El amante de las torturas o un perfume que no tiene que decir su «nombre». 

 

Hacia la recuperación de la escritura gay modernista

 

 

Francisco Morán

Southern Methodist University

 

Son diversos los obstáculos que uno enfrenta a la hora de leer el deseo o la identidad gay en textos y autores del modernismo hispanoamericano. Uno de dichos obstáculos, en el caso específico de la biografía, es la falta de «evidencias», mientras que en lo concerniente a la obra se invoca con frecuencia la ambigüedad de la escritura, es decir, el hecho de que los modernistas, o se proyectaron ambivalentemente respecto a las transgresiones sexuales de sus colegas europeos, o se abstuvieron de expresar el deseo homosexual de manera explícita. (1)  Sin embargo, como afirma Richard M. Berrong, otros críticos han expresado la necesidad y la posibilidad de ganar para el canon queer textos que si bien no tratan del deseo por el mismo sexo de manera explícita, pueden ser leídos, no obstante como gays. Es decir, estos textos proveen un espacio – yo diría que a menudo bastante inequívocamente – para la emergencia de una subjetividad gay y, por lo mismo, para una lectura cómplice.   

Siguiendo la propuesta de Marilyn R. Farwell en su ensayo “The Lesbian Narrative: The Pursuit of the Incredible by the Unspeakable”, Berrong insiste en que podemos leer como gays aquellos textos que “(1) les permiten a los gays (ya se trate de los personajes en el texto o de los lectores) constituirse como agentes activos, deseantes, y (2) redefinan las tradicionales dicotomías de género” (80) (2). Quiero insistir, además, en que, tal como sugiere la lectura que de Pierre Loti hace Berrong, esta estrategia de lectura resulta particularmente productiva en lo que respecta a la literatura del fin-de-siècle. Como afirma Foucault, la visibilidad de lo que llamó «sexualidades periféricas» tiene lugar en un contexto de intenso escrutinio y vigilancia que obligaban a la codificación del deseo homosexual. Por otra parte, Berrong alude a un estudio sobre la lectura gay, de Frédéric Canovas, el cual enfatiza la tendencia del lector gay a “detectar y decodificar mensajes.”  Berrong añade que muchos gays, “persuadidos de que, como ellos en el pasado, otros hombres homosexuales esconden tal vez su sexualidad,  invierten tiempo intentando descubrir si sujetos masculinos que no se han declarado abiertamente gays, tendrían el potencial de ser, sin embargo, ‘partners’ o, al menos, compañeros de alma” (89). Esta codificación y decodificación de gestos, palabras, silencios, parten, por un lado, del sentido de diferencia, de otredad – con independencia del nombre que pudiera o no asignársele a ésta – asociada a una presión social amenazante, o, cuando menos, hostil.  No es posible sobrevalorar, aún hoy, la importancia decisiva que ese sentimiento de extrañeza, y el secreto, han desempeñado en la constitución de la subjetividad gay.  Añadamos que, cuando a esa extrañeza se la vincula con un cuestionamiento de las dicotomías de género, las posibilidades de lectura y afirmación – que es lo que más me interesa – del deseo periférico, se vuelven no sólo posibles, sino también apremiantes. Es en este sentido que el cuento “El amante de las torturas”, de Julián del Casal, resulta, como veremos, ejemplar. (3) Sobre todo por el hecho singular de tratarse de un texto en el que la refutación de las identidades da lugar a un espacio fluido donde colapsan las distinciones autor-narrador, vida-obra, y en el que la subjetividad coagula y se expande a partir de una intensa producción de energía homoerótica, permitiéndonos afirmar un deseo que desborda la escritura como tal para inscribirse en la piel, en las sinuosidades del cuerpo del autor. Se trata, entonces, del continuum vida-obra, narrador-personaje-protagonista, deseo homoerótico-deseo homosexual, escritura-cuerpo, que nos permite leer este cuento como una llamada escena de lo «innombrable».     

La anécdota del cuento, publicado en La Habana Elegante el 26 de febrero de 1893, puede resumirse de la siguiente manera. El narrador, que cuenta la historia en primera persona, llega a una librería y le pregunta al dependiente por el dueño. Mientras espera, se sienta a hojear un libro. Un extraño perfume que llega hasta él le hace entonces mirar a su alrededor, descubriendo a un joven misterioso que, desde luego, le intriga. Cuando éste se marcha, el narrador pregunta por él al dueño de la librería quien le informa que se trata de un cliente suyo, añadiendo que “lo [tiene] por uno de los hombres más raros, más sombríos y más originales que se puedan encontrar” (234). A partir de este instante, el relato pasa al librero que en calidad de narrador intradiegético, recuenta su visita a la casa del joven. Satisfecha la curiosidad del narrador, éste se marcha de la librería “sin decir una palabra” (237).             

Significativamente, ninguno de los personajes del cuento tiene nombre. Los sujetos son designados por sus funciones: “el dueño”, “el dependiente”, el “antiguo marchante”, o por la edad, la apariencia del cuerpo: “el extraño joven”. Desde el principio, pues, la estratagia narrativa apunta a desestabilizar toda seña de identidad de los sujetos, y aún de los espacios, puesto que oímos hablar de “la librería”, de “un barrio lejano, casi fuera de la población”, lugares marcados igualmente por la misma indeterminación. El mecanismo productor de la subjetividad, podemos afirmar, no es otro que esa zona franca inscrita en el libre intercambio, en el bal masqué de la escritura a que somos arrastrados. En lugar del cuerpo condensado, el cuerpo expansivo, rizomático. El verdadero protagonista de la historia es el cuerpo enfermo y extraño, misterioso, monstruoso, cuya otredad y abyección colocan al «amante de las torturas» en los márgenes de lo representable, de lo legible, de lo nombrable, pero hay que insistir en que esta “irrepresentabilidad”, en última instancia, lo significa. 

En efecto, el «amante de las torturas» se constituye como personaje a partir de un núcleo de significación secreta. No sólo el librero niega conocerlo bien, sino que añade que no cree “que nadie se pueda preciar de conocerlo” (234). Ese secreto es el catalizador del deseo que hace del personaje el foco de ansiedad del librero y del narrador que pregunta por él.  Pero lo que nos permite apreciar la veleidad narrativa de Casal es el hecho de que el secreto del «amante de las torturas» es cualquier cosa menos intransitivo. Por el contrario, todo el que entra en contacto con él parece, a su vez, convertirse en secreto.  Así, cuando el narrador hace la pregunta de rigor “¿Quién es ese joven?” –, el dueño de la tienda, “acariciándose la barba, sonr[íe] con cierta malignidad” (234). La sonrisa maligna de quien se sabe “poseedor” del secreto, contrasta vivamente con el horror que, tras hacer la historia del joven misterioso, parece reflejarse en el librero, el cual, “enjugándose la frente emperlada de sudor, se fue a colocar detrás de la carpeta, atestada de libros, periódicos y cartas” (237). Entre la sonrisa cómplice y la inquietud que lo hace sudar, está a su vez el secreto de la historia misma, su fascinación con lo abyecto.

Más curioso todavía es lo que sucede cuando el narrador llega a la librería y luego de preguntar por el dueño, nos dice que el dependiente, “con el rostro vuelto hacia la espalda, desde los últimos peldaños de una escalera, clavaba en mí sus pupilas asombradas” (233). El narrador no se inquieta con esa mirada, ni pregunta o explica los motivos del asombro del dependiente. El detalle no tendría sentido si no fuera porque es el único instante de la historia en que – a través del retrovisor de la mirada y el malestar del otro, del dependiente – podemos ver o sospechar la extrañeza del narrador, así como la fascinación que, al igual que el «amante de las torturas», produce en el dependiente.  Basta, pues, esa desconcertante mirada para que el narrador (tanto como el autor) quede definitivamente atrapado en el cuarto de espejos del cuento: narrador, autor y personaje portan una misma, perturbadora extrañeza, y, sin dudas, la misma guardarropía. (4)               

No por azar la historia comienza en y retorna a la librería; y no por azar tampoco, es en la librería donde el cuerpo hace su primera aparición. Situado entre libros y en contraposición a la homogeneidad de la librería – donde “se encontraban siempre las mismas obras” (233) – la extrañeza de ese cuerpo figura un exceso que pugna por  significar algo.   

El protagonista, a quien se describe como de “alta estatura” y que viste “con extrema elegancia,” se mueve y habita  entre conflictivos circuitos de deseo: “vive, en un barrio lejano, casi fuera de la población, por el que no se encuentran más que tipos enfermos, siniestros y espectrales” (235). Su lugar queda registrado en el texto por el casi: ni en el centro urbano, ni fuera de él completamente, sino en un “barrio lejano,” es decir, allí donde se producen y reproducen los focos de contaminación simbólica: en los suburbios.  Es el lugar de lo espectral, de lo fantasmático, de la presencia y de la no presencia, y, por lo mismo, de la amenaza constante de la aparición. Pero es el hecho mismo de que sea también un hombre refinado, que viste con “extrema elegancia”, lo que lo sitúa, una vez más, en las intersecciones que siempre supone lo fronterizo: merodea los grandes teatros, las elegantes avenidas, las iglesias, tanto como los burdeles, las tabernas, los hospitales.    

Desde que aparece por primera vez en el cuento, el cuerpo del «amante de las torturas» se manifiesta como un flujo perturbador. Lo que obliga a volverse al yo del narrador que introduce la historia, no es otra cosa que ese “perfume sutil, mitad de iglesia, mitad de alcoba” que se desprende de aquél. La hibridez y el exceso de ese perfume delatan su naturaleza monstruosa. El perfume que usa no es un signo del cuerpo, sino que es éste, el cuerpo, el que se proyecta, se ensancha, crece, se (re)produce en las vibraciones de ese perfume. Dicho en otras palabras, ese perfume es su naturaleza, su cuerpo: “lo vi detenerse ante una pila de volúmenes amarillos, dilatar las fosas nasales, ponerse lívido de emoción, abrir sus pupilas fosforescentes y, estirando su mano, como una garra de marfil, apoderarse de uno de los libros […]”. El cuerpo, arborescente, se (re)produce en rizomas que se abren, se estiran, se dilatan, ante el cuerpo otro, erotizado, del libro.  Cuerpo monstruoso cuyo sentido transita de la bestia – la garra – al objeto precioso, museable, importado, exótico: al marfil. La desantropomorfización del sujeto corre pareja a la avidez por el consumo del objeto-libro. El deseo exacerbado desarticula al cuerpo anatómico, lo descuartiza; en su lugar sólo quedan gestos, balbuceos, estertores de placer.  El afán consumista está impregnado también de un fuerte deseo destructivo, devorador.  El objeto del deseo se nos muestra así en toda su ambivalencia: es también una presa. Lo seducido – el sujeto – incorpora al objeto de su deseo mediante un proceso que implica la sumisión a ese objeto, pero también su destrucción y su consumo ritual: lo incorpora, es decir, lo asimila a su cuerpo. Sin embargo, el ensamblaje del monstruo no está terminado aún; hay que añadirle todavía otras monstruosidades: la enfermedad – posiblemente la tuberculosis – y una extraña aleación de juventud y vejez:

A pesar de su juventud, porque representaba a lo sumo unos treinta años, había en su persona tales huellas de cansancio, de agotamiento y hasta de decrepitud, que su figura producía cierto vago malestar.  […] Bastaba fijarse […], en la palidez casi diáfana de su rostro, donde la piel se adhería estrechamente a los huesos, en el arco violáceo de los labios, donde la púrpura de la sangre no brillaba jamás, y en los sacudimientos nerviosos de su persona […] (234).

 

El cuerpo presenta los inequívocos síntomas de la «consunción», nombre con el que entonces era conocida la tuberculosis. Irónicamente, mientras más desaparece el cuerpo, mientras más se (auto)consume, más gana en presencia. Además, la disminución de ese cuerpo, su franco deterioro, no lo hacen por ello menos susceptible de desear, y, lo que es aún más interesante, de ser deseado. Es, pues, en el deseo que genera, y que lo consume, donde hemos de palpar su carnosidad, su rapiña. (5) El deseo lo enferma, y la enfermedad – al disminuirlo – lo produce como hinchazón, protuberancia, en fin, como tubérculo.   Vemos desvivirse al cuerpo en la enfermedad que lo vive. Ante nuestros ojos se está formando el cadáver, está cobrando vida. (6) Por otra parte, así como el dependiente clava su vista en el narrador, éste fija, adhiere la suya en el «amante de las torturas», y el librero en éste. Estamos primordialmente ante un relato que escenifica la obsesión, fascinación y persecusión de unos hombres con y por otros. En la intensidad de estos itinerarios, imantados por el secreto, seducidos por sus gavetas, residen la energía homoerótica, y las posibilidades de emergencia del deseo gay.  Y no sólo por su vinculación al secreto, sino también a la metáfora del desvío.

 Casal ofrece todos los elementos descriptivos de la enfermedad que serían necesarios para completar el «cuadro» clínico, pero la perversión de ese gesto es obvia: el «cuadro» clínico no se produce en el espacio del gabinete, o del hospital, sino en el de la librería, el cual, a su vez, figura un exceso de deseo: el lugar mismo de la consunción. De esta manera, la función del «cuadro» clínico no está al servicio del encuadre de la enfermedad, de su tratamiento por medio del lenguaje. Por el contrario, aquí el «cuadro» está en función de la propagación de la enfermedad misma a través del germen de la lectura. Es el germen de la lectura – y por extensión de la escritura – el que torna canjeables la repulsión y la fascinación, el deseo homoerótico y el deseo homosexual, al narrador y a su personaje; al narrador, su personaje, y al autor; al secreto y su vocinglera revelación.

El «amante de las torturas», como ya dijimos, proyecta inequívocamente el misterio de Casal, hasta el punto que es perfectamente plausible leer su historia como una cuidadosa y desafiante salida del armario. Decimos esto porque en el relato tenemos, por un lado, la articulación de una subjetividad masculina decadente, al margen de la normativización de la masculinidad que está tomando forma a fines del siglo XIX, y, por el otro, el hecho de nos presenta a sujetos masculinos perseguidos o perseguidores, obsesionados y fascinados con y por sujetos masculinos; fascinación que, además, es de raíz fuertemente erótica. Añadamos a esto, entonces, el cuarto de espejos en que se confunden el autor, el narrador (o los narradores) y el personaje protagónico. En primer lugar está la edad del personaje – “a lo sumo unos treinta años” – que coincide con la del autor, quien muere el 21 de octubre de ese año (1893), cuando apenas faltaban unos días para que cumpliera los treinta. Por otra parte, Casal describe la enfermedad de su personaje en términos muy similares a como describen la suya sus amigos.  Así, si en éste último se notaban – a pesar de su juventud – huellas “hasta de decrepitud”, Morúa Delgado recuerda el “cuerpo de joven” y el “andar de viejo” de Casal. Eso, para no mencionar el “color vidrioso” de las pupilas y la palidez de ambos, o la voracidad con que se entregan a la lectura de libros “raros”. Añádase, entonces, el gusto por “todo lo deforme, lo monstruoso, lo sangriento, lo torturado, lo que le hace sufrir” del «amante de las torturas» (235), y el comentario de Manuel Sanguily de que Casal “[s]e atormentaba a sí mismo, [y] se inquietaba únicamente ante lo singular y monstruoso” (30). Tantas (co)incidencias parecen demandar que tengamos en cuenta aquello que expresa Sylvia Molloy: “hay y ha habido un buen número de autobiografías escritas en Hispanoamérica [pero], no siempre han sido leídas autobiográficamente: filtradas a través del discurso dominante del momento, se las ha saludado como historia o como ficción, y raramente han sido consideradas como ocupantes de un espacio propio” (2) (énfasis mío). Molloy expresa también que “a menudo [los autobiógrafos hispanoamericanos] dicen en textos menos comprometedores aquello que sienten que no pueden decir autobiográficamente” (6). Creo que esto es lo que sucede más o menos con el cuento que nos ocupa. Al insistir en el elemento autobiográfico, no estoy proponiendo, desde luego, una correspondencia fáctica, punto por punto, entre vida y obra, sino, en todo caso, la proyección de un deseo que sólo podía expresarse de manera oblicua,(7) esto es, a través de esa puerta de escape que es, que muchas veces ha sido, la ficción literaria. Por otra parte, tanto Casal como el modernismo en general, diluyeron las fronteras – supuestamente nítidas – entre vida y obra. Oscar Montero ha señalado que “[c]on Verlaine la frontera entre el erotismo de la obra y la sexualidad transgresora de la vida comenzó a borrarse. Una amplia zona, ambigua, peligrosa y generadora, reemplazó el nítido deslinde entre ‘el hombre y su obra’” (821).  Entre obra y vida, la «política de la pose» – para decirlo en los términos de Sylvia Molloy – creó porosidades, brumas y arenas movedizas que no cesaron de causar inquietud, ni de avivar el deseo de descubrir «el secreto».          

El núcleo de “El amante de las torturas” adquiere su definitiva consistencia simbólica en el relato que hace el librero de la visita que hiciera a la casa de aquél, con motivo de “llevar[l]e unos libros que le había encargado” (236). Al llegar allí, el portero – por medio de “un niño, rubio como un ángel y hermoso como un efebo” (235) – anuncia su visita. Trapasando, entonces, el umbral, ve a “un viejo paralítico, con unos espejuelos verdes y una barba blanca, que le cubre todo el pecho,” y – comenta el librero – “se experimenta cierta opresión, cierto temor a algo inexplicable, cierto malestar análogo al que nos produciría la entrada en un panteón” (235). Conducido a un gabinete situado en el piso superior, escucha “una especie de chasquido acompañado de sollozos, como si se azotase a alguno en la casa, pero alguno que se encontraba imposibilitado para exhalar su dolor” (235). Esto sucede, mientras se intensifica el olor del perfume y ve salir humo por la cerradura de una puerta. Luego, cuando se disponía a bajar, vio “deslizarse por una galería contigua, a una hermana de la Caridad, ajustándose la toca, que llevaba en la mano derecha un nimbo de oro, y bajo el mismo brazo, un manto de la Dolorosa, todo de terciopelo negro, cuajado de estrellas” (236). La seguía “otra hermana, pálida y sofocada, que doblaba una túnica de merino azul, de esa que envuelven[sic] los cuerpos de las Magdalenas en las antiguas pinturas italianas” (236). Finalmente, el librero ve surgir ante sus ojos “la parte superior de una cruz de madera negra, de tamaño colosal, que un mestizo lívido con traje de sayón, cargaba sobre sus hombros agobiados” (236). A la pregunta que le hace el narrador de si no “[e]starían representando alguna escena de la Pasión”, el dueño de la librería responde que no lo sabía, añadiendo que cuando se disponía a marcharse vio a “aquel hombre [se refiere a su cliente], pálido hasta la transparencia y delgado hasta lo cadavérico, [que le] hacía señas, a través de una nube de humo, desde la pieza inmediata, de que podía pasar” (236).
Lejos de revelarnos nada, esta escena tiene lugar en la brecha que se produce entre lo próximo y lo distante, es decir, allí donde las percepciones no nos sirven más que para entrever. El cuerpo del texto emerge como una contraseña – por entre el humo y el perfume –, como una transparencia, o la palidez de un aroma que se desvanece apenas miramos por la cerradura del lenguaje. Franqueando la entrada, el efebo andrógino pone en marcha un complicado mecanismo textual de representaciones. Las «hermanas de la Caridad» se mueven de los rituales sado-masoquistas a la escenificación de la Pasión, y de la representación teatral a la pintura de caballete. Frente al espejo ambiguo de la Pasión, todos estos gestos se tornan reversibles. Hasta el “mestizo lívido” que carga la cruz parece ser el resultado de un perverso juego erótico, puesto que el mestizaje marca al cuerpo con un origen racial intermitente. Todo ha sido dispuesto para la figuración y la desfiguración. La viscosidad de la escritura, que se abre y se cierra espasmódicamente, nos invita a atisbar todas las posibles perversiones y combinatorias del Deseo. Desde la mezcla de ambigüedad y de homoerotismo de que está investido el niño – significativamente colocado entre la imagen sagrada del ángel, y la imagen más homoerótica del efebo – hasta la ritualización de una posible relación lesbiana, y aún necrofílica, -- esto último sugerido en la simbólica superposición de las imágenes de la casa y del panteón, así como en la imagen cadavérica, fantasmagórica de “aquel hombre”, -- a donde quiera que nos volvamos, encontraremos el mismo perfume, “de templo, a la vez que de lupanar”. El cuerpo es el campo minado donde se dislocan las antítesis sagrado/profano, homosexual/heterosexual, puro/impuro, templo/lupanar, hombre/mujer, vida/obra, narrador/autor/personaje(s). 
Tanto en Casal, en particular, como en el modernismo en general, el texto figura ése del goce barthesiano: “el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector; la congruencia de sus gustos, de sus valores y sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje” (25). Cuerpo–texto, secreción texticular que en el cuento de Casal está representado por el perfume, o sea, por una exhalación que contiene – totalmente armados y en obstinado enfrentamiento – a los contendientes de la antítesis, y que los obliga, no obstante, a intercambiar las armas. El cuerpo como absoluto sólo puede vislumbrarse en sus apartados, en el límite de su funcionamiento, allí donde la forma se abre a lo monstruoso, a lo discontinuo, al corte: 

Estábamos en una pieza vasta, casi cuadrada, cubierta por una alfombra roja, de un rojo quemado, floreada de mandrágoras, de enforbios, de eléboros y de todo género de plantas letales.  Una red inmensa, tramada de hilos de seda, cubría las vigas del techo, mostrando en el centro, a manera de roseta, un quitasol japonés, de fondo plateado, donde se abrían flores monstruosas, quiméricas, extravagantes y amenazadoras.  En cada uno de los ángulos del techo, se destacaba la silueta de un animal, bordada en relieve sobre los hilos de la red, pero trabajada con arte, que yo sentía acrecentarse mi malestar.  En el uno, se veía un murciélago, abiertas las alas de terciopelo gris, próxima ya a agitarse sobre nuestras cabezas; en el otro un cocodrilo estiraba su cuerpo de un verde metálico, como dispuesto a abalanzarse sobre la presa olfateada; en éste, una serpiente desenroscaba sus anillos, erectando su lengua húmeda de baba […]  La mesa en que escribía, toda de ébano, con incrustaciones de marfil, estaba cubierta de objetos adecuados, pero todos representaban, desde el tintero hasta la espátula, instrumentos de tortura (236) (énfasis mío).

 

Es casi imposible no ver aquí una amplificación de la celda de Casal, particularmente de aquélla que había espantado a Sanguily. ¿No espejea, después de todo, el horror de Sanguily en el del librero? Éste último, en efecto, al ver “acrecentarse [su] malestar” pareciera proyectar el de Sanguily. Sugiero, pues, leer retrospectivamente el texto de Sanguily sobre la celda de Casal, en el interior mismo de la ficción casaliana. Del chirrido de esa fricción, emerge la figura espantada de Sanguily, forzada a repetir el horror de tener que mirar, una y otra vez, los ojos vidriosos de Casal. Por otra parte, tanto el comentario del librero, como antes el de Sanguily, sugieren que las formas que habitan el gabinete-la celda son formas vivas, monstruosidades despiertas. El horror que suscitan nace de algo siniestro que habita en ellas: no es posible determinar con absoluta certeza si se trata sólo de formas artísticas – por más monstruosas que pudieran parecernos – o si también están vivas, es decir, si están, en verdad, como cree el librero, “próximas a agitarse sobre nuestras cabezas”. Las siluetas de los animales “bordada[s] en relieve sobre los hilos de la red, pero trabajada[s] con arte” insisten en el artificio de la representación, incluso en su naturaleza decorativa, pero, al mismo tiempo, esas formas son susceptibles de producir malestar. Los usos del imperfecto y del tiempo progresivo, actualizan esa naturaleza, le insuflan vida. Las formas se estiran, se enroscan, olfatean, se aprestan a abalanzarse sobre su presa. Como para que no nos queden dudas del impulso erótico-bestial que las anima, ahí está la serpiente “erectando su lengua húmeda de baba”.  Esa “lengua húmeda” parece corresponderse, especularmente, con la espátula y el tintero.  La pluma que rasga el papel, que deja marcas y trazas en él, es también una lengua húmeda que se enrosca al cuerpo y lo (re)produce en anillamientos sucesivos. Tanto la lengua como el tintero – y la pluma – son instrumentos que torturan al cuerpo, que lo escupen y lo babean, pero que también lo significan como rareza. Es a través de esa tortura que el cuerpo, al temblar en el estertor, gana en presencia, se expande. De manera similar, la baba y el escupitajo lo endurecen; hacen del cuerpo un deseo aceitado cuya escandalosa erección – sin dudas trabajada con arte – no reducen los régimenes disciplinarios de la época. “¿No ha notado usted [pregunta el librero al narrador] que muchas veces [el «amante de las torturas»] se introduce la mano por lo alto del pantalón y que, a los pocos momentos, empieza a hacer contracciones al andar? Pues es porque lleva un cilicio a la cintura y, cada vez que se le afloja, se lo ciñe a la piel” (235).  

La ropa sirve tanto para velar como para revelar la erección del deseo. La mano que se introduce por lo alto del pantalón, sugiere un juego simultáneo de encarcelamiento y fuga; de restricciones y liberalidad; de tortura y de placer; de prohibición y de transgresión. Esa perversidad, sin embargo, está definitivamente asociada al placer, es un  gesto afirmativo. La visibilidad del sexo está en proporción directa al silencio que se crea a su alrededor. El silencio lo envuelve y, por lo mismo, lo significa. La mano desaparece “por lo alto del pantalón” –, pero lo hace en público. No importa que se nos diga que el gesto busca sojuzgar, mediante el martirio, a ese sexo. Si para conseguirlo ha de torturársele, de ningunéarsele, entonces el esfuerzo del sujeto no hace sino revelar la irreductible lujuria de su sexualidad que, como el texto sugiere, “se le afloja,” es decir, se relaja, se despierta.  Aquí no hay, pues, una invisibilidad propiamente dicha.  A medio camino del lupanar y del templo – justo a la altura de la cintura – el cilicio no es, en verdad, el lugar de la negación de la sexualidad, sino el de su afirmación, el más allá del principio del placer, el momento de la jouissance. Volvemos, pues, a otro importante momento en que el texto erótico se abre y se cierra, al mismo tiempo, a la mirada. Es esta formulación la que nos permite comprender la perversión implícita en la mirada del voyeur: el placer reside en el obstáculo, en la pared que separa al ojo del objeto de su deseo, y que, al mismo tiempo, le permite atisbar, en el relampagueo de la distancia, la delicia. Ahí se ubica la perversión del texto que busca seducir con la promesa de una visión espléndida, precariamente sujeta, precariamente oculta, por la mano que la sostiene o empuña, entre el pantalón y la camisa. Basta una mirada súbita, fugaz, un pestañeo del deseo, para llegar al orgasmo contenido – simultáneamente --, en la pérdida y en la ganancia. 

Justo cuando a la ciudad – como resultado precisamente de su expansión, de su modernización – llegan nuevas oleadas de inmigrantes, y aumentan la prostitución, las enfermedades contagiosas y el crimen, con el consiguiente desarrollo de regímenes disciplinarios y de control del sujeto más eficaces, el cuento de Casal opta por dejar en libertad a ese sujeto raro, (8) enfermo, y lo pone a circular – amenazante – entre el centro urbano y la periferia, convirtiéndolo en un sujeto elusivo – sin nombre, sin rostro, sin biografía, sin nacionalidad, sin etiología, sin historia – pero, no obstante, presente, perturbadoramente visible. Dicha visibilidad está en proporción directa a su extrañeza, siendo el perfume, pudiéramos decir, lo que emblematiza a ésta. El perfume es su naturaleza, su cuerpo. El cuerpo adquiere consistencia, volumen, en ese perfume que escapa, que no se deja envasar en historias clínicas, o en expedientes policiales. Aroma compuesto; o mejor, dividido a la mitad por efluvios de iglesia y de alcoba – “un perfume muy extraño, un perfume de templo, a la vez que de lupanar” (235) – traza un itinerario del deseo como contaminación, como aleación de espacios que, por lo mismo, se tornan – a la manera del sujeto que lo lleva – en expresión de un placer anfibio. El cuerpo sólido, susceptible de ser taxonomizado, escapa a través de un constructo fantasmático, se vuelve elusivo. 

Curiosamente, el perfume que libera el «amante de las torturas» ha sido producido en los laboratorios farmacéuticos del positivismo: despide taxonomías, manías clasificatorias. Pero la escritura casaliana, luego de comprar por separado estos perfumes supuestamente hostiles, los fuerza a una gozosa concupiscencia. No hay que minimizar, entonces, la carga simbólica que subyace en la estrategia de Casal. Como comentan los editores y autores de Aroma. The Cultural History of Smell, “los olores, a diferencia de los colores, no pueden ser nombrados”, ni “capturados” tampoco, puesto que constituyen un “fenómeno altamente elusivo” (3). La duplicidad y la enemistad interna de los nombres de los perfumes que se combinan en el olor del «amante de las torturas» imposibilitan la constitución de un sujeto unívoco y garantizan, en cambio, sus escapes. Resulta imposible, incluso, distinguir a un perfume de otro, puesto que de lo que se trata es de que constituyen uno solo: “un perfume de templo, a la vez que de lupanar” (235) (énfasis mío). Es, además, un perfume que usa el personaje; es decir, un perfume elaborado, escogido por él.       

A fines del siglo XIX, el énfasis en la limpieza personal, en la higiene, había traspasado al agua el favor que alguna vez gozaran los perfumes. Éstos fueron considerados entonces como nocivos a la salud y vinieron a representar el gasto extravagante, la frivolidad, y, en consecuencia, devinieron otro marcador de las diferencias de género. De modo que ciertas esencias vinieron a ser consideradas masculinas, mientras otras fueron clasificadas como femeninas (Classen, 82 – 83). Casal pone a circular al amante de las torturas en momentos en que se realizan notables esfuerzos por fijar toda una epistemología del pederasta, por definir y fijar sus rasgos, actitudes, gustos, y todo ello porque se hacía necesario descifrar lo que Vernon A. Rosario II llama “[l]a mascarada sodomita”, es decir, “la discordancia entre la superficie pública y los secretos profundos” de la vida privada (Rosario II, Vernon A, 151) (9). La mayor insistencia se centraba entonces en el afeminamiento del sujeto, lo cual se manifiestaría en sus modos de vestir, de gesticular, de arreglarse el pelo, en los accesorios que lleva, etc. En lo que respecta a Casal, éste está más próximo al carácter perturbador y amenazante del personaje gótico que del afeminamiento. El «amante de las torturas» es, pudiéramos decir, un personaje-intersticio, pero, por otra parte, esto es lo que lo coloca – bastante incómodamente para los discursos de la época – en un estado parentético, fluido, entre el homo y el heterosexual, entre lo masculino y lo afeminado, entre el alienado y el criminal. El perfume lo significa como escape y emanación perversa.

En Etude médico-légale sur les attentats aux moeurs el conocido e influyente médico francés Ambroise-Auguste Tardieu (1818-79) caracteriza a un pederasta que difícilmente podría avenirse al personaje de Casal: “Los cabellos encrespados, la piel maquillada, el cuello abierto, la camisa por dentro para subrayar la figura; los dedos, las orejas y el pecho cargados de joyas, todo el cuerpo exhalando un olor de los perfumes más penetrantes, y en la mano un pañuelo, flores, o algún punto de aguja: tal es la extraña, asquerosa, y con razón sospechosa fisionomía del pederasta... (Rosario II, 151) (énfasis mío). Mientras Tardieu intencionalmente ridiculiza al pederasta, y lo convierte en objeto de mofa y escarnio, el personaje de Casal, por el contrario, provoca horror, asusta. Además, hay todavía una diferencia significativa: mientras Tardieu lo aisla en su diferencia y lo convierte, de hecho, en un expediente criminal, en un signo perfectamente legible, y por tanto susceptible de ser encarcelado, lo mismo en el sentido jurídico que en la retórica del texto, Casal, por el contrario, lo vuelve ilegible. Se trata de dos extrañezas que difieren – insisto – en un punto esencial: el perfume que impregna al pederasta, es, simplemente, escandaloso; lo delata porque “confirma” y “vocifera” su pederastia. El que lleva el amante de las torturas es aún más perturbador porque (con)funde aquellos espacios que se suponía se excluían uno al otro: el templo y el lupanar. Tardieu descubre una pista; Casal la deslíe. El texto crece y se expande a expensas del deterioro del cuerpo, pero también a expensas de sus prácticas perversas, de sus placeres solitarios. No estamos ante un cuerpo naturalmente extraño, esto es, ante un cuerpo cuya singularidad podamos considerar ontológica, sino ante un cuerpo que se auto-extraña, que se auto-singulariza, que se construye a sí mismo como otredad y desvío del cuerpo “normal”. En esto radican su erotismo y su perversión. Al alienarse con respecto a los demás cuerpos, se convierte en distancia y se propone como texto cifrado, atrayendo, inevitablemente, la curiosidad, el deseo. De ahí el placer homoerótico que nos regala el cuento casaliano. El protagonista de “El amante de las torturas” es apenas otra cosa que el catalizador del deseo homoerótico de aquellos hombres con quienes entra en contacto: el librero, el narrador, el dependiente, el lector. Se trata de una sexualidad otra, que asoma en el balbuceo, no porque la intimidaran cárceles y escarnio, sino porque la azuzaban los cilicios.

El cuento de Casal, como hemos visto, se abre a, e incluso reclama una lectura cómplice que, sin esfuerzo es susceptible de acomodar una subjetividad gay. Esa subjetividad cobra espesor, se significa, insisto, en la extrañeza anfibia del perfume. Resulta significativo que templo y lupanar – sus efluvios constituyentes – convoquen la figura de la mujer: la virgen y la puta. El cuerpo del «amante de las torturas» pasa por la química del laboratorio, por la inspección del consultorio – no hay que olvidar que, como el de su personaje – es cuerpo de Casal estuvo también sujeto a la mirada clínica, a la inspección ocular de médicos y amigos. Lo importante en este caso es el escape de ese cuerpo, sus salidas a la calle, sus fugas que, precisamente, emblematiza el perfume. No estamos ante un cuerpo encuadrado, recortado por el ojo de la clínica, sino ante uno que fascina y erecta “con su lengua húmeda de baba”, y que queda ahí, en la escritura, como una escandalosa corrida.

Notas

(1). Como ejemplo de lo que decimos véanse, por ejemplo, el capítulo “Las guardarropía histórica de la sociedad burguesa” en Las mácaras democráticas del modernismo, de Ángel Rama, y el artículo “Too Wilde for Comfort: Desire and Ideology in Fin-de-Siecle Spanish America”, de Sylvia Molloy.

 (2). Las traducciones, a menos que se indique lo contrario, son nuestras.
(3).
No está de más recordar que en lo concerniente a Casal, el «secreto» es una zona primordial, constitutiva, de la subjetividad. Sólo que ese «secreto», que Casal mismo cultivó persistentemente, no puede entenderse al margen de la vigilancia de amigos y conocidos.  Rememorando su presentación en una de las “veladas íntimas de carácter literario” que tenían lugar en casa del Dr. José María de Céspedes, Casal nos dice que el poema que seleccionó para esa ocasión estaba compuesto de dos cuadros. En el primero, “trazaba la figura de una novicia” que a la luz de la luna paseaba por un claustro.  En el segundo, esta misma joven, “que ya había pronunciado los votos supremos, aparecía al pie de un altar, desgarrando el sayal” y rogándole a Dios alejara de su mente “la imagen de un guerrero” que había amado años atrás.  En el primer cuadro “todo era blanco,” mientras que en el segundo todo era “blanco y negro.”  Y añade: “Bajo los tintes místicos del primero había tanto sensualismo oculto, que me decidí a esconderlo y sólo presenté el segundo” (1993 106 – 107).  La decisión de ocultar el primer cuadro, de hacerlo «secreto», es inseparable del monitoreo de su audiencia, de la idea de sentirse inspeccionado, sujeto a un proceso de decodificación.  Particularmente por el hecho de que la composición había nacido con un secreto, puesto que esa excesiva sensualidad – no lo olvidemos – ya estaba “oculta” en el texto.  Oculta, sí, pero no tanto que no pudiera hacerse visible para el oído presto a la sospecha, o para la mirada inquisidora.  Lo irónico y lo paradójico – para quien no esté familiarizado con la escritura de Casal – es la inversión implícita en el secreto: es el primer cuadro, “todo lila,  blanco, ámbar y azul”, el que está empozoñado por la sensualidad, y no el segundo, a pesar de su gama maniquea: blanco y negro.       

(
4).
Oscar Montero, que también ha comentado este cuento, no falla en notar el juego y baile de máscaras que propone el texto de Casal.  Véase su: Erotismo y representación de Julián del Casal, 68 – 70.   

(
5).
Susan Sontag nos recuerda que “[s]e pensaba y se piensa hoy que la tuberculosis produce rachas de euforia, aumento del apetito, un deseo sexual exacerbado”.  La enfermedad y sus metáforas, 20.

(6). Constatamos aquello que afirma Foucault de que “cada conjunto mórbido se organiza sobre el modelo de una individualidad viva: hay una vida de los tubérculos y de los cánceres”, por lo que “[e]s menester […] sustituir la idea de una enfermedad que atacaría a la vida”.  El nacimiento de la clínica, 216.

(
7).
Aunque hay que aclarar que en Casal tal revelación es menos oblicua de lo que crítica ha admitido con frecuencia. Véase, para sólo mencionar un ejemplo, su poema «Flores de éter», dedicado a Luis de Baviera.

(8). “I can’t help but translate [Los Raros, de Darío] as The Queers,”o sea, como Los maricones (1999  185), comenta acertadamente Sylvia Molloy.  No es extraño que tanto queer (en inglés), como raro (en español) hayan sido utilizados, o para nombrar, o para sugerir la homosexualidad. El Diccionario de Autoridades (1737), define raro como: “adj.  Lo que tiene poca densidad o solidez, y se dilata y extiende en sus partes, ocupando mayor espacio, y formando mayores poros;” “extraordinario, poco común o frecuente;” “insigne, sobresaliente o excelente en su línea” (491).  En la Enciclopedia del idioma (Aguilar, 1958), lo raro es eso “[q]ue tiene poca densidad y consistencia;” también lo que es extraodinario, escaso, o insigne” (3509).  En cuanto al Diccionario crítico etimológico (Corominas, 1981), lo define en el sentido de poco frecuente, extraño, y “ralo: contrario a lo espeso” (vol. IV  786).  El Diccionario razonado de sinónimos y contrarios (1989), expresa: “aquello que por su poca frecuencia, resulta fuera de lo normal;” extravagante, singular, único; ilustre o famoso; “Anómalo se dice de aquello que no ocurre como debiera ser, por lo cual resulta irregular y hasta molesto,” disperso, diseminado; excéntrico, infrecuente e insólito; maniático, “se dice de la persona que padece rarezas y manías” (681 – 2).  Finalmente, el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado (Grijalbo, 1997) incluye las siguientes entradas: “Poco frecuente // Que no responde a lo normal en su género // Descollante por sus cualidades // Extravagante // Se dice de los gases poco densos o consistentes // fig. Homosexual (1419).”

(9). En la novela Los cuarenta y uno (1906), de Eduardo A. Castrejón, el perfume constituye otro de los marcadores de la homosexualidad.  La entrada a la casa de Mimí, por ejemplo, está marcada por un “perfume delicioso” que esparce sus ondas (95).  De Ninón, otro de los personajes, se nos dice que “se perfumaba los bucles de su cabellera negra”.  En general, una de las notas más sobresalientes de “aquellos jóvenes aristócratas prostituidos” eran los “perfumes esparcidos” (97), y “la suave epidermis ungida de aceites perfumados” (99).

 


 

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