La inaccesibilidad del pasado y el dialogismo como su alternativa:

La muerte del Decano, de Gonzalo Torrente Ballester



 

Eun Hee Seo

Universidad Complutense de Madrid

 

Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999, Ferrol, España) obtuvo sus primeros premios literarios –“Premio de la Crítica” y premio “Ciudad de Barcelona”- en 1972 con su novela La saga/fuga de J.B. La tardía atención de la crítica española finalmente lo descubrió como un novelista que podría ser considerado uno de los escritores representantes de su época. Dicha novela, y otras dos que la siguieron (Fragmentos de Apocalipsis en 1977, y El jardín de jacintos cortados en 1980) se convirtieron en las mejor recibidas, entre sus otras obras. Con este éxito sumado a la producción televisiva de su trilogía Los gozos y las sombras (publicado en 1962 el último volumen La pascua triste) veinte años después de su completa publicación, el escritor consiguió apropiadas condiciones anímicas y económicas para un desarrollo artístico más activo.

Sin embargo, antes de ello, en 1962 fue expulsado de su plaza de profesor y se le negaron todas sus colaboraciones periodísticas y radiofónicas, como represalia por haber firmado un manifiesto pidiendo claridad informativa con respecto a la situación de los mineros asturianos en huelga en ese entonces (1). En un momento de dicha crisis, el escritor gallego tuvo que subsistir traduciendo novelas policiales, según afirma Carmen Becerra (Becerra, 2005: 11). Es de suponer que esta experiencia, si consideramos el caso de que el novelista todavía no hubiera asimilado los códigos de aquel género (aunque lo contrario es más probable, visto su bagaje cultural), le habrá servido como ocasión para penetrarse de ellos. Es manifiesto que en casi todas sus obras Torrente Ballester se mostró partidario de juegos intelectuales para mentes ágiles, unos juegos basados en complicadas tramas e imaginación. De forma parecida, al menos parcialmente, la literatura policial debe su popularidad a su faceta lúdica, que a menudo convierte el texto en un campo del reto de inteligencia entre el autor y el lector. Desde este punto, es desde donde consideraremos que dicho género se comenzó a relacionar con el novelista: juego/reto entre el emisor y el receptor del mensaje textual (Gramsci, 1982: 15) que, por tanto, es una comunicación, aproximadamente un diálogo. Decimos aproximadamente porque una típica novela policial puede dejar participar al lector en su proceso, pero en general su desenlace es un monólogo del detective donde el razonamiento del lector no tiene cabida. Aunque más tarde veremos cómo nuestro escritor sale de esta frontera genérica a abrir diálogos en su pleno sentido (2).

Por otro lado, hay un rasgo más de la literatura policial por el que su conveniencia metódica para nuestro autor se engrandece: las historias del detective, con raras excepciones, tratan de saber exactamente lo que ocurrió en un tiempo y espacio concreto. Es decir, tratan de reconstruir un determinado pasado, averiguar una diminuta parcela de la historia. Y para una gran parte de la labor literaria torrentina aquella actividad es el objeto: averiguar en qué proceso se reconstruye el pasado.

No obstante, esta fundamental similitud enseguida se torna ambigua, porque para el novelista el pasado, al mismo tiempo que ser reconstruido, se construye: se crea en el presente. Se refiere a este constante tema cuando Ángel G. Coureiro llama “metaficción historiográfica” (término de Linda Hutcheon) a los textos como Fragmentos de Apocalipsis o La saga/fuga de J.B. (Coureiro, 2001: 18). Al autor le gustaba, entre varias técnicas preferidas suyas, mezclar datos históricos reales con fantasías creadas por sí mismo, lo cual a algunos críticos coetáneos les pareció que era manipular la “verdadera” historia (Becerra, 2005: 35). Aunque hoy día muy difícilmente se oirían semejantes opiniones, dado que el siglo pasado recibió al nuestro dejándose influir por el perspectivismo y el proceso de descentralización en todos los terrenos culturales, oscureciendo cada vez más el ideal de la verdad universal. En este ambiente se ha destacado una nueva posición al reflexionar sobre la historia, y la escogen algunos estudiosos de Torrente Ballester para explicar su visión de ésta: la verdad/historia como creación del sistema de valores (en muchos casos, el del poder político), y la inevitable pluralidad de la verdad. Becerra encuentra esta tendencia del autor en palabras de Celia Fernández Prieto, quien ve tanto al concepto de verdad como al de verosimilitud como construcciones culturales y, por consiguiente, apunta que la naturaleza de la historia es “historiografía, escritura” que nos hace hablar “en plural, de verdades parciales” (Becerra, 2005: 36). De modo paralelo, según Coureiro, nuestro autor considera la realidad como producto (“una creación, una construcción”) del lenguaje que no existía antes de la operación de éste (2001: 22), visión que recuerda a Hayden White: “el pasado no es algo cerrado (es decir, no es tal “pasado”) sino algo permanentemente abierto, heterogéneo, indecidible en el sentido de que acepta continuamente nuevas interpretaciones: no una Historia totalizadora, sino múltiples, renovadas historias” (Coureiro, 2001: 19). Creado por las palabras del presente, el pasado debe ser múltiple como indica White, pues las palabras siempre llegan de plurales perspectivas, querámoslo o no (3). Pero aquí debemos subrayar que en Torrente Ballester esta pluralidad no alude al relativismo puro y estéril, sino a una positiva actitud para acercarse máximamente al imposible pasado verdadero, como averiguaremos enseguida.

De la presuposición de que la historia es una construcción se deduce su estado bajo el peligro de falsificación. El autor gallego explora este tema con obsesión cuyo origen, sugiere Becerra, viene de su propia experiencia vital. A la altura de 1936, como todos otros intelectuales de aquella época, se vio obligado a tomar una posición política y eligió el falangismo. Posteriormente, se concienció de su misma ingenuidad y esta decepción, con el tiempo, lo llevó a formar tal visión de la historia, donde reside una constante probabilidad de engaño (Becerra, 2005: 78). De esta manera, la ironía hacia los manipuladores del pasado también forma parte importante de su temática.

Visto desde aquella postura sobre la historia, por ende, el género policial obtiene un sentido más amplio. T. Todorov afirma, en su Introducción a la literatura fantástica, la indispensable presencia de múltiples respuestas falsas de las que dispone la novela policial. Según el erudito ruso, aquellas soluciones fáciles son “a primera vista tentadoras, que sin embargo, resultan falsas”, mientras que “hay una solución absolutamente inverosímil, a la cual sólo se llegará al final, y que resultará ser la única verdadera” (Todorov, 1982: 60). Torrente Ballester aprovechó esta costumbre y puso de relieve la otra cara de dicha estructura detectivesca: en la búsqueda del pasado se encuentran tantas versiones de la verdad que siempre hay posibilidad de equivocarse en la elección, pues en la realidad no tenemos índice de una verdad suprema, como el detective-protagonista de susodicho género. Excepto los poderes que se autorizan al oficializar su versión, de los cuales Torrente Ballester nunca olvida hacer referencias mordaces en su narrativa.

El autor, a través de un argumento inspirado en el policial, investiga cómo mostrar esta incertidumbre del pasado y propone una actitud para manejarla en La muerte del Decano. Es una novela que enseña aquella investigación de forma clara y compacta, a pesar de la indiferencia que esta obra ha recibido de la crítica. De hecho, asegura Ángel Basanta, parece reconocerse que la literatura torrentina, después de la trilogía fantástica, no volvió a estar a tan elevado nivel. Aunque Basanta añade que “de la larga decena de novelas publicadas ahora merecen recordarse algunas” (2001: 93), entre las que él considera merecedoras no se encuentra aquella novela. José F. Colmeiro, por su parte, la califica de “decepcionante en comparación al resto de su trayectoria novelística” (1994: 229). Incluso, en la página web oficial dedicada al escritor, se presenta esta obra como incursión de novela policíaca desarrollada, sencillamente, “de una manera un tanto extraña” (4). Quizá sea natural esperar de un escritor las mismas cualidades y tendencias que otras veces le hicieron ser estimado, pero tampoco se puede olvidar el hecho de que cada texto merece la oportunidad de analizarse con seriedad y detenimiento. Y consideramos que La muerte del Decano, tras ser tratado y valorado sin prejuicios, muestra notable originalidad estética, aparte de su filosofía ética que necesita dicha originalidad para expresarse. Y las dos son méritos conseguidos a base de singular aplicación (o contra-aplicación) de usos del género policial.

La novela se divide en dos partes compuestas de trece capítulos. En la primera parte se narra la inverosímil muerte del Decano y el proceso de su investigación; la segunda se ocupa de los acontecimientos ocurridos alrededor del juicio de este caso hasta que éste se cierra. A primera vista, esta descripción del argumento parece encajar en los dos subgéneros policiales: la primera parte a la novela-enigma, y la segunda a la novela negra (Colmeiro, 1994: 53-64), respectivamente. No obstante, nuestro texto tiene dos características que la distinguen de ambos subgéneros de forma fundamental. En primer lugar, diferente de la novela-enigma, La muerte del Decano carece de una voz autoritativa, del detective, que ofrezca una irrefutable explicación de lo ocurrido. Es más, tal explicación del pasado se manifiesta imposible en la obra de Torrente Ballester, tan tajantemente que esta manifestación se hace uno de los temas de la novela. En segundo lugar, en contra del subgénero negro, su estructura no consiste en acciones; casi todos los “acontecimientos” son verbales, es decir, son intercambios de juicios expresados en palabras, que se producen entre distintas conciencias. A tal dirección se orienta nuestro autor, acompañando al género policial pero contradiciéndolo al mismo tiempo, por lo cual plantea verlo con ojos desacostumbrados. Considero esta actitud lúdica torrentina como dialogar con el género y ampliarlo, si un diálogo tiene la función de abrir y enriquecer tanto al hablante como al oyente, como asegura Bajtín (1989: 97).

Significativos son algunos aspectos del primer capítulo, el más extenso de todos, ocupando cuarenta de las doscientas seis páginas totales. En tanto espacio narrativo se describen las últimas horas de la vida del Decano. Este hecho también se encuentra fuera del marco policial normal, porque la más típica costumbre de aquella categoría literaria es empezar la historia después del crimen, en otras palabras, desde el final del pasado que se debe reconstruir. Desde luego hay excepciones de esta tradición, pero la estrategia que escoge el transgresor novelista tiene un diferente fin: en el primer capítulo el lector ya está bien informado, para no decir aclarado, de quién es el agente de la muerte del Decano. El efecto resultado por ello, con matiz de la teoría del teatro épico brechtiano, es mover la atención del lector del final de la historia al curso para llegar a él (5). La meta de la narración, pues, no es la admiración catártica del lector, sino su observación de la forma en que los personajes (re)construyen lo ocurrido.

Pero, sobre todo, el primer capítulo está allí en calidad del pasado inaccesible. Sólo el lector atestigua, siguiendo las acciones del Decano, que éste está tramando un plan -cuyo motivo preciso se desconoce- para morir e incluir en este asunto a Enrique, su profesor auxiliar y sucesor académico, quien se convertirá en el único presunto agente de su asesinato. También del lector es el punto de vista único, exceptuando al del narrador, desde el que se puede sintetizar las respectivas ópticas del fraile, el bedel, Enrique y el director de la residencia, las cuatro personas que hablaron con el Decano el día de su muerte. Únicamente por esta síntesis se puede percibir las contradicciones realizadas entre lo que dice y lo que hace el Decano. El lector, con todos aquellos datos que posee sobre la inocencia de Enrique y las manipulaciones de la realidad de su maestro, datos de los que otros personajes carecen o dudan la veracidad, puede medir la certeza de los juicios producidos en los siguientes capítulos. El autor, pues, le requiere al lector juzgar el panorama de razonamientos y posturas desde aquella situación privilegiada.

Relacionado con tal voluntad del hacedor del texto, entonces, parece un tanto desconcertante el contenido del último capítulo de la novela. De hecho, éste aparece en su lugar con fin de contrapesar el primero: tras el triunfo que consiguió el bando del acusado en el Juzgado, en la conversación entre éste y su mujer, Francisca, se desvela que Enrique escondía suficientes motivos e intención de matar al Decano. Este punto es una de las claves para entender la pluralidad de la verdad que propone esta obra. El lector, que ha revisado el transcurso del asunto con su conocimiento establecido desde el primer capítulo, se enfrenta con nuevos datos sobre la pareja, los cuales no se han tomado en cuenta al formarse la interpretación del lector sobre la historia. La “ingenuidad” (Decano, 197: de esta forma localizaremos las citas de La muerte del Decano en adelante) de Enrique fue el móvil definitivo que condujo al Fiscal a retirar la acusación; pero ahora la ingenuidad misma se pone en duda, aunque el ahora liberado no cometiera el asesinato real; queda equivocada, entonces, la unanimidad de diversos personajes al declarar que el profesor auxiliar es “incapaz de matar un mosquito” (Decano, 73). Se anuncia, de este modo, que la aparente omnisciencia o versión más completa de un pasado enseguida resulta incompleta; necesita, en su esencia, otra versión compensatoria. Por ello, la verdad es plural, nuevas interpretaciones del mismo pasado continúan naciendo y dialogando entre sí. Al descubrírselo al lector en el final, el narrador prolonga el control que ejercía en la instancia de la historia hacia la del discurso (6), es decir, el tiempo-espacio donde el lector tiene contacto con el texto. De este modo, la última duda se dirige directamente al raciocinio del lector. El inquietante autor así lo devuelve al mundo real y le hace sospechar la incertidumbre de su conocimiento sobre su entorno.

Dentro de la historia, el sujeto que maneja la ambigüedad del pasado es el Decano. Es profesor de historia de prestigio internacional y decano de su facultad. Unas horas antes de su muerte, confiesa a Enrique su deseo secreto: dedicarse a la novela histórica. Su pasión por esta historiografía literaria también se manifestaba en clases, según un alumno suyo indica al Juez, lo cual evidencia que aquel deseo no es un tema improvisado, sino que se ha compaginado con el plan de la muerte -organizado desde el fin del curso pasado y llevado a cabo en invierno- y, ciertamente, está vinculado con aquel plan desde su origen. Conviene recordar el hecho de que las novelas históricas son unas distintas interpretaciones del mismo pasado, y que su fin definitivo no es encontrar la verdad. El Decano dice a su discípulo, el cual queda sorprendido ante la decisión de aquél:


Nadie alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera hallarla […]. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con mis novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin embargo, tanto usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no analizamos las razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el pensamiento no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos, alcanzaremos, usted por su camino, yo por el mío (Decano, 42).


La “perfección” del “pensamiento no verdadero” es el fin que el juego de la muerte del Decano comparte con las novelas históricas, finalmente descartadas al elegir el primero, que consiste en desarrollar no-verdades perfectas en la realidad. Este personaje ha preparado aparatos en función del pharmakon derridiano, para confundir a los investigadores de su muerte con intencionada ambivalencia. Y, efectivamente, aquellos motivos se aceptan y se usan para apoyar al mismo tiempo dos hipótesis opuestas: la del suicidio del Decano y la del asesinato de Enrique. Uno de ellos son los dos cigarros encontrados en el cenicero de la escena. El uno está con ceniza intacta, el otro con la ceniza sacudida varias veces. El lector que lleva la ventaja de leer el primer capítulo sabe que fueron preparados con escrúpulo por el Decano, con fin de provocar múltiples interpretaciones. Naturalmente hay dos maneras de atribuir los dos cigarros al Decano y Enrique, y cada manera sirve y no sirve al mismo tiempo para las dos hipótesis, creando cuatro versiones del pasado. Igualmente ambiguo es el caso de los celos como motivo del asunto: el comentario del muerto sobre su amor por Francisca que oyó su amigo, el Padre Fulgencio, en el anuncio de aquél de que presentía su propia muerte aquella noche, supone la existencia de celos de ambos hombres. El Comisario y el Fiscal los consideran móvil que conduce al marido hacia el crimen, mientras que el Juez y el abogado Losada los ven propios de la trama del Decano. En la conversación entre Francisca y el abogado se puntualiza esta ambigüedad:


-¿Y ese amor que el Decano que decía sentir por usted?

-Usted mismo ha demostrado que mentía.

-Que yo lo haya demostrado no quiere decir que no sea cierto. Del mismo modo para ellos, a nosotros nos sirve de causa o motivo (Decano,157).


Otra intención ambivalente del oscuro personaje se descubre en su envío de unos documentos a Madrid, bajo condición legal de no abrirse hasta los veinte años de su muerte. El Padre comunica al Juez que, según dijo el Decano antes de morir, dichos papeles son notas y proyectos de su obra en proceso. La existencia de ellos respalda su versión de la retorcida relación entre la pareja académica, el plagio y la envidia del discípulo hacia una insuperable figura. Sin embargo, abiertos por petición del abogado, son tan sólo viejos periódicos; la explicación del Decano resulta ser mentira y, por tanto, la relación descrita por él como el móvil de su venidera muerte pierde sentido. En este hecho, el abogado ve otro elemento que avala la manipulación por parte del ahora ausente. De manera semejante, la piedad que éste expresó al fraile franciscano sobre la dura situación económica de Francisca es, paralelamente, falsa: ella misma la desmiente, tiene dinero. El Decano debía saber que estas mentiras serían refutadas en el curso de la investigación y, desde entonces, no ayudarían a atribuir la culpabilidad a Enrique, sino que lo contradecirían a sí mismo. Y justamente ello ha sido su intención, lo cual produce la complejidad de esta novela. El inteligente doctor Losada sospecha: “El Decano no era idiota. Este asunto se caracteriza por su confusión. ¿No habrá sido el propio Decano quien lo proyectó así? ¿No estaremos obedeciéndole?” (Decano,153). Así, la intención del Decano resulta ser distinta de la del delincuente de la mayoría de novelas policiales; cuando los otros le obedecen, no los engaña ni desvía del verdadero proceso del crimen, sino que les demuestra lo inalcanzable del único pasado y la pluralidad de sus (re)construcciones.

Fuera del ludismo del Decano, hay otro elemento que hace el pasado aún más inaccesible: los intereses del poder. La falsificación política se repite apareciendo por el espectro temático torrentino de la historia como construcción verbal. Aunque este aspecto no recibe la principal atención de esta novela, salta a la vista la ironía hacia el apoyo del poder a la interpretación más beneficiosa. El Rector, al ser comunicado que Enrique puede ser el sujeto de la muerte del Decano, muestra incredulidad y, a la vez, “fingida consternación” (Decano, 73). Considerada la consistente neutralidad del narrador, el modificador “fingida” enfatiza la voluntad de crítica del autor por este personaje. La razón del fingimiento se revela cuando él convoca una reunión con otros decanos de su universidad. La conversación entre éstos es banal y no lleva pésame alguno ante la muerte de su compañero. Cuando el Rector recibe una llamada del Comisario para informar de la acusación en el Juzgado contra Enrique, este hecho no lo consterna sino que lo relaja y llena de voluntad de colaborar con la policía: un suicidio “siempre es un engorro” (Decano, 88) para la Universidad, así que se prefiere la versión del asesinato. No hay necesidad de molestarse pensando en otras posibilidades o sentir por “el auxiliar ése” que “casi no forma parte de la familia universitaria” (Decano, 89). La sátira en estas páginas se hace más agria, recordando que el propio autor vivió una parecida experiencia por intereses de su universidad. Por tanto, la intervención política en el momento de escribir la historia debe ser rechazada y criticada, insiste Torrente Ballester, porque suelen producir injusticia y víctimas.

El proceso de la (re)construcción del pasado se deja influir también por subjetividad de cada individuo que participa en ese proceso. Los elementos subjetivos son intuición, conjetura o fe, cuyo uso lo disimula intencionalmente el razonamiento del género policial (7). Cada uno, el Juez y el abogado, cuando dos hipótesis contradictorias contienen la misma medida de razón, se sincera:

 

Cuadra todo tan bien con todos los detalles, son tantas las razones que se acumulan contra don Enrique, que me parecen excesivas […]. No tengo razones, sino algo tan deleznable como una intuición. Pero, a pesar de las pruebas, estoy convencido de que se trata de un suicidio (Decano, 97).

 

Todo depende de que se crea o no en la sinceridad del acusado. […] los magistrados y, con toda seguridad, el Fiscal, se han dejado llevar por el valor objetivo de las pruebas. Si son tan concluyentes, ¿para qué meterse en un berenjenal de interpretaciones? (Decano, 156)


Otra vez parece inevitable la existencia de la subjetividad en el razonamiento cuando el fraile transmite las palabras del Decano a los otros (Decano, 95) o cuando Francisca describe la actitud de Enrique después de su última visita al Decano (Decano, 115), pues lo hacen dando unas imágenes alteradas por recuerdos equivocados e impresiones posteriores. Esta incertidumbre de sus historias sólo la capta el lector, como el único testigo directo de aquellos acontecimientos. Las palabras del Padre llegan a favorecer el argumento de la policía, mientras que las de Francisca apoyan a la obediencia absoluta de su marido al muerto: la primera suposición es errónea a los ojos del lector por toda la obra; la segunda resulta muy dudosa en el final.

En breve, la deliberada ambigüedad de los trucos del Decano es el principal exponente de la inaccesibilidad del pasado y la pluralidad de su representación en el presente. También se ha visto cómo a ellas les contribuyen la intervención de los intereses políticos y las decisiones e impresiones subjetivas. De ahí que, por aquellos “factores humanos, demasiado humanos” (Decano, 195), la escritura del pasado no escape de su esencial ambivalencia y del peligro de manipulación e injusticia subyacente en ella. Este problema no tiene solución perfecta, tal cosa es imposible; pero el escritor nos pide “releer y meditar la causa” (Decano, 194) como el Fiscal, para disminuir el maleficio de la manipulación, en este caso para evitar la inculpación de Enrique. El último discurso de aquél en el Juzgado en el capítulo doce es el clímax y desenlace de esta novela, quien al principio daba absoluta certeza a la teoría de la policía y ahora muestra un cambio radical:


Yo no digo que el sistema racional en que se basaba mi acusación sea falso; digo solamente que el sistema contrario, es decir, la declaración del Acusado, puede ser verdadero. ¿Por cuál de los dos inclinarme? El uno me solicita por su rigor; el otro, por su sinceridad. Ambos pueden también ser falsos, y en ese caso… Yo no soy el llamado a declarar la inocencia del Acusado, pero retiro mis cargos contra él por falta de fe en las pruebas que podría aducir. No sé si el difunto, al que todos hemos llamado el Decano, fue asesinado o no. Los indicios no son suficientes para probarlo, o, al menos, a mí no me lo parecen (Decano, 198-9).


Al terminar “este discurso insólito en una persona de un Fiscal” (Decano, 196) que reconoce el mismo grado de racionalidad de dos versiones opuestas, Francisca está hablando con su marido “por encima del bicornio de un Guardia Civil” (Decano, 199): es un momento simbólico del triunfo del diálogo sobre una autoritaria verdad que suele constituir la historia oficializada por el poder político. El triunfo del diálogo, porque el abogado Losada consiguió persuadir al Fiscal con sus palabras; mediante ellas le hizo sentir la necesidad de la imaginación para llegar a un punto más cercano de la inalcanzable verdad y a la máxima justicia. Es más, cuando el caso todavía estaba en la fase de investigación, también era la razón abierta y los diálogos que con todos los personajes mantuvo el Juez que se resistían a descartar aquella hipótesis menos perjudicial. Para Torrente Ballester, el dialogismo es una táctica para reconocer y coexistir con el imposible pasado y la verdad plural. Desde ahora veremos cómo el autor lo expresa.

La mayor parte de esta novela consiste en palabras enunciadas por y entre personajes, y el narrador pone todos ellos en discurso directo sin resumir. Una forma narrativa apropiada para enseñar el funcionamiento del diálogo, aún más cuando se trata de unos escenarios como procedimientos jurídicos donde se engrandece el valor de la palabra (8). El narrador no hace caso a rasgos físicos de los personajes, excepto al dar algunas escasas descripciones de su atmósfera general o de detalles característicos del vestido, que confirman la imagen que las palabras dan de sus enunciadores. Los personajes, entonces, se convierten en sus palabras; o, más bien, en la conciencia de la que sus palabras nacen. Si el narrador no arregla a su manera aquellas palabras sino que se limita a presentarlas tal como son, es para minimizar la manipulación de las conciencias de los personajes por parte de la palabra del narrador. La “democracia del texto” (Alicia Redondo, 1995: 33) o la polifonía bajtiniana es el principio central de esta novela. En Problemas de la poética de Dostoievski, la observación que hace el gran dialogista sobre las figuras del escritor ruso nos acuerda de las torrentinas: “A Dostoievski le interesa el héroe no como un fenómeno de la realidad que posea rasgos típicos-sociales y caracterológicamente individuales, definidos y firmes, ni como una imagen determinada, compuesta de atributos objetivos […] que en su conjunto contestarán la pregunta: “¿quién es?”. No; el héroe le interesa en tanto que es un punto de vista particular sobre el mundo y sobre sí mismo, como una posición plena de sentido que valore la actitud del hombre hacia sí mismo y hacia la realidad circundante” (cursiva del autor, 1980: 73). Bajtín puntualiza que esta posición de Dostoievski con respecto a sus personajes fue una “posición seriamente planteada y sostenidamente realizada de dialogismo” para defender “la independencia, la libertad interior, el carácter inconcluso y falto de solución del héroe” (1986: 97). Se puede decir lo mismo sobre la posición de nuestro autor hacia los suyos, si con la palabra “héroe” significamos la realidad dialógicamente captada y comprendida por múltiples conciencias de tantos “héroes” (9).

Entonces, parece natural que en La muerte del Decano no exista una voz infalible del detective sino varias voces con igual derecho (10). El compartimiento del protagonismo es habitual en la literatura de Torrente Ballester (Becerra, 2001: 205), y en esta novela también se observa que los personajes más insignificantes, tales como el bedel del Decano o el alumno del albornoz rojo, conservan sus palabras y perspectiva intactas. Excepto en la cantidad y frecuencia de la enunciación, la voz de aquellos no muestra diferencia de la de otros personajes en su peso en el texto. Todas las palabras son igualmente estimadas por el narrador y el lector, aunque en este trabajo sólo trataremos los cuatro personajes que aportan los principales razonamientos de la obra: el Comisario, el Juez, el abogado o doctor Losada y el Fiscal, porque precisamente por ellos se aclaran la función y el sentido del dialogismo que estructura el argumento de esta novela. El lector no llega a saber sus nombres propios; son representaciones matizadas un tanto alegóricamente, hablan y actúan de forma que no traicionan el marco de sus oficios, con el apoyo del estilo realista de la obra. Pero ello es una de las estrategias del autor para enfatizar la inverosimilitud de la trama del Decano y la del último discurso del Fiscal. La primera es de la creatividad del juego que provoca el dialogismo de la obra; la segunda es el producto de aquel dialogismo.

En la primera parte de la novela se destaca el contraste entre el Comisario y el Juez, portavoces respectivos de la actitud monológica y la actitud dialógica. El Comisario, que elabora la suposición del asesinato y acusa a Enrique, se dibuja sometido a la autoridad; cree en la versión del homicidio porque ha “leído novelas policíacas que […] están escritas por gente enterada, con más medios […] y, sobre todo, con más experiencia en cierta clase de crímenes” (Decano, 63). Manifiestamente, este comentario no es fruto de deducción sino de su inclinación obediente a lo convencional, lo preestablecido: piensa dentro de la lógica del poder. Es más, lo preestablecido abarca prejuicios ideológicos, según los cuales él quiere reconstruir lo sucedido, haciendo caso omiso a las voces que niegan la veracidad de aquellos. Esta sordez mental se pone de relieve, sobre todo, cuando insiste en llamar “rojo” al Decano aunque la gente lo contradice (Decano, 58-9), y cuando es comunicado de la posibilidad de los celos de Enrique y los fija como el móvil del crimen (Decano, 133). Torrente Ballester una vez escribió: “[El] artista […] puede siempre dar cuenta de su tiempo en lo que éste tenga de singular o característico: a condición, de no deformarlo, de no pintarlo con el color de un cristal político o religioso determinado […] sin ideología, sin prejuicios” (1980: 212). Si un artista y un científico se dedican mismamente al trabajo de interpretar la realidad, y el autor lo afirmó (11), aquella opinión se puede aplicar fácilmente a los investigadores de esta novela. Desde este punto de vista, el Comisario es un ejemplo de mal intérprete; cerrado en su argumento y sus prejuicios, no quiere ni sabe salir de allí. (12) Tal postura monológica del Comisario lo aleja de los acontecimientos que atestiguó el lector, inevitablemente vinculada con su imponente arrogancia en el trato con los demás. Cuando no se admite que la presencia del otro tiene valor equitativo a la mía no hay ninguna comprensión, como señaló Sergi Karcevskij (apud Holquist, 1990: 25). Una de las premisas epistemológicas de la filosofía bajtiniana es que el uno no puede estar en el único espacio que el otro ocupa en el acontecimiento de la existencia (13), pero el Comisario no lo sabe y gusta de cubrir el máximo espacio (Decano, 120-2).

El Juez, siendo el opositor dialógico e imaginativo del Comisario, primero se marca por su predilección por mantenerse abierto y escuchar a los otros. En todas las conversaciones con el Comisario o con otros personajes, el Juez sigue mostrándose respetuoso y atento, contrariamente al menosprecio de su rival hacia su alrededor. Un ejemplo obvio es cuando nos dice el texto: “El Comisario saltó por encima del cadáver; el Juez se limitó a rodearlo por la parte de la cabeza” (Decano, 62). Incluso tras la llegada de la acusación a la Audiencia y la finalización de su tarea él asiste al Juzgado, acompañando a Francisca y deseando ver demostrada la inocencia de Enrique. Su segundo rasgo destacable es la voluntad de no dejar caer su raciocinio en soluciones fáciles y prejudiciales, faceta que se muestra en una conversación entre los dos adversarios:


-El Decano era un rojo conocido. No podemos descartar ese detalle. Una cosa sería si le mató uno de los suyos, otra si le mató uno de los nuestros.

-¿Los nuestros? ¿Quiénes son los nuestros? Para mí no hay más que delincuentes o inocentes. El matiz político no hace al caso (Decano, 72).


En tercer lugar, el Juez es capaz de abarcar posibilidades contrapuestas; no ignora el valor de la tesis del Comisario. Es más, cita una reunión que hasta puede ser insólita para los procedimientos jurídicos en cuestión, en la que le da a conocer al Comisario el testimonio del fraile que se opone a la versión del Juez y abona la de su opositor (Decano, 122). En el mismo sentido reconoce la fragilidad de sus “ideas prendidas con alfileres” que “los hechos [...] contradicen” (Decano, 98), pero su intención no es dejarlas justificadas y completas, sino abiertas y vigentes sólo hasta tal punto en que se encuentran. Cabe decir que todos estos rasgos hallados en el carácter del Juez se originan en otro rasgo o capacidad más fundamental: usar la imaginación. Para la epistemología dialógica aquella facultad es una parte imprescindible, ya que la única manera de que yo comprenda el mundo es sumar lo que tú percibes del mundo desde tu única perspectiva a mi propia percepción desde mi también única perspectiva (14). Sólo el acto de imaginar hace posible la suma de las dos distintas percepciones -si son dos versiones contrapuestas como ahora, de la más elevada imaginación es simultanear las dos no excluyendo ninguna- y, finalmente, amplía la comprensión. Entonces, parece natural que una persona imaginativa tienda a ponerse en lugar del otro, como el Juez cuando intenta persuadir al fraile:


-Imagine usted que don Enrique es inocente.

-Me cuesta trabajo imaginarlo.

-Haga un esfuerzo. Veinte años de prisión le habrán destrozado, habrán hecho de él un pingajo humano. Saldrá de la cárcel con deseos de venganza [...] (Decano, 100)


En la segunda parte de la obra, los diálogos se realizan alrededor de la rivalidad y el compañerismo entre el abogado y el Fiscal. El abogado, sucesor de la teoría y postura del Juez, también tiene en cuenta que las dos hipótesis son legítimas, “de la misma medida” (Decano, 146). El hecho de que nadie sea capaz de llegar al único pasado verdadero le hace creer en la importancia de la imaginación y criticar a los que carecen de ella -“unas mentes maduras y poco imaginativas” (Decano, 155)-. Efectivamente, es su mejor arma al razonar, pues mediante ella persigue la lógica del Decano (Decano, 172-92), orientándose a la dirección que el autor éticamente defiende y el lector considera precisa (aunque, como ya hemos visto, la novela prepara un fin invertido sólo para el lector). Es con fundamento en esta imaginación que el abogado habla con el Fiscal. Si el Juez ha conseguido juntar varios puntos de vista a través de sus incansables conversaciones, el Defensor transmite a su oponente, en una persuasión imaginativa, el significado ganado en la síntesis del Juez y enriquecido por sus propios esfuerzos a saber más. El capítulo once es la escena donde tiene lugar la reunión privada entre el Fiscal y el abogado a petición del primero. El segundo desdobla aquí sus deducciones ante el otro a quien encontramos persuadido en el siguiente capítulo. El abogado, en actitud parecida a la del Juez, no pretende constituir una justificación cerrada para su tesis -“Mi razonamiento no busca un fin premeditado. Razono en voz alta” (Decano, 178)- sino hacerle al Fiscal usar su imaginación, aceptar el hecho de que ambas tesis llevan la misma racionalidad e inestabilidad simultáneamente (Decano, 188).

El esfuerzo tan epistemológica y éticamente dialógico del abogado como el del Juez desemboca en la conversión de su oyente, el Fiscal, aunque ello ha sido realizado por la inteligencia y voluntad de entender por parte de éste. Su actitud es definida como “altiva” (Decano, 144) por el narrador en su apariencia en el Juzgado, pero a su vez se muestra abierto con el joven doctor Losada. Lo es sobre todo cuando personalmente le pide explicación de su argumento al abogado al que considera “señorito que ha leído mucho, pero que carece de la menor práctica forense” (Decano, 175) y, no obstante permanecer atento hasta el final de la larga conversación del capítulo once. Aun criticado por el joven por falta de imaginación (Decano, 172), en compensación el Fiscal tiene suficiente flexibilidad intelectual para ser convencido, si es preciso según su lealtad a la Justicia (Decano, 196). Y detrás de esta Justicia rigurosamente anunciada se desvela la huella de otro tipo de justicia: la que se genera de la comprensión/compasión por el otro, que Bajtín ha topado en la boca de un personaje de El idiota: “Usted carece de ternura: sólo posee justicia, por tanto es injusto” (Bajtín, 1986: 92). En el mismo sentido, a la comprensión del Juez hacia Enrique vista arriba se suma la razón humanizada del abogado: “¿Qué podría añadir a un proceso cerrado, acaso por la muerte, una declaración póstuma? [...] ¿Es usted capaz de imaginar el estado de ánimo de esta mujer, que recibe de viuda la rehabilitación de un hombre que no puede resucitar? Y aunque supongamos, que ya es mucho suponer, que mi defendido viviera todavía, ¿cuál sería su situación?” (Decano, 179). Y finalmente, el Fiscal da su primer paso a la naciente simpatía -que le hace sonreír a la mujer del acusado al dirigir su último discurso (Decano, 196)- cuando el abogado llama al acusado “nuestro amigo”:
-¿Nuestro? ¿Por qué nuestro?
-Mío, desde luego, aunque poco haya hablado con él... De usted... ¿no se siente ya un poco amigo?          El Fiscal no contestó. Echó una larga bocanada de humo que le cubrió el rostro un instante... (Decano, 192)

En virtud de las funciones recíprocas entre estas conciencias que hemos visto se realiza la máxima justicia posible en el texto: el retiro de los cargos del Fiscal y la absolución de Enrique. La verdad queda indecidible, pero aparte de ello los personajes pueden intentar la búsqueda de la mejor solución, mediante el razonamiento y la actitud abiertos que constituyen el dialogismo. Por esta razón, Gonzalo Torrente Ballester proclama la importancia del último en la moral del lector (15), examinándolo en el difícil juego de elegir su propia perspectiva al finalizar la novela. Y lo hace usando y desusando las costumbres del género policial, dándole así otro fin y otro proceso que contribuyen a ensanchar la posibilidad estética y filosófica de dicho género.

 

Notas


(1) Citado en http://www.gonzalotorrenteballester.com/bio.html.

 

(2) Todo texto literario es definible como sistema de comunicación, según el clásico modelo planteado por Roman Jakobson. Pero en este trabajo trataré, en un sentido más positivo, el aspecto dialógico que la intención de nuestro autor produce. Y al usarse la palabra “diálogo” siempre se tomará en consideración lo que con ella significó Mijail. M. Bajtín, como habrá sido previsto por los que conocen las obras del maestro. Sobre todo la percepción dialógica del mundo y el diálogo como medio de comunicación son dos dimensiones de este tema que observaremos con respecto a nuestra novela.

 

(3) En El texto histórico como artefacto literario (2003): “El pasado tiene que ver con nuestros muertos y a ellos no podemos recordarlos con actitud aséptica, científica” (9), dice el historiador, “hay una relatividad expugnable en toda representación de los fenómenos históricos” (189). Como se ve aquí, su base teórica acepta la dimensión poético-expresiva del escrito histórico y la esencial opacidad del discurso, factores que bien explican la inaccesibilidad del pasado y la multiplicidad interpretativa de Historia.

 

(4) Citado en http://www.gonzalotorrenteballester.com/bio.html.

 

(5) Además de esta técnica, las escenas que tienen lugar en el juzgado se asocian con el frecuente uso de aquél del dramaturgo alemán por su semejante efecto. El círculo de tiza caucasiano, entre otras obras de teatro suyas, finaliza con este recurso provocando al espectador hacia una actitud crítica ante la lógica y los razonamientos de los personajes. No parece casual que Torrente Ballester eligiera trucos representativos de Brecht: los dos artistas tienen el fin común de releer la historia y hacer al lector/ público juzgarla con razón. (Selden, 1987: 59); sobre dicho aspecto del teatro épico, véase Walter Benjamin, Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III (1975).

 

(6) Para una sencilla aclaración del concepto historia/discurso, correspondientes a términos franceses recit raconté/ recit racontant, véase Alicia Redondo Goicoechea, Manual de análisis de literatura narrativa. La polifonía textual (1995: 23-4).

 

(7) Hasta los detectives ficticios más célebres no son libres de la intervención del subjetivismo, aunque lo aceptamos con mutismo para el gozo de la lectura. Curiosamente, la científica verosimilitud del meticuloso examen que caracteriza la novela policial clásica, en cuya línea figuran Poe, Doyle y Christie entre otros, no resiste casi nunca un análisis profundo. Las “inducciones” o “deducciones” del detective serían intuiciones, conjeturas y suposiciones (Colmeiro, 1994: 66). Por ejemplo, el concepto que Charles Sanders Peirce llama “abducción”, es decir, formación de hipótesis intuitiva, es justamente la mejor herramienta de Sherlock Holmes, según Thomas A. Sebeok. (Gubern, 2002: 224-5). Sobre la lógica de la novela policial dentro del terreno imaginario y el pacto entre escritor-lector, véase el artículo de Thomas Narcejac, La novela criminal (1982: 49-80).

 

(8) Las palabras, sobre todo en la esfera de la ética y del derecho, constituye “un aspecto esencial del hombre ético, jurídico y político”, señala Bajtín. Para él “todas las categorías principales de opinión y de valoración ética y jurídica, se refieren al hablante como tal: la conciencia (la “voz de la conciencia”, “palabra interior”), el arrepentimiento (el reconocimiento libre por el hombre mismo), la verdad, la mentira […]”. De esta manera, el filósofo del diálogo considera que, en dichas circunstancias, la conciencia del hombre son sus propias palabras (1989: 166).

 

(9) En el dialogismo de Bajtín es posible, porque: “A dialogic world is one in which I can never have my own way completely, and therefore I find myself plunged into constant interaction with others -and with myself” (Holquist, 1990: 39).

 

(10) Ángel Luis Mota Chamón, llamando héroe y antihéroe respectivamente al detective-protagonista de la novela policial clásica (o novela-enigma) y al de la novela negra, apunta cuáles son sus fines y herramientas: el primero busca la verdad que es orden y armonía de la sociedad, acudiendo al razonamiento; el desorden y la fatalidad humana son la verdad que descubre el segundo con su arma de coraje (1996: 93). A diferencia de ellos, las voces plurales de nuestra novela encuentran más de una versión de lo sucedido, y su método es el diálogo sostenido por razón imaginativo. Con la autorreflexividad sobre el género policial, la postura del autor se matiza como si ignorara ingenuamente el pacto de dicho género, traicionando así a los lectores que esperan típica diversión. En este punto, el escritor otra vez invierte la convención genérica.

 

(11) “Si los médicos y los sociólogos intentan decir su palabra y definir el fenómeno, el escritor, dramaturgo o novelista, tiene también su cuarto a espadas que echar, y no el más baladí, pues poniendo a vivir los hombres se sacan a relucir aspectos de lo real que el concepto difícil de la ciencia no aprehende tan fácilmente: narrar y describir puede ser más importante que definir e investigar” (Torrente Ballester, 1980: 212). El Decano hace un comentario semejante a Enrique (Decano, 41-2).

 

(12) “I cannot be in the unique place you occupy in the event of existence” (Holquist, 1990: 24).

 

(13) “The aspect of the situation that you see, but I do not, is what Bakhtin calls your “surplus of seeing” […]. By adding the surplus that has been “given” to you to the surplus that has been “given” to me I can build up an image that includes the whole of me and the room […]: in other words, I am able to “conceive” or construct a whole out of the different situations we are in together.” (Holquist, 1990: 36-7).

 

(14) Quizá en este sentido el autor dedica esta obra a sus nietos y a su biznieta (Decano, 5).



 

Bibliografía

 

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Becerra, Carmen. La historia de la ficción. La narrativa de Gonzalo Torrente Ballester. Madrid: Ediciones del Orto, 2005.

 

 –––. “La mujer en la obra de Gonzalo Torrente Ballester”, Con Torrente en Ferrol…Un poco después, eds. José Antonio             Ponte Far y José Antonio Fernández Roca. Universidade da Coruña, 2001.

 

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Colmeiro, José F. La novela negra española: teoría e historia crítica. Barcelona: Anthropos, 1994.

 

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Fernández Prieto, Celia. Historia y novela: Poética de la novela histórica. Navarra: Eunsa, 1998.

 

Gramsci, Antonio et alii. La novela criminal, ed. Roman Gubern. Barcelona: Tusquets, 1982.

 

Gubern, Roman. Máscaras de la ficción. Barcelona: Anagrama, 2002.

 

Holquist, Michael. Dialogism. Bakhtin and his world. New York: Routledge, 1990.

 

Mota Chamón, Ángel Luis. La novela negra española: ambientes y personajes, tesis doctoral inédita. Madrid: UCM,                 Facultad de Filología, Departamento de Filología Española II, 1996.

 

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Selden, Raman. La teoría literaria contemporánea. Barcelona: Ariel, 1987.

 

Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. Barcelona: Buenos Aires, 1982.

Torrente Ballester, Gonzalo. “Realidad y literatura”, Tiempo de Historia, noviembre 1980, núm. 72.

–––. La muerte del Decano. Barcelona: Planeta, 1992.

White, Hayden. El texto histórico como artefacto literario. Barcelona: Paidós, 2003.