Una poesía fotográfica. Sobre Arturo Carrera

 

 

Reinaldo Laddaga

University of Pennsylvania

 

El sentido, como una bendición

que resonara desde otro alfabeto

exento, ubicuo,

‘falto’ de religión: cartas a los Reyes,

a la Befana, al Niño Jesús: a nosotros mismos

 anónimos, cadenas, falsos mapas

 

Arturo Carrera, Children’s Corner

 

Acaba de publicarse en Venezuela una antología (la primera, según creo) de la obra de Arturo Carrera, que nació en 1948, que es el autor de dos decenas de libros, cuyo trabajo constituye una de las aventuras centrales de la literatura latinoamericana reciente. La antología fue realizada por Ana Porrúa, que le ha dado el título de uno de los libros centrales del poeta: Animaciones suspendidas. La antología recoge poemas de casi todos los libros de Carrera y está precedida por una excelente presentación de la editora. Para quienes no conozcan la obra de Carrera, es una excelente manera de ingresar en ella; para quienes la conozcan, es una excelente ocasión de revisar estas extraordinarias colecciones (así veo, por mi parte, a sus poemas) de frases, semi-frases, palabras separadas que el poeta quisiera que pertenecieran a la familia de esas “cartas a los Reyes, a la Befana, al Niño Jesús” y a la vez (de ese modo leo los dos puntos) “a nosotros mismos”, con quienes nos vinculamos, en las circunstancias más felices, por el desvío o el rodeo de “anónimos, cadenas, falsos mapas”.

Lo primero que llama la atención de quien conozca el trabajo de Carrera al encontrarse esta antología es la organización, el orden, la disposición de los poemas. La antología no está ordenada cronológicamente, como suele ser el caso, sino que poemas y fragmentos de libros de épocas muy diferentes se ordenan en cinco secciones: “Las voces”, “Las escrituras”, “Animaciones suspendidas”, “Las cartografías”, “Potlatch”. Confieso que a veces no veo bien por qué ciertos fragmentos han sido puestos en una sección más bien que en otra. Pero el ordenamiento tiene la virtud de hacer emerger ciertas resonancias que podrían permanecer silenciadas de otro modo. Claro está que si ciertas resonancias emergen (y otras no) esto se debe a la perspectiva de Ana Porrúa, que piensa que es central en la obra un rasgo que supongo que debe ser lo que gran parte de los lectores atentos y habituales del poeta identifican con ella: la propensión de Carrera a componer sus textos un poco como si fueran edificaciones destinadas a alojar frases de otros, que el poema retiene, modula y recompone.

A juicio de Porrúa, esta modalidad se establece en particular en Arturo y yo, un libro de 1983, cuyo primer poema, “Un día en la esperanza”, es el que abre ahora la antología. “La mayor parte de las veces –escribe Porrúa–, en Arturo y yo, lo que puede leerse es la tensión, entre los que escriben y los que hablan”, de modo que “el poema será el espacio en que lo coloquial, por llamarlo de algún modo, busca limar la escritura literaria. Así, las hablas, los decires, desarman el tono solemne (reflexivo o emotivo), en un juego irónico” (Porrúa 15). Y a continuación cita otro fragmento de Arturo y yo donde el procedimiento, piensa, es particularmente evidente:

 

Algo que quiere ahorrarnos

la pena de la escritura: No hace mucho le

dije a Emeterio: No he fundado ningún sistema

nuevo de lectura: nada original: ni siquiera,

volverme imperceptible... ahora enmascararnos

los brazos, las manos... (No dijo nada y después

pensando que iba al mar con los chicos dijo:

“Comprate una sombrilla, es algo que puede

durarte años”).

 

La escena es simple y extraordinaria. A la reflexión grave sobre el sentido de lo que se ha hecho (sobre “el sentido de la vida”, incluso), el amigo responde con el silencio (¿un silencio grave o distraído?) del que pronto vuelve a emerger pronunciando una frase en cierto modo inerme, llana, sin trasfondo, con la cual, debo confesar, me pareció siempre que se armaba menos un “juego irónico” que algo semejante a la clásica escena de enunciación de un koan: a la pregunta profunda y repetida el maestro responde con una frase incongruente a fuerza de ¿superficialidad? (Y entonces ¿significa esto que Emeterio Cerro es presentado, en la escena en cuestión, en posición de maestro? No creo: la poesía de Carrera postula algo así como una “función-maestro” flotante, “ubicua”, que se posa en los más variados de los seres.)

Retengamos este fragmento, porque es efectivamente ejemplar. ¿Por qué? Por razones que sólo parcialmente, me parece, son las que nos da Porrúa, que, comentándolo, nos dice que aquello que un texto así se busca, por medio del “contacto directo con lo real en las hablas, con lo cotidiano, y habitualmente con la banalidad” (15), es efectuar un ejercicio de la memoria: se recogen las frases dichas por otros, se compone con ellas los poemas, porque “todas y cada una de ellas son formas de la lengua familiar, no porque se trate del lugar seguro, de la identidad ya dada, sino porque a partir de la escucha de las hablas el poeta reconstruye el pasado y el presente” (16). Tanto en el caso de las citas cultas como “populares”, “las voces son la reconstrucción de una voz familiar”, de modo que “hay, en la poesía de Carrera, una genética de la voz que adquiere su sentido en tanto es privada, o mejor, en tanto permite una memoria de la propia lengua” (17).

Como ésta es la perspectiva de la antologista, la colección que ha compuesto tiende a privilegiar la última parte de la obra, las publicaciones de la última década, a partir de El vespertillo de las parcas (1997), libros centrados en historias antiguas, de la familia extendida, de los padres, las tías y las circulaciones de un mundo social centrado en Coronel Pringles, donde nació y creció el escritor. Como en su estado presente la obra de Carrera es peculiarmente elegíaca (como está, por otra parte, peculiarmente centrada en la cuestión de la memoria), puede que la reconstrucción que resulta sea un poco extraña a los que han leído los textos (es mi caso) en el curso sucesivo de su publicación, y bien podría que encontrara en ellos una dimensión arlequinesca, de comedia, que es difícil ahora recobrar en Animaciones suspendidas.

Es por eso que me gustaría, en algunas líneas, dar una idea de qué imagen presentaba esta obra para el lector (para este lector) que comenzaba a leerla en la primera mitad de la década de los ’80, precisamente en el momento en que se acababa de publicar La partera canta (1982) y estaba por publicarse Arturo y yo. Antes de La partera canta, Carrera había publicado tres libros. Los primeros dos tenían formas gráficas anómalas: Momento de simetría (1972) era una vasta lámina negra desplegable en la cual se encontraban formaciones de frases consteladas; Escrito con un nictógrafo (1973) estaba hecho de escrituras blancas sobre hojas negras. El tercer libro, ORO (1975), era un notable ejercicio en gran medida inspirado, como los otros dos, por el Octavio Paz de Blanco y el Haroldo de Campos de las Galáxias. En cuanto a Arturo y yo (1984), es el comienzo (estilística e iconográficamente) de un vasto ciclo que tomará los siguiente veinte años del trabajo del poeta: este ciclo es el que forman Animaciones suspendidas (1986), Children’s Corner (1989), La banda oscura de Alejandro (1993), Tratado de las sensaciones (1998), El vespertillo de las parcas (2000), Potlatch (2004) y La inocencia (2006). El ciclo sería puntuado por algunos libros menores (Ticket para Edgardo Russo, Negritos) y un ensayo (Nacen los otros), además de ciertos álbumes de citas de escritores compuestos en colaboración con Teresa Arijón.

Supongo que es común considerar la transición entre La partera canta y Arturo y yo como aquel movimiento en que la poesía de Carrera alcanzaba un perfil propio, perfectamente reconocible, incluso imitable. Este saber tal vez común está muy bien formulado en un breve texto reciente de César Aira, un “Epílogo-haiku” que compuso para un breve libro llamado Carpe Diem. En este texto, Aira distingue una dinámica dominante en esta obra: que, en el curso de los años, ha estado trazando y recorriendo un “camino hacia la simplicidad”. En este camino, piensa, hay tres grandes paradas. Su trayectoria se iniciaba en una cultura de las letras marcada por “el neodadaísmo de los años sesenta” (Aira 81), al cual Carrera respondía fabricando “ingenierías visionarias, artefactos de escritura que cumplieran una escritura automática”. Estos primeros libros jugaban con la fantasía de una escritura que se hiciera por sí misma, respecto a la cual el escritor sería, apenas, un escribiente: escritura al dictado que describía un mundo imaginario peculiar, mundo de autómatas en espacios cósmicos o abstractos.

Estos autómatas (y los espacios que habitan) provenían de dos fuentes: Alejandra Pizarnik (la más conocida y también la última, la de los Textos de sombra) y Severo Sarduy, que será una presencia dominante en toda la obra de Carrera, y que lo es, particularmente, en La partera canta, que, en muchos sentidos, culmina esta fase e inicia una transición que acabará cuando se forme el estilo maduro. Este libro es el primer panel de un breve díptico cuyo otro panel es Mi padre (que se publicó en 1985 pero data de varios años antes). Estos dos libros, dice Aira, “practicaron las arqueologías de la página, con los versos como ludiones que subían y bajaban, imprevisibles, en una atmósfera de vientos verticales” (82). Y un poco, por cierto, “como ludiones que subían y bajaban” eran los versos que abrían el libro, luego del epígrafe, que era un pasaje de Antonin Artaud traducido de tres maneras diferentes (por el propio Carrera, por Sarduy y por Aira):

no soy la mujer indicada. soy la hombra voluptuosa. un breve pie que hace traspie en la ineficacia simbólica.

partera de niños: hombrazos reclamando “mil” “agros”: soy la fantasía rural de una tierra volteada por el deseo. el júbilo fingido del arte: una pintura sin valor de una partera época: ora, dantes manos; ora, dantes pies. y mi pie. mi cabeza. cade como corpo morto cade. allí abismando y encegueciendo en colado al resorte caudicado de la religión. los códigos de un deseo nunca antes caudificado. arcaicas arcadias las caricias-palabra de un antierrante cuerpo en el tumulto corazón, tumulto sexo, tumulto espíritu…………………………………………………(La partera canta 13)

 

Estos versos eran una declaración tácita de adhesión a una poesía de la abundancia y el tumulto, pero también a una poesía del significante (para usar la palabra cuya circulación marcaba, de varias maneras, la época), del juego del significante (“ora, dantes manos; ora, dantes pies”) vinculado al juego de la sexualidad. Estos eran los signos por los cuales se reconocía, a comienzos de la década de 1980, cierta tendencia en poesía que Carrera mismo llamaba, por entonces, “neobarroca”. Poesía próxima a la de Néstor Perlongher, que es el otro gran poeta de su generación, y a la de Emeterio Cerro (con quien Carrera, por lo demás, colaboraba por entonces en un teatro de títeres, y con quien escribió cierto Retrato de un albañil adolescente & Telones zurcidos para títeres com hímen). Poesía que explícitamente proponía conservar y prolongar las conquistas estilísticas de la vanguardia poética latinoamericana (José Lezama Lima, particularmente, pero también cierto Octavio Paz y cierto Haroldo de Campos) y agregarle recursos provenientes de la vanguardia teórica francesa: Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida, Julia Kristeva, y, especialmente, Jacques Lacan (junto con las referencias que eran esenciales para ellos: la de Friedrich Nietzsche, la de Antonin Artaud, y, más aun, la de Georges Bataille), a partir de cuyos textos podía derivarse una poética que vinculara el trabajo sobre la lengua con el trabajo sobre el cuerpo, la transgresión de la normalidad gramatical y la transgresión de la normalidad sexual. Por eso, era ejemplar la definición de la poesía que proponía La partera canta:

 

la poesía es la cáscara de un fruto que se pudre en un sueño donde yo, como partera, les sonrío tras mi cocktail de potlatchs: sistemas cada vez más impuros de intercambio. Monedas que una rata lame y lima. Movida moneda en cera donde Bataille soñaba. La poesía era la “vergüenza” y el miembro mismo de ella. Los poetas los seres más castrados pues Ella era sólo un refugio de la irrealidad del intertexto: el retrato archimboldesco de un hada: la huella de una huella (La partera canta 15).

 

La poesía es “la huella de una huella”, “la poesía es la cáscara de un fruto que se pudre en un sueño”, los poetas son “los seres más castrados”… El texto reconoce en su superficie misma la referencia a la teoría, un poco como era el caso en los libros extranjeros que eran más relevantes para Carrera por entonces: Paradis, de Phillippe Sollers, o Edén, Edén, Edén, de Pierre Guyotat. O también los primeros textos de Osvaldo Lamborghini.

Y, sin embargo, alcanzado este punto, Carrera, a juicio de Aira, habría reaccionado de una manera singular: consagrándose a una búsqueda de la simplicidad, cuyo primer fruto es el libro que da inicio al ciclo más conocido del poeta. “Al fin –escribe Aira–, a partir de un libro justamente famoso, Arturo y yo, llegó al estadio de los hijos-padres, la Ruritania escalonada donde triunfa Shiva, el preservador del mundo creado, o sea el presente. El formato, que sería el definitivo de su poesía, es una salmodia expresionista o Sprechstimme por escrito, de Arlequín solar estrellado” (Aira 83). Este formato es el que se elabora en el ciclo que tomará los siguiente veinte años. En todos los libros del ciclo se reafirma “la persistente militancia antibarroca de Carrera. En efecto, el barroco se caracteriza por la presencia de un espacio único que se modula en perspectivas torcidas y enroscadas por la subjetividad. Yo he argumentado en otra parte que el paisaje de la pampa se afila más bien al rococó de las contigüidades intimistas. Y en el secreto doméstico de las comunidades inmigrantes puede estar la clave del peculiar hermetismo que preside su poesía” (86).

Con una escena de “secreto doméstico”, por cierto, comienza este libro: de secreto doméstico en el paisaje de la pampa. “Un día en ‘La esperanza’” abre el volumen, luego de un epígrafe de D. T. Suzuki (“La vida es una pintura sumi-é que debemos ejecutar de una vez y para siempre, sin vacilación, sin intelección, sin que sean permisibles ni posibles las correcciones”), de este modo:

Martincho y Luciana

me tiraron pasto podrido

y después Juan me escupió

el agua verdinegra del mate

sobre la libretita y el pantalón

 

Esther (28 años) salió a defenderme.

¿Qué le hacen a Arturito?

No le tiren pasto a Arturito

que está escribiendo

 

Pero Arturito no sabe escribir.

Arturito es pasto de las llamas

de los niños

 

De todo podría decir él

que ha sido, que ya fue escrito

o apoyado todavía en una ciencia

que la naturaleza debería imitar

 

¿Echó a los niños?

Sólo les dijo: "vayan a la otra palmera

Aquí tengo que escribir".

"¿Molestamos? -dijo Luciana-. Y

agregó: "¡Tonto, vos no conocés todo

nuestro campo!"

 

Florecillas.

Círculos amarillos.

 

Los chiquitos bajo la palmera más amplia

y el dálmata sobre las manchas de luz en

copos que filtraban las lentísimas hojas

acribilladas (Arturo y yo 13-14)

 

A pesar de su simpleza (justamente por ella), este pasaje era para muchos, en 1984, soprendente: allí donde los lectores podían esperar, a juzgar por La partera canta, el despliegue de una manera que asociara a Mallarmé y a Góngora, a Lautréamont y Lezama Lima, leídos todos desde la familiaridad con la teoría estructuralista o postestructuralista y la obra de Sarduy y Pizarnik, se encontraban ahora con otra que podía hacer pensar en Juan Ramón Jiménez (a quien el título citaba irónicamente, pero que el estilo cita sin ironía) o en algunos momentos de William Henry Hudson. Y, sin embargo, no estoy seguro de que esto constituya una “militancia antibarroca”. O, mejor dicho, si es tal cosa todos la emprendían. Porque este movimiento es paralelo al del Néstor Perlongher del poema al Padre Mario, que es su último gran texto. Es un movimiento que también realizaba, en sus últimos años, Sarduy, primero en textos laterales, como La playa, pero más tarde, y de modo sostenido, en algunos de los poemas y en su Pájaros de la playa, particularmente en los fragmentos del “Diario del cosmólogo”.

Y transición semejante a las que Sarduy o Perlongher esbozaban tenía lugar en el trabajo de un escritor que es crucial para todos ellos: Roland Barthes (Ana Porrúa señala acertadamente que, a lo largo de la obra de Carrera, hay “un diálogo con Barthes que atraviesa todos los tiempos, o más bien, la cronología de la propia producción” (29)). Barthes había sido particularmente sensible a los cambios en el trabajo del último Sarduy (a quien, recordemos, había identificado en El placer del texto como arquetipo de una “escritura del goce” con la cual algunos asociaban en su momento al trabajo de los escritores “neobarrocos”) en la última parte de la década del ‘70. En 1977, Barthes escribía un texto sobre La playa, una obra de teatro de Sarduy de mediados de los ’70. La atención de Barthes se concentra en lo que ve como la construcción de un “efecto de playa”: efecto del paso fugitivo de volúmenes, sonidos y colores que no se dejan fijar. Esta playa es la del recuerdo, pero un recuerdo alterado, modificado, perturbado. Barthes comenta: “He aquí que, en el recuerdo mismo, otra voz se hace escuchar: la del deseo. Este deseo es extraño; no se sabe bien de donde parte, ni adonde va; al menos no se lo sabe hasta el fondo: él flota, circula, se enuncia a medias, pasa de voz en voz, se interrumpe e insiste” (Oeuvres III, 699). Y esto sucede porque el deseo en cuestión es lo que Barthes llama “la idea del deseo”. Idea que se impone “a través de situaciones concretas; y sin embargo estas situaciones no son en absoluto dramáticas, a la antigua; son solamente situaciones de lenguaje: estereotipos, frases hechas, restos de cosas contadas, flashes poéticos, todo viniendo de una palabra que pasa como un hilo a lo largo de un círculo de partenaires anónimos” (699). De esta palabra, uno podría decir que es banal, o incluso “fútil”, pero “de este efecto de ‘futilidad’ (nada más difícil de reconstruir con exactitud) nace la fascinación de un lenguaje verídico: que nos dice la verdad del deseo” (699).

Pero además, este texto define una manera de enunciación. Es que “yo escucho una cosa más en La playa: la alegría de alguien que tiene buenas relaciones con el lenguaje” (699). Por eso es que produce un “efecto paradójico: la futilidad que pone en escena resplandece con la felicidad de escribir; nuestra escucha misma (la mía, al menos) es conquistada por esta confianza: recibo este texto moderno sin miedo: sin el miedo de no comprender, de aburrirme, de ser intimidado” (699). Sarduy aparecía en El placer del texto como el autor de una clase de texto (que Cobra , en particular, ejemplifica) donde “por su exceso mismo el placer verbal se atraganta y bascula hacia el goce”; aquí es el autor de un texto que se presenta como curiosamente estable. ¿O no? El comentario de Barthes se concentra en una pregunta: “¿Tal vez la sonrisa, este modo de hablar a los otros sin violencia ni pose, es un arte que se pierde? ¿O, al contrario, un arte del futuro?” (699) Ultimo representante o primer precursor, este texto, en su movilización de la futilidad, “nos dice la verdad del deseo”.

Pero ¿qué quiere decir “decir la verdad del deseo”? Y ¿por qué “decir la verdad del deseo” debería vincularse a una movilización de la futilidad? Volveremos más tarde a esta cuestión, pero vale la pena retener que “fútiles” son los “incidentes” que a finales de la década, el propio Barthes se encontraba en trance de escribir, descripciones que estarían destinadas a los libros con los cuáles acabaría cerrándose su obra: Incidents, Soirées de Paris o Vita Nova. El contexto es muy particular: se trata, por un lado, de los años en que se declaraba la epidemia de SIDA. Hoy tal vez sea difícil recobrar la oscura intensidad, el terror de ese momento, pero hay que decir hasta qué punto la irrupción de la enfermedad, lo devastador de su avance inicial, tenía que producir una crisis en medios de escritura y de crítica donde era habitual suponer (y producir a partir de esta suposición) que hay una conexión entre formas de empleo del significante y formas de la sexualidad; entre, digamos, ciertas formas de no hacer sentido y ciertas formas de corporalidad. (Incidentalmente, hay que decir que el despliegue de la obra de Carrera, el ritmo de su escritura y publicación, está marcado por una serie de momentos explosivos y de retracciones, y que las dos pausas más importantes en su cronología tienen que ver con dos crisis centrales: luego de Oro, de 1975, pasarían siete años hasta que saliera La partera canta; luego de Children’s corner, de 1987, pasarían otros siete hasta que saliera La banda oscura de Alejandro. No es necesario subrayar que la primera pausa corresponde a los últimos años de la dictadura; la segunda, a los primeros años de la epidemia.)

Los últimos años ’70 no solamente son momentos críticos en la producción de Barthes, sino que son años en los que él piensa que una crisis general ha tocado a los parajes de la literatura. Así lo dice, en todo caso, en el último de sus seminarios, donde se habla de “este sentimiento de que la literatura, como Fuerza Activa, Mito Viviente, está, no en crisis (fórmula demasiado fácil), sino tal vez en trance de morir” (La preparation du roman 353). Uno de los signos de este proceso es el debilitamiento de la figura de la Obra “como monumento personal, objeto loco de inversión total, cosmos personal” (355). Este no es el único de los “signos de obsolescencia”: la modificación de la situación de la literatura en la enseñanza (y particularmente en la enseñanza primaria o secundaria, cuando solían formarse las vocaciones), el aborrecimiento general de la retórica, la ausencia de grandes liderazgos literarios, la desaparición de la  figura del “héroe” de escritura son algunos otros.

No es que la práctica de la escritura, para el Barthes del seminario sobre La preparación de la novela, donde el diagnóstico se propone, esté “en trance de morir”. Pero sí lo está una cierta manera de orientarse de la práctica de escritura, una manera de articularse de ese “Querer-Escribir”, esa “actitud, pulsión, deseo, no sé” (32) que es la energía primitiva de la escritura, y que alcanza su objetivación cuando se deja orientar por un “fantasma”: “un guión con un sujeto (yo) y un objeto típico (una parte del cuerpo, una práctica, una situación), donde la conjunción produce un placer –Fantasma de escritura = yo produciendo un ‘objeto literario’”. En la modernidad que para Barthes comienza a cerrarse, la “actitud, pulsión, deseo” en cuestión había encontrado un lugar privilegiado: el “fantasma de novela”. La novela aparece, es, en esta modernidad, no como “una forma literaria determinada”, sino como “una forma de escritura capaz de trascender la escritura misma, de agrandar la obra hasta la expresión total –aunque dominada– del Yo ideal, del Yo imaginario” (227).

La novela, desde la perspectiva del Barthes de finales de la década, es una forma de elaboración del deseo en su posible relación a la escritura que se encuentra “en trance de morir”: los escritores ya no saben (o no desean) ejecutar la operación en que consiste. No es que dejen de ser escritores competentes de novelas; dejan de saber satisfacer una cierta manera del deseo. ¿Dónde reconoce esto Barthes? Tal vez precisamente en los avatares de la vanguardia francesa, como sitio donde la Novela (incluso en la forma paradójica que tiene en Paradis o Edén, Edén, Edén) se cumple por última vez. Pero tal vez por eso mismo es que Barthes realiza en estos años una exploración al mismo tiempo teórica (en los últimos seminarios, por ejemplo) y práctica (en los textos de Incidents) de otras formas de la escritura: de la posibilidad, en especial, de una escritura del presente. “¿Se puede hacer –se pregunta– Relato (Novela) con el Presente? ¿Cómo conciliar –dialectizar– la distancia implicada por la enunciación de escritura y la proximidad, el transporte del presente vivido hasta la aventura” (45). Porque no es evidente, a juicio de Barthes, que se pueda hacer novela con el presente, pero sí está claro que “se puede escribir el Presente anotándolo –a medida que ‘cae’ sobre o bajo uno (bajo la propia mirada o escucha)” (45). Este intento es el del haiku, que el seminario leerá como “forma ejemplar de la Notación del Presente = acto mínimo de enunciación, forma ultra-breve, átomo de frase que anota (marca, cierne, glorifica, dota de una fama) un elemento tenue de la vida ‘real’, presente, concomitante” (53).

Porrúa identifica correctamente hasta qué punto las elaboraciones de Barthes sobre el haiku son interesantes para la lectura de Carrera; la conexión está confinada en una nota de su introducción, y vale la pena desplegarla. ¿Qué quiere, para Barthes, el autor de un haiku? Producir una enunciación “breve, pero no acabada, cerrada” (67), enunciación que apunta a “una individuación intensa, sin compromiso con la generalidad”, y que no es una identidad estable, sino el punto en que una singularidad se articula y se pierde. Pero esto es lo que busca realizar la notación: “es evidente que el haiku no es un acto de escritura a la Proust, es decir destinada a ‘reencontrar’ el Tiempo (perdido) a continuación (…) sino al contrario: encontrar (y no reencontrar) el Tiempo de inmediato, donde sucede; el Tiempo es salvado de inmediato = concomitancia de la nota (de la escritura) y de la incitación: fruición inmediata de lo sensible y la escritura, uno gozando del otro gracias a la forma haiku (podríamos trasponer: gracias a la frase)” (85). Por eso es que el haiku tiene parentesco con la foto: “el haiku no es ficcional, no inventa; él dispone en sí mismo, por una química específica de la forma breve, la certidumbre de que eso ha tenido lugar ” (89). Es posible que el lector reconozca en este “haber tenido lugar” lo que La chambre claire llama el “noema de la fotografía”. “El haiku trabaja una materia heterogénea (las palabras) para volverla fiable y transportar el efecto del ‘Eso ha sido’” (115-16). De ahí que registra “lo que adviene (contingencia, microaventura) en tanto esto rodea al sujeto –que no obstante no existe, no puede llamarse sujeto, sino por este entorno fugitivo y móvil” que el texto llama el circunstante. Es que en el haiku, en la fantasía de Barthes, “no hay referentes”: “se postulan solamente entornos (circunstantes), pero el objeto se evapora, se absorbe en la circunstancia: lo que lo rodea, por el tiempo de un resplandor” (90). Por eso su objetivo “es producir una sensación global en el seno de la cual el cuerpo sensual se indiferencia” (98). El yo está presente de una manera particular en el haiku que es un “puro poema de la enunciación” (106), una “notatio: ausencia del mediador (sacerdote u obra): articulación directa del sujeto pensante sobre el sujeto fraseante” (139). Sujeto fraseante que habla, no por la propia iniciativa, sino en tanto ha sido tocado. Y que aspira a retener en el escrito el atravesamiento que este toque implica. “Porque la notación de un haiku, también, es irrevelable: todo está dado, sin provocar la voluntad o siquiera la posibilidad de una expansión retórica. En los dos casos, se podría, se debería hablar de una inmovilidad viva: vinculada a un detalle (a un detonador), una explosión hace una pequeña estrella en el vidrio del texto o de la foto” (Oeuvres III, 1142).           

Que “una explosión haga una pequeña estrella en el vidrio del texto”: ésta sería una buena descripción del imperativo que, a partir de comienzos de la década de 1980, constituye el programa Carrera. Este es el tácito imperativo de Arturo y yo. Esta es la modalidad de su “sencillismo”. Por eso es que puede leerse el fragmento que citaba algunas páginas atrás como si lo que en él sucede es que se trata de retener un elemento de lenguaje (“un estereotipo, una frase hecha”) que ha punzado al sujeto de la enunciación, que espera que en su notación esa “picadura” o ese “pequeño agujero” se mantenga en el poema como una opacidad a la vez obvia e inexplicable. ¿Es posible decir que en el texto de Arturo y yo hay algún elemento que “hace punctum”? Si es que sí, tal vez se encuentre en esta frase: “¡Tonto / vos no conocés todo nuestro campo!” Supongamos que el objeto del poema es constituirse como una trama en la cual esta frase venga a instalarse de modo tal que conserve, para el lector cualquiera, algo de la energía original, de su capacidad de impacto, capacidad vinculada (como lo veremos) con su peculiar indeterminación. ¿Cuáles son los elementos de esta trama?

En primer lugar, un personaje. Este personaje es “Arturito”, que aparecerá a lo largo de todo este libro y de los libros siguientes. Su recurrencia define el ciclo. “Arturito” es el poeta, pero en tanto “no existe, no puede decirse sujeto, sino por un entorno fugitivo y móvil”, el poeta en tanto centro frágil de una escena cambiante, movido por los dinamismos que atraviesan esa escena, situado en el espacio de magnetización que se abre entre el cuaderno de escritura y las solicitaciones de los niños o las luces. Es el poeta, pero no en tanto núcleo estable en torno al cual se disponen objetos definidos y sujetos identificables, sino en tanto conjunto de impulsos íntimamente enlazados con las apariciones que se le presentan. Pero es también el poeta en tanto figura menor, que, apartado y contraído sobre sí, se expone sólo cuando es solicitado; y que, cuando responde, lo hace presentándose como una figura vulnerada.

“Fermín y Anita -dije anoche. / ¿Cómo luciré ya para vosotros, con este / sombrerón fantasma y estos huesos porosos / con el ligero dolor del mundo: ¡bufón! / y con este bastón y esta caperuza y este / sonajero contra el rumor de una indestructible / carcajada” (Children’s Corner 17). Así se presenta el poeta, a sus hijos, en un poema de Children’s Corner, que es un libro particularmente central del ciclo. Pero es posible también imaginar esta manera de presentarse como una declaración o un aviso del poeta al lector en el momento de presentarle su poema: ¿cómo lucirá para vosotros este conjunto de frases recogidas y visiones anotadas, construcciones precarias y enunciaciones apuradas que retienen algo del “ligero dolor del mundo”, y que se encuentran en el punto en que el tenue sentido hace contacto con “el rumor de una indestructible carcajada”? El sentido del poema, en efecto, es “ligero”: un mínimo de sentido, que no aspira ni al espesor semántico que era el signo de la gran tradición moderna, desde Vallejo hasta Paz, ni el absurdo fulgurante que es, en cierto modo, su contrapartida, absurdo de Copi o de Edward Lear más que de Artaud o de Ionesco. De este modo es “ligero” el sentido de cierta frase recobrada que se encuentra en otro poema de Arturo y yo, donde se trata de hacer el elogio de un interlocutor que el texto no identifica, y al cual, en la ficción del poema, se le describe el “vacío vertiginoso como tu voz brillante / contra el viento iluminado y el infierno musical / de tus estupideces. // Tu voz brillante. Tu voz ¡poética! // ¿Recuerdas que dijiste que la prioridad del artista / estaba en hacerse reventar por los chongos / de Floresta y después "narrarlo" mientras / se posa, ante un pintor, como una mariposa / americana?” (Arturo y yo 26)

¿Qué puede querer decir que la prioridad del artista está “en hacerse reventar por los chongos de Floresta y después "narrarlo" mientras se posa, ante un pintor, como una mariposa americana”? La frase es peculiarmente “hermética”. Pero es a causa de este “hermetismo”, de esta opacidad leve, que se la captura y la retiene en el artefacto o la prótesis de escritura: la “libretita” que es el sitio en que tiene lugar el proceso de notación cuyos vestigios componen el poema. “Libretita” que está ella misma expuesta a la contingencia del mundo: escupida de mate, arrasada por los niños, parte integrante de la escena cuyo registro ayuda a realizar. Esta “libretita”, en tanto artefacto de escritura, nada tiene del blanco sublime de la página moderna (o del negro de Momento de simetría y Escrito con un nictógrafo), sino que está “manchada por el agua verdinegra” que ha sido traída por los agentes de esta escritura (las apariciones que atraviesan el circunstante) que son los niños. En ella, “Arturito”, que “no sabe escribir”, sin embargo escribe. O, mejor, anota, registra, en anticipación del poema que se realizará –sabemos– con estos vestigios. Y que resultará, se nos sugiere, no de una maestría peculiar, sino de un “no saber escribir” que el libro valora más que el saber escribir regular. Porque la “mala escritura” que resulta de este “no saber escribir” es la escritura que, antes que establecerse sin fisuras y sin fallas, está alterada desde el comienzo por la proximidad de los niños, que permanecen “bajo la palmera más amplia”, pero también por las visiones fugaces de una realidad constelada: las florecillas, los círculos amarillos, “y el dálmata sobre las manchas de luz en copos que filtraban las lentísimas hojas acribilladas”. Porque “Arturito no sabe escribir / Arturito es pasto de las llamas / de los niños”.

El primer poema de Children’s Corner propone una teoría y un programa de producción de poesía que explicita y continúa este comienzo de Arturo y yo: se trata, dice el poema, de “forzar la música de los nombres que se / arrastran en la / cacería de los estrechamientos / y besos y gestos del amor e innumerables / abrazos. // Forzar y destruir todo simulacro de Belleza y / atender el disimulo de estas bandadas de loros / querellando a lo lejos, en las nubes, / como ranas.” (Children’s Corner 15-16) Se trata de componer el poema de modo tal que, habiendo renunciado “a todo simulacro de Belleza”, se pueda proponer una construcción de frases en las cuales se muestre “el sentido triturado / por las disparatadas risas de los loros” (16).

“El sentido triturado / por las disparatadas risas de los loros”; “tu voz brillante / contra el viento iluminado y el infierno musical / de tus estupideces”; “este bastón y esta caperuza y este / sonajero contra el rumor de una indestructible / carcajada”: la enunciación poética se encuentra en una relación particularmente íntima (de enlace y a la vez de antagonismo) con la risa. ¿Por qué esta recurrencia de la risa? Tal vez, una vez más, por la influencia de Bataille, para quién uno de aquellos puntos de pérdida de sí en que el individuo hace contacto momentáneo con un cierto fondo del mundo, es, precisamente, la risa. Pero la risa en la que nos hace pensar otro poema de Children’s Corner no es la risa de L’érotisme o Le coupable: “Dijiste: ‘es la pasión de la risa, / cotidiana, la más débil, la más olvidable, / la más sumisa, la que nos une en la leve / profundidad / del amor’” (64). Esta risa se encuentra próxima, en cierto sentido, a la sonrisa que Barthes mencionaba cuando hablaba de La playa, de Sarduy; su lugar propio es el universo de la domesticidad: risa que provoca la salida de sí y asocia al individuo con sus otros en “la leve profundidad del amor”, en la flotación común de la cadena de “animaciones suspendidas” que es el universo social que se describe en estos libros. Es en el momento de la risa que el individuo incrementa su receptividad al sistema de alteridades entre las cuáles se encuentra; es en ella que se descubre o desvela como “disponible, ofrecido, amante”. Esta serie de adjetivos proviene de otro texto de Barthes, de cierto pasaje de La cámara lúcida cuya relevancia para estos textos de Carrera será obvia. Barthes ha ido al cine, a ver Casanova, de Fellini, y dice lo siguiente:

 

Estaba triste, la película me aburría; pero cuando Casanova se puso a bailar con la joven autómata, mis ojos fueron tocados por una suerte de acuidad atroz y deliciosa, como si experimentara de golpe los efectos de una droga extraña; cada detalle, que veía con precisión, saboreándolo, si puedo decirlo así, hasta el fondo de él mismo, me conmocionaba: la delgadez, la tenuidad de la silueta, como si no hubiera más que un poco de cuerpo bajo la bata planchada; los guantes arrugados de hilo blanco; el ridículo ligero (pero que me tocaba) de la pluma del sombrero, este rostro pintado y sin embargo individual, inocente: algo de desesperadamente inerte y sin embargo disponible, ofrecido, amante, según un movimiento angélico de “buena voluntad” (Oeuvres III, 1190).

 

Este pasaje es importante, porque, inmediatamente antes del final del libro, es la ocasión en que se nombra la pasión que despierta la fotografía, una pasión “de nombre extrañamente fuera de moda: la Piedad” (1190). Piedad que es aprehensión inmediata de la mortalidad de aquello que aparece, y apertura al otro, unión en la “leve profundidad”. Lo que en la escena de Casanova desencadena un movimiento de piedad es la visión de un desajuste, de un “ridículo ligero”: la tenuidad de una silueta en la que se calzan unos guantes, y, sobre todo, la disponibilidad de un rostro pintado, cuya pintura aparece expuesta, como cobertura imperfecta o cáscara que cae. Nótese la semejanza de este disfraz con aquel con que el poeta se presenta a Fermín y Anita en la escena que acabamos de mencionar. Es que la formación de lo poético es crecientemente (será crecientemente, a medida que progrese el ciclo) la combinación de lo inerte, de lo pasivo (de lo desesperado, incluso) y de lo disponible, ofrecido, amante, lo que ejecuta un “movimiento angélico”. Este es un poco el carácter de estas frases retenidas que los poemas retoman, estas “voces que deleitan e invitan / a la exquisita pereza de la razón / o a la erizada belleza” (Children’s Corner 40) que son las que crecientemente tejerán los textos. Frases que se encuentran en suspensión “contra la risa”: a punto de perderse, a punto de ser atravesadas, a punto de trizarse o estallar. Por eso es que ellas son “sencillas” de una manera particular: sencillas como es sencilla una construcción de taller doméstico, un mecano al que se recurre durante el ocio. De ahí la peculiar agramaticalidad que es característica de las frases de Carrera: agramaticalidad no de la irrupción de la pulsión (como la agramaticalidad que sugieren o ensayan ciertos poemas de Néstor Perlongher) sino de la frase que se abandona a medio componer, agramaticalidad de la inconstancia.

Las frases que los poemas retoman de la “libretita” que es su origen son (se quieren) emisiones de una “voz / de fuente ronca, / de agua pastosa / como melaza de colores: // miel de colores en sachets, ristritas / que los niños y los animales / saborean” (Children’s Corner 45-46)  Pero son también, muchas veces, llamadas. “¡Tonto, vos no conocés todo nuestro campo!” es una burla, pero también una invitación al viaje. Más aún, la invitación y llamada de un niño. Un niño llama: esta sería la frase arquetípica, la forma esencial de la enunciación poética tal como se despliega en el ciclo que Arturo y yo comienza. De ahí la peculiar proximidad entre la enunciación poética y la enunciación religiosa; la clase de enunciación religiosa, en todo caso, que hace poco, en un notable libro llamado Jubiler – ou les tourments de la parole religieuse, ha propuesto Bruno Latour. Hay dos grandes formas de decir, según Latour sostiene, dos grandes maneras de la enunciación: hay las cosas que se dicen para representar estados de cosas en el mundo o estados de ánimo del sujeto, y hay las cosas que se dicen para aproximar o distanciar a otros, cosas que se dicen para inducir una conversión en el sistema de distancias entre los cuerpos. “Hay –escribe Latour– frases pronunciadas todos los días que no tienen como objeto principal trazar referencias sino que buscan producir otra cosa: lo próximo o lo distante, la proximidad o el alejamiento” (Latour 32). Los performativos, por ejemplo, pero también la pregunta del amante a su amante: “¿me amas?”

O las frases que se encuentran en cierto poema de Arturo y yo, que es en este sentido ejemplar: “No te alejes más. / No te alejes más. // ¿Qué haré sin los ojillos de tu faisán? // Sin tus gestos como picotazos dorados” (Arturo y yo 41). Llamado que es, a la vez, a la punción y al cuidado: “No te alejes más. / No te alejes más. // el deseo desdibuja en su plumosa tierra / un espacio: ‘que no te despierten todavía, / y que no hiervan la leche todavía’. // Multiplicidades. Multiplicidades / secretas” (43) ¿A quién le pide el poeta que no se aleje? No lo sabemos; el poema no lo dice. De ahí un hermetismo particular, que no es el hermetismo del poema críptico que podríamos esperar interpretar si poseemos la paciencia que es precisa y movilizamos suficientes recursos hermenéuticos; aquí el texto se compone de vestigios de un universo irrecobrable. Como es irrecobrable el antecedente del comienzo de Children’s Corner, un poema llamado “Teatro del vacío”:

 

Remoto,

en la serie de los niños.

 

Ni cerrado ni abierto

 

ni extenso,

 

y sólo

desconocido

de repetir:

 

Que las imágenes no se ausenten

Que me recuerdes todavía

 

Y que en ese alimentarme

haya el mismo derroche

en que todo se pierde. (13-14)

 

¿Quién es el que se encuentra “remoto”? ¿”Arturito”? ¿El poeta? ¿El poema? ¿El libro que el poema inicia? Hay, en un texto del mismo libro, un pasaje de una curiosa claridad: “Plegaria resistente, / la especie. Llamémosle / también misterio, obviedad, / vestigio helicoidal / de lo innombrable” (Arturo y yo 115). Nótese la secuencia: la plegaria, el misterio, la obviedad, el vestigio. El cuadro que traza esta secuencia es el espacio en el que se despliega la poesía de Carrera, que explora sistemáticamente el misterio de la perfecta obviedad, y cuyo objeto es componer enunciaciones que sean a la vez plegarias y vestigios. ¿Vestigios de qué? No de la trascendencia de un ultramundo con el que el individuo se confrontaría, sino de otra cosa: de “la cacería de los estrechamientos y besos y gestos del amor e innumerables abrazos” de la que habla Children’s Corner, la “intriga” (Emmanuel Lévinas emplea el término [1]) que tejen en silencio, en la proximidad, los individuos, y sobre la cual “la música de los nombres” “se arrastra”.

El mundo al cual el poema debería prestarnos alguna clase de acceso es el mundo silencioso de los contactos de los cuáles se forma la trama (la “amalgama de representaciones”, según el prólogo del último libro de Carrera, Potlatch) de la experiencia, que siempre es inicialmente “doméstica”, mundo silencioso que emerge en ciertas frases, particularmente en las más imperfectas, aquellas que los poemas retienen, suspenden, reactivan. Por eso es que un poema de Children’s Corner me parece dar una definición inmejorable del trabajo que resulta en esta obra: componer “poemas para la sentencia del amigo / que nos dice: ‘que te pongan en su sitio, / las palabras”. // El que nos habla desde una niebla coloreada / como un arco iris terreno, / amigo de los gnomos, enanos, / hongos y cuervos lacustres, / cigüeñas y patos: // ‘que te pongan en su sitio, / las palabras…” (111). Es decir, el que habla desde ese “circunstante” que es un poco como “una niebla coloreada”, mundo vaporizado, “impresionista” (por eso Children’s Corner es una referencia, también, a Claude Debussy), que en el primer fragmento de aquel libro ejemplifican “las manchas de luz en copos que filtraban las lentísimas hojas acribilladas”, y que es el espacio en que “el cuerpo sensual se indiferencia”. Este sitio es el sitio de la intimidad entre los seres y sus ámbitos, y la frase en cuestión se presenta como emisario de esta región. Aun cuando su sentido sea incierto; porque es incierto qué cosa quiere decir “que te pongan en su sitio, las palabras”. Pero esta incertidumbre misma es la que le da una cualidad de permanencia: misteriosa obviedad de una sentencia, plegaria y vestigio helicoidal de un inframundo de gestos, toques, proposiciones tácitas, abrazos, “apagón del sentido” (según otra expresión de Potlatch) y don de una significación posible, indicio y promesa de un contacto.

Los poemas del ciclo que Arturo y yo inicia son un poco como álbumes donde se exponen frases de otros, retenidas y montadas. Estas frases tienen una estructura y un aspecto particular; son frases destinadas a aproximar por la plegaria o por la risa: a modificar la relación entre los cuerpos, y, por eso, destinadas a desaparecer en el torrente de los besos o las carcajadas. Por eso es que, para ser fiel a ellas, para conservar algo de su energía particular, es necesario, para el poeta, montarlas en las estructuras disipativas que son propias de estos poemas. Hay una cualidad como larvaria o provisional de estos textos que es muy rápidamente identificable, y cuya formación se debe a que la gran manera de la poesía moderna en español (Lezama Lima, Borges, Paz) se pone aquí en contacto con elementos primitivos de lenguaje. No los primitivos de los que, en el momento en que Carrera iniciaba su trabajo, hablaba Julia Kristeva en La révolution du langage poétique, fragmentos fónicos o gráficos que expresaran la pulsión, sino esos otros primitivos: los fragmentos de lenguaje –preguntas, indicaciones, gestos, burlas– por los cuáles un individuo corporal se expone a sus otros, la vasta dimensión de las llamadas.

 

Notas

(1). Sobre todo, en Autrement qu’etre, ou au delá de l’éssence. Paris: Minuit, 1972.

 

Bibliografía citada

Aira, César. “Epílogo-haiku”, en Arturo CARRERA. Carpe diem. México: Filodecaballos editores, 2003.

Barthes, Roland. Oeuvres completes. Vol. III. Paris: Seuil, 2000.

---. La preparation du roman. Paris: Seuil, 2003.

Carrera, Arturo. Animaciones suspendidas. Buenos Aires: Losada, 1986.

---. Arturo y yo. Buenos Aires: Sudamericana, 1984.

---. Children’s Corner. Buenos Aires: Ultimo Reino, 1989.

---. La partera canta. Buenos Aires: Sudamericana, 1982.

---. Potlatch. Buenos Aires: Interzona, 2004.

Latour, Bruno. Jubiler – ou les tourments de la parole religieuse. Paris: Les Empecheurs de penser en rond/Le Seuil: 2002.

Porrua, Ana. “La cuenta de las sensaciones”. Prólogo a Arturo CARRERA. Animaciones suspendidas. Antología poética. Mérida, Venezuela: El otro, el mismo, 2006.