Belascoarán
y Heredia: detectives postcoloniales
Willamette University
El escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II
acuñó el
término neopolicial para referirse a un género policiaco
nuevo
que se distancia de la novela negra tradicional. Esta se caracteriza
por
reforzar la legalidad de un sistema sostenido por aparatos represores,
por
estar centrada en la solución de un enigma y por ser escrita
para
divertir. El neopoliciaco, según Paco Ignacio Taibo II, en
cambio se
caracteriza por “la obsesión por las ciudades; una incidencia
recurrente temática de los problemas del Estado como generador
del
crimen, la corrupción, la arbitrariedad política”
(Argüelles 14). De esta manera el nuevo policiaco al mismo tiempo
que se
mantiene firmemente enraizado en la literatura popular que llega a un
vasto
público, rompe con esquemas tradicionales del género y
hace una denuncia social.
Este elemento de crítica social es central en las
novelas del
detective Heredia del chileno Ramón Díaz Eterovic y del
detective
Héctor Belascoarán Shayne del mexicano Paco Ignacio Taibo
II. Su
esfuerzo por denunciar la corrupción del gobierno y del Estado
va
acompañado de un fuerte deseo por rescatar episodios
históricos
específicos de sus respectivos países para oponerse al
silencio y
al olvido del pasado. En No habrá
final feliz (1989) (1) de Taibo II y El ojo del alma (2001)
(2)
de Díaz Eterovic los casos llevan a los detectives a tratar con
eventos
recluidos en la memoria amnésica de sus países.
Belascoarán
Shayne debe encarar a un grupo paramilitar creado para reprimir el
movimiento
estudiantil, los Halcones, responsable de la Masacre de Corpus Cristi
de 1971.
Mientras que Heredia se ve obligado a enfrentar recuerdos de su vida
universitaria durante la dictadura de Pinochet cuando un
excompañero de
la universidad y político de renombre de la izquierda desaparece
misteriosamente.
Como resultado de este afán denunciatorio y de meditar
sobre el
pasado para desentrañar el crimen, en ambas novelas los
detectives
concluyen que el enemigo es el sistema y que la búsqueda del
orden y de
la justicia es un acto fallido. Taibo II y Díaz Eterovic se
sirven del
formato policial para rescatar el pasado y hacer literatura realista
(Franken
Kurzen 14), al mismo tiempo que sus detectives sostienen una
posición
antiheroica. Sin embargo, esta posición antiheroica no consiste
en darse
por vencido, sino más bien en tomar conciencia del monstruoso
tamaño de “las fuerzas del mal”—como las llama
Belascoarán Shayne—y de la necesidad de buscar refuerzos en la
colectividad, ya que “el detective nunca conseguirá atrapar y
castigar [al culpable]. Tal convicción bloquea cualquier
posibilidad de
salvación a través del individuo”
(Balibrea-Enríquez
50). Por esto, para comprender el mensaje social de las novelas ya
mencionadas
debemos analizar las posturas culturales e ideológicas de los
detectives. Sólo de esta manera el discurso denunciatorio del
neopolicial podrá ser interpretado cabalmente.
Tanto Belascoarán como Heredia comparten las
características
de lo que Ed Christian llama el detective postcolonial:
post-colonial detectives
are
always indigenous to or settlers in the countries where they work; they
are
usually marginalized in some way, which affects their ability to work
at their
full potential; they are always central and sympathetic characters; and
their
creators’ interest usually lies in an exploration of how these
detectives’ approaches to criminal investigation are influenced by
their
cultural attitudes. (2)
Ambos son de las ciudades en donde viven y por donde
deambulan como
buenos flâneurs, México D.F. y Santiago; se mueven por
elección propia en ámbitos marginados; son personajes
atractivos
por su ingenio, honestidad y búsqueda de la justicia; y
comparten una
actitud cultural que se puede llamar desencanto.
El neopoliciaco se caracteriza por ser un género
urbano por
excelencia. Tanto Belascoarán como Heredia son habitantes de
grandes
ciudades latinoamericanas, las cuales no tienen secretos para ellos. La
relación entre Belascoarán y el D.F. es una de amor-odio:
“[el D.F.] es ese puercoespín lleno de púas y suaves
pliegues. Carajo, estaba enamorado del DF. Otro amor imposible a la
lista. Una
ciudad para querer, para querer locamente. En arrebatos” (142). Es una
ciudad dominada por el caos que conoce al dedillo, por la que se mueve
sin titubeos.
Su entusiasmo nunca decae; al contrario, cada salida del detective
“callejero,” como lo llama su vecino el Gallo, es descrita con una
mirada llena de pasión y jovialidad:
la violencia del metro acabó por despejar la
borrachera del
detective y transformarla en un sordo dolor de cabeza. [...].
Héctor
quedó con los pies en el aire, prensado entre dos oficinistas y
un
jugador de fútbol americano que perdió su casco y su
bolsa en el
caos. (161)
El narrador termina el episodio de desorden urbano
remarcando,
“otra vez el encanto de la ciudad lo perseguía en medio del
dolor
de cabeza y el mal sabor de boca” (161).
Esta violencia y exceso caótico hacen que el D.F. se
carnavalice
en más de una descripción donde el vernáculo soez
y
chilango se convierte en el lenguaje apropiado para comunicar la
experiencia:
“como en la ciudad de México todo espectáculo gratuito
adquiere instantáneamente espectadores, no bien hubo trepado la
rama
totalmente, cuando dos estudiantes de secundaria [...], se colocaron
bajo el
detective” para apostar “a que se parte la madre” (218).
Héctor “escupió hacia el siniestro pronosticador” que
respondió: “Orale güey, era broma” (218). El caos que
genera lo grotesco es el estado normal de la gran ciudad y
Belascoarán
Shayne—haciendo eco de una postura bakhtiniana--lo asume como la
única manera popular contestataria que le queda al pueblo de
defenderse
y cuestionar el poder: “[the grotesque] discloses the potentiality of
an
entirely different world, of another order, another way of life. It
leads man out of the confines of the apparent (false) unity, of the
indisputable and stable” (Bakhtin 48). Esta
respuesta tiene una función apelativa que resulta en el
humor y la solidaridad del lector, quien inevitablemente se identifica
con la
lucha popular y la de Belascoarán que son una, pues como asevera
el
detective: “en tres años no había perdido el sentido del
humor, la actitud burlona ante sí mismo. Había aceptado
que lo
honesto era el caos, el desconcierto, el miedo, la sorpresa” (189).
Para Heredia su relación con Santiago es quizá
menos
ambigua que la de Belascoarán. Sus paseos por la ciudad son de
un ritmo
más lento que los de Héctor, quien a veces parece estar
motivado
por la pura acción. Heredia colecciona libros, postales
antiguas, le
gusta visitar mercados de pulgas y detenerse, huronear, regatear: “a
menudo me gusta ir a esa feria persa [del mercado del Barrio Franklin]
y dejar
que las horas transcurran [...]” (99). Heredia conoce bien los
“boliches, picadas, comederos, boites y restaurantes que puede
encontrar
en la calle San Diego, de la Alameda hasta Matta” (67) y asegura a un
entrevistado que “yo colecciono bares” (67). El detective chileno
escoge deambular por las zonas desgastadas y olvidadas de la ciudad:
“los
rincones de la noche santiaguina ya no tenían la placidez de
antaño y en los rostros que se cruzaban en mi camino,
veía
más amenazas que posibilidades de compartir una hora de amistad”
(91). El paso reflexivo de Heredia le permite meditar y pasear por la
realidad
de Chile, comentar y mezclar pensamientos que como un fluir de
conciencia son
reflejados por la estructura misma de la novela de brevísimos
capítulos que exigen la argucia del lector para no perder el
hilo
narrativo:
me dije que amaba Santiago; cada uno de sus rincones desde
Plaza Italia
al poniente, sus calles semidesiertas a las dos de la madrugada y la
promesa de
una navaja en el vientre de los solitarios; los bares que prolongan la
Alameda
con sus luces, murmullos y promesas de encuentros inesperados. (36)
La relación entre los detectives y la ciudad
está basada
en un acercamiento realista, donde las relaciones humanas están
dictadas
por variables de clase, sexo e ideología, entre otras. La ciudad
en el
neopolicial no es un ambiente más que sirve de trasfondo para
las
aventuras detectivescas, sino que es un personaje clave con el cual
interactúa el detective para resolver el crimen.
Ambos detectives están marcados por una
marginalización
que han elegido ellos mismos, la cual se ve directamente reflejada por
el
barrio en que viven y donde tienen sus oficinas. Stavans nos recuerda
que
Belascoarán Shayne “tuvo una educación universitaria, una
hermosa casa, esposa y un salario de $22,000 pesos al mes como
ingeniero. Pero
lo sacrificó todo” (134). Heredia, por su parte, sabe que para
sus
excompañeros de la universidad que se han dedicado a participar
en la
competición capitalista por un bienestar marcado por el
consumerismo, el
dinero o el poder, es un perdedor, un hombre sin iniciativa ni grandes
aspiraciones. Pero Heredia ha seguido una vida consecuente con sus
ideas, no se
ha vendido a ningún postor y no ha perdido su libertad.
Ambos detectives han dejado sus comodidades materiales y
prometedores
futuros para ser libres, investigadores independientes que no deben
nada a
nadie. Esto les da un aire de soledad y autenticidad que a veces se
puede
confundir con gazmoñería, como le recuerda Osorio a
Heredia:
“no pierdes la capacidad de decir a la gente las cosas que no quiere
oír. En la universidad lo hacías como un juego, pero
ahora te has
vuelto amargo” (158-159). Esta posición marginal es una
convención de la novela negra que “often provides the basis for
an
exploration of social and moral problems” (Thompson 45).
Sin embargo, en el neopoliciaco esta postura individualista
determinada
por la soledad es parte de una denuncia social más amplia. En el
caso de
Belascoarán sus opciones lo han llevado a una soledad
existencial que
dicta sus relaciones humanas. En el plano amoroso el detective sabe
“que
ya no voy a poder sostener relaciones estables con nadie” (144); en
cuanto a sus hermanos hay un amor incondicional que los ata, pero la
relación está marcada por habituales silencios parte del
“reducto mafioso de solidaridad familiar” (149); finalmente, sus
amistades son sólidas y todas parten de sus aventuras de los
últimos
tres años, con quienes le une “una forma de tomar distancia
sobre
el país y separarse de la parte más jodida de la patria”
(149).
Heredia también vive la soledad a fondo. Sus amistades
son
aún menos que las de Héctor y no tiene familia ya que es
huérfano. El ha amado con pasión a Griseta, quien es un
personaje
constante en las novelas del chileno; pero Heredia tampoco puede
mantener relaciones
amorosas duraderas: “la soledad es un negocio que siempre da
utilidades:
Horas tristes, camas frías, un espejo para mí solo,
silencio en
abundancia [...]” (199). Heredia cuenta, sin embargo, con un amigo
especial con quien conversa y al que retorna a su apartamento, su gato,
Simenon.
Simenon actúa como la conciencia del detective, es su
“expresión estética y surrealista”
(García-Corales 86). Simenon se atreve a confrontar a Heredia, a
decirle
las cosas como son, sin dorarle la píldora, siendo
caústico en
sus consejos: “tu caparazón recubre un corazón de flan.
Tú y esa muchacha no tenían futuro” (198). Esta soledad
existencial pone a Heredia (y extrapolaríamos a
Belascoarán) en
una posición de espectador, “de agente moral” como
señala Díaz Eterovic en una entrevista con
García-Corales
(192).
En el nuevo género policial el crimen no es una
abstracción, una fantasía de la imaginación del
autor; es
un problema social, no analítico. Jon Thompson en su lectura de
Poe
señala que la valorización del intelecto en Dupin indica
el poder
del individuo sobre la colectividad y crea la figura del detective que
preside
sobre “an urban agglomeration that ceases to have any affective force
whatsoever” (57). Stavans asegura que los detectives neopoliciacos
“no están interesados en ponerle orden al caos, una
obligación que queda para Lord Wimsey, Hercules Poirot o Armando
Zosaya” (140). Esta actitud introduce un rompimiento enorme con el
detectivesco clásico, el cual se fundamenta en el raciocinio, en
el
poder del conocimiento. Los detectives clásicos son superiores a
la
policía o a los otros personajes porque tienen las llaves del
enigma, y
todos dependen de él para descifrarlo. En Héctor y
Heredia su
soledad existencial, la cual es típica del detective duro del hard boiled que enfrenta los peligros sin
temor a ser emocionalmente chantajeado por estar libre de ataduras
sentimentales, y sus limitaciones para encontrar y castigar al culpable
son una
postura antiheroica y antiintelectual.
Nuestros detectives se caracterizan en ambas novelas por
encontrarse
confundidos ante el crimen. Belascoarán Shayne transcurre casi
toda la
novela tratando de comprender los asesinatos y su papel en ellos:
“ahí estaba el problema, en que no lograba hilvanar la aparente
claridad con nada” (151), para concluir reflexivamente, “en las
buenas novelas policiacas, los pasos eran claros; hasta cuando el
detective se
desconcertaba, su desconcierto era claro” (204). Finalmente, como
resultado de su inhabilidad de descrifrar el enigma a tiempo, que
concluye
siendo un malentendido trágico y fatal, termina acribillado a
balazos.
En el caso de Heredia, sigue una serie de pistas falsas que
confirman
que la desaparición de Traverso, un político del Partido,
“continuaba siendo un enigma” (115) y sólo al final de la
novela logra desenredar el problema. Este caso al principio no le
interesa
porque lo puede llevar a recorrer “los viejos dolores” (57) y porque
está dominado por la política y Heredia afirma “no quiero
entrar en el juego” (19). Heredia funciona con la intuición
más que con la razón y por eso piensa, “tuve una
intuición que de inmediato consideré errática: en
la
desaparición de Traverso no existían huellas porque no
había crimen que resolver” (116). Como Héctor, Heredia se
encuentra perplejo, un estado nada satisfactorio para un detective:
“nada
a que asirse, como si cada uno de mis pasos estuviera destinado al
fracaso,
[...]” (115) e incluso en un momento de frustración está
listo a “arrojar la toalla” y a abandonar la investigación
(171).
La soledad existencial de nuestros detectives como postura
antiheroica
se complementa con su contrario: la solidaridad.(3)
Belascoarán y Heredia necesitan el apoyo de los otros, de sus
amigos,
socios, familiares y amantes, de la comunidad entera para entender lo
que pasa
y encontrar una solución. Como indican García-Corales y
Pino del
neopoliciaco:
el detective solitario ahora se convierte en buscador de una
verdad,
sale del cuarto cerrado y se reconoce en cierto modo como parte
solidaria de
los grupos subordinados de la sociedad. Trabaja en los lindes de la
justicia
que no es tal. La verdad y el crimen revelados en la
investigación se
transforman en una verdad histórica y política. (48)
Una vez que Héctor y Heredia se dedican a sus casos se
encuentran
completamente comprometidos porque les llevan a lidiar con su pasado
personal y
el de su país. Aunque el resultado de sus pesquisas no resulta
en que el
criminal sea castigado porque es parte de un sistema complejo y
corrupto, la
búsqueda detectivesca lleva a los detectives a
conocerse mejor a sí mismos, a
revisar el pasado, a hacerse preguntas y a obtener respuestas sobre una
justicia que tarda en llegar.
Sostiene Cánovas que la novela detectivesca chilena es
“el
modo privilegiado de la Generación del 80 para rescatar el
pasado”
(41). Efectivamente, Heredia en El ojo
del alma se embarca a revivir su vida estudiantil durante 1974
justo
después del golpe. Su conciencia de cómo el pasado lo
determina
queda clara desde el comienzo de la novela: “el pasado, mi pasado y
todo
lo que me rodeaba, estaba impreso en mí, como una segunda huella
digital, y nada de lo que hiciera en el futuro podía estar
desligado de
ese tiempo” (35). El detective se ve con antiguos compañeros,
recuerda los errores y horrores de vivir una juventud determinada por
la
carencia de democracia y el temor: “miedo, mucho miedo, y la inocencia
cortada de raíz” (27). De su viaje por el pasado Heredia
concluirá que ha sido honesto consigo mismo, que no lamenta su
activismo
político y su decisión de cortar su carrera de derecho y
abandonar la universidad. Si bien al final resuelve la
desaparición de
Traverso hay una respuesta más profunda que alcanza sin
habérselo
propuesto: descubrir la verdad de quién traicionó a
Pablito
Durán. Heredia resume conmovedoramente el legado de la dictadura
a su
generación:
estábamos condenados a mirar hacia el pasado, inconclusos y
temerosos; a preguntarnos una y otra vez, si el fracaso
correspondía al
curso normal de la vida o era el resultado de sobrevivir a ese tiempo
doloroso
que nos había obligado a mantener una doble identidad, a
sobrellevar las
máscaras impuestas por el clandestinaje o por el temor a
reconocer el
horror invocado [...] (182)
El nombre de Pablo Durán aparece y reaparece a
través de
la novela, convirtiéndose en un fantasma que acompaña
obsesivamente
a Heredia y que representa el trauma de la dictadura. Pablito el
compañero desaparecido, cuyo error fue ser honesto y no tener
miedo, cae
debido a la traición de un soplón. Por años
Heredia ha
llevado este vacío consigo y reconoce que fue el motivo por el
que
decidió abandonar la Facultad. El detective al darle un nombre y
una
conclusión a su búsqueda individualiza el dolor de los
chilenos,
resultado de los años de la dictadura. Díaz Eterovic
simbólicamente le da una cara a los desaparecidos, quienes en
Pablito
Durán dejan de ser una abstracción o un número
aberrante.
Comprendemos de esta manera concreta la magnitud del dolor de perder a
un amigo
y las consecuencias enormes que tuvo en un grupo de jóvenes
idealistas
la desaparición de un compañero, quien en la novela es
Pablito
Durán. Al encontrar a Traverso Heredia descubre que él
fue el
soplón y haciendo ecos del cuento de Borges “Tema del traidor y
del héroe” averiguamos que Traverso era un “cuadro”
del partido “un solitario químicamente puro, al que muchos de
sus
compañeros respetan” (30) al mismo tiempo que fue un agente de
la
CIA, un infiltrado.
Belascoarán también se remonta a los tiempos de
su
juventud universitaria durante la investigación del grupo
paramilitar,
los Halcones. Como señala Nichols “en todas sus investigaciones,
el detective mexicano encuentra restos del pasado que no solamente
revelan la
interpenetración del pasado y el presente, sino que
también
ilustran su deseo de reivindicar la historia” (96). Héctor
recuerda los días de su activismo estudiantil, del “(movimiento
con mayúsculas, el punto de partida, el no va más de
nuestras
vidas y nuestros nacimientos, nuestra referencia como humanos frente al
país y la vida toda)” (197). Su lenguaje chilango, sus posturas
culturales, su humor negro, lo marcan como un habitante del D.F. pero
“además de ser un personaje cultural representativo... es un
participante activo en la historiografía mexicana” (Bertin 3).
Su
obstinación por comprender el por qué de los asesinatos
lo lleva
a vislumbrar la posibilidad de una conspiración mayor: los
Halcones
“están vivos y los van a volver a usar” (226). Como con
Heredia, el crimen es una excusa para indagar el pasado y establecer
sus
trágicas conexiones con el presente del cual se concluye que “no
habrá final feliz.”
Después de todo, el orden no se equipara
necesariamente con lo
justo ni la verdad en una sociedad dominada por la corrupción.
Belascoarán “percibía al Estado como el gran castillo de
la
bruja de Blancanieves, del que salían no sólo los
Halcones, sino
también los diplomas de ingeniero y la programación de
Televisa” (222). El neopoliciaco no convalida los aparatos represores
del
Estado, al contrario de lo que sostiene el detectivesco clásico:
“crime in these stories is perceived as an outside evil which threatens
to penetrate the otherwise peaceful an orderly society” (Craig-Odders
29).
Hay una diferencia importante entre las actitudes de nuestros
detectives
y su búsqueda. Belascoarán acepta el caos y la violencia
del D.F.
y los asume como parte de su vivir cotidiano. El sistema, el PRI y el
Estado
postrevolucionario son enemigos demasiado poderosos. El detective
mexicano
resume su sentir sobre el orden en el gran D.F., “la única
posibilidad de sobrevivir era aceptar el caos y hacerse uno con
él en
silencio” (142). Mientras que Heredia cree en la posibilidad de unir
las
piezas del rompecabezas—ayudado por un milagro o su
intuición—y encontrar una solución al problema, “una
investigación policiaca no es diferente al armado de un
rompecabezas” (59). Héctor es más pesimista, comprende la
inmensidad del monstruo con que debe combatir y esto lo hace más
irónico y con un sentido de humor negro; mientras que en Heredia
prevalece el sentimiento de una inocencia perdida y una fuerte
nostalgia por
ella.(4) Aunque
bien puede ser que la sang froid de
Héctor no sea más que una postura, sirve para enfatizar
el
absurdo de su situación: buscar justicia en un antro de
corrupción, el D.F. Es más, Belascoarán usa la
violencia
sin temor a la muerte, corriendo el riesgo de su
deshumanización:
“eso había aprendido en dos días, que la vida de los
pistoleros de las fuerzas del mal le valía madres. Que se
morían,
sucios, botaban mucha sangre, pero no se lloraba por ellos” (207). Las
novelas de Heredia, como indica Franken Curzen, son una
estilización del
género negro que “se caracteriza más por sus
sentimientos,
emociones y acciones que por sus raciocinios” (16). El detective
chileno
tiene una fe en su actividad detectivesca que lo aleja de la
ironía preponderante
en las aventuras de Belascoarán.
La búsqueda de la justicia y de la verdad remite a una
creencia
en la posibilidad de que éstas existan; ambos detectives
reconocen que
su móvil principal es la curiosidad y el deseo de justicia. Hay
un
maniqueísmo que dicta el actuar del detective, como dice
Belascoarán: él es el bueno contra las fuerzas del mal
(189).
Este elemento quijotesco se remonta al código de honor de la
novela
negra, en la cual el detective se mueve entre el hampa pero mantiene
una pureza
de intenciones: resolver el crimen. La herencia de la novela negra
norteamericana en el neopoliciaco latinoamericano vincula esta
motivación con lo social (Giardinelli 1: 27). Esta
característica
vital permite que el género sirva para “recrear la realidad de
los
países latinoamericanos donde el crimen y la política han
constituido una ecuación trágicamente perfecta”
(García Corales y Pino 53).
Héctor y Heredia son hombres de acción,
están lejos
del armchair detective. No tienen
interés en el dinero ni el poder y como otros detectives del
género tienen “una moral propia, casi atípica para esa
sociedad, y aunque no pretende erigirse como un modelo moral, su
ética
se convierte en un valor ideal” (Giardinelli 1: 33). La
ideología
particular que une a Héctor y Heredia es una actitud
postcolonial
–el desencanto- que se resume en esta frase de Heredia,
“engañarse a sí mismo es la peor estafa que uno puede
cometer” (82).
Según Weber el desencanto es el resultado del proceso
de
racionalización o secularización que reemplaza a las
interpretaciones
mágicas del mundo. La ciencia adquiere el valor supremo y el ser
humano
se encuentra más solo que nunca (428), desencantado/alienado.
Esta
racionalización, producto de un desarrollo capitalista, se
transforma en
una modernidad (o modernidades) que en América Latina no produjo
igualdad social ni democratización política.(5)
Como asevera Yúdice, “[...] en América Latina no se
impuso
la modernidad según el modelo weberiano” (118). Podríamos
decir que como consecuencia de esto, nuestros detectives viven el
desencanto
doblemente, como promesa no cumplida y como aberración
histórica
importada.
Tanto Héctor como Heredia son testigos de grandes
cambios
impulsados por la modernidad en sus barrios, ciudades y amistades.
Heredia, por
un lado, nos describe los cambios urbanos: “la ciudad se transfiguraba.
A
diario podía ver máquinas que destruían las casas
antiguas, horadaban la tierra y comenzaban a levantar las
construcciones
[...]” (183). Por otro lado, a través de las vidas de los
vecinos
de Belascoarán se presentan los cambios humanos. Ninguno de
ellos
logró alcanzar lo prometido ya sea en el ámbito de la
educación, del trabajo o de la reforma social y por eso los tres
se
abstuvieron de votar en las últimas elecciones como prueba de su
inconformismo y desconfianza en el sistema. El Gallo sostiene que
“conmigo el sistema se apendejó. [...] Y sin embargo, algo me
dieron: miedo al país, al poder, al sistema” (181).
Heredia y Belascoarán viven el desencanto plenamente.
Heredia
hace más de una alusión a este estado, el cual en su caso
está relacionado a su juventud universitaria bajo la dictadura.
El
fracaso de la democracia marcó a los jóvenes de su
generación y por esto cada uno de sus compañeros vive su
perdida
de la inocencia traicionando sus sueños a su manera. Incluso
Campbell,
su amigo periodista, con tono cansado le confía a Heredia
mientras comen
y beben: “ya no quedan oportunidades para gente como nosotros, Heredia.
Estamos viejos y escépticos, condenados a ver pasar la historia
por
nuestro lado” (89).
Héctor con su apariencia dura de quien acepta “que
bastaba
de verdades claras, de consejos de cocina para la vida” (189) se deja
llevar por la memoria y recuerda el Movimiento estudiantil, la euforia
de
sentir el poder de los estudiantes que en grandes números
llenaban las
calles gritando “Viva Che Guevara” (197). En sus recuerdos, tanto
el chileno como el mexicano reviven momentos de gran alegría y
entusiasmo junto al gran miedo de la represión.
Belascoarán
cuenta cómo terminó esa marcha en “una tarde de terror,
más de 40 muertos” (198).
El desencanto del presente, sin embargo, da paso a la rabia,
que sirve a
los detectives como impulso motor para sus aventuras, sus hallazgos que
pueden
terminar en pérdidas. Y aunque a veces se sienten abandonados
por las
utopías no se dan por vencidos. Dice Heredia al respecto: “lo
importante es reconocer que ha llegado la hora de arrojar por la borda
el
desencanto” (90). Hay que crear esperanza y ésta no se
encontrará en un proyecto convencional político. El
sueño
en sí perdura, el anhelo de justicia y de una sociedad mejor
para todos;
lo que ha cambiado es la manera de lograrlo. Ese cambio indica el fin
de
certidumbres pasadas y una apertura a lo que Bartra llama “un periodo
de
incoherecia” (Ferman 49).
En No habrá final feliz
y El ojo del alma, los detectives
resuelven sus casos, pero sin agarrar ni castigar a los culpables. En
el caso
de Belascoarán, muere venciendo “el miedo a no saber, el miedo a
morir a lo pendejo” (232) para ser revivido más tarde en otra
novela ha pedido de los lectores. Heredia conduce a los gringos de la
CIA hacia
el escondite de Traverso, quien no logra escapar. Pero no hay manera de
esclarecer esta muerte lo que lleva al policía Zelada a decir,
“me
encabrona que se burlen de la ley, Heredia” para que el detective le
responda, “no es la primera ni la última vez” (241). El
orden no ha llegado a un sistema donde su legitimidad no está
presupuesta.
Padura Fuentes, el escritor cubano y creador del detective
Mario Conde,
acota como “característica importante” del neopolicial
“la renuncia a crear grandes héroes. Los policías,
investigadores, detectives, como se les llame, son por lo general gente
frustrada, jodida, y no tienen nada de triunfadores” (60). En la
búsqueda
de la verdad ambos detectives se caracterizan por su testarudez, por
una sed de
justicia que los lleva a preocuparse por los débiles, a buscar
respuestas y, como dice Heredia, a “meterse en las patas de los
caballos” (242). Paco Ignacio Taibo II sostiene en una entrevista con
Nichols que: “yo escribo historias de derrotados pero de derrotados que
no se rinden” (221).
Podemos concluir sobre nuestros detectives postcoloniales en
el
neopoliciaco latinoamericano que aman a su ciudad; que optan por una
posición marginal desde la cual pueden observar con cierta
objetividad y
desapego el mundo que les rodea y llevar a cabo su crítica y
lucha
contra el sistema; que son personajes solitarios y solidarios, amados
por sus
contados amigos y múltiples lectores; y que adoptan el
desencanto como
postura postcolonial para problematizar el presente, recuperar la
historia con
la memoria y continuar con una dirección ética que llama
a la
lucha por la justicia. Lo que parece un código de honor caduco y
quijotesco, no es más que una manera de ver y vivir la realidad
latinoamericana. Como asevera Ramón Díaz Eterovic:
“creemos
que todavía se pueden rescatar valores que mantienen en pie a la
persona
tales como el amor, la solidaridad y el jugarse por el otro”
(Reflexiones, 194). (6)
Notas
(1). Todas
las citas de No
habrá final feliz provienen de la misma edición,
México: Editorial Planeta Mexicana, 2003.
(2). Todas
las citas de El
ojo del alma provienen de la misma edición, Santiago: LOM,
2001.
(3). No debemos de olvidar que en Cosa
fácil de Taibo II el interlocutor de radio y amigo de
Héctor,
el Cuervo Valdivia, tiene como consigna de su programa “solos pero
solidarios” (86).
(4). Ver
el artículo
de Guillermo García-Corales donde aplica los conceptos de Julia
Kristeva, “Nostalgia y melancolía en la novela detectivesca del
Chile de los noventa,” Revista Iberoamericana 65.186 (1999):
81-87.
(5). Ver
mi artículo
“Modernidades ecuatorianas: ira, desencanto y esperanza,” Kipus
12 (2000-2001): 91-10.
(6). Quiero
agradecer a mi
colega Robert Dash, ávido lector de policiacos, que me
presentó a
Heredia y a los alumnos de mi clase de “Topics in Latin American
Literature: Detective Fiction,” cuyos comentarios y lecturas han sido
inapreciables.
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