Escribir con luz desde la luz : Desde esta cámara oscura, de Gerardo Piña-Rosales

 

M. Ana Diz
Lehman Collage, CUNY

 

Una tarde fría de este pasado febrero leí de un tirón la novela de Gerardo Piña-Rosales. Al terminarla, un rato largo me dejé sentir la pena y el placer que el texto me había regalado, y ese contacto íntimo e intenso con uno mismo que siempre producen los libros que valen la pena leer.
Nos dice el relator del prólogo que el texto que leemos es copia fiel de los pliegos que Bejarano, escritor y fotógrafo de nota, le ha enviado antes de emprender un largo viaje. Él se ha limitado a vertebrar el relato y a editarlo mínimamente. La historia de los pliegos, que valida la ficción atribuyéndole valor documental, es recurso narrativo bien conocido. También se oyen ecos de narrativa clásica en las palabras que concluyen el prefacio: "Me parece, querido lector, que hubiese sido un imperdonable error por mi parte mantener inéditas estas páginas. Creo que su valor histórico, psicológico y literario avalan con creces mi decisión. Que te aprovechen."
El momento de la escritura de esos pliegos es una suerte de stasis, la reflexión aquietada y última del que está por partir, y recorre, con ojos ya alejados, lo que sabe que no volverá a ver. A modo de inventario de la casa que abandonará pronto, los objetos arrastran recuerdos, palabras y silencios. ¿Cómo no pensar, cada lector que sepa de extranjería, en el minucioso amor con que tocó por última vez sus posesiones más preciadas antes de partir? ¿Y qué medievalista puede no pensar en el Cid, mirando las perchas vacías y las puertas ya sin candados antes de salir para el exilio de su casa de Vivar?
Dentro de ese espacio quieto de introspección meditativa, deja Bejarano correr el río de su vida. Este contraste de quietud y movimiento podría ilustrar la paradoja de la existencia de la que hablaba Kierkegaard, esa necesidad de entender la vida de adelante para atrás al mismo tiempo que la vivimos de atrás hacia adelante. Pero no es así, porque Bejarano, de alguna manera, ha adquirido la postura de quien ya no está, y eso parece ser responsable de un cierto modo liberado de contar.
Desde la muerte mirar la vida, que ya ha quedado atrás. No se trata de pensar en la muerte para vivir mejor lo que tenemos; no hay aquí ningún intento de convencer ni de enseñar nada a nadie. Se cumple en la novela el dictum de que el arte sólo puede cultivar la conciencia renunciando a la persuasión. Aquí no se juzga. Aquí simplemente se apunta con el dedo. Aquí se miran las cosas con el amor que sólo la conciencia de la muerte puede darnos, admitiendo que, ilusorias y mortales, son, al fin y al cabo, nuestra única, fragilísima posesión.
Desde "los helados esqueletos que trabaja el gusano," como diría Baudelaire, el fotógrafo registra los hechos. Paralela a la tendencia contemporánea de nuestra cultura, que privilegia la superficie y la velocidad, es la resistencia a contemplar con paciencia las cuestiones trascendentales. Por eso, es muy posible que la muerte sea tema que hoy resulte molesto. Por eso también creo que esta novela, en apariencia tan tradicional, resulta moderna por no moderna. Porque, para alivio de esta lectora al menos, brillan aquí por su ausencia las formas del poder y la identidad, y porque sus personajes no son ciudadanos del mundo global sino de la España trágica de la guerra civil.
Contra corriente, el mundo de la novela, sordo y ajeno a la globalización de las grandes corporaciones, invita a contemplar la condición humana, gobernada por un dios (en minúscula), que nos ha inventado el vivir y el morir.
Al crítico que quiere entrevistarlo, Bejarano le previene que la guerra civil ya no le interesa a nadie. De hecho, como aquella guerra "incivil," la muerte es tema antiguo, por universal. Cuenta Herodoto (iv, 126-127) que los escitas, que eran nómades, se retiraron varias veces ante Darío, y que por fin respondieron a uno de sus ultimátums diciéndole que no habitaban ciudades ni cultivaban tierras y por tanto, Darío no tendría nada que pudiera devastar. Pero si Darío se atrevía a tocar las tumbas de sus muertos, ahí sí los encontraría dispuestos a la batalla.
La muerte tiñe el brillo de las cosas del mundo con nostalgia. Adorno (p. 132) nos dice que sin nostalgia no hay obra de arte válida, y añade, claro, que las obras de arte serían impotentes si sólo fueran nostalgia. Como sabemos todos, el deseo de la nostalgia es precisamente lo que no es, lo que ya no está. Muerte y pérdida son también los temas de la elegía, género que responde de modo artístico a lo que casi no puede soportarse, parejo con las flores que llevamos a la tumba y con la música que escogemos para los ritos funerarios, porque la belleza y el arte son catalistas que transforman el dolor crudo en tristeza serena. La primera página del libro está ocupada por una foto compuesta: en el cuadrante superior, dos mapas cuadrados y paralelos: la España blanca (a la izquierda) y la España negra (a la derecha). Ahí, claro, el asunto ostensible del libro. Y sin embargo, intriga el hecho de que abajo, aparezca la foto del artista, metido en su redondo universo. Ese globo, a pesar de alinearse con la España de la izquierda, pasa la frontera imaginaria y ocupa también una porción del cuadrante inferior derecho.
Fotógrafo con premios internacionales y sobreviviente de la guerra civil, Bejarano es español de otra España y de otra época. Su vida no podría ser más lejana de la mía. Y sin embargo, años de lectura me han hecho saber que leer es como sentarse a la ventana. Tarde o temprano, uno se verá a sí mismo pasar por la calle, dice Benjamin. Tarde o temprano uno se encontrará en el texto que lee, podríamos añadir nosotros. Sabemos que todo arte está anclado en lo particular y siempre se remonta a lo universal y lo eterno. Si es cierto que, como dice el tío de Bejarano, la fotografía es la verificación plástica de un hecho, en tanto artes, fotografía y literatura son también la expresión de lo que no existe más que en la más cerrada intimidad de cada uno.
Imposible dilucidar a fondo esta alquimia del arte. Apenas podemos ensayar algunas pocas precisiones. ¿Cómo se logra que una voz inconfundiblemente española, una voz republicana, termine pudiendo ser la mía, o la de cada uno de ustedes? Imposible no pensar en la lengua, que para Sartre era una prolongación de los sentidos, una suerte de extensión del cuerpo. De hecho, lo que me empujó a seguir leyendo y a terminar la novela tan rápido, fue el placer de la riquísima lengua de este texto, que se siente paladeada por el que escribe y que uno paladea a cada línea.

Todos conocemos los estragos que el exilio hace en nuestra vida y en nuestra lengua. Buena parte de quien somos son nuestros

recuerdos. Pero los recuerdos del extranjero exigen otros cielos. Buena parte de quien es el extranjero habita catedrales

sumergidas que de vez en cuando apuntan en la superficie del agua, como la aleta de un tiburón. Cuando el extranjero busca

una palabra, se le aparece en la otra lengua. A veces se encariña con ese simulacro y lo hace suyo. En otro lugar, aquí, es materia violentada, que siempre acepta una forma más. Es otro el que escribe en inglés, otra también la que escribe en castellano. El extranjero, en fin, no hace memoria ni hace pie.
Por eso me impresionó tanto el léxico envidiable de la novela de Piña-Rosales. Me admira profundamente que haya logrado defender su lengua a cal y canto después de tantos años de exilio. La suya es una lengua que permite un acercamiento íntimo y al mismo tiempo preciso a las cosas de este mundo. Se trata de la precisión que tiene el buen fotógrafo hasta cuando borronea deliberadamente los perfiles. Aquí y allá, me sorprenden palabras que no reconozco bien, otras que simplemente no conozco pero cuyo sentido puedo adivinar. Y sobre todo, encuentro placer en este aire de familia que percibo al correr de las páginas, quizás porque despiertan palabras enterradas hace mucho, o porque me hacen oír ecos interiores de escritores queridos como Cervantes o Quevedo.

Gerardo Piña-Rosales, además de intelectual y escritor, es también excelente fotógrafo. Pero si no lo supiéramos, la fotografía podría leerse en la novela como la metáfora más adecuada del lenguaje. Podríamos pensar que el trabajo de una lente eficaz en manos de un buen fotógrafo, es comparable a la lengua del escritor, las dos mediadoras, más perfectas cuanto más precisas sean sus precisiones, sus esfumados y sus borroneos. Trabajo arduo y feliz.
El tío Salvador, que inicia a Bejarano en la fotografía, le dice que "la fotografía es escribir con luz." En las Upanishads se lee que para el ignorante, la experiencia se parece a escribir en la piedra; para quien ha empezado a conocer el espíritu, la experiencia es como escribir en el agua; sólo el liberado escribe en el aire. Traigo este recuerdo porque en la novela de Piña-Rosales, la cadena de eslabones que constituyen la vida del artista, es precisamente la que le ha servido para liberarse. Se respira un aire de libertad en la narración, una libertad que parece provenir del ángulo de visión. El ángel de grandes alas de cadenas ya ha remontado vuelo.
A más de un mes de leer el libro, antes de abrirlo de nuevo para escribir estas notas, me alcanzó, como en una fotografía, la memoria del río humano que marcha hacia Francia, imagen que el texto graba con firmeza precisamente por rechazar todo tinte sentimental y que quiero citar. Dice Bejarano:



Abandonamos España por los Pirineos. Nuestras tropas, en retirada, volaban los últimos puentes. Había cuerpos destrozados colgando de cables eléctricos. Perros famélicos husmeaban las basuras y los cadáveres en descomposición. La furgoneta de mi tío se quedó sin gasolina, y tuvimos que continuar a pie. El frío era intenso. Comenzó a llover. La aviación alemana -los Messerschmitt, los Henkels, los Junkers- nos perseguía lanzando bombas y ráfagas de metralla. Los niños, aterrados, se asían a las faldas de sus madres. Formábamos parte de un río humano, un río de mantas, boinas y borricos cargados con las posesiones más preciadas ‘un colchón, una sartén, una cacerola’, un río de hombres, mujeres y niños sostenidos por la esperanza de que algún país sin bombas y con pan nos acogiera. (p. 49)

¿Quién puede leer esta marcha hacia Francia sin que lo conmueva el dolor de aquellos españoles trágicos? ¿Y quién puede no leer allí también su propio exilio?
Es que estos españoles que buscan acogida en un país sin bombas y con pan son los españoles perseguidos por Franco, los argentinos desaparecidos por los militares, los judíos, gitanos y polacos víctimas del soldadete con bigote chaplinesco, como dice Bejarano, los chilenos asesinados en el estadio por otro bigote infame. Y tantos, tantos más. Esos españoles son legión, perseguida por el hambre y los horizontes cerrados de la injusticia. Como cuando uno tira una piedrita en el agua, los círculos se expanden, y éstos, que ya abarcan a los exiliados acogen también, claro, a los marginados de la sociedad.
La lista podría continuarse.
Con todo, pasado el flash de los noticieros, sabemos muy bien que estas cosas no le importan a nadie, como dice Bejarano, y si el expatriado quiere evitar más injurias de las que ya sufrió, debe mantener sus cicatrices en discretísimo silencio. Sólo quedan exceptuados de ese silencio los artistas, los más altos extranjeros, hayan o no experimentado el exilio geográfico. Gracias a ellos, el resto de nosotros encuentra voz, ojos y manos. Porque esa alquimia elusiva del arte se basa siempre en alguna mirada dislocada, que nos extraña las cosas para que podamos verlas, en todo su esplendor y en toda su miseria. Anclada en la geografía particular, la de los mapas cuadrados de la España blanca y de la negra, la novela de Gerardo-Piña Rosales se ensancha hasta respirar el planeta y nos recuerda también que para los artistas, esos más perfectos extranjeros, la extranjería ha dejado de ser castigo para convertirse en don, en llave de los goces más altos que puede permitir nuestra humana condición.

 

Desde esta cámara oscura, Gerardo Piña-Rosales

Editorial Nostrum, Madrid 2006