrumadora fantasía de una biblioteca universal que registrara todas las variaciones de los veintitantos símbolos ortográficos, o sea cuanto es dable expresar en todas las lenguas.

 

Carlos Alberto González Sánchez

Universidad de Sevilla