El
sentido, como una bendición
que
resonara desde otro alfabeto
exento,
ubicuo,
‘falto’
de religión: cartas a los Reyes,
a
la Befana, al Niño Jesús: a nosotros mismos
Arturo Carrera, Children’s
Corner
Acaba
de publicarse en Venezuela una antología (la primera,
según creo) de la obra de Arturo Carrera, que nació en
1948, que
es el autor de dos decenas de libros, cuyo trabajo constituye una de
las
aventuras centrales de la literatura latinoamericana reciente. La
antología fue realizada por Ana Porrúa, que le ha dado el
título de uno de los libros centrales del poeta: Animaciones
suspendidas. La antología recoge poemas de casi
todos los libros de Carrera y está precedida por una excelente
presentación de la editora. Para quienes no conozcan la obra de
Carrera,
es una excelente manera de ingresar en ella; para quienes la conozcan,
es una
excelente ocasión de revisar estas extraordinarias colecciones
(así veo, por mi parte, a sus poemas) de frases, semi-frases,
palabras
separadas que el poeta quisiera que pertenecieran a la familia de esas
“cartas a los Reyes, a la Befana, al Niño Jesús” y a
la vez (de ese modo leo los dos puntos) “a nosotros mismos”, con
quienes nos vinculamos, en las circunstancias más felices, por
el
desvío o el rodeo de “anónimos, cadenas, falsos
mapas”.
Lo
primero que llama la atención de quien conozca el trabajo de
Carrera al encontrarse esta antología es la organización,
el
orden, la disposición de los poemas. La antología no
está
ordenada cronológicamente, como suele ser el caso, sino que
poemas y
fragmentos de libros de épocas muy diferentes se ordenan en
cinco
secciones: “Las voces”, “Las escrituras”,
“Animaciones suspendidas”, “Las cartografías”,
“Potlatch”. Confieso que a veces no veo bien por qué ciertos
fragmentos han sido puestos en una sección más bien que
en otra.
Pero el ordenamiento tiene la virtud de hacer emerger ciertas
resonancias que
podrían permanecer silenciadas de otro modo. Claro está
que si
ciertas resonancias emergen (y otras no) esto se debe a la perspectiva
de Ana
Porrúa, que piensa que es central en la obra un rasgo que
supongo que
debe ser lo que gran parte de los lectores atentos y habituales del
poeta
identifican con ella: la propensión de Carrera a componer sus
textos un
poco como si fueran edificaciones destinadas a alojar frases de otros,
que el
poema retiene, modula y recompone.
A
juicio de Porrúa, esta modalidad se establece en particular en Arturo y yo, un libro de 1983, cuyo
primer poema, “Un día en la esperanza”, es el que abre ahora
la antología. “La mayor parte de las veces –escribe
Porrúa–, en Arturo y yo,
lo que puede leerse es la tensión, entre los que escriben y los
que
hablan”, de modo que “el poema será el espacio en que lo
coloquial, por llamarlo de algún modo, busca limar la escritura
literaria. Así, las hablas, los decires, desarman el tono
solemne
(reflexivo o emotivo), en un juego irónico” (Porrúa 15).
Y
a continuación cita otro fragmento de Arturo y yo
donde el procedimiento, piensa, es particularmente
evidente:
Algo
que quiere ahorrarnos
la
pena de la escritura: No hace mucho le
dije a
Emeterio: No he fundado ningún sistema
nuevo
de lectura: nada original: ni siquiera,
volverme
imperceptible... ahora enmascararnos
los
brazos, las manos... (No dijo nada y
después
pensando
que iba al mar con los chicos dijo:
“Comprate
una sombrilla, es algo que puede
durarte
años”).
La
escena es simple y extraordinaria. A la reflexión grave sobre el
sentido de lo que se ha hecho (sobre “el sentido de la vida”,
incluso), el amigo responde con el silencio (¿un silencio grave
o
distraído?) del que pronto vuelve a emerger pronunciando una
frase en
cierto modo inerme, llana, sin trasfondo, con la cual, debo confesar,
me
pareció siempre que se armaba menos un “juego
irónico” que algo semejante a la clásica escena de
enunciación de un koan: a la pregunta profunda y
repetida el
maestro responde con una frase incongruente a fuerza de
¿superficialidad?
(Y entonces ¿significa esto que Emeterio Cerro es presentado, en
la
escena en cuestión, en posición de maestro? No creo: la
poesía de Carrera postula algo así como una
“función-maestro” flotante, “ubicua”, que se
posa en los más variados de los seres.)
Retengamos
este fragmento, porque es efectivamente ejemplar. ¿Por
qué? Por razones que sólo parcialmente, me parece, son
las que
nos da Porrúa, que, comentándolo, nos dice que aquello
que un
texto así se busca, por medio del “contacto directo con lo real
en
las hablas, con lo cotidiano, y habitualmente con la banalidad” (15),
es
efectuar un ejercicio de la memoria: se recogen las frases dichas por
otros, se
compone con ellas los poemas, porque “todas y cada una de ellas son
formas de la lengua familiar, no porque se trate del lugar seguro, de
la
identidad ya dada, sino porque a partir de la escucha de las hablas el
poeta
reconstruye el pasado y el presente” (16). Tanto en el caso de las
citas
cultas como “populares”, “las voces son la
reconstrucción de una voz familiar”, de modo que “hay, en la
poesía de Carrera, una genética de la voz que adquiere su
sentido
en tanto es privada, o mejor, en tanto permite una memoria de la propia
lengua” (17).
Como
ésta es la perspectiva de la antologista, la colección
que ha compuesto tiende a privilegiar la última parte de la
obra, las
publicaciones de la última década, a partir de El vespertillo de las parcas (1997),
libros centrados en historias antiguas, de la familia extendida, de los
padres,
las tías y las circulaciones de un mundo social centrado en
Coronel
Pringles, donde nació y creció el escritor. Como en su
estado
presente la obra de Carrera es peculiarmente elegíaca (como
está,
por otra parte, peculiarmente centrada en la cuestión de la
memoria),
puede que la reconstrucción que resulta sea un poco
extraña a los
que han leído los textos (es mi caso) en el curso sucesivo de su
publicación, y bien podría que encontrara en ellos una
dimensión arlequinesca, de comedia, que es difícil ahora
recobrar
en Animaciones suspendidas.
Es
por eso que me gustaría, en algunas líneas, dar una idea
de qué imagen presentaba esta obra para el lector (para este
lector) que
comenzaba a leerla en la primera mitad de la década de los ’80,
precisamente en el momento en que se acababa de publicar La
partera canta (1982) y estaba por publicarse Arturo y
yo. Antes de La partera canta, Carrera
había
publicado tres libros. Los primeros dos tenían formas
gráficas
anómalas: Momento de
simetría (1972) era una vasta lámina negra
desplegable en la
cual se encontraban formaciones de frases consteladas; Escrito
con un nictógrafo (1973) estaba hecho de escrituras
blancas sobre hojas negras. El tercer libro, ORO
(1975), era un notable ejercicio en gran medida inspirado, como
los otros dos, por el Octavio Paz de Blanco
y el Haroldo de Campos de las Galáxias.
En cuanto a Arturo y yo (1984), es el
comienzo (estilística e iconográficamente) de un vasto
ciclo que
tomará los siguiente veinte años del trabajo del poeta:
este
ciclo es el que forman Animaciones suspendidas
(1986), Children’s Corner (1989),
La banda oscura de Alejandro (1993), Tratado
de las sensaciones (1998), El vespertillo de las parcas
(2000), Potlatch (2004) y La inocencia
(2006). El ciclo sería puntuado por algunos
libros menores (Ticket para Edgardo
Russo, Negritos) y un ensayo (Nacen
los otros), además de ciertos álbumes de citas de
escritores
compuestos en colaboración con Teresa Arijón.
Supongo
que es común considerar la transición entre La
partera canta y Arturo y yo como aquel movimiento
en que la poesía de
Carrera alcanzaba un perfil propio, perfectamente reconocible, incluso
imitable.
Este saber tal vez común está muy bien formulado en un
breve
texto reciente de César Aira, un “Epílogo-haiku” que
compuso para un breve libro llamado Carpe
Diem. En este texto, Aira distingue una dinámica dominante
en esta
obra: que, en el curso de los años, ha estado trazando y
recorriendo un
“camino hacia la simplicidad”. En este camino, piensa, hay tres
grandes paradas. Su trayectoria se iniciaba en una cultura de las
letras
marcada por “el neodadaísmo de los años sesenta”
(Aira 81), al cual Carrera respondía fabricando
“ingenierías visionarias, artefactos de escritura que cumplieran
una escritura automática”. Estos primeros libros jugaban con la
fantasía de una escritura que se hiciera por sí misma,
respecto a
la cual el escritor sería, apenas, un escribiente: escritura al dictado que describía un mundo
imaginario peculiar, mundo de autómatas en espacios
cósmicos o
abstractos.
Estos
autómatas (y los espacios que habitan) provenían de dos
fuentes: Alejandra Pizarnik (la más conocida y también la
última, la de los Textos de sombra)
y Severo Sarduy, que será una presencia dominante en toda la
obra de
Carrera, y que lo es, particularmente, en La
partera canta, que, en muchos sentidos, culmina esta fase e inicia
una
transición que acabará cuando se forme el estilo maduro.
Este
libro es el primer panel de un breve díptico cuyo otro panel es Mi padre (que se publicó en 1985
pero data de varios años antes). Estos dos libros, dice Aira,
“practicaron las arqueologías de la página, con los
versos
como ludiones que subían y bajaban, imprevisibles, en una
atmósfera de vientos verticales” (82). Y un poco, por cierto,
“como ludiones que subían y bajaban” eran los versos que
abrían
el libro, luego del epígrafe, que era un pasaje de Antonin
Artaud
traducido de tres maneras diferentes (por el propio Carrera, por Sarduy
y por
Aira):
no soy la mujer indicada.
soy la hombra voluptuosa. un
breve pie que hace traspie en la ineficacia simbólica.
partera de niños:
hombrazos reclamando
“mil” “agros”: soy la fantasía rural de una
tierra volteada por el deseo. el júbilo fingido del arte: una
pintura
sin valor de una partera época: ora, dantes manos; ora, dantes
pies. y
mi pie. mi cabeza. cade como corpo morto cade. allí abismando y
encegueciendo en colado al resorte caudicado de la religión. los
códigos de un deseo nunca antes caudificado. arcaicas arcadias
las
caricias-palabra de un antierrante cuerpo en el tumulto corazón,
tumulto
sexo, tumulto espíritu…………………………………………………(La partera
canta
13)
Estos versos eran una declaración
tácita de
adhesión a una poesía de la abundancia y el tumulto, pero
también a una poesía del significante (para usar la
palabra cuya
circulación marcaba, de varias maneras, la época), del
juego del
significante (“ora, dantes manos; ora, dantes pies”) vinculado al
juego de la sexualidad. Estos eran los signos por los cuales se
reconocía, a comienzos de la década de 1980, cierta
tendencia en
poesía que Carrera mismo llamaba, por entonces,
“neobarroca”. Poesía próxima a la de Néstor
Perlongher, que es el otro gran poeta de su generación, y a la
de
Emeterio Cerro (con quien Carrera, por lo demás, colaboraba por
entonces
en un teatro de títeres, y con quien escribió cierto Retrato de un albañil adolescente
& Telones zurcidos para títeres com hímen).
Poesía
que explícitamente proponía conservar y prolongar las
conquistas
estilísticas de la vanguardia poética latinoamericana
(José Lezama Lima, particularmente, pero también cierto
Octavio
Paz y cierto Haroldo de Campos) y agregarle recursos provenientes de la vanguardia
teórica francesa: Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques
Derrida,
Julia Kristeva, y, especialmente, Jacques Lacan (junto con las
referencias que
eran esenciales para ellos: la de Friedrich Nietzsche, la de Antonin
Artaud, y,
más aun, la de Georges Bataille), a partir de cuyos textos
podía
derivarse una poética que vinculara el trabajo sobre la lengua
con el
trabajo sobre el cuerpo, la transgresión de la normalidad
gramatical y
la transgresión de la normalidad sexual. Por eso, era ejemplar
la
definición de la poesía que proponía La
partera canta:
la poesía es la
cáscara de un fruto que se pudre en un sueño donde yo,
como
partera, les sonrío tras mi cocktail de potlatchs: sistemas cada
vez
más impuros de intercambio. Monedas que una rata lame y lima.
Movida
moneda en cera donde Bataille soñaba. La poesía era la
“vergüenza” y el miembro mismo de ella. Los poetas los seres
más
castrados pues Ella era sólo un refugio de la irrealidad del
intertexto:
el retrato archimboldesco de un hada: la huella de una huella (La partera canta 15).
La
poesía es “la huella de una huella”, “la
poesía es la cáscara de un fruto que se pudre en un
sueño”, los poetas son “los seres más castrados”…
El texto reconoce en su superficie misma la referencia a la
teoría, un
poco como era el caso en los libros extranjeros que eran más
relevantes
para Carrera por entonces: Paradis,
de Phillippe Sollers, o Edén,
Edén, Edén, de Pierre Guyotat. O también los
primeros
textos de Osvaldo Lamborghini.
Y,
sin embargo, alcanzado este punto, Carrera, a juicio de Aira,
habría reaccionado de una manera singular: consagrándose
a una
búsqueda de la simplicidad, cuyo primer fruto es el libro que da
inicio
al ciclo más conocido del poeta. “Al fin –escribe
Aira–, a partir de un libro justamente famoso, Arturo y yo,
llegó al estadio de los hijos-padres, la
Ruritania escalonada donde triunfa Shiva, el preservador del mundo
creado, o
sea el presente. El formato, que sería el definitivo de su
poesía, es una salmodia expresionista o Sprechstimme por
escrito, de
Arlequín solar estrellado” (Aira 83). Este formato es el que se
elabora en el ciclo que tomará los siguiente veinte años.
En
todos los libros del ciclo se reafirma “la persistente militancia
antibarroca de Carrera. En efecto, el barroco se caracteriza por la
presencia
de un espacio único que se modula en perspectivas torcidas y
enroscadas
por la subjetividad. Yo he argumentado en otra parte que el paisaje de
la pampa
se afila más bien al rococó de las contigüidades
intimistas.
Y en el secreto doméstico de las comunidades inmigrantes puede
estar la
clave del peculiar hermetismo que preside su poesía” (86).
Con
una escena de “secreto
doméstico”, por cierto, comienza este libro: de secreto
doméstico en el paisaje de la pampa. “Un día en ‘La
esperanza’” abre el volumen, luego de un epígrafe de D. T.
Suzuki (“La vida es una pintura sumi-é que debemos ejecutar de
una
vez y para siempre, sin vacilación, sin intelección, sin
que sean
permisibles ni posibles las correcciones”), de este modo:
Martincho y Luciana
me tiraron pasto podrido
y después
Juan me escupió
el agua verdinegra
del mate
sobre la libretita y
el pantalón
Esther (28
años) salió a defenderme.
¿Qué
le hacen a Arturito?
No le tiren pasto a
Arturito
que está
escribiendo
Pero Arturito no
sabe escribir.
Arturito es pasto de
las llamas
de los niños
De todo
podría decir él
que ha sido, que ya
fue escrito
o apoyado
todavía en una ciencia
que la naturaleza
debería imitar
¿Echó
a los niños?
Sólo les
dijo: "vayan a la otra palmera
Aquí tengo que
escribir".
"¿Molestamos?
-dijo Luciana-. Y
agregó: "¡Tonto,
vos no
conocés todo
nuestro campo!"
Florecillas.
Círculos amarillos.
Los chiquitos bajo
la palmera más amplia
y el dálmata
sobre las manchas de luz en
copos que filtraban
las lentísimas hojas
acribilladas (Arturo
y yo 13-14)
A
pesar de su simpleza (justamente por ella), este pasaje era para
muchos,
en 1984, soprendente: allí donde los lectores podían
esperar, a
juzgar por La partera canta, el
despliegue de una manera que asociara a Mallarmé y a
Góngora, a
Lautréamont y Lezama Lima, leídos todos desde la
familiaridad con
la teoría estructuralista o postestructuralista y la obra de
Sarduy y
Pizarnik, se encontraban ahora con otra que podía hacer pensar
en Juan
Ramón Jiménez (a quien el título citaba
irónicamente, pero que el estilo cita sin ironía) o en
algunos
momentos de William Henry Hudson. Y, sin embargo, no estoy seguro de
que esto
constituya una “militancia antibarroca”. O, mejor dicho, si es tal
cosa todos la emprendían. Porque este movimiento es paralelo al
del
Néstor Perlongher del poema al Padre Mario, que es su
último gran
texto. Es un movimiento que también realizaba, en sus
últimos
años, Sarduy, primero en textos laterales, como La
playa, pero más tarde, y de modo sostenido, en algunos de
los poemas y en su Pájaros de la
playa, particularmente en los fragmentos del “Diario del
cosmólogo”.
Y transición semejante a las que
Sarduy o
Perlongher esbozaban tenía lugar en el trabajo de un escritor
que es
crucial para todos ellos: Roland Barthes (Ana Porrúa
señala
acertadamente que, a lo largo de la obra de Carrera, hay “un
diálogo con Barthes que atraviesa todos los tiempos, o
más bien,
la cronología de la propia producción” (29)). Barthes
había sido particularmente sensible a los cambios en el trabajo
del
último Sarduy (a quien, recordemos, había identificado en
El placer del texto como arquetipo de
una “escritura del goce” con la cual algunos asociaban en su
momento al trabajo de los escritores “neobarrocos”) en la
última parte de la década del ‘70. En 1977, Barthes
escribía un texto sobre La playa,
una obra de teatro de Sarduy de mediados de los ’70. La atención
de Barthes se concentra en lo que ve como la construcción de un
“efecto de playa”: efecto del paso fugitivo de volúmenes,
sonidos y colores que no se dejan fijar. Esta playa es la del recuerdo,
pero un
recuerdo alterado, modificado, perturbado. Barthes comenta: “He
aquí que, en el recuerdo mismo, otra voz se hace escuchar: la
del deseo.
Este deseo es extraño; no se sabe bien de donde parte, ni adonde
va; al
menos no se lo sabe hasta el fondo: él flota, circula, se
enuncia a
medias, pasa de voz en voz, se interrumpe e insiste” (Oeuvres
III, 699). Y esto sucede porque
el deseo en cuestión es lo que Barthes llama “la idea del
deseo”. Idea que se impone “a través de situaciones
concretas; y sin embargo estas situaciones no son en absoluto
dramáticas, a la antigua; son solamente situaciones de lenguaje:
estereotipos, frases hechas, restos de cosas contadas, flashes
poéticos,
todo viniendo de una palabra que pasa como un hilo a lo largo de un
círculo de partenaires anónimos” (699). De esta palabra,
uno podría decir que es banal, o incluso “fútil”,
pero “de este efecto de ‘futilidad’ (nada más
difícil de reconstruir con exactitud) nace la fascinación
de un
lenguaje verídico: que nos dice la verdad del deseo” (699).
Pero además, este texto define una
manera de
enunciación. Es que “yo escucho una cosa más en La playa: la alegría de alguien
que tiene buenas relaciones con el lenguaje” (699). Por eso es que
produce un “efecto paradójico: la futilidad que pone en escena
resplandece con la felicidad de escribir; nuestra escucha misma (la
mía,
al menos) es conquistada por esta confianza: recibo este texto moderno
sin
miedo: sin el miedo de no comprender, de aburrirme, de ser intimidado”
(699). Sarduy aparecía en El
placer del texto como el autor de una clase de texto (que Cobra , en particular, ejemplifica)
donde “por su exceso mismo el placer verbal se atraganta y bascula
hacia
el goce”; aquí es el autor de un texto que se presenta como
curiosamente estable. ¿O no? El comentario de Barthes se
concentra en
una pregunta: “¿Tal vez la sonrisa, este modo de hablar a los
otros sin violencia ni pose, es un arte que se pierde? ¿O, al
contrario,
un arte del futuro?” (699) Ultimo representante o primer precursor,
este
texto, en su movilización de la futilidad, “nos dice la verdad
del
deseo”.
Pero
¿qué quiere decir “decir la verdad del
deseo”? Y ¿por qué “decir la verdad del deseo”
debería vincularse a una movilización de la futilidad? Volveremos más tarde a esta
cuestión, pero vale la pena retener que “fútiles” son
los “incidentes” que a finales de la década, el propio
Barthes se encontraba en trance de escribir, descripciones que
estarían
destinadas a los libros con los cuáles acabaría
cerrándose
su obra: Incidents, Soirées de
Paris o Vita Nova. El contexto es muy
particular: se trata, por un lado, de los años en que se
declaraba la
epidemia de SIDA. Hoy tal vez sea difícil recobrar la oscura
intensidad,
el terror de ese momento, pero hay que decir hasta qué punto la
irrupción de la enfermedad, lo devastador de su avance inicial,
tenía que producir una crisis en medios de escritura y de
crítica
donde era habitual suponer (y producir a partir de esta
suposición) que
hay una conexión entre formas de empleo del significante y
formas de la
sexualidad; entre, digamos, ciertas formas de no hacer sentido y
ciertas formas
de corporalidad. (Incidentalmente, hay que decir que el despliegue de
la obra
de Carrera, el ritmo de su escritura y publicación, está
marcado
por una serie de momentos explosivos y de retracciones, y que las dos
pausas
más importantes en su cronología tienen que ver con dos
crisis
centrales: luego de Oro, de 1975,
pasarían siete años hasta que saliera La
partera canta; luego de Children’s
corner, de 1987, pasarían otros siete hasta que saliera La banda oscura de Alejandro. No es
necesario subrayar que la primera pausa corresponde a los
últimos
años de la dictadura; la segunda, a los primeros años de
la
epidemia.)
Los
últimos años ’70 no solamente son momentos
críticos en la producción de Barthes, sino que son
años en
los que él piensa que una crisis general ha tocado a los parajes
de la
literatura. Así lo dice, en todo caso, en el último de
sus
seminarios, donde se habla de “este sentimiento de que la literatura,
como Fuerza Activa, Mito Viviente, está, no en crisis
(fórmula
demasiado fácil), sino tal vez en trance de morir” (La
preparation du roman 353). Uno de los
signos de este proceso es el debilitamiento de la figura de la Obra
“como
monumento personal, objeto loco de inversión total, cosmos
personal” (355). Este no es el único de los “signos de
obsolescencia”: la modificación de la situación de la
literatura en la enseñanza (y particularmente en la
enseñanza
primaria o secundaria, cuando solían formarse las vocaciones),
el
aborrecimiento general de la retórica, la ausencia de grandes
liderazgos
literarios, la desaparición de la
figura del “héroe” de escritura son algunos otros.
No es que la práctica
de la
escritura, para el Barthes del seminario sobre La
preparación de la novela, donde el diagnóstico se
propone, esté “en trance de morir”. Pero sí lo
está una cierta manera de orientarse de la práctica de
escritura,
una manera de articularse de ese “Querer-Escribir”, esa
“actitud, pulsión, deseo, no sé” (32) que es la
energía primitiva de la escritura, y que alcanza su
objetivación
cuando se deja orientar por un “fantasma”: “un guión con
un sujeto (yo) y un objeto típico (una parte del cuerpo, una
práctica, una situación), donde la conjunción
produce un
placer –Fantasma de escritura = yo produciendo un ‘objeto
literario’”. En la modernidad que para Barthes comienza a cerrarse,
la “actitud, pulsión, deseo” en cuestión había
encontrado un lugar privilegiado: el “fantasma de novela”. La
novela aparece, es, en esta modernidad, no como “una forma literaria
determinada”, sino como “una forma de escritura capaz de trascender
la escritura misma, de agrandar la obra hasta la expresión total
–aunque dominada– del Yo ideal, del Yo imaginario” (227).
La novela, desde la
perspectiva del
Barthes de finales de la década, es una forma de
elaboración del
deseo en su posible relación a la escritura que se encuentra “en
trance de morir”: los escritores ya no saben (o no desean) ejecutar la
operación en que consiste. No es que dejen de ser escritores
competentes
de novelas; dejan de saber satisfacer una cierta manera del deseo.
¿Dónde
reconoce esto Barthes? Tal vez precisamente en los avatares de la
vanguardia
francesa, como sitio donde la Novela (incluso en la forma
paradójica que
tiene en Paradis o Edén,
Edén, Edén)
se cumple por última vez. Pero tal vez por eso mismo es que
Barthes
realiza en estos años una exploración al mismo tiempo
teórica (en los últimos seminarios, por ejemplo) y
práctica (en los textos de Incidents)
de otras formas de la escritura: de la posibilidad, en especial, de una
escritura del presente. “¿Se puede hacer –se pregunta–
Relato (Novela) con el Presente? ¿Cómo conciliar
–dialectizar– la distancia
implicada por la enunciación de
escritura y la proximidad, el
transporte del presente vivido hasta la aventura” (45). Porque no es
evidente, a juicio de Barthes, que se pueda hacer novela con el
presente, pero
sí está claro que “se puede escribir el Presente
anotándolo –a medida que ‘cae’ sobre o bajo uno (bajo
la propia mirada o escucha)” (45). Este intento es el del haiku, que el
seminario leerá como “forma ejemplar de la Notación del
Presente = acto mínimo de enunciación, forma ultra-breve,
átomo de frase que anota (marca, cierne, glorifica, dota de una
fama) un
elemento tenue de la vida ‘real’, presente, concomitante”
(53).
Porrúa identifica
correctamente
hasta qué punto las elaboraciones de Barthes sobre el haiku son
interesantes para la lectura de Carrera; la conexión está
confinada en una nota de su introducción, y vale la pena
desplegarla.
¿Qué quiere, para Barthes, el autor de un haiku? Producir
una
enunciación “breve, pero
no acabada, cerrada” (67),
enunciación que apunta a “una
individuación intensa, sin compromiso con la generalidad”, y que
no es una identidad estable, sino el punto en que una singularidad se
articula
y se pierde. Pero esto es lo que busca realizar la notación: “es
evidente
que el haiku no es un acto de escritura a la Proust, es decir destinada
a
‘reencontrar’ el Tiempo (perdido) a continuación (…)
sino al contrario: encontrar (y no reencontrar) el Tiempo de inmediato,
donde
sucede; el Tiempo es salvado de inmediato = concomitancia de la nota
(de la
escritura) y de la incitación: fruición inmediata de lo
sensible
y la escritura, uno gozando del otro gracias a la forma haiku
(podríamos
trasponer: gracias a la frase)” (85). Por eso es que el haiku tiene
parentesco con la foto: “el haiku no es ficcional, no inventa;
él
dispone en sí mismo, por una química específica de
la
forma breve, la certidumbre de que eso ha tenido lugar ” (89). Es
posible
que el lector reconozca en este “haber tenido lugar” lo que La
chambre claire llama el “noema
de la fotografía”. “El haiku trabaja una materia
heterogénea (las palabras) para volverla fiable y transportar el
efecto
del ‘Eso ha sido’” (115-16). De ahí que registra
“lo que adviene (contingencia, microaventura) en tanto esto rodea al
sujeto
–que no obstante no existe, no puede llamarse sujeto, sino por este
entorno fugitivo y móvil” que el texto llama el circunstante.
Es que en el haiku, en la
fantasía de Barthes, “no hay referentes”: “se postulan
solamente entornos (circunstantes), pero el objeto se evapora, se
absorbe en la
circunstancia: lo que lo rodea, por el tiempo de un resplandor” (90).
Por
eso su objetivo “es producir una sensación global en el seno de
la
cual el cuerpo sensual se indiferencia” (98). El yo está
presente
de una manera particular en el haiku que es un “puro poema de la
enunciación” (106), una “notatio:
ausencia del mediador (sacerdote u obra): articulación directa
del
sujeto pensante sobre el sujeto fraseante” (139). Sujeto fraseante
que habla, no por la propia
iniciativa, sino en tanto ha sido tocado.
Y que aspira a retener en el escrito el atravesamiento que este toque
implica.
“Porque la notación de un haiku, también, es irrevelable:
todo está dado, sin provocar la voluntad o siquiera la
posibilidad de
una expansión retórica. En los dos casos, se
podría, se
debería hablar de una inmovilidad viva: vinculada a un detalle
(a un
detonador), una explosión hace una pequeña estrella en el
vidrio
del texto o de la foto” (Oeuvres
III, 1142).
Que “una explosión haga
una pequeña estrella en el vidrio del texto”: ésta
sería una buena descripción del imperativo que, a partir
de
comienzos de la década de 1980, constituye el programa Carrera.
Este es
el tácito imperativo de Arturo y
yo. Esta es la modalidad de su “sencillismo”. Por eso es que
puede leerse el fragmento que citaba algunas páginas
atrás como
si lo que en él sucede es que se trata de retener un elemento de
lenguaje (“un estereotipo, una frase hecha”) que ha punzado al
sujeto de la enunciación, que espera que en su notación
esa
“picadura” o ese “pequeño agujero” se mantenga
en el poema como una opacidad a la vez obvia e inexplicable. ¿Es
posible
decir que en el texto de Arturo y yo hay
algún elemento que “hace punctum”? Si es que sí, tal
vez se encuentre en esta frase: “¡Tonto / vos no conocés
todo nuestro campo!” Supongamos que el objeto del poema es constituirse
como una trama en la cual esta frase venga a instalarse de modo tal que
conserve, para el lector cualquiera, algo de la energía
original, de su
capacidad de impacto, capacidad vinculada (como lo veremos) con su
peculiar
indeterminación. ¿Cuáles son los elementos de esta
trama?
En primer lugar, un personaje.
Este
personaje es “Arturito”, que aparecerá a lo largo de todo
este libro y de los libros siguientes. Su recurrencia define el ciclo.
“Arturito” es el poeta, pero en tanto “no existe, no puede
decirse sujeto, sino por un entorno fugitivo y móvil”, el poeta
en
tanto centro frágil de una escena cambiante, movido por los
dinamismos
que atraviesan esa escena, situado en el espacio de
magnetización que se
abre entre el cuaderno de escritura y las solicitaciones de los
niños o
las luces. Es el poeta, pero no en tanto núcleo estable en torno
al cual
se disponen objetos definidos y sujetos identificables, sino en tanto
conjunto
de impulsos íntimamente enlazados con las apariciones que se le
presentan. Pero es también el poeta en tanto figura menor, que,
apartado
y contraído sobre sí, se expone sólo cuando es
solicitado;
y que, cuando responde, lo hace presentándose como una figura
vulnerada.
“Fermín y Anita -dije
anoche. / ¿Cómo luciré ya para vosotros, con este
/
sombrerón fantasma y estos huesos porosos / con el ligero dolor
del
mundo: ¡bufón! / y con este bastón y esta caperuza
y este /
sonajero contra el rumor de una indestructible / carcajada” (Children’s
Corner 17). Así
se presenta el poeta, a sus hijos, en un poema de Children’s
Corner, que es un libro particularmente central
del ciclo. Pero es posible también imaginar esta manera de
presentarse
como una declaración o un aviso del poeta al lector en el
momento de
presentarle su poema: ¿cómo lucirá para vosotros
este
conjunto de frases recogidas y visiones anotadas, construcciones
precarias y
enunciaciones apuradas que retienen algo del “ligero dolor del
mundo”, y que se encuentran en el punto en que el tenue sentido hace
contacto con “el rumor de una indestructible carcajada”? El sentido
del poema, en efecto, es “ligero”: un mínimo de sentido, que
no aspira ni al espesor semántico que era el signo de la gran
tradición
moderna, desde Vallejo hasta Paz, ni el absurdo fulgurante que es, en
cierto
modo, su contrapartida, absurdo de Copi o de Edward Lear más que
de
Artaud o de Ionesco. De este modo es “ligero” el sentido de cierta
frase recobrada que se encuentra en otro poema de Arturo y
yo, donde se trata de hacer el elogio de un interlocutor
que el texto no identifica, y al cual, en la ficción del poema,
se le
describe el “vacío vertiginoso como tu voz brillante / contra el
viento iluminado y el infierno musical / de tus estupideces. // Tu voz
brillante. Tu voz ¡poética! // ¿Recuerdas que
dijiste que
la prioridad del artista / estaba en hacerse reventar por los chongos /
de
Floresta y después "narrarlo" mientras / se posa, ante un
pintor,
como una mariposa / americana?” (Arturo
y yo 26)
¿Qué puede
querer decir
que la prioridad del artista está “en hacerse reventar por los
chongos de Floresta y después "narrarlo" mientras se posa,
ante un pintor, como una mariposa americana”? La frase es peculiarmente
“hermética”. Pero es a causa de este
“hermetismo”, de esta opacidad leve, que se la captura y la retiene
en el artefacto o la prótesis de escritura: la “libretita”
que es el sitio en que tiene lugar el proceso de notación cuyos
vestigios
componen el poema. “Libretita” que está ella misma expuesta
a la contingencia del mundo: escupida de mate, arrasada por los
niños,
parte integrante de la escena cuyo registro ayuda a realizar. Esta
“libretita”, en tanto artefacto de escritura, nada tiene del blanco
sublime de la página moderna (o del negro de Momento
de simetría y Escrito
con un nictógrafo), sino que está “manchada por el
agua
verdinegra” que ha sido traída por los agentes de esta escritura
(las apariciones que atraviesan el circunstante) que son los
niños. En
ella, “Arturito”, que “no sabe escribir”, sin embargo
escribe. O, mejor, anota, registra, en anticipación del poema
que se
realizará –sabemos– con estos vestigios. Y que
resultará, se nos sugiere, no de una maestría peculiar,
sino de
un “no saber escribir” que el libro valora más que el saber
escribir regular. Porque la “mala escritura” que resulta de este
“no saber escribir” es la escritura que, antes que establecerse sin
fisuras y sin fallas, está alterada desde el comienzo por la
proximidad
de los niños, que permanecen “bajo la palmera más
amplia”, pero también por las visiones fugaces de una realidad
constelada: las florecillas, los círculos amarillos, “y el
dálmata sobre las manchas de luz en copos que filtraban las
lentísimas
hojas acribilladas”. Porque “Arturito no sabe escribir / Arturito
es pasto de las llamas / de los niños”.
El primer poema de Children’s
Corner propone una teoría y un programa de
producción de poesía que explicita y continúa este
comienzo de Arturo y yo: se trata,
dice el poema, de “forzar la música de los nombres que se /
arrastran en la / cacería de los estrechamientos / y besos y
gestos del
amor e innumerables / abrazos. // Forzar y destruir todo simulacro de
Belleza y
/ atender el disimulo de estas bandadas de loros / querellando a lo
lejos, en
las nubes, / como ranas.” (Children’s
Corner 15-16) Se trata de componer el poema de modo tal que,
habiendo
renunciado “a todo simulacro de Belleza”, se pueda proponer una
construcción de frases en las cuales se muestre “el sentido
triturado / por las disparatadas risas de los loros” (16).
“El sentido triturado / por
las
disparatadas risas de los loros”; “tu voz brillante / contra el
viento iluminado y el infierno musical / de tus estupideces”; “este
bastón y esta caperuza y este / sonajero contra el rumor de una
indestructible / carcajada”: la enunciación poética se
encuentra en una relación particularmente íntima (de
enlace y a
la vez de antagonismo) con la risa. ¿Por qué esta
recurrencia de
la risa? Tal vez, una vez más, por la influencia de Bataille,
para
quién uno de aquellos puntos de pérdida de sí en
que el
individuo hace contacto momentáneo con un cierto fondo del
mundo, es,
precisamente, la risa. Pero la risa en la que nos hace pensar otro
poema de Children’s Corner no es la risa de
L’érotisme o Le coupable:
“Dijiste: ‘es
la pasión de la risa, / cotidiana, la más débil,
la
más olvidable, / la más sumisa, la que nos une en la leve
/
profundidad / del amor’” (64). Esta risa se encuentra próxima,
en cierto sentido, a la sonrisa que Barthes mencionaba cuando hablaba
de La playa, de Sarduy; su lugar propio es
el universo de la domesticidad: risa que provoca la salida de sí
y
asocia al individuo con sus otros en “la leve profundidad del
amor”, en la flotación común de la cadena de
“animaciones suspendidas” que es el universo social que se describe
en estos libros. Es en el momento de la risa que el individuo
incrementa su
receptividad al sistema de alteridades entre las cuáles se
encuentra; es
en ella que se descubre o desvela como “disponible, ofrecido, amante”.
Esta serie de adjetivos proviene de otro texto de Barthes, de cierto
pasaje de La cámara lúcida cuya
relevancia para estos textos de Carrera será obvia. Barthes ha
ido al
cine, a ver Casanova, de Fellini, y
dice lo siguiente:
Estaba triste, la película
me aburría; pero cuando Casanova se puso a bailar con la joven
autómata, mis ojos fueron tocados por una suerte de acuidad
atroz y
deliciosa, como si experimentara de golpe los efectos de una droga
extraña; cada detalle, que veía con precisión,
saboreándolo,
si puedo decirlo así, hasta el fondo de él mismo, me
conmocionaba: la delgadez, la tenuidad de la silueta, como si no
hubiera
más que un poco de cuerpo bajo la bata planchada; los guantes
arrugados
de hilo blanco; el ridículo ligero (pero que me tocaba) de la
pluma del
sombrero, este rostro pintado y sin embargo individual, inocente: algo
de
desesperadamente inerte y sin embargo disponible, ofrecido, amante,
según
un movimiento angélico de “buena voluntad” (Oeuvres
III, 1190).
Este pasaje es importante,
porque,
inmediatamente antes del final del libro, es la ocasión en que
se nombra
la pasión que despierta la fotografía, una pasión
“de nombre extrañamente fuera de moda: la Piedad” (1190).
Piedad que es aprehensión inmediata de la mortalidad de aquello
que
aparece, y apertura al otro, unión en la “leve profundidad”.
Lo que en la escena de Casanova
desencadena un movimiento de piedad es la visión de un
desajuste, de un
“ridículo ligero”: la tenuidad de una silueta en la que se
calzan unos guantes, y, sobre todo, la disponibilidad de un rostro
pintado,
cuya pintura aparece expuesta, como cobertura imperfecta o
cáscara que
cae. Nótese la semejanza de este disfraz con aquel con que el
poeta se
presenta a Fermín y Anita en la escena que acabamos de
mencionar. Es que
la formación de lo poético es crecientemente (será
crecientemente, a medida que progrese el ciclo) la combinación
de lo
inerte, de lo pasivo (de lo desesperado, incluso) y de lo disponible,
ofrecido,
amante, lo que ejecuta un “movimiento angélico”. Este es un
poco el carácter de estas frases retenidas que los poemas
retoman, estas
“voces que deleitan e invitan / a la exquisita pereza de la
razón
/ o a la erizada belleza” (Children’s
Corner 40) que son las que crecientemente tejerán los
textos. Frases
que se encuentran en suspensión “contra la risa”: a punto de
perderse, a punto de ser atravesadas, a punto de trizarse o estallar.
Por eso
es que ellas son “sencillas” de una manera particular: sencillas
como es sencilla una construcción de taller doméstico, un
mecano
al que se recurre durante el ocio. De ahí la peculiar
agramaticalidad
que es característica de las frases de Carrera: agramaticalidad
no de la
irrupción de la pulsión (como la agramaticalidad que
sugieren o
ensayan ciertos poemas de Néstor Perlongher) sino de la frase
que se
abandona a medio componer, agramaticalidad de la inconstancia.
Las frases que los poemas
retoman de la
“libretita” que es su origen son (se quieren) emisiones de
una “voz
/ de fuente ronca, / de agua pastosa /
como melaza de colores: // miel de colores en sachets, ristritas / que
los
niños y los animales / saborean” (Children’s Corner 45-46)
Pero son también, muchas veces, llamadas. “¡Tonto, vos no
conocés todo nuestro campo!” es una burla, pero también
una
invitación al viaje. Más aún, la
invitación y llamada de
un niño. Un
niño llama: esta sería la frase arquetípica, la
forma
esencial de la enunciación poética tal como se despliega
en el
ciclo que Arturo y yo comienza. De
ahí la peculiar proximidad entre la enunciación
poética y
la enunciación religiosa; la clase de enunciación
religiosa, en
todo caso, que hace poco, en un notable libro llamado Jubiler
– ou les tourments de la parole religieuse, ha propuesto Bruno Latour. Hay
dos grandes formas de
decir, según Latour sostiene, dos grandes maneras de la
enunciación: hay las cosas que se dicen para representar estados
de
cosas en el mundo o estados de ánimo del sujeto, y hay las cosas
que se
dicen para aproximar o distanciar a otros, cosas que se dicen para
inducir una
conversión en el sistema de distancias entre los cuerpos. “Hay
–escribe Latour– frases pronunciadas todos los días que no
tienen como objeto principal trazar referencias sino que buscan
producir otra
cosa: lo próximo o lo distante, la proximidad o el alejamiento”
(Latour 32). Los performativos, por ejemplo, pero también la
pregunta
del amante a su amante: “¿me amas?”
O las frases que se encuentran en cierto poema de Arturo y yo, que es en este sentido ejemplar: “No te alejes más. / No te alejes más. // ¿Qué haré sin los ojillos de tu faisán? // Sin tus gestos como picotazos dorados” (Arturo y yo 41). Llamado que es, a la vez, a la punción y al cuidado: “No te alejes más. / No te alejes más. // el deseo desdibuja en su plumosa tierra / un espacio: ‘que no te despierten todavía, / y que no hiervan la leche todavía’. // Multiplicidades. Multiplicidades / secretas” (43) ¿A quién le pide el poeta que no se aleje? No lo sabemos; el poema no lo dice. De ahí un hermetismo particular, que no es el hermetismo del poema críptico que podríamos esperar interpretar si poseemos la paciencia que es precisa y movilizamos suficientes recursos hermenéuticos; aquí el texto se compone de vestigios de un universo irrecobrable. Como es irrecobrable el antecedente del comienzo de Children’s Corner, un poema llamado “Teatro del vacío”:
Remoto,
en la serie de los
niños.
Ni
cerrado ni
abierto
ni
extenso,
y
sólo
desconocido
de
repetir:
Que
las
imágenes no se ausenten
Que
me recuerdes
todavía
Y
que en ese
alimentarme
haya
el mismo derroche
en
que todo se
pierde. (13-14)
¿Quién
es el que se encuentra “remoto”? ¿”Arturito”?
¿El poeta? ¿El poema? ¿El
libro que el poema inicia? Hay, en un texto del mismo libro, un
pasaje de una curiosa claridad: “Plegaria resistente, / la especie.
Llamémosle / también misterio, obviedad, / vestigio
helicoidal /
de lo innombrable” (Arturo y yo
115). Nótese la secuencia: la plegaria, el misterio, la
obviedad, el
vestigio. El cuadro que traza esta secuencia es el espacio en el que se
despliega la poesía de Carrera, que explora
sistemáticamente el
misterio de la perfecta obviedad, y cuyo objeto es componer
enunciaciones que
sean a la vez plegarias y vestigios. ¿Vestigios de qué?
No de la
trascendencia de un ultramundo con el que el individuo se
confrontaría, sino
de otra cosa: de “la cacería de los
estrechamientos y besos
y gestos del amor e innumerables abrazos” de la que habla Children’s
Corner, la
“intriga” (Emmanuel Lévinas emplea el término [1])
que tejen en silencio, en la proximidad, los individuos, y sobre la
cual
“la música de los nombres” “se arrastra”.
El
mundo al cual el poema debería prestarnos alguna clase de acceso
es el mundo silencioso de los contactos de los cuáles se forma
la trama
(la “amalgama de representaciones”, según el prólogo
del último libro de Carrera, Potlatch)
de la experiencia, que siempre es inicialmente “doméstica”,
mundo silencioso que emerge en ciertas frases, particularmente en las
más imperfectas, aquellas que los poemas retienen, suspenden,
reactivan.
Por eso es que un poema de Children’s
Corner me parece dar una definición inmejorable del trabajo
que
resulta en esta obra: componer “poemas para la sentencia del amigo /
que
nos dice: ‘que te pongan en su sitio, / las palabras”. // El que
nos habla desde una niebla coloreada / como un arco iris terreno, /
amigo de
los gnomos, enanos, / hongos y cuervos lacustres, /
cigüeñas y
patos: // ‘que te pongan en su sitio, / las palabras…” (111).
Es decir, el que habla desde ese “circunstante” que es un poco como
“una niebla coloreada”, mundo vaporizado,
“impresionista” (por eso Children’s
Corner es una referencia, también, a Claude Debussy), que en
el primer fragmento de aquel libro ejemplifican “las manchas de luz en
copos que filtraban las lentísimas hojas acribilladas”, y que es
el espacio en que “el cuerpo sensual se indiferencia”. Este sitio
es el sitio de la intimidad entre los seres y sus ámbitos, y la
frase en
cuestión se presenta como emisario de esta región. Aun
cuando su
sentido sea incierto; porque es incierto qué cosa quiere decir
“que te pongan en su sitio, las palabras”. Pero esta incertidumbre
misma es la que le da una cualidad de permanencia: misteriosa obviedad
de una
sentencia, plegaria y vestigio helicoidal de un inframundo de gestos,
toques,
proposiciones tácitas, abrazos, “apagón del sentido”
(según otra expresión de Potlatch)
y don de una significación posible, indicio y promesa de un
contacto.
Los
poemas del ciclo que Arturo y yo
inicia son un poco como álbumes donde se exponen frases de
otros,
retenidas y montadas. Estas frases tienen una estructura y un aspecto
particular; son frases destinadas a aproximar por la plegaria o por la
risa: a
modificar la relación entre los cuerpos, y, por eso, destinadas
a
desaparecer en el torrente de los besos o las carcajadas. Por eso es
que, para
ser fiel a ellas, para conservar algo de su energía particular,
es
necesario, para el poeta, montarlas en las estructuras disipativas que
son
propias de estos poemas. Hay una cualidad como larvaria o provisional
de estos
textos que es muy rápidamente identificable, y cuya
formación se
debe a que la gran manera de la poesía moderna en español
(Lezama
Lima, Borges, Paz) se pone aquí en contacto con elementos
primitivos de
lenguaje. No los primitivos de los que, en el momento en que Carrera
iniciaba
su trabajo, hablaba Julia Kristeva en La
révolution du langage poétique, fragmentos
fónicos o
gráficos que expresaran la pulsión, sino esos otros
primitivos:
los fragmentos de lenguaje –preguntas, indicaciones, gestos,
burlas– por los cuáles un individuo corporal se expone a sus
otros, la vasta dimensión de las llamadas.
Notas
(1). Sobre todo, en Autrement
qu’etre, ou au delá de l’éssence. Paris: Minuit,
1972.
Bibliografía citada
Aira, César. “Epílogo-haiku”, en Arturo CARRERA. Carpe diem. México: Filodecaballos editores, 2003.
Barthes, Roland. Oeuvres completes. Vol.
III. Paris: Seuil, 2000.
---. La preparation du roman. Paris: Seuil,
2003.
Carrera, Arturo. Animaciones suspendidas.
Buenos Aires: Losada, 1986.
---. Arturo y yo. Buenos Aires: Sudamericana,
1984.
---. Children’s Corner. Buenos Aires:
Ultimo Reino, 1989.
---. La partera canta. Buenos Aires:
Sudamericana, 1982.
---. Potlatch. Buenos Aires: Interzona,
2004.
Latour, Bruno. Jubiler – ou les tourments
de la parole religieuse. Paris: Les Empecheurs de penser en rond/Le
Seuil:
2002.
Porrua, Ana. “La cuenta de las sensaciones”. Prólogo a Arturo CARRERA. Animaciones suspendidas. Antología poética. Mérida, Venezuela: El otro, el mismo, 2006.