“Dame un beso, mi amor”: configuración cultural del guerrillero en el pasaje de las políticas (El beso de la mujer araña de Manuel Puig y
Stella Manhattan de Silviano Santiago)

 

 

Gonzalo Aguilar

Universidad de Buenos Aires

 

 

El 8 de octubre de 1967 no fue una fecha cualquiera. Ese día, en Bolivia, asesinado por las fuerzas de seguridad, había caído Ernesto “Che” Guevara. En el mismo instante en que lo mataban, Guevara −como todo héroe− nacía por tercera vez. Su nacimiento biológico había sido en 1928, en Rosario, Argentina. Su segundo nacimiento, en la Sierra Maestra cubana, durante el proceso que culminó con la Revolución de 1959, y que supieron condensar el relato “Reunión” de Julio Cortázar (que imagina el momento en que el médico se descubre como combatiente) y la célebre foto de Alberto Díaz (Korda) en la que Guevara mira hacia un horizonte preñado de futuro. Finalmente, el héroe nacía por última vez en Bolivia con su derrota definitiva: representado por una foto que lo mostraba abatido en una camilla, Ernesto Che Guevara había demostrado con su propia vida que al morir por la Revolución el combatiente ayudaba a su alumbramiento.

Si bien la figura del guerrillero ya era una referencia insoslayable de la cultura y la política de los años sesenta, sobre todo después del triunfo de la Revolución Cubana, 1967 puede considerarse el año clave en que, tanto para la Argentina como para Brasil, su figura irrumpió como modelo de acción política (y, complementariamente, de comportamiento ético). Si Marx pudo decir en el siglo XIX que “un fantasma recorre Europa”, refiriéndose al comunismo, bien podría afirmarse que, a partir de ese año, un fantasma recorre Latinoamérica en la efigie del Che.(1) En dos países dominados por dictaduras y atravesados por antagonismos sociales, la figura del guerrillero canalizó, de un modo muy eficaz, la aspiración al cambio. En el caso de Brasil, el endurecimiento progresivo de la dictadura militar brasileña que había comenzado en 1964 llevó a diversos sectores a considerar que únicamente la lucha armada podía redirigir el rumbo de la historia, no sólo hacia la caída del régimen sino también hacia la instauración de una sociedad socialista. En el caso de la Argentina, el golpe militar de 1966, que fue interpretado por diversos grupos como el fin de las opciones “democrático-burguesas”, abría la perspectiva de una acción violenta que la intransigencia del gobierno de facto terminó alentando. Hacia fines de la década del sesenta, la incidencia de la saga guerrillera había sido tan profunda en el imaginario colectivo que puede decirse que llegó a afectar todos los órdenes de la vida social. Entre las diferentes dimensiones que adquirió el fenómeno en esos años me interesa particularmente el modo en que su presencia transformó los vínculos de la política con la estética y con la ética.

Para comprender las relaciones entre estética y política, se suele citar una frase de Walter Benjamin incluida en su célebre ensayo sobre “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, donde sostiene que mientras el fascismo hace una estetización de la política, el comunismo responde con una politización de la estética (Benjamin excluye la opción burguesa que consiste en la separación de la estética y la política). Estas observaciones del crítico alemán se han repetido innumerables veces, como si estética y política no fueran afectadas por los cambios históricos y como si los gobiernos militares de Onganía o de Costa e Silva hubiesen apostado por una “estetización de la política”, algo que se puede decir del régimen nazi pero que parece temerario aplicar a las dictaduras del cono Sur. Lo que parece predominar, más bien, es una despolitización de la estética y una correlativa moralización en un gesto antimodernizador cuyo corolario fueron las leyes de censura promulgadas en esos años. Por eso tiene razón Martin Jay cuando advierte que “cualquier análisis de la estetización de la política [o de la politización de la estética] debe comenzar por identificar la noción normativa de la estética [o de la política] que supone” (Jay 2003: 146).

En este sentido, no puede omitirse el hecho de que hacia fines de la década del sesenta la esfera estética en Argentina y Brasil había alcanzado un alto nivel de sofisticación formal, un considerable grado de modernización institucional y una relativa autonomía que explicaba buena parte de sus prácticas. En el periodo 1968-1970, cuando velozmente comenzaron a agudizarse los antagonismos políticos, muchos artistas se cuestionaron sobre la eficacia de sus producciones artísticas –inevitablemente mediatas y poco efectivas cuando son consideradas según los criterios de la política– y no fueron pocos (sobre todo en la Argentina) los que terminaron abandonando sus actividades específicas para incorporarse a la militancia. Es el caso de muchos participantes de la muestra de arte conocida como Tucumán arde y de escritores ya consagrados como Rodolfo Walsh o Francisco “Paco” Urondo, para quienes los desvíos de la forma artística ya no podían satisfacer la necesidad de cambio inmediato que la historia parecía reclamar y que sólo la figura de la rebelión militante parecía cumplir. “La violencia ya no ofende”, declaró Walsh en una entrevista de 1973, y Urondo, en 1971, afirma: “la realidad que vivimos me parece tan dinámica que la prefiero a toda ficción”.(2) La politización de la estética exigía, en el contexto de fines de los años sesenta, la funcionalización del arte en su conjunto y la imposición de criterios como los de utilidad, eficacia e inmediatez, que se formulaban según las demandas de las necesidades políticas y en consonancia con una idea teleológica de la historia que avanzaba inexorablemente hacia la Revolución. Pero los artistas y escritores se encontraron con que los lenguajes estéticos eran tan complejos y elitistas que si su objetivo era incidir directamente en la revolución que llevaba adelante “el pueblo”, lo más coherente era avanzar hacia su disolución. Así, la impugnación de la estética llegó a ser tan radical que más que de politización, como había querido Benjamin a mediados de los años treinta, habría que hablar de un abandono del arte.

Pero este pasaje −de la estética a la política− no se hubiera producido si no se hubiese impuesto, con la figura del guerrillero, una ética que apuntalaba una determinada opción de vida. Una ética que la trayectoria del “Che” Guevara representaba como ninguna otra. Para los actores de la esfera estética, el pasaje se produce mediante lo que denomino una reconversión de los valores. Me refiero a aquellos elementos característicos de la tradición estética que se remontan a la bohemia del siglo XIX (como el carácter rebelde, transgresor, antiburgués e inconformista) y que, en esos años, comienzan a desplazarse de la “vida de artista” a la “vida del guerrillero”. Es decir: como si sólo la “vida del guerrillero” pudiera satisfacer ambiciones que tenían larga data para las sectores más dinámicos del campo estético. Al asumir la necesidad de este pasaje, todos los modos de vida eran puestos bajo la lupa que ofrecía la acción política. De ahí que cuando en la película La hora de los hornos (del grupo de cine Liberación) se cite la frase de Franz Fanon de que “todo espectador o es un cobarde o es un traidor”, en el significante espectador se anuden la postura estética de quien asiste al cine con el fin de distraerse, la posición política de quien prefiere observar antes que actuar y la falta ética de quien se niega a intervenir en los hechos. Es que la aparición del guerrillero tuvo la virtud, para las configuraciones culturales del período, de resolver de un solo golpe los dilemas de la estética, la ética y la política.

Si 1967 marca una fecha inaugural para el corpus de mi investigación, 1976 puede considerarse otro momento de inflexión clave. Hasta entonces, las obras que se acercaban estéticamente al fenómeno de la lucha armada se proponían o construir un relato heroico del guerrillero o investigar las posibilidades de insertar la obra en el proceso revolucionario. Pero en 1976, año en que se produce el golpe de Estado en la Argentina, tiene lugar un acontecimiento literario: Manuel Puig, por entonces en su exilio neoyorquino, publica El beso de la mujer araña. Es, hasta donde sé, el primer intento narrativo de hacer una crítica de la figura del guerrillero, de oponerle otro modelo estético, ético e histórico y de disputarle la noción de cambio o antagonismo que había sido hegemonizada simbólicamente por su figura, al menos desde la muerte del Che Guevara. Desde esta perspectiva, la novela de Puig inauguraría el corpus de lo que denomino relatos de erotismo político, que son aquellos que plantean un tipo de economía libidinal alternativa en las inversiones éticas y estéticas. Lo fundamental es que estas narraciones le oponen a la economía del deseo que plantea el modo de vida guerrillero, otro modo de vida, vinculado con las minorías sexuales, que interactúa con él, lo critica y, al menos en términos imaginarios, lo termina desplazando. Por esta vía, estos relatos logran dar con el pasaje entre la necesidad de un cambio político radical y la modernización de las costumbres y la moral social (que había llevado a las dictaduras del continente a institucionalizar los mecanismos de censura), aspecto este último que había sido relegado por los militantes en sus análisis ideológicos. Con la idea de que la novela de Puig inaugura un corpus y no constituye un caso aislado, busqué otros textos que me permitieran pensar el tipo de cambio que El beso de la mujer araña pone en escena y encontré que sus características se cumplen también de un modo particular en Stella Manhattan, novela escrita por Silviano Santiago en 1985, en París. Mi objetivo es, en el futuro, constituir un corpus más amplio y establecer −a partir de los textos de Puig y Santiago− las estrategias que utilizan estos relatos de erotismo político para proponer, a partir de la revisión de la figura del guerrillero, nuevas constelaciones estéticas y éticas.

La historia que cuenta El beso de la mujer araña es bastante sencilla desde el punto de vista argumental. Los hechos se desarrollan casi en su totalidad en una celda en la que están encerrados Valentín, un guerrillero, y Molina, un homosexual. La novela consiste en cómo Molina intenta seducir a su compañero de celda mediante relatos de películas del cine de género hasta que finalmente lo consigue. Y no sólo eso: Molina también logra que el guerrillero le confíe una misión política. Cuando Molina logra la libertad condicional, combina un encuentro con los compañeros de Valentín en una calle de Buenos Aires. Al llegar al encuentro, los militantes se dan cuenta de que fue seguido por la policía y deciden matarlo, por miedo de que los delate cuando la policía lo torture para arrancarle información.

En Stella Manhattan, en cambio, no sólo hay una narración bastante fragmentaria y con múltiples personajes, sino que cada personaje se desdobla, a menudo como signo de su condición gay. A causa de sus inclinaciones sexuales, el protagonista Eduardo Costa e Silva (apellido que coincide con el del presidente de Brasil en 1967), también conocido como Stella Manhattan, se ve obligado a abandonar Brasil y es enviado por su familia a Nueva York. Allí, se relaciona amistosamente con su vecino Paco (una loca cubana que se autodenomina “Lacucaracha”), con el guerrillero Marcelo (cuyo nombre para la guerrilla es Caetano y para la comunidad gay, Marquesa de Santos) y con el agregado de la embajada, el coronel Valdevinos Vianna (también conocido como la “Viúva Negra” por su afición a las prácticas sadomasoquistas). La historia transcurre en New York el 18 y el 19 de octubre de 1969, es decir los días en que, con la enfermedad irreversible del presidente Arthur da Costa e Silva, se crea en Brasil un vacío de poder que será resuelto con el triunfo de la línea dura, representada por el nuevo presidente Garrastazú Medici. La trama principal narra el envolvimiento de Eduardo con los planes que hace el agregado militar Vianna para conservar su doble vida de agregado militar y homosexual, y las presiones que ejerce el grupo guerrillero, a través de Marcelo, para que lo traicione. Al final, Eduardo desaparece misteriosamente, lo que satisface tanto a Vianna (que había sido descubierto y amenazado por los guerrilleros) como a los grupos de militantes exiliados en Nueva York que desconfiaban de él.

Sin suprimir las numerosas diferencias entre ambas novelas, lo que me interesa en función del corpus de relatos de erotismo político son ciertas coincidencias significativas. En los dos textos, el personaje que cierra el relato (con su muerte o desaparición) es el homosexual que, así, llega a lo que denominé tercer nacimiento: su final lo convierte en mártir, tanto en el relato que se hace de la muerte de Molina como en los panfletos que distribuye Paco Lacucaracha santificando a Stella (en contrapartida, los guerrilleros de las dos novelas terminan con vida). Ambos protagonistas, además, mueren o desaparecen por intentar compatibilizar los motivos políticos con los sentimentales: Molina muere cuando quiere conectarse con los aliados de Valentín después de salir de la cárcel y Stella Manhattan desaparece misteriosamente decepcionado con las actitudes de sus compatriotas por su amistad con el agregado Vianna (es una muerte simbólica que acepta todo tipo de interpretaciones: pudo ser asesinado por los esbirros de Vianna o por el grupo de exiliados guerrilleros, o simplemente haber huido sin avisarle a nadie). En ambos casos, además, el relato de la muerte o la desaparición es narrado por informes policiales que describen los hechos documentalmente y que los interpretan de manera errada: como si esas muertes instauraran un nuevo sentido al que la ley es ciega, como si esas vidas fundaran una zona inédita de lo subversivo y clandestino, en una clave muy distinta a la de los combatientes. En contraste con la heroicidad guerrillera, se construye un nuevo tipo de heroicidad que puede incluir tanto el deseo erótico como la subversión política.

Otra coincidencia significativa es que ambas novelas recurren a los estereotipos para reelaborar las identidades sociales y los deseos de los personajes. En El beso de la mujer araña, Valentín es el guerrillero y Molina es la loca, figuras que remiten al modelo del guerrillero de los años setenta y del gay fascinado por el cine de Hollywood y el kitsch.(3) Algo similar sucede con los personajes de Stella Manhattan, sobre todo con el protagonista y su vecino Lacucaracha, quienes se comportan como “locas” y se fascinan con los típicos estilemas de la cultura gay, al punto tal que la crítica Susan Canty Quinlan (2002) ha sostenido que “all the characters and images are stereotypes of stereotypes”. Mediante los “estereotipos de estereotipos”, ambas novelas aceptan los imaginarios sociales con sus señas de identidad y, a la vez, subvierten ciertas valoraciones implícitas. El estereotipo se convierte así en la manera más expeditiva de vincular deseo y política: si el imaginario social utiliza los estereotipos para simplificar y a menudo demonizar al otro, ese otro (Molina o Stella Manhattan), en respuesta, se apodera de ellos para convertirlos en un escenario de sus propios deseos y fantasías. Es por reconocer al estereotipo como tal (de ahí que sean estereotipos de estereotipos), que Molina puede usarlos para ‘investigar’ su relación con lo que le sucede. Algo que no podrá hacer el guerrillero Valentín, quien se cree sujeto de la historia y no advierte ser él mismo una reproducción del estereotipo del “Che” Guevara.

Pero a la vez que el estereotipo codifica las señas de identidad y hace que el lector se sienta en un terreno ya transitado, ambas novelas ponen distancia a través del uso de procedimientos metaficcionales. El beso de la mujer araña lo hace a través de las notas al pie y de las discusiones que sostienen Valentín y Molina sobre la naturaleza del acto narrativo cuando le cuenta las películas, y Stella Manhattan a través de un personaje al que se denomina “narrador” que, como todos los demás, se desdobla en otro que lo observa por sobre el hombro mientras escribe. En la línea sugerida por Nelson Vieira a propósito de Stella Manhattan, estas elaboraciones metaficcionales pueden leerse como una crítica de la instancia autoral y, por prolongación, del autoritarismo.(4)

Con estas estrategias narrativas, los relatos de erotismo político logran desplazar al héroe guerrillero. En su reemplazo, postulan un nuevo héroe que, construido a partir del estereotipo del homosexual, no sólo subvierte el autoritarismo tradicional (del que participaría la ética guerrillera) sino que llega a encarnar un programa ético-estético. Mi pregunta, entonces, es cómo se realiza esto en el contexto histórico de la politización de la forma que predominaba en la cultura de esos años.

Para responder a esta pregunta creo que es necesario detenerse en el lugar que tiene la ficción en estas novelas, bastante diferente al que tenía en la literatura política del período, que había optado por el testimonio. En El beso de la mujer araña y en Stella Manhattan, hay un retorno de la ficción pero sin el carácter defensivo y compensatorio que tiene en el modernismo ni con la función reparadora que tiene en el arte representativo. La ficción, más bien, extrae sus fuerzas del potencial carácter subversivo de la cultura de masas, como lo muestran las películas que narra Molina o el samba-canción que canta Stella Manhattan. Se trata de un desvío productivo que no exige la concentración modernista ni la participación activa, y que trabaja más bien con la distracción, ese modo específico de la ficción en los medios masivos que ya detectó Sigfried Kracauer en los años treinta. Un desvío productivo, en suma, que no sólo se resiste a la inmediatez de la acción política sino que llega a modificar su estatuto: si los grupos politizados habían visto a los medios masivos bajo la óptica de la manipulación y la alienación (y habían menospreciado su presencia en la vida social), las narrativas de Puig y Santiago encuentran en ellos un espacio para el deseo y la resistencia. Es el desvío que le propone Molina a Valentín y que no es meramente estético sino que tiene resonancias éticas: ¿cómo concebir una acción política en la que el deseo de Molina (que también es una víctima del poder) pueda tener lugar? Considerado en su contexto de producción, puede decirse que, con esta concepción de la ficción, El beso de la mujer araña y Stella Manhattan defienden una noción de pluralidad y de apertura a las minorías que, en el discurso de la militancia política, estaba realmente ausente. De ahí que, en un mismo movimiento, los relatos de erotismo político puedan llegar a concebir una salida ética y estética a los dilemas de esos años.

Mi propuesta es que los medios masivos exponen un nuevo tipo de fantasía y que estos textos trabajan con esa dimensión que implica no sólo una transformación de la estética sino también de la ética y la política. Como dije anteriormente, en El beso de la mujer araña Molina le cuenta películas a Valentín, el guerrillero, con el fin de seducirlo. A través del personaje de Molina, la novela de Puig rescata aquella figura del espectador que había reprobado Fanon. La frase de Fanon (tal como había sido leída por el grupo de cine Liberación) exigía la inmediatez e implicaba tanto una crítica de la concentración y el repliegue exigidos por la autonomía del arte como una crítica de la distracción o alienación que alentaba la cultura masiva. Molina, en cambio, defiende los arabescos de la ficción, el contar como distracción, y trata de preservar frente a los reproches de su compañero de celda una zona de delectación estética que no se someta a los imperativos de la política. De todas las películas que narra Molina, la segunda es la más conflictiva desde el punto de vista político: se trata de un melodrama de propaganda nazi que se titula Destino. La película (a diferencia de otras) está inventada por Puig pero sabemos, por manuscritos conservados, que está inspirada en la diva Zarah Leander y en la película Die grosse Liebe (El gran amor, 1942) de Rolf Hansen, el mayor éxito internacional del cine propagandístico nazi.(5)Destino narra el amor de la actriz Leni por un teniente nazi y cómo lo ayuda a derrotar una conspiración judía internacional encabezada por un militante de la resistencia francesa. La historia y la defensa encendida que hace Molina de la película ocasionan la indignación de Valentín, que lo increpa con estas palabras:

 

− Pero vos sabés que los maquis eran verdaderos héroes, ¿no?

[A lo que Molina responde]

− Che, pero me creés más bruta de lo que soy.

− Si hablás en femenino es porque ya se te pasó el dolor.

− Bueno, lo que sea, pero tené bien en claro que la película era divina por las partes de amor, que eran un verdadero sueño, lo de la política se lo habrán impuesto al director los del gobierno, ¿o no sabés cómo son esas cosas?

− Si el director ya hizo la película es culpable de complicidad con el régimen.

− Bueno, te la termino de una vez. Ay, me discutiste y me volvió el dolor… Uy…

− Contá, que así te distraés. (Puig, 2002: 79).

 

La narración de las películas tiene un carácter terapéutico y amoroso, es decir apuntala un modo de vida en que la defensa de la experiencia estética no se hace en función de su aislamiento ni de su capacidad de denuncia sino porque le da cauce al deseo del espectador. Lo central de este capítulo es que, pese a que Molina advierte los alcances ideológicos del film, no por eso disminuye su fascinación con la historia de amor entre Leni y el oficial nazi. Para exhibir más abiertamente las operaciones narrativas de Molina, la novela acompaña la narración de Destino con una nota al pie -la única que no trata sobre la homosexualidad- que transcribe un supuesto catálogo de propaganda de la película que ensalza sus virtudes políticas. Los contrastes revelan el escándalo que, refractado por la forma artística, contiene la novela: mientras en la nota al pie se defiende con fines progermanos el cine documental, género que practicaban los cineastas politizados del período (entre ellos, los del Grupo Liberación), en el diálogo entre los personajes se hace una apología de la invención ficcional. Mientras en el folleto publicitario se dice que la diva Leni, una vez en Berlín, deja el artificio del maquillaje para adquirir un “rostro lavado que nos hablaba de la salud de una montañesa”(6), en la versión de Molina sigue siendo una mujer llena de erotismo cuya “última carta” consiste en seducir a su enemigo para luego matarlo. En su lectura, Molina recupera lo que en la propaganda de Destino está reprimido: la fuerza sensual de la diva cuyo cuerpo es sometido a la doctrina del Tercer Reich. Lo provocativo de la posición de Molina está en que no se trata de una defensa de la pluralidad interpretativa (Molina no defiende sólo su lectura sino también la película) ni del gusto kitsch (que, como demuestra Destino, no tiene adscripción partidaria o ideológica fija). Lo que el personaje parece estar exigiendo aquí es un nuevo paradigma interpretativo que se niega a articular las partes a una totalidad que los determina (de ahí la importancia que adquiere el detalle como algo autónomo en la estética de Molina). Con esta torsión, Puig no estaría haciendo aquí otra cosa que explicar la fascinación que ejerce Zarah Leander (y no sólo ella) sobre la comunidad gay: una fuerza erótica corporal que no se deja dominar y que se antepone a todo ordenamiento ideológico. O como dice Karsten Witte a propósito de las películas de Leander durante el período nazi en que se la presentaba como una heroína de la vida alemana: “Leander, en El Gran Amor, defiende su sensualidad marcada neuróticamente contra todas las intenciones propagandísticas de su performance escénica” [“Leander [in The Great Love] defends her neurotically marked sensuality against all the propagandistic intentions of her stage performances”].(7) La materialidad de la performance exige un tipo de aparato interpretativo que no puede ser proporcionado por la ideología descorporalizada.

También en Stella Manhattan el artificio y la refracción estética tienen un papel central. Al final del libro, hay un pequeño texto que dice: “Narrador e personagens dobradiças [desplegables], homenagem aos “Bichos” de Lygia Clark, e a “La Poupée”, de Hans Bellmer”. ¿Cómo leer este texto inesperado con el que concluye el libro? En el relato, quien habla de Lygia Clark y de Hans Bellmer es Marcelo, el personaje que pertenece a los grupos guerrilleros. De visita en la casa de un profesor que enseña literatura brasileña en Columbia, Marcelo dice refiriéndose a un cuadro de Josef Albers que está colgado en la pared:

 

Gosto de Albers. Me lembra coisas de Lygia Clark. Só que, na sua série dos Bichos, Lygia foi mais longe, misturou a precisão geométrica de Albers com a sensualidade orgânica das bonecas de Bellmer […] Lygia requer o tato do espectador

(Santiago, 1985: 127).

 

La apelación al tacto se recorta, en este fragmento, contra el canon modernista representado por Albers y puede extenderse a toda la obra de Silviano Santiago, quien, en esos años, está escribiendo las críticas contundentes de la herencia modernista que recopilaría en Nas malhas da letra de 1989. Y no sólo podría ampliarse a la obra de Santiago sino también a la cultura brasileña en general que, en los años sesenta, asiste a un desplazamiento del paradigma de la lógica visual del modernismo a la lógica táctil de las nuevas formas, tal como lo observó un crítico de la importancia de Mário Pedrosa al hablar del pasaje de una experiencia visual pura a la “fruición sensual de los materiales, en los que el cuerpo entero, antes resumido en la aristocracia distante de lo visual, entra como fuente total de la sensorialidad” (Pedrosa, 1998: 357).

De ahí entonces la crítica o la parodia a la que son sometidos los autores del canon modernista, principalmente João Cabral de Melo Neto y Fernando Pessoa, y la recuperación −como en El beso de la mujer araña− del placer y la alegría que ofrecen productos de la cultura masiva, como la canción A jardineira”, de Benedito Lacerda y Humberto Porto que grabó Orlando Silva para el Carnaval de 1939, con la que Eduardo abre la novela. O los modelos de artistas impasibles (en “estado geral de aloofness”) propuestos por el narrador, que no son los modernistas canónicos como Stéphane Mallarmé o James Joyce sino el cómico Buster Keaton y el cantante Bob Dylan, de quien se transcribe un pasaje de su canción “Like a Rolling Stone”. O de un modo más vinculado con la estética gay, la fascinación que ejerce el glamour hollywoodense con sus brillos y sus telas y que incita al tacto y a la corporalidad tanto en Stella Manhattan, según lo anticipa su nombre, como en el Molina de El beso de la mujer araña. “Un arabesco de strass”, observa Molina en la vestimenta de Leni. “¿Qué es el strass?” le pregunta el guerrillero Valentín. Y Molina le responde: “No te creo que no sepas”. Frente a las fantasías del voyeurismo en las que el cuerpo no entra o, mejor, en las que el sujeto necesita descorporalizarse para entrar, la cultura de masas, antes que una alienación, ofrece este nuevo tipo de erotismo táctil que tanto Stella como Molina se proponen defender.

El desvío de la fantasía que se produce en los relatos de erotismo político involucra a los sujetos a un punto tal que los quiebra o los desdobla. De ahí los dobles nombres de casi todos los personajes de la novela de Santiago (Marcelo / Caetano / Marquesa de Santos, Vianna / Viúva Negra y Eduardo Costa e Silva / Stella Manhattan) y los diferentes destinos de cada uno según la relación ética que asumen frente a este desdoblamiento. De ahí, también, la transformación de Valentín el guerrillero quien cuestiona el estereotipo que pretendía encarnar y accede finalmente al pedido de Molina. ¿Qué le pide Molina? Un beso en la boca.

“− Tengo una curiosidad… ¿te daba mucha repulsión darme un beso? (pregunta Molina)

− Uhmmm… Debe haber sido de miedo que te convirtieras en pantera, como aquella de la primera película que me contaste.

− Yo no soy la mujer pantera.

− Es cierto, no sos la mujer pantera.

− Es muy triste ser mujer pantera, nadie la puede besar. Ni nada.

− Vos sos la mujer araña, (le dice entonces Valentín) que atrapa a los hombres en su tela.

− ¡Qué lindo! Eso sí me gusta (Puig, 2002: 265).

 

Valentín es atrapado por la fantasía de la ficción en una escena que remite a las películas clase B y a la imaginería de los comics. Es un nuevo nacimiento para Valentín, tal vez menos heroico que morir en un enfrentamiento armado (destino que, finalmente, le corresponde a su compañero de celda) y no previsto en los manuales de Marighella o el Che Guevara, pero no por eso menos intenso: el momento fundante del desvío de la fantasía y de la ficción para la lucha.

 

 

Conclusiones

 

Los relatos de erotismo político ponen en crisis el modo de vida de la militancia guerrillera como resolución a conflictos éticos y estéticos. Frente a la politización de las diversas esferas sociales y a la exigencia de eficacia de las prácticas artísticas, estas narraciones respondieron con una reivindicación de la inutilidad del deseo erótico (considerado desde el punto de vista político) que implicó tanto una revalorización de la mediación estética (por su capacidad para dar cauce a esta “inutilidad”) como la postulación de una ética en la que el cuerpo como sujeto y objeto de deseo tuviera un papel central. Mi idea es que esta oposición pudo surgir en un momento específico vinculado tanto con el desgaste o el declive del modelo de teleología histórica que suponía la figura del guerrillero como con la articulación de políticas de minorías que estaban en contraste o en contradicción con las políticas revolucionarias que apuntaban a la creación de un “Hombre Nuevo”, según la famosa definición del Che Guevara. Este reconocimiento de sensibilidades emergentes (vinculadas en ambos casos con los movimientos gay) permitió que estas narraciones no se replegaran a una posición modernista defensiva sino que pudieran investigar las potencialidades de zonas del arte que habían sido consideradas kitsch, alienadas o regresivas. En el estereotipo y en las fantasías del glamour gay, considerado inocuo cuando no burgués, ambas novelas descubrieron el potencial de una erótica política. Y aunque ellas cuentan la historia de un fracaso (el que se produjo en los años setenta con los movimientos que apostaron por el cambio revolucionario y la emancipación), al no retrotraerse a un pasado agotado, al investigar nuevas formas y nuevas encrucijadas para pensar la ética y la estética, El beso de la mujer araña de Manuel Puig y Stella Manhattan de Silviano Santiago no claudican: nos entregan en cambio otros modos en los que todavía puede manifestarse la rebelión del deseo.

 

Notas

 

(1). En Brasil, por ejemplo, surge el grupo MR-8 de Outubro, nombre que se ponen en honor a la fecha de su caída (con esta misma denominación, otro grupo llevaría a cabo el hecho más resonante de los años de la lucha armada: el secuestro del embajador de Estados Unidos que después sería la base del testimonio de Fernando Gabeira en O que é isso companheiro?). En Argentina, un conjunto de artistas, al cumplirse un año de la muerte del Che, tiñe de rojo las aguas de las fuentes de Buenos Aires, en un arriesgado acto que fracasa porque, sencillamente, desconocían el funcionamiento de los conductos de agua. Más allá de los infinitos ejemplos que podrían darse del impacto que tuvo la caída del Che Guevara en Bolivia, lo importante es tener en cuenta que su muerte fue leída como un paso hacia a la victoria (y no como un fracaso de la estrategia del foco), que su trayectoria contribuyó a forjar un modelo de vida que se convertiría vida  y que, a partir de entonces, la alternativa de la lucha armada dejó otras alternativas en un segundo plano.

 

(2). Montanaro 2003: 91.

 

(3). Dice Roberto Echavarren en su texto “Género y géneros”: “Me llamó la atención que el tipo de homosexual que describe la novela correspondiera a una generación anterior (a la mía). Evocaba la atmósfera tradicional más que el contexto de activismo político que experimentábamos. El énfasis en las identidades femeninas se me ocurría ligeramente anacrónico frente a la mayor alternancia de roles que por entonces se promovía y ensayaba”, p.462.

 

(4). Nelson Vieira (1991) en su ensayo sobre la metaficción y la cuestión de la autoridad en la novela posmoderna brasileña, cuando dice que “self-conscious emphasis upon the text as artifice falls under the rubric of what is commonly known today as metafiction” (584). Y agrega que, de este modo, estas narraciones señalan y desmantelan el “insidious control behind a narrator’s or an author’s author-itian stance”.

 

(5). Ver Julia Romero en Puig, 2002, XLI. También, como lo señala Julia Romero en el estudio de las notas manuscritas, hay una referencia a la actriz francesa Arletty quien se enamoró de un oficial nazi. Según cuenta James Lord (1994), Arletty fue pareja del oficial nazi Hans Soering y puso, en este caso así como en su amistad con el colaboracionista Pierre Laval, “la amistad antes que el patriotismo” (53). Lord también cuenta que en tiempo de la Liberación de París, Arletty fue encarcelada y se le prohibió trabajar durante un tiempo. De más está decir que, aquella que fue la máxima diva francesa de los años treinta, jamás volvió a ocupar ese lugar.

 

(6).En la descripción que se hace en la nota al pie, se dice, por ejemplo, que tiene los “dos pómulos enrojecidos de cosmético aplicado sobre el rostro previamente lacado de blanco”.

 

(7). Citado en el excelente libro de Ascheid (2003), 159. En un sentido similar va la afirmación, que también cita Ascheid, de Helma Sanders-Brahms quien “describes Leander in even more daring terms, linking the acterss with the forbidden pleasures associated by yhe Nazis with “Jewish decadence”. “Was Zarah in the cinema not also sensual, threatening, wealthy, lascivious, elegant and exploitative”, she asks, “all that, wich was said of the ‘Jewish world plague’ at the time?” (159).

 

Bibliografía

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Lopes, Francisco Caetano (1991): “Stella Manhattan; Uma subjetividade outra” en Brasil/Brazil 5: 54-78.

Lord, James (1994): Six exceptional women (Further memories), New York, Farrar Straus Giroux.

Pedrosa, Mario (1998): “Arte ambiental, arte pós-moderna, Hélio Oiticica” en Acadêmicos e Modernos (Textos escolhidos             III), San Pablo, Edusp, pp.355-366 (originalmente publicado en el Correio da Manhã el 26 de junio de 1966).

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Santiago, Silviano (1985): Stella Manhattan, Rio de Janeiro, Nova Fronteira.

Vierira, Nelson (1991): “Metafiction and the Question of Authority in the Postmodern Novel from Brazil” en Hispania, vol.74,             núm.3.

 

 



[1] En Brasil, por ejemplo, surge el grupo MR-8 de Outubro, nombre que se ponen en honor a la fecha de su caída (con esta misma denominación, otro grupo llevaría a cabo el hecho más resonante de los años de la lucha armada: el secuestro del embajador de Estados Unidos que después sería la base del testimonio de Fernando Gabeira en O que é isso companheiro?). En Argentina, un conjunto de artistas, al cumplirse un año de la muerte del Che, tiñe de rojo las aguas de las fuentes de Buenos Aires, en un arriesgado acto que fracasa porque, sencillamente, desconocían el funcionamiento de los conductos de agua. Más allá de los infinitos ejemplos que podrían darse del impacto que tuvo la caída del Che Guevara en Bolivia, lo importante es tener en cuenta que su muerte fue leída como un paso hacia a la victoria (y no como un fracaso de la estrategia del foco), que su trayectoria contribuyó a forjar un modelo de vida que se convertiría vida  y que, a partir de entonces, la alternativa de la lucha armada dejó otras alternativas en un segundo plano.

[2] Montanaro 2003: 91.

[3] Dice Roberto Echavarren en su texto “Género y géneros”: “Me llamó la atención que el tipo de homosexual que describe la novela correspondiera a una generación anterior (a la mía). Evocaba la atmósfera tradicional más que el contexto de activismo político que experimentábamos. El énfasis en las identidades femeninas se me ocurría ligeramente anacrónico frente a la mayor alternancia de roles que por entonces se promovía y ensayaba”, p.462.

[4] Nelson Vieira (1991) en su ensayo sobre la metaficción y la cuestión de la autoridad en la novela posmoderna brasileña, cuando dice que “self-conscious emphasis upon the text as artifice falls under the rubric of what is commonly known today as metafiction” (584). Y agrega que, de este modo, estas narraciones señalan y desmantelan el “insidious control behind a narrator’s or an author’s author-itian stance”.

[5] Ver Julia Romero en Puig, 2002, XLI. También, como lo señala Julia Romero en el estudio de las notas manuscritas, hay una referencia a la actriz francesa Arletty quien se enamoró de un oficial nazi. Según cuenta James Lord (1994), Arletty fue pareja del oficial nazi Hans Soering y puso, en este caso así como en su amistad con el colaboracionista Pierre Laval, “la amistad antes que el patriotismo” (53). Lord también cuenta que en tiempo de la Liberación de París, Arletty fue encarcelada y se le prohibió trabajar durante un tiempo. De más está decir que, aquella que fue la máxima diva francesa de los años treinta, jamás volvió a ocupar ese lugar.

[6] En la descripción que se hace en la nota al pie, se dice, por ejemplo, que tiene los “dos pómulos enrojecidos de cosmético aplicado sobre el rostro previamente lacado de blanco”.

[7] Citado en el excelente libro de Ascheid (2003), 159. En un sentido similar va la afirmación, que también cita Ascheid, de Helma Sanders-Brahms quien “describes Leander in even more daring terms, linking the acterss with the forbidden pleasures associated by yhe Nazis with “Jewish decadence”. “Was Zarah in the cinema not also sensual, threatening, wealthy, lascivious, elegant and exploitative”, she asks, “all that, wich was said of the ‘Jewish world plague’ at the time?” (159).