Universidad de
Buenos Aires
El 8 de octubre de 1967 no fue
una fecha cualquiera. Ese día, en Bolivia, asesinado por las
fuerzas de
seguridad, había caído Ernesto “Che” Guevara. En el
mismo instante en que lo mataban, Guevara −como todo héroe−
nacía por tercera vez. Su nacimiento biológico
había sido
en 1928, en Rosario, Argentina. Su segundo nacimiento, en la Sierra
Maestra
cubana, durante el proceso que culminó con la Revolución
de 1959,
y que supieron condensar el relato “Reunión” de Julio
Cortázar (que imagina el momento en que el médico se
descubre
como combatiente) y la célebre foto de Alberto Díaz
(Korda) en la
que Guevara mira hacia un horizonte preñado de futuro.
Finalmente, el
héroe nacía por última vez en Bolivia con su
derrota
definitiva: representado por una foto que lo mostraba abatido en una
camilla,
Ernesto Che Guevara había demostrado con su propia vida que al
morir por
la Revolución el combatiente ayudaba a su alumbramiento.
Si bien la figura del
guerrillero ya era una referencia insoslayable de la cultura y la
política de los años sesenta, sobre todo después
del
triunfo de la Revolución Cubana, 1967 puede considerarse el
año
clave en que, tanto para la Argentina como para Brasil, su figura
irrumpió como modelo de acción política (y,
complementariamente, de comportamiento ético). Si Marx pudo
decir en el
siglo XIX que “un fantasma recorre Europa”, refiriéndose al
comunismo, bien podría afirmarse que, a partir de ese
año, un
fantasma recorre Latinoamérica en la efigie del Che.(1)
En dos países dominados por dictaduras y atravesados por
antagonismos
sociales, la figura del guerrillero canalizó, de un modo muy
eficaz, la
aspiración al cambio. En el caso de Brasil, el endurecimiento
progresivo
de la dictadura militar brasileña que había comenzado en
1964
llevó a diversos sectores a considerar que únicamente la
lucha
armada podía redirigir el rumbo de la historia, no sólo
hacia la
caída del régimen sino también hacia la
instauración de una sociedad socialista. En el caso de la
Argentina, el
golpe militar de 1966, que fue interpretado por diversos grupos como el
fin de
las opciones “democrático-burguesas”, abría la
perspectiva
de una acción violenta que la intransigencia del gobierno de facto terminó alentando. Hacia
fines de la década del sesenta, la incidencia de la saga
guerrillera
había sido tan profunda en el imaginario colectivo que puede
decirse que
llegó a afectar todos los órdenes de la vida social.
Entre las
diferentes dimensiones que adquirió el fenómeno en esos
años me interesa particularmente el modo en que su presencia
transformó los vínculos de la política con la
estética y con la ética.
Para comprender las relaciones
entre estética y política, se suele citar una frase de
Walter
Benjamin incluida en su célebre ensayo sobre “La obra de arte en
la época de su reproductibilidad técnica”, donde sostiene
que mientras el fascismo hace una estetización de la
política, el
comunismo responde con una politización de la estética
(Benjamin
excluye la opción burguesa que consiste en la separación
de la
estética y la política). Estas observaciones del
crítico
alemán se han repetido innumerables veces, como
si estética y política no fueran afectadas por los
cambios
históricos y como si los gobiernos militares de Onganía o
de
Costa e Silva hubiesen apostado por una “estetización de la
política”, algo que se puede decir del régimen nazi pero
que parece temerario aplicar a las dictaduras del cono Sur. Lo que
parece
predominar, más bien, es una despolitización de la
estética y una correlativa moralización en un gesto
antimodernizador cuyo corolario fueron las leyes de censura promulgadas
en esos
años. Por eso tiene razón Martin Jay cuando advierte que
“cualquier análisis de la estetización de la
política [o de la politización de la estética]
debe
comenzar por identificar la noción normativa de la
estética [o de
la política] que supone” (Jay
2003: 146).
En
este sentido, no puede omitirse el hecho de que hacia fines de la
década
del sesenta la esfera estética en Argentina y Brasil
había
alcanzado un alto nivel de sofisticación formal, un considerable
grado
de modernización institucional y una relativa autonomía
que
explicaba buena parte de sus prácticas. En el periodo 1968-1970, cuando velozmente
comenzaron a agudizarse los antagonismos políticos, muchos
artistas se
cuestionaron sobre la eficacia de sus producciones artísticas
–inevitablemente mediatas y poco efectivas cuando son consideradas
según
los criterios de la política– y no fueron pocos (sobre todo en
la
Argentina) los que terminaron abandonando sus actividades
específicas
para incorporarse a la militancia. Es el caso de muchos participantes
de la
muestra de arte conocida como Tucumán
arde y de escritores ya consagrados como Rodolfo Walsh o Francisco
“Paco” Urondo, para quienes los desvíos de la forma
artística ya no podían satisfacer la necesidad de cambio
inmediato que la historia parecía reclamar y que sólo la
figura
de la rebelión militante parecía cumplir. “La violencia
ya
no ofende”, declaró Walsh en una entrevista de 1973, y Urondo,
en
1971, afirma: “la realidad que vivimos me parece tan dinámica
que
la prefiero a toda ficción”.(2)
La politización de la estética exigía, en el
contexto de
fines de los años sesenta, la funcionalización del arte
en su
conjunto y la imposición de criterios como los de utilidad,
eficacia e
inmediatez, que se formulaban según las demandas de las
necesidades
políticas y en consonancia con una idea teleológica de la
historia que avanzaba inexorablemente hacia la Revolución. Pero
los
artistas y escritores se encontraron con que los lenguajes
estéticos
eran tan complejos y elitistas que si su objetivo era incidir
directamente en
la revolución que llevaba adelante “el pueblo”, lo
más coherente era avanzar hacia su disolución.
Así, la
impugnación de la estética llegó a ser tan radical
que
más que de politización, como había querido
Benjamin a
mediados de los años treinta, habría que hablar de un
abandono
del arte.
Pero este pasaje −de la
estética a la política− no se hubiera producido si no se
hubiese impuesto, con la figura del guerrillero, una ética
que apuntalaba una determinada opción de vida.
Una ética que la trayectoria del “Che” Guevara representaba
como ninguna otra. Para los actores de la esfera estética, el
pasaje se
produce mediante lo que denomino una reconversión
de los valores. Me refiero a aquellos elementos
característicos de
la tradición estética que se remontan a la bohemia del
siglo XIX
(como el carácter rebelde, transgresor, antiburgués e
inconformista) y que, en esos años, comienzan a desplazarse de
la
“vida de artista” a la “vida del guerrillero”. Es
decir: como si sólo la “vida del guerrillero” pudiera
satisfacer ambiciones que tenían larga data para las sectores
más
dinámicos del campo estético. Al asumir la necesidad de
este
pasaje, todos los modos de vida eran puestos bajo la lupa que
ofrecía la
acción política. De ahí que cuando en la
película La hora de los hornos (del grupo de
cine
Liberación) se cite la frase de Franz Fanon de que “todo
espectador o es un cobarde o es un traidor”, en el significante espectador se anuden la postura
estética de quien asiste al cine con el fin de distraerse, la
posición política de quien prefiere observar antes que
actuar y
la falta ética de quien se niega a intervenir en los hechos. Es
que la
aparición del guerrillero tuvo la virtud, para las
configuraciones
culturales del período, de resolver de un solo golpe los dilemas
de la
estética, la ética y la política.
Si 1967 marca una fecha
inaugural para el corpus de mi investigación, 1976 puede
considerarse
otro momento de inflexión clave. Hasta entonces, las obras que
se
acercaban estéticamente al fenómeno de la lucha armada se
proponían
o construir un relato heroico del guerrillero o investigar las
posibilidades de
insertar la obra en el proceso revolucionario. Pero en 1976, año
en que
se produce el golpe de Estado en la Argentina, tiene lugar un
acontecimiento
literario: Manuel Puig, por entonces en su exilio neoyorquino, publica El beso de la mujer araña. Es,
hasta donde sé, el primer
intento narrativo de hacer una crítica de la figura del
guerrillero, de
oponerle otro modelo estético, ético e histórico y
de
disputarle la noción de cambio o antagonismo que había
sido
hegemonizada simbólicamente por su figura, al menos desde la
muerte del
Che Guevara. Desde esta perspectiva, la novela de Puig
inauguraría el
corpus de lo que denomino relatos de
erotismo político, que son aquellos que plantean un tipo de
economía libidinal alternativa en
las inversiones éticas y estéticas. Lo fundamental es que
estas
narraciones le oponen a la economía del deseo que plantea el
modo de
vida guerrillero, otro modo de vida, vinculado con las minorías
sexuales, que interactúa con él, lo critica y, al menos
en
términos imaginarios, lo termina desplazando. Por esta
vía, estos
relatos logran dar con el pasaje entre la necesidad de un cambio
político radical y la modernización
de las costumbres y la moral social (que había llevado a las
dictaduras
del continente a institucionalizar los mecanismos de censura), aspecto
este
último que había sido relegado por los militantes en sus
análisis ideológicos. Con la idea de que la novela de
Puig
inaugura un corpus y no constituye un caso aislado, busqué otros
textos
que me permitieran pensar el tipo de cambio que El beso de
la mujer araña pone en escena y encontré
que sus características se cumplen también de un modo
particular
en Stella Manhattan, novela escrita
por Silviano Santiago en 1985, en París. Mi objetivo es, en el
futuro,
constituir un corpus más amplio y establecer −a partir de los
textos de Puig y Santiago− las estrategias que utilizan estos relatos de erotismo político para
proponer, a partir de la revisión de la figura del guerrillero,
nuevas
constelaciones estéticas y éticas.
La historia que cuenta El beso de la mujer
araña es
bastante sencilla desde el punto de vista argumental. Los hechos se
desarrollan
casi en su totalidad en una celda en la que están encerrados
Valentín, un guerrillero, y Molina, un homosexual. La novela
consiste en
cómo Molina intenta seducir a su compañero de celda
mediante
relatos de películas del cine de género hasta que
finalmente lo
consigue. Y no sólo eso: Molina también logra que el
guerrillero
le confíe una misión política. Cuando Molina logra
la
libertad condicional, combina un encuentro con los compañeros de
Valentín en una calle de Buenos Aires. Al llegar al encuentro,
los
militantes se dan cuenta de que fue seguido por la policía y
deciden
matarlo, por miedo de que los delate cuando la policía lo
torture para
arrancarle información.
En Stella Manhattan, en cambio, no
sólo hay una
narración bastante fragmentaria y con múltiples
personajes, sino
que cada personaje se desdobla, a menudo como signo de su
condición gay. A causa de sus inclinaciones
sexuales, el protagonista Eduardo Costa e Silva (apellido que coincide
con el
del presidente de Brasil en 1967), también conocido como Stella
Manhattan, se ve obligado a abandonar Brasil y es enviado por su
familia a
Nueva York. Allí, se relaciona amistosamente con su vecino Paco
(una
loca cubana que se autodenomina “Lacucaracha”), con el guerrillero
Marcelo (cuyo nombre para la guerrilla es Caetano y para la comunidad
gay,
Marquesa de Santos) y con el agregado de la embajada, el coronel
Valdevinos
Vianna (también conocido como la “Viúva Negra” por su
afición a las prácticas sadomasoquistas). La historia
transcurre
en New York el 18 y el 19 de octubre de 1969, es decir los días
en que,
con la enfermedad irreversible del presidente Arthur da Costa e Silva,
se crea
en Brasil un vacío de poder que será resuelto con el
triunfo de
la línea dura, representada por el nuevo presidente
Garrastazú
Medici. La trama principal narra el envolvimiento de Eduardo con los
planes que
hace el agregado militar Vianna para conservar su doble vida de
agregado
militar y homosexual, y las presiones que ejerce el grupo guerrillero,
a
través de Marcelo, para que lo traicione. Al final, Eduardo
desaparece
misteriosamente, lo que satisface tanto a Vianna (que había sido
descubierto y amenazado por los guerrilleros) como a los grupos de
militantes
exiliados en Nueva York que desconfiaban de él.
Sin suprimir las numerosas
diferencias entre ambas novelas, lo que me interesa en función
del
corpus de relatos de erotismo político son ciertas coincidencias
significativas. En los dos textos, el personaje que cierra el relato
(con su
muerte o desaparición) es el homosexual que, así, llega a
lo que
denominé tercer nacimiento: su
final lo convierte en mártir, tanto en el relato que se hace de
la
muerte de Molina como en los panfletos que distribuye Paco Lacucaracha
santificando a Stella (en contrapartida, los guerrilleros de las dos
novelas
terminan con vida). Ambos protagonistas, además, mueren o
desaparecen
por intentar compatibilizar los motivos políticos con los
sentimentales:
Molina muere cuando quiere conectarse con los aliados de
Valentín
después de salir de la cárcel y Stella Manhattan
desaparece
misteriosamente decepcionado con las actitudes de sus compatriotas por
su
amistad con el agregado Vianna (es una muerte simbólica que
acepta todo
tipo de interpretaciones: pudo ser asesinado por los esbirros de Vianna
o por
el grupo de exiliados guerrilleros, o simplemente haber huido sin
avisarle a
nadie). En ambos casos, además, el relato de la muerte o la
desaparición
es narrado por informes policiales que describen los hechos
documentalmente y
que los interpretan de manera errada: como si esas muertes instauraran
un nuevo
sentido al que la ley es ciega, como si esas vidas fundaran una zona
inédita de lo subversivo y clandestino, en una clave muy
distinta a la
de los combatientes. En contraste con la heroicidad guerrillera, se
construye
un nuevo tipo de heroicidad que puede incluir tanto el deseo
erótico
como la subversión política.
Otra coincidencia significativa
es que ambas novelas recurren a los estereotipos para reelaborar las
identidades sociales y los deseos de los personajes. En El
beso de la mujer araña, Valentín es el
guerrillero y Molina es la loca,
figuras que remiten al modelo del guerrillero de los años
setenta y del gay
fascinado por el cine de Hollywood y el kitsch.(3)
Algo similar sucede con los personajes de Stella
Manhattan, sobre todo con el protagonista y su vecino Lacucaracha,
quienes
se comportan como “locas” y se fascinan con los típicos
estilemas de la cultura gay, al punto tal que la crítica Susan Canty Quinlan (2002) ha sostenido
que “all the characters and
images are stereotypes of stereotypes”. Mediante los “estereotipos
de estereotipos”, ambas novelas aceptan los imaginarios sociales con
sus
señas de identidad y, a la vez, subvierten ciertas valoraciones
implícitas. El estereotipo se convierte así en la manera
más expeditiva de vincular deseo y política: si el
imaginario
social utiliza los estereotipos para simplificar y a menudo demonizar
al otro,
ese otro (Molina o Stella Manhattan), en respuesta, se apodera de ellos
para
convertirlos en un escenario de sus propios deseos y fantasías.
Es por
reconocer al estereotipo como tal (de ahí que sean estereotipos
de
estereotipos), que Molina puede usarlos para ‘investigar’ su
relación con lo que le sucede. Algo que no podrá hacer el
guerrillero Valentín, quien se cree sujeto de la historia y no
advierte
ser él mismo una reproducción del estereotipo del
“Che” Guevara.
Pero a la vez que el estereotipo
codifica las señas de identidad y hace que el lector se sienta
en un
terreno ya transitado, ambas novelas ponen distancia a través
del uso de
procedimientos metaficcionales. El beso
de la mujer araña lo hace a través de las notas al
pie y de
las discusiones que sostienen Valentín y Molina sobre la
naturaleza del
acto narrativo cuando le cuenta las películas, y Stella
Manhattan a través de un personaje al que se denomina
“narrador” que, como todos los demás, se desdobla en otro
que lo observa por sobre el hombro mientras escribe. En la línea
sugerida por Nelson Vieira a propósito de Stella
Manhattan, estas elaboraciones metaficcionales pueden leerse
como una crítica de la instancia autoral y, por
prolongación, del
autoritarismo.(4)
Con estas estrategias
narrativas, los relatos de erotismo
político logran desplazar al héroe guerrillero. En su
reemplazo, postulan un nuevo héroe que, construido a partir del
estereotipo del homosexual, no sólo subvierte el autoritarismo
tradicional (del que participaría la ética guerrillera)
sino que
llega a encarnar un programa ético-estético. Mi pregunta,
entonces, es cómo se realiza esto en el contexto
histórico de la
politización de la forma que predominaba en la cultura de esos
años.
Para responder a esta pregunta
creo que es necesario detenerse en el lugar que tiene la ficción
en
estas novelas, bastante diferente al que tenía en la literatura
política del período, que había optado por el
testimonio.
En El beso de la mujer araña y
en Stella Manhattan, hay un retorno
de la ficción pero sin el carácter defensivo y
compensatorio que
tiene en el modernismo ni con la función reparadora que tiene en
el arte
representativo. La ficción, más bien, extrae sus fuerzas
del
potencial carácter subversivo de la cultura de masas, como lo
muestran
las películas que narra Molina o el samba-canción que
canta
Stella Manhattan. Se trata de un desvío
productivo que no exige la concentración modernista ni la
participación activa, y que trabaja más bien con la distracción, ese modo
específico de la ficción en los medios masivos que ya
detectó Sigfried Kracauer en los años treinta. Un
desvío
productivo, en suma, que no sólo se resiste a la inmediatez de
la
acción política sino que llega a modificar su estatuto:
si los
grupos politizados habían visto a los medios masivos bajo la
óptica de la manipulación y la alienación (y
habían
menospreciado su presencia en la vida social), las narrativas de Puig y
Santiago encuentran en ellos un espacio para el deseo y la resistencia.
Es el
desvío que le propone Molina a Valentín y que no es
meramente
estético sino que tiene resonancias éticas:
¿cómo
concebir una acción política en la que el deseo de Molina
(que
también es una víctima del poder) pueda tener lugar?
Considerado en
su contexto de producción, puede decirse que, con esta
concepción
de la ficción, El beso de la mujer
araña y Stella Manhattan
defienden una noción de pluralidad y de apertura a las
minorías
que, en el discurso de la militancia política, estaba realmente
ausente.
De ahí que, en un mismo movimiento, los relatos de
erotismo político puedan llegar a concebir una
salida ética y estética a los dilemas de esos años.
Mi
propuesta es que los medios masivos exponen un nuevo tipo de
fantasía y
que estos textos trabajan con esa dimensión que implica no
sólo
una transformación de la estética sino también de
la
ética y la política. Como dije anteriormente, en El beso de la mujer araña Molina
le cuenta películas a Valentín, el guerrillero, con el
fin de
seducirlo. A través del personaje de Molina, la novela de Puig
rescata
aquella figura del espectador que había reprobado Fanon. La
frase de
Fanon (tal como había sido leída por el grupo de cine
Liberación) exigía la inmediatez e implicaba tanto una
crítica de la concentración y el repliegue exigidos por
la
autonomía del arte como una crítica de la
distracción o
alienación que alentaba la cultura masiva. Molina, en cambio,
defiende
los arabescos de la ficción, el contar como distracción,
y trata
de preservar frente a los reproches de su compañero de celda una
zona de
delectación estética que no se someta a los imperativos
de la
política. De todas las películas que narra Molina, la
segunda es
la más conflictiva desde el punto de vista político: se
trata de
un melodrama de propaganda nazi que se titula Destino.
La película (a diferencia de otras) está
inventada por Puig pero sabemos, por manuscritos conservados, que
está
inspirada en la diva Zarah Leander y en la película Die
grosse Liebe (El gran
amor, 1942) de Rolf Hansen, el mayor éxito internacional del
cine
propagandístico nazi.(5)Destino
narra el amor de la actriz
Leni por un teniente nazi y cómo lo ayuda a derrotar una
conspiración judía internacional encabezada por un
militante de
la resistencia francesa. La historia y la defensa encendida que hace
Molina de
la película ocasionan la indignación de Valentín,
que lo
increpa con estas palabras:
−
Pero vos sabés que los maquis eran verdaderos héroes,
¿no?
[A lo que Molina responde]
−
Che, pero me creés más bruta de lo que soy.
− Si hablás en
femenino es porque ya se te pasó el dolor.
−
Bueno, lo que sea, pero tené bien en claro que la
película era
divina por las partes de amor, que eran un verdadero sueño, lo
de la
política se lo habrán impuesto al director los del
gobierno,
¿o no sabés cómo son esas cosas?
− Si el director ya hizo
la película es culpable de complicidad con el régimen.
−
Bueno, te la termino de una vez. Ay, me discutiste y me volvió
el
dolor… Uy…
−
Contá, que así te distraés. (Puig, 2002: 79).
La narración de las
películas tiene un carácter terapéutico y amoroso,
es
decir apuntala un modo de vida en que la defensa de la experiencia
estética no se hace en función de su aislamiento ni de su
capacidad de denuncia sino porque le da cauce al deseo del espectador.
Lo
central de este capítulo es que, pese a que Molina advierte los
alcances
ideológicos del film, no por eso disminuye su fascinación
con la
historia de amor entre Leni y el oficial nazi. Para exhibir más
abiertamente las operaciones narrativas de Molina, la novela
acompaña la
narración de Destino con una
nota al pie -la única
que no trata
sobre la homosexualidad- que transcribe un supuesto
catálogo de propaganda de la película que ensalza sus
virtudes
políticas. Los contrastes revelan el escándalo que,
refractado
por la forma artística, contiene la novela: mientras en la nota
al pie
se defiende con fines progermanos el cine documental, género que
practicaban los cineastas politizados del período (entre ellos,
los del
Grupo Liberación), en el diálogo entre los personajes se
hace una
apología de la invención ficcional. Mientras en el
folleto
publicitario se dice que la diva Leni, una vez en Berlín, deja
el
artificio del maquillaje para adquirir un “rostro lavado que nos
hablaba
de la salud de una montañesa”(6),
en la versión de Molina sigue siendo una mujer llena de erotismo
cuya
“última carta” consiste en seducir a su enemigo para luego
matarlo. En su lectura, Molina recupera lo que en la propaganda de Destino está reprimido: la fuerza
sensual de la diva cuyo cuerpo es sometido a la doctrina del Tercer
Reich. Lo
provocativo de la posición de Molina está en que no se
trata de
una defensa de la pluralidad interpretativa (Molina no defiende
sólo su
lectura sino también la película) ni del gusto kitsch
(que, como demuestra Destino, no tiene adscripción
partidaria o
ideológica fija). Lo que el personaje parece estar exigiendo
aquí
es un nuevo paradigma interpretativo que se niega a articular las
partes a una
totalidad que los determina (de ahí la importancia que adquiere
el
detalle como algo autónomo en la estética de Molina). Con
esta
torsión, Puig no estaría haciendo aquí otra cosa
que explicar
la fascinación que ejerce Zarah Leander (y no sólo ella)
sobre la
comunidad gay: una fuerza erótica corporal que no se deja
dominar y que
se antepone a todo ordenamiento ideológico. O como dice Karsten
Witte a
propósito de las películas de Leander durante el
período
nazi en que se la presentaba como una heroína de la vida
alemana:
“Leander, en El Gran Amor,
defiende su sensualidad marcada neuróticamente contra todas las
intenciones propagandísticas de su performance escénica”
[“Leander [in The Great Love]
defends her neurotically marked sensuality against all the
propagandistic
intentions of her stage performances”].(7)
La materialidad de la performance exige un tipo de aparato
interpretativo que
no puede ser proporcionado por la ideología descorporalizada.
También en Stella Manhattan el
artificio y la
refracción estética tienen un papel central. Al final del
libro,
hay un pequeño texto que dice: “Narrador e personagens
dobradiças [desplegables],
homenagem aos “Bichos” de Lygia Clark, e a “La Poupée”,
de Hans Bellmer”. ¿Cómo leer este texto inesperado con el
que concluye el libro? En el relato, quien habla de Lygia Clark y de
Hans
Bellmer es Marcelo, el personaje que pertenece a los grupos
guerrilleros. De
visita en la casa de un profesor que enseña literatura
brasileña
en Columbia, Marcelo dice refiriéndose a un cuadro de Josef
Albers que
está colgado en la pared:
Gosto de Albers. Me lembra
coisas de Lygia Clark. Só que, na sua série dos Bichos, Lygia foi mais longe, misturou a
precisão geométrica de Albers com a sensualidade
orgânica
das bonecas de Bellmer […] Lygia requer o tato do
espectador
(Santiago, 1985: 127).
La apelación al tacto se recorta, en
este fragmento,
contra el canon modernista representado por Albers y puede extenderse a
toda la
obra de Silviano Santiago, quien, en esos años, está
escribiendo
las críticas contundentes de la herencia modernista que
recopilaría en Nas malhas da letra
de 1989. Y no sólo podría ampliarse a la obra de Santiago
sino
también a la cultura brasileña en general que, en los
años
sesenta, asiste a un desplazamiento del paradigma de la lógica
visual
del modernismo a la lógica táctil de las nuevas formas,
tal como
lo observó un crítico de la importancia de Mário
Pedrosa
al hablar del pasaje de una
experiencia visual pura a la “fruición sensual de los
materiales,
en los que el cuerpo entero, antes resumido en la aristocracia distante
de lo
visual, entra como fuente total de la sensorialidad” (Pedrosa, 1998:
357).
De
ahí entonces la crítica o
la parodia a la que son sometidos los autores del canon modernista,
principalmente João Cabral de Melo Neto y Fernando Pessoa, y la
recuperación −como en El
beso de la mujer araña− del placer y la alegría que
ofrecen productos de la cultura masiva, como la canción “A jardineira”,
de Benedito
Lacerda y Humberto Porto que grabó Orlando Silva para el
Carnaval de
1939, con la que Eduardo abre la novela. O los modelos de artistas
impasibles
(en “estado geral de aloofness”) propuestos por el narrador, que no
son los modernistas canónicos como Stéphane
Mallarmé o
James Joyce sino el cómico Buster Keaton y el cantante Bob
Dylan, de
quien se transcribe un pasaje de su canción “Like a Rolling
Stone”. O de un modo más vinculado con la estética gay,
la
fascinación que ejerce el glamour hollywoodense con sus brillos
y sus
telas y que incita al tacto y a la corporalidad tanto en Stella
Manhattan,
según lo anticipa su nombre, como en el Molina de El
beso de la mujer araña. “Un arabesco de strass”,
observa Molina en la
vestimenta de Leni. “¿Qué es el strass?”
le pregunta el guerrillero Valentín. Y Molina
le responde: “No te creo que no sepas”. Frente a las
fantasías del voyeurismo en las que el cuerpo no entra o, mejor,
en las
que el sujeto necesita descorporalizarse
para entrar, la cultura de masas, antes que una alienación,
ofrece este
nuevo tipo de erotismo táctil que tanto Stella como Molina se
proponen
defender.
El desvío de la
fantasía que se produce en los relatos de erotismo
político
involucra a los sujetos a un punto tal que los quiebra o los desdobla.
De
ahí los dobles nombres de casi todos los personajes de la novela
de
Santiago (Marcelo / Caetano / Marquesa de Santos, Vianna / Viúva
Negra y
Eduardo Costa e Silva / Stella Manhattan) y los diferentes destinos de
cada uno
según la relación ética que asumen frente a este
desdoblamiento. De ahí, también, la transformación
de
Valentín el guerrillero quien cuestiona el estereotipo que
pretendía encarnar y accede finalmente al pedido de Molina.
¿Qué le pide Molina? Un beso en la boca.
“− Tengo una curiosidad…
¿te daba mucha repulsión darme un beso? (pregunta Molina)
− Uhmmm… Debe haber sido de miedo
que te convirtieras en pantera, como aquella de la primera
película que
me contaste.
− Yo no soy la mujer pantera.
− Es cierto, no sos la mujer pantera.
− Es muy triste ser mujer pantera,
nadie la puede besar. Ni nada.
− Vos sos la mujer araña, (le
dice entonces Valentín) que atrapa a los hombres en su tela.
− ¡Qué lindo! Eso
sí me gusta (Puig, 2002:
265).
Valentín es atrapado por
la fantasía de la ficción en una escena que remite a las
películas clase B y a la imaginería de los comics. Es un
nuevo
nacimiento para Valentín, tal vez menos heroico que morir en un
enfrentamiento armado (destino que, finalmente, le corresponde a su
compañero de celda) y no previsto en los manuales de Marighella
o el Che
Guevara, pero no por eso menos intenso: el momento fundante del
desvío
de la fantasía y de la ficción para la lucha.
Conclusiones
Los relatos de erotismo político
ponen en crisis el modo de vida
de la militancia guerrillera como resolución a conflictos
éticos
y estéticos. Frente a la politización de las diversas
esferas
sociales y a la exigencia de eficacia de las prácticas
artísticas, estas narraciones respondieron con una
reivindicación
de la inutilidad del deseo erótico
(considerado desde el punto de vista político) que
implicó
tanto una revalorización de la mediación estética
(por su
capacidad para dar cauce a esta “inutilidad”) como la
postulación de una ética en la que el cuerpo como sujeto
y objeto
de deseo tuviera un papel central. Mi idea es que esta oposición
pudo
surgir en un momento específico vinculado tanto con el desgaste
o el
declive del modelo de teleología histórica que
suponía la
figura del guerrillero como con la articulación de
políticas de
minorías que estaban en contraste o en contradicción con
las
políticas revolucionarias que apuntaban a la creación de
un
“Hombre Nuevo”, según la famosa definición del Che
Guevara. Este reconocimiento de sensibilidades emergentes (vinculadas
en ambos
casos con los movimientos gay) permitió que estas narraciones no
se
replegaran a una posición modernista defensiva sino que pudieran
investigar las potencialidades de zonas del arte que habían sido
consideradas kitsch, alienadas o regresivas. En el estereotipo y en las
fantasías del glamour gay,
considerado inocuo cuando no burgués, ambas novelas descubrieron
el
potencial de una erótica política. Y aunque ellas cuentan la historia de un fracaso
(el que se produjo en los años setenta con los movimientos que
apostaron
por el cambio revolucionario y la emancipación), al no
retrotraerse a un
pasado agotado, al investigar nuevas formas y nuevas encrucijadas para
pensar
la ética y la estética, El
beso de la mujer araña de Manuel Puig y Stella
Manhattan de Silviano Santiago no claudican: nos entregan en
cambio otros modos en los que todavía puede manifestarse la
rebelión del deseo.
Notas
(1). En Brasil, por ejemplo, surge el grupo MR-8 de Outubro, nombre que se ponen en
honor a la fecha de su caída (con esta misma
denominación, otro
grupo llevaría a cabo el hecho más resonante de los
años
de la lucha armada: el secuestro del embajador de Estados Unidos que
después sería la base del testimonio de Fernando Gabeira
en O que é isso companheiro?). En
Argentina, un conjunto de artistas, al cumplirse un año de la
muerte del
Che, tiñe de rojo las aguas de las fuentes de Buenos Aires, en
un
arriesgado acto que fracasa porque, sencillamente, desconocían
el
funcionamiento de los conductos de agua. Más allá de los
infinitos ejemplos que podrían darse del impacto que tuvo la
caída del Che Guevara en Bolivia, lo importante es tener en
cuenta que
su muerte fue leída como un paso hacia a la victoria (y no como
un
fracaso de la estrategia del foco), que su trayectoria
contribuyó a
forjar un modelo de vida que se convertiría vida
y que, a partir de entonces, la
alternativa de la lucha armada dejó otras alternativas en un
segundo
plano.
(3). Dice Roberto Echavarren en su texto “Género y
géneros”: “Me llamó la atención que el tipo de
homosexual que describe la novela correspondiera a una
generación
anterior (a la mía). Evocaba la atmósfera tradicional
más
que el contexto de activismo político que
experimentábamos. El
énfasis en las identidades femeninas se me ocurría
ligeramente
anacrónico frente a la mayor alternancia de roles que por
entonces se
promovía y ensayaba”, p.462.
(4). Nelson Vieira
(1991) en su ensayo sobre la metaficción y la cuestión de
la
autoridad en la novela posmoderna brasileña, cuando dice que
“self-conscious emphasis upon the text as artifice falls under the
rubric
of what is commonly known today as metafiction” (584). Y agrega que, de
este modo, estas narraciones señalan y desmantelan el “insidious
control behind a narrator’s or an author’s author-itian
stance”.
(5). Ver Julia Romero en Puig,
2002, XLI. También, como lo señala Julia Romero
en el
estudio de las notas manuscritas, hay una referencia a la actriz
francesa
Arletty quien se enamoró de un oficial nazi. Según cuenta
James Lord (1994),
Arletty fue pareja del
oficial nazi Hans Soering y puso, en este caso así como en su
amistad
con el colaboracionista Pierre Laval, “la amistad antes que el
patriotismo” (53). Lord también cuenta que en tiempo de la
Liberación de París, Arletty fue encarcelada y se le
prohibió trabajar durante un tiempo. De más está
decir
que, aquella que fue la máxima diva francesa de los años
treinta,
jamás volvió a ocupar ese lugar.
(6).En la descripción que se hace en la nota al
pie, se dice,
por ejemplo, que tiene los “dos pómulos enrojecidos de
cosmético aplicado sobre el rostro previamente lacado de blanco”.
(7).
Citado en el excelente
libro de Ascheid (2003), 159. En un
sentido similar va la afirmación, que también cita
Ascheid, de Helma
Sanders-Brahms
quien “describes
Leander in even more daring terms, linking the acterss with
the forbidden pleasures associated by yhe Nazis with “Jewish
decadence”. “Was Zarah in the
cinema not also sensual, threatening, wealthy, lascivious, elegant and
exploitative”, she asks, “all that, wich was said of the
‘Jewish world plague’ at the time?” (159).
Bibliografía
Lopes, Francisco Caetano
(1991): “Stella Manhattan; Uma
subjetividade outra” en Brasil/Brazil
5: 54-78.
Lord, James (1994): Six
exceptional women (Further memories),
Pedrosa, Mario (1998): “Arte ambiental, arte
pós-moderna, Hélio Oiticica” en Acadêmicos
e Modernos (Textos escolhidos
III), San Pablo,
Edusp, pp.355-366 (originalmente publicado en el Correio
da Manhã el 26 de junio de 1966).
Puig,
Manuel (2002): El beso de la mujer araña,
Madrid
et al., Archives.
Quinlan, Susan
Canty (2002):
“Cross-dressing: Silviano Santiago’s Fictional Performances”
en Susan Canty Quinlan and Fernando Arenas, editors:
Lusosex:
gender and sexuality in the Portuguese-speaking
world,
Santiago, Silviano (1985): Stella Manhattan,
Rio de Janeiro, Nova
Fronteira.
Vierira, Nelson (1991):
“Metafiction and the Question of Authority in the Postmodern Novel from
[1] En Brasil, por ejemplo, surge
el grupo MR-8 de Outubro, nombre que
se ponen en honor a la fecha de su caída (con esta misma
denominación, otro grupo llevaría a cabo el hecho
más
resonante de los años de la lucha armada: el secuestro del
embajador de
Estados Unidos que después sería la base del testimonio
de
Fernando Gabeira en O que é isso
companheiro?). En Argentina, un conjunto de artistas, al cumplirse
un
año de la muerte del Che, tiñe de rojo las aguas de las
fuentes
de Buenos Aires, en un arriesgado acto que fracasa porque,
sencillamente,
desconocían el funcionamiento de los conductos de agua.
Más allá
de los infinitos ejemplos que podrían darse del impacto que tuvo
la
caída del Che Guevara en Bolivia, lo importante es tener en
cuenta que
su muerte fue leída como un paso hacia a la victoria (y no como
un
fracaso de la estrategia del foco), que su trayectoria
contribuyó a
forjar un modelo de vida que se convertiría vida
y que, a partir de entonces, la
alternativa de la lucha armada dejó otras alternativas en un
segundo
plano.
[2] Montanaro 2003: 91.
[3] Dice Roberto Echavarren en su
texto “Género y géneros”: “Me llamó la
atención que el tipo de homosexual que describe la novela
correspondiera
a una generación anterior (a la mía). Evocaba la
atmósfera
tradicional más que el contexto de activismo político que
experimentábamos. El énfasis en las identidades femeninas
se me
ocurría ligeramente anacrónico frente a la mayor
alternancia de
roles que por entonces se promovía y ensayaba”, p.462.
[4] Nelson Vieira (1991) en su ensayo
sobre la metaficción y la
cuestión de la autoridad en la novela posmoderna
brasileña,
cuando dice que “self-conscious emphasis upon the text as artifice
falls
under the rubric of what is commonly known today as metafiction” (584).
Y
agrega que, de este modo, estas narraciones señalan y
desmantelan el
“insidious control behind a narrator’s or an author’s
author-itian stance”.
[5] Ver Julia Romero en Puig, 2002, XLI.
También, como
lo señala Julia Romero en el estudio de las notas manuscritas,
hay una
referencia a la actriz francesa Arletty quien se enamoró de un
oficial
nazi. Según cuenta James Lord
(1994), Arletty fue pareja del oficial nazi Hans Soering y puso,
en este
caso así como en su amistad con el colaboracionista Pierre
Laval,
“la amistad antes que el patriotismo” (53). Lord también
cuenta que en tiempo de la Liberación de París, Arletty
fue
encarcelada y se le prohibió trabajar durante un tiempo. De
más
está decir que, aquella que fue la máxima diva francesa
de los
años treinta, jamás volvió a ocupar ese lugar.
[6] En la descripción que se
hace en la nota al pie, se dice, por ejemplo, que tiene los “dos
pómulos enrojecidos de cosmético aplicado sobre el rostro
previamente lacado de blanco”.
[7] Citado en el excelente libro de Ascheid (2003), 159. En un sentido similar va
la afirmación, que también cita Ascheid, de Helma Sanders-Brahms quien “describes Leander in even more
daring terms, linking the acterss with the forbidden pleasures
associated by
yhe Nazis with “Jewish decadence”. “Was Zarah in the
cinema not also sensual, threatening, wealthy, lascivious, elegant and
exploitative”, she asks, “all that, wich was said of the
‘Jewish world plague’ at the time?” (159).