Estereotipos raciales y sexuales en la narrativa del “realismo mágico”:

la revisión crítica del “boom”

 

 

Aránzazu Borrachero Mendíbil

Queensborough Community College CUNY

 

Solemos leer la narrativa de lo que se ha dado en llamar el “boom” hispanoamericano como la creación de una realidad textual del propio continente desde la cual se pone límite a la condición alienante que ha hecho de Hispanoamérica un “otro” creado y recreado siempre desde posiciones externas; un “otro” que, en palabras de un personaje de García Márquez, con frecuencia se materializa en “un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver” (El coronel no tiene quien le escriba 37-38).

Con el objeto de ilustrar la profundidad y la antigüedad de este tipo de representaciones “desde afuera”, Inca Rumold se remonta a los tiempos previos al descubrimiento, cuando los europeos ya pensaban en América como “una visión, un sueño, una utopía” (18). Dos estereotipos --sigue Rumold-- empezaron a fraguarse en este momento: el del “'paraíso terrestre', como una fuente de renovación social para las sociedades decadentes de Europa” y, por otro lado, el de la tierra del primitivismo y la barbarie, opuesta a la Europa “civilizada” (18). La existencia de ambos estereotipos cumplía la función de “solaz psíquico” para una Europa progresivamente industrializada (19).

Hernán Vidal, en un estudio ciertamente iluminador que explora los condicionamientos económicos y políticos subyacentes al romanticismo hispanoamericano y a la narrativa del “boom”, va más lejos que Rumold al señalar cómo los propios intelectuales hispanoamericanos del siglo XIX asimilaron estas categorías descriptivas y las aplicaron a sus pueblos:


Espíritu era la lejana y ejemplar civilización europea; .. [c]uerpo era el interior americano, campo de vitalidad instintiva, pasiones y violencias salvajes, en que los procesos genitales, digestivos y agresivos no respetaban freno ni disciplina.
(49)

 Otro estudioso del “boom”, John S. Brushwood, constata la plena vigencia de estas percepciones entre los norteamericanos: “[u]npleasant as it may sound, the fact is that North Americans prefer to think of Spanish Americans as exotic, often charming, generally irresponsible, and never consequential” (14).          

Consciente de la existencia de esta construcción imaginaria del continente, la producción de la generación literaria de los 60 --de acuerdo con muchos de sus críticos y con las declaraciones de algunos de sus escritores-- se configura como la expresión de la auténtica “esencia” del ser latinoamericano (Larsen, 783). Por su parte, el lector hispano, “incierto en cuanto a su identidad profunda y dado con la misma incertidumbre a todos los vientos de la imitación y los prestigios foráneos”, según Cortázar, “empezó a conocer ... una literatura próxima y por decirlo así personal, en la que se miró como en un espejo” (Rumold, 20).

Estas palabras de Cortázar perfilan lo que va a ser el objetivo de mi trabajo: el análisis del “reflejo” de este espejo en el que los lectores de la narrativa del “boom” nos hemos mirado. Pero debo restringir la propuesta para hacerla manejable dentro de los límites de esta investigación: me interesan, principalmente, las representaciones femeninas y raciales en la narrativa de García Márquez, con énfasis en sus artículos periodísticos, cuentos y novelas cortas. A partir del estudio de estas representaciones, me gustaría dibujar la posición desde la que se enuncian los textos del escritor. Me refiero, por supuesto, a ese lugar del imaginario social en que cada uno de nosotros se emplaza a partir de la educación que recibe, el sexo, la orientación sexual y el color de la piel, entre otros factores. Me doy cuenta de que al hacer este tipo de investigación lo que postulo, al fin y al cabo, es la existencia de una cadena de proyecciones que une las percepciones “occidentales” del continente latinoamericano a las que la novela del “boom” supuestamente responde con las percepciones que esta misma narrativa, a su vez, proyecta en ciertos grupos y sectores sociales. Después, exploraré la narrativa de una escritora, Isabel Allende, para determinar cuál es la respuesta a estas percepciones desde la posición de uno de los implicados, es decir, desde la voz de una mujer.

Los lectores se pueden preguntar cuál es el propósito de elucidar las posiciones desde las que se enuncia la narrativa latinoamericana de los 60. Mi curiosidad por el tema parte de la observación de ciertas contradicciones dentro de las reflexiones de los mismos escritores --reflexiones que son, en gran parte de los casos, metaficcionales. Veamos un ejemplo: en su introducción a la edición de 1967 de El reino de este mundo, Alejo Carpentier describe con las siguientes palabras un viaje a Haití:

A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en la historia del Continente. (Franco, Historia 300-301)

Cabe preguntarse --teniendo siempre presentes los estereotipos de Hispanoamérica con los que empezaba este trabajo-- qué tipo de sujeto experimenta la revelación del lado mágico y maravilloso de esta realidad: ¿el que vive y ha nacido en ella o el intelectual de formación europea que se aproxima al “Continente” con la expectativa de dejarse sorprender por una realidad distinta?

Hernán Vidal responde sin ambages a esta pregunta cuando estudia el fenómeno de “transnacionalización” de García Márquez y sus contemporáneos:

... experimentaron los espacios nacionales como agudas limitaciones económicas para una dedicación exclusiva a su quehacer literario, como ambiente político o intelectual turbulento, falto de estatura intelectual, como falta de canales de publicación por lo rudimentario de la industria editorial, como enormes sacrificios personales para lograr una escasa circulación y renombre nacionales. (74)

 A partir de estas observaciones, podrían ponerse en duda las afirmaciones de Jean Franco cuando describe a estos escritores como héroes culturales por ser iniciadores o fundadores de un nuevo cosmos dotado con la posibilidad de generar su propio discurso, independiente del “discurso de poder” de la historia (“Narrador, ... “ 131-32). Conjeturo, en cambio, que el logro de “modernidad” de este grupo de autores y el premio de su inclusión en el ámbito cultural de occidente (Williams, “Prefacio” 10) pasa, precisamente, por la cumplida asimilación de actitudes y percepciones de lo hispanoamericano que son propiamente “occidentales”.

A partir de esta observación --más intuitiva que analítica-- sobre la perspectiva “occidentalizada” de los narradores en la representación de la realidad hispanoamericana -- he querido abordar sus modos de acercamiento a grupos sociales concretos que, no pocas veces en la historia de la literatura, han funcionado con valores metonímicos para apoyar las ideologías en curso; pensemos, por ejemplo, en las asociaciones de la mujer con la patria o con la tierra y en las idealizaciones “roussonianas” del indio. 

Paso sin más preámbulos a la consideración de una parte de la obra de García Márquez que no es, precisamente, la más conocida del autor: su labor periodística. En ella se perfilan no sólo algunos rasgos del estilo que lo caracterizará como novelista, sino también muchos de los personajes, actitudes y configuraciones sociales que aparecerán en su ficción.

El primer volumen de estos textos --recopilados y prologados todos ellos por J. Gilard-- abarca desde 1948 hasta 1952, años en los que García Márquez publica también sus primeros cuentos.

Gilard introduce al lector a las variadísimas páginas del periodista proporcionándole los contextos políticos, históricos y sociales de donde nacen. A modo de semblanza personal, nos dice también que el joven autor desarrolla su actividad profesional “en medio del bullicio --intelectual, festivo y prostibulario, muy serio en el fondo pero sin trascendentalismo-- de la vida colectiva del grupo” de Barranquilla (21, mías las cursivas). En este ambiente, García Márquez escribe incesantemente y se ve obligado, en ocasiones, a tratar temas aparentemente insustanciales para cumplir con su diario trabajo editorial. En algunos de estos fragmentos se perfilan claramente las posiciones que el escritor adopta respecto a un “otro” diferente de la voz desde la que se anuncia el texto por razones de sexo y raza.

En los textos a los que me refiero, las mujeres están localizadas en el extrarradio de las grandes cuestiones sobre el mundo y las relaciones internacionales: “Mientras el Consejo de Seguridad discute sobre el intrincado problema de Palestina, las mujeres, fieles a la eterna política de la coquetería, discuten si es o no conveniente alargar diez centrímetros a la falda” (81, sic); o están intensamente ocupadas, “con una fanática voluntad que toca ya los límites de lo deportivo”, poblando el orbe de nuevos vástagos mientras los padres ven “derrumbarse antes sus ojos, estrepitosamente, el edificio del presupuesto familiar” (93).

En otras ocasiones, la figura femenina le proporciona a García Márquez metáforas inspiradas para llenar algunas páginas

inconsecuentes y algunos domingos de abulia:

 
Nada se parece más a una tarde de domingo como una señora sentada. Pero no una esbelta y aclimatada señora propietaria de una corpulencia de condiciones decorativas, sino una de esas señoras rabiosamente antisindicalistas, con ciento cincuenta kilos de peso y dos metros de ancho, que se sientan a hacer la digestión después de un almuerzo espectacular. (174)

De ahí, prosigue el autor, la inutilidad de una tarde de domingo, que siempre “le sobrará al hombre de la ciudad y le quedará arrastrando como una cola fastidiosa y absurda” (174).

En otra ocasión, la obesidad femenina le permite jugar con las palabras en una línea cercana a la de las “greguerías”, y dice: “la exageración es una dama gorda y festiva, que por lo general se cae por su propio peso” (795).

Las delgadas y bellas no corren mejor suerte bajo la pluma del intrépido Gabo, como lo llaman sus compañeros del periódico. Para confirmarlo no hay más que leer la nota titulada “Mientras duerme Ingrid Bergman”, donde su autor suscribe la aplicación de soluciones drásticas a los desmanes femeninos: “Y si para colmo de casualidades, dentro de algunos meses llora un chiquillo en la clínica ... lo único que puede suceder es que el actual esposo de Ingrid Bergman le rompa la crisma, merecidamente” (171).

A la hora de reseñar la producción artística e intelectual de las mujeres, la prosa de García Márquez, generalmente precisa, clara y contundente, se vuelve ambigua y presenta una inquietante combinación de condescendencia y alabanza. Al escribir sobre la producción pictórica de Neva Lallemand,  la pintora --y no sus cuadros-- termina siendo el objeto del artículo: “... su exquisita belleza --casi absolutamente europea--, ... su fino y discreto ademán, le daban cierto aire de mujer predestinada para los oficios superiores del espíritu ...” (205, mías las cursivas).

Distingue el García Márquez periodista entre una poesía femenina y otra masculina. Ambas presentan correlatos claros con imágenes estereotipadas del hombre y de la mujer. Así, la calidad “femenina” y el “fácil aspecto adelgazado y floral” de la poesía de Meira Delmar (197) contrasta con la “[p]oesía doliente en la carne viva del macho. Ultima y desgarradora poesía testicular para resistir a la diaria embestida de la muerte” (196, mías las cursivas). Desde esta descripción, donde la poesía parece nacer de los genitales masculinos y constituirse en prueba de la virilidad de su creador, la sorpresa del periodista García Márquez ante la modesta presencia física de un poeta por él admirado es comprensible: “... teníamos otra idea de este hombre. Nos lo imagínabamos potente y arbóreo. Lo creíamos dueño de una voz recia y administrando ademanes opulentos y definitivos” (107).

Las hormonas, reconoce el periodista, juegan un papel importante en la actividad creadora, pero pueden llegar a ser un serio obstáculo cuando la mujer se aventura en terrenos que no le corresponden:


La señora Tseng habría parecido en realidad una artista de cine si no le hubiera dado por la goma de ser nacionalista. Las cosas de la política echan a perder la femineidad, de manera que todo lo que otorgó la naturaleza en atributos físicos a la señora Tseng, se volvió áspero y un poco masculinizado desde cuando ella pronunció, hace cinco o seis años, su primer discurso contra el imperio británico. (845)

Y es que el político auténtico ha de ser un hombre “[r]ecto, empinado y magnífico” (102), adjetivos todos ellos que le cuadran mejor a la condición viril que a la pobre señora Tseng.

En el artículo dedicado a “la negra” (96), la pluma del periodista se apropia de la imagen femenina desde dos tradiciones que comparten muchos aspectos. Por un lado, la patriarcal del hombre que mira a una mujer con una carga considerable de erotismo: “viaja con todo el cuerpo, con la boca redonda y maciza, llena de una madurez frutal” (96); por otro, la del hombre blanco, o el hombre occidental, que se vale de las categorías del primitivismo-desarrollo para evaluar toda realidad distinta a la propia: “trae dos argollas a manera de aretes. Dos argollas falsas y poderosas que podrían ser las que llevaron sus abuelos en la nariz” (96). La proyección inicial del deseo se ha convertido en humillación, pero termina sorprendemente, con sombras de temor: “La negra ... sonríe regocijada, con una ancha y afilada sonrisa que le relumbra como un machete” (97).

Detrás de “la negra” viaja un “indio” (97). Éste comparte la categoría “sexo” con el autor, pero en ningún modo pertenece al mismo grupo social, como García Márquez se encarga bien de expresar a través de un discurso que parecería ocuparse más de una rareza botánica que de un ser humano:


Es un ejemplar perfecto de estos hombres --mitad primitivos, mitad civilizados-- que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta cargados de plantas medicinales y de fórmulas secretas para el buen amor ... Liso el cabello y rabioso, éste del indio deja pasar por su físico una violenta ráfaga de caballo. (97)

 El escritor se distancia y se diferencia de “la negra” y del “indio” colocándose en la posición de un observador masculino, civilizado y blanco --aspectos que cobran mayor relieve cuando “negra” e “indio” se enfrascan en una animada conversación en la que vuelve a entrar la sexualidad subrepticiamente: “El indio le ha dicho que allí, en la cajita que trae sobre las piernas,

hay una culebra cascabel”. La negra, por su parte, le pide al indio “un remedio para no tener hijos” y a continuación la vemos


...echándose a la boca puñados de semillas traídas de quién sabe qué rincón de la hechicería. Y después de cada dosis, un estremecimiento febril se le trepa por el cuerpo conmovido, como si sintiera en el vientre los acerados mordiscos que van cicatrizando su dinastía. (98)

La imagen, inquietante cuando menos, evoca prejuicios extendidos sobre la sexualidad incontenible de las mujeres y los hombres de color --prejuicios, por cierto, frecuentemente aplicados a todo el continente latinoamericano.

No cabe duda de que dentro del universo periodístico de García Márquez, como ocurrirá también en el de ficción, la realidad se clasifica y se separa sin conflicto aparente en masculino y femenino, raza “blanca” y “otras razas”, y de que esta separación asegura un orden. Pasemos, pues, al terreno de la ficción para explorar estos aspectos.

Ya desde los primeros cuentos, reunidos en Ojos de perro azul, (1974), resalta por su recurrencia y su relevancia la relación que se establece entre las figuras maternas y los hijos. En “La tercera resignación” (1947) la madre cuida fervorosamente del cuerpo de su hijo en estado vegetal; le construye un ataúd lo suficientemente grande para permitir el crecimiento de sus miembros; lo mide rutinariamente para asegurarse de que todavía está vivo; lo huele para constatar su muerte cuando deja de crecer. El cuento está plagado de mórbidas imágenes kafkianas que se repetirán en “Eva está dentro de su gato” (1948). En este relato, Eva experimenta su cuerpo como un organismo invadido de insectos nacidos “en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella” (30). El pecado de este personaje --evocación del pecado de la mítica Eva-- es su belleza, que le llega a doler “físicamente como un tumor o como un cáncer” (29). Como la madre del cuento anterior, Eva tiene un hijo muerto, enterrado en el jardín y convertido en fruta por los procesos de descomposición del suelo y de nutrición de las plantas: “Sabía que el niño había subido hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne ...” (35). Lo que Eva desea, sumida en un estado difuso de conciencia que acaba siendo identificado con la muerte, es comerse, precisamente, una de estas frutas: extraña reescritura del mito adánico en que las madres devoran a sus hijos--¿o las Evas a los Adanes?-- metamorfoseados en naranjas.

No todas las mujeres de estos cuentos son antropófagas, pero casi todas, como ocurrirá también cuando la escritura de su autor evolucione hacia lo que será un estilo personal y maduro, presentan dimensiones enigmáticas y amenazantes. Casi todas, también, están inextricablemente unidas a la casa, recinto de la angustia y de la alucinación y escenario del cuento “Amargura para tres sonámbulos” (1949), donde tres personajes masculinos se preguntan qué cosa sea la mujer que vive con ellos --su hermana:

Sentados en un triángulo, la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo ... Pero la queríamos así: fea y glacial, como una mezquina contribución a  nuestros ocultos defectos. (42)


La hermana es, en realidad, el retrato monstruoso de una “solterona” que va apagando, una a una, sus funciones vitales:


Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. (42)

En los cuentos anteriores, la madre era presencia inescapable en la vida del hijo e iba asociada al origen y a la aniquilación. En éste, la mujer es el espejo del deterioro y del absurdo de la vida de los hermanos.

En “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955), se configura definitivamente un personaje femenino que se repetirá con pocas variaciones a lo largo de toda la obra de García Márquez. La casa sigue siendo el escenario donde se desarrolla una existencia insidiosa, viscosa como la lluvia que la rodea y que borra las horas y los días hasta crear en la protagonista la sensación de un tiempo que retrocede. Isabel presenta características que resultan familiares a los lectores de García Márquez: el silencio  y el laconismo como formas favoritas de comunicación,  la insatisfacción --raramente verbalizada-- con su vida, y las relaciones familiares complejas, cargadas de pasado. El personaje de Isabel, sin embargo, se nos manifiesta a través de una compleja introspección que estará ausente en la mayoría de las mujeres del siguiente tomo de cuentos --Los funerales de la Mama Grande, (1962). Si las mujeres de Ojos de perro azul estaban asociadas al origen y a la muerte, las que emergen en esta colección se ocupan de la supervivencia de sus hombres y de sus casas. Son mujeres silenciosas, adustas, prácticas en extremo; están en posesión de una clarividencia sorprendente y de una determinación y una resolución absolutas. Podría citar muchos ejemplos: la madre que viste luto riguroso en “La siesta del martes”, (1962); la esposa de un soñador incapaz de pedir retribuciones justas para sus trabajos en “La prodigiosa tarde de Baltazar”, (1962); las viudas que se encierran a esperar la muerte (“La viuda de Montiel”, 1962); la abuela y la nieta que viven en un pequeño universo de silencios, acciones manuales y rutinarias y soledades que se espían (“Rosas artificiales”, 1962). Los personajes masculinos con los que aparecen se caracterizan por una pobre disposición para lidiar con el mundo material y cotidiano, pero son repositarios de la historia, de los aspectos espirituales y de la cultura.
Como en Crónica de una muerte anunciada (1981), donde Santiago Nasar disfraza a las mulatas del prostíbulo que frecuenta para hacerlas iguales unas a otras (106), García Márquez va construyendo un universo de ficción donde los personajes femeninos resultan prácticamente intercambiables de unos relatos a otros. Este patrón presenta dos variantes recurrentes y antitéticas. Por un lado está el retrato magnificado de la mujer de voluntad férrea: la Mama Grande, figura imponente que ha convertido la ingrata labor doméstica en un poder “real”, material y caciquista. La figura de la Mama Grande exhibe las fuerzas aniquiladoras de los personajes de los primeros cuentos y se levanta sobre los temores masculinos que otorgan un poder ilimitado y destructivo a la mujer que llega a romper con las limitaciones impuestas a su sexo. Es también antecedente y ejemplo de la inolvidable Ursula Buendía, de Cien años de soledad, centro de gravedad de todo un árbol genealógico.

La representación femenina que encontramos en el polo opuesto es la  Cándida Eréndira, vulnerable e indefensa adolescente, esclavizada, prostituida por su abuela y abusada por un número desorbitado de hombres. Las “muchachitas para enrazar” (67) de El coronel no tiene quien le escriba (1961) y, en parte, Sierva María de Del amor y otros demonios (1994) presentan muchas de estas características.        

Ilustran estas figuras, además, otro aspecto característico de las representaciones femeninas en la narrativa de García Márquez: las niñas y las adolescentes de sexualidad naciente e impetuosa. Sierva María, por ejemplo, es una niña de ojos claros, poseedora de una cabellera rojiza que mide varios metros de largo. Es blanca de nacimiento, pero es negra por crianza: hija de nobles criollos, vive con las esclavas y la servidumbre de la casa. De aspecto virginal, puro, delicado y frágil, la niña baila como una esclava negra, canta como una yoruba y oculta un torrente de pasiones comúnmente asociado con las etnias de color.         
Sierva María, por lo tanto, reune las características de la belleza “casi europea”, asociada a la espiritualidad y a la pureza, que García Márquez describía  con delectación en uno de los artículos periodísticos ya citado, y la corporeidad --léase, “sensualidad y primitivismo”-- de la mujer negra del artículo comentado, también, anteriormente.  Sierva María es la mujer-ángel --”Sierva María de Todos los Angeles” (11)-- y, por su asociación con ciertas prácticas africanas, la mujer-diablo. La combinación resulta fatal, como sugiere la imagen macabra con que se abre la novela: una lápida rota en pedazos de la que brota “una cabellera viva de un color de cobre intenso” (11).

No es casualidad que la larga cabellera de “veintidós metros y once centrímetros” (11) sobreviva a su personaje: es el

 testimonio post mortem de una sensualidad desbordante que la condena, porque Sierva María no sólo cruza las fronteras

 conflictivas de la raza, sino también los ámbitos prohibidos de la sexualidad infantil, cuyo impacto aparece notablemente

 mitigado en la novela gracias al maquillaje romántico al que se le somete: arrullados por los endecasílabos gloriosos de

 Garcilaso de la Vega, una niña de doce años y un cura de treinta y siete hacen el amor en la celda de un convento.

Al describir estas escenas, me vienen a la cabeza ciertas reflexiones de un compañero de generación de García Márquez,

 Vargas Llosa, quien en una entrevista con los críticos Williams, Gass y Rybalka intenta explicar la presencia de fuerzas

 aparentemente irracionales e incontrolables en sus textos: "I think it is something with some negative qualities, something that is

 repressed for one reason or another ... In any case, when I talk about demons and obsessions, I refer to these drives." (203)

"Literature probably gives me something that I would have to be a monster to look for in real life." (204)

Pienso también en Julio Cortázar y sus “neurosis” (Turner 47-48), y hasta en el joven García Márquez --el periodista--, que en sus comentarios literarios sobre la obra de Edgar Allan Poe alude a ciertos “conflictos interiores” del autor --la impotencia-- para explicar su “inevitable retorno ... hacia el ideal de la amada muerta” (141).

Aplicar un análisis de tipo biográfico a los textos del “boom” no es, desde luego, mi propósito. El propio García Márquez evitaría, hoy en día, hacer afirmaciones como las que acabo de citar de su artículo sobre Poe, y no le faltaría buen juicio. Lo que pretendo, de momento, es situar el foco de atención sobre la problemática representación de la sexualidad femenina que aparece en sus narraciones, aspecto que suele pasar desapercibido para una crítica más preocupada por resaltar las renovaciones formales –cada vez más escasas-- de esta narrativa, o sus “revolucionarias” interpretaciones de la realidad latinoamericana.
Pasemos, pues, a analizar los textos de la que se ha considerado la discípula y contraparte femenina del Nobel colombiano: Isabel Allende.

Existe una hermandad obvia de estilo, técnica y temática entre ambos escritores que se refleja, por poner sólo un ejemplo, en la preferencia por  construcciones bimembres que unen aspectos contrapuestos de la realidad y relacionan, con desparpajo y aparente descuido, elementos de categorías dispares: “un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza” (82), “la calentura de los huesos y la ansiedad del alma” (124), “los rizos del moño [y] ... el ritmo del corazón” (134) (1). Con este discurso encajado en moldes redondos y perfectos que nombran lo ambiguo y lo concreto, lo paradójico y lo racional, los respectivos narradores omniscientes crean un caos ordenado, una armonía caótica difícilmente quebrantable aun en sus aspectos más

dolorosos, que suelen aparecer descritos desde la mirada imperturbable y la distancia afectiva del narrador-dios.

Pero no podemos olvidar, para el tipo de análisis que quiero hacer, que estamos ante dos narradores de distinto sexo. Si aceptamos que esta diferencia de género puede determinar una serie de marcas en la escritura, entonces creo que merece la pena preguntarse qué ocurre con los personajes femeninos de García Márquez puestos a funcionar en los textos de una mujer.

En la colección titulada Cuentos de Eva Luna (1989), como ocurría en Del amor y otros demonios, las palabras de un periodista describiendo a un personaje femenino sirven para abrir la narración. Así como el lector de García Márquez llegaba hasta Sierva María por el filtro de la mirada de un hombre, el de Allende lo hace desde los ojos de Rolf Carlé, que mira a Eva Luna con idealización y con deseo: la “languidez de la mujer”, “la luz de las sábanas roza los senos y los pómulos de ella”, “el chal de seda y los cabellos oscuros caen con igual delicadeza” (12).

Estas palabras preliminares marcan la pauta de lo que serán las restantes descripciones femeninas.  A Belisa Crepusculario, la protagonista del primer cuento, la vemos desde los “ojos de puma” de un hombre (17) que mira sus “senos virginales” (18) y que siente “el olor de animal montuno que se desprendía de [ella], el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja” (19).

Belisa trabaja con el lenguaje y con la escritura --aspecto, éste sí, que la diferencia de las protagonistas de García Márquez-- pero su maestría lingüística acaba teniendo como objeto la seducción de ese guerrillero-puma cuyo nombre, antes de conocerla a ella, estaba irremisiblemente unido “al estropicio y a la calamidad” (16).

Cuando Belisa escribe para su coronel, escoge aquellas palabras “capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres” (18); y con esta separación categórica de las maneras en que hombres y mujeres interactúan con la realidad --lógicamente, ellos e intuitivamente, ellas-- la narradora deshace, precisamente, uno de los propósitos de su propio discurso, a saber, subvertir los papeles asignados a los personajes femeninos en el discurso tradicional (2).

El universo de ficción que crea Allende en éste y otros cuentos no es mucho más revolucionario que el de los los “best-sellers” escritos por mujeres norteamericanas en los ochenta y analizados magníficamente por Dudovitz en The Myth of Superwoman (1990). Las protagonistas de estos “best-sellers” suelen ser mujeres que, como la Belisa de “Dos palabras”, incorporan logros masculinos sin perder un ápice de su feminidad y de su poder de seducción --poder dirigido, invariablemente, hacia el hombre fuerte, protector y viril (Dudovitz 170). Las relaciones entre estos hombres y mujeres se definen de acuerdo a patrones harto conocidos para todos los lectores, y por lo mismo, carentes de valor como instrumentos de cambio social.

El que Isabel Allende abra un espacio para la expresión de la sexualidad femenina tampoco garantiza, automáticamente, los valores subversivos de su obra. En sus textos, la escritura de la sexualidad oscila entre el eufemismo y la expresión directa, o incluso confrontativa, mostrando una ambivalencia que refleja cierta incomodidad a la hora de explorar estos terrenos donde el prejuicio y el tabú son todavía señores. Como ejemplo de la primera postura, la eufemística, vale citar una alusión a la vagina de uno de los personajes como “un punto preciso entre sus piernas” (28), la excitación sexual de otro personaje femenino como “el rumor de la sangre bullendo en su cuerpo” (121) y el coito como el “penetrar en la esencia del otro” (70).

Para ilustrar la segunda actitud, más fresca y, sin duda, más acorde con las premisas femeninas del fin de siglo, me sirve un párrafo de la novela  Eva Luna (1991), donde la protagonista se expresa así a propósito de la desnudez de su patrón:


El patrón sólo tenía una lombriz gorda y lamentable, siempre mustia, ... Era similar a su pulposa nariz y descubrí entonces --y comprobé más tarde en la vida-- la relación estrecha entre el pene y la nariz. Me basta observar la cara de un hombre para saber cómo se verá desnudo. (31)

Esta misma sabiduría sobre los genitales masculinos es la que desarrolla Hermelinda, protagonista del cuento “Boca de sapo” (47), prostituta gozosa que se constituye en “abeja emperatriz” (48) de una región apartada y glacial a base de aliviar “la penuria de amor” (48) del grupo de peones que allí trabajan. Hermelinda, nos dice la narradora, ejerce “su oficio de consuelo por pura y simple vocación” (48) y además lo enriquece con toda suerte de juegos ingeniosos que hacen las delicias de sus contertulios. Uno de estos juegos consiste en que la mujer se suba a un columpio con las piernas abiertas para que los hombres “la embistan” (50). Pero el que más éxito tiene es el que da título al cuento: en el juego de El Sapo, los contendientes se dedican a tirar monedas al “oscuro centro” del cuerpo de Hermelinda, a la sazón tumbada “con las rodillas abiertas, sus piernas doradas a la luz de las lámparas de aguardiente” (50).       

Hermelinda, como el resto de las protagonistas de estos cuentos, es perfecta: sus “carnes” son “firmes” y su “piel” no tiene “mácula” (49); por sus atributos personales es “una amiga entusiasta y traviesa” (49). Hermelinda, sí, es un dechado de virtudes, pero virtudes definidas siempre desde el deseo masculino: una mujer dispuesta en todo momento a satisfacer sexualmente al hombre y a darle, además, la “ternura maternal” (48) que se desprende de las labores tradicionalmente “femeninas”: coser camisas, cocinar gallinas, escribirles cartas de amor para “novias remotas” (48-49). Hermelinda es el sueño de cualquier hombre.

La condición de prostituta feliz le sirve a la autora, supongo yo, para resaltar el carácter indómito, fuera de toda norma social y libérrimo de su protagonista, pero resulta cuando menos contradictorio que lo haga poniendo a su personaje al servicio de ennoblecer una de las más aberrantes manifestaciones del patriarcado --la prostitución. No obstante, sería factible creer a la narradora cuando afirma que Hermelinda es feliz, y hasta aceptar los visos subversivos que podrían derivar de la representación de una mujer que explota su sexualidad de motu propio , si no fuera porque en el cuento aparece un personaje, un hombre, destinado a poner fin a los desmanes de Hermelinda.

Volviendo a analizar las descripciones de la narración y los puntos de vista desde las que se emiten, el encuentro entre Hermelinda y su hombre merece ser citado:


Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de las montañas. Sintió alborotársele el instinto de cazador ...  Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y balanceando el tronco hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada de cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de contorsionista ... Salió casi arrastrándola ... (52)

La escena citada es un ejemplo invaluable de cómo los hombres y las mujeres de las narraciones de Allende resuelven sus conflictos en contenciosos de poder, generalmente expresados sexualmente. En dichas confrontaciones, los personajes femeninos, hasta entonces caracterizados como heroínas determinadas, independientes y libres, se someten --y uso la palabra a propósito-- al encontrar a un hombre más fuerte, a un hombre que reúna todas las características del “macho” tradicional.

Puedo citar otros ejemplos: en “Walimai”, el padre de la narradora apacigua a su futura esposa hablándole “en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su presa” (102); Casilda, la protagonista de “La mujer del juez” (139), se abandona por primera vez a su propia sensualidad con el bandolero más temido de la región, el hombre que conduce a la muerte a su propio marido; Abigail, en “Con todos los respetos debidos”, entrega todos sus diamantes al “único hombre que consiguió domarla” --Domingo Toro (170, mías las cursivas); hasta entre los bailarines seniles del salón de “El pequeño Heidelberg” (131), el personaje masculino guía a su pareja “con su firme mano de timonel” (134).

La ausencia de mujeres negras o indias en papeles que superen el estereotipo es otro rasgo que la narración de Allende comparte con los “best-sellers” femeninos norteamericanos (Dudovitz 8). Se podría objetar a esta aseveración el hecho de que Eva Luna, protagonista de la novela que lleva el mismo título, es hija de una mujer blanca y un hombre indio, y es, sin embargo, una heroina consumada. Pero el mestizaje presentado en esta narración es unilateral: Consuelo, la madre de Eva Luna, con sus ojos claros y su cabellera rojiza, da a luz una hija perfecta (27), mientras que la madrina negra de la niña engendra, de sus relaciones con un hombre blanco, un monstruo con dos cabezas de colores distintos (48). Como aquel personaje del periodismo de García Márquez --”la negra”-- que se echaba semillas a la boca para estirilizarse, la madrina de Eva Luna se hará coser la vagina (101). Cabe preguntarse, por lo tanto, por qué los personajes femeninos blancos pueden cruzan barreras étnicas, económicas y de clase, y no ocurre así con los personajes femeninos negros o indios.

Los textos de Gabriel García Márquez, como los de Isabel Allende, se escriben desde una perspectiva “occidental” y “blanca”. Ambos asumen, por otro lado, un punto de vista masculino en el desarrollo narrativo de la sexualidad femenina. En García Márquez, las representaciones femeninas se polarizan, además, en dos tipos característicos: el de la mujer omnipotente, de poder ilimitado y aniquilante, y el de la mujer-niña, desposeída de toda voluntad, abusada y prostituida.

La narrativa de Isabel Allende se asienta, aparentemente, sobre el polo de la mujer omnipotente. Es el de esta escritora un discurso que repasa la lista de estereotipos femeninos y trata de subvertirlos uno a uno con una larga serie de mujeres activas, emprendoras, dueñas de su destino. No obstante, la validez de esta inversión de roles está puesta en cuestión por el relato mismo: las elecciones eróticas y los romances de estos personajes aparecen incentivados por situaciones de desigualdad donde el hombre demuestra, de uno u otro modo, su superioridad. La fantasía omnipotente en la que viven los personajes de Allende respeta, en última instancia, las jerarquías genéricas de la sociedad en la que viven el lector y la lectora.

Los estudios de Tulio Halperín Donghi, Neil Larsen, o Hernán Vidal, entre otros, han puesto ya en duda los aspectos “revolucionarios”--en el sentido histórico de la palabra-- de la narrativa latinoamericana que se escribió durante los sesenta y que continúa, todavía hoy, viva. Mi trabajo ha obviado, desde luego, un análisis de tipo histórico, pero ha querido poner de relieve el estatismo que presentan las microestructuras sociales en los textos de dos conocidísimos autores: García Márquez, como uno de los iniciadores del “boom” e Isabel Allende, como continuadora de muchas de sus premisas. En ambos casos, las representaciones de mujeres, hombres, blancos, negros e indios repiten casi sin variación los estereotipos de raza y sexo que justifican situaciones de dominación y de desigualdad --ecos intranacionales de estructuras de dependencia, discriminación y explotación a nivel internacional.

Notas

(1). Estos tres ejemplos proceden de los Cuentos de Eva Luna (1989).

(2).  El mismo razonamiento puede aplicarse a las categorías masculinas utilizadas --las "macizas virtudes masculinas" (97) o
 la "ternura viril" (98)-- que, por oposición, sugieren las tradicionales cualidades femeninas.

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