Martín Kohan, Museo de la revolución. Buenos Aires: Mondadori, 2006. 187 páginas

 

Desde hace varios años, en Argentina, toda una literatura memorialista escrita por los sobrevivientes de la violencia armada y de la represión estatal de los años setenta no ha dejado de volver en clave de testimonios catárticos a lo que años de neoliberalismo y democracia de mercado convirtieron en un enigma: la pasión política de los años setenta, la ética revolucionaria no divorciada de la violencia armada. Confiando en la potencia narrativa del recuerdo y en el poder catártico de la memoria para reconstruir el pasado, numerosas autobiografías y testimonios volvieron, en primera persona, a una experiencia a la que el sujeto no solo podría acceder sino también comunicar plenamente por medio de palabras dóciles que entregan una verdad sin resistencia. En Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo, Beatriz Sarlo (2005) ha criticado extensamente este giro subjetivo que, a pesar del descrédito teórico del ‘yo’, confía en el testimonio como herramienta fiable de conocimiento –como si el sufrimiento fuera garantía de verdad suficiente.

¿Pero cómo vuelven las generaciones más jóvenes a los años setenta? Favorecidos literariamente por no haber estado allí, sin el ímpetu memorialista ni los achaques realistas de las generaciones anteriores que publicaron durante los 90 sus historias de vida, aquéllos que en los años 70 eran demasiados jóvenes para ser militantes son los que hoy tienen que abrir nuevas vías para escribir, pensar o desear lo que nunca fueron ni tuvieron: un pasado de militantes revolucionarios. La pregunta para ellos no es cómo fue, sino cómo habrá sido –una pregunta que más que evocar recuerdos suscita hipótesis y dispara ficciones. Heredar, para ellos, no es una fatalidad sino una tarea que no puede confiarse al recuerdo de los hechos ni apelar al sufrimiento como garantía narrativa. Así, sin sentimentalismo ni nostalgia por el pasado juvenil perdido, algunos de estos escritores reescriben la violencia en clave de absurdo (Daniel Guebel, La vida por Perón) o trabajan las consignas revolucionarias como un material cristalizado y por lo tanto parodiable (Carlos Gamerro, La aventura de los bustos de Eva). Otros en cambio, como en la película Los rubios, se desentienden de la herencia en nombre de la vida privada y de una ‘nueva’ memoria que impugna y rechaza de plano el proyecto revolucionario –una memoria que se confunde con el olvido.

Tal vez por no recurrir exclusivamente a la memoria como procedimiento narrativo, el espesor temporal que Martín Kohan (Los cautivos, Dos veces Junio, Segundos afuera) logra darle a su sexta novela, Museo de la Revolución, es inédito dentro del mapa de la literatura argentina contemporánea sobre los años setenta. Nacido en 1967, Kohan se toma en serio la responsabilidad de una herencia y escribe una novela sobre un militante revolucionario –Rubén Tesare, nombre de guerra “Dorrego”– quien, en las pausas de la acción, se dedica a aquello que estaría en abierta contradicción con la experiencia política pura: además de hacer la revolución, Tesare escribe y teoriza sobre ella. Las puntillosas notas de lectura de Tesare sobre la revolución y el tiempo (o sobre el tiempo de la revolución, o sobre cómo una revolución comienza por revolucionar el tiempo), están en poder de Norma Rossi, una exiliada argentina que, veinte años después de la desaparición de Tesare, está por entregarle el manuscrito al narrador de la novela, un agente literario de viaje por México interesado en publicarlo. La entrega del manuscrito se demora, y este aplazamiento es la novela: ni sí ni no, Norma monta histéricas escenas de lectura en voz alta para el narrador que, acosado por las notas obsesivas de Tesare sobre Marx, Engels, Lenin o Trotsky, espera una respuesta para volverse a Buenos Aires. Pero además de esas notas de lectura, parece que también hay un diario donde Tesare llevaba el registro de sus experiencias. ¿Pero hay un diario? ¿Dejó Tesare un registro de sus experiencias de militante, de su misión hasta ese pequeño pueblo de provincia donde fue visto por última vez antes de desaparecer? No lo sabemos, porque es Norma, entre lectura y lectura, la que maneja los hilos de la historia de vida de Tesare: la misión clandestina que lo llevó hasta un pequeño pueblo de provincia, el fastidio de Tesare con sus compañeros de agrupación por haberlo obligado a abandonar a su pareja, su aventura ocasional con una pasajera como revancha secreta contra la verticalidad de sus mandos.

Museo de la revolución se mueve entre el pasado y el presente, entre esa noche de 1975 en un pequeño pueblo de provincia y el viaje a México en 1995 (mala época, en Latinoamérica, para la conciencia revolucionaria), entre la teoría y la acción, entre la vida privada y la disciplina partidaria del militante. Quebrando la linealidad del relato y multiplicando franjas temporales, Kohan despliega el repertorio de géneros y discusiones sobre los modos de representar los años setenta. ¿En qué capa discursiva yace la clave del enigma de Tesare? ¿Por qué discurso vamos a dejarnos atrapar, por la historia de su vida o por la pasión de su reflexión teórica? ¿Qué lengua literaria utilizar para excavar en ese pasado que, como los fantasmas, vive de volver? Y si de un acoso se trata –los muertos de una generación que vuelven por justicia– ¿qué consignas vamos a heredar y transmitir? La respuesta de Museo de la revolución es exasperar el conflicto, tensar las contradicciones. Si la historia de Tesare se repite para el narrador no es porque veinte años después la escritura se conciba también como una acción, o porque el pensamiento utópico se aloje hoy en los recovecos de la memoria y la vida privada.

Se trata de dos lógicas intraducibles. Antes que juzgar o parodiar, Museo de la revolución trata de entender la validez histórica de una serie de dicotomías cuyo sentido se nos ha vuelto inaccesible –la oposición entre teoría y acción, o entre lo político y lo privado. De hecho, y esto es lo inquietante, Tesare no habría muerto si hubiera obedecido la orden de someter su vida sentimental a las directivas de su partido; si hubiera comprendido cabalmente que en la guerra “las cuestiones sentimentales también son cuestiones políticas” –un ascetismo inadmisible para nuestra sensibilidad actual. Ni la escritura ni lo privado son entonces un consuelo o una continuación de la revolución por otros medios. “La revolución no deja margen para jugar con las traslaciones de sentido. Bajo el imperio radical de la realidad, los únicos sentidos posibles son los literales” –escribe Tesare en Museo de la Revolución (186), desalentando la tentación de cualquier lectura alegórica que ponga en el mismo plano de igualdad al novelista de hoy con el revolucionario de ayer (ambos trabajan con el tiempo, ambos elaboran la relación entre palabras y acciones, etc). Cuando en Museo de la Revolución se dice, se escribe o se lee “revolución” se está queriendo decir: revolución –no, mal que nos pese, novela o vanguardia. La escritura comienza porque termina la revolución, o porque la revolución desapareció del horizonte del presente, si bien no las violentas desigualdades que llevaron a una generación de jóvenes a optar, razonablemente, por la transformación y el cambio revolucionario. Lo que vuelve no es un recuerdo, sino un cuaderno, una escritura que llama menos a la memoria que a otra escritura. Heredar es releer y reescribir, es no interrumpir una cadena de lecturas, es recibir y relanzar los restos de un deseo incumplido, no de un proyecto fracasado.

 

Fermín Rodríguez

Universidad de Buenos Aires

 

 

Bibliography

Albertina Carri, Los rubios. Argentina, 2003.

Carlos Gamerro, La aventura de los bustos de Eva. Buenos Aires: Norma, 2004.

Daniel Guebel, La vida por Perón. Buenos Aires: Emecé, 2004

Martín Kohan, Museo de la revolución. Buenos Aires: Mondadori, 2006.

Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2005.