Y mis pechos se irguieron
en lo oscuro.
Política
y género en el
cuento escrito por mujer en Guatemala (1987–2001)
University of Nebraska at Omaha
En
diciembre de 1996, con la firma de los Acuerdos de Paz, se da
término a treinta y seis años de guerra civil en
Guatemala. A
partir de entonces se hace perceptible una mayor sensibilidad social
ante las
cuestiones de género, la cual estuvo favorecida inicialmente por
la
comunidad internacional, presente en el país como garante del
proceso de
paz e involucrada financieramente en el cumplimiento de los Acuerdos.
Sin
embargo, pese al fortalecimiento del movimiento de mujeres, la
escritura
femenina continúa siendo marginada, especialmente en el
género
narrativo (1). Tomando en cuenta este contexto
de exclusión,
aquí examinaré la producción cuentística de
cuatro
autoras representativas en el período 1987–2001: Isabel Garma,
Ana
María Rodas, Aída Toledo y Mildred Hernández.
Argumentaré
que es posible distinguir tres tendencias en la producción de
estas
autoras, según sea central en sus textos el compromiso
político
(Garma) o el cuestionamiento de género sexual y literario; y, a
su vez,
según tal cuestionamiento se formule desde una perspectiva
femenina
(Rodas) o feminista crítica (Toledo y Hernández). En
todos los
casos, los textos coinciden en privilegiar la polifonía como
recurso
expresivo. Asimismo, observadas diacrónicamente, estas
tendencias
manifiestan el predominio progresivo del elemento ficcional por sobre
la
denuncia política, haciendo eco de la evolución del
testimonio a
la ficción que se verifica en la narrativa centroamericana del
mismo
período, incluyendo la producción masculina en Guatemala
(Ortiz
Wallner, Leyva, Cortez).
Antes
de referirme a los textos, quiero recordar brevemente el marco
histórico en que éstos se inscriben. A fines de 1985 el
ejército inicia el restablecimiento de los gobiernos civiles,
aunque
sigue dominando la escena política, y proscribe a la izquierda
de la
contienda electoral. Este proceso de “re-democratización” se
vincula con la necesidad de re-establecer al país en los
circuitos de
ayuda financiera internacional, de los que Guatemala había
quedado
excluída a causa de las atrocidades de la guerra
contrainsurgente. La
guerrilla, derrotada militarmente entre 1982 y 1983, logra recomponerse
y llega
a representar un mayor desafío militar a fines de la
década,
asegurándose una mejor posición en las negociaciones de
paz, que
se afianzan a partir de 1994. Con más de un millón de
desplazados
a causa de la guerra, escasez de comida, desempleo rural,
retracción de
la inversión privada y medidas de reajuste estructural, este
período se caracteriza por la crisis económica y social,
por el
surgimiento de movimientos populares de defensa de los derechos humanos
y de
reclamo de tierras, y por el reconocimiento político de los
indígenas. Sin embargo, en 1999 la población rechaza la
reforma
constitucional prevista en los Acuerdos y llega democráticamente
al
poder un partido populista de derecha, liderado por un militar genocida
(Jonas).
Repetidamente
la crítica ha señalado la marginalidad de la
escritura de mujeres en el canon literario guatemalteco (Acevedo 138,
Muñoz, Antología 9,
Avila 23, A. Rivera 10). Este rasgo expresa de modo concreto la
disparidad en
las relaciones de género que todavía afecta al entramado
social
guatemalteco (2). Incluso en el género
lírico, espacio
concedido a la mujer desde el siglo XIX como uno de los escasos modos
en que
ésta podía participar en la esfera pública (Molloy
108),
resulta difícil obtener obras de poetas guatemaltecas y estudios
críticos sobre sus textos, unas y otros insuficientemente
difundidos,
inéditos o diseminados en periódicos y revistas (Toledo y
Acevedo
9, Méndez de Penedo 46). Con todo, la publicación de
antologías poéticas femeninas y feministas desde fines de
los
setenta reúne un corpus textual que en general se ha recopilado
bajo la
rúbrica de género con la intención de equilibrar
la
predominante presencia masculina en las antologías tradicionales
(3).
Este
corpus recoge una poesía transgresora e irreverente, que
interrumpe las líneas de apego al romanticismo, al modernismo y
a la
generación del 27, incorporando el elemento antipoético y
directamente sexual (Méndez de la Vega, Poetisas
8-13), como se plasma en la obra de Romelia Alarcón
de Folgar, Alaíde Foppa, Isabel de los Angeles Ruano, Luz
Méndez
de la Vega y Ana María Rodas. Por el contrario en narrativa, la
exclusión y la marginación de la producción
femenina son
más marcadas, afectando inclusive a escritoras consideradas
canónicas por su obra poética. Tal es el caso de Rodas,
cuyos Poemas de la izquierda erótica
(1973) constituyen un parteaguas en la poesía de mujer en el
contexto
centroamericano (Méndez de la Vega, Poetisas;
Nájera; Liano; Toledo, “Donde hay erotismo”), pero cuya
colección de cuentos Mariana en la
tigrera (1996) pasó prácticamente desapercibida por
la
crítica (Avila 37; Toledo, “Yo estoy”).
El
desinterés local guatemalteco por la narrativa femenina se
diferencia del auge de la escritura de mujer registrado en las
últimas
décadas en el panorama cultural español e
hispanoamericano, el
cual acompaña el florecimiento de la política de
identidades
promovido por las sociedades democráticas. Como Cristina
Moreiras-Menor
afirma para el caso español, instituciones culturales y
movimientos
sociales “recuperan el género sexual como base de sus luchas
ideológicas” (103) a partir de los años ochenta y
posibilitan el surgimiento de un mayor número de escritoras. Del
mismo
modo, Sara Castro-Klarén subraya el interés creciente que
desde
la década del setenta permitió descubrir y ampliar un
corpus de
textos femeninos latinoamericanos que habían permanecido ocultos
o
considerados piezas aisladas y únicas “[i]n a culture that has
been loath to acknowledge a tradition
of female expression” (xi).
Es
en este panorama acendradamente patriarcal y de postergación
femenina que será preciso leer la cuentística escrita por
mujer
desde fines de los años ochenta, producción poco
voluminosa y
poco difundida (4). Al mismo tiempo, esta
producción debe
enmarcarse en la incipiente participación social organizada de
las
mujeres en cuanto tales, la cual, si bien aún embrionaria en la
década del noventa con relación al resto de
Centroamérica
(Aguilar et tal. 48), había surgido a mediados de los
años ochenta
como parte del proceso de re-democratización (Aguilar 97).
También es necesario tener en cuenta las figuras de
Alaíde Foppa,
desaparecida en Guatemala en 1980, y de Rigoberta Menchú, cuyo
testimonio se da a conocer a los pocos años, como
emblemáticas del
compromiso político femenino; así como la
publicación de La Cuerda a partir de 1998,
primera
revista feminista del país.
Las
autoras que discutiré a continuación –Isabel Garma
(1940-1998), Ana María Rodas (1937), Mildred Hernández
(1966) y
Aída Toledo (1953)—son escritoras ladinas, de clase media, con
formación universitaria, y dedicadas profesionalmente a la
actividad
académica o periodística (5).
Rodas se inicia como
periodista a los doce años bajo la dirección de su padre;
Garma
fue investigadora y catedrática de historia en la Universidad de
San
Carlos; Toledo, con un doctorado en literatura, está inserta en
la
academia estadounidense; y Hernández, licenciada en
filosofía,
publica sus textos en los distintos medios culturales del país,
siendo
la única de estas escritoras que no cultiva el género
poético. Mi examen se centrará en Cuentos de
muerte y resurrección (1987; 1996) y El hoyito
del perraje (1994), de Garma;
en Mariana en la tigrera (1996) de
Rodas; en Orígenes (1995) y Diario
de cuerpos (1998), de
Hernández; y en Pezóculos
(2001) de Toledo. Estas colecciones de relatos permiten distinguir tres
tendencias generales: la literatura comprometida con el proyecto
político revolucionario, que explora cuestiones de clase y etnia
pero no
de género (Garma); una visión crítica de las
relaciones
entre los géneros desde una perspectiva femenina no feminista,
con
predominio de la anécdota amorosa o sexual como eje de los
relatos
(Rodas); ficción feminista centrada en la revisión
crítica
de las relaciones de género y en una búsqueda expresiva
cuestionadora de las convenciones patriarcales (Hernández y
Toledo).
Al
examinar la narrativa de Isabel Garma, la crítica señala
atinadamente una doble intencionalidad de testimoniar la violencia del
período revolucionario y de denunciar los excesos del
ejército
(Schlau, López, Muñoz “Celebración”). Tanto
los Cuentos de muerte y
resurrección como los relatos de El
hoyito del perraje pueden caracterizarse con la rúbrica
epocal de
literatura comprometida, en el sentido de que la búsqueda
estética y expresiva que en ellos se despliega está
subordinada a
la promoción del programa ideológico de la izquierda
revolucionaria. Garma subraya el sentido didáctico que,
implícito
en la noción de compromiso, anima su obra, al afirmar que su
meta es
“ser leída por las clases populares de mi país, las que,
desfortunadamente, son analfabetas” (citado en Acevedo 88).
Se
trata de cuentos coherentes con la postura política de
izquierda,
y que rehuyen los desafíos expresivos. En ellos predominan la
voz
narrativa en tercera persona, el manejo cronológico-secuencial
del
tiempo y la presencia de personajes colectivos. Desde un punto de vista
temático, los relatos se organizan a partir de dos ejes: la
recuperación de la memoria, ya sea colectiva (como en “El pueblo
de los seres taciturnos” y “La voz que no cesaba de contar”)
o individual (“El hoyito del perraje”, “La mujer que no
podía reír”, “Memoria de infancia”); y el
encuentro solidario entre las clases medias y las clases bajas en la
lucha
armada, que también se expresa como encuentro
inter-étnico de
indígenas y ladinos. En este encuentro cobra importancia el
personaje
del maestro, función textual que distribuye el capital
simbólico
de las clases medias a las que pertenece (mayor poder adquisitivo y
acceso a la
educación) hacia las clases populares en las que se desarrolla
su
inserción laboral. Simultáneamente, los cuentos en que
los
maestros son protagonistas, como “Consagración y secuestro”
o “Y cuando las pascuas fueron de sangre”, desarrollan la transferencia
del capital simbólico de las clases populares a la clase media.
El
maestro de “Consagración y secuestro”, que presencia la
tortura de su alumno, recibe de él una lección de
heroicidad; en
tanto que la maestra rural de “Y cuando las pascuas fueron de
sangre” toma conciencia de la violencia y la represión social a
través de la labor iniciática de la comunidad.
Estos
momentos epifánicos de concientización constituyen otro
de los núcleos temáticos de ambas colecciones. En tanto
variantes
del tema del encuentro interétnico e inter-clase, desaparece la
figura
del maestro o la maestra, sustituída por personajes
equivalentes, desde
el punto de vista del sujeto social representado. Ya se trate de un
grupo de
estudiantes universitarios haciendo una investigación
antropológica (como en “La voz que no cesaba de contar”), o
de la hija del finquero que escucha las historias del indio viejo (“Los
niños que no podían jugar”), o de la religiosa que revive
junto a la pequeña campesina el horror de la masacre en “La
mujer
que no podía reír”, esta línea temática se
dirige claramente a un público lector de clase media para
subrayar la
necesidad de participar en la lucha armada, justificándola y
proponiéndola para hombres y mujeres por igual.
En
general, los relatos de Cuentos de
muerte y resurrección articulan una visión
simplificadora del
juego de fuerzas sociales, la cual tiende a homogeneizar a los
indígenas
y a las clases populares como héroes o víctimas heroicas
frente a
los asesinos victimarios de las clases dirigentes. Sin embargo, la
tendencia
hacia una mayor experimentación técnica, ya insinuada en
el
elemento polifónico de “La voz que no cesaba de contar” y en
la introducción de dos planos temporales en “Los niños
que
no podían jugar”, cobra preeminencia en las narraciones de El hoyito del perraje, consiguiendo
plasmar una percepción menos monolítica de clase y de
etnia.
El
cuento que da título al libro, por ejemplo, plantea la
fragmentación de los sectores indígenas en su apoyo a la
lucha
armada. Se trata de un cuento de memoria y reconocimiento, centrado en
un
soldado indígena, que retorna a su pueblo al servicio de las
fuerzas
represivas del ejército, y en una joven prisionera con quien
éste
había compartido la infancia y el primer amor de la juventud.
Como
afirma Willy Muñoz, en el relato se extienden los límites
narrativos del tema amoroso, situado en el contexto de la
represión
política (“Mildred”176); el recurso a la polifonía
permite confrontar las voces indígenas —una comprometida con la
revolución y otra aliada con el ejército—, como un
verdadero diálogo telepático
(Muñoz, “Mildred” 177). El desenlace del cuento, que
muestra al soldado dejando escapar a los prisioneros para luego
suicidarse, no
contradice la postura ideológica de Garma ni su intención
didáctica, subrayando la anagnórisis del soldado y su
final toma
de conciencia a favor del movimiento revolucionario; sin embargo, el
texto
inscribe la heterogeneidad de las posturas indígenas.
Para
Jorge Rogachevsky, en El hoyito
del perraje Garma
parte de una propuesta realista y
plantea la necesidad de definir un proyecto idealista de
transformación
(http://faculty.smcm.edu/jrrogachevsky/norma.html). En mi
opinión, tal
proyecto de transformación se manifiesta en la continuidad de
líneas temáticas entre ambas colecciones y en la
intencionalidad
didáctica que las identifica. Sin embargo, a través del recurso a la polifonía
(“El hoyito del perraje”), al collage textual (“La
aureola” y “La cajita azul”), al uso de variaciones
tipográficas para señalar variaciones de registros
(“Después de la unción”, “El hoyito del
perraje”), y al manejo más innovador del tiempo (“Cuentos
del niño andante”), El
hoyito del perraje ofrece una representación más
compleja, y,
por lo tanto, más cuestionadora, de la realidad social.
A diferencia de la claridad con
que la narrativa de Garma proclama su compromiso con el proyecto
revolucionario
de la izquierda, Mariana en la tigrera,
primer volumen de cuentos de Ana María Rodas, parece
desentenderse de la
cuestión política. Rodas, que recibió el Premio
Nacional
de Literatura “Miguel Angel Asturias” en el 2000 y cuya trayectoria
está sólidamente establecida en el género
poético,
afirma que escribir cuentos en su caso “implica crear personajes
creíbles y dejar la trama un poco a oscuras” (Doles). En Mariana en la tigrera, título que
sugiere una conexión intertextual con su poemario La
insurrección de Mariana (1993) (Wallas 188), Rodas
reúne once narraciones breves caracterizadas por la
precisión de
su armado y por el equilibrio entre lo dicho y lo sugerido por los
textos.
Desde el punto de vista temático, prima el elemento amoroso o
sexual
como eje de los relatos, y a partir de éste se despliega una
visión crítica de las relaciones sociales y de
género. Se
trata de una perspectiva femenina no necesariamente feminista, la cual
cuestiona el orden social establecido —incluido el patriarcal—, a
través de la anécdota misma.
“Esperando
a Juan Luis Guerra”, por ejemplo, narra la
infructuosa espera de un grupo de periodistas guatemaltecos que
procuran
entrevistar al cantante. El texto explora las relaciones de
jerarquía y
de sumisión que soterradamente estructuran el mundo laboral,
trazando
una equivalencia entre las figuras del cantante estrella, de la modelo
hambrienta y del grupo de periodistas. La patética
prostitución
de Olga, que intercambia favores sexuales por una precaria
ilusión de
progreso, no es menos grotesca que la de Guerra, opacado por la
“presencia maligna” del manager que le controla la vida, ni
más humillante que la de los periodistas, sometidos a la
arbitrariedad
de la espera porque de la entrevista depende su continuidad laboral.
Subrayando
el paralelismo entre estas tres situaciones, el texto exhibe el
autoritarismo,
la sumisión y la falta de libertad que transforman las
relaciones
laborales en un ejercicio indigno y alienante. Así, la
opresión
de género resulta enmarcada en un contexto mayor. En una
observación análoga, Guillermina Wallas señala
que, al
resultar desautorizado el punto de vista masculino en la secuencia del
relato,
se cuestiona “la percepción de la mujer como sujeto/objeto
meramente sexual” (191). Las mujeres aparecen en un vínculo que
las muestra víctimas y victimarias, como Olga —quien se presta
al
juego de la opresión en un sistema donde también los
hombres están
oprimidos—, o como la protagonista femenina de “Amor”,
involucrada en una relación conyugal co-dependiente donde
sólo
transitoriamente resulta el miembro más débil y abusado.
En
términos generales, el punto de vista del narrador
acompaña al personaje central femenino, aunque hay excepciones,
como
“Esperando a Juan Luis Guerra”, con un narrador masculino en
primera persona; “Lilith”, que focaliza en un homosexual abandonado
por su pareja; o “Antigua para principiantes”, cuya voz narrativa
enfoca en un joven turista venezolano que pierde su pasaporte y su
dinero y se
convierte en el gigoló de una americana madura. Asimismo, las
narraciones en general se centran en personajes pertenecientes a la
clase media
o media alta, exceptuando “La cadenita”, que enfoca en una joven de
clase baja cuya rutina miserable se ve interrumpida por la
ilusión
amorosa y por su posterior desengaño, una y otro modelizados por
el
discurso de los medios masivos.
Utilizando
un mínimo de alusiones al contexto histórico
guatemalteco, en los relatos de Rodas la violencia de la historia se
expresa a
través del incesto o de la violencia doméstica, que
manifiestan
el malestar del individuo atrapado en el círculo vicioso del
abuso
físico o emocional (“No hay olvido”, “Amor”,
“Como si fuera chino”). Análogamente, el elemento
fantástico adquiere espesor sociológico (“Monja de
clausura”) o se superpone con la exploración psicológica
(“Lilith”), subrayando la importancia de la memoria, que, ya sea en
la acción del rememorar o en la actualización
fantasmática
del pasado en el presente, constituye uno de los motivos aglutinantes
de la
colección. En “Monja de clausura”, el elemento
fantástico se combina con el uso de la polifonía para
construir
una anécdota en que la pervivencia del pasado altera el orden
secuencial
cronológico. El pasado impregna los objetos y puede ser
recuperado a
través del contacto del cuerpo con la materia: apoyándose
contra
la columna de un convento en ruinas, la protagonista accede a la voz y
al deseo
de una monja de clausura. Por un lado, el recurso a lo
fantástico induce
a una interpretación metafísica, que, a través de
la
irrupción del pasado en el presente, cuestionaría la
esencia de
la temporalidad; por otro, la fusión de la voz y del deseo de la
monja
con los de la mujer actual plantea la continuidad histórica del
sometimiento femenino.
“Abril
de noche” y “Como si fuera chino” se centran
en la re-aproximación al pasado de una voz narrativa femenina en
primera
persona. Desde la perspectiva crítica del presente, la narradora
regresa
al momento de corte con las expectativas patriarcales. Este modo de
re-evaluar
el pasado, que según Elizabeth Abel et al. es típico de
la
escritura femenina de autoformación (11–12), en estos textos se
conjuga con un empleo particularmente diestro de la polifonía.
En
“Abril de noche”, por ejemplo, la narradora retorna al instante de
la ruptura matrimonial, una noche de abril en que su marido falsamente
la acusa
de tener un amante y en que ella admite tal acusación (6). El
cuento narra el intervalo entre la pregunta de él y la respuesta
de
ella, explorando el entrecruzamiento de voces y de planos temporales
que desde
la enunciación se rememora. Por un lado, el silencio real de la
protagonista contrasta con el diálogo interior imaginario, tanto
entre
ella y su marido como con su propio yo desdoblado; por otro, la
narradora
intercala no sólo comentarios sobre lo que recuerda y
cuánto
recuerda (“En ese abril yo no tenía aún tal
experiencia”; “Me gustaría saber, hoy, qué vestido
tenía puesto” [77]), sino los recuerdos que recuerda haber
tenido
en el tiempo del enunciado (“Oí el ruido de un motor que se
alejaba. Sonaba como el Pontiac celeste en que nos fuimos a la luna de
miel” [78]). Como en “Monja de clausura”, este manejo
magistral del tiempo —desde el presente, retornar a un instante del
pasado y bucear ahí la apertura a una pluralidad de instancias
temporales—, sugiere un cuestionamiento del orden cronológico;
sin
embargo, el énfasis reposa en el carácter
epifánico de la
experiencia de la mujer quien, al liberarse del sometimiento
patriarcal, se
permite también una nueva experiencia de su identidad
psíquica (7).
Caracteriza
la narrativa de Mildred Hernández y de Aída Toledo la
preocupación por “la circunstancia mujer” (Rivero),
inquietud que se plasma en diversos niveles textuales. En lo
temático
los textos privilegian la anécdota centrada en personajes
femeninos y
abordada con sesgo feminista, que se detiene en la exploración
del
erotismo y de la sexualidad de la mujer. Desde el punto de vista
expresivo, los
relatos de ambas autoras proponen una búsqueda a partir de la
intertextualidad, la polifonía y la hibridez genérica;
distanciándose de las formas del cuento tradicional, cultivan la
narración breve, incluyendo la mini-ficción, y despliegan
una
sensibilidad flexible, que recurre con frecuencia a la ironía
como hilo
conductor (Toledo, Vocación
62–68).
La crítica emplaza a
Hernández a la vanguardia de la escritura feminista en Guatemala
(Muñoz, Antología 13),
distinguiendo sus narraciones por el estilo desenfadado y “por la prosa
fina que [las] rescata de lo procaz” (Méndez de la Vega, Mujer). Para Consuelo
Meza Márquez, los textos de
Hernández forman parte de una tradición centroamericana
de
escritura femenina de ruptura y rebeldía, que puede rastrearse
desde
fines del siglo XIX. Meza Márquez afirma que Hernández
(como la
costarricense Magda Zavala o la salvadoreña Jacinta Escudos) no
sólo cuestiona los valores y la ética patriarcales, sino
que
plantea “una utopía basada en la equidad, en el reconocimiento y
aceptación del otro como
sujeto y el respeto a las diferencias genéricas, étnicas,
sociales y culturales” (Ver en: http://collaborations.denison.edu/istmo/n04/proyectos/panorama.html)
El uso de la sátira,
del humor, de lo inverosímil y de la intertextualidad con la
música popular —en este caso la salsa “Pedro Navaja”
de Juan Luis Guerra (a cuyo estribillo alude el título del
relato)—, subrayan el aspecto polar e intercambiable de los
estereotipos
de la mujer como puta o como virgen (con sus variantes de madre, santa,
mártir) que condensan la identidad femenina bajo la
opresión
patriarcal. La deserotizada descripción de la mujer
quitándose la
ropa al fin de su jornada doméstica, al inicio del cuento, se
contrapone
irónicamente con la imagen sensual que lo cierra: el strip-tease
en
escena, las prendas femeninas abandonadas sobre la silla y el marido
que
descubre que la provocativa bailarina es en verdad su esposa. A
través
del elemento humorístico y del recurso al doble punto de vista
—la
perspectiva de la esposa conservadora y respetuosa del orden patriarcal
al
principio, y la del sorprendido marido al final—, la narración
insiste en la hipócrita moral doble del patriarcado y en
cómo la
mujer, incluso por la vía de la sumisión, puede descubrir
su sensualidad
y (tal vez) iniciar su liberación (8).
El humor sarcástico y
la distancia paródica entre el narrador y la materia narrada
están también presentes en “Un día en la vida de
Güicoyón Pérez” (Orígenes).
La anécdota se centra en una escena de seducción
homosexual y en
cómo un heterosexual toma conciencia de su deseo por otro
hombre. Este
núcleo narrativo está anclado en el contexto de la
dependencia
económica de Güicoyón con respecto a su padre, de la
falsa
imagen de solvencia financiera con que éste atrae al
heterosexual
divorciado y pobre, y de la noción de felicidad doméstica
como
refugio para el hombre (66), sugiriendo que la misma estructura
jerárquica del patriarcado se encuentra en la base de las
relaciones
homosexuales.
En los relatos de
Hernández, el cuestionamiento de género está
acompañado por una escritura consciente de sus procedimientos,
que
recurre a la polifonía, la intertextualidad, el uso
poético del
lenguaje, y la hibridez genérica para articular una propuesta
versátil y de amplio registro. Por un lado, la intertextualidad
con los
discursos populares, por ejemplo la música o el chiste
(“¿Cómo se llama la obra?”) no excluye el intertexto
culto y literario, como en “Los misterios del cuerpo y el alma/1695”
en que la poesía y la figura de Sor Juana cobran vigencia, a
través del elemento fantástico, en la sociedad
guatemalteca
contemporánea.(9) Por otra parte, la
polifonía permite
tanto la crítica feminista y sardónica (“Ella no era una
santa”) como la exploración del erotismo en la mujer desde una
perspectiva no feminista, la cual da paso a una multiplicidad de voces
femeninas sin corroerlas a través de la ironía o del
humor
(“Palabra de mujer”). Asimismo, el trabajo sobre las voces
narrativas se engarza con el manejo del tiempo, como en “Noches donde
el
honor suele batirse”, “Inconclusa” o “El muro”.
En estos relatos, las voces narrativas en tercera y en primera persona
se
cruzan con otras que irrumpen en el texto a medida que el tiempo fluye
entre
instancias dispares, creando un contexto de memoria propicio para la
alusión a la violencia reciente y al desencanto por el fracaso
de la
izquierda. El tono, que oscila entre la intensidad lírica (“El
muro”) y la incursión en lo onírico-psicológico
(“Inconclusa”,
“Retorno a tu geografía de luz”), subraya la proximidad
empática de la voz narrativa hacia lo narrado, y reafirma la
seriedad
del tema.
Como ya he
mencionado, son numerosos los puntos de
contacto entre los textos de Hernández y los de Toledo. Ambas
autoras
dan preferencia al formato breve, e incursionan en el micro-cuento (Diario de cuerpos de Hernández y
“Pezóculos”, de Toledo, en la colección del mismo
nombre), variante genérica que Juan
Fernando Cifuentes define como textos “no mayores de 300 palabras que
contengan una historia o se refieran a una voz que nos describe algo”
(2). En estas autoras, la práctica del micro-cuento puede
entenderse como expresión de una
voluntad intertextual, de establecer vínculos con una
tradición
literaria que en Guatemala data de inicios del siglo XX (Cifuentes) y
está asociada a la figura canónica de Augusto Monterroso. Pezóculos,
además de vincularse con esta tradición, establece un
diálogo intertextual con la novela del guatemalteco Luis Eduardo
Rivera,
Velador de noche/soñador de
día, la cual, ambientada en París, tiene como
intertexto
principal Rayuela, de Julio
Cortázar.
Es posible señalar
líneas de continuidad entre la poesía y la narrativa de
Toledo,
principalmente la recontextualización de mitos y de cuentos de
hadas y
la reflexión metatextual (Acevedo y Toledo 70; Shroeder 12-13).
Regina
Shroeder se refiere a Pezóculos
como un texto subversivo: desde la perspectiva del género
literario,
crea un espacio para exhibir la transgresión implícita en
lo
temático, en tanto las estrategias narrativas “despliegan un
imaginario crítico y con ello fracturan las significaciones
hegemónicas” (14). Sin duda el feminismo militante de Toledo
tiene
un propósito transgresor, lo que explica según la autora
la
recepción difícil de sus textos en Guatemala
(comunicación
personal, agosto 2006); sin embargo, la inserción de Toledo en
la
academia norteamericana constituye una circunstancia de
enunciación
favorable al cuestionamento de género sexual y literario. Esta
circunstancia de
ningún modo neutraliza el potencial crítico de su
propuesta, pero
debe ser tenida en cuenta al examinar el aspecto transgresor de sus
textos (10).
Los relatos de Pezóculos
están animados
por una perspectiva feminista y, por ende, crítica, con un
predominio
absoluto de protagonistas femeninas. Alternando el empleo de la primera
y de la
tercera persona narrativa, los textos se mueven entre la parodia (que
recurre a
la ironía y al humor) y la empatía de la voz narrativa
hacia el
mundo narrado, apoyada en la intensidad emocional y el lirismo. En
general, los
relatos en los que prima la distancia paródica abordan la
violencia
doméstica, el maltrato hacia la mujer y el abuso sexual como
temas, a
partir de anécdotas que se resuelven de tres modos posibles. En
primer
término, a través de la parodia y del intertexto con el
cuento de
hadas, el texto deconstruye la posición femenina de
víctima, de
modo que la protagonista se transforma de víctima en victimaria.
Así, la Mikaela de “Adiós adiós”, variante
extrema de Cenicienta, incluso abusada sexualmente por las
hermanastras, pasa
del anhelo suicida a la resolución asesina (“decidió
regalarles un viajecito al otro mundo” [22]), lo que supone, en este
contexto, una afirmación de su vitalidad. Esta ruptura con el
estereotipo de la mujer víctimizada es también
acompañada
de un despertar sensual, que constituye otro impulso de
liberación
(“de alguna manera les debía [a las hermanastras] su voraz
sensualidad. Era entonces el momento del trillado adiós” [23]).
En segundo término,
la violencia doméstica se resuelve a través de la
reflexión metatextual, como en “Cajita china”, en que la
escritura permite el acceso a un espacio de poder. La protagonista se
defiende
del abuso masculino escribiendo cartas — “tiene el poder en el
momento de la escritura, precisamente porque en la apropiación
de ese
discurso está el poder” (24)—, si bien este poder discursivo
se percibe como limitado y amenazado por la función materna
(25). En
tercer término, los textos re-inscriben de forma crítica
el
sometimiento de la mujer frente a situaciones de violencia, vista como
ineludible o crónica por estar al amparo de la estructura social
patriarcal. En “Sinfonía de voces”, el empleo del esteretipo
para recrear la violación de la protagonista y la
intertextualidad paródica
con el cuento de hadas subrayan la vigencia del abuso contra la mujer y
la
vulnerabilidad de ésta: “empezó a recordar las
recomendaciones de su mamá, empezó a oír las voces
de su
madre, su abuela, su bisabuela, su tatarabuela, todas juntas cantaban
una
canción antigua, advirtiéndole lo de los lobos feroces”
(28). “Perpetuos horror”, cuya protagonista recurrre a la
rememoración como un modo de resistir el abuso verbal y la
violencia
masculina, inscribe el fracaso de esta estrategia de memoria; la
irrupción
final del presente de la enunciación en el pasado del relato,
fusionando
ambas instancias temporales, muestra a la mujer atrapada en un
círculo
perpetuo de sumisión, pánico y huida (21).
Entre los relatos cuyo tono
permite la proximidad empática entre la voz narrativa y el mundo
narrado,
se destacan “Obsesiones de una aprendiz tardía”, “El
paralelo no viene al caso” y “Pezóculos”.
“Obsesiones de una aprendiz tardía” incursiona en el
erotismo de la mujer vieja, a partir de una narradora en primera
persona que,
entrelazando sus sueños eróticos y su práctica
masturbatoria, explora la dinámica elusiva del deseo con una
expresión directa y no figurativa (“Al final despierto…la
vulva inflamada, sensación como que algo hubo, pero no sabes
qué”
[41]). Por su parte, “El paralelo no viene al caso” presenta la
particularidad de ser el único texto en la colección que
alude al
contexto histórico de la guerra civil. Estructurado
circularmente (el
cuento se cierra con el sintagma del título) y de forma
dialógica, como un gran enunciado dirigido a un interlocutor que
la
narradora procura refutar, el texto plantea una comparación
entre el
pasado de violencia y el presente de la enunciación.
Sin embargo, a diferencia de
los detalles que actualizan el episodio rememorado (el viaje nocturno
en
autobús, la niebla, el retén del ejército, la
protagonista
disfrazada de hombre, las mujeres violadas), los de la situación
presente están elididos, de modo que lo que resulta central en
el relato
es la pugna de los interlocutores por la interpretación de la
Historia
(“Usted me dice que los casos no se parecen, pero yo insisto en que
sí se parecen” [42]), y la postura crítica de la
protagonista. Afirmar que el presente continúa la violencia
represiva
del período de la guerra supone preguntarse por la validez de la
paz y de
la consolidación democrática, cuestionamiento subrayado
por la
niebla como motivo persistente en el tiempo de la enunciación
(43).
Finalmente, “Pezóculos”, que Schroeder define como
“microcuentos ultrapoéticos” (17), propone un cambio de
registro dando cabida a la expresión lírica y al juego
con los
límites entre el discurso narrativo y el poético.
Recurriendo
profusamente al elemento multisensorial y a las imágenes
visuales de
tipo surrealista, en los mini-cuentos de “Pezóculos” aflora
una sensibilidad más tradicionalmente femenina, en tanto se
enfatiza el
trabajo crítico sobre los géneros literarios.
En síntesis, el
examen de la cuentística de Garma, Rodas, Hernández y
Toledo ha
revelado tres tendencias o impulsos generativos de la ficción,
que
reposan, a su vez, en dos modos de vinculación con el referente
histórico. Por un lado, la escritura de Garma, comprometida
políticamente con el proyecto revolucionario, se refiere
directamente al
contexto histórico, denunciando la represión y la
violencia
contra-insurgente y explorando en sus textos la interacción y el
encuentro clase-etnia, aunque sin incursionar en el análisis de
género. Por el contrario, los textos de Rodas, Hernández
y Toledo
optan por la alusión en vez de la referencia directa al contexto
histórico,
dejando filtrar la violencia de éste a través de
situaciones de
abuso, violación sexual y violencia doméstica. Estos dos
modos de
referir lo histórico-político guardan relación con
las
fechas de producción de los textos y la evolución del
proceso político
en Guatemala. En el contexto de la derrota de la izquierda
revolucionaria, de
las negociaciones de paz y de la vehiculización de la democracia
neoliberal, el compromiso de la escritura de Garma parece perder
actualidad, en
tanto se abre un espacio propicio para la revisión
crítica del
autoritarismo y de la sumisión patriarcal estructurantes de la
sociedad
guatemalteca.
Esa revisión
crítica surge de una perspectiva situada en lo femenino (la
circunstancia mujer) más que en lo político. Ya se trate
de un
cuestionamiento de género con enfoque femenino (Rodas,
Hernández)
o más decididamente feminista (Hernández, Toledo),
éste
involucra una exploración del erotismo femenino, para la cual la
narrativa se apropia de espacios abiertos anteriormente por la
poesía
escrita por mujer. En los textos de Hernández y de Toledo, la
crítica de género, subrayando los modos sociales en que
lo
“masculino” y lo “femenino” son construídos, va
acompañada tanto de la reflexión metatextual, que observa
la
construcción literaria del género y experimenta con ella,
como de
la intertextualidad. La preocupación creciente con los modos de
decir,
rasgo común a las cuatro autoras, encuentra su recurso
más
fructífero en la polifonía, procedimiento que les permite
dar
cuenta del referente histórico de modo complejo y
dialógico, y
que, en los casos de Rodas y de Hernández, mediatiza la
exploración de la subjetividad femenina.
Notas
(1). Eliana Rivero señala acertadamente que
en Hispanoamérica el empleo del término “femenino”
para calificar a la literatura escrita por mujeres se vuelve
conflictivo por su
arraigo en el “lenguaje equívoco de la traducción
cultural-lingüística” (21). Así, el vocablo
“femenino” aunaría un sentido patriarcal (cómo han
sido vistas las mujeres) y otro revisionista (cómo se ven a
sí
mismas y cómo buscan ser vistas), a la vez que designaría
una
producción que sigue siendo ex-céntrica y marginal (no
canónica) con respecto a la producción masculina;
“femenino”
también puede distinguirse de “lo feminista” como
práctica académica proveniente de las culturas
metropolitanas
(23). Rivero subraya el espacio plurivalente y multívoco de los
“feminismos femeninos” de América Latina y rescata la
categoría “femenino” por su posibilidad de representar lo
que denomina la “circunstancia mujer”, es decir una
situación femenina (y no una esencia). Rivero propone
contraponer el
carácter permanente de la “circunstancia mujer” a la
pluralización extrema de la experiencia de lo femenino (25-26).
En este
trabajo, utilizaré el vocablo “femenino” para designar lo
referido a la mujer o producido por ella, sin implicar sumisión
real o
aparente a las estructuras patriarcales. Cuando sea oportuno,
introduciré la discriminación entre “femenino” y
“feminista”; entiendo el concepto de “feminista” como
la revisión crítica de las estructuras de poder
patriarcal, que
puede incluso implicar una subversión de las mismas. Sigo en esto a Gayle Greene,
para quien “[f]eminist fiction is not the same as ‘women’s
fiction’ or fiction by women. Not all women writers are women’s
writers and not all women’s writers are feminist writers, since to
write
about ‘women’s issues’ is not necessarily to address them
from a feminist perspective…a novel may be termed ‘feminist’
for its analysis of gender as socially constructed and capable of being
reconstructed and for its enlistment of narrative in the process of
change” (291).
(2). Vale la pena señalar las
cifras recientes de la
violencia contra la mujer en Guatemala: el número de
feminicidios
ascendió a más de seiscientos en el 2006,
recibiéndose
diariamente cuarenta y ocho denuncias de violencia contra mujeres y
tres contra
niñas. Estos hechos alarmantes, que evidencian la
exclusión
femenina y el racismo contra la mujer indígena, permanecen
mayormente
impunes (Cereser). A
modo de ejemplo de la disparidad de
género en el ámbito centroamericano, ver la reciente
aprobación en Nicaragua de una ley que penaliza el aborto
terapéutico, anulando otra que, en vigencia desde fines del
siglo XIX,
lo permitía en casos de violación, incesto y riesgo de
vida para
la madre. Esto expone claramente la precariedad de los derechos de las
mujeres
en la región, aún en sociedades que experimentaron
procesos
revolucionarios exitosos. Recordemos que la revolución
Sandinista contó
con la participación activa de mujeres guerrilleras,
intelectuales y
escritoras, que promovieron la equidad de género y el
cuestionamiento de
la estructura patriarcal constitutiva del movimiento revolucionario
(Rodríguez 145-52), como por ejemplo lo atestiguan la obra
poética
y narrativa de Gioconda Belli y la reflexión crítica de
Ileana
Rodríguez.
(3). Entre estas antologías es posible
mencionar Poesía femenina guatemalense (1977), de
Horacio
Figueroa Marroquín y Angelina Acuña; Las nueve musas
del
parnaso guatemalense (1981), de Figueroa Marroquín; Poetisas
desmitificadoras guatemaltecas (1984) y Mujer, desnudez y
palabras.
Antología de desmitificadoras guatemaltecas (2002), de Luz
Méndez de la Vega; Mujeres que escriben poesía
(1996), de Miguel Angel Vásquez; Para conjurar el
sueño.
Poetas guatemaltecas del siglo XX (1998), de Anabella Acevedo y
Aída
Toledo; y Mujer, cuerpo y palabra. Tres décadas de
re-creación
del sujeto de la poeta guatemalteca (Muestra poética, 1973-2003)
(2004), de Myron Alberto Avila.
(4). Hay que mencionar esfuerzos editoriales
locales, promovidos por el interés de la academia estadounidense
en los
estudios de género y por la inserción en ésta de
intelectuales de origen guatemalteco. Ver la Antología de
cuentistas
guatemaltecas, compilada por Willy Muñoz y aparecida en el
2001,
así como la labor de Anabella Acevedo y Aída Toledo, en
estudios
literarios y de género.
(5). El término “ladino”
designa en Guatemala a la población de origen mestizo o de
ascendencia
inmigrante, distnguiéndose claramente de la población
indígena y de las élites criollas descendientes de los
conquistadores españoles.
(6). Mi lectura difiere tanto de la de Angel
Briones-Barco (149) como de la de Guillermina Wallas (194), que
interpretan
—en mi opinión erróneamente— que la protagonista
tiene un amante. Sin embargo, la narradora relata su retorno a casa en
autobús (77) y no en el auto del amante, como supone su marido;
así como su sorpresa ante la interpelación del marido
(“Me
quedé muda” [77]); y su decisión de mentirle, es decir
dejarle creer en su adulterio (“Nunca he pensado lo que habría
sucedido si le hubiera dicho la verdad antes de entrar a casa y
perderme en el
sueño sin consecuencias de todas las noches” [79]), para
liberarse
de un matrimonio basado en la
infidelidad masculina (78).
(7). Con la ruptura matrimonial surge el contraste
entre el “desorden perezoso” de los pensamientos de la narradora al
amparo del patriarcado (el matrimonio), y la intensidad caótica
—y
finalmenbte patológica— del quiebre con éste: el
“tráfico
rápido” de los pensamientos que pasan “como palabras
amarillas” en un tablero negro o la “pantalla que se enciende
intermitentemente, sin líneas, sin letras, sin nada…[y] hay que
pasar por los antidepresivos y los tranquilizantes para llegar de nuevo
al
paraíso” (77).
(8). Una estrucutra similar sigue la
anécdota de “La distancia es como el mar” (Orígenes),
en que la despechada protagonista, después de confrontar al
marido
infiel y a su amante, descubre el poder curativo de la naturaleza. La
inmersión
orgásmica en el mar la despierta al placer de su propio cuerpo:
“Está abrasada en una fuerza que la avasalla y se ruboriza ante
la
novedad de saberse plenamene mujer por primera vez” (109). Ese
despertar
de la sensualidad es el inicio de su liberación, que en el texto
se
expresa como un sentimiento de reconciliación con la vida y de
indiferencia ante el marido.
(9). Es preciso señalar las coincidencias
temáticas y de procedimiento de este cuento con el ya comentado
“Monja de clausura” de Ana María Rodas. Ambos extos se
publican en 1995.
(10). Desde el
punto de vista de la
inserción profesional de Toledo, sus cuestionamientos
acompañan
la reflexión teórico-crítica dominante en las
instituciones académicas estadounidenses. Pienso que es
necesario preguntarse
a quién se
dirigen y qué transgreden sus
textos. En mi opinión, en el caso de escritores guatemaltecos
insertos
profesionalmente en la academia estadounidense, es indispensable tener
en
cuenta la heterogeneidad de los lectores a los que los textos se
dirigen,
así como el valor disímil del diálogo que
éstos
proponen, según su recepción se produzca en Guatemala o
en los
Estados Unidos. También en la convalidación o el
cuestionamiento
del canon hay variaciones según la inserción del
escritor. Por
ejemplo, resulta interesante cotejar la lectura que Toledo hace de
Asturias con
la postura de la llamada “Generación X”, a la que se asocia
el nombre de Mildred Hernández: al igual que otros escritores
guatemaltecos insertos en la academia norteamericana, la lectura de
Toledo
ratifica la posición canónica de Asturias, en tanto que
los
miembros de la “Generación X” la socavan, reaccionando
contra la falta de renovación literaria y la dificultad de las
figuras
emergentes para acceder al medio (Gil Flores).
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