Estereotipos
raciales y sexuales en la narrativa del “realismo mágico”:
la
revisión crítica del “boom”
Aránzazu Borrachero
Mendíbil
Queensborough
Community College CUNY
Solemos leer la narrativa de lo que se ha
dado en llamar el
“boom” hispanoamericano como la creación de una realidad
textual del propio continente desde la cual se pone
límite a la
condición alienante que ha hecho de Hispanoamérica un
“otro” creado y recreado siempre desde posiciones externas; un
“otro” que, en palabras de un personaje de García
Márquez, con frecuencia se materializa en “un hombre de bigotes,
con una guitarra y un revólver” (El coronel no tiene
quien le escriba 37-38).
Con el objeto de ilustrar la profundidad y
la antigüedad de este
tipo de representaciones “desde afuera”, Inca Rumold se remonta a
los tiempos previos al descubrimiento, cuando los europeos ya pensaban
en
América como “una visión, un sueño, una
utopía” (18). Dos estereotipos --sigue Rumold-- empezaron a
fraguarse
en este momento: el del “'paraíso terrestre', como una fuente de
renovación social para las sociedades decadentes de Europa” y,
por
otro lado, el de la tierra del primitivismo y la barbarie, opuesta a la
Europa
“civilizada” (18). La existencia de ambos estereotipos cumplía
la función de “solaz psíquico” para una Europa
progresivamente industrializada (19).
Hernán Vidal, en un estudio
ciertamente iluminador que explora
los condicionamientos económicos y políticos subyacentes
al
romanticismo hispanoamericano y a la narrativa del “boom”, va
más lejos que Rumold al señalar cómo los propios
intelectuales hispanoamericanos del siglo XIX asimilaron estas
categorías descriptivas y las aplicaron a sus pueblos:
Espíritu era la lejana y ejemplar civilización europea;
.. [c]uerpo era el interior americano, campo de vitalidad instintiva,
pasiones
y violencias salvajes, en que los procesos genitales, digestivos y
agresivos no
respetaban freno ni disciplina. (49)
Consciente de la existencia de esta
construcción imaginaria del
continente, la producción de la generación literaria de
los 60
--de acuerdo con muchos de sus críticos y con las declaraciones
de
algunos de sus escritores-- se configura como la expresión de la
auténtica
“esencia” del ser latinoamericano (Larsen, 783). Por su parte, el
lector hispano, “incierto en cuanto a su identidad profunda y dado con
la
misma incertidumbre a todos los vientos de la imitación y los
prestigios
foráneos”, según Cortázar, “empezó a
conocer ... una literatura próxima y por decirlo así
personal, en
la que se miró como en un espejo” (Rumold, 20).
Estas palabras de Cortázar perfilan
lo que va a ser el objetivo
de mi trabajo: el análisis del “reflejo” de este espejo en
el que los lectores de la narrativa del “boom” nos hemos mirado.
Pero debo restringir la propuesta para hacerla manejable dentro de los
límites de esta investigación: me interesan,
principalmente, las
representaciones femeninas y raciales en la narrativa de García
Márquez, con énfasis en sus artículos
periodísticos,
cuentos y novelas cortas. A partir del estudio de estas
representaciones, me
gustaría dibujar la posición desde la que se enuncian los
textos
del escritor. Me refiero, por supuesto, a ese lugar del imaginario
social en
que cada uno de nosotros se emplaza a partir de la educación que
recibe,
el sexo, la orientación sexual y el color de la piel, entre
otros
factores. Me doy cuenta de que al hacer este tipo de
investigación lo
que postulo, al fin y al cabo, es la existencia de una cadena de
proyecciones que
une las percepciones “occidentales” del continente latinoamericano
a las que la novela del “boom” supuestamente responde con las
percepciones que esta misma narrativa, a su vez, proyecta en ciertos
grupos y
sectores sociales. Después, exploraré la narrativa de una
escritora, Isabel Allende, para determinar cuál es la respuesta
a estas
percepciones desde la posición de uno de los implicados, es
decir, desde
la voz de una mujer.
Los lectores se pueden preguntar
cuál es el propósito de
elucidar las posiciones desde las que se enuncia la narrativa
latinoamericana
de los 60. Mi curiosidad por el tema parte de la observación de
ciertas
contradicciones dentro de las reflexiones de los mismos escritores
--reflexiones que son, en gran parte de los casos, metaficcionales.
Veamos un
ejemplo: en su introducción a la edición de 1967 de El reino de este mundo, Alejo Carpentier
describe con las siguientes palabras un viaje a Haití:
A cada paso hallaba lo real
maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y
vigencia de
lo real maravilloso no era privilegio único de Haití,
sino
patrimonio de la América entera donde todavía no se ha
terminado
de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real
maravilloso se encuentra a cada paso en la historia del Continente.
(Franco, Historia 300-301)
Cabe preguntarse --teniendo siempre
presentes los estereotipos de
Hispanoamérica con los que empezaba este trabajo-- qué
tipo de
sujeto experimenta la revelación del lado mágico y
maravilloso de
esta realidad: ¿el que vive y ha nacido en ella o el intelectual
de
formación europea que se aproxima al “Continente” con la
expectativa de dejarse sorprender por una realidad distinta?
Hernán Vidal responde sin ambages a
esta pregunta cuando
estudia el fenómeno de “transnacionalización” de
García Márquez y sus contemporáneos:
... experimentaron los espacios nacionales
como agudas limitaciones
económicas para una dedicación exclusiva a su quehacer
literario,
como ambiente político o intelectual turbulento, falto de
estatura
intelectual, como falta de canales de publicación por lo
rudimentario de
la industria editorial, como enormes sacrificios personales para lograr
una
escasa circulación y renombre nacionales. (74)
A partir de esta observación
--más intuitiva que
analítica-- sobre la perspectiva “occidentalizada” de los
narradores en la representación de la realidad hispanoamericana
-- he
querido abordar sus modos de acercamiento a grupos sociales concretos
que, no
pocas veces en la historia de la literatura, han funcionado con valores
metonímicos para apoyar las ideologías en curso;
pensemos, por
ejemplo, en las asociaciones de la mujer con la patria o con la tierra
y en las
idealizaciones “roussonianas” del indio.
Paso sin más preámbulos a la
consideración de una
parte de la obra de García Márquez que no es,
precisamente, la
más conocida del autor: su labor periodística. En ella se
perfilan no sólo algunos rasgos del estilo que lo
caracterizará
como novelista, sino también muchos de los personajes, actitudes
y
configuraciones sociales que aparecerán en su ficción.
El primer volumen de estos textos
--recopilados y prologados todos
ellos por J. Gilard-- abarca desde 1948 hasta 1952, años en los
que
García Márquez publica también sus primeros
cuentos.
Gilard introduce al lector a las
variadísimas páginas
del periodista proporcionándole los contextos políticos,
históricos y sociales de donde nacen. A modo de semblanza
personal, nos
dice también que el joven autor desarrolla su actividad
profesional
“en medio del bullicio --intelectual,
festivo y prostibulario, muy serio en el fondo pero sin
trascendentalismo--
de la vida colectiva del grupo” de Barranquilla (21, mías las
cursivas). En este ambiente, García Márquez escribe
incesantemente y se ve obligado, en ocasiones, a tratar temas
aparentemente
insustanciales para cumplir con su diario trabajo editorial. En algunos
de
estos fragmentos se perfilan claramente las posiciones que el escritor
adopta
respecto a un “otro” diferente de la voz desde la que se anuncia el
texto por razones de sexo y raza.
En los textos a los que me refiero, las
mujeres están
localizadas en el extrarradio de las grandes cuestiones sobre el mundo
y las
relaciones internacionales: “Mientras el Consejo de Seguridad discute
sobre el intrincado problema de Palestina, las mujeres, fieles a la
eterna
política de la coquetería, discuten si es o no
conveniente
alargar diez centrímetros a la falda” (81, sic); o están
intensamente ocupadas, “con una fanática voluntad que toca ya
los
límites de lo deportivo”, poblando el orbe de nuevos
vástagos mientras los padres ven “derrumbarse antes sus ojos,
estrepitosamente, el edificio del presupuesto familiar” (93).
Nada se parece más a una tarde de domingo como una
señora sentada. Pero no una esbelta y aclimatada señora
propietaria de una corpulencia de condiciones decorativas, sino una de
esas
señoras rabiosamente antisindicalistas, con ciento cincuenta
kilos de
peso y dos metros de ancho, que se sientan a hacer la digestión
después
de un almuerzo espectacular. (174)
De ahí, prosigue el autor, la
inutilidad de una tarde de
domingo, que siempre “le sobrará al hombre de la ciudad y le
quedará arrastrando como una cola fastidiosa y absurda” (174).
En otra ocasión, la obesidad
femenina le permite jugar con las
palabras en una línea cercana a la de las
“greguerías”, y dice: “la exageración es una
dama gorda y festiva, que por lo general se cae por su propio peso”
(795).
Las delgadas y bellas no corren mejor
suerte bajo la pluma del
intrépido Gabo, como lo llaman sus compañeros del
periódico. Para confirmarlo no hay más que leer la nota
titulada
“Mientras duerme Ingrid Bergman”, donde su autor suscribe la
aplicación de soluciones drásticas a los desmanes
femeninos:
“Y si para colmo de casualidades, dentro de algunos meses llora un
chiquillo en la clínica ... lo único que puede suceder es
que el
actual esposo de Ingrid Bergman le rompa la crisma, merecidamente”
(171).
A la hora de reseñar la
producción artística e
intelectual de las mujeres, la prosa de García Márquez,
generalmente precisa, clara y contundente, se vuelve ambigua y presenta
una
inquietante combinación de condescendencia y alabanza. Al
escribir sobre
la producción pictórica de Neva Lallemand,
la pintora --y no sus cuadros-- termina
siendo el objeto del artículo: “... su exquisita belleza --casi absolutamente europea--, ... su
fino y discreto ademán, le daban cierto aire de mujer
predestinada para
los oficios superiores del espíritu ...” (205, mías las
cursivas).
Distingue el García Márquez
periodista entre una
poesía femenina y otra masculina. Ambas presentan correlatos
claros con
imágenes estereotipadas del hombre y de la mujer. Así, la
calidad
“femenina” y el “fácil aspecto adelgazado y
floral” de la poesía de Meira Delmar (197) contrasta con la
“[p]oesía doliente en la carne viva del macho. Ultima y
desgarradora poesía testicular para
resistir a la diaria embestida de la muerte” (196, mías las
cursivas). Desde esta descripción, donde la poesía parece
nacer
de los genitales masculinos y constituirse en prueba de la virilidad de
su
creador, la sorpresa del periodista García Márquez ante
la
modesta presencia física de un poeta por él admirado es
comprensible: “... teníamos otra idea de este hombre. Nos lo
imagínabamos
potente y arbóreo. Lo creíamos dueño de una voz
recia y
administrando ademanes opulentos y definitivos” (107).
Las hormonas, reconoce el periodista,
juegan un papel importante en la
actividad creadora, pero pueden llegar a ser un serio obstáculo
cuando
la mujer se aventura en terrenos que no le corresponden:
La señora Tseng habría
parecido en realidad una artista
de cine si no le hubiera dado por la goma de ser nacionalista. Las
cosas de la
política echan a perder la femineidad, de manera que todo lo que
otorgó la naturaleza en atributos físicos a la
señora
Tseng, se volvió áspero y un poco masculinizado desde
cuando ella
pronunció, hace cinco o seis años, su primer discurso
contra el
imperio británico. (845)
Y es que el político
auténtico ha de ser un hombre
“[r]ecto, empinado y magnífico” (102), adjetivos todos ellos
que le cuadran mejor a la condición viril que a la pobre
señora
Tseng.
En el artículo dedicado a “la
negra” (96), la pluma
del periodista se apropia de la imagen femenina desde dos tradiciones
que
comparten muchos aspectos. Por un lado, la patriarcal del hombre que
mira a una
mujer con una carga considerable de erotismo: “viaja con todo el
cuerpo,
con la boca redonda y maciza, llena de una madurez frutal” (96); por
otro, la del hombre blanco, o el hombre occidental, que se vale de las
categorías del primitivismo-desarrollo para evaluar toda
realidad
distinta a la propia: “trae dos argollas a manera de aretes. Dos
argollas
falsas y poderosas que podrían ser las que llevaron sus abuelos
en la
nariz” (96). La proyección inicial del deseo se ha convertido en
humillación, pero termina sorprendemente, con sombras de temor:
“La negra ... sonríe regocijada, con una ancha y afilada sonrisa
que le relumbra como un machete” (97).
Detrás de “la negra” viaja un
“indio”
(97). Éste comparte la categoría “sexo” con el autor,
pero en ningún modo pertenece al mismo grupo social, como
García
Márquez se encarga bien de expresar a través de un
discurso que
parecería ocuparse más de una rareza botánica que
de un
ser humano:
Es un ejemplar perfecto de estos hombres
--mitad primitivos, mitad
civilizados-- que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta cargados de
plantas
medicinales y de fórmulas secretas para el buen amor ... Liso el
cabello
y rabioso, éste del indio deja pasar por su físico una
violenta ráfaga
de caballo. (97)
hay una culebra cascabel”. La negra, por
su parte, le pide al
indio “un remedio para no tener hijos” y a continuación la
vemos
...echándose a la boca
puñados de semillas
traídas de quién sabe qué rincón de la
hechicería. Y después de cada dosis, un estremecimiento
febril se
le trepa por el cuerpo conmovido, como si sintiera en el vientre los
acerados
mordiscos que van cicatrizando su dinastía. (98)
La imagen, inquietante cuando menos, evoca
prejuicios extendidos sobre
la sexualidad incontenible de las mujeres y los hombres de color
--prejuicios,
por cierto, frecuentemente aplicados a todo el continente
latinoamericano.
No cabe duda de que dentro del universo
periodístico de
García Márquez, como ocurrirá también en el
de
ficción, la realidad se clasifica y se separa sin conflicto
aparente en
masculino y femenino, raza “blanca” y “otras razas”, y
de que esta separación asegura un orden. Pasemos, pues, al
terreno de la
ficción para explorar estos aspectos.
Ya desde los primeros cuentos, reunidos en
Ojos de perro azul, (1974), resalta por su recurrencia
y su
relevancia la relación que se establece entre las figuras
maternas y los
hijos. En “La tercera resignación” (1947) la madre cuida
fervorosamente del cuerpo de su hijo en estado vegetal; le construye un
ataúd lo suficientemente grande para permitir el crecimiento de
sus
miembros; lo mide rutinariamente para asegurarse de que todavía
está vivo; lo huele para constatar su muerte cuando deja de
crecer. El
cuento está plagado de mórbidas imágenes kafkianas
que se
repetirán en “Eva está dentro de su gato” (1948). En
este relato, Eva experimenta su cuerpo como un organismo invadido de
insectos
nacidos “en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella”
(30). El pecado de este personaje --evocación del pecado de la
mítica Eva-- es su belleza, que le llega a doler
“físicamente como un tumor o como un cáncer” (29).
Como la madre del cuento anterior, Eva tiene un hijo muerto, enterrado
en el
jardín y convertido en fruta por los procesos de
descomposición
del suelo y de nutrición de las plantas: “Sabía que el
niño había subido hasta los azahares y que las frutas del
próximo otoño estarían hinchadas de su carne ...”
(35). Lo que Eva desea, sumida en un estado difuso de conciencia que
acaba
siendo identificado con la muerte, es comerse, precisamente, una de
estas
frutas: extraña reescritura del mito adánico en que las
madres
devoran a sus hijos--¿o las Evas a los Adanes?-- metamorfoseados
en
naranjas.
No todas las mujeres de estos cuentos son
antropófagas, pero
casi todas, como ocurrirá también cuando la escritura de
su autor
evolucione hacia lo que será un estilo personal y maduro,
presentan
dimensiones enigmáticas y amenazantes. Casi todas,
también,
están inextricablemente unidas a la casa, recinto de la angustia
y de la
alucinación y escenario del cuento “Amargura para tres
sonámbulos” (1949), donde tres personajes masculinos se
preguntan
qué cosa sea la mujer que vive con ellos --su hermana:
Sentados en un triángulo, la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo ... Pero la queríamos así: fea y glacial, como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos. (42)
La hermana es, en realidad, el retrato
monstruoso de una
“solterona” que va apagando, una a una, sus funciones vitales:
En los cuentos anteriores,
la madre era presencia inescapable en la vida del hijo e iba asociada
al origen
y a la aniquilación. En éste, la mujer es el espejo
del deterioro y del
absurdo de la vida de los hermanos.
En “Monólogo de Isabel
viendo llover en Macondo” (1955), se configura definitivamente un
personaje
femenino que se repetirá con pocas variaciones a lo largo de
toda la obra de
García Márquez. La casa sigue siendo el escenario donde
se desarrolla una
existencia insidiosa, viscosa como la lluvia que la rodea y que borra
las horas
y los días hasta crear en la protagonista la sensación de
un tiempo que
retrocede. Isabel presenta características que resultan
familiares a los
lectores de García Márquez: el silencio y el
laconismo como formas favoritas
de comunicación, la insatisfacción --raramente
verbalizada-- con su vida,
y las relaciones familiares complejas, cargadas de pasado. El personaje
de
Isabel, sin embargo, se nos manifiesta a través de una compleja
introspección
que estará ausente en la mayoría de las mujeres del
siguiente tomo de cuentos
--Los funerales de la Mama Grande, (1962). Si las mujeres de Ojos
de
perro azul estaban asociadas al origen y a la muerte, las que
emergen en
esta colección se ocupan de la supervivencia de sus hombres y de
sus casas. Son
mujeres silenciosas, adustas, prácticas en extremo; están
en posesión de una
clarividencia sorprendente y de una determinación y una
resolución absolutas.
Podría citar muchos ejemplos: la madre que viste luto riguroso
en “La siesta
del martes”, (1962); la esposa de un soñador incapaz de pedir
retribuciones
justas para sus trabajos en “La prodigiosa tarde de Baltazar”, (1962);
las
viudas que se encierran a esperar la muerte (“La viuda de Montiel”,
1962); la
abuela y la nieta que viven en un pequeño universo de silencios,
acciones
manuales y rutinarias y soledades que se espían (“Rosas
artificiales”, 1962).
Los personajes masculinos con los que aparecen se caracterizan por una
pobre
disposición para lidiar con el mundo material y cotidiano, pero
son
repositarios de la historia, de los aspectos espirituales y de la
cultura.
La
representación femenina que encontramos en el polo opuesto es la Cándida Eréndira,
vulnerable e indefensa adolescente, esclavizada, prostituida por su
abuela y
abusada por un número desorbitado de hombres. Las “muchachitas
para enrazar” (67) de El coronel no
tiene quien le escriba (1961)
y, en parte, Sierva María de Del
amor y otros demonios (1994)
presentan muchas de estas características.
Ilustran
estas figuras, además, otro aspecto característico de las
representaciones femeninas en la narrativa de García
Márquez: las
niñas y las adolescentes de sexualidad naciente e impetuosa.
Sierva
María, por ejemplo, es una niña de ojos claros, poseedora
de una
cabellera rojiza que mide varios metros de largo. Es blanca de
nacimiento, pero
es negra por crianza: hija de nobles criollos, vive con las esclavas y
la
servidumbre de la casa. De aspecto virginal, puro, delicado y
frágil, la
niña baila como una esclava negra, canta como una yoruba y
oculta un
torrente de pasiones comúnmente asociado con las etnias de
color.
Sierva María, por lo tanto, reune
las características de la belleza “casi europea”, asociada a
la espiritualidad y a la pureza, que García Márquez
describía con
delectación en uno de los artículos periodísticos
ya
citado, y la corporeidad --léase, “sensualidad y primitivismo”--
de la mujer negra del artículo comentado, también,
anteriormente. Sierva María
es la mujer-ángel --”Sierva María de Todos los
Angeles” (11)-- y, por su asociación con ciertas
prácticas
africanas, la mujer-diablo. La combinación resulta fatal, como
sugiere
la imagen macabra con que se abre la novela: una lápida rota en
pedazos
de la que brota “una cabellera viva de un color de cobre intenso”
(11).
No
es casualidad que la larga cabellera de “veintidós metros y once
centrímetros” (11) sobreviva a su personaje: es el
testimonio post mortem de una sensualidad
desbordante que la condena, porque Sierva María no sólo
cruza las
fronteras
conflictivas
de la raza, sino también los ámbitos
prohibidos de la sexualidad infantil, cuyo impacto aparece notablemente
mitigado en
la
Garcilaso de
la Vega, una
niña de doce años y un cura de treinta y siete hacen el
amor en
la celda de un convento.
Al
describir estas escenas, me vienen a la cabeza ciertas reflexiones de
un
compañero de generación de García Márquez,
Vargas
Llosa, quien en una entrevista con los críticos Williams, Gass y
Rybalka
intenta explicar la presencia de fuerzas
aparentemente irracionales e
incontrolables en sus textos:
"I think it is
something with some negative qualities, something that is
repressed for one
reason or another ... In any case, when I talk about demons and
obsessions, I
refer to these drives." (203)
Pienso también en Julio
Cortázar y sus
“neurosis” (Turner 47-48), y hasta en el joven García
Márquez --el periodista--, que en sus comentarios literarios
sobre la
obra de Edgar Allan Poe alude a ciertos “conflictos interiores” del
autor --la impotencia-- para explicar su “inevitable retorno ... hacia
el
ideal de la amada muerta” (141).
Aplicar
un análisis de tipo biográfico a los textos del
“boom” no es, desde luego, mi propósito. El propio
García Márquez evitaría, hoy en día, hacer
afirmaciones como las que acabo de citar de su artículo sobre
Poe, y no
le faltaría buen juicio. Lo que pretendo, de momento, es situar
el foco
de atención sobre la problemática representación
de la sexualidad
femenina que aparece en sus narraciones, aspecto que suele pasar
desapercibido
para una crítica más preocupada por resaltar las
renovaciones
formales –cada vez más escasas-- de esta narrativa, o sus
“revolucionarias” interpretaciones de la realidad latinoamericana.
Pasemos,
pues, a analizar los textos de la que se ha considerado la
discípula y
contraparte femenina del Nobel colombiano: Isabel Allende.
Existe
una hermandad obvia de estilo, técnica y temática entre
ambos
escritores que se refleja, por poner sólo un ejemplo, en la
preferencia
por construcciones bimembres que
unen aspectos contrapuestos de la realidad y relacionan, con desparpajo
y
aparente descuido, elementos de categorías dispares: “un nuevo
corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza” (82), “la calentura de
los huesos y la ansiedad del alma” (124), “los rizos del
moño [y] ... el ritmo del corazón” (134) (1). Con este discurso
encajado en moldes redondos y
perfectos que nombran lo ambiguo y lo concreto, lo paradójico y
lo
racional, los respectivos narradores omniscientes crean un caos
ordenado, una
armonía caótica difícilmente quebrantable aun en
sus
aspectos más
dolorosos, que suelen aparecer descritos
desde la mirada imperturbable
y la distancia afectiva del narrador-dios.
Pero
no podemos olvidar, para el tipo de análisis que quiero hacer,
que
estamos ante dos narradores de distinto sexo. Si aceptamos que esta
diferencia
de género puede determinar una
serie de marcas en la escritura, entonces creo que merece la pena
preguntarse
qué ocurre con los personajes femeninos de García
Márquez
puestos a funcionar en los textos de una mujer.
En
la colección titulada Cuentos
de Eva Luna (1989), como
ocurría en Del amor y otros
demonios, las palabras de un
periodista describiendo a un personaje femenino sirven para abrir la
narración. Así como el lector de García
Márquez
llegaba hasta Sierva María por el filtro de la mirada de un
hombre, el
de Allende lo hace desde los ojos de Rolf Carlé, que mira a Eva
Luna con
idealización y con deseo: la “languidez de la mujer”,
“la luz de las sábanas roza los senos y los pómulos de
ella”, “el chal de seda y los cabellos oscuros caen con igual
delicadeza” (12).
Estas
palabras preliminares marcan la pauta de lo que serán las
restantes
descripciones femeninas. A Belisa
Crepusculario, la protagonista del primer cuento, la vemos desde los
“ojos de puma” de un hombre (17) que mira sus “senos
virginales” (18) y que siente “el olor de animal montuno que se
desprendía de [ella], el calor de incendio que irradiaban sus
caderas,
el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando
en su
oreja” (19).
Belisa
trabaja con el lenguaje y con la escritura --aspecto, éste
sí,
que la diferencia de las protagonistas de García
Márquez-- pero
su maestría lingüística acaba teniendo como objeto
la
seducción de ese guerrillero-puma cuyo nombre, antes de
conocerla a
ella, estaba irremisiblemente unido “al estropicio y a la
calamidad” (16).
Cuando
Belisa escribe para su coronel, escoge aquellas palabras “capaces de
tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición
de las
mujeres” (18); y con esta separación categórica de las
maneras en que hombres y mujeres interactúan con la realidad
--lógicamente, ellos e intuitivamente, ellas-- la narradora
deshace,
precisamente, uno de los propósitos de su propio discurso, a
saber,
subvertir los papeles asignados a los personajes femeninos en el
discurso
tradicional (2).
El
universo de ficción que crea Allende en éste y otros
cuentos no
es mucho más revolucionario que el de los los “best-sellers”
escritos por mujeres norteamericanas en los ochenta y analizados
magníficamente por Dudovitz en The
Myth of Superwoman (1990). Las
protagonistas de estos “best-sellers” suelen ser mujeres que, como
la Belisa de “Dos palabras”, incorporan logros masculinos sin
perder un ápice de su feminidad y de su poder de
seducción
--poder dirigido, invariablemente, hacia el hombre fuerte, protector y
viril
(Dudovitz 170). Las relaciones entre estos hombres y mujeres se definen
de
acuerdo a patrones harto conocidos para todos los lectores, y por lo
mismo,
carentes de valor como instrumentos de cambio social.
El
que Isabel Allende abra un espacio para la expresión de la
sexualidad
femenina tampoco garantiza, automáticamente, los valores
subversivos de
su obra. En sus textos, la escritura de la sexualidad oscila entre el
eufemismo
y la expresión directa, o incluso confrontativa, mostrando una
ambivalencia que refleja cierta incomodidad a la hora de explorar estos
terrenos donde el prejuicio y el tabú son todavía
señores.
Como ejemplo de la primera postura, la eufemística, vale citar
una
alusión a la vagina de uno de los personajes como “un punto
preciso entre sus piernas” (28), la excitación sexual de otro
personaje femenino como “el rumor de la sangre bullendo en su
cuerpo” (121) y el coito como el “penetrar en la esencia del
otro” (70).
Para
ilustrar la segunda actitud, más fresca y, sin duda, más
acorde
con las premisas femeninas del fin de siglo, me sirve un párrafo
de la
novela Eva
Luna (1991),
donde la protagonista se expresa así a propósito de la
desnudez
de su patrón:
El patrón sólo tenía una lombriz gorda y
lamentable, siempre mustia,
... Era similar a su pulposa nariz y descubrí entonces --y
comprobé más tarde
en la vida-- la relación estrecha entre el pene y la nariz. Me
basta observar
la cara de un hombre para saber cómo se verá desnudo. (31)
Esta misma sabiduría sobre los
genitales masculinos es la que
desarrolla Hermelinda, protagonista del cuento “Boca de sapo” (47),
prostituta gozosa que se constituye en “abeja emperatriz” (48) de
una región apartada y glacial a base de aliviar “la penuria de
amor” (48) del grupo de peones que allí trabajan. Hermelinda,
nos
dice la narradora, ejerce “su oficio de consuelo por pura y simple
vocación” (48) y además lo enriquece con toda suerte de
juegos ingeniosos que hacen las delicias de sus contertulios. Uno de
estos
juegos consiste en que la mujer se suba a un columpio con las piernas
abiertas
para que los hombres “la embistan” (50). Pero el que más
éxito tiene es el que da título al cuento: en el juego de
El
Sapo, los contendientes se dedican a tirar monedas al “oscuro
centro” del cuerpo de Hermelinda, a la sazón tumbada “con
las rodillas abiertas, sus piernas doradas a la luz de las
lámparas de
aguardiente” (50).
Hermelinda,
como el resto de las protagonistas de estos cuentos, es perfecta: sus
“carnes” son “firmes” y su “piel” no tiene
“mácula” (49); por sus atributos personales es “una
amiga entusiasta y traviesa” (49). Hermelinda, sí, es un dechado
de virtudes, pero virtudes definidas siempre desde el deseo masculino:
una
mujer dispuesta en todo momento a satisfacer sexualmente al hombre y a
darle,
además, la “ternura maternal” (48) que se desprende de las
labores tradicionalmente “femeninas”: coser camisas, cocinar
gallinas, escribirles cartas de amor para “novias remotas” (48-49).
Hermelinda es el sueño de cualquier hombre.
La
condición de prostituta feliz le sirve a la autora, supongo yo,
para
resaltar el carácter indómito, fuera de toda norma social
y
libérrimo de su protagonista, pero resulta cuando menos
contradictorio
que lo haga poniendo a su personaje al servicio de ennoblecer una de
las
más aberrantes manifestaciones del patriarcado --la
prostitución.
No obstante, sería factible creer a la narradora cuando afirma
que
Hermelinda es feliz, y hasta aceptar los visos subversivos que
podrían
derivar de la representación de una mujer que explota su
sexualidad de motu propio , si no fuera porque en
el cuento aparece un personaje, un hombre, destinado a poner fin a los
desmanes
de Hermelinda.
Volviendo
a analizar las descripciones de la narración y los puntos de
vista desde
las que se emiten, el encuentro entre Hermelinda y su hombre merece ser
citado:
Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de las
montañas. Sintió alborotársele el instinto de
cazador ... Tomó posición,
afirmando los pies en el suelo y balanceando el tronco hasta encontrar
el eje
mismo de su existencia, y con una mirada de cuchillo paralizó a
la mujer en su
sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de contorsionista ...
Salió casi
arrastrándola ... (52)
La escena citada es un ejemplo invaluable
de cómo los hombres y
las mujeres de las narraciones de Allende resuelven sus conflictos en
contenciosos de poder, generalmente expresados sexualmente. En dichas
confrontaciones, los personajes femeninos, hasta entonces
caracterizados como
heroínas determinadas, independientes y libres, se someten --y
uso la
palabra a propósito-- al encontrar a un hombre más
fuerte, a un hombre
que reúna todas las características del “macho”
tradicional.
Puedo
citar otros ejemplos: en “Walimai”, el padre de la narradora
apacigua a su futura esposa hablándole “en el tono que usan los
cazadores para tranquilizar a su presa” (102); Casilda, la protagonista
de “La mujer del juez” (139), se abandona por primera vez a su
propia sensualidad con el bandolero más temido de la
región, el
hombre que conduce a la muerte a su propio marido; Abigail, en “Con
todos
los respetos debidos”, entrega todos sus diamantes al “único
hombre que consiguió domarla” --Domingo Toro
(170, mías las cursivas); hasta entre los bailarines
seniles del salón de “El pequeño Heidelberg” (131),
el personaje masculino guía a su pareja “con su firme mano de
timonel” (134).
La
ausencia de mujeres negras o indias en papeles que superen el
estereotipo es
otro rasgo que la narración de Allende comparte con los
“best-sellers” femeninos norteamericanos (Dudovitz 8). Se
podría objetar a esta aseveración el hecho de que Eva
Luna, protagonista
de la novela que lleva el mismo título, es hija de una mujer
blanca y un
hombre indio, y es, sin embargo, una heroina consumada. Pero el
mestizaje
presentado en esta narración es unilateral: Consuelo, la madre
de Eva
Luna, con sus ojos claros y su cabellera rojiza, da a luz una hija
perfecta
(27), mientras que la madrina negra de la niña engendra, de sus
relaciones con un hombre blanco, un monstruo con dos cabezas de colores
distintos (48). Como aquel personaje del periodismo de García
Márquez --”la negra”-- que se echaba semillas a la boca para
estirilizarse, la madrina de Eva Luna se hará coser la vagina
(101).
Cabe preguntarse, por lo tanto, por qué los personajes femeninos
blancos
pueden cruzan barreras étnicas, económicas y de clase, y
no
ocurre así con los personajes femeninos negros o indios.
Los
textos de Gabriel García Márquez, como los de Isabel
Allende, se
escriben desde una perspectiva “occidental” y “blanca”.
Ambos asumen, por otro lado, un punto de vista masculino en el
desarrollo narrativo
de la sexualidad femenina. En García Márquez, las
representaciones femeninas se polarizan, además, en dos tipos
característicos: el de la mujer omnipotente, de poder ilimitado
y
aniquilante, y el de la mujer-niña, desposeída de toda
voluntad,
abusada y prostituida.
La
narrativa de Isabel Allende se asienta, aparentemente, sobre el polo de
la
mujer omnipotente. Es el de esta escritora un discurso que repasa la
lista de
estereotipos femeninos y trata de subvertirlos uno a uno con una larga
serie de
mujeres activas, emprendoras, dueñas de su destino. No obstante,
la
validez de esta inversión de roles está puesta en
cuestión
por el relato mismo: las elecciones eróticas y los romances de
estos
personajes aparecen incentivados por situaciones de desigualdad donde
el hombre
demuestra, de uno u otro modo, su superioridad. La fantasía
omnipotente
en la que viven los personajes de Allende respeta, en última
instancia,
las jerarquías genéricas de la sociedad en la que viven
el lector
y la lectora.
Los
estudios de Tulio Halperín Donghi, Neil Larsen, o Hernán
Vidal,
entre otros, han puesto ya en duda los aspectos
“revolucionarios”--en el sentido histórico de la palabra--
de la narrativa latinoamericana que se escribió durante los
sesenta y
que continúa, todavía hoy, viva. Mi trabajo ha obviado,
desde
luego, un análisis de tipo histórico, pero ha querido
poner de
relieve el estatismo que presentan las microestructuras sociales en los
textos
de dos conocidísimos autores: García Márquez, como
uno de
los iniciadores del “boom” e Isabel Allende, como continuadora de
muchas de sus premisas. En ambos casos, las representaciones de
mujeres,
hombres, blancos, negros e indios repiten casi sin variación los
estereotipos de raza y sexo que justifican situaciones de
dominación y
de desigualdad --ecos intranacionales de estructuras de dependencia,
discriminación y explotación a nivel internacional.
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