Lenguas madrinas: Nuestra Señora de la noche y el bilingüismo de Sirena Selena

 

 

Juan Pablo Rivera

Harvard University

 

Padre, ¿es cierto lo que dicen por ahí?

Que soy hijo de una puta, dime ¿es cierto?


Nuestra Señora de la noche
(p. 200)

 

En las dos novelas más importantes de Mayra Santos Febres, Sirena Selena vestida de pena (2000) y Nuestra Señora de la noche (2006), la voz narrativa reflexiona críticamente, por un lado, en torno a la falta o ausencia de madre biológica y, por el otro, en torno al habla y la escritura más o menos propia del Caribe hispanoparlante. En el Caribe de ambas novelas faltan las madres, pero abundan las madrinas. Hay malas madres y madres muertas; malas madrinas y, otras, mejores. Hay, también, una diversidad de idiomas que ocasionalmente interrumpen la escritura en castellano, enriqueciendo las reflexiones críticas de la voces narrativas sobre el lenguaje del Caribe llamado “hispanoparlante.” ¿Qué relaciones podemos sugerir entre la multiplicidad de madrinas en estas dos novelas, la reflexión presuntamente metalingüística sobre el analfabetismo en Nuestra Señora  de la noche  y el bilingüismo de Sirena Selena? ¿Sugieren estas novelas que no hay madres propias, sino sustitutas, así como no hay lenguas maternas que nos pertenezcan del todo, con quienes nos relacionemos con la supuesta naturalidad con la que nos relacionaríamos con una madre? ¿Hasta qué punto estas novelas nos invitan a reconocer la pérdida de nuestra lengua materna, su incompetencia, y empezar a tomarle cariño a nuestras lenguas madrinas (1)?    

En el otoño de 2003, una publicación especial del prestigioso Centro Journal del Hunter College en Nueva York, dedicada casi en su totalidad a Sirena  Selena  vestida de pena confirmó entre los caribeñistas la relevancia de la novela para la historia literaria de Puerto Rico y su diáspora. “Una novela para el Nuevo Milenio,” la llama Alberto Sandoval-Sánchez en su ensayo, anticipando con acierto la canonización de Sirena Selena  y su autora. En el mismo volumen, Efraín Barradas analiza el performance del travestí Sirena Selena como una alegoría del turismo en el Caribe posmoderno, una alegoría que retoma, salvando las distancias, la utopía pan-antillanista que Eugenio María de Hostos propusiera casi 140 años antes en La peregrinación de Bayoán. 

La publicación de una colección crítica dedicada enteramente a Sirena Selena es sólo uno de los eventos que apuntan hacia la creciente importancia de la obra y la figura de Santos Febres para las letras caribeñas. Su colección de ensayos, Sobre piel y papel (2005) se agotó en Puerto Rico a pocos meses de publicación y su tercera novela, Nuestra Señora  de la noche, fue finalista en el Premio Primavera 2006 de la Editorial Espasa-Calpe. Estos éxitos editoriales, entre otros (2), confirman a Santos Febres como una de las escritoras puertorriqueñas más sobresalientes de la década del 1990 en adelante.

Por ser una de las escritoras más versátiles en Puerto Rico, Santos Febres ha logrado consolidar su figura de escritora y agente cultural a través de otros medios como la televisión, la Red y la prensa. Es una autora célebre que, sin embargo, ha roto con el modelo masculino del prócer que sirve para caracterizar a los intelectuales puertorriqueños de la primera mitad del siglo 20, como Hostos, Pedreira y Marqués (3). Su narrativa y ensayística se alejan de aquel discurso crítico que pretendía sellar el “trauma” de la invasión estadounidense o sanar las dolencias del cuerpo nacional, como, según Gelpí, pretendían nuestros próceres. A Santos Febres poco le importan la figura del padre y del prócer: su narrativa las ha descartado del todo. Las madrinas son los personajes que sustentan las familias en su obra, sin llegar a ser, como en los escritores de la generación anterior a ella, personajes tipo que hablen en nombre de una marginalidad específica como la pobreza o la homosexualidad (Santos, Antología 19). En ese sentido, es realmente una escritora para el Nuevo Milenio, y para nuevos (y antiguos) modos de entender la familia.

Más allá de los méritos inmanentes a la escritura de Santos Febres, los medios de comunicación masiva han contribuido al éxito editorial de la autora y reflejan su deseo de identificarse como una intelectual “con la gente” (Piel 172), de “proponer el diálogo con los diversos, diferentes, contradictorios y complejos saberes que nunca se unificaron en nuestra sociedad.”  La preposición “con” en negrilla (original de la autora) declara un deseo de conexión que está enmarcado por una cautela ante la llamada crítica posmoderna, a la que Santos Febres acusa de una “identificación mayoritaria y recalcitrante con el pensamiento europeo, acusaciones del ‘atraso’ (o de la tardomodernidad) de otros pensadores del patio, uso de lenguaje como arma de poder y superioridad” (Piel 169).

Si bien Santos Febres se distancia de esta crítica “posmo,” como la llama en su ensayo “Leyendo lo posmoderno,” nunca llega a rechazarla del todo. Su aparición en diversos medios, su escritura conscientemente trans-genérica, su énfasis en la construcción de las sexualidades, su manejo del humor y la parodia, sus aproximaciones críticas al racismo y a las teorías sobre el deseo y el espectáculo y su intento por reconfigurar la labor intelectual, son netamente “posmo.” O, por lo menos, afines a un materialismo histórico que se ha nutrido de las lecturas de Bataille, Baudrillard, Foucault, Barthes, Derrida, Irigarray: las vacas sagradas del pensamiento posmoderno. “Sobre cómo hacerse mujer,” por ejemplo, uno de los ensayos de Sobre piel y papel, es una reflexión (una puesta en escena, más bien) en clave autobiográfica de las propuestas de Judith Butler en torno a los aspectos “performáticos” del género y la sexualidad. “Los usos de eros en el Caribe,” por otro lado, añade un componente racial e histórico- materialista a las propuestas de Bataille sobre el erotismo. Allí, la autora resalta que en el Caribe lo erótico está ligado siempre al mercado, aunque a Bataille la idea de que lo erótico pueda tener un “uso” le resulte un oxímoro. Santos Febres arguye que en las sociedades esclavistas (y en el Caribe como paradigma de esa sociedad), lo que se compra y trafica como erótico es el cuerpo de la mujer y el hombre negro, sin que haya en este ensayo una elegía por la víctima y una diatriba contra el victimario.

Tal es el gesto que caracteriza la mejor ensayística de Santos Febres: particularizar aquello que se imagina (por francés o estadounidense) como universal, contextualizarlo con un componente histórico o autobiográfico y un deje lírico. En su método hay una sospecha crítica similar a la gula caníbal que Oswald de Andrade defendía: engullir sin vergüenza ni freno los restos del pensamiento Occidental, devolviendo un producto nuevo, aquellos “contradictorios y complejos saberes” que la autora declara “nunca se unificaron en nuestra sociedad.” Santos Febres devuelve al caníbal al Caribe, a un origen más o menos propio, asegurándonos, insistentemente, que el Caribe es otra cosa, esencialmente inapalabrable. No le interesa tanto la manida cuestión de la identidad caribeña como la puesta en escena de algunos de sus avatares. Isabel la Negra, los travestís que cantan boleros, los santeros y el inmigrante haitiano aparecen siempre con historias propias, con las dimensiones que raras veces encontramos en la obra de escritores anteriores a ella. En Cualquier miércoles soy tuya (2002), por ejemplo, la historia del fracaso del café y la caña en Puerto Rico está condensada en la biografía ficticia de Tadeo, el inmigrante haitiano, sin que jamás llegue a ser él caracterizado como representante ni de su país ni de su raza.

La piel (el sexo, la raza) y el papel (el dinero, la escritura, el analfabetismo) en el Caribe, desde el Caribe, son temas que la autora trata más extensamente en su novela histórica, Nuestra Señora  de la noche. Esta novela, como los ensayos de Santos Febres, aboga también porque una incierta particularidad caribeña sea tomada en cuenta. Su novela se inserta, así, en una corriente crítica y novelística que intenta identificar lo esencialmente caribeño, evocando siempre imágenes de la hibridez y lo movible, del ajiaco (Ortiz), de las islas que se repiten (Benítez Rojo), del resto o exceso (Carpentier y Lezama Lima). Por ejemplo, en la siguiente cita de Nuestra  Señora, el joven y rico protagonista, Luis Arsenio Fornarís, encuentra lo indeterminable y esencial allí donde no debería estar, en el prostíbulo de Isabel la Negra, el Elizabeth’s Dancing Place:

 

Pero Luis Arsenio había ido al Elizabeth´s. Y era indudable que allí bullía otra cosa. En el Elizabeth´s otro era el son al que se movían los cuerpos, y otras las leyes que regían las costumbres. Era otra la música que tejían las horas, y los ritos de estar sobre la tierra; otros los colores y las texturas de las pieles que se imponían a las miradas. ¿Aquella cosa, cómo se llamaba? ¿Aquello que le halaba la voluntad hacia la casa de Isabel La Negra, los meneos, las risas, el olor de la Minerva, cómo se llamaba? ¿Cuál era el nombre de aquello que le hacía temer porque rondaba por lo oscuro, mientras que en el claro de las plazas las miradas de sus pares aplaudían el espectáculo castizo de los ritos de su clan? (84).

 

La voz narrativa presenta otro caldo que pretende sentarle límites a cualquier lectura hispanófila de lo caribeño. Las preguntas que cierran esta cita resultan una invitación a la teoría, siendo, desde la (hetero)sexualidad, un comentario sobre la cultura. Para Luis Arsenio, la consciencia de lo cultural está atada a un despertar sexual en manos de Minerva. Ella lo desvirga y, en ese sentido, lo amadrina, pues hay en su desfloración una iniciación que es similar al bautismo. Su primera experiencia sexual es un sacramento. En ese rito hay una inversión interesante que la escritora ha comentado en sus presentaciones de la novela: no es la prostituta aquí quien necesita, quien carece. Es el cliente. No hay una madrina ya desvirgada, sino una que desvirga. Los hombres pueden ser también vírgenes impuras.

Pero Minerva no es, con certeza, la más prominente madrina en Nuestra Señora  de la noche. Lo son, inicialmente, la lavandera que cría a Isabel Luberza Oppenheimer y, luego, Montserrate, la que se encarga  de criar a El Nene, fruto de un amor ilícito entre Isabel y Fernando Fornarís, aquel “dueño de los ojos más verdes de toda la ciudad” de quien habla la contraportada. Esta segunda madrina, Montserrate, es analfabeta y, por eso mismo, en relación a ella se da el comentario crítico sobre la escritura más extraordinario en toda la novela. La sintaxis violenta en esta cita delata el proyecto violento de reflexionar, desde la escritura, sobre la falta total de escritura. Es una lectura sobre la imposibilidad de la lectura:

 

Las letras, el carbón, la zozobra. Raya y redondeces, trazos tan negros como el hollín, el silencio es negro, el silencio es esa cosa que dibuja una palabra que ella no puede saber. No sabes nada, vieja tonta, no sabes que el susurro del pensamiento deja esa mancha, esa  mácula tan negra como una piel, tan levantada como una cicatriz sobre la nívea piel del papel, ese sucio palabrero. . . (303)

 

La mujer no puede leer una carta que le envía su ahijado contándole que, por un pleito, lo han transferido de base militar. En este momento la narración se vuelve inevitablemente una reflexión meta-lingüística. La labia de la madrina ha quedado fijada desde antes, en cómo la madrina logra manejar su relación con el padre de El Nene, que todavía los visita de vez en cuando. El registro mítico que retorna insistentemente en la novela, y que incluye las oraciones y diatribas de esta madrina a la Virgen y a los Orishas revelan a una envidiable negociante. La madrina no podrá escribir ni leer, pero es versada en el lenguaje del negocio, en el humano y el divino. Y, como ha apuntado Rubén Ríos Ávila en “La virgen puta,” su presentación de la novela, lo que prima en la trama es el negocio, incluso más que el melodrama subyacente. Saber negociar es lo que cuenta. Por eso la novela resulta siendo menos sobre la escritura que sobre las escrituras, los documentos que ratificarían la pertenencia del burdel de Isabel (y la gruta adjunta) a ella, sólo a ella y a sus decendientes. La madrina maneja la lengua hablada (y de ahí, una particular oralidad que también la marca económica y racialmente), pero no la escrita, en una sociedad que le está prestando creciente atención a lo escrito, al documento.

Montserrate da paso fácil a una reflexión sobre “la lengua madrina” no sólo por ser madrina, claro, sino por su analfabetismo. Pero la lengua no le pertenece del todo no sólo porque sea ella analfabeta. Junto a Isabel, ella es la mejor negociante en la novela. El analfabetismo quizás sea la versión más dolorosa y la más mecánica de la no-pertenencia de un sujeto a su lengua, como sugiere la cita del raro encuentro de la madrina con la carta de su ahijado. Es la instancia más literal y más poderosa en la novela del desencuentro con la lengua propia: ¿Cómo se siente una analfabeta frente a “su” lengua escrita? ¿Cómo narrar ese encuentro?

El analfabetismo, así como la pobreza de la madrina, son los efectos más evidentes de un racismo que, si bien fundamentado en condiciones socio-históricas, no deja de tener vigencia hoy día. La lección que Nuestra  Señora no esgrime ni machaca es que ese racismo hay que reconocerlo y hay que combatirlo, tanto hoy como entonces. Isabel, incluso sin quererelo, es una de sus guerreras, y su trinchera es los negocios, no la esfera política, como para Luisa Capetillo, mencionada en la novela.            

El alfabetismo no les asegura a los otros personajes en la novela, ni a nosotros mismos, una pertenencia más directa al lenguaje, ni un acceso superior, ni un conocimiento más profundo ni más íntimo. Similarmente, aunque de forma muy distinta de la madrina analfabeta, los personajes en la novela que sí escriben y sí leen, los que son políglotas, comerciantes y abogados, se prestan para esta reflexión sobre la radical extrañeza de su presunta lengua materna. Aunque haga falta darle crédito a “Des Tours de Babel” de Jacques Derrida, y a su El monolingüismo del otro, quizás no haga falta citarlos, cuando el protagonista de Nuestra Señora de la noche, en otra escena de la novela, se encuentra más “en casa” al celebrar la Pascua Judía en casa de unos amigos en Washinton, D.C:

 

Se arremolinó el clan alrededor de la Patriarca, que comenzó a recitar una oración en hebreo, ‘Baruch atah adonai melech ha’olam.’ La entonación le hizo bajar la cabeza. A Luis Arsenio le sonaba a canción de cuna, a encantamiento, a bendición. (169)

 

El hebreo le es ajeno a Luis Arsenio Fornarís, como le es también ajeno al universo léxico de la novela. No es aquí un encuentro con la lengua propia, sino con una lengua extranjera lo que revela la enajenación de lo propio, su extrañeza. Freud lo llamaría “unheimlich,” en particular por lo doméstico del encuentro, por lo cómodo e incómodo. Hay “algo” en ese hebreo a la vez foráneo e íntimo, iniciático e incantatorio, que remite a las reflexiones de Luis Arsenio en el burdel y que propone una identificación, una alianza insospechada entre esos dos espacios que presuntamente poco tendrían que ver el uno con el otro: el Elizabeth Dancing Place, más famoso prostíbulo de la naciente ciudad de Ponce, y el comedor de una familia judía en la capital americana durante el inicio de la Segunda Guerra Mundial. La lengua extranjera desata la reflexión y ata ambos espacios, sirve aquí de anfitriona a una memoria que une lo más lejano y lo más íntimo.

El hebreo en voz de esa Patriarca sirve, en otro sentido, de madrina, si construimos una doble metáfora de una de las definiciones que, desde 1780, ofrece un diccionario en “nuestra” lengua:  “Madrina. met. La muger que favorece y patrocina la pretension de alguna persona.”

Relacionado también con “matrimonio,” “matrona” y “matriz,” el término “madrina” nos devuelve a dos importantes objetos críticos que la novela desmenuza: la “lengua matriz” (hoy “lengua materna”) y la “Iglesia matriz” (hoy la “Madre Iglesia,” la Iglesia Católica).

En la novela, la narradora llama a la mujer judía “patriarca” no por su relación con el padre, sino porque ella también “patrocina.” Mientras la figura materna en la configuración psicoanalítica siempre es una madre fálica, la madrina sostiene una relación mucho menos directa, y mucho más problemática, con el padre. Ella bien podrá suplantar al padre cuando éste falte, por eso la madrina es un recordatorio de la mortalidad de los padres. Existe para recordarle al falo que podría ser descartado. Por esta razón también las madrinas en las novelas de Santos Febres son tan fuertes, particularmente en su relación con los hombres de negocios, los grandes falos en la obra, los aspirantes a “bichotes,” para usar un anacronismo conveniente. Como nota Ríos Ávila, la gran controversia que marcó la muerte de Isabel Luberza Oppenheimer no fue tanto su misterioso asesinato como la negación de la Iglesia ponceña a que se le hicieran los honores funerarios en sus predios a esta “pecadora.” La ironía, que Nuestra  Señora  retrata con minucia, es que Isabel había sido una de sus benefactoras más generosas y más llamativas.

Isabel la Negra: la madama y la madrina, una tensión insoportable para la gente “bien” del pueblo. El cuento de Papeles de Pandora, de Rosario Ferré, que antecede por mucho a Nuestra Señora, “Cuando las mujeres quieren a los hombres,” retoma esta tensión. Pero si allí Isabel la Negra es la sombra de una sombra, sea del marido o de la mujer blanca, en la novela de Santos Febres Isabel es un personaje a la vez mejor matizado y de mayores extremos, gracias en parte a la amplitud que le ofrece el género novelístico. La Isabel de Santos Febres es, a veces, muy mala madre y siempre muy buena negociante. Sufre, pero se aleja mucho de ser víctima. Es una mujer que vive de la lengua, de la seducción, pero de una seducción inteligente. La novela insiste en esa inteligencia de Isabel. Ella no trata únicamente de lograr la seducción con el cuerpo, sino también con el cerebro, con la lengua como conjunción de cuerpo y pensamiento. Así, esta insistencia de la voz narrativa logra transformar a Isabel en un personaje excepcional,  a la vez humano y mítico. Es la misma meta que la autora alcanza en su primera novela, Sirena Selena  vestida de pena. Una de las diferencias principales sería que su tercera novela es histórica, y la primera no, aunque en ella se insinúe una historia del travestismo en el Caribe, de los espacios, de las opresiones y liberaciones asociados con esta práctica. Se insinúa una historia incluso más sepultada que la de Isabel la Negra.  

Desde sus primeros libros y entrevistas, Santos Febres ha insistido en afiliarse con lo caribeño, en identificarse como escritora caribeña. Dentro de ese contexto, si bien sus discusiones sobre la construcción del género y las sexualidades la relacionan con Severo Sarduy (a quien Sirena Selena debe bastante), Santos Febres deja atrás la dificultad estilística, el aparato  retórico, que caracteriza al autor cubano. Sirena Selena  no es una novela “neo-barroca.” La mera inclusión de travestis y personajes transgénero no garantiza ese sello. La primacía de la trama y su accesibilidad aparente la asocian más a los proyectos del realismo social, un realismo que la exquisita voz de la protagonista resquebraja (4). Pero esa engañosa accesibilidad no quieren decir que sea una novela “lite” ni que sea por eso más legible.

Si la comparamos con la ya canónica y mucho menos realista La guaracha del  Macho  Camacho (1976),  Sirena  Selena  vestida de pena comparte más que la eufonía del título. En ambas novelas abundan las madrinas. Ambas se enfocan en personajes relativamente marginales cuyas sexualidades aparecen, de entrada, como “problemáticas.”  Tanto La guaracha del Macho Camacho como Sirena Selena vestida  de  pena han sido leídas como invectivas contra la relación colonial del Caribe con los Estados Unidos, aunque sea, paradójicamente, esa misma relación la que le dé a las novelas su motor narrativo, su punto de arranque.  Como resultado de esa relación, también, en torno a estas dos novelas abundan las lecturas alegóricas. Por ejemplo, en el volumen del Centro Journal  dedicado a Sirena Selena, y casi como complemento a la lectura de Barradas, Kristian Van Haesendock propone otra lectura alegórica de la novela, según la cual el cuerpo cambiante del travestí, colmado de signos inestables, alude a “la modernización vertiginosa de la isla cuando se puso en marcha la Operación Manos a la Obra en la década de los ’40” (82).

En sus lecturas, Barradas y Van Haesendock  insertan la transformación genérico-sexual del sirenito en una meta-narración que parece otorgarle validez o “peso” a los procesos creativos del texto.  El travesti es una “figura,” más en su acepción de que “representa o significa otra cosa” que en la de ser la “forma exterior de un cuerpo por la cual se diferencia del otro,” definiciones ambas del diccionario y consistentes con las más sofisticadas de la retórica aristotélica. Estratégicamente, la autora misma ha apoyado esa línea de lectura, acaso sin querer dar demasiados detalles. “Sirena Selena es una metáfora del Caribe entero,” afirma en una entrevista, relacionando a Sirena con el Caribe menos por el concepto del travestismo (à la Barradas) que por su propia teoría del deseo, que, como discutimos, parte de Bataille y lo traiciona con cariño.

En sus respectivos análisis, tanto Efraín Barradas como Alberto Sandoval-Sánchez citan, para luego descartar, la desafortunada (y estimulante) hipótesis de Frederic Jameson sobre la necesaria condición alegórica de todos los textos tercermundistas. Según la generalización de Jameson, bastante refutada ya, la literatura del Tercer Mundo todavía no ha logrado zafarse de su deseo de contar alegorías como vehículo para inventarse lo nacional. Resulta curioso, por contradictorio, ese gesto de Barradas y Sandoval-Sánchez. Por un lado, refutan vehementemente la hipótesis de Jameson, llegando incluso a tildarla de imperialista (Barradas 57). Por otro lado, sin embargo, ofrecen una lectura de Sirena  Selena que no es sino alegórica. Así, le son fieles a Santos Febres, en el sentido de que adoptan una estrategia que la autora misma utiliza, estrategia ya clásica en el repertorio cultural latinoamericano: torcer la voz de los poderosos, contradecirla, para luego acomodarla a sus propios propósitos.

Pero dejando al lado la valiosa cuestión de si Puerto Rico pertenece al Tercer Mundo o no, incluso la de si  resulta o no apropiado dividir al mundo en tres, en este ensayo propongo que, cónsona con los proyectos de la literatura puertorriqueña actual, la novela de Santos Febres no ambiciona defender el cadáver de lo nacional mediante la alegoría. Sirena Selena, el travesti, bien puede ser una metáfora del Caribe entero. Pero (a diferencia de, por ejemplo, La peregrinación de Bayoán), la trama de la novela también funciona fuera de un modelo alegórico. La novela ofrece nuevas maneras de pensar las transacciones que toman lugar en un espacio caribeño profundamente globalizado y difícilmente localizable. Así la lee Iker González-Allende en su ensayo para Chasqui. Sirena  Selena, además, da cuenta de algunos de los síntomas de la globalización en el Caribe hispanoparlante, como la creciente alternancia bilingüe entre el español y el inglés, y el auge del turismo (homo)sexual.

En Sirena Selena  no hay madres, sólo madres sustitutas, y la segunda parte de la novela cuenta como Sirena llega a traicionar a Martha Devine, su madrina de turno, otra experta negociante. Como Nuestra Señora de la noche, esta también es una novela sobre el negocio, sobre la madre sustituta y el negocio, y sobre la negociación del poder entre dos lenguas que deberían odiarse, un español más (y) menos particular, caribeño, y un inglés también más y menos particular, canadiense. ¿Cómo irrumpe la alternancia lingüística, el “code-switching” en Sirena Selena para fomentar una alianza insospechada que socava oposiciones sencillas entre blanco y negro, rico y pobre, colonizador y colonizado, buena madre biológica y mala madre sustituta? 

Un análisis textual del “excepcional” capítulo 35 de Sirena Selena vestida de pena sirve de buen caldo para cultivar esas interrogantes. De los 50 capítulos de variable extensión que componen la novela, el 35 se distingue por ser el único narrado en inglés y en primera persona. Se trata, para afinar más la cuestión, de un capítulo escrito en inglés que pretende  ser “canadiense,” narrado por un joven homosexual que presume de ser canadiense. Pero no hay nada en el inglés de este capítulo que resulte particularmente canadiense: ni el léxico, ni los modismos que incorpora corresponden a ese particular acento. Ese borrón de la particularidad lingüística tal vez se deba al hecho de que este capítulo consiste de un monólogo que, al transcribirse, no puede sino volverse estándar.

Derrida confiesa, en El molingüismo del otro, que no cree que nadie, al leerlo, pueda detectar que él sea algeriano, si no es porque él mismo lo declara (46). La escritura en ese sentido se convierte en una medio de oclusión que clama por esa revelación. En el caso del monólogo canadiense de Sirena Selena, lo canadiense en la escritura quizás haya consistido de un acento, de un timbre o particular pronunciación que se pierden en el momento de la escritura, que la escritura, de entrada, nunca pudo capturar. En todo caso, a los lectores no nos queda más que esta insistente presunción del personaje para determinar su nacionalidad: You see,” confiesa, “I’m from Canada, as well as most of these fairies. I live in Toronto. That place is almost in the freaking Artic Circle” (Sirena 191).

En un capítulo de apenas tres páginas, el personaje reitera su origen nacional cuatro veces, usándolo como punto de partida para yuxtaponer, por un lado, “the atrocities a gay man has to face in these countries” con, por otro lado, “all our liberal tradition and social programs, the overtly out of the closet scene in Toronto and Montreal” (190). Esta insistente reiteración de lo nacional por parte del único personaje norteamericano que habla en el texto en fin resulta sospechosa en una novela que insiste en la construcción de las identidades, tanto las sexuales como las nacionales. Recordemos que Sirena Selena y Marta viajan a Santo Domingo para escabullirse de las leyes federales que no le permiten a Sirena, menor de edad, trabajar en Puerto Rico. Por eso la situación colonial de la isla, esa bestia negra de los escritores de la Generación del ’70 en Puerto Rico, aquí se convierte en un brillante motor narrativo que, como nota Sandoval-Sánchez, invierte los circuitos tradicionales de inmigración entre Puerto Rico y la República Dominicana. 

Igual que Marta y Sirena Selena, el turista canadiense viaja a  Santo Domingo para procurar un goce que en su país no encuentra. Como tantos canadienses en la década de los ’90,  viaja a la República Dominicana para participar en una incierta forma de turismo, un turismo que lentamente va revelándosenos como sexual. ¿Qué es, en esta novela, el turismo sexual? Tal pregunta resulta capciosa porque presupone una respuesta fácil a otra: ¿Qué es el sexo? ¿Es Sirena Selena misma una turista sexual en la República Dominicana, cuando no va a comprar sexo, sino a venderlo?

Según el turista canadiense, su hotel, el mismo Hotel Colón en que se hospedan las protagonistas de la novela,  (is) “perfect for our kind of tourism, and our kind of entertainment, you know what I mean” (190). Retengamos este “you know what I mean,” esta muletilla aparentemente vacía, pues aparte de constituir la primera aparición en la novela de la primera persona singular en inglés, la frase parece exigir la complicidad del lector. “You know what I mean,” nos dice el hablante, presuponiendo con este relleno verbal un saber que deberíamos compartir con él. Repite ese “you know what I mean” dos veces en su breve monólogo. El oyente no habla nunca, sino que está implícito tras la pregunta que le hace el hablante sobre otro hotel, el Nicolás de Ovando: “That’s the hotel you are staying at, isn’t it?” le pregunta hacia el final (192). Así, nuestro turista sin nombre se mueve entre la búsqueda de complicidad y confirmación, entre el “you know what I mean” inicial y la pregunta informal que casi acaba  cerrando el capítulo.       

Esa insistente búsqueda de complicidad entre el canadiense y su audiencia (aquí el narratario frente a ese monólogo del parlanchín desconocido) resulta irónica en un capítulo escrito en inglés. Como sabemos, el efecto técnico más superficial de la inclusión de un capítulo en inglés en una novela que suponemos estar escrita toda en español, es el extrañamiento en sus dos denotaciones “apartar, privar a alguien del trato” y “ver u oír con admiración o extrañeza algo.” El capítulo queda vedado a los lectores monolingües, fenómeno que resalta la falta de relevancia del capítulo para la trama de la novela. En cierto sentido, el capítulo 35 no resulta más que un exceso, un suplemento que nada añade al desarrollo y conclusión de la novela. No añade nada a la trama, más que confirmarla como tal al situarse fuera de ella. Pero en este situarse fuera de la trama, el capítulo también produce otro efecto más allá del extrañamiento. Convierte el monólogo entero del canadiense en un gran chiste, en una gran burla del homosexual neoliberal y bienintencionado, del sujeto gay que detenta el poder de regodearse en su propia normalidad:

 

Nowadays, it is easy for us to be what we are. Well, easy enough, if you are not one of those chip-in-the-shoulder Aids activists, a full-time drag queen, or a street boy. If  you’re sort of ‘normal,’ that is.

 

Yo soy normal y tú, querido, deberías serlo: el imperativo neo-liberal que el extranjerismo del hablante aquí convierte en paródico, situado como lo está él en una red de personajes que, como Sirena Selena, se distinguen por ser excepcionales, por estar más allá de lo normal. La normalidad es rara en la novela.

En este caso, esa parodia del afán normalizador que caracteriza al neoliberalismo surge casi exclusivamente como un efecto del bilingüismo del texto. Si bien los lectores bilingües no compartimos con los monolingües el destierro al que el capítulo los envía, sí compartimos la extrañeza. Nuestro bilingüismo, como nuestro alfabetismo frente a Nuestra Señora de la noche, no nos asegura, ni con mucho, un acceso supremo al texto, un entendimiento “total” o completo, ni siquiera superior. Aquí nuestro bilinguismo sólo conduce a más interrogantes, multiplica las dudas: ¿Por qué la autora puertorriqueña se ha tomado el trabajo de escribir en voz de un canadiense? ¿Por qué el referente “obvio” del Primer Mundo, los Estados Unidos, ha sido aquí desplazado hasta su vecino del Norte? Ya mencioné como nuestro turista reitera una y otra vez que viene del Canadá. Por eso sorprende, y no sorprende tanto, que Jossiana Arroyo, en uno de los ensayos más responsables que se han escrito sobre la novela, identifique a  este canadiense como un “turista europeo.” Arroyo escribe en una nota a su artículo que “la novela habla específicamente del turismo sexual en el Caribe hispano, y se le dedica un capítulo a las impresiones de un turista europeo sobre el Caribe como utopía turística. También se hace una alusión directa a las economías del turismo gay” (50). Este desplazamiento (ese “slip”) de Canadá a Europa en el ensayo de Arroyo no sorprende demasiado porque la novela misma enfatiza tales desplazamientos espaciales. Algunos ejemplos: Sirena y Marta, maestras del transformismo, se trasladan a la República Dominicana. La situación colonial de Puerto Rico se expresa en la novela mediante su evasión de la leyes federales. Parecería, finalemente, que los supuestos opresores neocoloniales no son ya estadounidenses, ni europeos, sino canadienses: blanquitos de clase media, al fin, enlazados metonímicamente con las superpotencias por su condición racial y económica.

Como ha notado Dara Goldman, a través de la novela Sirena Selena intenta alcanzar la mobilidad utópica y la abolición de fronteras nacionales que caracteriza a las  divas globales. Pero la “trans-excepcionalidad” de la bella Sirena, continúa Goldman, sólo hace patente las mismas fronteras que ella intenta subvertir. A nivel lingüístico, el capítulo 35 de Sirena Selena da cuenta de esta paradoja que nota Goldman. La inclusión de un capítulo entero en inglés parece fijar una frontera total e inamovible ante la novela y sus lectores monolingües. Parece  instaurar una oposición fundamental entre el inglés de este excepcional capítulo y el “castellano” de los otros 49. Parece, simplistamente, identificar a unos como colonizados y a otros como colonizadores, atar una sola lengua a un solo origen nacional y de ahí a una identidad única.

A esas conclusiones llegaría el pensar bipolar, pero no el que ve en el bilingüismo una posibilidad creativa. La supuesta excepcionalidad de este capítulo más bien hace patente la imposibilidad ontológica del monolingüismo, la necesaria polinización entre idiomas. Una lectura atenta de la novela después de leer el capítulo 35 revela que hay anglicismos casi en cada página, anglicismos particularmente referentes al maquillaje, a la música y la tecnología, al performance del travestí. Estos anglicismos y otros préstamos del inglés, directos e indirectos, no serían tan evidentes sin la inclusión de ese capítulo. Así, si el travestismo es uno de los temas privilegiados en esta novela, la alternancia lingüística es uno de sus vehículos, y resulta también uno de sus temas. En Sirena Selena hay palabra tras palabra incorporada del inglés, puesta sin cursiva y sin comillas en el texto, disfrutándose su extraña pertenencia al español del Caribe “hispanoparlante.” Es un texto bilingüe aunque nunca antes haya sido leído como tal.

Un ejemplo contundente de esa infiltración de un idioma en otro sería la primera frase de la narración: “En el avión, sentadito de chamaco con la Martha que es toda una señora veterana de miles candilejas: El Cotorrito,Boccaccio’s, Bachelors” (8). De entrada en la novela aparece la madrina, Martha Devine, ligada a la lengua madrina, el inglés, que a primera vista funciona en la novela más como una madrastra, como la lengua del Otro. A esta primera frase le falta un verbo principal, pero le sobran nombres propios en inglés: Martha, Boccaccio’s, Bachelors. La frase resume elocuentemente algunos temas de la novela: el desplazamiento en avión, el transformismo del “chamaco,” la atención a los espacios proscritos de la literatura edificante. Son espacios que, desde la primera línea de la novela, establecen conecciones entre lo bilingüe y lo “queer,” lo maricón, lo raro, atando una “impureza” lingüística a una identidad sexual también entendida como impura.

En un breve ensayo, Lawrence La Fountain-Stokes se pregunta cuáles pueden ser las relaciones entre las prácticas lingüísticas no-monolingües y las sexualidades alternas, “queer.” Una de las respuestas es su relación con “lo puro.” Otra respuesta también podría ser cómo echan luz y cómo opacan otras prácticas denominadas y valoradas como normales y, por esa misma normalidad, descartadas por la crítica al aparentar ser invisibles: el monolingüismo y la heterosexualidad. En los debates en torno al estatus de Puerto Rico, sociólogos y políticos evocan frecuentemente el caso de Quebec como el modelo de un lugar donde dos idiomas conviven, tensamente, pero conviven. Por una línea similar, en un ensayo reciente Doris Sommer nos recuerda que la alternancia lingüística, el code-switching, “desborda la identidad anclada en una lengua y una cultura, y por lo tanto conlleva un malestar para los que no cabemos ni en un código cultural ni en otro.” A parte de provocar ese malestar del que habla Sommer (sea la risa, la sorpresa o la interrupción de una lectura monolingüe), el inglés del capítulo canadiense de Sirena Selena  hace patente los intercambios entre idiomas y nacionalidades que siempre existieron a través de la narración. De forma extremadamente distinta, aunque acaso con resultados parecidos al del analfabetismo en Nuestra Señora, la extrañeza del bilingüismo nos fuerza a releer a Sirena Selena. La falta de escritura en un caso, y el exceso de escrituras en el otro, fuerzan ese desencuentro con la lengua propia que caracteriza lo literario. Ese desencuentro tiende un puente, aunque en terreno desigual, entre el analfabetismo en una novela y el bilingüismo en la otra, entre el Canadá y el Caribe, entre un inglés “impuro” en los márgenes de un imperio y un castellano “impuro” en los márgenes de otro. Es el tipo de puente, precioso por inestable, que tienden las lenguas madrinas.   

 

Notas

 

(1). Debo a Rubén Ríos Ávila la sugerencia del concepto “lenguas madrinas,” así como la indagación general que motiva este trabajo. Gracias también a Anna Deeny, Doris Sommer, Diana Sorensen y Manolo Núñez Negrón por sus lecturas y sugerencias.

(2). Otros éxitos editoriales: El Premio de Cuento Juan Rulfo (1996)), el Premio Letras de Oro, otorgado en 1994 por Pez de vidrio, la nominación de Sirena Selena vestida de pena para el Premio Rómulo Gallegos, el agotamiento de su poemario Tercer mundo (2000) en México, y la producción, en Cuba, de su obra Matropofagia (2000). Para otros detalles, ver la tesis de Alexandra Pagán Vélez.

(3). Sobre el jugoso tema de la celebridad literaria en los Estados Unidos, de mucho mayor escala que en Puerto Rico, ver Authors, Inc. y Star Authors. La autora de Author’s Inc. liga la celebridad al elogio moderno de un “ethos” masculino (Hemingway, Faulkner) que se debilitó desde los años ‘60 cuando cobraron fuerza en Estados Unidos los movimientos por la reivindicación de los derechos de la mujer y los homosexuales. Curiosamente, en el Puerto Rico del ’70 en adelante esa celebridad se asocia más con mujeres como Rosario Ferré y Santos Febres. Esta última, como ninguna de ellas, ha logrado servirse de los medios de comunicación masiva para su labor cultural. Es más, la dedicatoria de las Fiestas Patronales del municipio de Carolina en mayo de 2006 a Santos Febres insinúa el éxito de su identificacion “con la gente.” También, en 2006, la autora escribió un conjunto bilingüe de comentarios que acompañan las letras de las canciones en el CD “The Underdog/El subestimado” del reguetonero Tego Calderón. ¿Da cuenta ésto de una nueva relación en Puerto Rico entre la figura del escritor y la sociedad de masas? Aunque la excepcionalidad y lo reciente de la prominencia de Santos Febres no permita todavía llegar a ninguna conclusión, sirve de motivación para mantenerse atento a la carrera de esta autora y otros autores noveles como Mayra Montero.   

(4). Es esta falta de “compromiso” y el “exceso” lo que le molesta a Joshua Kors, según su reseña de la traducción al inglés de (la difícilmente pronunciable) Sirena Selena para la revista Hopscotch. Ese exceso que detecta está ligado a los elementos histriónicos que van componiendo al travesti, en una novela que, según él, debería ser una denuncia de la pobreza y el desarraigo. Pero, ¿Puede construirse una narración sobre el travestismo sin ese exceso que a Kors le molesta? O, ¿acaso una novela “sobre” el travestismo no estaría condenada de antemano ante los ojos de Kors? ¿No será ese exceso constitutivo de toda loca vestida?

 

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