La
inaccesibilidad del pasado y el dialogismo como su alternativa:
La
muerte del Decano,
de Gonzalo Torrente Ballester
Universidad
Complutense de Madrid
Gonzalo
Torrente Ballester (1910-1999, Ferrol, España) obtuvo sus
primeros
premios literarios –“Premio de la Crítica” y premio “Ciudad
de Barcelona”- en 1972 con su novela La
saga/fuga de J.B. La tardía atención de la
crítica española
finalmente lo descubrió como un novelista que podría ser
considerado
uno de los escritores representantes de su época. Dicha novela,
y otras
dos que la siguieron (Fragmentos de
Apocalipsis en 1977, y El
jardín de jacintos cortados en 1980) se convirtieron en las
mejor
recibidas, entre sus otras obras. Con este éxito sumado a la
producción
televisiva de su trilogía Los
gozos y las sombras (publicado en 1962 el último volumen La pascua triste) veinte años
después de su completa publicación, el escritor
consiguió apropiadas
condiciones anímicas y económicas para un desarrollo
artístico más activo.
Sin
embargo, antes
de ello, en 1962 fue expulsado de su plaza de profesor y se le negaron
todas
sus colaboraciones periodísticas y radiofónicas, como
represalia
por haber firmado un manifiesto pidiendo claridad informativa con
respecto a la
situación de los mineros asturianos en huelga en ese entonces (1). En un
momento de dicha crisis, el escritor gallego tuvo que subsistir
traduciendo
novelas policiales, según afirma Carmen Becerra (Becerra, 2005:
11). Es
de suponer que esta experiencia, si consideramos el caso de que el
novelista
todavía no hubiera asimilado los códigos de aquel
género (aunque
lo contrario es más probable, visto su bagaje cultural), le
habrá
servido como ocasión para penetrarse de ellos. Es manifiesto que
en casi
todas sus obras Torrente Ballester se mostró partidario de
juegos
intelectuales para mentes ágiles, unos juegos basados en
complicadas
tramas e imaginación. De forma parecida, al menos parcialmente,
la
literatura policial debe su popularidad a su faceta lúdica, que
a menudo
convierte el texto en un campo del reto de inteligencia entre el autor
y el
lector. Desde este punto, es desde donde consideraremos que dicho
género
se comenzó a relacionar con el novelista: juego/reto entre el
emisor y
el receptor del mensaje textual (Gramsci, 1982: 15) que, por tanto, es
una
comunicación, aproximadamente un diálogo. Decimos
aproximadamente
porque una típica novela policial puede dejar participar al
lector en su
proceso, pero en general su desenlace es un monólogo del
detective donde
el razonamiento del lector no tiene cabida. Aunque más tarde
veremos
cómo nuestro escritor sale de esta frontera genérica a
abrir
diálogos en su pleno sentido (2).
Por
otro lado,
hay un rasgo más de la literatura policial por el que su
conveniencia metódica
para nuestro autor se engrandece: las historias del detective, con
raras
excepciones, tratan de saber exactamente lo que ocurrió en un
tiempo y
espacio concreto. Es decir, tratan de reconstruir un determinado
pasado,
averiguar una diminuta parcela de la historia. Y para una gran parte de
la
labor literaria torrentina aquella actividad es el objeto: averiguar en
qué proceso se reconstruye el pasado.
No
obstante,
esta fundamental similitud enseguida se torna ambigua, porque para el
novelista
el pasado, al mismo tiempo que ser reconstruido, se construye: se crea
en el
presente. Se refiere a este constante tema cuando Ángel G.
Coureiro llama
“metaficción historiográfica” (término de
Linda Hutcheon) a los textos como Fragmentos
de Apocalipsis o La saga/fuga de J.B.
(Coureiro, 2001: 18). Al autor le
gustaba, entre varias técnicas preferidas suyas, mezclar datos
históricos reales con fantasías creadas por sí
mismo, lo
cual a algunos críticos coetáneos les pareció que
era manipular
la “verdadera” historia (Becerra,
2005: 35). Aunque hoy día muy difícilmente se
oirían semejantes
opiniones, dado que el siglo pasado recibió al nuestro
dejándose influir
por el perspectivismo y el proceso de descentralización en todos
los terrenos
culturales, oscureciendo cada vez más el ideal de la verdad
universal. En
este ambiente se ha destacado una nueva posición al reflexionar
sobre la
historia, y la escogen algunos estudiosos de Torrente Ballester para
explicar
su visión de ésta: la verdad/historia como
creación del
sistema de valores (en muchos casos, el del poder político), y
la inevitable
pluralidad de la verdad. Becerra encuentra esta tendencia del autor en
palabras
de Celia Fernández Prieto, quien ve tanto al concepto de verdad
como al
de verosimilitud como construcciones culturales y, por consiguiente,
apunta que
la naturaleza de la historia es “historiografía, escritura”
que nos hace hablar “en plural, de verdades parciales” (Becerra,
2005: 36). De modo paralelo, según Coureiro, nuestro autor
considera la
realidad como producto (“una creación, una construcción”)
del lenguaje que no existía antes de la operación de
éste (2001:
22), visión que recuerda a Hayden White: “el pasado no es algo
cerrado (es decir, no es tal “pasado”) sino algo permanentemente
abierto, heterogéneo, indecidible en el sentido de que acepta
continuamente nuevas interpretaciones: no una Historia totalizadora,
sino
múltiples, renovadas historias” (Coureiro, 2001: 19). Creado por
las palabras del presente, el pasado debe ser múltiple como
indica White,
pues las palabras siempre llegan de plurales perspectivas,
querámoslo o
no (3). Pero aquí debemos subrayar que en
Torrente Ballester esta
pluralidad no alude al relativismo puro y estéril, sino a una
positiva
actitud para acercarse máximamente al imposible pasado
verdadero, como
averiguaremos enseguida.
De
la
presuposición de que la historia es una construcción se
deduce su
estado bajo el peligro de falsificación. El autor gallego
explora este tema
con obsesión cuyo origen, sugiere Becerra, viene de su propia
experiencia vital. A la altura de 1936, como todos otros intelectuales
de
aquella época, se vio obligado a tomar una posición
política y eligió el falangismo. Posteriormente, se
concienció de su misma ingenuidad y esta decepción, con
el
tiempo, lo llevó a formar tal visión de la historia,
donde reside
una constante probabilidad de engaño (Becerra, 2005: 78). De
esta manera,
la ironía hacia los manipuladores del pasado también
forma parte importante
de su temática.
Visto
desde aquella
postura sobre la historia, por ende, el género policial obtiene
un
sentido más amplio. T. Todorov afirma, en su Introducción
a la literatura fantástica, la indispensable
presencia de múltiples respuestas falsas de las que dispone la
novela
policial. Según el erudito ruso, aquellas soluciones
fáciles son
“a primera vista tentadoras, que sin embargo, resultan falsas”,
mientras que “hay una solución absolutamente inverosímil,
a
la cual sólo se llegará al final, y que resultará
ser la
única verdadera” (Todorov, 1982: 60). Torrente Ballester
aprovechó
esta costumbre y puso de relieve la otra cara de dicha estructura
detectivesca:
en la búsqueda del pasado se encuentran tantas versiones de la
verdad
que siempre hay posibilidad de equivocarse en la elección, pues
en la
realidad no tenemos índice de una verdad suprema, como el
detective-protagonista de susodicho género. Excepto los poderes
que se
autorizan al oficializar su versión, de los cuales Torrente
Ballester nunca
olvida hacer referencias mordaces en su narrativa.
El
autor, a
través de un argumento inspirado en el policial, investiga
cómo
mostrar esta incertidumbre del pasado y propone una actitud para
manejarla en La muerte del Decano. Es una novela que
enseña
aquella investigación de forma clara y compacta, a pesar de la
indiferencia que esta obra ha recibido de la crítica. De hecho,
asegura
Ángel Basanta, parece reconocerse que la literatura torrentina,
después de la trilogía fantástica, no
volvió a
estar a tan elevado nivel. Aunque Basanta añade que “de la larga
decena de novelas publicadas ahora merecen recordarse algunas” (2001:
93),
entre las que él considera merecedoras no se encuentra aquella
novela. José
F. Colmeiro, por su parte, la califica de “decepcionante en
comparación al resto de su trayectoria novelística”
(1994:
229). Incluso, en la página web oficial dedicada al escritor, se
presenta esta obra como incursión de novela policíaca
desarrollada, sencillamente, “de una manera un tanto
extraña” (4).
Quizá sea natural esperar de un escritor las
mismas cualidades y tendencias que otras veces le hicieron ser
estimado, pero
tampoco se puede olvidar el hecho de que cada texto merece la
oportunidad de
analizarse con seriedad y detenimiento. Y consideramos que La
muerte del Decano, tras ser tratado y valorado sin prejuicios,
muestra
notable originalidad estética, aparte de su filosofía
ética que necesita dicha originalidad para expresarse. Y las dos
son méritos
conseguidos a base de singular aplicación (o
contra-aplicación) de
usos del género policial.
La
novela se
divide en dos partes compuestas de trece capítulos. En la
primera parte
se narra la inverosímil muerte del Decano y el proceso de su
investigación; la segunda se ocupa de los acontecimientos
ocurridos
alrededor del juicio de este caso hasta que éste se cierra. A
primera
vista, esta descripción del argumento parece encajar en los dos
subgéneros policiales: la primera parte a la novela-enigma, y la
segunda
a la novela negra (Colmeiro, 1994: 53-64), respectivamente. No
obstante,
nuestro texto tiene dos características que la distinguen de
ambos
subgéneros de forma fundamental. En primer lugar, diferente de
la
novela-enigma, La muerte del Decano carece
de una voz autoritativa, del detective, que ofrezca una irrefutable
explicación de lo ocurrido. Es más, tal
explicación del
pasado se manifiesta imposible en la obra de Torrente Ballester, tan
tajantemente que esta manifestación se hace uno de los temas de
la
novela. En segundo lugar, en contra del subgénero negro, su
estructura
no consiste en acciones; casi todos los “acontecimientos” son
verbales, es decir, son intercambios de juicios expresados en palabras,
que se
producen entre distintas conciencias. A tal dirección se orienta
nuestro
autor, acompañando al género policial pero
contradiciéndolo
al mismo tiempo, por lo cual plantea verlo con ojos desacostumbrados.
Considero
esta actitud lúdica torrentina como dialogar con el
género y ampliarlo,
si un diálogo tiene la función de abrir y enriquecer
tanto al
hablante como al oyente, como asegura Bajtín (1989: 97).
Significativos
son algunos aspectos del primer capítulo, el más extenso
de
todos, ocupando cuarenta de las doscientas seis páginas totales.
En tanto
espacio narrativo se describen las últimas horas de la vida del
Decano.
Este hecho también se encuentra fuera del marco policial normal,
porque la
más típica costumbre de aquella categoría
literaria es
empezar la historia después del crimen, en otras palabras, desde
el
final del pasado que se debe reconstruir. Desde luego hay excepciones
de esta
tradición, pero la estrategia que escoge el transgresor
novelista tiene
un diferente fin: en el primer capítulo el lector ya está
bien
informado, para no decir aclarado, de quién es el agente de la
muerte
del Decano. El efecto resultado por ello, con matiz de la teoría
del
teatro épico brechtiano, es mover la atención del lector
del
final de la historia al curso para llegar a él (5).
La meta de la
narración, pues, no es la admiración catártica del
lector,
sino su observación de la forma en que los personajes
(re)construyen lo
ocurrido.
Pero,
sobre
todo, el primer capítulo está allí en calidad del
pasado inaccesible.
Sólo el lector atestigua, siguiendo las acciones del Decano, que
éste está tramando un plan -cuyo motivo preciso se
desconoce-
para morir e incluir en este asunto a Enrique, su profesor auxiliar y
sucesor
académico, quien se convertirá en el único
presunto agente
de su asesinato. También del lector es el punto de vista
único, exceptuando
al del narrador, desde el que se puede sintetizar las respectivas
ópticas del fraile, el bedel, Enrique y el director de la
residencia,
las cuatro personas que hablaron con el Decano el día de su
muerte. Únicamente
por esta síntesis se puede percibir las contradicciones
realizadas entre
lo que dice y lo que hace el Decano. El lector, con todos aquellos
datos que
posee sobre la inocencia de Enrique y las manipulaciones de la realidad
de su
maestro, datos de los que otros personajes carecen o dudan la
veracidad, puede
medir la certeza de los juicios producidos en los siguientes
capítulos. El
autor, pues, le requiere al lector juzgar el panorama de razonamientos
y
posturas desde aquella situación privilegiada.
Relacionado
con
tal voluntad del hacedor del texto, entonces, parece un tanto
desconcertante el
contenido del último capítulo de la novela. De hecho,
éste
aparece en su lugar con fin de contrapesar el primero: tras el triunfo
que
consiguió el bando del acusado en el Juzgado, en la
conversación entre
éste y su mujer, Francisca, se desvela que Enrique
escondía suficientes
motivos e intención de matar al Decano. Este punto es una de las
claves
para entender la pluralidad de la verdad que propone esta obra. El
lector, que
ha revisado el transcurso del asunto con su conocimiento establecido
desde el
primer capítulo, se enfrenta con nuevos datos sobre la pareja,
los cuales
no se han tomado en cuenta al formarse la interpretación del
lector
sobre la historia. La “ingenuidad” (Decano, 197: de
esta forma localizaremos las citas de La muerte del Decano
en adelante) de
Enrique fue el móvil definitivo que condujo al Fiscal a retirar
la
acusación; pero ahora la ingenuidad misma se pone en duda,
aunque el ahora
liberado no cometiera el asesinato real; queda equivocada, entonces, la
unanimidad de diversos personajes al declarar que el profesor auxiliar
es
“incapaz de matar un mosquito” (Decano,
73). Se anuncia, de este modo, que la aparente omnisciencia o
versión
más completa de un pasado enseguida resulta incompleta;
necesita, en su
esencia, otra versión compensatoria. Por ello, la verdad es
plural,
nuevas interpretaciones del mismo pasado continúan naciendo y
dialogando
entre sí. Al descubrírselo al lector en el final, el
narrador
prolonga el control que ejercía en la instancia de la historia
hacia la
del discurso (6), es decir, el tiempo-espacio donde el
lector tiene contacto
con el texto. De este modo, la última duda se dirige
directamente al
raciocinio del lector. El inquietante autor así lo devuelve al
mundo
real y le hace sospechar la incertidumbre de su conocimiento sobre su
entorno.
Dentro
de la
historia, el sujeto que maneja la ambigüedad del pasado es el
Decano. Es
profesor de historia de prestigio internacional y decano de su
facultad. Unas
horas antes de su muerte, confiesa a Enrique su deseo secreto:
dedicarse a la
novela histórica. Su pasión por esta
historiografía literaria
también se manifestaba en clases, según un alumno suyo
indica al
Juez, lo cual evidencia que aquel deseo no es un tema improvisado, sino
que se
ha compaginado con el plan de la muerte -organizado desde el fin del
curso
pasado y llevado a cabo en invierno- y, ciertamente, está
vinculado con
aquel plan desde su origen. Conviene recordar el hecho de que las
novelas
históricas son unas distintas interpretaciones del mismo pasado,
y que su
fin definitivo no es encontrar la verdad. El Decano dice a su
discípulo,
el cual queda sorprendido ante la decisión de aquél:
Nadie
alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera
hallarla
[…]. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque
espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con
mis
novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin
embargo, tanto
usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no
analizamos las
razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el
pensamiento
no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos,
alcanzaremos, usted
por su camino, yo por el mío (Decano,
42).
La
“perfección”
del “pensamiento no verdadero” es el fin que el juego de la muerte del
Decano comparte con las novelas históricas, finalmente
descartadas al
elegir el primero, que consiste en desarrollar no-verdades perfectas en
la
realidad. Este personaje ha preparado aparatos en función del pharmakon derridiano, para confundir a
los investigadores de su muerte con intencionada ambivalencia. Y,
efectivamente,
aquellos motivos se aceptan y se usan para apoyar al mismo tiempo dos
hipótesis
opuestas: la del suicidio del Decano y la del asesinato de Enrique. Uno
de
ellos son los dos cigarros encontrados en el cenicero de la escena. El
uno
está con ceniza intacta, el otro con la ceniza sacudida varias
veces. El
lector que lleva la ventaja de leer el primer capítulo sabe que
fueron
preparados con escrúpulo por el Decano, con fin de provocar
múltiples interpretaciones. Naturalmente hay dos maneras de
atribuir los
dos cigarros al Decano y Enrique, y cada manera sirve y no sirve al
mismo
tiempo para las dos hipótesis, creando cuatro versiones del
pasado.
Igualmente ambiguo es el caso de los celos como motivo del asunto: el
comentario del muerto sobre su amor por Francisca que oyó su
amigo, el
Padre Fulgencio, en el anuncio de aquél de que presentía
su
propia muerte aquella noche, supone la existencia de celos de ambos
hombres. El
Comisario y el Fiscal los consideran móvil que conduce al marido
hacia el
crimen, mientras que el Juez y el abogado Losada los ven propios de la
trama
del Decano. En la conversación entre Francisca y el abogado se
puntualiza esta ambigüedad:
-¿Y ese
amor que el Decano que decía sentir por usted?
-Usted
mismo ha
demostrado que mentía.
-Que
yo lo haya
demostrado no quiere decir que no sea cierto. Del mismo modo para
ellos, a
nosotros nos sirve de causa o motivo (Decano,157).
Otra
intención ambivalente del oscuro personaje se descubre en su
envío de unos documentos a Madrid, bajo condición legal
de no
abrirse hasta los veinte años de su muerte. El Padre comunica al
Juez
que, según dijo el Decano antes de morir, dichos papeles son
notas y
proyectos de su obra en proceso. La existencia de ellos respalda su
versión de la retorcida relación entre la pareja
académica, el plagio y la envidia del discípulo hacia una
insuperable figura. Sin embargo, abiertos por petición del
abogado, son
tan sólo viejos periódicos; la explicación del
Decano resulta
ser mentira y, por tanto, la relación descrita por él
como el
móvil de su venidera muerte pierde sentido. En este hecho, el
abogado ve
otro elemento que avala la manipulación por parte del ahora
ausente. De
manera semejante, la piedad que éste expresó al fraile
franciscano sobre la dura situación económica de
Francisca es,
paralelamente, falsa: ella misma la desmiente, tiene dinero. El Decano
debía saber que estas mentiras serían refutadas en el
curso de la
investigación y, desde entonces, no ayudarían a atribuir
la
culpabilidad a Enrique, sino que lo contradecirían a sí
mismo. Y
justamente ello ha sido su intención, lo cual produce la
complejidad de
esta novela. El inteligente doctor Losada sospecha: “El Decano no era
idiota. Este asunto se caracteriza por su confusión. ¿No
habrá sido el propio Decano quien lo proyectó así?
¿No estaremos obedeciéndole?” (Decano,153).
Así, la intención del Decano resulta ser
distinta de la del delincuente de la mayoría de novelas
policiales; cuando
los otros le obedecen, no los engaña ni desvía del
verdadero proceso
del crimen, sino que les demuestra lo inalcanzable del único
pasado y la
pluralidad de sus (re)construcciones.
Fuera
del
ludismo del Decano, hay otro elemento que hace el pasado aún
más
inaccesible: los intereses del poder. La falsificación
política se
repite apareciendo por el espectro temático torrentino de la
historia
como construcción verbal. Aunque este aspecto no recibe la
principal
atención de esta novela, salta a la vista la ironía hacia
el
apoyo del poder a la interpretación más beneficiosa. El
Rector,
al ser comunicado que Enrique puede ser el sujeto de la muerte del
Decano,
muestra incredulidad y, a la vez, “fingida consternación” (Decano, 73). Considerada la consistente
neutralidad del narrador, el modificador “fingida” enfatiza la
voluntad de crítica del autor por este personaje. La
razón del
fingimiento se revela cuando él convoca una reunión con
otros decanos
de su universidad. La conversación entre éstos es banal y
no
lleva pésame alguno ante la muerte de su compañero.
Cuando el
Rector recibe una llamada del Comisario para informar de la
acusación en
el Juzgado contra Enrique, este hecho no lo consterna sino que lo
relaja y
llena de voluntad de colaborar con la policía: un suicidio
“siempre es un engorro” (Decano,
88) para la Universidad, así que se prefiere la
versión del
asesinato. No hay necesidad de molestarse pensando en otras
posibilidades o
sentir por “el auxiliar ése” que “casi no forma parte
de la familia universitaria” (Decano,
89). La sátira en estas páginas se hace más
agria,
recordando que el propio autor vivió una parecida experiencia
por
intereses de su universidad. Por tanto, la intervención
política
en el momento de escribir la historia debe ser rechazada y criticada,
insiste Torrente
Ballester, porque suelen producir injusticia y víctimas.
El
proceso de la
(re)construcción del pasado se deja influir también por
subjetividad de cada individuo que participa en ese proceso. Los
elementos
subjetivos son intuición, conjetura o fe, cuyo uso lo disimula
intencionalmente el razonamiento del género policial (7). Cada uno, el
Juez y el abogado, cuando dos hipótesis contradictorias
contienen la
misma medida de razón, se sincera:
Cuadra
todo tan
bien con todos los detalles, son tantas las razones que se acumulan
contra don
Enrique, que me parecen excesivas […]. No tengo razones, sino algo tan
deleznable como una intuición. Pero, a pesar de las pruebas,
estoy
convencido de que se trata de un suicidio (Decano,
97).
Todo
depende de
que se crea o no en la sinceridad del acusado. […] los magistrados y,
con
toda seguridad, el Fiscal, se han dejado llevar por el valor objetivo
de las
pruebas. Si son tan concluyentes, ¿para qué meterse en un
berenjenal de interpretaciones? (Decano, 156)
Otra
vez parece
inevitable la existencia de la subjetividad en el razonamiento cuando
el fraile
transmite las palabras del Decano a los otros (Decano, 95)
o cuando Francisca describe la actitud de Enrique
después de su última visita al Decano (Decano,
115), pues lo hacen dando unas imágenes alteradas
por recuerdos equivocados e impresiones posteriores. Esta incertidumbre
de sus
historias sólo la capta el lector, como el único testigo
directo de
aquellos acontecimientos. Las palabras del Padre llegan a favorecer el
argumento de la policía, mientras que las de Francisca apoyan a
la
obediencia absoluta de su marido al muerto: la primera
suposición es
errónea a los ojos del lector por toda la obra; la segunda
resulta muy
dudosa en el final.
En
breve, la
deliberada ambigüedad de los trucos del Decano es el principal
exponente
de la inaccesibilidad del pasado y la pluralidad de su
representación en
el presente. También se ha visto cómo a ellas les
contribuyen la
intervención de los intereses políticos y las decisiones
e
impresiones subjetivas. De ahí que, por aquellos “factores
humanos, demasiado humanos” (Decano,
195), la escritura del pasado no escape de su esencial ambivalencia
y del
peligro de manipulación e injusticia subyacente en ella. Este
problema no
tiene solución perfecta, tal cosa es imposible; pero el escritor
nos
pide “releer y meditar la causa” (Decano, 194) como el
Fiscal, para disminuir el maleficio de la
manipulación, en este caso para evitar la inculpación de
Enrique.
El último discurso de aquél en el Juzgado en el
capítulo
doce es el clímax y desenlace de esta novela, quien al principio
daba absoluta
certeza a la teoría de la policía y ahora muestra un
cambio
radical:
Yo no digo que
el sistema racional en que se basaba mi acusación sea falso;
digo
solamente que el sistema contrario, es decir, la declaración del
Acusado, puede ser verdadero. ¿Por cuál de los dos
inclinarme? El
uno me solicita por su rigor; el otro, por su sinceridad. Ambos pueden
también ser falsos, y en ese caso… Yo no soy el llamado a
declarar
la inocencia del Acusado, pero retiro mis cargos contra él por
falta de
fe en las pruebas que podría aducir. No sé si el difunto,
al que
todos hemos llamado el Decano, fue asesinado o no. Los indicios no son
suficientes para probarlo, o, al menos, a mí no me lo parecen (Decano, 198-9).
Al
terminar
“este discurso insólito en una persona de un Fiscal” (Decano,
196) que reconoce el mismo grado
de racionalidad de dos versiones opuestas, Francisca está
hablando con
su marido “por encima del bicornio de un Guardia Civil” (Decano,
199): es un momento
simbólico del triunfo del diálogo sobre una autoritaria
verdad
que suele constituir la historia oficializada por el poder
político. El
triunfo del diálogo, porque el abogado Losada consiguió
persuadir
al Fiscal con sus palabras; mediante ellas le hizo sentir la necesidad
de la
imaginación para llegar a un punto más cercano de la
inalcanzable
verdad y a la máxima justicia. Es más, cuando el caso
todavía estaba en la fase de investigación,
también era la
razón abierta y los diálogos que con todos los personajes
mantuvo
el Juez que se resistían a descartar aquella hipótesis
menos
perjudicial. Para Torrente Ballester, el dialogismo es una
táctica para
reconocer y coexistir con el imposible pasado y la verdad plural. Desde
ahora
veremos cómo el autor lo expresa.
La
mayor parte
de esta novela consiste en palabras enunciadas por y entre personajes,
y el narrador
pone todos ellos en discurso directo sin resumir. Una forma narrativa
apropiada
para enseñar el funcionamiento del diálogo, aún
más
cuando se trata de unos escenarios como procedimientos jurídicos
donde se
engrandece el valor de la palabra (8). El narrador no
hace caso a rasgos
físicos de los personajes, excepto al dar algunas escasas
descripciones
de su atmósfera general o de detalles característicos del
vestido,
que confirman la imagen que las palabras dan de sus enunciadores. Los
personajes, entonces, se convierten en sus palabras; o, más
bien, en la conciencia
de la que sus palabras nacen. Si el narrador no arregla a su manera
aquellas
palabras sino que se limita a presentarlas tal como son, es para
minimizar la
manipulación de las conciencias de los personajes por parte de
la
palabra del narrador. La “democracia del texto” (Alicia Redondo, 1995:
33) o la polifonía bajtiniana es el principio central de esta
novela. En
Problemas de la poética de Dostoievski,
la observación que hace el gran dialogista sobre las figuras del
escritor
ruso nos acuerda de las torrentinas: “A Dostoievski le interesa el
héroe no como un fenómeno de la realidad que posea rasgos
típicos-sociales y caracterológicamente individuales,
definidos y
firmes, ni como una imagen determinada, compuesta de atributos
objetivos
[…] que en su conjunto contestarán la pregunta:
“¿quién
es?”. No; el héroe le interesa en tanto que es un
punto de vista particular sobre el mundo
y sobre sí mismo, como una posición plena de sentido
que
valore la actitud del hombre hacia sí mismo y hacia la realidad
circundante” (cursiva del autor, 1980: 73). Bajtín puntualiza
que
esta posición de Dostoievski con respecto a sus personajes fue
una
“posición seriamente planteada y sostenidamente realizada de
dialogismo” para defender “la independencia, la libertad interior,
el carácter inconcluso y falto de solución del
héroe” (1986: 97). Se puede decir lo mismo sobre la
posición de nuestro autor hacia
los suyos, si con la palabra “héroe” significamos la
realidad dialógicamente captada y comprendida por
múltiples
conciencias de tantos “héroes” (9).
Entonces,
parece natural que en La muerte del
Decano no exista una voz infalible del detective sino varias voces
con
igual derecho (10). El compartimiento del
protagonismo es habitual en la
literatura de Torrente Ballester (Becerra, 2001: 205), y en esta novela
también se observa que los personajes más
insignificantes, tales
como el bedel del Decano o el alumno del albornoz rojo, conservan sus
palabras
y perspectiva intactas. Excepto en la cantidad y frecuencia de la
enunciación,
la voz de aquellos no muestra diferencia de la de otros personajes en
su peso
en el texto. Todas las palabras son igualmente estimadas por el
narrador y el
lector, aunque en este trabajo sólo trataremos los cuatro
personajes que
aportan los principales razonamientos de la obra: el Comisario, el
Juez, el
abogado o doctor Losada y el Fiscal, porque precisamente por ellos se
aclaran la
función y el sentido del dialogismo que estructura el argumento
de esta
novela. El lector no llega a saber sus nombres propios; son
representaciones
matizadas un tanto alegóricamente, hablan y actúan de
forma que
no traicionan el marco de sus oficios, con el apoyo del estilo realista
de la
obra. Pero ello es una de las estrategias del autor para enfatizar la
inverosimilitud de la trama del Decano y la del último discurso
del
Fiscal. La primera es de la creatividad del juego que provoca el
dialogismo de
la obra; la segunda es el producto de aquel dialogismo.
En
la primera
parte de la novela se destaca el contraste entre el Comisario y el
Juez,
portavoces respectivos de la actitud monológica y la actitud
dialógica.
El Comisario, que elabora la suposición del asesinato y acusa a
Enrique,
se dibuja sometido a la autoridad; cree en la versión del
homicidio
porque ha “leído novelas policíacas que […]
están escritas por gente enterada, con más medios […] y,
sobre todo, con más experiencia en cierta clase de
crímenes” (Decano, 63). Manifiestamente,
este comentario no es fruto de deducción sino de su
inclinación
obediente a lo convencional, lo preestablecido: piensa dentro de la
lógica del poder. Es más, lo preestablecido abarca
prejuicios
ideológicos, según los cuales él quiere
reconstruir lo
sucedido, haciendo caso omiso a las voces que niegan la veracidad de
aquellos. Esta
sordez mental se pone de relieve, sobre todo, cuando insiste en llamar
“rojo” al Decano aunque la gente lo contradice (Decano, 58-9),
y cuando es comunicado de
la posibilidad de los celos de Enrique y los fija como el móvil
del
crimen (Decano, 133). Torrente
Ballester una vez escribió: “[El] artista […] puede siempre
dar cuenta de su tiempo en lo que éste tenga de singular o
característico: a condición, de no deformarlo, de no
pintarlo con
el color de un cristal político o religioso determinado […] sin
ideología, sin prejuicios” (1980: 212). Si un artista y un
científico se dedican mismamente al trabajo de interpretar la
realidad,
y el autor lo afirmó (11), aquella
opinión se puede aplicar fácilmente
a los investigadores de esta novela. Desde este punto de vista, el
Comisario es
un ejemplo de mal intérprete; cerrado en su argumento y sus
prejuicios,
no quiere ni sabe salir de allí. (12) Tal
postura monológica del
Comisario lo aleja de los acontecimientos que atestiguó el
lector,
inevitablemente vinculada con su imponente arrogancia en el trato con
los
demás. Cuando no se admite que la presencia del otro tiene valor
equitativo a la mía no hay ninguna comprensión, como
señaló Sergi Karcevskij (apud
Holquist, 1990: 25). Una de las premisas epistemológicas de
la
filosofía bajtiniana es que el uno no puede estar en el
único
espacio que el otro ocupa en el acontecimiento de la existencia (13), pero el
Comisario no lo sabe y gusta de cubrir el máximo espacio (Decano, 120-2).
El
Juez, siendo
el opositor dialógico e imaginativo del Comisario, primero se
marca por su
predilección por mantenerse abierto y escuchar a los otros. En
todas las
conversaciones con el Comisario o con otros personajes, el Juez sigue
mostrándose respetuoso y atento, contrariamente al menosprecio
de su
rival hacia su alrededor. Un ejemplo obvio es cuando nos dice el texto:
“El
Comisario saltó por encima del cadáver; el Juez se
limitó
a rodearlo por la parte de la cabeza” (Decano, 62).
Incluso tras la llegada de la acusación a la Audiencia
y la finalización de su tarea él asiste al Juzgado,
acompañando a Francisca y deseando ver demostrada la inocencia
de
Enrique. Su segundo rasgo destacable es la voluntad de no dejar caer su
raciocinio en soluciones fáciles y prejudiciales, faceta que se
muestra
en una conversación entre los dos adversarios:
-El Decano era un rojo conocido. No podemos
descartar ese detalle. Una cosa sería si le mató uno de
los
suyos, otra si le mató uno de los nuestros.
-¿Los
nuestros? ¿Quiénes
son los nuestros? Para mí no hay más que delincuentes o
inocentes. El matiz político no hace al caso (Decano,
72).
En tercer lugar,
el Juez es capaz de abarcar posibilidades contrapuestas; no ignora el
valor de
la tesis del Comisario. Es más, cita una reunión que
hasta puede
ser insólita para los procedimientos jurídicos en
cuestión, en la que le da a conocer al Comisario el testimonio
del
fraile que se opone a la versión del Juez y abona la de su
opositor (Decano, 122). En el mismo sentido reconoce
la fragilidad de sus “ideas prendidas con alfileres” que “los
hechos [...] contradicen” (Decano, 98),
pero su intención no es dejarlas justificadas y completas, sino
abiertas
y vigentes sólo hasta tal punto en que se encuentran. Cabe decir
que
todos estos rasgos hallados en el carácter del Juez se originan
en otro rasgo
o capacidad más fundamental: usar la imaginación. Para la
epistemología
dialógica aquella facultad es una parte imprescindible, ya que
la
única manera de que yo comprenda el mundo es sumar lo que
tú
percibes del mundo desde tu única perspectiva a mi propia
percepción desde mi también única perspectiva (14). Sólo
el acto de imaginar hace posible la suma de las dos distintas
percepciones -si
son dos versiones contrapuestas como ahora, de la más elevada
imaginación es simultanear las dos no excluyendo ninguna- y,
finalmente,
amplía la comprensión. Entonces, parece natural que una
persona
imaginativa tienda a ponerse en lugar del otro, como el Juez cuando
intenta persuadir
al fraile:
-Imagine usted
que don Enrique es inocente.
-Me
cuesta
trabajo imaginarlo.
-Haga
un
esfuerzo. Veinte años de prisión le habrán
destrozado, habrán
hecho de él un pingajo humano. Saldrá de la cárcel
con
deseos de venganza [...] (Decano, 100)
En la segunda
parte de la obra, los diálogos se realizan alrededor de la
rivalidad y
el compañerismo entre el abogado y el Fiscal. El abogado,
sucesor de la
teoría y postura del Juez, también tiene en cuenta que
las dos
hipótesis son legítimas, “de la misma medida” (Decano,
146). El hecho de que nadie sea
capaz de llegar al único pasado verdadero le hace creer en la
importancia de la imaginación y criticar a los que carecen de
ella -“unas
mentes maduras y poco imaginativas” (Decano,
155)-. Efectivamente, es su mejor arma al razonar, pues mediante
ella
persigue la lógica del Decano (Decano,
172-92), orientándose a la dirección que el autor
éticamente
defiende y el lector considera precisa (aunque, como ya hemos visto, la
novela
prepara un fin invertido sólo para el lector). Es con fundamento
en esta
imaginación que el abogado habla con el Fiscal. Si el Juez ha
conseguido
juntar varios puntos de vista a través de sus incansables
conversaciones, el Defensor transmite a su oponente, en una
persuasión
imaginativa, el significado ganado en la síntesis del Juez y
enriquecido
por sus propios esfuerzos a saber más. El capítulo once
es la
escena donde tiene lugar la reunión privada entre el Fiscal y el
abogado
a petición del primero. El segundo desdobla aquí sus
deducciones
ante el otro a quien encontramos persuadido en el siguiente
capítulo. El
abogado, en actitud parecida a la del Juez, no pretende constituir una
justificación
cerrada para su tesis -“Mi razonamiento no busca un fin premeditado.
Razono en voz alta” (Decano, 178)-
sino hacerle al Fiscal usar su imaginación, aceptar el hecho de
que
ambas tesis llevan la misma racionalidad e inestabilidad
simultáneamente
(Decano, 188).
En
virtud de
las funciones recíprocas entre estas conciencias que hemos visto
se
realiza la máxima justicia posible en el texto: el retiro de los
cargos
del Fiscal y la absolución de Enrique. La verdad queda
indecidible, pero
aparte de ello los personajes pueden intentar la búsqueda de la
mejor
solución, mediante el razonamiento y la actitud abiertos que
constituyen
el dialogismo. Por esta razón, Gonzalo Torrente Ballester
proclama la
importancia del último en la moral del lector (15),
examinándolo
en el difícil juego de elegir su propia perspectiva al finalizar
la
novela. Y lo hace usando y desusando las costumbres del género
policial,
dándole así otro fin y otro proceso que contribuyen a
ensanchar
la posibilidad estética y filosófica de dicho
género.
Notas
(1)
Citado en http://www.gonzalotorrenteballester.com/bio.html.
(2) Todo texto literario es definible
como sistema de comunicación, según el clásico
modelo
planteado por Roman Jakobson. Pero en este trabajo trataré, en
un
sentido más positivo, el aspecto dialógico que la
intención de nuestro autor produce. Y al usarse la palabra
“diálogo” siempre se tomará en consideración
lo que con ella significó Mijail. M. Bajtín, como
habrá
sido previsto por los que conocen las obras del maestro. Sobre todo la
percepción dialógica del mundo y el diálogo como
medio de
comunicación son dos dimensiones de este tema que observaremos
con
respecto a nuestra novela.
(3) En El texto histórico como
artefacto literario (2003): “El
pasado tiene que ver con nuestros muertos y a ellos no podemos
recordarlos con
actitud aséptica, científica” (9), dice el historiador,
“hay una relatividad expugnable en toda representación de los
fenómenos
históricos” (189). Como se ve aquí, su base
teórica
acepta la dimensión poético-expresiva del escrito
histórico y la esencial opacidad del discurso, factores que bien
explican la inaccesibilidad del pasado y la multiplicidad
interpretativa de
Historia.
(4) Citado en http://www.gonzalotorrenteballester.com/bio.html.
(5) Además de esta
técnica, las escenas que tienen lugar en el juzgado se asocian
con el
frecuente uso de aquél del dramaturgo alemán por su
semejante
efecto. El círculo de tiza caucasiano, entre otras obras de teatro suyas, finaliza con este
recurso provocando
al espectador hacia una actitud crítica ante la lógica y
los
razonamientos de los personajes. No parece casual que Torrente
Ballester eligiera
trucos representativos de Brecht: los dos artistas tienen el fin
común
de releer la historia y hacer al lector/ público juzgarla con
razón. (Selden, 1987: 59); sobre dicho aspecto del teatro
épico,
véase Walter Benjamin, Tentativas
sobre Brecht. Iluminaciones III (1975).
(6) Para una sencilla
aclaración del concepto historia/discurso, correspondientes a
términos franceses recit
raconté/ recit racontant,
véase Alicia Redondo Goicoechea, Manual
de análisis de literatura narrativa. La
polifonía textual (1995: 23-4).
(7) Hasta los detectives ficticios
más célebres no son libres de la intervención del
subjetivismo, aunque lo aceptamos con mutismo para el gozo de la
lectura.
Curiosamente, la científica verosimilitud del meticuloso examen
que
caracteriza la novela policial clásica, en cuya línea
figuran
Poe, Doyle y Christie entre otros, no resiste casi nunca un
análisis
profundo. Las “inducciones” o “deducciones” del
detective serían intuiciones, conjeturas y suposiciones
(Colmeiro, 1994:
66). Por ejemplo, el concepto que Charles Sanders Peirce llama
“abducción”, es decir, formación de hipótesis
intuitiva, es justamente la mejor herramienta de Sherlock Holmes,
según
Thomas A. Sebeok. (Gubern, 2002: 224-5). Sobre la lógica de la
novela
policial dentro del terreno imaginario y el pacto entre
escritor-lector,
véase el artículo de Thomas Narcejac, La
novela criminal (1982: 49-80).
(8) Las palabras, sobre todo en la
esfera de la ética y del derecho, constituye “un aspecto
esencial
del hombre ético, jurídico y político”,
señala Bajtín. Para él “todas las
categorías
principales de opinión y de valoración ética y
jurídica, se refieren al hablante como tal: la conciencia (la
“voz
de la conciencia”, “palabra interior”), el arrepentimiento
(el reconocimiento libre por el hombre mismo), la verdad, la mentira
[…]”. De esta manera, el filósofo del diálogo
considera que, en dichas circunstancias, la conciencia del hombre son
sus
propias palabras (1989: 166).
(9)
En el dialogismo de Bajtín es posible, porque: “A dialogic world
is one in which I can never have my own way completely, and therefore I
find
myself plunged into constant interaction with others -and with myself”
(Holquist,
1990: 39).
(10) Ángel Luis Mota
Chamón, llamando héroe y antihéroe respectivamente
al
detective-protagonista de la novela policial clásica (o
novela-enigma) y
al de la novela negra, apunta cuáles son sus fines y
herramientas: el
primero busca la verdad que es orden y armonía de la sociedad,
acudiendo
al razonamiento; el desorden y la fatalidad humana son la verdad que
descubre
el segundo con su arma de coraje (1996: 93). A diferencia de ellos, las
voces
plurales de nuestra novela encuentran más de una versión
de lo
sucedido, y su método es el diálogo sostenido por
razón
imaginativo. Con la autorreflexividad sobre el género policial,
la
postura del autor se matiza como si ignorara ingenuamente el pacto de
dicho
género, traicionando así a los lectores que esperan
típica
diversión. En este punto, el escritor otra vez invierte la
convención genérica.
(11) “Si los médicos y
los sociólogos intentan decir su palabra y definir el
fenómeno,
el escritor, dramaturgo o novelista, tiene también su cuarto a
espadas
que echar, y no el más baladí, pues poniendo a vivir los
hombres
se sacan a relucir aspectos de lo real que el concepto difícil
de la
ciencia no aprehende tan fácilmente: narrar y describir puede
ser
más importante que definir e investigar” (Torrente Ballester,
1980: 212). El Decano hace un comentario semejante a Enrique (Decano, 41-2).
(12)
“I cannot be in the unique place you occupy in the event of
existence” (Holquist, 1990: 24).
(13)
“The aspect of the situation that you see, but I do not, is what
Bakhtin
calls your “surplus of seeing” […]. By adding the surplus
that has been “given” to you to the surplus that has been
“given” to me I can build up an image that includes the whole of me
and the room […]: in other words, I am able to “conceive” or
construct a whole out of the different situations we are in together.” (Holquist, 1990: 36-7).
(14) Quizá en este sentido el
autor dedica esta obra a sus nietos y a su biznieta (Decano,
5).
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